domingo, 9 de septiembre de 2018

36


Su aspecto cetrino, abatido, mal encajado en el traje que viste, como si el mismo cuerpo trasmitiera su apariencia de disfraz al atuendo, le sorprenden a esa hora transparente del mediodía.
-¿Te has perdido? –pregunta a bocajarro, con el cigarrillo a medio consumir entre los labios.
En ese tiempo, él siempre se perdía en el plano tridimensional de la ciudad; no así en el otro plano escondido en el bolsillo de la chaqueta, que era capaz de conducirle hasta el rincón más siniestro de los miles de bloques de edificios.
Bajo la luz tajante y poderosa, envueltos por la brisa fragante y el dinámico colorido de los viandantes, el que parece perdido es el profesor, como fuera de lugar, impropio.
-No, en absoluto –le dice muy tranquilo.
Hace más de tres semanas que escapó de aquel apartamento oscuro y deprimente, de la ruin domesticidad que todo lo impregnaba, de la fisiología aplastante de sus ocupantes, del olor de esos dos cuerpos imperfectos.
-Acabo de terminar las clases –dice el otro con la voz quebrada, aguardentosa, expulsando al mismo tiempo que habla el humo de los pulmones (podridos, a buen seguro, deshaciéndose a jirones). Tiene el pelo revuelto, y la piel de la cara parece sucia, mal anudada la corbata con un goterón grasiento en forma de estrella en la parte inferior-. ¿Quieres tomar una copa?
Intenta una expresión indiferente antes responder, mirando algo más allá por encima de su cabeza calva.
-Lo siento. Me es imposible. Llevo algo de prisa. He quedado cerca del parque ése… el que está cerrado con verjas…
-Gramercy Park.
-Ése... Me he citado con un tipo de Artforum, un italiano que tiene vía libre hasta Clemont Greenberg. Quiero entrevistarlo. El tipo también es un experto en Kant, qué cosas. Tengo que empezar a trabajar cuanto antes.
-Pues aún estás bastante lejos de Gramercy. No me digas que vas a ir andando…
-Por supuesto –le contesta, casi cegado por el sol que le da de lleno en la cara.
-Deberías coger el metro, ahí mismo –le indica con la cabeza una boca del metro, a poca distancia de donde se encuentran, apenas visible por la cantidad de gente que pulula a su alrededor-. Línea 6, hasta la calle 22-. Le mira con decepción: -Bueno, me voy a casa –dice, y gira el torso hacia atrás, señalando algo invisible con el periódico que porta en la mano, y en seguida vuelve los ojos de nuevo hacia él-. Estoy harto de esa fábrica de inútiles. Cada día que pasa me aburro más. En cuanto termine el semestre me vuelvo a España. Ya no aguanto más esta ciudad.
Lo ha confesado con expresión de hastío, como si sintiera un cansancio infinito. Su desaliento, sin saber muy bien la razón, hace que él, mucho más pobre e inerme en la ciudad de los espejismos, se sienta confiado y optimista. Ha empezado a andar, pero aún sin quitarle la vista de encima, como si temiera que su olor le persiguiera
-Claro –dice por decir algo, a modo de despedida. Continúa su camino. Conoce muy bien el trayecto. Es una de sus zonas de paseo habituales cuando llega aquí desde su agujero en Queens. De seguro que tiene los ojos del profesor clavados en la nuca. Se mete en un río de gente que camina apresurada, con toda la prisa y la ambición del mundo que no se detiene ante nada hacia lo que no saben (y ni siquiera esperan). Él está exactamente en una encrucijada, en Washington Square, pero sabe perfectamente adónde va, y, con aire resuelto, no deja de andar a ninguna parte, pues Nueva York es La Gran Ciudad de La Ninguna Parte.
Y cualquier otro día, u otro mes, u otro año, por la 23.
Atisbando desde la acera de enfrente la entrada del hotel Chelsea, sus balcones de hierro forjado: acecha a cualquier poetastro, una actriz en decadencia, algún músico en breve candelero…
Jennie fotografía la fachada de ladrillos rojos, con balcones y chimeneas. Diez disparos.
Pide permiso para tirar un par de fotos a los cuadros colgados en la pared de unos de los salones.
Quiere subir a la 108, aún con olor a whisky.
20 dólares.
Y asciende a los infiernos.
Ya bajará.
La calle donde anida la librería de Raymond tiene árboles copudos de un verde limpio y fresco, aceras estrechas, edificios adaptables a la estatura humana, comercios de un solo dependiente, algún viejo al sol que anda sin prisas. Una calle sosegada de Greenwich.
Siempre que entra en la librería, toca una de las negras columnas de hierro colado que franquean la entrada como dos ángeles custodios. Dicen que da suerte (dice él, el taimado Yeats). Cruza el umbral y… debe hacerlo adrede: ha desaparecido la silla baja junto al mostrador curvo. Tiene que ser intencionado. Ahora bien, ¿cómo adivina que va a llegar en ese momento? Le tiene en pie durante todo el rato que permanece en la tienda, apoyada la espalda contra la pared junto a la puerta. Será una forma de estimular la conversación.
Mientras él mira las manos y el rostro del librero, éste reúne unos libros encargados por Hesse. Los ha introducido en una pequeña bolsa de papel de color verde (no podía ser de otra manera). Le propina unos golpecitos con los dedos de la mano derecha.
-Buena literatura –afirma-. Nada de esa narrativa sofisticada y barroca tan querida por los hijos de la España decadente.
-¿Puedo verlos?
Me miraba él como se mira un semáforo en rojo al que no tienes otro remedio que aguantar.
-De ninguna manera. ¿Qué clase de católico eres tú?
-En ese caso, ¿qué hay de lo mío?
Hace tiempo que El Fantasma le pidió una vieja edición de Harmonium.
-Todo a su tiempo. Mientras tanto deberías meter las narices aquí dentro. -Le tiende un libro algo grueso, usado pero en perfectas condiciones. Se trata de To the Finland Station-: La edición completa de Doubleday, amigo. Un dólar y es tuyo. –Lo bueno de The Green Train es que, siendo una tienda de novedades a la vez que de libros usados, su dueño y librero que la gobierna vende los volúmenes que son auténticas piezas de museo, perseguidas por los bibliófilos, como si fuesen de saldo, sin conferirles mayor importancia. Al no creer Ray en esa majadería del libro para coleccionistas, de sus manos salen verdaderas joyas a precios ridículos que destina para sus verdaderos lectores. Pasadas las décadas, una primera edición para Raymond Th. Yeats es, simplemente, el mismo manojo de hojas de papel cosidas que se puso a la venta en el mismo día de su aparición, un medio de conocimiento sin valor de cambio material, un mero soporte del trabajo intelectual. Un in-folio de Shakespeare le merece el mismo respeto físico que el poemario recién aparecido en ciclostil de su amigo Gregory Corso o una novela en paperback de Nabokov o Updike.
Una tarde, El Comprador de Libros Baratos descubrió con sorpresa a un lado del mostrador una de las ediciones de Leaves of grass impresa en Filadelfia en 1892, la última supervisada por el propio Withman, letrería vigilada por los mismísimos ojos del anciano vate. “¿Y… esto?”, logró balbucear. Yeats le dirigió una mirada sin interés, perfectamente natural. “¿Esto?, es para una de mis mejores clientes. No creo que tarde en llegar. Ya han cerrado los colegios, así que ahora mismo la tenemos aquí”, dijo mirando la esfera del reloj de pulsera. Cinco minutos después apareció una adolescente larguirucha, pelirroja y pecosa con una trenza graciosa que caía a un lado del pecho. Vestía una blusa modesta y unos tejanos con doblados al final de las perneras. Saludó a Ray y preguntó por su libro con una sonrisa nerviosa. “Aquí lo tienes. Son setenta y cinco centavos, nena, pero aceptaría tres cómodos plazos.” La colegiala hurgó en uno de los bolsillos del pantalón y extrajo un puñado de monedas que contó encima del mostrador. Hacía un par de minutos que la chica había salido y él aún no se había repuesto del estupor. “Pero, ¡ése es un precio absurdo, Ray!” “¿Te lo parece?” “¡Pagarían un par de cientos de dólares en cualquier almoneda!” “Ese libro”, replicó el librero, “tiene más de setenta años, se cae a pedazos y se lee con dificultad. Setenta y cinco centavos es un precio más que razonable para una chica con aspecto de tener problemas con su asignación semanal. Su padre trabaja en el bar de la esquina, un irlandés católico, es decir, despreocupado hasta la indecencia en la cama, que ya le ha hecho a su mujer cuatro hijos. Además, lo necesita para su clase de Lengua Inglesa.” Señaló una de las estanterías donde acumula los libros de poesía: “Ahí tienes un Withman en una edición de bolsillo de reciente aparición, aún huele a imprenta, cuesta tres dólares y medio y luce una bonita portada con un dibujo a carboncillo del poeta. La que acabo de vender es una antigualla, de modo que he hecho un excelente negocio. A mí me costó el equivalente de dos centavos. No hay punto de comparación. Hace unas semanas compré a peso una furgoneta repleta de libracos cubiertos de polvo que nadie se hubiera atrevido a tocar ni con un palo, la biblioteca entera y desastrada de una vieja maestra solterona que apareció muerta en su apartamento de Brooklyn. En fin, que si a la chica le sirve, que a buen seguro le va a servir, los dos salimos ganando en este negocio.…”
¿Y esas repeticiones, ese afán por seriar una y otra vez…? En la repetición del absurdo…
Hesse: golpéales antes dos veces, tres, las veces que sean necesarias, y luego dejas que la imagen penetre en sus cerebros como… como una bala, ¿recuerdas?
No hay nada que justificar, y mucho menos que explicar. Y, sin embargo, es necesario hacerse oír… Quiero decir, repetir las cosas. Sí, eso es. Las amplifica. En otras palabras, si algo es significativo, tal vez sea más significativo dicho diez veces… En el lado opuesto, diría que si algo es absurdo, es mucho más absurdo si se repite. Es, digamos, exagerar una idea, cualquier sentido que ésta encierre.
-¿Qué diablos ha pasado con la escultura? ¿Qué clase de libertades os habéis tomado? Parecéis los bárbaros a la entrada de Roma, confusos y escandalosos. La escultura era el rudo Miguel Ángel, el tosco Rodin, el laconismo desintoxicador de Brancusi, el, la, lo [etcétera]… Genios dignos de memoria… ¿Y qué sois vosotros ahora? ¡Unos alfareros charlatanes! ¡Más me vale acudir a Bonhams y gastar mi buen dinero en un perfumador chino imperial Cloisonné!
(Bonito ejercicio de pedantería.)
Y, por Dios, no me vengas ahora con eso de una rosa es una rosa, es una rosa, es una rosa.
Pasea por Nueva York con el pensamiento en otro lugar: el pasado no es una noción temporal, es un sitio. Muchas de las calles de la ciudad, tramos de sus avenidas y gran parte de sus plazas la transportan por vías donde es posible viajar a la velocidad de la luz en una excursión plural y levítica donde el conjunto de sensaciones recobradas por esa visión interior constituye una amalgama de ardua definición: tras aquellos árboles se esconde la casa donde en 1951, a los pies del sillón de su padre, se deja engatusar por los diálogos saduceos de John Daly en el concurso televisivo What’s My Line? Aquella ventana es el estudio de X., que luchaba una y otra en el baile de graduación por entreabrir mi boca con sus labios bañados de alcohol y meterme la lengua pastosa. En aquella esquina reprimía sollozos adolescentes sin tener una idea muy clara a causa de qué o de quién. En los días del verano nos sentábamos en ese banco de Union Square L., K., R., y conversábamos de arte y literatura todas a la vez, quitándonos la palabra de la boca, creyendo que siempre sería así hasta el fin de los tiempos. En Central Park hablaba con Alicia e intentaba adivinar cual de los adolescentes con espinillas que me rodeaban con aire ensimismado era Holden. Tomaba el ferry gratuito que iba a Staten Island sólo por matar el tiempo. Y ahí, mítico y poderoso, sostenido por la soberbia, el puente de Brooklyn, que dibujé centenares de veces a plumilla. Sin haber vivido nunca en la 42, creo que es la calle donde más horas he pasado en mi vida. Y no, nunca patiné en Rockefeller Center durante las Navidades: mi padre no cejaba en el empeño pero H. y yo éramos unas patosas. Todo, absolutamente todo, me sucedió en el Village.
La tenue y movediza luz de un sol casi blanco se filtra entre la seca hojarasca de los árboles del parque desierto (?) y se posa sobre los zapatos polvorientos; fuera de la sombra protectora, revela la casi indigencia de su atuendo: todo contacto, cada uno de sus reflejos en los escaparates, en la mirada de los otros, declara su pobreza de ahora, su andanza de desocupado.
Todo lo adyacente a mí es lo más valioso:
“¡aprende esa lección de una vez, estúpida!”
Las aguas del viaje se curvan porque se curva la tierra.
Eros. Tánatos.
“¿Sabes lo que significa Häagen-Dazs?”
¿Y qué tal fornicábamos al final de la utopía?
¿Era el cuerpo el instrumento para levitar hasta la música celestial o por el contrario un vertedero donde arrojar las malas pasiones, las humedades, los jugos intercambiables, lo podrido y los licores prohibidos?
Hieratismo era lo mío. Imaginaba. Quieta como una esfinge. Que se vacíe de semen el egipcio, el griego, el romano y el emperador de la China y el rey de la Conchinchina y el brujo de Tombuctú, y el judío, el italiano, el irlandés, el hispano.
Yo soñaba con matar.
¿A quién?
Matar.
Algo tiene de obsesivo, pero también de precaria insistencia esta forma de indagación esencial.
Hesse, al final, ya en sus últimos meses de cabeza rapada y mirada desvalida, mujer calva entre cirujanos y cristales, metales y silencios, comprendió que no necesitaba ser artista ni poeta para justificar que estaba viva. Pero… era que moría: