martes, 26 de abril de 2022

56

 Un arte de extremos, al borde (dijimos) del abismo.

Cualquier cosa menos ingenio (una trivialidad de no gran mérito). Tal vez inventiva, ocurrencias inesperadas, pero nada de aquella facultad de las viejas con ganchillo (como una salmodia artesanal), pacientes y virtuosas, dale que dale al sol de la mañana y la tarde filigraneando.

El mundo consiste en el hambre, y poder saciarla, en el frío, y poder protegerse de él, en el sufrimiento,  y poder mitigarlo con el deseo, en el miedo… y en la inconsciencia ignorante y feliz de ese miedo al sentirse arrullada por el sol, por el mundo, la vida.

Una ilusión: el estudio en Bowery… y un bonito apartamento en Mulberry Street, a dos pasos, en una de las casas de ladrillo oscuro reformadas en los cincuenta cuyo interior aún parece oler a manzanas asadas, a pasta aromática cociéndose en la olla.

En Chinatown, perdida y temerosa, pero aún se aferra a esas pequeñas cosas, a esas rebeldías prometeicas: compra tallarines frescos y algún antojo pastelero cuyo aroma embriagador le alcanzaba en la acera desde alguna tienda.

Le encargaron escribir poesía gráfica (?). Se hizo con una Olivetti color aceituna y teclas negras de carro grande. La típica máquina de escribir de oficina. “Esto es un oficio”, se dijo el negro. Puso un precio a su sesera. Empezó a trabajar: esa máquina sonaba atronadora, invencible, se superponía a todos los ruidos de la calle, a toda poesía habida y por haber. ¡Clamaba al cielo!

Voy adelante, se decía una y otra vez. Adelante: maná de billetes.

Y otra (poetisa) escondía los Librium bajo la falda en cada uno de los pliegues de su cuerpo obeso y deformado, con los ojos enrojecidos y febriles por la ansiedad, la derrota, el miedo.

No bebo. Dejé atrás la botella. Dijeron un millón de ellos.

La escultura es mi adicción. Dijeron dos artistas… auténticos.

RM.: “Y un día, rebuscando en los cajones de la cómoda, encuentro decenas y decenas de pequeños frascos para el resfriado, medicamentos para la tos, infinidad de jarabes… toda esa clase de brebajes de farmacia que llevan más de un 25% de alcohol.”

Trabajar, no dar explicaciones, enmascarar las conexiones…

A-isla-rse.

De pronto, la sensación de que nada de lo que me rodea va a mantenerse en pie por mucho tiempo, que contemplaré su fatal decadencia y derrumbe final. Sólo era un decorado para una mala comedia. Despierto y, entonces, comprendo lo soñado: era yo la que iba a ser arrebatada del decorado.

El azul es innato; la oscuridad el color de los ojos cerrados.

“Una artista en ciernes… incomprensible”, dijo ante una de mis obras.

Los demás sonreían, o desviaban la vista.

¿Y él…?

Un artista mediocre…

(En el mejor de los casos.)

No, es un artista cobarde. Y, sin embargo, tiene un discurso inteligible, expone en Castelli. Es célebre y gana dinero. Es escuchado. Hasta se cree en la solvencia de lo que proclama, aunque sus palabras no sean sino un subterfugio donde esconde la poca consistencia de una obra rancia y antigua como los bodegones de los principiantes en las escuelas privadas de arte.

La enfermedad (que no es un arte aprendible) es un robo.

La muerte (un asesinato en toda regla) es una obra maestra.

¿Quién juzgará tamaños crímenes? Tus compañeros de colegio.

Niños que nacen en jardines… Aquellos compañeros olvidables.

Niños aburridos y anónimos, aplicados colegiales, inútiles como artistas que nunca sabrán que el ogro acechaba y no mordía, que las hadas envenenaban dulcemente a los humanos y que las brujas morían pero celebraban que la niña con calcetines fuera más lista que ellas, incluso más cruel y lasciva. Las cicatrices cerradas de afuera: líneas, sendas hacia atrás, tan fáciles de trazarlas sobre un papel... Y las llagas abiertas que oculta el cuerpo cerrado, el pus que fluye a escondidas de los ojos, en la negritud cosida en la carne por otra apariencia inusitada y feliz: la forma, pues, de lo indescriptible: sólo ver... pero lo invisible, lo de adentro: ya eres artista, ninguna otra cosa. Estás perdida.

Kunstwollen. Sí, claro, el fantasma de la máquina soy yo. Algo reconocible ha de haber en todo ello pero… esto va en contra de mis urgencias expresivas que requieren más de la metáfora… ¡que del martillo! Aunque… ¡quién sabe!

¿Artista? Mecánico, contestó.

Pero el reposo no es estar tumbada en la cama con los ojos abiertos fijos en el techo. El descanso viene a mí alejada de esos estúpidos que hacen del arte un medio para chapotear en el fango de sus vidas tras un éxito fácil. Si enfermo, serán el único objeto de mi odio la cama, la silla de ruedas, la compasión, la derrota... Y, por encima de todo, las doce palabras de consuelo de artistas como los que revolotearán alrededor de mi agonía: engreídos y olvidables, repetitivos como las olas, cuervos ni siquiera negros,.

Manos a la obra, me digo. Encerrada entre las paredes queridas y manchadas de mi estudio. A salvo de muchas de las cosas buenas de este país, pero también de las malas: “Después de las armas, los productos de mayor venta en la nación son el whisky y las drogas”, me dice R. Y puntualiza: “Lo ha soltado Ch. durante una entrevista en Partisan.”

“Toda una autoridad en la maledicencia... ¡sobre sí mismo!”.

Esta es la obra: parece tosca.

Demasiado flagrante. La nitidez de su materia y sus aristas la empequeñece, minimiza su escala.

Un toque de sfumato: la niebla de la perplejidad, un toque de distinción: velar lo evidente, lo rotundo… Un toque de misterio.

Eres alemana: lo judío es invisible: judía y alemana: oxímoron,

La posteridad. ¿Quién diablos ha podido tener esa experiencia? No me hables de la posteridad, de mi posteridad. ¡Si pudiera la cogería por el cuello entre mis manos y la estrujaría hasta hacer que sangrara a raudales, que se disipara en el polvo!

(1967, sin posibilidad de rectificaciones…)). Ir mucho más allá del post-minimalismo, más allá de los estilos conocidos, más allá del arte: Plus Ultra.

Toda fama póstuma es un negocio, sin pagar réditos los mercaderes de hoy a quien correspondiera en el pasado: están muertos los acreedores, sólo quedan los interesados.

¡Bonita estratagema!

Excavaba en su rostro como en una mina a cielo abierto. “Ahora aparecerá el miedo, el asco, la alegría, la duda…”

Ya eran todo grietas en la cara de tierra. De un momento a otro atravesaría el cráneo y podría mirar el vacío al otro lado.

-Dígame, distinguido retratista, ¿qué clase de óleo utiliza en sus lienzos?

-Aminoácidos. Sólo me preocupa el interior de las personas.

Y al final, ¿qué ha de redimirse de toda una época de calculada austeridad, distanciamientos, soledad, introspección, orgullo y humillaciones a partes iguales e incluso desdén? Dos o tres virtudes que alguien sea capaz de ver en dos o tres de tus obras. ¿Y cuáles pueden ser esas virtudes en el terreno de la plástica contemporánea? La proximidad al abismo, el absurdo de las preguntas sin respuesta, la premonición, lo esencial y absoluto expresados mediante unos artificios plausibles y unos materiales chocantes bien lejos de un lenguaje puteado

En realidad son siempre tres voces las que alientan un discurso, y una de ellas es el propio discurso.

R. Yeats: “Los libros preciso es que cuesten dinero. La entrada a las librerías es gratis y también el tiempo y la permanencia en ellas… ¡De algún modo hay que sufragar esa íntima orgía!

¿Adónde voy?

Todo, siempre,  son preguntas sin respuestas. Hacia delante, pero es sólo el deber, la constancia y la ceguera suicida de la hormiga que desdeña el universo entero salvo su acción reiterada y minúscula, invisible.

Una vez terminada una obra, ésta parece decir: “Ven, ahora ya puedes esconderte aquí.” (Hormiga invernal: oscuridad.)

Aunque… Después de haber concebido en la mente una obra plástica, musical o literaria, podría pensarse sin merecer el menor reproche que, al fin y al cabo, materializarla ante los demás sólo es un acto estúpido de vanidad.

El arte, al igual que el lenguaje, innato como la función de la sangre, la respiración, la cópula… Una gramática universal entendible, manejable, adaptable a todo tipo de visión, con sus incógnitas irreductibles, un acquisition device. Ser artista, sólo ser un niño. Ese misterio nada menos: te dejas llevar.

El inglés presuntamente hermético, cursilón y transparente en realidad para todos los congregados en la sala “tan yanqui”, se detuvo ante una de las obras y excretó la frasecita aprendida y memorizada mientras se afeitaba esa mañana: “Una tosquedad agradable, en suma. Más cockney que oxiniana.”

God save the queen.

Ja. ¡This is America, idiot! (Labramos la tierra americana con vuestros cráneos en punta desde hace doscientos años).

