Su aspecto
cetrino, abatido, mal encajado en el traje que viste, como si el mismo cuerpo
trasmitiera su apariencia de disfraz al atuendo, le sorprenden a esa hora
transparente del mediodía.
-¿Te has
perdido? –pregunta a bocajarro, con el cigarrillo a medio consumir entre los
labios.
En ese
tiempo, él siempre se perdía en el plano tridimensional de la ciudad; no así en
el otro plano escondido en el bolsillo de la chaqueta, que era capaz de
conducirle hasta el rincón más siniestro de los miles de bloques de edificios.
Bajo la
luz tajante y poderosa, envueltos por la brisa fragante y el dinámico colorido
de los viandantes, el que parece perdido es el profesor, como fuera de lugar,
impropio.
-No, en
absoluto –le dice muy tranquilo.
Hace más
de tres semanas que escapó de aquel apartamento oscuro y deprimente, de la ruin
domesticidad que todo lo impregnaba, de la fisiología aplastante de sus
ocupantes, del olor de esos dos cuerpos imperfectos.
-Acabo de
terminar las clases –dice el otro con la voz quebrada, aguardentosa, expulsando
al mismo tiempo que habla el humo de los pulmones (podridos, a buen seguro,
deshaciéndose a jirones). Tiene el pelo revuelto, y la piel de la cara parece
sucia, mal anudada la corbata con un goterón grasiento en forma de estrella en
la parte inferior-. ¿Quieres tomar una copa?
Intenta
una expresión indiferente antes responder, mirando algo más allá por encima de
su cabeza calva.
-Lo
siento. Me es imposible. Llevo algo de prisa. He quedado cerca del parque ése…
el que está cerrado con verjas…
-Gramercy
Park.
-Ése... Me
he citado con un tipo de Artforum, un
italiano que tiene vía libre hasta Clemont Greenberg. Quiero entrevistarlo. El
tipo también es un experto en Kant, qué cosas. Tengo que empezar a trabajar
cuanto antes.
-Pues aún
estás bastante lejos de Gramercy. No me digas que vas a ir andando…
-Por
supuesto –le contesta, casi cegado por el sol que le da de lleno en la cara.
-Deberías
coger el metro, ahí mismo –le indica con la cabeza una boca del metro, a poca
distancia de donde se encuentran, apenas visible por la cantidad de gente que
pulula a su alrededor-. Línea 6, hasta la calle 22-. Le mira con decepción:
-Bueno, me voy a casa –dice, y gira el torso hacia atrás, señalando algo
invisible con el periódico que porta en la mano, y en seguida vuelve los ojos
de nuevo hacia él-. Estoy harto de esa fábrica de inútiles. Cada día que pasa
me aburro más. En cuanto termine el semestre me vuelvo a España. Ya no aguanto
más esta ciudad.
Lo ha
confesado con expresión de hastío, como si sintiera un cansancio infinito. Su
desaliento, sin saber muy bien la razón, hace que él, mucho más pobre e inerme
en la ciudad de los espejismos, se sienta confiado y optimista. Ha empezado a
andar, pero aún sin quitarle la vista de encima, como si temiera que su olor le
persiguiera
-Claro –dice por decir algo, a modo de despedida.
Continúa su camino. Conoce muy bien el trayecto. Es una de sus zonas de paseo
habituales cuando llega aquí desde su agujero en Queens. De seguro que tiene
los ojos del profesor clavados en la nuca. Se mete en un río de gente que
camina apresurada, con toda la prisa y la ambición del mundo que no se detiene
ante nada hacia lo que no saben (y ni siquiera esperan). Él está exactamente en
una encrucijada, en Washington Square, pero sabe perfectamente adónde va, y,
con aire resuelto, no deja de andar a ninguna parte, pues Nueva York es La Gran
Ciudad de La Ninguna Parte.
Y
cualquier otro día, u otro mes, u otro año, por la 23.
Atisbando
desde la acera de enfrente la entrada del hotel Chelsea, sus balcones de hierro
forjado: acecha a cualquier poetastro, una actriz en decadencia, algún músico
en breve candelero…
Jennie
fotografía la fachada de ladrillos rojos, con balcones y chimeneas. Diez
disparos.
Pide
permiso para tirar un par de fotos a los cuadros colgados en la pared de unos
de los salones.
Quiere
subir a la 108, aún con olor a whisky.
20
dólares.
Y asciende a los infiernos.
Ya bajará.
La calle
donde anida la librería de Raymond tiene árboles copudos de un verde limpio y
fresco, aceras estrechas, edificios adaptables a la estatura humana, comercios
de un solo dependiente, algún viejo al sol que anda sin prisas. Una calle
sosegada de Greenwich.
Siempre
que entra en la librería, toca una de las negras columnas de hierro colado que
franquean la entrada como dos ángeles custodios. Dicen que da suerte (dice él,
el taimado Yeats). Cruza el umbral y… debe hacerlo adrede: ha desaparecido la
silla baja junto al mostrador curvo. Tiene que ser intencionado. Ahora bien,
¿cómo adivina que va a llegar en ese momento? Le tiene en pie durante todo el
rato que permanece en la tienda, apoyada la espalda contra la pared junto a la
puerta. Será una forma de estimular la conversación.
Mientras
él mira las manos y el rostro del librero, éste reúne unos libros encargados
por Hesse. Los ha introducido en una pequeña bolsa de papel de color verde (no
podía ser de otra manera). Le propina unos golpecitos con los dedos de la mano
derecha.
-Buena
literatura –afirma-. Nada de esa narrativa sofisticada y barroca tan querida
por los hijos de la España decadente.
-¿Puedo
verlos?
Me miraba
él como se mira un semáforo en rojo al que no tienes otro remedio que aguantar.
-De
ninguna manera. ¿Qué clase de católico eres tú?
-En ese
caso, ¿qué hay de lo mío?
Hace
tiempo que El Fantasma le pidió una vieja edición de Harmonium.
-Todo a su
tiempo. Mientras tanto deberías meter las narices aquí dentro. -Le tiende un
libro algo grueso, usado pero en perfectas condiciones. Se trata de To the Finland Station-: La edición
completa de Doubleday, amigo. Un dólar y es tuyo. –Lo bueno de The Green Train es que, siendo una
tienda de novedades a la vez que de libros usados, su dueño y librero que la
gobierna vende los volúmenes que son auténticas piezas de museo, perseguidas
por los bibliófilos, como si fuesen de saldo, sin conferirles mayor
importancia. Al no creer Ray en esa majadería del libro para coleccionistas, de
sus manos salen verdaderas joyas a precios ridículos que destina para sus
verdaderos lectores. Pasadas las décadas, una primera edición para Raymond Th.
Yeats es, simplemente, el mismo manojo de hojas de papel cosidas que se puso a
la venta en el mismo día de su aparición, un medio de conocimiento sin valor de
cambio material, un mero soporte del trabajo intelectual. Un in-folio de Shakespeare le merece el
mismo respeto físico que el poemario recién aparecido en ciclostil de su amigo
Gregory Corso o una novela en paperback
de Nabokov o Updike.
Una tarde,
El Comprador de Libros Baratos descubrió con sorpresa a un lado del mostrador
una de las ediciones de Leaves of grass
impresa en Filadelfia en 1892, la última supervisada por el propio Withman,
letrería vigilada por los mismísimos ojos del anciano vate. “¿Y… esto?”, logró
balbucear. Yeats le dirigió una mirada sin interés, perfectamente natural.
“¿Esto?, es para una de mis mejores clientes. No creo que tarde en llegar. Ya
han cerrado los colegios, así que ahora mismo la tenemos aquí”, dijo mirando la
esfera del reloj de pulsera. Cinco minutos después apareció una adolescente
larguirucha, pelirroja y pecosa con una trenza graciosa que caía a un lado del
pecho. Vestía una blusa modesta y unos tejanos con doblados al final de las
perneras. Saludó a Ray y preguntó por su libro con una sonrisa nerviosa. “Aquí
lo tienes. Son setenta y cinco centavos, nena, pero aceptaría tres cómodos
plazos.” La colegiala hurgó en uno de los bolsillos del pantalón y extrajo un
puñado de monedas que contó encima del mostrador. Hacía un par de minutos que
la chica había salido y él aún no se había repuesto del estupor. “Pero, ¡ése es
un precio absurdo, Ray!” “¿Te lo parece?” “¡Pagarían un par de cientos de
dólares en cualquier almoneda!” “Ese libro”, replicó el librero, “tiene más de
setenta años, se cae a pedazos y se lee con dificultad. Setenta y cinco centavos
es un precio más que razonable para una chica con aspecto de tener problemas
con su asignación semanal. Su padre trabaja en el bar de la esquina, un
irlandés católico, es decir, despreocupado hasta la indecencia en la cama, que
ya le ha hecho a su mujer cuatro hijos. Además, lo necesita para su clase de
Lengua Inglesa.” Señaló una de las estanterías donde acumula los libros de
poesía: “Ahí tienes un Withman en una
edición de bolsillo de reciente aparición, aún huele a imprenta, cuesta tres
dólares y medio y luce una bonita portada con un dibujo a carboncillo del
poeta. La que acabo de vender es una antigualla, de modo que he hecho un
excelente negocio. A mí me costó el equivalente de dos centavos. No hay punto
de comparación. Hace unas semanas compré a peso una furgoneta repleta de
libracos cubiertos de polvo que nadie se hubiera atrevido a tocar ni con un
palo, la biblioteca entera y desastrada de una vieja maestra solterona que
apareció muerta en su apartamento de Brooklyn. En fin, que si a la chica le sirve,
que a buen seguro le va a servir, los dos salimos ganando en este negocio.…”
¿Y esas
repeticiones, ese afán por seriar una y otra vez…? En la repetición del
absurdo…
Hesse:
golpéales antes dos veces, tres, las veces que sean necesarias, y luego dejas
que la imagen penetre en sus cerebros como… como una bala, ¿recuerdas?
No hay
nada que justificar, y mucho menos que explicar. Y, sin embargo, es necesario
hacerse oír… Quiero decir, repetir las cosas. Sí, eso es. Las amplifica. En
otras palabras, si algo es significativo,
tal vez sea más significativo dicho diez veces… En el lado opuesto, diría
que si algo es absurdo, es mucho más absurdo si se repite. Es, digamos,
exagerar una idea, cualquier sentido que ésta encierre.
-¿Qué diablos ha pasado con la escultura? ¿Qué
clase de libertades os habéis tomado? Parecéis los bárbaros a la entrada de
Roma, confusos y escandalosos. La escultura era el rudo Miguel Ángel, el tosco
Rodin, el laconismo desintoxicador de Brancusi, el, la, lo [etcétera]… Genios
dignos de memoria… ¿Y qué sois vosotros ahora? ¡Unos alfareros charlatanes!
¡Más me vale acudir a Bonhams y gastar mi buen dinero en un perfumador chino
imperial Cloisonné!
(Bonito
ejercicio de pedantería.)
Y, por
Dios, no me vengas ahora con eso de una
rosa es una rosa, es una rosa, es una rosa.
Pasea por
Nueva York con el pensamiento en otro lugar: el pasado no es una noción
temporal, es un sitio. Muchas de las
calles de la ciudad, tramos de sus avenidas y gran parte de sus plazas la
transportan por vías donde es posible viajar a la velocidad de la luz en una
excursión plural y levítica donde el conjunto de sensaciones recobradas por esa
visión interior constituye una amalgama de ardua definición: tras aquellos
árboles se esconde la casa donde en 1951, a los pies del sillón de su padre, se
deja engatusar por los diálogos saduceos de John Daly en el concurso televisivo
What’s My Line? Aquella ventana es el
estudio de X., que luchaba una y otra en el baile de graduación por entreabrir
mi boca con sus labios bañados de alcohol y meterme la lengua pastosa. En
aquella esquina reprimía sollozos adolescentes sin tener una idea muy clara a
causa de qué o de quién. En los días del verano nos sentábamos en ese banco de
Union Square L., K., R., y conversábamos de arte y literatura todas a la vez,
quitándonos la palabra de la boca, creyendo que siempre sería así hasta el fin
de los tiempos. En Central Park hablaba con Alicia e intentaba adivinar cual de
los adolescentes con espinillas que me rodeaban con aire ensimismado era
Holden. Tomaba el ferry gratuito que iba a Staten Island sólo por matar el
tiempo. Y ahí, mítico y poderoso, sostenido por la soberbia, el puente de
Brooklyn, que dibujé centenares de veces a plumilla. Sin haber vivido nunca en
la 42, creo que es la calle donde más horas he pasado en mi vida. Y no, nunca
patiné en Rockefeller Center durante las Navidades: mi padre no cejaba en el
empeño pero H. y yo éramos unas patosas. Todo, absolutamente todo, me sucedió en el Village.
La tenue y
movediza luz de un sol casi blanco se filtra entre la seca hojarasca de los
árboles del parque desierto (?) y se posa sobre los zapatos polvorientos; fuera
de la sombra protectora, revela la casi indigencia de su atuendo: todo
contacto, cada uno de sus reflejos en los escaparates, en la mirada de los
otros, declara su pobreza de ahora, su andanza de desocupado.
Todo lo
adyacente a mí es lo más valioso:
“¡aprende
esa lección de una vez, estúpida!”
Las aguas
del viaje se curvan porque se curva la tierra.
Eros.
Tánatos.
“¿Sabes lo
que significa Häagen-Dazs?”
¿Y qué tal
fornicábamos al final de la utopía?
¿Era el
cuerpo el instrumento para levitar hasta la música celestial o por el contrario
un vertedero donde arrojar las malas pasiones, las humedades, los jugos
intercambiables, lo podrido y los licores prohibidos?
Hieratismo
era lo mío. Imaginaba. Quieta como una esfinge. Que se vacíe de semen el
egipcio, el griego, el romano y el emperador de la China y el rey de la
Conchinchina y el brujo de Tombuctú, y el judío, el italiano, el irlandés, el
hispano.
Yo soñaba
con matar.
¿A quién?
Matar.
Algo tiene
de obsesivo, pero también de precaria insistencia esta forma de indagación
esencial.
Hesse, al final, ya en sus últimos meses de cabeza rapada
y mirada desvalida, mujer calva entre cirujanos y cristales, metales y
silencios, comprendió que no necesitaba ser artista ni poeta para justificar
que estaba viva. Pero… era que moría: