viernes, 2 de diciembre de 2022

61

 

¡A ver si de una maldita vez te ganas la vida escribiendo novelas policíacas como todo el mundo!

Y, convengámoslo, tampoco era de esos testigos bobalicones que celebran las bodas reales, conmemoran el Día de la Patria o asisten entontecidos por el incienso a las exequias de los restos del preclaro sobre un túmulo engalanado de púrpuras.

¿Crees que eres un genio?

Naturalmente.

¿Por qué estás tan seguro de ello?

Porque es la única forma que sé de aprovechar el poco o mucho talento que tengo para hacer lo que hago.

El arte, su arte, era un tóxico. No lo sabía. Le ayudaba a conocerse en lo que de veras la reflejaba.

¿Cómo lo conseguía?

Fácil: cuando empezó a ser toda una mujercita sonreía desdeñosa al atravesar la Ladies’ Mile: se dirigía tranquila hacia Canal Street donde gastar sus ahorros en un galón de látex 1200.

Pero…

Envía los mensajes escritos con estilográfica sobre un papel perfumado o no cuando ello era una prueba de amor y devoción, envía sus dibujos y raras caligrafías con tinta india de una punta a otra de Nueva York, surca la oscuridad y el silencio metida esa voz trémula y subterránea en el pftt hasta que sale a luz de nuevo disparada al corazón del joven de rostro ensombrecido por el acné con un libro bajo el brazo, a la adolescente tocada con un gorro de lana y ojos brillantes ansiosa de conocimiento para ser mejor, al sabio que ya lo es y mira en torno a sí con beatitud, al camarada en el arte, a la atención del mundo. Una es artista… como podía haber sido otra cosa, pero su vida es el comunicado que se proyecta vertiginoso a los ojos de los demás a través de un tubo neumático que, finalmente, llega a las manos generosas que la acogen, aliento le procuran.

No eres tú, querida, mi alter ego.

Yo soy el tuyo (aun estando tú muerta).

Fracasa.

La próxima vez fracasarás mejor.

Y el siguiente fracaso será más eficaz todavía.

Fracasa una y mil veces.

Así, hasta que consigas El Gran Fracaso, que es el Gran Destino que a todos aguarda.

Pues tal le placía al viejo Samuel.

Queens, 1970: la luz gélida, un helor de sepulcro adormece esta parte del borough de calles desoladas sin árboles, flanqueadas de edificios anchos y bajos de sombrías naves, inmerso todo en la grisura y en la desesperanza, y a toda hora siempre la hostilidad latente en los ojos de cualquier fugitivo con el que te cruzas cada mañana de este enero nevado y silencioso...

Coge esa hoja de papel que para ninguna otra cosa sirve. Aporrea la Underwood. Viola sus sosas teclas. Arráncales gemidos o gritos, unta la cinta bicolor con todo lo que de criminal y terrorista de las letras se agazape en tu cerebro y en tu lengua viscosa. Sepulto entre estas lúgubres paredes pintadas de color hueso sucio sé disparatado como el día gris y el frío carnívoro que a punto está de acuchillar el cristal de la ventana y horadar tus huesos.

La artista desnuda. Expuesta a los ojos polifemos del mundo.

El trabajo de tus pobres manos de mujer ofrecido al juicio plebeyo, a la mojigatería universal.

Desnuda frente el mundo que te desprecia, pero al que desafías con la mirada incendiaria.

El desaire por todo aquello ideado que no guarda reciprocidad con la monotonía canónica del espectáculo diario, de la mil veces vista película del triunfo bajo el formalismo de lo reconocible, todo aquello del arte y la literatura innecesario, trivial y mercenario, repetitivo: sientes ese desprecio como el aire frío que revuelve tu cabello, como la gasolina quemada que respiras mientras esperas en un paso de peatones, como la dentellada del sol de julio en la piel al salir de una boca del metro, pero también con la arrogancia de la leona herida que lanza su rugido a las mansas bestias que temerosas de tu presencia pueblan la llanura.

Ese desprecio que la artista, no ignorante de su época, es capaz de percibir con lacerante asiduidad, que se propaga como el napalm por encima de las cabezas hasta cubrir por entero las calles de una ciudad a punto de entrar en combustión. Los veloces vagones del metro, como bombas de plata pintarrajeadas de graffitis y chafarrinones repletas de cargamentos humanos defectuosos con cara de sueño, horadan los túneles oscuros sólo para terminar explosionando como unos vulgares fuegos de artificio una vez asoman de nuevo al exterior. La procesión ahora apresurada de hormigas con bolsas y carteras son la máquina pulsante con fecha de caducidad que disuelven su desesperación de forma miserable abocándose día a día al seno madrastro de una ciudad de acero y cristal, una bella y poderosa tecnología sin alma que nunca se supo que prometiese nada a nadie sólo por patear sus calles y respirar su aire de piedra, metal y neón.

Pero al fin, desprecio.

¿Son ésos, su conjunto abigarrado, oscuro e indeterminado, el destinatario de tu obra?

¿A ésos te diriges? Ni siquiera hay lugar en ellos para la mofa, tan indiferentes son a tu suceso que ni recurren a la burla.

Esos nunca sabrán tu nombre. Otros, tan ajenos en verdad como aquéllos a una plástica que en el fondo se trasciende en virtud de una metafísica calculada, sólo vigilarán cotizaciones.

La expresión de tu arte únicamente constituía una parte invisible del mundo para los otros.

“Es arte aquello que decora”, dijo uno.

“O representa”, añadió alguien tan equivocado como el uno.

Es arte, gran arte, aquello que mediante lo visible nos acerca a lo invisible. Su lenguaje siempre es apócrifo: debe más al ingenio que a la razón. Sólo la fidelidad lo limita. Sé sacrílego.

El triunfo.

La momificación:

En Madrid, 2008: “¿No descubres esa lógica endiablada?”, preguntaba el tipo sosteniendo una bolsa de repugnante papel ecológico llena de libros a su acompañante algo perpleja, una minifaldera de expresión pícara y ojos brillantes, asimismo asiendo de la mano su correspondiente bolsa de papel ecológico repugnante llena de libros, ambos frente a un montón de piedras atravesado por un tubo pintado de gris, las esquirlas de metal a los lados, la gelatina lechosa que descendía por un extremo vertiéndose a un inmenso recipiente oblongo de color definitivamente óxido. “Parece una instalación Hesse…”

¡Una instalación hesse!

He ahí el epónimo. La gloria post mortum (que sólo sirve a los vivos).

Jennie: subrepticiamente, antes de salir de casa, ha colocado debajo del folio en blanco un billete de 20 dólares. Él lo descubre a media mañana, casi drogado por el paquete de cigarrillos que ha consumido con la vista fija en las teclas de la máquina de escribir, sin golpear una sola de ellas: en el dique seco.

Sale a la calle. Se mete en un drugstore. Compra cigarrillos, el  Times del día y un paquete de caramelos de fresa para la mujer pródiga: un dólar y veinte centavos en total. De regreso a casa compra un hot dog que se zampa en tres bocados (los próximos dos meses a digerir, cocodrilo). Se planta en la cocina del apartamento. Abre el bote (vacío) del azúcar. Introduce los billetes (de 10, 5 y 2 dólares) en el interior de esa astuta y sutil caja fuerte del hogar. Mira las tres o cuatro monedas sobrantes de la compra en la palma de la mano. Después de dudar unos segundos las deja caer también en el bote. Se sienta frente a la máquina de escribir. Enciende un Pall Mall. Comienza a escribir: Al principio parecía animado.

“Soy pobre, pero aquí estoy.”

(Con la zozobra.)

Coge un par de rebanadas de Wonder Bread, coloca entre las dos porciones una ancha rodaja de salami y un par de lonchas de queso fundido. Abre la puerta del apartamento sin dejar de engullir. En la calle desangelada, teñida por la luz de un sol desmayado. Camina decidido hacia el block.  Hace algo de aire...

¿Es canto o epitafio? ¿Celebra o maldice?

¿Es una trágica?

Teje una anacreóntica cuyo hilado jovial apenas vela lo trágico, la catarsis íntima que le libera del mundo ya en decaimiento.

Es una trágica… en busca de la felicidad.

Y busca las respuestas en lo concreto: buceando en una criptografía que a la vez que se gesta va significando apósitos esclarecedores. Se representa a sí  misma y a tenor de lo visible rotundo, la materia infame innominada, roza el milagro de las ocultas esencias entre sangres y huesos.

La acechan las garras negras del jinete apocalíptico. A punto de caer sobre ella, pues ya ha descabalgado de su montura y avanza entre la tormenta de las sombras hacia la presa indefensa y fácil.

En el entramado de tus materiales y tu química se aboceta la horrible visión: la perra ahíta de la carne putrefacta del cadáver aúlla a la luna.

La artista se angustia en presentimientos.

Ahora, su día aún no tiene nombre, pero es terrorífico y su negocio fatal. Siempre pierdes. Su liturgia huele a azufre. Su culto asusta más que serena. Sus ritos de bata blanca, bisturí y… escalpelo final desvelan una anatomía enigmática, precaria y perecedera.

Ha puesto los ojos en ella y afila la acerada curva.

He ahí lo trágico del ser intuitivo y capaz. Una vida cotidiana de ansia de conocimiento lastrada por la gangrena de los días, uno a uno ahondando en la llaga hasta alcanzar la nada.

Entretanto, anda manoteando en categorías abstractas. Como la belleza, que puede ser aterradora o plácida, risible, solemne o liviana, según los estándares subjetivos de cada época, o según le dé a cada cual.

Entretanto, chapotea entre químicas y metales. Levanta la horca,  pondera la soga, abre la trampilla.

Algo recela. Y, sin embargo, horada en lo inescrutable. ¿Y de qué manera puede visualizarse aquello que no se conoce y, no obstante, es?

Entretanto, borra los epitafios y graba los parabienes.

Es una trágica sin fe: luego no te condena el desafío humano ni te mata ningún dios. Es, sencillamente, una naturaleza ciega y de inaudita necedad la que preside en este festín donde se cobran piezas muertas antes de hora, se atesora lo inerte a destiempo.

Su conciencia trágica se forma a través de lo inesperado, de la brutalidad de un cuerpo traicionero. Ese desorden interno, ese ejército indisciplinado de células es fiel reflejo de universo exterior vivo y entrópico cuyas leyes no dejan lugar a la duda: vivimos y morimos del caos que, a veces, es visible y, en otras ocasiones, menos tosco, burla nuestro candor.

Aún no tiene nombre, pero va a matarte.

Tu verdugo, armado por la fatalidad, carece de designios: la bola negra era una más entre las bolas blancas. Ni siquiera es mala suerte.

Todos los dioses son trágicos, y se alimentan de la fatalidad de los humanos. Tu dios, tu gemelo divino y esencial, el original, el de la forma primigenia, va a saciarse de tu sangre hasta dejarte en un puro pellejo.

Vivimos en el desorden.

Pues, expresa el desorden.

Levanta la horca.

Crea la obra de todos ellos: polvo de tierra, heno, grasa, acero, maderas, colas, plásticos, látex, piedras y vidrio, gomas, plomo, cristales y neones, cobre, caucho, óxidos, sogas, aluminios, hierros, telas, papeles, humo…

La artista desnuda su cuerpo enfermo, el rito es sumamente sencillo: ni invoca ni blasfema. Avanza las manos hacia delante (siempre adelante).

Dispone los objetos-palabras, elige materiales-adjetivos, alisa el espacio, reflexiona, escribe…

Levanta la horca.

La trágica que deseaba ser feliz por encima de todo claudica ante el absurdo: si no hay pecado original, si te has librado del fardo de la culpa, si no había salvación ¿por qué hay derrota?

En este certamen resulta victorioso quien menos guarda las apariencias. Están de más los melindres en un cuerpo que empieza a descomponerse por dentro sin que nada delate su traición, sin apenas significarse antes de su destrucción por el síntoma del hastío o la desgana. Una bella manzana podrida atrae nuestra mirada bajo el sol marino de la mañana. Es perfecta entre otras sanas aunque de peor aspecto, pero también suscita nuestra perplejidad y hasta nuestra incredulidad. Esa es la elegida: la que halaga nuestra capacidad de admiración e incluso de extrañeza, de prevención ante lo armonioso.

Qué obstinación admirable: hasta en el último instante pugnas por atrapar un poco de aire que alargue tu agonía.

Se ha dicho que el ser aparece en el fracasar. ¿Pero cuáles son los límites del fracaso? La muerte no los certifica. No hay victoria alguna en ella, nada deja tras de sí, y las huellas, los lamentos y los ritos funerarios sólo son decorados de vida. Y quien hace no fracasa. Sólo la muerte abre esa puerta, ella es el único fracaso real del ser humano. Las viles asechanzas de la existencia, la ofensa pueril y el desdén cotidiano son en buena medida injusticias y torpezas, atributos que componen el avatar de muchos de los humanos que vuelcan la vista en ti, eso es todo.

Ella es una trágica porque actúa.

Sucumbe lo natural que hay en ella, no su razón o la madeja de hierros y química que es su conciencia (bien pertrechada entonces).

Y el escenario de esa lucha a brazo partido es lo que finalmente lega: sólo esa desnudez de escombros a la que es difícil ponerle un nombre cabal a pesar del título que define sus relaciones.

No obstante, tal vez la respuesta más sencilla al porqué de la tragicidad que parece vestir en todo momento al ser humano sea que éste es sabedor y consciente de su finitud pero ninguna de sus patéticas conjeturas acierta a conducir a la revelación total.

En ella ni siquiera cobra forma la culpa. Ha dejado de creer en las religiones.

“Me refugio en el absurdo”, dijo. Y de ese modo alivia la pena y sonríe a los cielos negros del invierno del 69/70.

Todo arte, toda literatura sale de un único e irrefutable lugar sagrado: de la chistera.

Sigue escribiendo:

Ella era uno de esos seres humanos que parecen vivir en el borde de todo, al borde de la sonrisa, al borde del amor, al borde de la fortuna, al borde de la enfermedad, al borde de comprenderlo todo, al borde de la más supina ignorancia, al borde de la muerte... En definitiva, una de esas mujeres en el borde del vivir.

Mayo tormentoso. Sol y diluvio. ¡Y es el mayo inocente del 62!

¿Y si hubiese sido ciega?

Hubiera creado sueños.

Una fantasmagoría.

Una premonición.

Una abolición genial de los supuestos de lo vidente estricto.

Otra vez…:

¿Qué hubiera ocurrido de no morir?

A saber…

Ni pensar en los 2 millones de dólares por pieza.

Habrías acabado en uno de los centenares de lofts de la Westbeth, en el West Village: alquileres para artistas famélicos y sus desgraciadas familias a 1 centavo por día pintando paisajes para colgar en la pared arriba del sofá.

Nada de la apatía del filósofo se embosca en el ánimo de una decidida y pertinaz luchadora tras la redención plástica, ninguna astenia paralizante la detiene, ninguna religión opresora la sojuzga: ella ha creado su dios, que es ella.

Lo trágico ensancha los significados, adensa la vida, nos revuelve en el barro de la pangea y nos eleva con la mente a la galaxia.

Lo trágico es una elección.

Lo trágico trasciende lo que rozas con las yemas de los dedos, lo que rozas con la mirada, lo que intuyes sumido en la ceguera antes del sueño.

Una actitud trágica, aun amando la vida con pasión, desarticula y detiene el mecanismo más sagrado de las cosas: ¡bah!, sólo era un autómata en mis manos, se dice la niña desencantada mirando la muñeca inmóvil caída en el suelo.

E inmediatamente se pone a construir otra muñeca, otro juego.

Es un instinto de artista lo tuyo: la obra bien hecha, ultimada. Que pueda ser expuesta, te dices con los ojos entrecerrados mientras huyes de los cristales y metales de los doctores-dolor.

Y, luego, disolverse en la nada.

Si al menos, tan sólo el silencio de los cuadros y estatuas de los antiguos… Como una mera presencia.

 Universitas: numerosas pandillas de estrafalarios educandos merodean por el campus bajo el sol de mayo.

Es hora de las influencias. Ladinas (por inconvenientes) o benéficas (por estímulo).

1969. Yale. Artes visuales: Hesse pisa en firme: es terreno acotado para su sibilino magisterio.

Modélate.

Hazte de barro antes de aleccionar a los discípulos.

(Pero ya nadie escucha con la boca abierta.)

Ellos se creen tus iguales, y dentro de muy poco tus superiores… en todo: juventud, genialidad, indiferencia hacia los otros, y sobre todo, tiempo, todo el tiempo del mundo, el pasado y el futuro, encerrado en ese breve lapso del presente.

Nadie quiere aprender de nadie salvo una artesanía técnica, el mínimo taller que les permita oficiar por sí mismos sus misas negras, puesto que cada uno tiene dentro de sí sus propios modelos de referencia, su propia genialidad (Ja). Tales engreimientos les acucian y finalmente les rebajan a la mediocre albañilería de sus ocurrencias: sólo ténicos, sólo manos.

A fin de cuentas, ¿no es deber principal aprender sólo aquello que nos va a servir?

Viven sus cuentos de hadas y de príncipes en la Tierra De Las Maravillas Adonde a Nadie ha de Rendirse Cuentas.

Y, en los cuentos, no existen las reglas. Así que…

Y tú ya no eres de este mundo. Envuelta en celofán o encerrada en una urna te retienen y te exhiben codiciosamente los museos: ya formas parte del cambalache.

Prefigurabas la anomalía, la desviación hacia la excentricidad de lo no visto hasta ese momento:

Representaciones escultóricas, 3.

Una representación escultórica:

el cuerpo, una piedra, una quimera, la forma de mi razón, materializado el discurso del concepto nada, los significantes.

Seas versado en el conocimiento de las tecnologías de vanguardia audiovisual y en aquellos misteriosos conceptos que configuran el debate en torno a los diversos campos de comunicación visual y los lenguajes artísticos pertinentes (sic).  ¿Modelo la figura humana?: qué figura, qué modelo, qué excusa para la creación… Busca lo representado en los pliegues inmarcesibles. Hurga en la viscosa infinitud de tu alma. Sé tú. Único y genial. ¿Modelar? ¿El qué modelar? Escribe desde lo abstracto y malicioso, lo inconmensurable y críptico desde una escritura sin código ni faltas de ortografía. Escarba en tu cerebro de magnífico animal libre e improvisado, salvaje como un cristo, como un dios, sin leyes, sin reglas, sin miedo. Tú, novicio entretenido, apelarás a unos fenómenos artísticos que, genésicos de la mente de su creador, han de articular debidamente las futuras visiones de un espectador aún no avisado, poco a poco naciente a las nuevas teorías, próximo a comprender los arcanos del arte a  tenor de vuestras actuaciones y felices intervenciones públicas.

Ciega, sí.

¿Cuál es el concepto de belleza en la noche interminable del ciego de nacimiento donde nada refulge?

El tacto.

¿Qué sabe éste de órdenes, de la forma visible de los dioses?

¿Cómo transmuta la materia en apariencia identificable para un invidente y sus hábiles manos?

Modela con los dedos. Sus ojos son la oscuridad y la piel. Se palpa a sí mismo y palpa el barro. Y la idea y la palabra toman forma.

No ha de crear un monstruo de tres ojos sin boca:

(se palpa a sí mismo y palpa el barro) bien se dibuja con la tierra.

Y es estudiante aplicado.

Nada que objetar, dice el maestro, que ni siquiera se cree capaz de atentar contra esas originales simetrías, deslices asimétricos, algo raras proporciones apenas perceptibles para los poderosos videntes.

¡Qué iban a reprochar después de la subversión finisecular y de principios del siglo XX: un ojo aquí, un brazo allá, la cabeza vuelta del revés, la pierna hendida en el cerebro!

¡Joder, qué extraña pintura!

Chistera, conejos, nubes, la mujer partida en dos por la sierra del mago…

Figura humana.

Ya te hablaré yo a ti del canon… ¡futuro por venir!

Estás desnuda frente a la luna del armario.

Jamás serás una venus helena, una gracia pagana, la pétrea mentira de Canova o la solidez y detallismo carnales de Ingres dictados por un sensualismo indescriptible ajeno al pompier y su retórica polvorienta de encajes y telones, tapizados y alfombras.

¿Cómo modelarte mejor, malhadada afrodita?

Verano de 1970. En otro universo, U5, donde el cielo siempre es del color y el brillo de la plata, grises los mares: el dios y el diablo entreteniditos en sus juergas  y ocurrencias parónimas pasaron de largo de tus treinta y cuatro años en este universo. Quietecita en un rincón, sin dejarte ver por esos dos terribles Polifemos cegados en sus ordalías temporalmente por un odiseo de papel. Salvada (de momento, pues te tienen agarrada por el pescuezo y no te soltarán: ten preparada las piernas para la huida).

La dama cumple cuarenta, cincuenta años… (que tú no cumplirás).

Esa imagen que devuelve el espejo: eres tú irreconocible, aumentados los desperfectos, el camino a la caricatura del niño, el camino de vuelta, lo inverso: el  monstruo sin cuello y ojos desorbitados y pelos como alambres que pintarrajea el picasso de cuatro años.

Coge el barro de tu esencia y majestad:

Borra las arrugas de la expresión, levanta las cejas, elimina las bolsas de los ojos, desecha la sobra repelente de grasa y de piel en los párpados, aumenta los pómulos, corrige las orejas, remodela el cartílago auricular, reduce el caballete de la nariz, armoniza las facciones, sensualiza los labios, endereza los pechos, alisa el vientre, redefine la cintura y las caderas, recoloca los músculos abdominales, hazte el culo respingón, redondéalo, absorbe los líquidos de los brazos y las piernas, alivia las hinchazones, muda la dentadura en blancores esplendentes…

Un desnudo perfecto (el de la luna).

El enigmático canon de Policleto arriba patético a esa pepona henchida de rellenos y ocultas cicatrices de la mujer retocada y envilecida por la misma imagen que proyecta.

Del mono al hombre/de la mujer al mono.

Todo sea por las bellas simetrías: un punto axial verdaderamente humano: muñecas de siete cabezas y media… Pero, ¿y la gracia? ¿Qué les infunde la vida y las libra de un hieratismo quirúrgico?

Helas aquí tan perfectas e inútiles como jarrones chinos, con sus almas de acero, tan innecesarias en su belleza impostada y sus ojos crueles.

Dijo: “Es una cuestión de evolución.” (En el interior cálido de uno de los apartamentos de un edificio de piedra en el West Side) propiedad de una de sus amigas ricas e… inteligentes. Afuera cae la nieve, y los grandes ventanales semicirculares dejan ver la grisura atemorizante de los 10 grados bajo cero neoyorquinos de un enero polar. El tema se ha impuesto en el discurso de canapés, licores dulces, café árabe y té con leche de estas mujeres de la perfecta línea y los volúmenes adecuados, sabuesas y presbiterianas, y hasta puede que entre ellas se mezcle alguna acomodada y extraviada exmiembro del YWCA. Las exposiciones argumentales no dejan de ser atinadas a pesar del ambiente de bricolaje intelectual que deparan la colección de pintura contemporánea, los libros caros y lujosos sobre los sofás y los sillones de cuero teñidos de rojo y los vasos cortos coloreados por el mejor whisky de doble malta. La sonrisa estereotipada, el gesto medido –una corrección que sólo es una más de las convenciones de ese mundo sigiloso de gente con paciencia y sin incertidumbres, de grandes patrimonios y fortuna sin límites-, la soltura del rico sin grandes estropicios físicos en sus vísceras todavía y, en consecuencia, sin plebeyos temores en el horizonte: a la caza y captura del artista indefenso y atemorizado de la mediocridad de su vida hasta ese momento: te comprarán por un puñado de monedas, créeme: déjate robar el alma. En el fondo, es una tregua generosa: la dama desciende de la torre del homenaje y olisquea los entresijos de una de sus súbditas: Eva Hesse, la pequeña judía artista, por ejemplo. Estas mismas mujeres ornamentadas y peripuestas con arte palaciego que observan a Hesse como un bicho adorable y poseedor de ideas chocantes son maniquíes sin arrugas de una estética urbana ambulante y referencial, neceseres de una amplia cultura no del todo desdeñable que aguardan a que esta moderna Mary Shelley alumbre el frankenstein de trastos y cables capaz de renovar la plástica del día (a lo más, de la semana). Los ojos maliciosos dibujan en su fugaz chispazo las expectativas futuras que han de entusiasmarlas a la vez que halagar su confianza.

Pero cuesta imaginar el paso atrás desde esta figura neoyorquina, parlante, ritual, acartonada y falsa hasta el efebo griego o la robusta afrodita tan naturales. Ninguna huella evolutiva parece atestiguar el salto en un sentido u otro del kuroi a Policleto, de quien sólo conocemos las réplicas de mármol de los copistas que, como es norma sin excepción, son artesanos sin talento.

La búsqueda de la perfección es tan vana como la búsqueda del absoluto.

Mejor la gracia, el gesto al vuelo, el ademán inocente, un ethos espontáneo y feliz que rehúye lo artificioso y el cálculo, una venus naturalis ya desprovista de ropajes y tabúes pero aún no corrompida por el propio temor al cuerpo e indiferente a sus desperfectos al paso del tiempo.

Puesto que las cosas bellas son difíciles, no hace falta, Fidias, como bien supiste ver, que revistas de oro a la diosa Minerva para que sea más diosa.

Te bastó con el marfil y la piedra que, asimismo, tan bellos son a la vista. Le bastó al pintor el simulado color de la carne.

Presas codiciadas del lienzo o la piedra, pocos favores reciben más allá de la mirada del sabio, del diletante o del solitario. La sutil cadencia del déhanchement basta para fustigar el deseo ante una naturaleza muerta por inmóvil y de fingida carnalidad. Es el regalo que ellas devuelven: la complacencia estéril, la fatiga esteta o los placeres ocultos.

Al paso del tiempo, sólo una anacrónica draperie mouillée, inteligente y calculada, manierista del todo, comprada en las más caras boutiques o descubierta en los magníficos y dorados shop fronts realza los encantos de aquellas sofisticadas neoyorquinas clientas del lujo, el cuero oloroso y las mejores sedas, coleccionistas de obras de arte contemporáneo y animadoras del té de las cinco.

Y al cabo, la chafarrinada está a la vuelta de la… demencia: Frenhofer se deja engañar por dos incrédulos. ¿O es a la inversa?

¿Cuáles son las proporciones correctas?

Un montón informe de trastos desafía cualquier escala vitrubiana: mirad, mejor aún, contemplad: entre esos desechos se agazapa mi alma desnuda, todo aquello que me angustia o emociona: lo que en ello gozo o me torturo se halla ahí sepulto o insepulto entre los cables, los plásticos,  los cristales y las telas… ¡los polímeros!

No eres un enunciado definitivo; con el tiempo terminas siendo un estropicio, unas líneas desgarbadas y feas, un rayajo gótico cargado de analogías ojivales y desprovisto de gracia.

Deconstrúyelo, entonces; desarma esa carne corrupta sostenida por huesos endebles. Transfórmalo a ese cuerpo en abigarrado montón de materiales cuyo orden y concierto sólo a tu espíritu conciernan.

El Siglo XX es un solar donde arrojar todo aquello que expulsa el alma.

La belleza, bien es cierto, es sólo una relación… ¡pero de infinitas y variadas unidades simples!

Categóricas sí, pero arbitrarias.

Una dipendenza apenas perceptible, emboscada a lo largo y ancho y alto y bajo de ese amontonamiento o disposición objetual, detrás del cual se encuentra un ser humano.

En O’Casey: el cóctel de media tarde.

Un gimlet con el mejor vodka para él (que va a pagar las copas); Four Roses para mí, que paladeo sin dejar de hablar.

Talleres de reflexión teórica:

adonde ningún ojo descubrirá el barro maleable, el torso monstruoso adivinado a través de la bolsa de plástico preservadora de la humedad: nada en estas iglesias del novicio depara lo humano, nada nos transporta a las sosegadas visiones de la estatuaria griega, cuando la levedad de la piedra tallada con mimo encomiable transmutaba en carne apetecible, versaba en una piel tersa e inmaculada, en un reflejo del agua del color de la luna y de la pátina del deseo. ¿Qué manos modernas –se dicen como orantes- osarían replicar la clásica belleza de unas estatuas que, a despecho de su naturaleza canónica o ideal, se verían rebajadas a ejemplo estético de pusilánimes y a copistas sin genio? Ninguna alquimia contemporánea ha de mejorarlas en una apariencia inaugural que ha sido venerada siglo a siglo, ningún apócope ni remiendo hará de ellas materia superior.

Mejor dejarlas dormir en su sueño de siglos.

A otra cosa.

Y a la mañana siguiente:

Para una teoría de los formatos de equiparación: pintura expandida y vídeo. Conceptos e idearios sobre el soporte plástico contemporáneo. Alternativas de una semántica de confrontación en el siglo XXI) logra leer en un cartel pegado junto a la puerta de entrada (¿a qué? ¿adónde? ¿hacia qué? ¿por qué?).

Hay un pequeño trabajo para ti, negro.

¿A cuánto por página?

Tú decides, pero no pases la raya roja.

Nunca lo hago.

Lo malo es el tiempo.

¿Plazo?

Dos meses y medio.

Estará listo.

No esperaba menos de ti.

Además, tengo el título.

Magnífico.

Para un entendimiento poético de la instalación en espacios de adecuación plástica. Comportamiento y ejecución escultórica mediante un vocabulario matérico, espacial y objetual intuitivo: la moderna sintaxis del arte tridimensional.

Es perfecto.

Eso creo. Propende al esclarecimiento.

Afín al debate de los avisados, del entendido en la materia. 

Pues manos a la obra.

Cuánto de bullshit tenga esta maldita reunión de objetos, será difícil saberlo. Quizás esta farfolla no responda sino a un autoengaño sublime y alimento visual para incautos. Un decorado quackery, aseados humbugs para soplagaitas bien vestidos de Tribeca o tipos marrulleros intelectuales del Village atrincherados en sus trenkas, sus libros de bolsillo, su cine europeo, su whisky de baratillo y sus botas de piel vuelta.

¿A eso aspira tu obra?

Existen pruebas suficientes para negar esa insidia, Escribidor.

Veámoslo, dijo casi inaudible, inconsciente, y me condujo a una habitación donde se apilaban cientos de objetos heteróclitos en magnífico desorden.

Me condujo a la confusión más absoluta: a lo sinnombre.

En cuanto a ella: ¿Qué se siente al tener a la muerte pegada al costado? Sabes bien que han acabado los plazos, el momento de la desaparición ha llegado, la parca enlutada extiende la guadaña hacia ti, ya la enarbola en el aire perfumado de mayo, va a segarte en dos, va a robarte del mundo. ¿Qué se siente? Está adherida a tu piel como una bruma gélida, notas físicamente su baba mareante, te tiene agarrada por el pescuezo, asoma por tu aliento, habla por tu boca, oscurece tu mirada…

¿Puedes dibujarla?

“Vete al infierno.”

¿Qué se siente?

“Hedor.”

Otra presa.

Otro botín.

Al agujero.

¿No sientes miedo?

“No, sólo asco.”

Toda una vida (lo bueno, lo malo, el día, la noche) comprendida en treinta y cuatro años. Una condensación.

¡No ibas a interpretar una maldita anderseniana! Lejos de las hadas, tu escenario es el de las brujas y los bosques nocturnos, las cuevas oscuras, los calderos humeantes de herbarios secretos, las degollinas, el de las hermosas cabezas rubias de las doncellas rodando por el suelo de tierra podrida de la cabaña.

El Escrutador estudiaba la tinta simpática, la diablura de la escritura al revés, epigrafiaba los temores, pesadillas al alba y dolores de la artista de la bola negra. Una y mil veces desentrañaba significados y atendía contornos y colocaciones: el disparate del objeto que mucho puede decir de sí mismo con la sola contemplación del espectador y tanto más relacionado con otros, y hermanados en el acto creativo con la pena, el absurdo, la incertidumbre, la angustia, el miedo…

Tal vez en lo más oscuro de su subconsciente de donde extrae las imágenes que los objetos terminan escenificando domine un lado infantil, una imperfección sostenida de ingenuidad que incluso en sus obras más herméticas la obliga a alterar el orden del mundo, la lógica del habla y el fluir cotidiano de los días, una subversión que no claudica ni ante lo ininteligible; todo aquello, en suma, que repele una cultura universal instituida por lo correcto, lo contrastado y lo primario, que siempre resulta ser lo toscamente legible y técnicamente perfecto pero huérfano del mínimo misterio, de magia. Innecesario al fin.

Como un alma primitiva. Así sería ella, sus representaciones, su justificación. Abrazaba lo desconocido: he ahí la importancia del hecho.

Soy La Primera en Adentrarme en la Oscuridad pero también en Inventar el Fuego que Alumbra las Visiones.

En el comienzo de los tiempos (1966).

Escarbaba en el misterio. Era la Gran Maga, puesto que ahora transmutaba los objetos y convocaba significados.

¿Qué tiene ante sí? La nada. O el todo. Depende de los nombramientos.

Tras de mí, la oscuridad; ante mí, lo concebible.

El alma (hace treinta mil años) puede hablar. En lo más oscuro de la cueva, el artista pensador se pintarrajea en forma de animal, se celebra poderoso. Aquella reputación más que los fragmentos de su memoria te persigue, Hesse:

Apreso esas hechuras, las hago mías: el bisonte en la piedra es tan real como el incipiente y todavía innombrable placer estético que le produce a su captor. La magia se alía con el conocimiento. Descubre el símbolo: comienza a desnudar la forma de perifollos, conceptualiza la visión, el pensamiento, el objeto, el animal, a sí misma…

Ha descubierto un lenguaje y la infinita gramática de sus antojos.

Del ocre y el rojo y el negro a lo variopinto de todo lo que le circunda. Ahora, ya eres una hechicera. Has trastocado la morfología del mundo, no basta con decir agua, animal, tierra: proclama sus mágicas variantes.

¡Qué mágica y sugerente es la naturaleza sumida en la noche! ¡Qué aburrida y legible desnuda por el sol, atrapada en la claridad cegadora!

La Alquimista oscurece los días y alumbra las noches.

Gesta, pues, lo trascendental.

Pero en la era de la modernidad y sus feroces trapisondas sólo podía ocurrir en ella que el mito, lo mágico, el ritual y lo místico se fusionaran en un silencio cuasi-religioso. En una estética de lo alambicado, tan sutil como rebuscada, pues ella, y no otra cosa, sería lo sacramental.

Y crea las imágenes reales aun pervertidas por un significado que sólo a ella incumbe.

¡Qué importa que no puedan ser vistas a la luz natural de otras mentes!

De lo más oscuro de sí misma extrae los bisontes rojos, los ciervos ocres, la negra línea de la silueta del cazador.

Y es inocente, ¿pues no hace más de veinte mil años que unos seres primitivos ya siluetaban sus propias manos en lo más recóndito de la caverna paleolítica?

Ella sólo perpetúa la prístina inocencia de aquel primer artista sobrecogido por el misterio (que a su vez sigue perpetuándose hasta hoy).

Están los cráneos pulidos por los siglos, bronceados por el polvo. Sobre el pedestal de la tierra sus cuencas más que mirar, tragan. Qué solemnidad. Retrato al natural. La mueca que ha resistido durante miles de años los diferentes estilos artísticos instaura toda una teoría de la intemporalidad: es una plástica constante, duradera y aleccionadora, imbatible. ¡Calaveras indomables!

Persisten desde las Primeras Páginas de la Historia del Arte objetos y herramientas ambiguas como los eolitos. Quizás sólo fueran simples formaciones de cuarzo trabajadas por la lluvia, el viento y el tiempo. Hoy promueven la exégesis, impelen a escudriñar sus más escondidos átomos. Y francamente… No adoremos todavía a ese pequeño becerro del arte innominado. Es producto de la naturaleza que autómata, ajena a las leyes de los hombres, nada cotiza ni premedita y muchos menos sabe de reliquias objetuales. 

Más adelante La Hesse del Período Oscuro le ha dado forma peligrosa a un tosco pedazo de sílex, lo que le posibilita para el crimen, la caza o para crear otras tallas más elaboradas. Un día, ese instrumento que tanto le ha servido, se transforma él mismo en escultura. Lo labra. Lo ornamenta. Otro día inicia la industria del hueso, que decora con mimo, y aprende a utilizar el marfil de los mamuts y el asta de los renos. Otro día modela con arcilla dos bisontes.

Los contempla con extrañeza: los ve.

Y otro día, su gemelo prístino de ojos de fuego en su rostro de carbón se complace en una creación más sofisticada: se rodea de lo inútil, sólo de la estética: erige la Venus de Willendorf, la mujer esteatopígica.

En estas imágenes, se dice El Escudriñador, existe algo de voyeurismo, un componente erótico quizás: se autocomplace el artista viéndose asaeteando animales, ponderando la sangre también alimenticia, bebible, que brota a borbotones, cazándolos y sometiéndolos, dominándolos como el ojo de miles de años después se refocilará contemplando cópulas ajenas, marañas de cuerpos animales tan sólo, brillantes de sudor, sin espíritu, abismados en una contienda meramente carnal.

En fin, ¿existe una época auriñaciense o magdaleniense en la obra de nuestra heroína, una época azul o una época rosa, por así decirlo, esas subdivisiones picassianas…?

Parte de lo desconocido y allega a lo impenetrable. Bonita forma de tratar el objeto.

La intención megalítica selecciona lo monumental, es un arte que le basta con la dimensión, lo más bruto de la fábrica de la naturaleza. Pero los dólmenes y los menhires sostienen una creación que apunta a lo original en el mundo: es una forma artificiosa, nueva, que opone a la caverna su sentido deliberado, un simbolismo cuya significación misteriosa no obstaculiza la contemplación de su llamativa morfología. Reta a los cielos. Para el éxtasis la mera visión es suficiente, y el cúmulo de preguntas que se termina formulando el espectador acrecienta su potencia siempre escondida.

¿Qué estadios sucesivos cumplimentaba la escultora Hesse De Las Cavernas en lo más hondo de la cueva hasta alcanzar el adorno construido de moluscos, huesos y guijarros?

¿Partió del escultor solutrense y el reconocible animalario de sus frisos esculpidos?

¿Habría una transición del rito a la sola complacencia estética?

¿Nos es precisa una cronología de la evolución de sus rarezas?

¿Fue objeto artístico o herramienta la piedra tallada yacente en el pulcro suelo de la galería inaugural del arte aún sin la luz de los focos de cien vatios?

Tan cerca de la magia, la estética irrumpe desordenada pero ya regida por una ordenación que guarda cierta obediencia al modelo del que se hurta la imagen: no sobresalen del cazador tres brazos, no existen los bisontes con dos cabezas y cuatro patas tiene el ciervo.

Lejos del estatismo paralizante, la superstición y el conjuro plásticos la conciencia de la Ejecutante cobra paulatinamente una nueva dimensión liberadora de tabúes y deriva al regodeo de lo trascendental.

La Hesse Primitiva ha recorrido un largo camino desde la silueta soplada o trazada por los dedos en la pared de la cueva hasta el hierro hallstáttico: metal y su floritura de óxidos que en la era de la Hesse Moderna convive sin estridencias con la fibra de vidrio. Pero ha sido un recorrido circular, y ahora el cazador sí tiene tres brazos, son dos las cabezas del bisonte y el ciervo sólo es un esquema ondulante en el aire, una línea nada más. A la postre la obra, subrepticiamente, no deja de connotar una magia y un ritual  emboscados en la mente de su creadora.

Ella ha creado una nueva religión. Y ella es la Suma Sacerdotisa. Y no precisa liturgia alguna. Le bastan los materiales y el ingente basural técnico-decorativo de la época de la modernidad para allegar hasta la misma estructura del símbolo y su enunciado reconocible o no.

Puedes dibujarte, pero no te puedes representar. Justo lo contrario del pintor de domingos, que puede representarse a través de sus escenas de paisaje sin siquiera ser consciente de ello y sin saber dibujar, sin saber pintar verdaderamente, sin saber nada de nada. Se connota el pobre  dominguero animal (en el buen sentido de la palabra) a través de su parca réplica, su esfuerzo calamitoso, su traspiés de neanderthal.

Ella, primitiva, ve las piedras y las rocas como los huesos de la tierra, los venera y acepta su naturaleza sagrada.

Ella, artista de la piedra, ha evolucionado durante miles de años hasta la era de la transmutación de los metales, la combinación de los átomos y la refutación del tiempo. Esta alquimista en taparrabos y hacha de sílex aferrada a la mano, de gruñidos y rostro peludo ha concluido su periplo evolucionista paseando por la Quinta Avenida vestida con minifalda y un suéter amarillo cruzado de rayas negras y calzando botas blancas de media caña. Disfraz adecuado a su época que termina arrumbado en lo más esquinado del loft una vez traspasa de nuevo las puertas del templo: allí, ataviada de monja conventual, casi en harapos medievales en realidad, rodeada de vasijas y herramientas imaginarias, se entrega a la Obra Inmortal a salvo del mundanal ruido neoyorquino: trasiega entre sustitutivos y revelaciones. Por el cristal sucio apenas asoma la vida de los otros, el rumor lejano de sus andanzas, fatigas y descontrol: se han vueltos ininteligibles frente a una jerigonza hermética y poderosa que desde la mudez de su sintaxis concluye en lo visual, en los neones de lo secreto.

La artista hechizada, ya con las manos libres, los ojos muy abiertos y la mente despierta, revuelve en la quincallería objetual del metal y el plástico de donde extrae la memoria, califica el presente y conjura sus miedos mientras persevera en descifrar el rompecabezas inextricable del futuro. Selecciona materiales, desgaja las ideas del seso, dispone piezas. Seduce al tiempo, acalla el día y su alboroto. Celebra su misa en el scriptorium imaginario. Héla aquí, la omnímoda salvaje, con los brazos en jarra, La Eterna Gestante desplegando feromonas ya en el atrio mismo de la creación.

Y se adentra en la espesura, puesto que ahora ya lo sabe.

Lo sabemos.

Tú no eras un hada. Ni la más bonita del cuento. Ni la más indefensa. Ni la más lela. Eras la Bruja Piñones.

En lo más oculto del bosque donde el agua es verde y la tierra negra, donde las copas enrevesadas de los árboles retorcidos no dejan entrar los rayos del sol y domina la fría niebla, tienes tu morada, una cabaña de gruesos troncos coronada por una chimenea de la que se eleva día y noche una temblorosa columna de humo oscuro y fétido. Ningún peligro parece encerrar la tosca vivienda, sólo una invitación a la extravagancia y el misterio.

Y te recreamos, pues aún somos niños inocentes y crédulos, todavía víctimas del arte maquiavélico de tus encantamientos de bruja, maga y artista.

En el interior la atmósfera flameante excita los sentidos, cuelga el siniestro caldero al costado del fuego y sobre los troncos ennegrecidos por la alquimia del tiempo se proyectan las sombras de tu equívoca figura de mujer (¡menudo disfraz te procuraste!).

En esa caverna de terrores primitivos te entregas a la cábala y a las ciencias ocultas, te hallas en lo secreto… ¡Acaso no es magia negra hacernos ver lo que no es!

Bruja más que bruja entre retortas y probetas, pócimas y mejunjes, filtros y alambiques, matraces y mil tubos, entregada a una extraña y maléfica química que degrada las visiones y el entendimiento, sabia de una farmacia que altera las imágenes y las convierte en pesadillas, maestra y fábrica de ácidos y tóxicos que pervierten la naturaleza de los mundos... Has abierto La Caja de Pandora del Arte y la pesadilla se ha poblado de máquinas y artefactos imposibles, de la fiesta de la fantasía y lo incomprensible, de la estafa de los sentidos.

Y, sin embargo…

Pues que estamos en el principio, yo te juro que como acólito descarriado he de profesarte fidelidad, y en tu final, que ya está escrito, he de guardar nueve días de luto.

Año Domine I.

En 1949.

“Seré artista.”

2011.

Los tiempos han cambiado.

75 aniversario del nacimiento de Eva Hesse.

Vaya usted a saber por dónde anda: U68 o U120. Escondida entre galaxias, hurtándose al tiempo, huyendo de la mordedura candente de los lebreles del cáncer.

En efecto, todo empieza a ser muy distinto.

Ingeniería mental: se sostiene en el aire. Como un inconsciente colectivo.

¿Todo a punto, mercader?

“En 1889 Tanguy me decía: todo hombre que gaste más de cincuenta céntimos al día es un maldito pillo.” (DE GOGH, página 227.)

Unos pocos céntimos más y el banquete está servido: sobre la mesa de mármol una botella de vino, pierna de cordero con judías pochas, blanqueta, queso, tarta de manzana y café: 0,90 francos. En días de suerte, todavía se le sacaba al dueño del bistró el aderezo de un dedito de calvados para amenizar la sobremesa con los chascarrillos habituales y muchas maledicencias.

Sólo he sido enteramente feliz en el Bateau-Lavoir, se dice en 1972 don Pablo Picasso, Señor de Mougins, inmerso en la vie de château mientras recorre los atestados corredores de Notre Dame de Vie bajo la luz selenita de la medianoche. Allá en la Butte el pensamiento era más libre, y el cuerpo era como un amigo feliz y era mucho mayor la ambición, puesto que todo, absolutamente todo, estaba por llegar, y desde lo alto de la colina hasta se podía ver una luz verde allá a lo lejos que apenas definía los contornos de las cosas, una luz verde en la noche de luna ascendente que parecía presagiar todas las promesas del orgiástico futuro.

En 1912 Picasso había abandonado Montmartre: ahora Monsieur Pablo recibía en el 242 del bulevar Raspail.

De allí, poco después, a un lujoso apartamento en el mismo Montparnasse. Escalando, pues.

Los tiempos, amigo Vollard, están cambiando. Tu siglo de bastidores y pigmentos que dotaban de colorido el viejo París ha dado paso a patrones más serios y calculados.

Un billete de cien francos ya es moneda corriente en los bolsillos de un pintorzuelo no entregado en exceso a la bohemia y no demasiado loco a causa de la absenta.