Hesse versus naturalismo. Tal leyenda debería grabar a fuego en el invisible frontispicio de cualquiera de mis obras, de la misma forma que en las literaturas de Dante, Cioran, Beckett y Kafka planea desde la primera página la enseña más lúcida y temida: abandonad toda esperanza.

Inmortal es quien decide el día de su muerte (y la perpetra).

“Armo” la obra. Ya es un hecho. Su montaje lo verifica. Alguien activa los focos de 100 vatios, la luz se derrama sobre los objetos como un agua mágica y la obra queda desnuda en la galería para siempre, avalada y justificada. Aunque más tarde la oculte de nuevo ya es violada, aplaudida o escarnecida. Incluso es fotografiada. Una construcción que podría haberse configurado con los materiales reales del espíritu, si éste realmente existiese más allá de la carne, los huesos, los nervios, los músculos y los sesos que lo esconden. La contemplan. No dejan ningún rincón por escudriñar. Rastrean pistas que les permitan capturar un significado. No recabo ninguna opinión valiente, sólo preguntas sobre los materiales que la conforman, los detalles anecdóticos. Por qué esto y no lo otro. Pero la complejidad no reside en lo que ves: es sólo el disfraz de problemas mucho más difíciles que la mera estética… Días después apagan las luces, desarmo la obra. ¿Qué revela la autopsia? Una muerte demasiado temprana a causa de un ingenio impreciso (o el olvido de nuevo de un recuerdo violento, un vago sentimiento de culpa), una voluntad de no significarse públicamente más allá de lo que una apariencia sin más logre conseguir. Pero, cuidado, si careciera de intencionalidad devendría lo decorativo…

El primer olor que recuerdo de mi infancia en Alemania es el del papel, el del papel cuché de los grandes y antiguos libros de mi abuelo materno. Y desde entonces nunca he dejado de ser muy sensible a los olores, las fragancias, los aromas, las esencias olfativas de cualquier material, vegetal, animal, los rincones de la casa, algunas calles, todos los árboles… Sin duda, resulta para mí la mayor celebración de lo sensual y la manera más sencilla de recuperar pasadas emociones e impresiones. Pero debe haber algo judío en todo esto, la pátina negra y la densidad del aire de todo lo encerrado en el cuarto oscuro… (Engarzar la percepción de las sustancias con lo meramente visual.)

El futuro sólo existe en la imaginación, no es ni ha sido.

Y el presente me sirve para crearme un pasado, lo que ha de justificarme una vez muerta.

Durante la noche la ventana de la habitación, mal cerrada, se ha abierto a causa de un golpe de aire. Despierto inmersa en una luz gris y lechal, y el olor del amanecer, una combinación rara de piedra, hierro y humo, me llena de desánimo, de miedo, de grandísima extrañeza por todo. Luego, con la taza de café caliente en la mano, el rumor sordo de que todo se pone en marcha, de que la enorme ciudad sigue viva, poblada de millones de seres, me va reconciliando con la grisura del día y las nubes negras que presagian la nieve, y me sumo con sencillez en esa experiencia universal en lo penitente, misterioso y cabal de todos nosotros que nos induce al engaño milenario capaz de hacernos seguir adelante cada mañana luego de una tostada y una simple taza de café.

Ya que no esperamos el éxtasis, al menos una buena salud, algo material que agrade a la vista, la calma, un día soleado, la lluvia al atardecer que repica en la calle, y nosotros bien protegidos en casa, envueltos en una manta de felpa con un libro pequeño y amable en la mano, las cuatro paredes. Como prisionera de la locura.

Volver a Alemania (1948). ¡Atiborrarse de puré de ortigas y pan rancio!  Mejor judíos en Nueva York, debió pensar mi padre.

Veo siempre las mismas cosas, la misma encarnadura de lo perplejo revolotea por mi cerebro una y otra vez: sólo cambio las máscaras, los varios disfraces que resulta mi obra en su totalidad…

Me pregunto quién es la enferma…

K.: seconal, nembutal…

R.: esconde las pastillas en las bolsas de pañales de su bebé.

N.: viajes e histerismo.

D.: “Afortunadamente, me mantengo limpio, en forma.” Durante  la comida se ha bebido una botella de vino enterita, pero antes se tomó dos cócteles de ginebra y vermú, y ya al anochecer, cuando nos invita a su estudio, no deja de vaciar copas de whisky, aunque trata de disimularlo mezclándolo con soda. Sólo él bebe alcohol. A. y yo (la verdad, bastante interesados en lo que dice) pasamos el rato con el horrible té con sabor a pis para los invitados que guarda en la rústica alacena junto a una planta de hojas mustias.

