Todo lo suyo es un rastro, la pisada que el sol de después grabaría como a fuego en la vieja tierra adensándola con la dureza de la piedra. Y todo fue importante: el papel, la fotografía, el óleo, el dibujo, los materiales, el refugio, sus idas y venidas, la voz, la mirada del más allá todavía estando viva en el pasado y no en el futuro muerto, el film que la registra de un lado a otro, indefensa y en ciernes, o hilando, Aracne, la aviesa arquitectura de una historia inmortal.
Anduvo de trucos con
la materia. Lo presente siempre del oxímoron: materiales duros que devendrán
polvo; los líquidos que se tornan sólidos para desaparecer de nuevo:
evaporándose. El lujo de lo antagónico: inmortal el arte, de manera que te
encarno en lo prontamente podrido, una generación y adiós, a la basura o a la
vitrina blindada en el pasillo museal (o sea, a la nada). En la materia de su
opción anidaba sutilmente la predicción: pervivirás no más de quince años. La
tierra se cansa, el material se muere, el sol se apaga, los cielos se
resquebrajan. Ese predictivismo engalana tu obra del mito y lo sagrado, lo
elevan a lo alto de todas las religiones.
“Es oro líquido”. Y
del crisol adoptó la forma del ave. Labraba milagros, cincelaba las mejores
armonías objetuales: y nada de vocabularios seráficos.
Y aun con la escobilla
sobrante fabricaba obras no del todo desdeñables, dignas hasta de veneración,
pues sería una elegida (para lo bueno y lo malo) que los tiempos venideros
consagraron desde el mito y lo maldito. Arrebatarían, así, su trabajo y lo
integrarían en la cultura de la pena y el caos. Todo, con una gran sencillez.
En suma, una intimidad
al descubierto.
1969: lo espero todo.
Es la hora.
Naturalmente, el Santo
Grial se halla en sus manos, de él bebe, sacia sus extrañezas, apacigua sus
entrañas.
De nuevo suelta las
tenues amarras de su viacrucis. Es él quien va a la deriva. Pero la abandona en
medio del peligro, rodeada de incógnitas: detiene la andadura. Mañana más. Hela
ahí: en ominoso cliffhanger.
¿Cuál era tu bloque de
mármol o caoba donde se prefiguraba la altanería de artista, el modelo gestado
de la grieta o la veta?
Invisible: creo en el
vacío, nunca tuve los ojos de Miguel Angel.
¿Qué ha pasado con el
color?
Pues que ha
desaparecido.
¿Del todo?
No exactamente.
¿Se esconde?
En absoluto. Reviste
otras formas originales: el color de la madera, la grisura de la piedra gris,
el brillo del acero, las transparencias plásticas, el cristal del agua, lo
negro del mundo.
Veamos las formas…
tridimensionales, el discurso sostenido en el aire, ése será el nuevo soporte:
apoyado en el suelo, sujeto a la pared, pero al aire sus tripas, sus colores,
los contornos, la verdadera dimensión.
La calma minimalista
sólo fue una proyección desde la nada, el higiénico asidero desde donde el
cerebro se despojaba del enredo de todos los alfabetos inteligibles. Una vez
perpetrada la afrenta cuasi juvenil, pasó insensata y magnífica al otro lado
del espejo y empezó a gustarle lo que reflejaba
el Azogue Misterioso de su alma vacía de las palabras y las imágenes vulgares
de una realidad demasiado complaciente con una estética de catón.
Recuerda aquella
exposición de dibujos en la Stone: collages y acuarelas donde ella trazaba como
una hormiguita el caos que se avecinaba, el color como una traición a la forma,
la mancha que destierra geometrías, la sobra material como el metal precioso
donde enjaezar las cabalgaduras de la tribulación o el gozo tan efímero de los
días.
Tu tristeza antes del
tumor, querida, inesperada e indescifrable, sería (vamos a decirlo de ese modo)
idiopática. ¿O es que presentías algo?
Nada en absoluto.
Y fue mejor así.
Otra vez la
desesperación. ¿Por qué no estuve quieta como miles de millones de seres?
Quietecita, sin desafiar a los dioses. Por ejemplo.
Por ejemplo: haber
seducido a uno de esos tipos de la Bolsa, viejo y sabio, con un pin numerado prendido en el chaleco o…
maestra en Brooklyn o poetisa los domingos (por la tarde) o…
Viene L.P.: sin nada
en las manos. Sólo palabras.
Derrotada en el lecho,
enferma…: soy el espectáculo.
La mujer que ha de
levantar acta conoce de sobra el final; todavía más, sabe que es inminente. Y,
por mucho que lo evite, no librará de la biografía de la artista moribunda el
malditismo acechante ya en esta hora lánguida y en seguida clamoroso al año de
su física desaparición. No quieras creer de qué manera valida la muerte una
obra artística, todas las agonías.
Hay un ramo de flores
a la izquierda de la cama.
Postales desde España.
Míralo, empiezan a
comprender (coleccionistas, galeristas, especuladores de almas…), dice la
artista postrada.
Y Artforum.
La visitante
radiografía el momento, acrisola recuerdos para el futuro: la mirada de
enferma, las manos, la expresión de la boca, tal tono de la voz, los colores
terminales. Describirá los hechos.
El ramo de flores
crece, se expande.
Mentalmente: Hesse
trabaja en ello con los ojos cerrados, el corazón en un puño: ¿Cómo es posible
morir ahora? ¿Qué clase de estafa es ésta?
En el sumidero de la
historia del arte, donde andan trajinando los genios: la trampa saturnal que,
al cabo, se zampa a los artistas más indefensos, menos tramposos, más preclaros
y sensibles, más condenados, más muertos y… más queridos del mundo bursátil.
Desde el extremo de la
calle de febrero, helada y desierta a su alrededor, nada se ve más allá de unos
metros, todo lo engulle una bruma gris oscura, densa, de olor subterráneo, de
la que emergen hacia el escaso claror del cielo hostil unas manchas negras y
alargadas; aún así, poderosas, monstruos de piedra y acero.
O puedes volverte loco
una y otra vez bajo el El, sin saber que hacer durante todo el santo día,
encantado del torbellino tronante: hasta que descubres a los ángeles de Mahoma
danzando en los tejados.
La locura te abre las
puertas, como a los malos poetas.
Los únicos callejones
sin salida en todo Nueva York que yo sepa son el dudoso de Patchin Place, cerca
de la calle 10, tal vez el de Cortlandt Alley, al sur de Canal, y sin duda
ninguna el mío propio: todos los demás son mentiras cinematográficas.
Puedes vivir barato. A
elegir: edificio de apartamentos lúgubres sin ventana y sofá cama y minúscula
cocina llena de bichos sin ascensor pero con aire acondicionado o edificio de
apartamentos lúgubres sin ventana y sofá cama y minúscula cocina llena de bichos
con ascensor pero sin aire acondicionado.
(Bebes y comes en
vasos y platos de papel parafinado mientras te entretienes escuchando la ópera
de las cañerías de los apartamentos contiguos, los jadeos del amor sin lavar y
en plena digestión nocturna. Puaf.)
Puedes llevar una y
otra vez sin descanso un libro como tapadera de la olla podrida que es tu
cabeza.
“Lleva un libro…”
Bueno, no es un arma,
ni (peor todavía) una tarjeta de American Express con la que comprar
conciencias a la entrada de una galería de arte moderno o en las calles negras
de las prostitutas (también modernas) acuchilladas por luces de neón.
El frío y el miedo son
inconmensurables a esta hora desnuda del día rodeado de rascacielos sombríos y
fantasmales envueltos en la niebla.
Y otro día terrible,
árido, cuando se llena la boca de un sabor a herrumbre y el sonido del silencio
(que lo tiene) te aboca a una lucidez minuciosa y suicida, cuando el cielo de
plomo parece abatirse hasta la calle fundiéndote en su magma de grisura y
toxicidad, sintiendo la inutilidad de todo, cansado de soledad en una ciudad
que no da tregua (detente al dar un bocado al hotdog en medio de una de sus aceras pisoteadas por decenas de
miles de pies a las seis de la tarde interrumpiendo su camino y te enterarás de
lo que es bueno, gilipollas),
descreído de tu trabajo, consciente de todos los engaños, entonces descubres
que sólo tienes ganas de tirar la máquina de escribir al maldito cubo gigante
de la basura en el sótano, llenar la mochila de lo indispensable, cerrar de golpe
la puerta del sucio apartamento de Queens y acercarte a una de las deprimentes
terminales de Greyhound para meterte sin dudar un segundo en cualquier
autocar-que-se-dirija-a-cualquier-parte y simplemente vaciar el cerebro de todo
aquello que parezca un pensamiento mientras dejas la vista fija en el cristal
de la ventanilla sin mirar en realidad nada de nada del mundo que raudo,
impreciso e indiferente parece viajar hacia atrás dejándote tranquilamente en
el espacio del futuro sin recuerdos, sin alegría, sin nada entre las manos pero
también sin pena, sin dolor y sin remordimientos. “No creeré en fantasmas”, te
dices, “ni en genios malogrados, ni en mujeres traicionadas, ni en artistas que
hacen de lo terreno su material, ni en la
gran obra propia o ajena, ni en viejos sabios y doctos maestros que atados
a su sillón de orejas al final de sus vidas meten la nariz a hurtadillas en
revistas como Front Page, Criminal, Sado e Inside Detective sólo para cerciorarse del todo
antes de morir de que el mundo es un lugar cruel, apestoso y sin redención
posible y del que han hecho bien en escapar valiéndose de la muerte.”
Otros tipos acaban
todavía mucho peor y antes de hora: derrengados casi hasta morir con la
jeringuilla colgada del brazo bajo el olmo americano de Tompkins Square
mientras los adeptos del HareKrishna, sacudidos por la hipnótica mirada de
Abhay Charan De (a) Srila Prabhupada
y animados por la salmodia de sus mantras, se dedican a vender la salvación de
las almas y la concordia universal a todo dios: “¿Señor, quiere comprar un
folleto?”
Ella no ha tenido
nunca una experiencia proustiana: sólo pesadillas, malos sueños, la proximidad
de la mano de hielo. Y nunca acertaba a descifrar la profecía, su tragedia
griega.
Hare Krishna, Hare
Krishna, Krishna Krishna, Hare Hare, Hare Rama, Hare Rama, Rama Rama, Hare Hare.
(Letra y música del swami Prabhupada.)
Eras artista…
doliente.
La mejor atracción de
la feria.
Y, además, te ha
tocado el más grande osito de peluche de la tómbola: un tumor asesino.
Confesémoslo: es el
decorado más pertinente si es que de artistas hablamos, y además, joven y
hermosa, y…. prometedora.
Pero pervierten de
forma interesada la ecuación correcta: nunca fuiste artista doliente: eras
guapa y simpática, de ojos hermosos y risueños y llena de vida, ilusionada y
capaz…
La mugre romántica ni
te rozaría en tu avatar: la pestilencia de la estela de Van Gogh sólo te
enlodaría una vez muerta.
¿Qué significa tu
biografía?
Nada para comprender
tu obra, que se explica sola.
Tu biografía sirve
para saber quién eras además de artista, que importabas tú en el mundo y qué te
importaba a ti de éste.
Dejemos a salvo tu
obra de una naturaleza y una existencia rebosantes de mendicidad, desprecio y
malentendidos.
¿Saldrá adelante?
Tiene que conseguirlo:
está todo el día dándole al asunto. Algo ha de salir de ahí.
Tal vez no sea
suficiente con eso.
Ese interrogante no
debería resolverse nunca: es la única manera de ser feliz durante algunos años.
Mujer reconstruida: el
magnífico colofón de la barraca de feria: pasen y vean por cinco centavos a la
más fantástica mujer barbuda de la historia.
(Es rarita. Tiene el
síndrome de Diógenes metido… ¡en la cabeza!: ¡la de trastos que albergan las
habitaciones del cerebro!)
¿Y el cerebro, el
lugar de las ideas, el deicida antagonismo hacia la realidad?
Su panteísmo criminal
arremete contra el conservadurismo ideal más aconsejable. Lo ideático envilece
sus ideas y venidas, la elucubración sobre el posibilismo del basural matérico
la ha trastornado. Físicamente: mentalmente.
Voy a desenterrarte
con mis propias manos, expoliar de tu tumba el poema final que descansa sobre
tu pecho de damisela ultrajada.
Todavía nos debes una
obra.
Muda, serás un cerebro
muerto en un cuerpo vivo y dinámico.
Serás la mejor
escultura: un prodigio de tecnología puntera, de abracadabrante cirugía.
Soplaré sobre tus
párpados, recobrarás el aliento, reconstruiré tu polvo, te alzarás de las
tinieblas del féretro libre del sudario agusanado y fluirá tu sangre de nuevo
(roja, azul, negra, qué más da): una ingeniería minuciosa y feliz hará revivir
tus tejidos, los músculos y fortalecerá los huesos.
Ahora ya no nos bastan
tus vísceras y los despojos del cadáver para conformar lo inerte confuso. Ahora somos un poco más dioses.
Te pondremos de pie,
qué tremenda escultura, qué fantasma redivivo.
Nada de materiales de
inyección cancerosa y repugnante, aquello lo residual de talleres y
laboratorios letales.
Nos, trabajaremos con milagros cerámicos,
biomecánicos, biónicos, bioquímicos…
En tu caso, nos faltan
biomatrices, pero…
¿Cómo te vamos a
sostener?
Nos:
Con unas muletas
biodegradables y, entretanto, antes de su disolución y desaparición en el
interior de tu cuerpo, constituirán el armazón que ha de sostener el repuesto
de los órganos y apéndices muertos hasta su completa adecuación, alumbrarán tu
gemela interna, fantástica y química sin dejar de ser tú misma.
Los Tiempos Nuevos
vienen cargados de promesas.
Los medios procesuales
y materiales, los grandes actuantes del arte de nuestros días con rango de
categoría artística, ya están al alcance de cualquier charlatán de feria o
cualquier tipo con bata blanca, son una
realidad aún lindando el portento y la magia: toda regeneración acabará
siendo posible más allá de la prestidigitación, del engaño a los ojos.
Así, el muestrario
suntuoso e invisible de tu reencarnación: biopolímeros y metales sofisticados
mejoran implantes y endoprótesis, toda una ingeniería prometeica resucita la
muerta biología original, una biocerámica que recrea idéntica porosidad que la
osamenta primigenia, una siniestra arquitectura celular que repara y prolonga
la vida de los ojos, del esfínter, de las rodillas, de la uretra, del fémur y
el riñón, del corazón y la mama, del pulmón, el hígado y los vasos sanguíneos:
lo artificial y científico suplantan el misterio, replican un vocabulario y una
sintaxis acaso sin discurso.
Sal afuera, y anda,
Lázara.
Hela aquí, sin la
costra del sudario, que asoma el pescuezo de la oscuridad del Hades.
Aunque a trompicones,
anda, entre realidades se mueve.
Exhíbela a discreción
el tiempo que gustes.
Luego, ahórcala de
nuevo con el colon descendente, el transverso o con el bichejo de la tenia
libre.
El arte es una
proposición: no lo definas, su discurso expositivo se ha gestado con el
exclusivo cometido de persuadir al espectador de su estrechez de miras, de su
infausta manía de insistir en la contemplación de referentes tan antiguos como
la túnica, la gorguera o el falso paisaje cezanniano encerrado en una
bidimensionalidad frustrante.
Eres el Mesías: misión
de embaucador iluminado: todo es y nada es lo que parece: pues parece que vamos
para atrás:
Durante las vacaciones
veraniegas buscaba monedas debajo de las gruesas tarimas del paseo marítimo de
Coney Island, en el suelo de arena acribillado por los rayos de sol que
atravesaban las rendijas y los agujeros de la madera, ella, la niña judía,
acaparando pobres centavos que brillaban como el oro.
Al fondo el sonido del
mar incansable batiendo la playa, las canciones de moda que propagaban a través
del aire cálido y marino los altavoces blancos, y el inmenso rumor de los miles
de bañistas como el júbilo detenido del largo verano.
¿Cómo es posible que
“aquello” condujera a la nefanda superchería del látex y la fibra de vidrio, a
los hierros más oxidados y alejados del brillo de oro?
La moneda de la
suerte.
Tanto en su anverso
como en su reverso… ¡Siempre ganas!
¿No te hubiera gustado
pintar un hermoso paisaje, trazar mediante el esplendente mármol las formas de
la ninfa…?
Oh, no. Desde luego
que no.
La representación…:
Tal es la trama del
arte de la que ella tan alejada se siente:
Todo prejuicio de la
naturaleza que fuere, es una censura contra la novedad.
“Que entren”, dijo:
Jewish Museum.
Artistas Escogidos.
Primer estante a la
derecha: A-I/J-R/S-Z.
Y subiendo: un 10%
semestral.
En diez años
duplicaremos los precios.
En veinte años (2000)
llegaremos al millón de dólares.
A partir de entonces…
“Se trata, caballeros,
de una artista muerta, de una artista joven, bella, inteligente y muerta. Las
circunstancias son las adecuadas. Es, por así decirlo, el curso natural del
mito.”
¿Conectada a qué?
A toda la brujería del
bosque sumido en la niebla primitiva, pero también al nuevo reino del material,
la urbe, la creencia y el ideal modernos. La suya es una cultura de la promiscuidad,
de la yuxtaposición de lo creíble con lo antiguo del enredo metafórico. Reina
sobre esta otra selva de piedra y acero que si artificial, abusiva y
heterogénea no es tan distinta de aquélla prodigiosa, mágica, natural y llena
de misterios y oscuridades cuando el fuego y la pintura en la profundidad de la
cueva.
Hace un uso heráldico
de la composición: pero no importa el tejemaneje, las variantes múltiples que
embrollen el primer modelo, el original. ¿Y si la cuerda no cae del modo
debido? Pues que caiga de un modo indebido: importa la cuerda.
Antes se dejaría
romper un brazo que “echar una de sus razones, por fútil que fuere, a los
perros”. Se bate con argumentaciones de toda índole, y es temible. No deja el
menor resquicio donde pueda colarse la controversia: una hipotaxis excluyente
que te deja inerme y contra la que podrías darte de cabezadas hasta abrirte el
cráneo.
1969: pero en todo
momento ha huido como de la peste de las arengas de la vociferante Bella Abzug
(dale la razón y sigue tu camino).
Aquella niña miraba al
ojo de la cámara como viendo el futuro, como desentrañando del cristal
brillante y negro los sucesos que iba a vivir, las personas que conocería,
todas las imágenes del mañana que se escondían detrás de ese artilugio capaz de
robar al tiempo una escena ya irrepetible y muerta pero tan auténtica y creíble
como la niña que era y que en ese mismo instante aguardaba con la sonrisa en
los labios aún inocentes el chasquido del disparador.
Veía luego las
fotografías, lo fabricado en una décima de segundo por la cámara: de modo que
eso era el tiempo, y eso era ella.
Un dibujo cabal del
concepto.
Lo invertía: ese
sonriente manchón blanco y negro y gris a duras penas expresaba la enorme
complejidad que se escondía debajo de la falda, más allá de la carne,
circulando invisible en los torrentes sanguíneos, subiendo y bajando entre los
escollos de unos órganos y sustancias que alimentaban tan sólo lo visible, lo
físico.
Ella era un millón de
veces más difícil de dibujar que el “boceto” fotográfico que atestiguaba una
apariencia sin duda fiel e inequívoca pero insulso.
Descubrió, entonces, la vacuidad de la
representación: el pensamiento debería carecer de una forma predeterminada,
incluso reconocible.
El pensamiento era el
objeto.
Trabaja con una mano;
la otra sostiene un sándwich de pollo que mordisquea de cuando en cuando.
Anot. (c. 2/1961): Ha leído el breakfast de Capote.
Pero ella nunca quiso ser Holly Golightly, falsa
e inútil y es posible que completamente idiota.
Subrayó algunas frases
(solíamos ir al bar de Joe Bell en la
esquina de Lexington Avenue unas seis o siete veces al día, no para beber, o al
menos no siempre, sino para telefonear…) y encuadró y además subrayó
con tinta verde un pasaje: el rodeo que dan ella y el escritor en ciernes para
evitar el zoológico con los animales enjaulados y que tan difícil de soportar
le resulta a la chica.
¿Qué piensa del tipo
que escribe?
Lee a Simenon. Eso ya
es una garantía siendo un… novelista norteamericano.
¿Cómo puede un
auténtico escritor interesarse por una chica que tiene un gato, toca la
guitarra, pronuncia merde y se lava
la cabeza sólo cuando hace sol? Además canta tonterías como viajar por las
praderas del cielo y ripios semejantes.
Amigo, eso sólo ya
vale por un montón de chicas aseadas y… tediosas que, sin duda ninguna, nunca
se tomarán un par de “manhattans” seguidos ni tres cócteles de champaña sin
desplomarse al suelo.
Qué tipo… Un enano que
no vende nada de lo que escribe y encima tiene la indecencia de publicar en una
revistucha universitaria que no tiene la menor intención de pagarle ni un
centavo por su trabajo.
Ella no lo hubiera
consentido, se rebela ante eso: es judía, respeta demasiado su trabajo.
(Cada día es una
rebelión, chica.)
Al final, él vende dos
cuentos y se queda con el gato. Aunque su poco talento aún da para mañas: ha
reemplazado los rieles del travelling
por una silla de ruedas.
Ella ahueca el ala.
Fin.
¿Conectada a qué?
A un tubo, a una bolsa
con potingues destructores, a una bomba de oxígeno, a una terapia teatral.
La artista desfallece.
Acrecienta valores
hasta ahora invisibles en su obra.
La artista se disuelve
en un encogimiento tenebroso.
Pero de ella, de ese
residuo, algo nace, criaturas inanimadas que llaman la atención.
¿Cuál es el valor del
arte?
¿Qué vale una de tus
obras?
El asunto no es
baladí.
Y, sin embargo,
existen unas reglas, un ordenamiento que fundamenta el justiprecio, esa
plusvalía de la pasada confianza en algo nuevo y extraño y, en consecuencia, en
aquel tiempo desnudo de referentes, proclive al riesgo, a la pérdida o al
chasco humillante transcurridos los años. Quien fue valiente arriesgó. Es
lícito, pues, recoger dividendos no sólo basados en lo meramente especulativo:
un conjunto de ecuaciones y operaciones sensatas determinan el valor dinámico de
las llamadas obras de arte más allá del sufrimiento, de la anécdota, de la
biografía del artista con el estómago lleno o vacío.
Empieza el baile:
¿Cuál es la medida de
su valor?
Tendremos que tasarlo:
he ahí la solución que ha de devenir el mandamiento: contemplaremos la unidad
de su medida, el conocimiento del mercado (para todo lo hay: hasta para el
riñón del hombre enteco y pobre de Bombay, Dhaka o Bamako que sucumbe a la
desesperación ante el hambre de los suyos y se vende a trozos), las variables
posibles del valor y sus residuos fenoménicos, los procedimientos
determinantes, empíricos y de otra índole para proceder con cordura.
¿De qué depende el
valor? De quien tasa, de quien vende, de quien compra.
¿Existe una teoría del
valor de la obra de arte? ¿Una vara ontológica, fenoménica o de otro orden
sistemático?
Existe un valor de
coste, de producción, de transformación, de capitalización…
Existe el precio, algo
tangible y por lo demás definitorio:
si alguien paga lo que se pide, aquél, el precio, deja de ser concepto y se
transforma en entidad: en nuestros días el material (el dorado y la madera) que
enmarca uno de los cuadros de Van Gogh vale más que en su época todos los
metros de lienzo juntos que embadurnó el artista.
En cuanto a la
plusvalía, si el mercado no falla: existe la oferta y existe la demanda: esto
determina el valor de cualquier cosa: el bocadillo de atún, el cuadro o la
estatua y un viaje en ferrocarril.
Y, ahora, respecto a
la obra de arte, ¿podríamos hablar de los parámetros de orden cualitativo?
Querido amigo, una vez
la contemporaneidad alejó de lo artístico la referencia de lo representacional,
lo paradigmático y su posterior ponderación, nos hallamos en el País de las
Maravillas de la mano de Alicia y su estrafalaria cohorte de divertidos y
atrabiliarios personajes.
Sabemos lo que es una
obra de arte contemporánea porque sabemos su precio sin que otras
consideraciones canónicas nos distraigan de lo verdaderamente esencial: su sola
contemplación sin instigaciones.
A rodar.
Hesse, ¿Qué hallamos
en tus obras?
¿Sinceridad, emoción,
poesía, sensibilidad, ingenio, inteligencia, sentimiento, perspicacia,
clarividencia, trascendencia, cultura, estilo, personalidad, invención…?
¿Belleza? ¿Fealdad? ¿Estética?
Seven Poles:
Fibra de vidrio,
polietileno, hilo de aluminio.
Nueva York, mayo de
1970.
Siete palos, erectos
por la fibra de vidrio, viscosos por el polietileno, cuelgan desde lo alto
sujetos por hilos de aluminio hasta caer sobre el suelo. Tienen, aunque
vagamente, forma de “L”. Las texturas de la superficie son rugosas, de acabado
irregular, casi toscas, se diría que indeterminadas y provocadas, más que por
la manipulación de la artista, por el azar y lo casual advenido durante el
proceso. Nada parece definitivo ni perfecto en esta obra de palmaria
simplicidad compositiva y cuya irracionalidad aparencial no niega, por otra
parte, íntimas y dolorosas correspondencias en la sencillez de su discurso con
el sentir de la artista (moriría quince días después de darla por terminada).
Su compra, ¿genera
desconfianza en esta primera hora? Su misma singularidad, burda y repelente,
parece disuadir de la adquisición a cualquier coleccionista. En fin, otros
guarecen caballos vivos en el interior de pulcras galerías de arte: nadie va a
comprar ninguno de esos caballos a su “encantadora hijita Nancy en el día de su
cumpleaños”.
¿Acaso es un objeto
vendible?
(Por supuesto… si
hablamos de dinero.)
Lo es si lo dictan los
datos del mercado: éste hace asimilable todo tipo de magníficas extravagancias,
sus apariencias, sus materiales, sus contenidos.
La tasación es el
principio de su autenticidad, bondad artística y recorrido especulativo.
¿Puede ser falsificada
la obra de arte moderna?
Hesse: cientos, miles
de falsificaciones… no de sus obras, de la misma
artista, de igual forma que existen diez o doce millones del hombre y
artista Vincent van Gogh falsificados que andan por ahí con una paleta y una
caja de tubos de pintura sin sufrir el sol del mediodía de julio, el estómago
vacío, la humillación, la soledad de la noche… Sin firmar el contrato
definitivo: la locura y el pistoletazo en el pecho. Y, encima, pobres diablos,
pintan.
¿Cuánto tiempo supuso
la realización de Seven Poles?
¿Medimos en horas?
¿Medimos en…
espacio-tiempo?
Ella piensa; es decir,
trabaja: imagina, elucubra, da rienda suelta a una imaginación cuyo producto
siempre resulta arduo y fatigoso. Se impone, en consecuencia, remunerar esa
actividad no por invisible menos determinante: las ocurrencias tienen un precio
inexcusable.
¿Cuántas horas dedicó
a una concepción que hasta su misma materialización sólo surgía de las
mortificantes idas y venidas por un cerebro embaucador, atrapado y oscuro entre
las paredes craneales?
¿Utilizó dibujos
previos, bocetos anodinos, maquetas laboriosas?
¿Existieron consultas
de otro tipo?
¿Se recabaron
opiniones, pareceres, disidencias?
¿Hubieron de pasar
muchos días durante la elección de los materiales? ¿Cuál fue el coste de su
compra? ¿Se llevaron a cabo desplazamientos a lo largo y ancho del Bowery en su
búsqueda? ¿Se reseñan gastos adicionales (la copa obligada en un encuentro
casual, una comida de trabajo)?
¿Se registran
imprevistos (la compra caprichosa estimulada por el escaparate vil durante las
correrías)?
¿Se adquirieron
instrumentos adecuados para la ejecución de la obra?
¿Se contrataron los
servicios de algún profesional o taller especializados en tamaños menesteres?
Las perversiones
artísticas no deberían andar lejos de una sexualidad liberada del tabú o la
inmensa falsedad de una decencia que termina desexualizando al individuo. Una
moral equivocada redujo al cuerpo a la mazmorra del miramiento cuando debió ser
siempre un instrumento para el placer en alianza con un pensamiento libre y
reflexivo.
Nada en el cuerpo es
culpable. No hay pecado original. Y todo en el arte es sensualidad: una mujer
artista vendió su virgo.
Nada en la creación
fue susceptible de corrección: lo adaptable sólo exigía tiempo, nada había de
predeterminación.
He aquí, por tanto,
que un arte pródigo exige la desinhibición absoluta: un arte de los sentidos
que no repugnara de lo racional, la emoción
corregida por la regla llevada al paroxismo: ninguna regresión debería ser
contemplada ante el vacío y la angustia de un cuerpo único y consciente,
irrepetible, desnudo, vulnerable y finalmente destruido frente el mundo y su
destino cósmico con fecha de caducidad.
En un arte Hesse, en
una vida Hesse, la creación es libre, el cuerpo es libre. Los modelos son
inexistentes, las reglas adánicas, sin dioses y regulaciones, sin el castigo o
la pena.
El arte como campo de
batalla: extraer del imaginario de lo desconocido la metáfora del mundo o del
propio suceso de uno mismo (sus avatares y ganancias) a palo limpio.
La única locura en
este arte sólo es la liberación, la rebelión mítica. Y ello conduce a la
transformación, a lo provocativo, el retorno a lo instintivo en una nueva noche
de los tiempos.
Ella, la taimada kibitzer, sobrevolando las realidades
terrestres, entrometiéndose en mil historias, paralizándolas en forma de arte
con materiales muertos, pronto putrefactos y, al cabo, disueltos en el polvo de
la nada terrestre: era su misión.
Y, no obstante, existe
un deseo órfico en ese heteróclito conjunto de obras, este diablo cojuelo que
levanta los techos de lo visible ansía derrotar a la muerte mediante el
subterfugio de la ilusión, de la magia dominguera del siglo XX que sucede y
prolonga las tareas de Vermeer de Delft, Velázquez, Van Gogh y Picasso.
“Aunque, no se fíe”,
previno. “Después del puñetazo en los ojos le querrán quitar la bolsa.”
Siempre van tras ella,
los mercaderes de hombres: una religión llena de cepillos donde guardar a buen
recaudo las monedas birladas a los otros.
Entretanto, la
artista, con las mangas de la blusa arremangadas por encima del codo, la boca
abierta y los ojos espabilados chapotea en la estética de la irrealidad,
esculpe con la imaginación y labora con la disposición y el uso extravagantes
frente a lo utilitario y funcional realistas. Lo estético riñe con correcto,
aparta a manotazos aquellas de las ideas que puedan hermanarse con la geometría
milenaria del orden cotidiano, la línea (el garabato imposible) platónico y
equilibrado, pues el arte es la libertad absoluta de los sentidos, y ella, La
Reina de lo Intuitivo, así lo cree, y en su mente libérrima baraja las cartas de
Las Leyes al Tuntún.
¿Dónde está la razón?,
se pregunta escéptica.
No se cree la razón.
En ese momento, ya
tiene ganada la partida.
Respecto al Diario…,
dijo.
Sólo salpicaduras, manchitas en las grandes
hojas de los días, una ingenuidad bien que justificable a causa de lo extraño
de ese terrorífico e inaceptable maridaje del pensamiento con el saco de
huesos, vísceras y sangre que es el cuerpo: fábrica de traición, de dolor y de
muerte.
Quizás no hablamos de
una secuenciación íntima, sino éxtima,
un diario de sucesos visibles y sufridos, el goce pero también la tortura del
cuerpo, las humillaciones, la perplejidad ante la nada, la mueca difícilmente
reprimible del miedo.
A fin de cuentas ¿qué
es un diario? Sólo jirones, un sustitutivo incompleto de lo que vemos, pensamos
y sentimos… El decorado y los adornos de un ego estúpido: estamos condenados a
desaparecer y lo que dejamos atrás será nada más que antigualla o las cenizas
patéticas de quien se creía la más bella del bosque: palabras probablemente mal
escritas.
Cae la piedra: sueña:
hacia arriba.
Un poema de Wallace
Stevens. El cuento de Parker. El cuadro de Gorky. Los seres sombra de Giacometti.
En dos años: aprender
francés, ducharme con agua fría siempre
y mirar a los ojos de los demás mientras hablan en lugar de sus bocas de
tenebrosa hondura.
Todo cabe en el Diario.
(Aunque no lo escriba;
pero con la pluma en la mano, lo piensa.)
¡Y jamás una flor
seca, de pétalos quemados y aplastados entre sus páginas!
¿Qué pasa si acaba el tiempo… sólo él, no las cosas
ni la naturaleza, ni nosotros mismos?
Salinger: orígenes: un
judío taciturno, quizás.
Una mancha: partir de
ahí: empieza a hablar, pronto adopta su forma, se delinea, parece salir de la
pared, ya es.
El viento de Nueva
York: aúlla entre los edificios, zarandea los árboles… Un gemido interminable,
enloquecedor, invisible…: amenazas, duelos, la crispación latente, el miedo
soterrado que la furia del aire saca a la luz.
Ciudad agrietada que,
al dejar escapar humos y vapores, nunca cesa de mostrar la vida oculta y
misteriosa del subsuelo. Una Nueva York subterránea e inquietante.
Noviembre, por
ejemplo.
11.11.1968: frío de
veras.
15.11.1968: en el aire
una ciénaga amarilla.
16.11.1968: la niebla
atrapada en las copas de los árboles en Central Park.
17.11.1968: la luz,
gris; luego, la lluvia cae suavemente y hace brillar las aceras, las chapas de
los autos.
21.11.1968. Postal de
C.A.: en tierras cálidas. Caligrafía en mayúsculas, bien claras, sin enlaces.
No desea malentendidos. Curiosamente, al contrario que Sol: letra minúscula,
enrevesada, despeñándose de las líneas, alzándose como las rayas de un electro,
yendo de un lado para otro…
24.11.1968. A
mediodía: nubes en el cielo, claroscuros, relieves. Una orografía marina.
Y la turbiedad del
pensamiento a medianoche.
El jazz es una
improvisación: una inconsciencia a la que el sonido, a despecho del
instrumentista, termina organizando. Organiza el caos. (¿No querría yo hacer lo
mismo en mi obra?).
El misterio es lo que
no vemos. En el universo todo parece extremadamente sencillo. Sin misterios,
pues todo acabará revelándose con el tiempo: como toda materia que al final no
puede ocultarse a un examen. El sol, una estrella, sólo es una bola inmensa
consumiéndose a sí misma. Es así de simple. En términos científicos: una
combustión, convierte hidrógeno en helio en una reacción inconmensurable.
Luego, se agota, enrojece, se hincha como un cadáver corrompido a punto de
estallar y se apaga. No hay más. El misterio: ¿por qué? ¿a santo de qué? ¿dónde
está la fábrica incesante de todo ello?
Dibujo porque me gusta el silencio…
Anotar los sueños es
estúpido, como crear recuerdos falsos.
En Rochefeller Center: Holden y ella: almas
gemelas. Exactamente él. No puede ser
otro. Patina con arrogancia, absorto en un vals que sólo él escucha. Un
Huraño En Navidad. Una apariencia de huérfano con poderes sobrenaturales.
Dudabas entre abofetearlo de inmediato o invitarlo a tu cama: ambos
pensamientos le excitaban por igual a la chica solitaria en busca de los
personajes de sus sueños.
¿Qué más?
Cuidado con ella, una persona llena de alarmas y
sensores, de antenas hipersensibles que ante la sospecha de la menor
contradicción hacia sus deseos, creencias e intereses suelta la lengua con la
velocidad con que el áspid se lanza a morder.
Nunca más un diario.
Si acaso, las notas, una cronología de visiones
fugaces de la mañana o la tarde, nada del pensamiento de la noche.
Joven y prometedor
artista, rico y confiado: “Soy pintor”, dijo.
Lejos del sol:
su estudio es una
estancia subterránea sin ventanas a la que se accede bajando una escalera de
piedra desde la calle: Park Avenue con la 105.
Debajo de una
estantería repleta de lujosos y grandes libros de arte: la réplica de un
minibar (atestado de bebidas) como los instalados en las habitaciones del
Algonquin… ¡Era pintor de caballete! A
otra cosa.
Como unas manos
grandes que cogen al vuelo el muñeco que es él, le sacuden el polvo de la
inocencia, a manotazos le libran de la capa pueblerina de su estupefacción, le
agitan en el aire para que caigan al maldito suelo de una maldita vez los
prejuicios y temores, las inseguridades, la convención y la extrañeza, y luego
lo precipitan al interior pantagruélico de la Gotham Book Mart, le arrean un
empujón como es debido, un patadón en el trasero y lo proyectan al interior de
la Gran Pirámide Llena de Secretos Ocultos en decenas y decenas de cajas
repletas de libros de segunda mano a 25 centavos cada uno mientras una voz en
las alturas le insta a que encuentre lo que busca desde hace años y años (R. Yeats
sonríe desdeñoso mientras le lanza directo a la cabeza el último libro todavía
con olor a imprenta). Sal del sueño, mentecato… ¡despierta de una maldita vez!
La Hesse que buscas se
halla entre tinieblas... es de tinieblas. Se deshará como el polvo entre tus
manos su materia fantasmal.
Estruja el paquete de
Pall Mall vacío mientras profiere una maldición.
Yo hubiera sido un
triunfador, o al menos feliz, en aquella Nueva York de luz de gas, como en el
París del XIX, azules y misteriosas capitales… No bajo esta maldita luz naranja
desprovista de todo romanticismo de las lámparas de sodio.
Los sesenta: también
empezaba a ser conocido como el tipo que dormía en los sofás: era limpio,
cortés e interesante.
Un tipo curioso…
etcétera.
“¿Sabes lo que
significa Häagen-Dazs?”
La vista fija en la
nada: la soledad de la calle ancha y gris bajo la lluvia en Queens.
Inmovilizado por una atonía que poco bueno ha de traerle: la máquina de
escribir se ha quedado sin cinta. Ve la calle mojada y sonora a pesar de los
cristales sucios de la ventana. ¿Voluntad para qué?
Sobre una de las
sillas: el libro de bolsillo muy usado del clásico portugués de siempre, de
páginas amarillentas, que lee Jennie estos días.
Nesta frescura tal desembarcavam
Ja das naus os segundos Argonautas,
Onde pela floresta se deixabam
Andar as belas Deusas…
… outras, co’os arcos de ouro se fingiam
seguir os animais, que nao seguiam.
Hay un personaje negro
que aletea a su alrededor. Nota su presencia, su sombra viscosa y densa, algo a
su espalda, a los costados, por encima de su cabeza, al ritmo de sus piernas,
latiendo con su corazón… Y a veces percibe su tacto, viola la piel suave. Pero
él nunca deja de andar.
Encerrado en sus
verjas imaginarias, El Hombre de los Parques se siente tan antiguo (pero sin
historia) como el jardín de Bowling Sreet… ¡Y encima dando vueltas sin ton ni
son!
En Ray: el premio
gordo: un Harper’s de abril de 1949: Down at the Dinghy. El librero
reprimiendo mal una sonrisa cómplice mira al sabueso durante unos instantes: ha
husmeado a sus anchas, ha elegido su hueso. Aguarda el mejor momento para
abandonar la librería, desaparecer en su cubil e hincarle el diente a gusto a
esas páginas. ¡Que se alimente de eso!
(Y de galletas de
jengibre.)
Era una mañana
transparente y fresca en los inicios del otoño, de perfiles nítidos y líneas
claras, como en las viñetas de una historieta infantil.
Todo debería ser
diáfano. ¿A qué complicar las cosas? Es de día y es de noche… La Tierra gira
sobre sí misma y rueda alrededor del sol. La Tierra es un planeta y el sol es
una estrella. En el Universo hay muchos soles, miles de millones de ellos, y
miles de millones de planetas que circulan en torno a ellos y que,
probablemente, la mitad estén poblados por seres vivos (vaya uno a saber
provistos de qué formas y en qué estado de evolución). El aire dorado que tan
levemente le acaricia revela unos colores prístinos, como recién hechos, o
fuera de la caverna, en el exterior donde pululan plácidamente los dioses.
Pero…
El Hombre de los
Parques lleva una sospechosa bolsa de papel en una mano y un par de libros en
la otra. Camina ceñudo y pensativo. En su paleta interior la espátula de la
lengua amarga ensuciaba los colores, su ánimo funeral y obsceno hacía de esa
mañana algo turbio y graso, impuro.
Ha tomado asiento en
Central Park, a la orilla de The Lake y puede ver sobresaliendo por encima de
las copas de los árboles las crestas y algún pináculo de los edificios de la
parte de Central Park West. Aparta a un lado el Hamsum y el Portable Faulkner de Cowley (bonita combinación).
Durante unos instantes deja que los cálidos rayos del sol se viertan
pacíficamente sobre su rostro alzado. Luego, baja la cabeza y detiene la mirada
en sus botas de piel vuelta viajeras y a punto de arruinarse por completo, abre
la bolsa de papel marrón y empieza a dar buena cuenta de bagels monstruosos rellenos de muy diferentes cremas y todas ellas
muy nocivas y unos muffins claramente
homicidas a juzgar por su aspecto.
El cuadro se había
roto en cuanto decidió entrar en El Parque Inocente donde los niños sueñan y
juegan y la aperreada gente trabajadora de Manhattan corretea y haraganea bajo
el sol los domingos y fiestas de guardar.
Era una mañana… sucia.
(¿Pero te habría ido mejor de judío? A estas alturas irías por el mundo
circuncidado como un beduino.)
Pasan los días:
“Recuerda que eres mortal”, había adivinado este maestro del tres en raya en la
lápida del cementerio Trinity.
Lo que me enternece de
los tipos que se ganan la vida escribiendo es que ejercen un oficio que nadie
les enseñó, y algunos de ellos hasta logran cautivarme por el modo en que lo
hacen. (Yeats: 22-3-1987).
Ante la obra, el
libro, la música:
“No nos ahorres
peligros, pero sálvanos de todos ellos.”
Del cajón sale un
manojo de pelos, un clavo maltrata uno de los lados: sugiere una violencia, y
la tela sucia del suelo algo vicioso.
He ahí la obra.
Cuidado con el
personal de la limpieza: ¡No Touch! ¡Achtung!
Otrosí: deterioro, los
días que no pasan en balde. Y ya se sabe con los materiales modernos, tan
pronto caducos: al contenedor.
Procedamos a su
restauración meticulosa, deferente con las verdaderas intenciones de la artista
prodigiosa dueña de la invención:
Un cajón de madera
vacío (pino), unos cabellos (sin especificar), un clavo (heridor), un trapo
(manchado).
Poca cosa. No será
difícil su instauración. Con la fotografía en una mano, con la otra en un
pispás erigimos otra vez la obra esencial del arte del siglo XXI.
Y es todo, nuevecito:
pues nos libramos de reparar sargas (tan delicadas) o linos maltratados por la
humedad y el descuido, salvarlo de repintes y revestimientos y/o barnices de
poliéster, reentelados, feos grumos, indeseados abultamientos… Esta divertida
restauración nos exime de todos aquellos
estudios previos que revelaran autoría y datación (maneras, estilo definido,
firma escondida en algún ángulo oscuro de la tabla o el lienzo) por medio de
tediosas macrofotografías, radiografías, reflectografías infrarrojas y el
análisis concienzudo de los pigmentos y adherentes.
Un
cajón, pelos, clavo, trapo. Para soporte de una idea, ya vale.
Sin
firma de ninguna clase.
Esa
fue la obra.
Esa
es la restauración.
©HESSE,
Conceptos Intercambiables, 1971 (obra póstuma, la que más juego da).
Si ella hubiese sido
rica… a lo mejor. En fin. ¿Pues no se producen todos los días milagros en
alguno de los templos del Sloan-Ketterig?
Haber empezado por el
principio. Haber pintado un cuadrito inmortal, imperecedero, inolvidable…, algo
semejante a un poema capaz de enardecer multitudes y vaciarles sus bolsillos (si quieres hacerte rico, escribe para los
pobres), unos versos a lo Emma Lazarus: … “¡Dadme al desamparado desecho/
de vuestras rebosantes playas!”, proclaman a los cuatro vientos las 30
toneladas de cobre oxidado al recibir, antorcha en mano, a los desheredados y
parias de allende los mares que a duras penas alcanzan exhaustos la orilla.
Una razón de ser: he
aquí los fundamentos:
Es, dijo uno (o una) con la copa en la
mano, bañado/a por la irreal luz de los 100 vatios, rodeado/a de periodistas
escépticos, espectadores y otras gentes de pelaje artístico y/o comercial. Ella
ya estaba muerta. Deambula el Testigo entre los figurantes de la plástica
necrofilia. La exposición escatológica, por ejemplo: Eva Hesse: A Memorial Exhibition (Solomon R. Guggenheim, Nueva
York, 1972.)
En realidad (es decir,
en cierto modo, lo que parece, lo evidente…)
es que la artista se halla por encima del Objectum.
Digamos que el Subjectum sustancia la
morfología de esa biología pensante en forma de trastos: dirige la
construcción/disposición matérica en todo momento (diga lo que diga ella para
marear la perdiz), el fundamentum de
estas esforzadas maniobras es el sujeto, espectador/quien
contempla, a su cerebro va proyectada la bala: la obra es el Mac Guffin. La eidos que esconde la turbamulta del objeto, lo efímero, es su
verdadero arte inmortal.
En el fondo, no es nada romántica.
No va pintada, a pesar de ser
bonita: otro gimmick.
Es una lógica, le
aterra lo inductivo.
Duda: dilemas:
trilemas. Todo es un enigma. Incluso los sentidos lo son. Si se ve ella misma,
se aterra de su poquedad, de lo azaroso de su existencia: ¿podría trasladar su
pequeñez criminal a lo universal? ¿Su obra es el testimonio de una experiencia
particular?
Más a gusto se siente
lejos de la heurística y laborando inmersa en algún proceso lógico.
La Hesse deductiva
hurga y roba del mundo para amontonar su pequeño castillo de arena: sigue
siendo la misma niña de Coney Island que vigilaba con el cubito azul y la pala
roja en las manos artesanas que nadie pisoteara las almenas de su castillo de
arena dorado por el sol de la playa y acariciado por la brisa.
Y, sin embargo, el
azar…
Todo es la realidad
del mundo. Por mínima que ella sea, es un apéndice irrebatible de él.
Albers, dios
encorbatado y pulcro de la razón, acompañaba a Hesse a la puerta guardando
todos los miramientos, a pesar de su repugnancia por lo altisonante y
desbarajustado de la obra en ciernes de la artista condenada. Cerraba el docto
profesor y artista meticuloso tras de ellos con siete llaves el despacho
tutorial rebosante de libros, mesura y ordenadas geometrías coloristas
enmarcadas: “Hágame caso”, dictaminaba, “no se deje embaucar por la mera
eufonía del caos, nada de ese desorden debería complacernos… Es una trampa
saducea.”
Lo decía él, que a la
misma edad que ella contaba ahora, de estudiante pobretón por Weimar, recorría
las calles y basureros con una mochila al hombro y un martillo en la mano en
busca de cristales que romper; lo decía él, aprendiz descuidado de Moholy-Nagy,
y más tarde, poniendo tierra por medio entre los nazis y él, oscuro profesor
del Black Mountain College, en lo más rural y boquiabierto de USA, hasta que
recaló en Yale y se dio de bruces con estudiantes-Hesse, afanosas de lo por
venir.
Cobardón a ella se lo
decía, a ella temeraria que sentía las células revoltosas y rebeldes de su
cerebro en plena correría, de aquí a acullá asesinándola, aprendizas de
saltimbanqui criminal.
Desde lo alto del
magisterio impecable, la corrección y la frialdad del sacerdocio edificante,
encubierto por la discreción acusadora, la mira con pena mientras ella
desciende al abismo de la entropía por derecho propio, rauda como el brillo del
cuchillo.
El hombre respira
teoría, cientifismo. La suya es una razón bien desvelada, nada de sueños ni de
monstruos: la mente sabia, el ojo alerta, la camisa bien planchada, todo bien
programado, lejos del chafarrinón.
Ella bajaría al
infierno de las analogías, del símil indescifrable por la hondura de sus
raíces. Perfecto juguete para el ajedrecista Duchamp.
Manoteaba en las olas
del caos. (Pero es el caos el que nos mantiene erguidos, complejos, dinámicos…)
¿Pero cómo diablos
llegar a conocer esta ciudad?
Hazte con la AIA.
Un día, harto de la
escoria, de no verla ni siquiera entre las ruinas del óxido, renuncia a seguir
buscándola y coge un taxi junto la terminal de autobuses en Port Authority,
casi en el fin del mundo. Son las seis de la mañana. Aún no ha amanecido, pero
ya se vislumbra algún jirón gris por encima del río, mirando a Brooklyn. Le
dice al tipo maloliente y sin afeitar que conduce con infinito cansancio que le
lleve a Central Park. Una carrera limpia, recta, sin tráfico a esta hora
temprana y fea. La Sexta Avenida, Rockefeller Center… sólo sombras sobre las
aceras, luces rojas vertiginosas, luces amarillas y blancas en la gélida hora
de un amanecer que, acerado, se afila como una cuchilla frente al nuevo día.
Y amanece poco a poco,
aviesamente. Tumbado sobre la hierba fría, inhóspita.
Dejará que los rayos
del sol, si es que vuelve de veras, le infundan calor durante toda la mañana.
Está en espera
expectante, como los cuáqueros.
Las doce. Mediodía. Ya
hace mucho rato que la luz benéfica lo ha invadido todo. La hora de la
hamburguesa y la pizza, la mostaza y la salsa de tomate, el Martini prohibido o
la copa de bourbon pecadora. Vuelve al sur. Hace cola tras una docena de
oficinistas y mecanógrafas en un puesto de perritos calientes en la esquina de
la calle 38… pero el carro, con sombrilla azul y anaranjada, está abandonado,
al vendedor no se le ve por ninguna parte. Ni él ni nadie se mueve de la cola
bajo los grandes árboles de mayo: mientras esperan, sienten sobre la piel la
caricia de una brisa marina y cálida que les hace entornar los ojos.
En algún lugar de la
isla, se encuentra ella. No puede escapar. Acorralada por una maldición que no
entiende.
Es una bracera del
alma, ahonda en esa porción de amalgamas y yuxtaposiciones de lo que no se ve y
que es imposible representar con la sombra y la silueta platónicas. Y el crisol
de donde extrae la leyenda humea dolorosos venenos:
Hela ahí, en El Taller Prodigioso, con el hábito
pringoso de las revelaciones.
Extrae la pócima
sacrílega, reta a lo desconocido, blande la espada contra los más formidables
enemigos de la convención y el plagio en pos de la piedra filosofal de lo extraordinario,
lo oculto, lo real lejos de la
mimesis.
¿Qué otra cosa podía hacer? Su lenguaje es el de
una Eva recién despertada aún con legañas en los ojos, maravillada por un
paraíso donde a todo había que ponerle nombre, todavía todo coloreándose, sin olor...
Sabe lo que le espera:
“Por Dios, que no sea demasiado rápido. Sólo quiero un poco más de tiempo…”
Ni hablar. Ya sabes cómo se
las gasta Yahvé el Iracundo: a cuchillo, a sangre y fuego celebra degollinas,
se complace en carnicerías y mil sacrificios, quema su cólera la pobre piel
humana de niños y mayores, por no adorarle, por no postrarse de hinojos frente
a él, el Sapientísimo, el Único, el Hacedor de Todas las Cosas:
“¡Tú, ángel negro, espíritu
desafiador, príncipe de las tinieblas, enemigo de principiados, criatura caída,
¿pretendes corregir las formas de mi mundo, el espejismo de mi ideal, mala
bestia del averno?!”, le brama al oído ensordeciéndola.
No hay compasión: sólo eres
un ser humano, otro más, ninguna prevalencia calculamos en la hora de la
muerte. No importa lo que hayas hecho o vayas a hacer, el día no se detendrá ni
acelerará su curso: eres solamente otra,
una más: mira atrás, todos los miles de millones de muertos, no eres nada
distinta a aquellos experimentos que a lo largo del tiempo devinieron fracaso o
fortuna en la ciega naturaleza…
Desde la cama entre
miedos y delirios, sumida en otra pubescencia, donde las aviesas e implacables
aguadas de Arthur Rackham que enriquecieran tantos sueños y desvelos allá en
los años infantiles han sido sustituidas por el terror concreto y físico debido
a la cruel finitud que entraña la dolencia que le ha tocado en suerte, imparte
instrucciones a dos de sus pasados acólitos del verde, hermoso y venerable
Yale, donde ella nunca volverá a poner los pies, y con su sola mente y el
auxilio de los ojos enhebra la obra prometeica como una Aracne que ya desafiara
desdeñosa y altiva a todos los dioses, perpetra la sin par rebelión del ángel
caído contra la vaciedad de lo reiterativo y adocenado de un dios aburrido de
sus propias imitaciones, figuraciones, plagios...
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