domingo, 30 de octubre de 2022

60

 

¿Qué clase de discípulos son esos dos?

Unos autómatas solícitos, obedientes y perplejos, tal vez asustados de la pantomima dramática que se desarrolla ante ellos a tenor de los débiles mandamientos de la yacente.

Son como farsantes en el estudio, marionetas accionadas en una maniobra genial que para ellos no debe tener ni pies ni cabeza.

Son actuantes en el asombro constante.

Desde su lecho de enferma, les instruye cómo construir en la realidad exterior y material la obra en su cabeza.

Sólo son unas manos que no entienden nada de su vuelo en el espacio, simples movimientos, ni siquiera disponen la horizontal o la vertical, incapaces de vislumbrar los puntos axiales de la configuración misteriosa, de comprender la manipulación o el orden filosofal, nada saben de lo que bulle en el cerebro maltrecho pero todavía incólume, razonador, de la moribunda sedente. Ellos sólo son… unos artesanos que cual falsos dioses distribuyen y combinan por decreto recibido.

Estrujan entre sus dedos la materia gris del genio, la masa encefálica, el bollo de los sesos levemente violáceo por la sangre. De las manos de estos secuaces aplicados sale a borbotones la sentencia de ella traducida en estructuras amorfas, un discurso infatigable que procura ordenamientos en el aire a través de materiales y objetos, describe las ocurrencias y suplantaciones, los terrores de la última hora, y quizá ya la antiforma primera del otro mundo de la nada: una oscura sinergia de elementos contrapuestos (razón, azar, incredulidad, miedo) convoca el debido escenario para el espectáculo del siglo XXI, lo valida de fundamentos y acciones no del todo inmediatas.

Quien mueve los hilos sabe, calla sus razones (aun inescrutables):

El tiempo conformará lo invisible, le dará nombre, le otorgará parecidos.

Esta obra es un pensamiento que elude lo cotidiano. Se alza sobre reflexiones, no decora lo trivial, significa lo innombrable y, en consecuencia, repudia la analogía y la grosera evidencia. La forma sólo es una resultante ineludible de su previa existencia mental, el mensaje repudia la proclama y lo prosódico, la sintaxis del fácil reconocimiento, pues sólo la carne, la sangre, la piel son visibles más allá de la hondura y lo desconocido que esconden, dijo.

¿Ah, sí?

Forma parte de la estilística de su tiempo, el éter invisible que cual hilo mágico e imperceptible coordinase una trama magnífica y colectiva que soterradamente identifica cualesquiera de las manifestaciones artísticas de su época. Hay un estilo Hesse porque existe un Estilo de su Época que, sibilinamente, guía el espíritu y la forma de su particular propuesta, nos empuja a hacer lo que hacemos: somos un producto del tiempo que nos ha tocado vivir.

Y, así, eran las épocas, resume el historiador, el memorialista, el cronista.

Ante su obra: no extraña, se dice convencido: la lingua franca de los tiempos.

La Lippard, remedando a Hauser, señala en uno de sus premonitorios escritos que “podía entreverse la aparición de ciertas ideas que flotaban en el aire de manera espontánea…”

En el 68, sabes, las cosas estaban a punto. Todo podía empezar.

No me vengas con el rollo de lo político. Si no dicto yo las leyes, me la trae al fresco elegir a otros que las instauren por mí. 

De ninguna manera: hablamos de artistas americanos: tres generaciones atrás todos huelen a patata, a ropa podrida o a pezuña del diablo, a aquella Europa miserable y negra que dejaban atrás apiñados en barcos hediondos.

¿Políticamente? Bien, en la primavera del 68, como si tal cosa, llevaba bajo el brazo un ejemplar de Art International, el número de febrero, pongamos por caso. Lucy (Lippard) había colado en sus páginas una sugerente reflexión: todos los artistas de ese tiempo, sin conocerse ni haber examinado sus obras unos de otros recíprocamente, aislados, desconectados entre sí, se hallaban en una onda similar de arte, como si partieran de las mismas fuentes sólo para rebatirlas con su trabajo: todos ellos obtenían resultados similares a nivel conceptual… Y se hallaban separados por cientos de millas unos de otros, Nueva York, Los Angeles, París…

Para ese viaje no se necesitaban alforjas. Hauser: incluso en los garabatos de un niño, la estilística de su época se aleja de lo precedente, lo define actual. 

Y Ortega: “Las diversas épocas tienen distinto querer.”

En 1968 la niña nos ha salido profesora.

School of Visual Arts.

¿Qué les enseña? A inmiscuirse en lo desconocido: en esa región la tierra está viva y es pródiga. No hay que abrirse paso a machetazos, pero mantén los ojos bien abiertos y, cuando menos lo esperes, lo nuevo ha sido posible, así que agárralo por el pescuezo y no lo sueltes, es ahí donde trabaja el genio.

Genio.

(Del lat. genĭus).1. m. Índole o condición según la cual obra alguien comúnmente. Es de genio apacible. 2. m. Disposición ocasional del ánimo por la cual este se manifiesta alegre, áspero o desabrido. 3. m. Mal carácter, temperamento difícil. 4. m. Capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas nuevas y admirables. 5. m. Persona dotada de esta facultad. Calderón es un genio.6. m. Índole o condición peculiar de algunas cosas. El genio de la lengua. 7. m. carácter (firmeza y energía). 8. m. En la gentilidad, cada una de ciertas deidades menores, tutelares o enemigas. 9. m. Ser fabuloso con figura humana, que interviene en cuentos y leyendas orientales. El genio de la lámpara de Aladino. 10. m. En las artes, ángel o figura que se coloca al lado de una divinidad, o para representar una alegoría.

Barroca, elegante, profunda… Tiene el neceser repleto de perfumes, esmaltes, cremas, lacas, barras de labios (hierros y metales, plásticos, resinas…): pero al final, lo que de veras importa es el estilo. Y olvídate de tu culo. No importa cómo lo muevas.

Y, en efecto, La Gran Artista Parlanchina ha de explicarse. No lo deseaba, pero…

La obra habla por sí sola, ¿no?

No.

Caramba…

(¿Dónde está el modelo?).

(¿Qué técnica la avala?).

(¿Puedo reconocerme en ella?)

(¿Qué referencias me indican la bondad de su ejecución?):

Inquiere el escéptico que… ¡en tantos retratos de Velázquez, Rembrandt y Goya termina por reconocerse! ¡Y en los azules de Veermer se descubre! ¡Y hasta en tantos paisajes del Medievo! ¡En tantas pinceladas aún reconocibles, figurables, de los fauves! ¡Reconocerse…! ¿Qué te parece? ¡Pero si hasta en los retratos al óleo lo que de verdad asoma es… el rostro del propio pintor en lugar del retratado!

-Veamos, Hesse, ¿cómo está construido tan caro juguete?

-Es indigno explicarse.

-Sólo unas palabras.

-Esa es curiosidad malsana, se desdeña lo que no se comprende. Me niego a secundar el juego.

-Unas palabritas para la posteridad…

-No tengo por qué justificar nada de nada en mi obra. Es, y punto.

-¿Por qué se dobla esa cuerda a la izquierda? ¿Por qué no dobla a la derecha?

-Porque esa contingencia carece de importancia. Podría doblarse perfectamente a la derecha. Pero se dobla a la izquierda. Quizás en la próxima obra, amigo de lo desdeñable, haya más suerte.

¿Por qué ese tubo se apoya en el suelo y no en la pared?

Porque sólo es un tubo.

¿Por qué la gasa abruma lo escrito?

Es un simple pedazo de seda manchada sobre la página de un libro que recogí de la basura. No importan las leyendas.

Bonito almacén el tuyo de donde entresacar la réplica al mármol griego.

Comprueba si ese edificio de 50 plantas, el MetLife, es una copia moderna del Campanile de Venecia…

Efectivamente, es una copia moderna del Campanile de Venecia.

Han llegado los días de la suerte.

Con Ray: un par de ejemplares de The Double Dealer de 1927 con textos de Hart Crane y un poema del ”joven Faulkner”. Posiblemente los últimos números de la revista de Nueva Orleans, que ya no volvería a aparecer en 1928.

Y otra tarde: Taps at Reveille (1935): lejos de insidiosa censura y ligereza impuestas a Fitzgerald por sus paganos.

“El tipo escribió cerca de 200 relatos además de las novelas: más de medio millón de dólares, y moriría casi arruinado antes de los cincuenta.”

En esa parte de Queens, que fue “un montón de cenizas”, verás amable la Tierra de 35 metros de altura (y una Nueva York a los pies).

Corrige a Dios: crear el arte nuevo, adánico, sin modelo, mirar a la oscuridad o a la luz escondida dentro de sí, y con los ojos bien abiertos.

Su barro inerte sin hechuras humanas.

Descripción de una lucha:

Delgadas láminas de material orgánico se mueven al compás del viento, los leves zarandeos provocan diversos estados en su forma, es lo aleatorio el principal factor del juego artístico, el que niega el principio de validez inmutable de lo escultórico: la piedra, la estatua incólume de Miguel Angel se mueve, se dobla y cambia de postura para desentumecerse, deshacerse, abstraerse de la forma, componerse de trastos, y finalmente resuelve por sí sola la infinita combinatoria formal recreada de mil pedazos distintos: lo que es es lo que ves.

Comprendo. La belleza es.

No hablamos de belleza, al menos en el sentido convencional de la acepción.

Hesse, eres literatura: una obra como una colección de tableaux diversos en la gran mesa del ingenio y la improvisación, alterables, intercambiables. Ninguna regla prevalece en su ordenamiento, pues su disposición obedece a un alumbramiento sin fórceps ni medicinas preventivas, y fue la gestación el fluido constante de un pensamiento sin trabas mientras, como si tal cosa:

se duerme,

se sueña,

se fornica,

se anda por las calles,

se come con una amiga,

se asiste a una obra de teatro off-Broadway,

se adquiere un libro de segunda mano (que resulta ser una joya bibliográfica) en The Green Train,

se contempla extasiada fragmentos inexplorados de cuadros en el Whitney,

se admira catástrofes en el museo de los monstruos de Queens,

se pasea inspirada a lo largo y ancho de Great Lawn, en Central Park, recordando viejas canciones de los años cincuenta,

se deambula (¡de nuevo!) por Coney Island, bajo un sol de oro y un mar de tópica turquesa,

está una sentada en la butaca afelpada de un cine de la calle 42,

está una oculta en el río primaveral e incesante de personas de la calle 23 a las 18 p.m.,

está una, sucia y cansada de la noche de julio, bajo la marquesina de Birdland a las cinco de la madrugada viendo salir a los jazzmen exhaustos,

está una en silencio, absorta en el círculo de su sangre, aferrada al crepúsculo lluvioso de noviembre,

está una, lúcidamente, quieta,

está muda,

se cree invisible (pasará de largo),

está una frente al puente de Brooklyn y recuerda la vida y la obra de aquellos dos poetas que fueron el vate de barba blanca y el suicida que miraba al Sur,

está una cansada,

reniega de Dios,

arroja otra creación al mundo como quien lanza una piedra a sus enemigos,

tiene miedo

y cae moribunda,

cierra los ojos

y está muerta.

“Ya te enseñaré yo a ti a hacer cosas incomprensibles, deicida.”

La muñeca se nos rompe, y abajo se viene sin estrépito.

Murió joven esta Hesse.

De ella pocas máscaras hemos alcanzado a contemplar. En cierto modo, se libra (y nos libra) de la caricatura de los años, de las otras máscaras sórdidas de la vejez temprana, de la infame vejez dilatada, del rostro erosionado por el tiempo, las mentiras, los trueques, la vanidad, las infamias. Nos hurta esa muerte de los ojos humillados por las traiciones, por las mudanzas siniestras del carácter, la ambición o el desaliento, nos libra (y se libra) del miedo, del silencio de los viejos, del viejo Samuel de quien aún pudo tener idea de su existencia y que, mira por donde, quién lo iba a decir, hasta consiguió influir en su obra.

Hombre de los Parques…

Procura disimularlo, pero arrastra los pies.

Le ven venir.

Los ojos grises y polvorientos de todos esos dan miedo:

“El sol, tan amarillo, ahora plateaba sobre el césped…” (Cuadernos Encontrados en un Parque).

(Buscaba el gato de piedra por East Dr.: buscaba jugar un ratito con alguien de su especie y material.)

-¿Y ése?

-No es nadie. Ni siquiera me acuerdo cómo se llama. El desgraciado aprovecha los vernissages para llenarse la tripa y no desplomarse desfallecido al suelo antes del amanecer.

(Eso lo dijo un tipo que descendía no más de dos generaciones atrás de otro tipo muerto de hambre con un hatillo al hombro al que nada más poner el pie en Ellis Island le cambiaron el nombre por impronunciable.)

Pero la quiere… ¡la quiere tanto!

Reúne sus ahorros, se ajusta el pantalón a la cintura... yergue la cabeza altivo por Diamond District hasta dar con el más bonito anillo de pedida de latón…

Ya en casa: lo empaña con el aliento, lo frota con un paño, cada vez brilla más…

¡Precioso!

(-A fin de cuentas, ¿Qué vale Nueva York?

-24 dólares.)

Observa con arrobo la fotografía de… ¡una de sus obras!

“Esto no es una metamorfosis; esto, no cabe duda, es una transmutación, y nada tiene de humano…”

Ella le tiende la mano:

Monsieur Samuel Beckett, adelante.

Es decir, hacia atrás.

Como despedazando la realidad.

Hay algo de perverso wittgensteiniano en esta imposibilidad de comunicarse.

Comunicarse además…

¿Para qué?

Hace trizas el andamiaje embaucador: nunca sabrás nada de nada. Sólo son palabras que dibujan tu confusión, la deposición química de un cerebro ahíto de alimento.

Ni siquiera has cambiado: en los mil personajes que has sido tan sólo eres en uno, y no importan los farsantes de detrás, ni las máscaras sucesivas del futuro, si es que lo tienes.

Si eras múltiple, la reducción te condena a uno. No modificas el pretérito, no has de mejorar el descendiente.

Eres silencio: por la boca únicamente salen ruidos. Porquería que el aire provoca de tus gases.

Este hombre es un asilo de viejos clarividentes, coléricos, charlatanes porque aman, sobre todo, el silencio. A la mayoría de sus camaradas en la decrepitud se les escurre la baba de la boca mientras mantienen los ojos entornados. Estos tipos huérfanos a traición son capaces sin venir a cuento de hablar de su madre a todas horas, muerta hace mil años. En la forma son espantapájaros que sólo asustan a los niños: una ruina encerrada entre cuatro paredes blancas y que gente a la que se les paga puntualmente procuran tener aseada y quieta y sin restos de excrementos durante todo el día. En el fondo son viejos desmenuzados, mutilados de su propia alma, carcasas, trastos a punto de desmoronarse, si es que no yacen ya en el sucio suelo con el fin de fastidiar y burlarse de los vigilantes.

Manicomios ambulantes, cada uno de ellos alberga decenas de personajes: el desfile inmisericorde de todos aquellos que uno ha sido a lo largo de las diversas fases de su existencia hasta acabar en manos mercenarias o piadosas que se cuidan de la mugre. Uno, al fin:

Al asilo o al hospital de caridades.

Huesos como cuchillas, la piel muerta. La mirada vacía desentrañando los sótanos del pasado.

Y cuando abren los ojos les invade un asombro infantil: pegado todo el santo día a la ventana con las manos sucias de pecados sobre el regazo, viendo el mundo en el verde resplandeciente de la hoja mojada por la lluvia, en las nubes que pasan (no les gusta nada este lugar), hasta en la grisura de los cristales sucios de la prisión para viejos.

Es una poética de la precariedad, del sinsentido.

Este viejo es un abrigo viejo, viejísimo, un viejazo deshilachado, un vejestorio roto por mil costuras, un viejorro repugnante de mil olores, polvoriento de mil caminos arrastrando los pies sin detenerse un momento. Tras sus gestos y risas de cotolengo se esconde un auténtico genio del desperdicio y las sobras, de las palabras difíciles y una podredumbre muy adecuada. Su saliva es un veneno.

Les imanta a los viejos la escatología, el anacoluto, la teología y la disciplina insensata a que obliga el vacío.

En su vida de caminante infatigable y desértico cuelga en bandolera un bolso más viejo aún que todo aquello, y en el interior nauseabundo hallamos trozos de pan duro, un pedazo de queso mohoso, un vaso de plástico, una novela policíaca barata y arrugada comprada en un quiosco, una navaja mellada, periódicos atrasados de hace veinte años, un bolígrafo con la tinta seca, una cédula de identidad ilegible, un par de guijarros, un papel en blanco, un pedazo de cuerda “con la que poder ahorcarse un día no demasiado lejano”… que nunca llega, pues “la clave de la vida es el sufrimiento”.

Incólume a los desastres naturales.

Refractario a los males de la estupidez.

Hasta que se convierten en negras cenizas parlantes.

Y toda humanidad es un ruido, un río seco pedregoso.

¿Hay algo más allá del yo y el objeto?

Y aunque lo hubiera, ¿cómo podría demostrarse?

¿Y para qué demostrarlo?

Es arte: lo tomas o lo dejas.

Da dos pasos y holla la nieve, anda bajo la lluvia oscura, camina al amanecer gélido de un día cualquiera, pero no se mueve ni adelante ni atrás. Y a los lados sólo se encuentra el abismo sobre el que pende su figura de alambre encima de la cuerda.

No sabe cómo se llama.

Pero si lo supiera, no le serviría de nada. Es una convención como otra cualquiera en el mundo de los protocolos vanos. Uno siempre termina escondiéndose en el nombre, como si eso tuviera importancia, o al menos fuese una especie de escudo para protegerle del terrible cosmos, el desdén de los otros y la carcajada animal.

Tampoco sabe adónde va, y laberínticos circunloquios dominan sus pensamientos.

Los días ya no se llaman, las horas ya no se cuentan.

Sobre todo le gustan las piedras redondas y pulidas por el agua y el viento, el horizonte desierto, el firmamento rozando la tierra dura y árida, las noches largas, lentísimas, de silencio tortuoso.

Es una silueta larga y delgada recortada sobre el cielo gris de la ruina.

Inquietante la conjunción de ambos que tu obra remeda. ¿Sabías, beckettiana, que tu labor ronda lo estrafalario de este ser de lejanías?

El hombre espera en absoluto desvalimiento: soliloquios, perversas fijaciones mentales. Un ser cruel y hasta depravado para sí mismo.

Es un suicida que piensa demasiado, no termina de desprender la costra del pensamiento del aullido de su condición animal, de la carcajada libre y espontánea de bicho de la selva:

Insiste en poner nombre a las cosas, a las imágenes, se obliga a pensar.

Pero ya ha renunciado a los demás, a sus chácharas y explicaciones ordenadas e inútiles: se sostiene a sí mismo con las pinzas de la lucidez más inofensiva: un monólogo interior que arrecia a medida que se acrecienta su misantropía y el desprecio a una sintaxis de vida convencional.

Y, por favor, nada de dioses. Piensa hacia abajo.

Desafía un agnosticismo hacia todo y hacia todos. Nada espera de nadie. Que nadie espere nada de él.

Dioses…Aunque, ¿y si son éstos, aunque inventados como la magia y el rito, el único medio para expresar nuestra conciencia, conocer los asuntos del alma tan encerrada como está, entregarse con algún sentido a la elucubración irrefrenable de la mente liberada del cuerpo y su putrefacción?

El espíritu de un viejo que ya no puede hablar y apenas dar dos pasos sin ahogarse, sordo a los dioses, escondido entre harapos, casi irreconocible como ser humano, eso es lo que aún reviste la carne.

Sí, un poco de mitología, como un vaso de vino griego o el sol romano, no hace mal a nadie…

Entre tanta escombrera…

Es fácil sentirse identificado con ese sentimiento de desnudez, de indefensión ante el absurdo o la pena.

Un arte ecuménico, dijo ella, que a diferencia de esos viejos terminales y degradados y mudos aunque de extremada clarividencia, tenía salud, dinero y energía y se creía inmortal, es decir, iba a ser joven hasta el fin del mundo. Era en ese tiempo memorable que desentrañaba la sintaxis del disparate existencial y su museo de objetos (y el organismo vivo que era ella), inmune al desaliento y la duda. Una examinadora de interiores.

Pero el suceso biológico es mucho más sencillo cuando todo, con naturalidad, ha quedado atrás y ahora la artista parte hacia el lugar de donde vino con las mismas manos vacías.

Ahora lo sabe. El sol y la lluvia y la tierra y el aire: eso era ella, lo que ha sido siempre, lo que será cuando sus cenizas sean esparcidas. Elementos inmutables a pesar del tiempo y las catástrofes. Algo tan sencillo y rotundo… (y buscaba con dificultad un segundo calificativo, una nueva acepción definitiva cuando la verdad de todo es que todo es nada). Quería la complicación, lo que no se entiende.

¿Y él? El Gran Beckett…

Por encima de los ochenta años ya no se necesita dormir, la comida da un poco de asco, los objetos inspiran desgana, los planes una sonrisa displicente y los demás y sus opiniones no importan un ardite. Incluso un premio nobel de literatura resulta un fastidio inconmensurable de sobrellevar.

Tan categórico, agoniza en un asilo: “Ay, que todo termine.”

Será el silencio.

Regala dinero. Vuelve a ser pobre: escribe (esa clase de indigencia), escribe, pero sólo palabras. Hemos asesinado al sentido.

“Un hombre de pie sobre arenas movedizas.”

Murió escribiendo garabatos sobre una destartalada mesa de bridge, en una habitación con la puerta abierta a través de la cual atisbaban un montón de viejos como él, mocosos y medio locos, abandonados en manos ajenas.

Fracasa, fracasa otra vez, fracasa mejor.

“Y no vuelvas”, conminaba el hombre primitivo en el albor del tiempo y las desgracias, sabio en temores, precavido: primero se despieza el cuerpo; luego, se le quema, y, por último, se dispersan las cenizas con el viento. Eso era innecesario, pero era en la noche oscura del alma primitiva, cuando todo aún era creíble, reciente y se profesaba temor a los muertos.

“Ya en las tinieblas, ni se te ocurra volver”.

Porque lo malo de un muerto es su espíritu. No hay modo de acabar con él: en forma de palabra, de pintura, de recuerdo, y no digamos ya fotografiado en un trozo de papel… Ahí siguen a perpetuidad. Perviven ladinamente. Aletean sobre la tierra y las aguas en pos de la venganza. Pues es sabido que los muertos guardan un gran rencor a los vivos. Hasta que uno mismo desaparece: entonces desaparece todo, al menos desde el punto de vista del ser vivo, que comprueba fácilmente, bien asentados sus pies sobre la tierra, que ningún muerto vuelve a por sus cosas (un reloj de pulsera, la billetera, las llaves del coche), ni tampoco vuelve a encender o apagar una luz, a terminar de un bocado la hamburguesa o el hot dog, jamás vuelve a salir a la luz del sol desde los túneles del metro, a sacar de casa la bolsa con la basura del día, y nunca acabará de leer la última página del periódico... de ayer.

En fin. El anecdotario no da para más.

Tan demostrable, a despecho de las filosofías disipadoras (¿o eran “disolventes”?).

Libre de la materia, asimismo: que lo material y físico puedan ser repuestos mil y una veces, mas no aquel concepto primero que fue origen de la obra.

Creaba más la necesidad de obrar que ejercía el arte. Meditaba.

Ella se proyectaba en su obra: la descomposición… o la armadura vacía de lo que los cirujanos sabihondos han dado en llamar “el fantasma de la máquina”.

A fin de cuentas, el producto artístico es lo residual, el trasto, el feto del espíritu.

E inyectaba el aire de la verdad, el de sus pulmones atenazados ya por la muerte (sin que ella lo supiera), en el fantástico globo de la superchería mercantil post mortal que terminaba hinchándose hasta alcanzar los dos millones de dólares la unidad (en un pack completo: instrucciones para su ensamblaje, aglutinantes y pegamentos, herramientas  y las piezas, cada una por separado).

Y, ahora, tres millones de dólares, cuatro millones de dólares... Así que, a espabilarse.

Una rayita, o dos, o tres, en un papel cuadriculado colegial del 49, de cuando la niñita obtenía becas: 5.000 dólares.

Y de esta guisa.

De momento.

Todo es un cuento… de sucesos y final imprevisibles: el sadismo cruel de Andersen y Perrault, de los Grimm, la propia maldad fragmentaria de uno mismo y los misterios de la realidad mezclados en la coctelera de las pesadillas al alba, cuando la lluvia aún repiquetea sobre el alféizar y el pavimento encharcado de afuera: ir modelando aviesamente el alma infantil con el triste barro de la neurosis. ¡Qué trío de escultores perversos, sutiles, cogidos de la mano del aprendiz de brujo allá en lo más oculto y cálido del hogar aún no amanecido de ruidos!

Yo era la niña encantada, pero que nunca se dejó arrebatar por los ensueños maléficos de los poetas de Paradise Alley. Era hacendosa y buena. La niña perfecta lejos del terror que en el 68 aligeraba el paso cada vez que cruzaba Union Square, la que nunca acabaría junto a los pobres desahuciados de Bellevue, la que esperaba del mundo cosas buenas y hermosas.

Fairy Tales:

el libro de tapas duras, hermoso, repleto de grandes ilustraciones azules, rosas, grises y amarillas, las siluetas negras de los mejores dibujantes de su época, y quizás de las de todas: Arthur Rackham, Nielsen, Kate Greenaway, los colores planos de Denslow, los ensueños cromáticos de Watter Crane y los animalarios de la Potter, la solitaria, la emilydickinson de Hill Top…: el mejor escondite para una imaginación infantil.

Mientras la bruja antes de morir ve rodar su propia cabeza junto al árbol maravilloso los viandantes, muy serios y bien abrigados, pasan delante de la cerillera a la que el frío y la nieve sumen para siempre en el dulce sueño eterno, cerca del negro callejón bordeado de cubos de basura donde disfrazada de buhonera la encarnizada Dama de las Nieves se las ve y se las desea para arrancar del seno de los hombres los pensamientos y las fuerzas del espíritu.

Ah, pero a la ideología subyacente ahora se le añadía el veneno de la figuración: qué mundos, qué añoranza: desea con pasión vergonzante al soldado con espada, tan marcial y erecto, sueña como la pobre cerillera imágenes pretéritas, se rodea riendo por lo bajo de flores casquivanas, es la princesa delicada, admira a la cocinera glotona que calza zapatos con tacones rojos y trasiega inocente de culpas un buen trago de vino, un trago tras otro trago, y otro más, lo que la hacía valiente a la vez que ingeniosa. Sabed que los muertos no bailan: tienen cosas más importantes que hacer (Andersen dixit), y sobre la tumba de los pobres brota la atanasia, y, en fin, como ocurre con frecuencia en el mundo, los que poseen cabezas muy pequeñas son los más dichosos, y esto es suficiente como introducción.

Por lo demás, cálzate unos zapatos rojos y entérate de una vez que todos no podemos ser nobles y es preciso que cada uno haga su trabajo, y como suele decirse, aquel que lleve a cabo gestas increíbles se casará con la hija del rey y entrará en posesión de la mitad del reino.

Otrosí: el escarabajo tomó esposa y el primer día lo pasó muy bien; el segundo, mejor aún. Pero al tercer día tuvo que pensar en alimentar a la parienta, así que… se marchó volando en busca de unas herraduras de oro como las que llevaba en sus pezuñas el caballo del emperador.

Las palabras adquieren volumen, levitan, se transforman en figuras, objetos: paisajes y personajes danzan en una zarabanda inolvidable y gitana.

Cenicienta, Caperucita Roja, Blancanieves, La Bella Durmiente, Alicia, Eva Hesse: escribió (tan cuidadosa ella) en los márgenes del cuaderno escolar con tinta verde.

Y nunca tuvo ninguna duda acerca de quién de todas era ella: La Reina de las Hadas.

La Casa Encantada, La Fantasía, se desmoronan.

1970.

Suena el despertador. Como sabe que está viva, le repugna despertar. Se hallaba tan recogida en los brazos de la pacífica duermevela, un lugar tan muelle, acomodaticio, a salvo de las aguas negras y de las palabras dichas en voz alta, de la brusquedad del día y de  su frío y de los otros. ¿Qué Reino era ése? El de los Sueños. Extiende la mano, pero con los ojos cerrados todavía. Nacen las sombras: temor al alba. El cuerpo ahora parece de madera, una materia rígida y dura, inflexible. ¿Qué podría hacerse con él? No modelarlo, este barro ya no sirve. Tal vez tallarlo con el mejor cincel, la más resistente bujarda y el martillo... desbastarlo con la imaginación. El cuerpo que tanto nos traiciona al fin… Debe moverlo de sitio, accionarlo, obligarle a la ejecución de alguna de sus funciones fisiológicas. Contrólalo. Sé su dueña, aunque sea él quien va a matarte. Pídele agua. Ordénale que excrete. Pídele que se vuelva de costado, que estire las piernas, que expanda los pulmones, que salive la boca reseca, que deje quieto el corazón.

¿Es la hora testamentaria?

¿Qué hay del negro, el alónimo?

Ábrele tu corazón: que sea él quien invente. Este tipo penoso no devolverá las treinta monedas por nada del mundo, ni aún muerto él podrás hacerte con el tesorillo que le ha proporcionado la mendicidad de su trabajo innoble: pero es disciplinado: tiene la virtud del animal manso y honrado.

¿Qué cuenta el Talmud en estos casos?

El recetario de los despropósitos confía demasiado en el sentido común y la bondad de los desconocidos.

¿Quieres ser inmaterial?

Erase una vez una pequeña judía que huyendo del exterminio voló hasta el País de Nunca Jamás para convertirse en La Reina de las Hadas. Etcétera.

¿Qué se esconde en lo más profundo e invisible del cerebro? La nada. Ese grumo viscoso y blanquecino de funesta temporalidad es de una petulancia y miserabilidad manifiestas a despecho de su sofisticado mecanismo y enredosa geografía de causas, reacciones y efectos. En el interior de ello, todo es una brutal aunque silenciosa reacción química, combinaciones físicas propias de autómatas a fin de cuentas, hombres y mujeres máquinas blandas que huelen, albergan fluidos, defecan, se pudren aún en vida y desaparecen.

Despiertas, te acciona un mero reflejo (si bien misterioso), todo es temible. Comienza el escrutinio de ti misma. No hace falta que

te palpes, te reconoces, te nombras, en seguida te has recuperado del benéfico letargo de las sombras y la luz, de aquella luz que tanto amabas como la buena artista que eras, y que ahora ya comparece amenazadora, revelando los decorados a punto de desmoronarse, la luz sucia del amanecer que descubre la fealdad de los muñecos, sus muecas de monstruo.

Y querrías no ser, desencadenar el pensamiento de la taimada y temporal adición de la carne, recrearte en los interiores paisajes de ti misma, sólo pensamiento, un vuelo eterno sobre las cosas y el tiempo.

Sólo querrías dormir, adentrarte en el sopor de Rip van Winkle: dejar que las cosas se arreglen o mueran solas. Ejecutor, el tiempo. Siempre lo es. No deja de serlo ni un solo segundo. Con sorna funcionarial, que él, El Gran Balduque, se encargue de marear gavetas aquí y acullá por las covachuelas y el oscuro negociado de los días.

La princesita está triste: el país de las hadas es contiguo al campo de concentración, y la bruma del bosque encantado se entremezcla con el gas de las cámaras de exterminio: yacer en el lecho perfumado bajo dosel del Príncipe Azul no se halla ni un centímetro más lejos del hediondo camastro lleno de piojos del kapo siempre con la verga enhiesta y violadora, gorra de plato y la barra de hierro en la mano.

La vida… En efecto, es un cuento: sin final feliz. Te seré sincero, princesita, no es la imaginación la que le da las formas, dibuja sus trazas cochineras o la invade de felices regiones donde sus habitantes trabajan, aman, son dichosos y no se mueren nunca.

No, así. Todo es muy diferente con los humanos y las humanas cosas con fecha de caducidad, de obsolescencia programada.

Mientras tanto, querida, no pierdas de vista la rueca si a ello te resignas… ¡Atada y condenada de por vida bajo la luz vacilante de la buharda!

Lúbrica luz.

¿Quién eras?

Porque ¿tú eras de verdad?

La nena de la 7 SP.3 del Humboldt Junior High School, Colegio Público 115 de Manhattan, que recibía honores y recompensas por su excepcional aplicación y progresos constantes. Un ejemplo a seguir.

De modo que estas son las adiciones de ahora, un hogaño brutal donde ha sobrevenido como un rayo sin trueno el castigo bíblico, incomprensible; los pájaros de antaño, aquellos los palotes y los premios de la infancia, la inocencia, la sonrisa abierta, los ojos brillantes de conciliación, la concordia, el ansia de saber, la necesidad de comprenderlo todo, reconocerse una misma de la cabeza a los pies, donde todo terminaría asentándose: la confianza, la esperanza, la grandeza de ser única, diferente, hasta gloriosa... Todo eso era para ser perdido.

Pero… aún en el cuento:

Sé resuelta y valiente. Sé ambiciosa e intrépida, Niña Lista. Da un paso adelante y rompe las cadenas de tu servil condición anderseniana y mojigata, esa pedagogía de la baba pero de ensueño maléfico. Pídele al mundo un millón de dólares y te los dará… Pídele un centavo y te dará un centavo.

Mister Andersen, dígame: ¿es la crueldad, la realeza de lo bruto y la presencia constante de la muerte la esencia del alma infantil?

Peor: es su materia.

Trabajaré con ella.

También es su regalo.

¿Envenenado?

Ya lo prevés.

Moraleja, moral… ¿qué más da?

Deforma intuiciones: mal cuento es el mundo.

Enseña a soñar mejor.

(Mr. Andersen sólo tenía pesadillas verdaderamente.)

Asigna padeceres, benéficos aconteceres, mala o buena muerte, personajes devastados por una fantasía que bordea lo psicótico y hasta lo criminal.

Historia de una madre:

intercambiados los papeles, la Muerte ha arrebatado de sus amorosos brazos a su hijita querida. Enloquecida de dolor, persigue incansable las negras huellas que la Muerte ha dejado a su paso e inicia un largo y tenebroso viaje en pos de su pequeña Evchen. Las ordalías de su gimoteante peregrinaje son de levantar sarpullidos en la más recia de las carnes: ha de cantar hasta quedar exhausta y sin lágrimas; ha de apretar un zarzal espinoso sin hojas y sin flores contra su pecho desnudo hasta que las heridas viertan gruesas gotas de sangre al suelo; ha de desprender los ojos de sus cuencas: perlas que se hunden a las verdes aguas de un lago; se deja pisotear y engañar por una anciana inmisericorde. Finalmente, comprende que su desgracia es… ¡la voluntad de Dios! ¡El destino! Resignada, la Madre se arrodilla y deja que la Muerte se lleve a su desgraciada hija, ya juguete de un dios desalmado... ¡que gusta de lo inerte, de lo más indefenso!

Es… una fábula.

Las dádivas de nuestro señor: vigila su castillo y sus siervos: que de las lágrimas de éstos se rieguen los campos y sembrados de mi futura cosecha.

No deja de ser un lenguaje, una imaginación…

Una ideología.

Un entretenimiento.

¿Qué sabrás tú, tonta marioneta, del suceso y los hechos ocultos en las almas de los hombres y las mujeres disfrazados de cotidianidad? ¡Perro mundo!

Puedo crear de la nada.

Eso, necia tontuela, es imposible.

Yo resuelvo la materia, la forma y su disposición.

Sólo se imagina lo que se sabe.

Soy una inventora.

¡Ja! La realidad que brota de tu imaginación coincide perversa y tristemente con la realidad histórica y social del mundo en el que vives. No nace de la nada, de una Eva Hesse desconocida, extraña y poderosa. Traduces… lo que ya has oído, visto, sentido, olido, tocado… Tu lenguaje es lo sorprendente y nuevo, por ininteligible… pero es una simple y legible correspondencia visual fácilmente desentrañable. Y puedes disfrazarlo con lo que gustes escoger del inmenso basural que te rodea: por cualquier ángulo asomarán sus señas de identidad, su fatal procedencia. Tú, pequeña, sólo transformas las cosas, las ocultas, las enredas, nos mareas. Escribe cualquier cuento: he aquí una combinatoria. Es todo. ¡Qué más da si son números u objetos lo que engaña nuestra percepción! Lo fantástico y la tosquedad de lo real se entrecruzan cada segundo de nuestra existencia. A fin de cuentas, lo que nos muestras es un trasunto de lo real, una confesión enrevesada o no, tal vez el diario doloroso de un avatar sentimental y emocional devastadores. Pero, querida, si hay hadas, hay brujas; el mal y el bien se yuxtaponen y crean la lóbrega reunión de la noche de los martes, allá en lo más profundo y mágico del bosque y su bruma de misterios, en algún recoveco del maldito e intrincado cerebro.

 

El beso

Se acercó decidida

la princesa al durmiente

de corazón azul,

yacente.

Con asombro

miraba el renacido

cuerpo, el oscuro apéndice

soñado entre las piernas

a la vida devuelto.

 

Ya no existe la carne, la materia que tantas regalías te ha prodigado, de aquella provenían las sensaciones que acopiabas como cualquier niña de tu tiempo acrecentaba recortables.

Ahora… otra cosa es la rosa.

Un ser fantástico es un hada pero… también humana, condenada y desaparecida entre sus congéneres, aburrida de gracias y dones, intangible… pero mortal por inasible a los vivos.

Levitas por encima del detritus, de los trastos y las herramientas oxidadas, de los malos olores del polímero. Vuelas, y a diferencia de mamá se trata de un vuelo eterno, incesante, ni siquiera el aire te roza, te mantienes en el espacio de las hadas, donde todo es etéreo, intangible, toda materia es un soplo de aire, música las voces, las miradas de oro, la dulce nieve de las alas de los ángeles.

¿De qué está hecha un hada?

De lo que todos.

Y a la ventura del… hado.

“Sólo soy una dimensión física”, alcanzó a determinar.

“Es el pensamiento lo absurdo de la vida.”

“Exactamente, eso es lo que creo.”

“Sólo me hallo a salvo si acepto que nada tiene sentido.”

“¿Adónde me llevan las brumas?”

“Al páramo, al trueno a lo lejos.”

“¿Qué será de mí?”

“¿Otra vez con esas?”

Not so happy, yet much happier.

Entonces…

¿Entonces…?

Es lo mismo Shakespeare que Andersen.

Si vos lo creéis…

Todo es un cuento.

Lo es: puesto ya en el estribo, gran señor esta te escribo...

Así que…

¿Sí…?

Estoy metida en un cuento infantil.

En efecto. Y ahí puede pasar de todo, desde que te zampe el lobo, la bruja te entierre viva o te violen tres cerdos y siete enanos. Incluso puedes rogarle al verdugo (¡que siente en su alma vil cómo se agita el hacha en sus sucias manos!) que te corte los pies...

¡Y lo hace! Vaya si lo hace: y con las zapatillas rojas puestas, pero, en fin, luego me tallará unas piernas de madera y unas muletas… ¡con la misma hacha! Puedo también casarme con el Príncipe… Aunque el problema real es que yo soy la Princesa y… ¡en ese caso deberían gustarme los porquerizos y aguantar un buen número de sus besos por muy apestosos y húmedos que sean!

Entre esas páginas malévolas, fascinantes y vistosas como plantas carnívoras, únicamente lo inesperado cuenta, lo maléfico se hace real y lo mágico deriva de forma prodigiosa y veloz entre el bien y el mal, el castigo, la felicidad o la muerte eternas. Lubricidad de la maravillosa incógnita.

Campanilla cierra el libro.

De golpe.

¡Plaf!

Un polvillo dorado sale disparado de las hojas aplastadas por las tapas, se esparce en el aire espeso y púrpura de la tarde hasta desaparecer.

Se acabó la fiesta.

Goodbay America.

A través de algún magnífico entresijo del presente, una oquedad iluminada fugazmente por un rayo oscuro, como a traición, atisbaba algún aspecto de la muerte, alguno de sus matices poderosos y definitivos encarnados en una clamorosa omisión: ella ya no estaba aquí. Eso era la muerte. Nada de negrores o tormentos. Simplemente, ella se había volatizado. No le sorprendía lo más mínimo la rareza de noser en el mundo, su caída irrefutable para siempre en la mismidad de la nada absoluta (pero si le atenazaba de miedo su categórica e irreversible desaparición para los demás, su vuelo al país de nunca jamás que ninguno de nosotros comparte los otros): pues, bueno, allí estaría la mota de polvo de su vida haraganeando en el espacio negro, invisible y fría, atómica y también negra, disuelta entre otros miles de millones de vidas en el vacío sideral.

Entonces, ¿la conciencia de saber que una acaba aniquilada por el cuerpo, desaparecida, esfumada y sólo recuperada de tanto en tanto por la masa viscosa e indescriptible de un cerebro que aún guarda tu recuerdo, disuelta en la nada y poder preverlo, anticiparlo, incluso experimentarlo, ser muy capaz de, sino imaginarse muerta, sí cuando menos fuera del mundo… qué sentido tiene todo eso?, algo tan corriente, tan fácil a fin de cuentas… al comprobar cómo uno detrás de otro, a solas o en compañía, a su debida hora, todos vamos desapareciendo obedientes y calladitos para no volver…

La vida sin ella. Qué turbador. Inconcebible. Hasta terrorífico. Mira el día, y no a ella, que ya no existe en ese aire todavía fragante de mayo, o bajo la nieve reciente o acariciada por el sol desmayado de noviembre. Mira por esa grieta que se abre al futuro un  mundo que ya no le concierne, ajeno a lo que fue ella: una débil armadura de huesos y carne de final predecible, y todos esos que andan, desconocidos y serios, que viven y son...

Su ausencia que, ahora, sólo es un nombre: definitiva.

Todo su testamento es toda su vida de atrás. ¿Le importará a alguien?

Vuelve a montar su vida, la crea, la obra como un albañil bíblico, la hace de nuevo con materiales indescriptibles, sólo manifiestos en virtud de arte, sus figuraciones y trampantojos, sus terribles arengas o su poesía oculta.

Alza la trastería objetual, una suplantación irreal, irreconocible, irrelevante, irredenta. Un catálogo de antojos extravagantes.

La tinta de mi pluma es el hermetismo, una gama de colores inaudita, inacabable.

Persigo el número infinito, pues a nada representa y todo lo enumera, lo referencia y desmenuza minuciosamente.

¿A todo concierne?

Yo, soy todo.

(“El mundo, querida, se ha hecho cinematográfico”, le dije un día en el interior de un taxi, saliendo del túnel de Park Avenue. Aún me parece oír la sonora carcajada del taxista al pensar que lo mío era un plan hortera de seducción.)

Lo trascendente, el pasatiempo, a pesar de su nimiedad, debería ser la esencia de una vida exitosa. Esperar y creer. Y morir con la vista hacia atrás renegando de las naderías que ataviaban los días y los años necios.

En esa América de sonrisas blancas, misiles de plata que surcan los cielos inocentes desde sus graneros secretos bajo tierra, atuendos perfectos, el café humeante y el primer camel también humeante, de los desayunos de cereales achocolatados y mágicos elixires refrescantes debe transcurrir la historia que papá ha dibujado para vosotras, niñas: no salgáis jamás de las viñetas de Rockwell, las cosas bien hechas, como la Pontiac con madera en la carrocería y las bicicletas, azul una, rosa la otra, apoyadas a un lado del garaje, el diario recién impreso y doblado con su faja nominal sobre el pujante césped, la botella de leche a un lado del umbral de la puerta blanca con aldaba de bronce dorado que da acceso al reino confortable del hogar, sacrosanto interior todavía en la penumbra tenue del día que empieza, el cielo tiñéndose de azul con pasmosa lentitud, la piel joven y tersa recién despertada de las muchachas entre cálidas sábanas, mórbida y tibia celada a punto de acariciar el mundo, de atraparlo, embaucarlo, ahorcarlo con sus piernas de seda… El cuento de nunca acabar.

Un día tras otro día, primavera, verano…

El aire fresco de estos primeros días de octubre ha disipado por completo la bruma del estío, la gasa a veces asfixiante que oprimía las gargantas de unos neoyorquinos andantes cabizbajos o altivos sobre el asfalto con carteras o bolsas en ristre, sin fantasías, contando los billetes, niños, jóvenes o viejos, sólo el pensamiento acuciante, la idea fija, los sueños por cumplir o irreconocibles, la ambición o ya la decepción final, que siempre llega, colma las últimas páginas de la fábula, el silencio… y la última noche.

“¡Eh, tú, hijo de puta!”

Una sucia piedad comienza a deslizarse desde los lacrimales de los ojos.

Un sonido gutural, irreprimible, delata una compunción fuera de lugar.

Se había dado la vuelta cara a la ventana, pero ella, la cancerosa, le ha descubierto a causa del gemido apagado, la sacudida de los hombros por el sollozo repentino e irreprimible.

“¿Qué demonios te ocurre, payaso llorón?”, le espeta la yacente incorporándose a duras penas, con el rostro encendido de indignación. Parece una llama de fuego alzándose de entre las sábanas blancas.

Él no contesta. No le invade la pena, es que se siente culpable de sobrevivirla, de saber que va a examinar cobardemente los  hechos y recuerdos que ella dejará atrás una vez expire. Será capaz de sacarlos en almoneda, de manchar su memoria con esa pluma de sangre negra que lleva clavada en la mano.

“¿Dos centavos por palabra?”

“¡Hecho!”

De nuevo, ella le mira con lástima.

“Sólo es una muerte… la mía. Tú preocúpate de la tuya…”

Que más tarde o más temprano asomará las narices por alguna esquina (y será la que menos te imagines).

Y rápidamente El Inquilino de los 30 metros cuadrados al norte de Queens cambió de actitud y hasta de máquina de escribir.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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