Ni siquiera volverán aquellos años más cercanos de entreguerras cuando el pintor español, ya enriquecido, retornaba a Montmartre poseído por la sola idea de volver a abrir la puerta que le condujera a la Época Azul y poder ganar sólo unos céntimos, las monedas imprescindibles que le permitieran comer al día siguiente una sopa de verduras con tocino, beber un par de vinos al atardecer en compañía de buena gente, mear a gusto en el arroyo central de la calle pueblerina y tumbarse en el jergón cuando el sueño le venciera, aun con los pinceles en la mano. Al amanecer, un vaso de leche tibia y cremosa comprada directamente al boyero que guiaba las vacas y los bueyes, el trozo de pan todavía caliente recién salido de la tahona y, más abajo, casi en el horizonte, la vista inmensa entre brumas azules de un París somnoliento a los pies al que había que conquistar.

En 1900 eso bastaba para redoblar las fuerzas y seguir adelante. 

 

domingo, 30 de octubre de 2022

60

 

¿Qué clase de discípulos son esos dos?

Unos autómatas solícitos, obedientes y perplejos, tal vez asustados de la pantomima dramática que se desarrolla ante ellos a tenor de los débiles mandamientos de la yacente.

Son como farsantes en el estudio, marionetas accionadas en una maniobra genial que para ellos no debe tener ni pies ni cabeza.

Son actuantes en el asombro constante.

Desde su lecho de enferma, les instruye cómo construir en la realidad exterior y material la obra en su cabeza.

Sólo son unas manos que no entienden nada de su vuelo en el espacio, simples movimientos, ni siquiera disponen la horizontal o la vertical, incapaces de vislumbrar los puntos axiales de la configuración misteriosa, de comprender la manipulación o el orden filosofal, nada saben de lo que bulle en el cerebro maltrecho pero todavía incólume, razonador, de la moribunda sedente. Ellos sólo son… unos artesanos que cual falsos dioses distribuyen y combinan por decreto recibido.

Estrujan entre sus dedos la materia gris del genio, la masa encefálica, el bollo de los sesos levemente violáceo por la sangre. De las manos de estos secuaces aplicados sale a borbotones la sentencia de ella traducida en estructuras amorfas, un discurso infatigable que procura ordenamientos en el aire a través de materiales y objetos, describe las ocurrencias y suplantaciones, los terrores de la última hora, y quizá ya la antiforma primera del otro mundo de la nada: una oscura sinergia de elementos contrapuestos (razón, azar, incredulidad, miedo) convoca el debido escenario para el espectáculo del siglo XXI, lo valida de fundamentos y acciones no del todo inmediatas.

Quien mueve los hilos sabe, calla sus razones (aun inescrutables):

El tiempo conformará lo invisible, le dará nombre, le otorgará parecidos.

Esta obra es un pensamiento que elude lo cotidiano. Se alza sobre reflexiones, no decora lo trivial, significa lo innombrable y, en consecuencia, repudia la analogía y la grosera evidencia. La forma sólo es una resultante ineludible de su previa existencia mental, el mensaje repudia la proclama y lo prosódico, la sintaxis del fácil reconocimiento, pues sólo la carne, la sangre, la piel son visibles más allá de la hondura y lo desconocido que esconden, dijo.

¿Ah, sí?

Forma parte de la estilística de su tiempo, el éter invisible que cual hilo mágico e imperceptible coordinase una trama magnífica y colectiva que soterradamente identifica cualesquiera de las manifestaciones artísticas de su época. Hay un estilo Hesse porque existe un Estilo de su Época que, sibilinamente, guía el espíritu y la forma de su particular propuesta, nos empuja a hacer lo que hacemos: somos un producto del tiempo que nos ha tocado vivir.

Y, así, eran las épocas, resume el historiador, el memorialista, el cronista.

Ante su obra: no extraña, se dice convencido: la lingua franca de los tiempos.

La Lippard, remedando a Hauser, señala en uno de sus premonitorios escritos que “podía entreverse la aparición de ciertas ideas que flotaban en el aire de manera espontánea…”

En el 68, sabes, las cosas estaban a punto. Todo podía empezar.

No me vengas con el rollo de lo político. Si no dicto yo las leyes, me la trae al fresco elegir a otros que las instauren por mí. 

De ninguna manera: hablamos de artistas americanos: tres generaciones atrás todos huelen a patata, a ropa podrida o a pezuña del diablo, a aquella Europa miserable y negra que dejaban atrás apiñados en barcos hediondos.

¿Políticamente? Bien, en la primavera del 68, como si tal cosa, llevaba bajo el brazo un ejemplar de Art International, el número de febrero, pongamos por caso. Lucy (Lippard) había colado en sus páginas una sugerente reflexión: todos los artistas de ese tiempo, sin conocerse ni haber examinado sus obras unos de otros recíprocamente, aislados, desconectados entre sí, se hallaban en una onda similar de arte, como si partieran de las mismas fuentes sólo para rebatirlas con su trabajo: todos ellos obtenían resultados similares a nivel conceptual… Y se hallaban separados por cientos de millas unos de otros, Nueva York, Los Angeles, París…

Para ese viaje no se necesitaban alforjas. Hauser: incluso en los garabatos de un niño, la estilística de su época se aleja de lo precedente, lo define actual. 

Y Ortega: “Las diversas épocas tienen distinto querer.”

En 1968 la niña nos ha salido profesora.

School of Visual Arts.

¿Qué les enseña? A inmiscuirse en lo desconocido: en esa región la tierra está viva y es pródiga. No hay que abrirse paso a machetazos, pero mantén los ojos bien abiertos y, cuando menos lo esperes, lo nuevo ha sido posible, así que agárralo por el pescuezo y no lo sueltes, es ahí donde trabaja el genio.

Genio.

(Del lat. genĭus).1. m. Índole o condición según la cual obra alguien comúnmente. Es de genio apacible. 2. m. Disposición ocasional del ánimo por la cual este se manifiesta alegre, áspero o desabrido. 3. m. Mal carácter, temperamento difícil. 4. m. Capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas nuevas y admirables. 5. m. Persona dotada de esta facultad. Calderón es un genio.6. m. Índole o condición peculiar de algunas cosas. El genio de la lengua. 7. m. carácter (firmeza y energía). 8. m. En la gentilidad, cada una de ciertas deidades menores, tutelares o enemigas. 9. m. Ser fabuloso con figura humana, que interviene en cuentos y leyendas orientales. El genio de la lámpara de Aladino. 10. m. En las artes, ángel o figura que se coloca al lado de una divinidad, o para representar una alegoría.

Barroca, elegante, profunda… Tiene el neceser repleto de perfumes, esmaltes, cremas, lacas, barras de labios (hierros y metales, plásticos, resinas…): pero al final, lo que de veras importa es el estilo. Y olvídate de tu culo. No importa cómo lo muevas.

Y, en efecto, La Gran Artista Parlanchina ha de explicarse. No lo deseaba, pero…

La obra habla por sí sola, ¿no?

No.

Caramba…

(¿Dónde está el modelo?).

(¿Qué técnica la avala?).

(¿Puedo reconocerme en ella?)

(¿Qué referencias me indican la bondad de su ejecución?):

Inquiere el escéptico que… ¡en tantos retratos de Velázquez, Rembrandt y Goya termina por reconocerse! ¡Y en los azules de Veermer se descubre! ¡Y hasta en tantos paisajes del Medievo! ¡En tantas pinceladas aún reconocibles, figurables, de los fauves! ¡Reconocerse…! ¿Qué te parece? ¡Pero si hasta en los retratos al óleo lo que de verdad asoma es… el rostro del propio pintor en lugar del retratado!

-Veamos, Hesse, ¿cómo está construido tan caro juguete?

-Es indigno explicarse.

-Sólo unas palabras.

-Esa es curiosidad malsana, se desdeña lo que no se comprende. Me niego a secundar el juego.

-Unas palabritas para la posteridad…

-No tengo por qué justificar nada de nada en mi obra. Es, y punto.

-¿Por qué se dobla esa cuerda a la izquierda? ¿Por qué no dobla a la derecha?

-Porque esa contingencia carece de importancia. Podría doblarse perfectamente a la derecha. Pero se dobla a la izquierda. Quizás en la próxima obra, amigo de lo desdeñable, haya más suerte.

¿Por qué ese tubo se apoya en el suelo y no en la pared?

Porque sólo es un tubo.

¿Por qué la gasa abruma lo escrito?

Es un simple pedazo de seda manchada sobre la página de un libro que recogí de la basura. No importan las leyendas.

Bonito almacén el tuyo de donde entresacar la réplica al mármol griego.

Comprueba si ese edificio de 50 plantas, el MetLife, es una copia moderna del Campanile de Venecia…

Efectivamente, es una copia moderna del Campanile de Venecia.

Han llegado los días de la suerte.

Con Ray: un par de ejemplares de The Double Dealer de 1927 con textos de Hart Crane y un poema del ”joven Faulkner”. Posiblemente los últimos números de la revista de Nueva Orleans, que ya no volvería a aparecer en 1928.

Y otra tarde: Taps at Reveille (1935): lejos de insidiosa censura y ligereza impuestas a Fitzgerald por sus paganos.

“El tipo escribió cerca de 200 relatos además de las novelas: más de medio millón de dólares, y moriría casi arruinado antes de los cincuenta.”

En esa parte de Queens, que fue “un montón de cenizas”, verás amable la Tierra de 35 metros de altura (y una Nueva York a los pies).

Corrige a Dios: crear el arte nuevo, adánico, sin modelo, mirar a la oscuridad o a la luz escondida dentro de sí, y con los ojos bien abiertos.

Su barro inerte sin hechuras humanas.

Descripción de una lucha:

Delgadas láminas de material orgánico se mueven al compás del viento, los leves zarandeos provocan diversos estados en su forma, es lo aleatorio el principal factor del juego artístico, el que niega el principio de validez inmutable de lo escultórico: la piedra, la estatua incólume de Miguel Angel se mueve, se dobla y cambia de postura para desentumecerse, deshacerse, abstraerse de la forma, componerse de trastos, y finalmente resuelve por sí sola la infinita combinatoria formal recreada de mil pedazos distintos: lo que es es lo que ves.

Comprendo. La belleza es.

No hablamos de belleza, al menos en el sentido convencional de la acepción.

Hesse, eres literatura: una obra como una colección de tableaux diversos en la gran mesa del ingenio y la improvisación, alterables, intercambiables. Ninguna regla prevalece en su ordenamiento, pues su disposición obedece a un alumbramiento sin fórceps ni medicinas preventivas, y fue la gestación el fluido constante de un pensamiento sin trabas mientras, como si tal cosa:

se duerme,

se sueña,

se fornica,

se anda por las calles,

se come con una amiga,

se asiste a una obra de teatro off-Broadway,

se adquiere un libro de segunda mano (que resulta ser una joya bibliográfica) en The Green Train,

se contempla extasiada fragmentos inexplorados de cuadros en el Whitney,

se admira catástrofes en el museo de los monstruos de Queens,

se pasea inspirada a lo largo y ancho de Great Lawn, en Central Park, recordando viejas canciones de los años cincuenta,

se deambula (¡de nuevo!) por Coney Island, bajo un sol de oro y un mar de tópica turquesa,

está una sentada en la butaca afelpada de un cine de la calle 42,

está una oculta en el río primaveral e incesante de personas de la calle 23 a las 18 p.m.,

está una, sucia y cansada de la noche de julio, bajo la marquesina de Birdland a las cinco de la madrugada viendo salir a los jazzmen exhaustos,

está una en silencio, absorta en el círculo de su sangre, aferrada al crepúsculo lluvioso de noviembre,

está una, lúcidamente, quieta,

está muda,

se cree invisible (pasará de largo),

está una frente al puente de Brooklyn y recuerda la vida y la obra de aquellos dos poetas que fueron el vate de barba blanca y el suicida que miraba al Sur,

está una cansada,

reniega de Dios,

arroja otra creación al mundo como quien lanza una piedra a sus enemigos,

tiene miedo

y cae moribunda,

cierra los ojos

y está muerta.

“Ya te enseñaré yo a ti a hacer cosas incomprensibles, deicida.”

La muñeca se nos rompe, y abajo se viene sin estrépito.

Murió joven esta Hesse.

De ella pocas máscaras hemos alcanzado a contemplar. En cierto modo, se libra (y nos libra) de la caricatura de los años, de las otras máscaras sórdidas de la vejez temprana, de la infame vejez dilatada, del rostro erosionado por el tiempo, las mentiras, los trueques, la vanidad, las infamias. Nos hurta esa muerte de los ojos humillados por las traiciones, por las mudanzas siniestras del carácter, la ambición o el desaliento, nos libra (y se libra) del miedo, del silencio de los viejos, del viejo Samuel de quien aún pudo tener idea de su existencia y que, mira por donde, quién lo iba a decir, hasta consiguió influir en su obra.

Hombre de los Parques…

Procura disimularlo, pero arrastra los pies.

Le ven venir.

Los ojos grises y polvorientos de todos esos dan miedo:

“El sol, tan amarillo, ahora plateaba sobre el césped…” (Cuadernos Encontrados en un Parque).

(Buscaba el gato de piedra por East Dr.: buscaba jugar un ratito con alguien de su especie y material.)

-¿Y ése?

-No es nadie. Ni siquiera me acuerdo cómo se llama. El desgraciado aprovecha los vernissages para llenarse la tripa y no desplomarse desfallecido al suelo antes del amanecer.

(Eso lo dijo un tipo que descendía no más de dos generaciones atrás de otro tipo muerto de hambre con un hatillo al hombro al que nada más poner el pie en Ellis Island le cambiaron el nombre por impronunciable.)

Pero la quiere… ¡la quiere tanto!

Reúne sus ahorros, se ajusta el pantalón a la cintura... yergue la cabeza altivo por Diamond District hasta dar con el más bonito anillo de pedida de latón…

Ya en casa: lo empaña con el aliento, lo frota con un paño, cada vez brilla más…

¡Precioso!

(-A fin de cuentas, ¿Qué vale Nueva York?

-24 dólares.)

Observa con arrobo la fotografía de… ¡una de sus obras!

“Esto no es una metamorfosis; esto, no cabe duda, es una transmutación, y nada tiene de humano…”

Ella le tiende la mano:

Monsieur Samuel Beckett, adelante.

Es decir, hacia atrás.

Como despedazando la realidad.

Hay algo de perverso wittgensteiniano en esta imposibilidad de comunicarse.

Comunicarse además…

¿Para qué?

Hace trizas el andamiaje embaucador: nunca sabrás nada de nada. Sólo son palabras que dibujan tu confusión, la deposición química de un cerebro ahíto de alimento.

Ni siquiera has cambiado: en los mil personajes que has sido tan sólo eres en uno, y no importan los farsantes de detrás, ni las máscaras sucesivas del futuro, si es que lo tienes.

Si eras múltiple, la reducción te condena a uno. No modificas el pretérito, no has de mejorar el descendiente.

Eres silencio: por la boca únicamente salen ruidos. Porquería que el aire provoca de tus gases.

Este hombre es un asilo de viejos clarividentes, coléricos, charlatanes porque aman, sobre todo, el silencio. A la mayoría de sus camaradas en la decrepitud se les escurre la baba de la boca mientras mantienen los ojos entornados. Estos tipos huérfanos a traición son capaces sin venir a cuento de hablar de su madre a todas horas, muerta hace mil años. En la forma son espantapájaros que sólo asustan a los niños: una ruina encerrada entre cuatro paredes blancas y que gente a la que se les paga puntualmente procuran tener aseada y quieta y sin restos de excrementos durante todo el día. En el fondo son viejos desmenuzados, mutilados de su propia alma, carcasas, trastos a punto de desmoronarse, si es que no yacen ya en el sucio suelo con el fin de fastidiar y burlarse de los vigilantes.

Manicomios ambulantes, cada uno de ellos alberga decenas de personajes: el desfile inmisericorde de todos aquellos que uno ha sido a lo largo de las diversas fases de su existencia hasta acabar en manos mercenarias o piadosas que se cuidan de la mugre. Uno, al fin:

Al asilo o al hospital de caridades.

Huesos como cuchillas, la piel muerta. La mirada vacía desentrañando los sótanos del pasado.

Y cuando abren los ojos les invade un asombro infantil: pegado todo el santo día a la ventana con las manos sucias de pecados sobre el regazo, viendo el mundo en el verde resplandeciente de la hoja mojada por la lluvia, en las nubes que pasan (no les gusta nada este lugar), hasta en la grisura de los cristales sucios de la prisión para viejos.

Es una poética de la precariedad, del sinsentido.

Este viejo es un abrigo viejo, viejísimo, un viejazo deshilachado, un vejestorio roto por mil costuras, un viejorro repugnante de mil olores, polvoriento de mil caminos arrastrando los pies sin detenerse un momento. Tras sus gestos y risas de cotolengo se esconde un auténtico genio del desperdicio y las sobras, de las palabras difíciles y una podredumbre muy adecuada. Su saliva es un veneno.

Les imanta a los viejos la escatología, el anacoluto, la teología y la disciplina insensata a que obliga el vacío.

En su vida de caminante infatigable y desértico cuelga en bandolera un bolso más viejo aún que todo aquello, y en el interior nauseabundo hallamos trozos de pan duro, un pedazo de queso mohoso, un vaso de plástico, una novela policíaca barata y arrugada comprada en un quiosco, una navaja mellada, periódicos atrasados de hace veinte años, un bolígrafo con la tinta seca, una cédula de identidad ilegible, un par de guijarros, un papel en blanco, un pedazo de cuerda “con la que poder ahorcarse un día no demasiado lejano”… que nunca llega, pues “la clave de la vida es el sufrimiento”.

Incólume a los desastres naturales.

Refractario a los males de la estupidez.

Hasta que se convierten en negras cenizas parlantes.

Y toda humanidad es un ruido, un río seco pedregoso.

¿Hay algo más allá del yo y el objeto?

Y aunque lo hubiera, ¿cómo podría demostrarse?

¿Y para qué demostrarlo?

Es arte: lo tomas o lo dejas.

Da dos pasos y holla la nieve, anda bajo la lluvia oscura, camina al amanecer gélido de un día cualquiera, pero no se mueve ni adelante ni atrás. Y a los lados sólo se encuentra el abismo sobre el que pende su figura de alambre encima de la cuerda.

No sabe cómo se llama.

Pero si lo supiera, no le serviría de nada. Es una convención como otra cualquiera en el mundo de los protocolos vanos. Uno siempre termina escondiéndose en el nombre, como si eso tuviera importancia, o al menos fuese una especie de escudo para protegerle del terrible cosmos, el desdén de los otros y la carcajada animal.

Tampoco sabe adónde va, y laberínticos circunloquios dominan sus pensamientos.

Los días ya no se llaman, las horas ya no se cuentan.

Sobre todo le gustan las piedras redondas y pulidas por el agua y el viento, el horizonte desierto, el firmamento rozando la tierra dura y árida, las noches largas, lentísimas, de silencio tortuoso.

Es una silueta larga y delgada recortada sobre el cielo gris de la ruina.

Inquietante la conjunción de ambos que tu obra remeda. ¿Sabías, beckettiana, que tu labor ronda lo estrafalario de este ser de lejanías?

El hombre espera en absoluto desvalimiento: soliloquios, perversas fijaciones mentales. Un ser cruel y hasta depravado para sí mismo.

Es un suicida que piensa demasiado, no termina de desprender la costra del pensamiento del aullido de su condición animal, de la carcajada libre y espontánea de bicho de la selva:

Insiste en poner nombre a las cosas, a las imágenes, se obliga a pensar.

Pero ya ha renunciado a los demás, a sus chácharas y explicaciones ordenadas e inútiles: se sostiene a sí mismo con las pinzas de la lucidez más inofensiva: un monólogo interior que arrecia a medida que se acrecienta su misantropía y el desprecio a una sintaxis de vida convencional.

Y, por favor, nada de dioses. Piensa hacia abajo.

Desafía un agnosticismo hacia todo y hacia todos. Nada espera de nadie. Que nadie espere nada de él.

Dioses…Aunque, ¿y si son éstos, aunque inventados como la magia y el rito, el único medio para expresar nuestra conciencia, conocer los asuntos del alma tan encerrada como está, entregarse con algún sentido a la elucubración irrefrenable de la mente liberada del cuerpo y su putrefacción?

El espíritu de un viejo que ya no puede hablar y apenas dar dos pasos sin ahogarse, sordo a los dioses, escondido entre harapos, casi irreconocible como ser humano, eso es lo que aún reviste la carne.

Sí, un poco de mitología, como un vaso de vino griego o el sol romano, no hace mal a nadie…

Entre tanta escombrera…

Es fácil sentirse identificado con ese sentimiento de desnudez, de indefensión ante el absurdo o la pena.

Un arte ecuménico, dijo ella, que a diferencia de esos viejos terminales y degradados y mudos aunque de extremada clarividencia, tenía salud, dinero y energía y se creía inmortal, es decir, iba a ser joven hasta el fin del mundo. Era en ese tiempo memorable que desentrañaba la sintaxis del disparate existencial y su museo de objetos (y el organismo vivo que era ella), inmune al desaliento y la duda. Una examinadora de interiores.

Pero el suceso biológico es mucho más sencillo cuando todo, con naturalidad, ha quedado atrás y ahora la artista parte hacia el lugar de donde vino con las mismas manos vacías.

Ahora lo sabe. El sol y la lluvia y la tierra y el aire: eso era ella, lo que ha sido siempre, lo que será cuando sus cenizas sean esparcidas. Elementos inmutables a pesar del tiempo y las catástrofes. Algo tan sencillo y rotundo… (y buscaba con dificultad un segundo calificativo, una nueva acepción definitiva cuando la verdad de todo es que todo es nada). Quería la complicación, lo que no se entiende.

¿Y él? El Gran Beckett…

Por encima de los ochenta años ya no se necesita dormir, la comida da un poco de asco, los objetos inspiran desgana, los planes una sonrisa displicente y los demás y sus opiniones no importan un ardite. Incluso un premio nobel de literatura resulta un fastidio inconmensurable de sobrellevar.

Tan categórico, agoniza en un asilo: “Ay, que todo termine.”

Será el silencio.

Regala dinero. Vuelve a ser pobre: escribe (esa clase de indigencia), escribe, pero sólo palabras. Hemos asesinado al sentido.

“Un hombre de pie sobre arenas movedizas.”

Murió escribiendo garabatos sobre una destartalada mesa de bridge, en una habitación con la puerta abierta a través de la cual atisbaban un montón de viejos como él, mocosos y medio locos, abandonados en manos ajenas.

Fracasa, fracasa otra vez, fracasa mejor.

“Y no vuelvas”, conminaba el hombre primitivo en el albor del tiempo y las desgracias, sabio en temores, precavido: primero se despieza el cuerpo; luego, se le quema, y, por último, se dispersan las cenizas con el viento. Eso era innecesario, pero era en la noche oscura del alma primitiva, cuando todo aún era creíble, reciente y se profesaba temor a los muertos.

“Ya en las tinieblas, ni se te ocurra volver”.

Porque lo malo de un muerto es su espíritu. No hay modo de acabar con él: en forma de palabra, de pintura, de recuerdo, y no digamos ya fotografiado en un trozo de papel… Ahí siguen a perpetuidad. Perviven ladinamente. Aletean sobre la tierra y las aguas en pos de la venganza. Pues es sabido que los muertos guardan un gran rencor a los vivos. Hasta que uno mismo desaparece: entonces desaparece todo, al menos desde el punto de vista del ser vivo, que comprueba fácilmente, bien asentados sus pies sobre la tierra, que ningún muerto vuelve a por sus cosas (un reloj de pulsera, la billetera, las llaves del coche), ni tampoco vuelve a encender o apagar una luz, a terminar de un bocado la hamburguesa o el hot dog, jamás vuelve a salir a la luz del sol desde los túneles del metro, a sacar de casa la bolsa con la basura del día, y nunca acabará de leer la última página del periódico... de ayer.

En fin. El anecdotario no da para más.

Tan demostrable, a despecho de las filosofías disipadoras (¿o eran “disolventes”?).

Libre de la materia, asimismo: que lo material y físico puedan ser repuestos mil y una veces, mas no aquel concepto primero que fue origen de la obra.

Creaba más la necesidad de obrar que ejercía el arte. Meditaba.

Ella se proyectaba en su obra: la descomposición… o la armadura vacía de lo que los cirujanos sabihondos han dado en llamar “el fantasma de la máquina”.

A fin de cuentas, el producto artístico es lo residual, el trasto, el feto del espíritu.

E inyectaba el aire de la verdad, el de sus pulmones atenazados ya por la muerte (sin que ella lo supiera), en el fantástico globo de la superchería mercantil post mortal que terminaba hinchándose hasta alcanzar los dos millones de dólares la unidad (en un pack completo: instrucciones para su ensamblaje, aglutinantes y pegamentos, herramientas  y las piezas, cada una por separado).

Y, ahora, tres millones de dólares, cuatro millones de dólares... Así que, a espabilarse.

Una rayita, o dos, o tres, en un papel cuadriculado colegial del 49, de cuando la niñita obtenía becas: 5.000 dólares.

Y de esta guisa.

De momento.

Todo es un cuento… de sucesos y final imprevisibles: el sadismo cruel de Andersen y Perrault, de los Grimm, la propia maldad fragmentaria de uno mismo y los misterios de la realidad mezclados en la coctelera de las pesadillas al alba, cuando la lluvia aún repiquetea sobre el alféizar y el pavimento encharcado de afuera: ir modelando aviesamente el alma infantil con el triste barro de la neurosis. ¡Qué trío de escultores perversos, sutiles, cogidos de la mano del aprendiz de brujo allá en lo más oculto y cálido del hogar aún no amanecido de ruidos!

Yo era la niña encantada, pero que nunca se dejó arrebatar por los ensueños maléficos de los poetas de Paradise Alley. Era hacendosa y buena. La niña perfecta lejos del terror que en el 68 aligeraba el paso cada vez que cruzaba Union Square, la que nunca acabaría junto a los pobres desahuciados de Bellevue, la que esperaba del mundo cosas buenas y hermosas.

Fairy Tales:

el libro de tapas duras, hermoso, repleto de grandes ilustraciones azules, rosas, grises y amarillas, las siluetas negras de los mejores dibujantes de su época, y quizás de las de todas: Arthur Rackham, Nielsen, Kate Greenaway, los colores planos de Denslow, los ensueños cromáticos de Watter Crane y los animalarios de la Potter, la solitaria, la emilydickinson de Hill Top…: el mejor escondite para una imaginación infantil.

Mientras la bruja antes de morir ve rodar su propia cabeza junto al árbol maravilloso los viandantes, muy serios y bien abrigados, pasan delante de la cerillera a la que el frío y la nieve sumen para siempre en el dulce sueño eterno, cerca del negro callejón bordeado de cubos de basura donde disfrazada de buhonera la encarnizada Dama de las Nieves se las ve y se las desea para arrancar del seno de los hombres los pensamientos y las fuerzas del espíritu.

Ah, pero a la ideología subyacente ahora se le añadía el veneno de la figuración: qué mundos, qué añoranza: desea con pasión vergonzante al soldado con espada, tan marcial y erecto, sueña como la pobre cerillera imágenes pretéritas, se rodea riendo por lo bajo de flores casquivanas, es la princesa delicada, admira a la cocinera glotona que calza zapatos con tacones rojos y trasiega inocente de culpas un buen trago de vino, un trago tras otro trago, y otro más, lo que la hacía valiente a la vez que ingeniosa. Sabed que los muertos no bailan: tienen cosas más importantes que hacer (Andersen dixit), y sobre la tumba de los pobres brota la atanasia, y, en fin, como ocurre con frecuencia en el mundo, los que poseen cabezas muy pequeñas son los más dichosos, y esto es suficiente como introducción.

Por lo demás, cálzate unos zapatos rojos y entérate de una vez que todos no podemos ser nobles y es preciso que cada uno haga su trabajo, y como suele decirse, aquel que lleve a cabo gestas increíbles se casará con la hija del rey y entrará en posesión de la mitad del reino.

Otrosí: el escarabajo tomó esposa y el primer día lo pasó muy bien; el segundo, mejor aún. Pero al tercer día tuvo que pensar en alimentar a la parienta, así que… se marchó volando en busca de unas herraduras de oro como las que llevaba en sus pezuñas el caballo del emperador.

Las palabras adquieren volumen, levitan, se transforman en figuras, objetos: paisajes y personajes danzan en una zarabanda inolvidable y gitana.

Cenicienta, Caperucita Roja, Blancanieves, La Bella Durmiente, Alicia, Eva Hesse: escribió (tan cuidadosa ella) en los márgenes del cuaderno escolar con tinta verde.

Y nunca tuvo ninguna duda acerca de quién de todas era ella: La Reina de las Hadas.

La Casa Encantada, La Fantasía, se desmoronan.

1970.

Suena el despertador. Como sabe que está viva, le repugna despertar. Se hallaba tan recogida en los brazos de la pacífica duermevela, un lugar tan muelle, acomodaticio, a salvo de las aguas negras y de las palabras dichas en voz alta, de la brusquedad del día y de  su frío y de los otros. ¿Qué Reino era ése? El de los Sueños. Extiende la mano, pero con los ojos cerrados todavía. Nacen las sombras: temor al alba. El cuerpo ahora parece de madera, una materia rígida y dura, inflexible. ¿Qué podría hacerse con él? No modelarlo, este barro ya no sirve. Tal vez tallarlo con el mejor cincel, la más resistente bujarda y el martillo... desbastarlo con la imaginación. El cuerpo que tanto nos traiciona al fin… Debe moverlo de sitio, accionarlo, obligarle a la ejecución de alguna de sus funciones fisiológicas. Contrólalo. Sé su dueña, aunque sea él quien va a matarte. Pídele agua. Ordénale que excrete. Pídele que se vuelva de costado, que estire las piernas, que expanda los pulmones, que salive la boca reseca, que deje quieto el corazón.

¿Es la hora testamentaria?

¿Qué hay del negro, el alónimo?

Ábrele tu corazón: que sea él quien invente. Este tipo penoso no devolverá las treinta monedas por nada del mundo, ni aún muerto él podrás hacerte con el tesorillo que le ha proporcionado la mendicidad de su trabajo innoble: pero es disciplinado: tiene la virtud del animal manso y honrado.

¿Qué cuenta el Talmud en estos casos?

El recetario de los despropósitos confía demasiado en el sentido común y la bondad de los desconocidos.

¿Quieres ser inmaterial?

Erase una vez una pequeña judía que huyendo del exterminio voló hasta el País de Nunca Jamás para convertirse en La Reina de las Hadas. Etcétera.

¿Qué se esconde en lo más profundo e invisible del cerebro? La nada. Ese grumo viscoso y blanquecino de funesta temporalidad es de una petulancia y miserabilidad manifiestas a despecho de su sofisticado mecanismo y enredosa geografía de causas, reacciones y efectos. En el interior de ello, todo es una brutal aunque silenciosa reacción química, combinaciones físicas propias de autómatas a fin de cuentas, hombres y mujeres máquinas blandas que huelen, albergan fluidos, defecan, se pudren aún en vida y desaparecen.

Despiertas, te acciona un mero reflejo (si bien misterioso), todo es temible. Comienza el escrutinio de ti misma. No hace falta que

te palpes, te reconoces, te nombras, en seguida te has recuperado del benéfico letargo de las sombras y la luz, de aquella luz que tanto amabas como la buena artista que eras, y que ahora ya comparece amenazadora, revelando los decorados a punto de desmoronarse, la luz sucia del amanecer que descubre la fealdad de los muñecos, sus muecas de monstruo.

Y querrías no ser, desencadenar el pensamiento de la taimada y temporal adición de la carne, recrearte en los interiores paisajes de ti misma, sólo pensamiento, un vuelo eterno sobre las cosas y el tiempo.

Sólo querrías dormir, adentrarte en el sopor de Rip van Winkle: dejar que las cosas se arreglen o mueran solas. Ejecutor, el tiempo. Siempre lo es. No deja de serlo ni un solo segundo. Con sorna funcionarial, que él, El Gran Balduque, se encargue de marear gavetas aquí y acullá por las covachuelas y el oscuro negociado de los días.

La princesita está triste: el país de las hadas es contiguo al campo de concentración, y la bruma del bosque encantado se entremezcla con el gas de las cámaras de exterminio: yacer en el lecho perfumado bajo dosel del Príncipe Azul no se halla ni un centímetro más lejos del hediondo camastro lleno de piojos del kapo siempre con la verga enhiesta y violadora, gorra de plato y la barra de hierro en la mano.

La vida… En efecto, es un cuento: sin final feliz. Te seré sincero, princesita, no es la imaginación la que le da las formas, dibuja sus trazas cochineras o la invade de felices regiones donde sus habitantes trabajan, aman, son dichosos y no se mueren nunca.

No, así. Todo es muy diferente con los humanos y las humanas cosas con fecha de caducidad, de obsolescencia programada.

Mientras tanto, querida, no pierdas de vista la rueca si a ello te resignas… ¡Atada y condenada de por vida bajo la luz vacilante de la buharda!

Lúbrica luz.

¿Quién eras?

Porque ¿tú eras de verdad?

La nena de la 7 SP.3 del Humboldt Junior High School, Colegio Público 115 de Manhattan, que recibía honores y recompensas por su excepcional aplicación y progresos constantes. Un ejemplo a seguir.

De modo que estas son las adiciones de ahora, un hogaño brutal donde ha sobrevenido como un rayo sin trueno el castigo bíblico, incomprensible; los pájaros de antaño, aquellos los palotes y los premios de la infancia, la inocencia, la sonrisa abierta, los ojos brillantes de conciliación, la concordia, el ansia de saber, la necesidad de comprenderlo todo, reconocerse una misma de la cabeza a los pies, donde todo terminaría asentándose: la confianza, la esperanza, la grandeza de ser única, diferente, hasta gloriosa... Todo eso era para ser perdido.

Pero… aún en el cuento:

Sé resuelta y valiente. Sé ambiciosa e intrépida, Niña Lista. Da un paso adelante y rompe las cadenas de tu servil condición anderseniana y mojigata, esa pedagogía de la baba pero de ensueño maléfico. Pídele al mundo un millón de dólares y te los dará… Pídele un centavo y te dará un centavo.

Mister Andersen, dígame: ¿es la crueldad, la realeza de lo bruto y la presencia constante de la muerte la esencia del alma infantil?

Peor: es su materia.

Trabajaré con ella.

También es su regalo.

¿Envenenado?

Ya lo prevés.

Moraleja, moral… ¿qué más da?

Deforma intuiciones: mal cuento es el mundo.

Enseña a soñar mejor.

(Mr. Andersen sólo tenía pesadillas verdaderamente.)

Asigna padeceres, benéficos aconteceres, mala o buena muerte, personajes devastados por una fantasía que bordea lo psicótico y hasta lo criminal.

Historia de una madre:

intercambiados los papeles, la Muerte ha arrebatado de sus amorosos brazos a su hijita querida. Enloquecida de dolor, persigue incansable las negras huellas que la Muerte ha dejado a su paso e inicia un largo y tenebroso viaje en pos de su pequeña Evchen. Las ordalías de su gimoteante peregrinaje son de levantar sarpullidos en la más recia de las carnes: ha de cantar hasta quedar exhausta y sin lágrimas; ha de apretar un zarzal espinoso sin hojas y sin flores contra su pecho desnudo hasta que las heridas viertan gruesas gotas de sangre al suelo; ha de desprender los ojos de sus cuencas: perlas que se hunden a las verdes aguas de un lago; se deja pisotear y engañar por una anciana inmisericorde. Finalmente, comprende que su desgracia es… ¡la voluntad de Dios! ¡El destino! Resignada, la Madre se arrodilla y deja que la Muerte se lleve a su desgraciada hija, ya juguete de un dios desalmado... ¡que gusta de lo inerte, de lo más indefenso!

Es… una fábula.

Las dádivas de nuestro señor: vigila su castillo y sus siervos: que de las lágrimas de éstos se rieguen los campos y sembrados de mi futura cosecha.

No deja de ser un lenguaje, una imaginación…

Una ideología.

Un entretenimiento.

¿Qué sabrás tú, tonta marioneta, del suceso y los hechos ocultos en las almas de los hombres y las mujeres disfrazados de cotidianidad? ¡Perro mundo!

Puedo crear de la nada.

Eso, necia tontuela, es imposible.

Yo resuelvo la materia, la forma y su disposición.

Sólo se imagina lo que se sabe.

Soy una inventora.

¡Ja! La realidad que brota de tu imaginación coincide perversa y tristemente con la realidad histórica y social del mundo en el que vives. No nace de la nada, de una Eva Hesse desconocida, extraña y poderosa. Traduces… lo que ya has oído, visto, sentido, olido, tocado… Tu lenguaje es lo sorprendente y nuevo, por ininteligible… pero es una simple y legible correspondencia visual fácilmente desentrañable. Y puedes disfrazarlo con lo que gustes escoger del inmenso basural que te rodea: por cualquier ángulo asomarán sus señas de identidad, su fatal procedencia. Tú, pequeña, sólo transformas las cosas, las ocultas, las enredas, nos mareas. Escribe cualquier cuento: he aquí una combinatoria. Es todo. ¡Qué más da si son números u objetos lo que engaña nuestra percepción! Lo fantástico y la tosquedad de lo real se entrecruzan cada segundo de nuestra existencia. A fin de cuentas, lo que nos muestras es un trasunto de lo real, una confesión enrevesada o no, tal vez el diario doloroso de un avatar sentimental y emocional devastadores. Pero, querida, si hay hadas, hay brujas; el mal y el bien se yuxtaponen y crean la lóbrega reunión de la noche de los martes, allá en lo más profundo y mágico del bosque y su bruma de misterios, en algún recoveco del maldito e intrincado cerebro.

 

El beso

Se acercó decidida

la princesa al durmiente

de corazón azul,

yacente.

Con asombro

miraba el renacido

cuerpo, el oscuro apéndice

soñado entre las piernas

a la vida devuelto.

 

Ya no existe la carne, la materia que tantas regalías te ha prodigado, de aquella provenían las sensaciones que acopiabas como cualquier niña de tu tiempo acrecentaba recortables.

Ahora… otra cosa es la rosa.

Un ser fantástico es un hada pero… también humana, condenada y desaparecida entre sus congéneres, aburrida de gracias y dones, intangible… pero mortal por inasible a los vivos.

Levitas por encima del detritus, de los trastos y las herramientas oxidadas, de los malos olores del polímero. Vuelas, y a diferencia de mamá se trata de un vuelo eterno, incesante, ni siquiera el aire te roza, te mantienes en el espacio de las hadas, donde todo es etéreo, intangible, toda materia es un soplo de aire, música las voces, las miradas de oro, la dulce nieve de las alas de los ángeles.

¿De qué está hecha un hada?

De lo que todos.

Y a la ventura del… hado.

“Sólo soy una dimensión física”, alcanzó a determinar.

“Es el pensamiento lo absurdo de la vida.”

“Exactamente, eso es lo que creo.”

“Sólo me hallo a salvo si acepto que nada tiene sentido.”

“¿Adónde me llevan las brumas?”

“Al páramo, al trueno a lo lejos.”

“¿Qué será de mí?”

“¿Otra vez con esas?”

Not so happy, yet much happier.

Entonces…

¿Entonces…?

Es lo mismo Shakespeare que Andersen.

Si vos lo creéis…

Todo es un cuento.

Lo es: puesto ya en el estribo, gran señor esta te escribo...

Así que…

¿Sí…?

Estoy metida en un cuento infantil.

En efecto. Y ahí puede pasar de todo, desde que te zampe el lobo, la bruja te entierre viva o te violen tres cerdos y siete enanos. Incluso puedes rogarle al verdugo (¡que siente en su alma vil cómo se agita el hacha en sus sucias manos!) que te corte los pies...

¡Y lo hace! Vaya si lo hace: y con las zapatillas rojas puestas, pero, en fin, luego me tallará unas piernas de madera y unas muletas… ¡con la misma hacha! Puedo también casarme con el Príncipe… Aunque el problema real es que yo soy la Princesa y… ¡en ese caso deberían gustarme los porquerizos y aguantar un buen número de sus besos por muy apestosos y húmedos que sean!

Entre esas páginas malévolas, fascinantes y vistosas como plantas carnívoras, únicamente lo inesperado cuenta, lo maléfico se hace real y lo mágico deriva de forma prodigiosa y veloz entre el bien y el mal, el castigo, la felicidad o la muerte eternas. Lubricidad de la maravillosa incógnita.

Campanilla cierra el libro.

De golpe.

¡Plaf!

Un polvillo dorado sale disparado de las hojas aplastadas por las tapas, se esparce en el aire espeso y púrpura de la tarde hasta desaparecer.

Se acabó la fiesta.

Goodbay America.

A través de algún magnífico entresijo del presente, una oquedad iluminada fugazmente por un rayo oscuro, como a traición, atisbaba algún aspecto de la muerte, alguno de sus matices poderosos y definitivos encarnados en una clamorosa omisión: ella ya no estaba aquí. Eso era la muerte. Nada de negrores o tormentos. Simplemente, ella se había volatizado. No le sorprendía lo más mínimo la rareza de noser en el mundo, su caída irrefutable para siempre en la mismidad de la nada absoluta (pero si le atenazaba de miedo su categórica e irreversible desaparición para los demás, su vuelo al país de nunca jamás que ninguno de nosotros comparte los otros): pues, bueno, allí estaría la mota de polvo de su vida haraganeando en el espacio negro, invisible y fría, atómica y también negra, disuelta entre otros miles de millones de vidas en el vacío sideral.

Entonces, ¿la conciencia de saber que una acaba aniquilada por el cuerpo, desaparecida, esfumada y sólo recuperada de tanto en tanto por la masa viscosa e indescriptible de un cerebro que aún guarda tu recuerdo, disuelta en la nada y poder preverlo, anticiparlo, incluso experimentarlo, ser muy capaz de, sino imaginarse muerta, sí cuando menos fuera del mundo… qué sentido tiene todo eso?, algo tan corriente, tan fácil a fin de cuentas… al comprobar cómo uno detrás de otro, a solas o en compañía, a su debida hora, todos vamos desapareciendo obedientes y calladitos para no volver…

La vida sin ella. Qué turbador. Inconcebible. Hasta terrorífico. Mira el día, y no a ella, que ya no existe en ese aire todavía fragante de mayo, o bajo la nieve reciente o acariciada por el sol desmayado de noviembre. Mira por esa grieta que se abre al futuro un  mundo que ya no le concierne, ajeno a lo que fue ella: una débil armadura de huesos y carne de final predecible, y todos esos que andan, desconocidos y serios, que viven y son...

Su ausencia que, ahora, sólo es un nombre: definitiva.

Todo su testamento es toda su vida de atrás. ¿Le importará a alguien?

Vuelve a montar su vida, la crea, la obra como un albañil bíblico, la hace de nuevo con materiales indescriptibles, sólo manifiestos en virtud de arte, sus figuraciones y trampantojos, sus terribles arengas o su poesía oculta.

Alza la trastería objetual, una suplantación irreal, irreconocible, irrelevante, irredenta. Un catálogo de antojos extravagantes.

La tinta de mi pluma es el hermetismo, una gama de colores inaudita, inacabable.

Persigo el número infinito, pues a nada representa y todo lo enumera, lo referencia y desmenuza minuciosamente.

¿A todo concierne?

Yo, soy todo.

(“El mundo, querida, se ha hecho cinematográfico”, le dije un día en el interior de un taxi, saliendo del túnel de Park Avenue. Aún me parece oír la sonora carcajada del taxista al pensar que lo mío era un plan hortera de seducción.)

Lo trascendente, el pasatiempo, a pesar de su nimiedad, debería ser la esencia de una vida exitosa. Esperar y creer. Y morir con la vista hacia atrás renegando de las naderías que ataviaban los días y los años necios.

En esa América de sonrisas blancas, misiles de plata que surcan los cielos inocentes desde sus graneros secretos bajo tierra, atuendos perfectos, el café humeante y el primer camel también humeante, de los desayunos de cereales achocolatados y mágicos elixires refrescantes debe transcurrir la historia que papá ha dibujado para vosotras, niñas: no salgáis jamás de las viñetas de Rockwell, las cosas bien hechas, como la Pontiac con madera en la carrocería y las bicicletas, azul una, rosa la otra, apoyadas a un lado del garaje, el diario recién impreso y doblado con su faja nominal sobre el pujante césped, la botella de leche a un lado del umbral de la puerta blanca con aldaba de bronce dorado que da acceso al reino confortable del hogar, sacrosanto interior todavía en la penumbra tenue del día que empieza, el cielo tiñéndose de azul con pasmosa lentitud, la piel joven y tersa recién despertada de las muchachas entre cálidas sábanas, mórbida y tibia celada a punto de acariciar el mundo, de atraparlo, embaucarlo, ahorcarlo con sus piernas de seda… El cuento de nunca acabar.

Un día tras otro día, primavera, verano…

El aire fresco de estos primeros días de octubre ha disipado por completo la bruma del estío, la gasa a veces asfixiante que oprimía las gargantas de unos neoyorquinos andantes cabizbajos o altivos sobre el asfalto con carteras o bolsas en ristre, sin fantasías, contando los billetes, niños, jóvenes o viejos, sólo el pensamiento acuciante, la idea fija, los sueños por cumplir o irreconocibles, la ambición o ya la decepción final, que siempre llega, colma las últimas páginas de la fábula, el silencio… y la última noche.

“¡Eh, tú, hijo de puta!”

Una sucia piedad comienza a deslizarse desde los lacrimales de los ojos.

Un sonido gutural, irreprimible, delata una compunción fuera de lugar.

Se había dado la vuelta cara a la ventana, pero ella, la cancerosa, le ha descubierto a causa del gemido apagado, la sacudida de los hombros por el sollozo repentino e irreprimible.

“¿Qué demonios te ocurre, payaso llorón?”, le espeta la yacente incorporándose a duras penas, con el rostro encendido de indignación. Parece una llama de fuego alzándose de entre las sábanas blancas.

Él no contesta. No le invade la pena, es que se siente culpable de sobrevivirla, de saber que va a examinar cobardemente los  hechos y recuerdos que ella dejará atrás una vez expire. Será capaz de sacarlos en almoneda, de manchar su memoria con esa pluma de sangre negra que lleva clavada en la mano.

“¿Dos centavos por palabra?”

“¡Hecho!”

De nuevo, ella le mira con lástima.

“Sólo es una muerte… la mía. Tú preocúpate de la tuya…”

Que más tarde o más temprano asomará las narices por alguna esquina (y será la que menos te imagines).

Y rápidamente El Inquilino de los 30 metros cuadrados al norte de Queens cambió de actitud y hasta de máquina de escribir.