A., F., S., yo misma: todos salidos de la sopa del gouache, del pincel, de la pintura, de lo ya tan fácil.

“Como un turista deambulando en torno Henry Street… Al final se mete en una cafetería…”

-Un donut.

-¿Sin nada que beber?

Sólo tiene hambre. Y bebe de las fuentes

(¿Un manantial por aquí? ¿Entre rascacielos? Qué gracia.)

Quien está a la vanguardia de una disciplina creativa, ha de estarlo en todas; de lo contrario es un falsario o su cultura raya en la indigencia. Entiendo muy bien una literatura que delimite los escenarios y escarbe más hacia adentro, que se deslice incluso sobre sí misma sin importarle nada su rol de soporte narrativo, informativo o reproductivo de algo. En lo que respecta al cine: un plano de 15 segundos describe (revela) ante los ojos del espectador 8 folios colmados de literatura realista. Y también ahí, transcritos por el ojo teñido de la cámara: sustantivos adverbios, conjunciones, adjetivos, interrogaciones, verbos… Puedo contemplar sobrecogida el desfile magistral de los personajes velazqueños, los interiores holandeses o escuchar con arrobo las sonatas de Beethoven, pero ello no implica que un creador del siglo XX haya de proceder en su trabajo partiendo de esas mismas pautas. Su nombre, señor paisajista, es falsificador. Y no de cuadros, escritos y sonatas, sino de emociones.

¿Por qué su arte es subversivo? Porque ninguna de sus acciones están planificadas o tienden a un fin… ¡Pero sólo en una primera visión! De inmediato, ¡lo ves!, brotan significados, correlaciones, suposiciones, engaños divertidos, genialidad…

Entonces, sus ideas… En efecto, todo a mi alrededor, materiales y ocurrencias, es como un almacén de bric-à-brac donde poder rebuscar y elegir lo más conveniente para mis crímenes, señora.

La ironía es un cambio de sentido: corre y me alcanzarás, le decía el moribundo a la parienta momentos antes de expirar.

Y la hay. Hay ironía en mis obras. En todas ellas. Alejad de vuestra mente cualquier idea de fatalidad, dramatismo o reprobación. Y nada más opuesto a mi intención que el sarcasmo.

Deberías sonreír un poco más de lo que hacéis. Vivir al día.

(Jueves: día de mercado: sonríe, chica.

Con la tripa vacía, todo son tentaciones: telas, chucherías.)

Una evolución estilística a lo largo de las décadas. Silenciosa, como si se gestase y saliese a la luz desde un ADN implacable, una molécula-almacén infinito de genes donde rebuscar la información, la imaginación precisa para la invención de los monstruos y hasta de sus actos.

Y ahí, en medio del ritmo frenético e incesante de la calle y sus ruidos, de la multitud interminable, de las oleadas de los coches que surgen por doquier, rodeado de edificios emblemáticos… ahí en medio de esa algarabía urbana tan decorosa en el fondo, donde un poder invisible parece estar agazapado en el aire, vivificando gentes y objetos y haciendo posible lo imposible: ahí te alzas, el mundo es tuyo, tú lo crees así, y basta con eso.

(El Tipo de los Parques termina cansado y perdido: el último sol de la tarde arrancaba un sosegado esplendor al verde césped que le servía de asiento: ilusionaba ese resto del día sobre la tierra, ese plácido y único descanso del vagabundo.

Finalmente, se salva. Pero durante un largo tiempo llevaba estampado en el rostro ese “bridge-and-tunnel” delator con su ropita de domingo, el hatillo aseado de ropa vieja.)

No se trata de alteridad. Me observo en el espejo: no me reconozco, o sí, pero de tanto escudriñarme me parece estar frente a una desconocida: es imposible que mis pensamientos se oculten tras esa máscara: ¿Yo, la carne? ¿Yo, la de adentro?

Temo que he de morir absolutamente desesperada. Algo que no entiendo, porque lo único que se desea de veras en esos instantes es la paz, una consunción tranquila, conformada, lúcida, incluso valiente, flotar poco a poco en la nada como en un mar sin agua.

Pero es ahora cuando descubro que toda mi obra era una premonición angustiosa hasta Contingent.

Toda la ansiedad procedía de una pesadilla que yo sabía real.

Y no, no querría morir nunca, nunca. Necesito la eternidad para hacer lo que quiero, para hacerlo siempre, sin descanso, sin necesidad de pensar en otra cosa que no sea mi trabajo, ser inofensiva hasta el fin de los tiempos, sólo una artista… No dañaré a nadie, no le robaré nada a nadie, ni siquiera cariño o un solo segundo de sus preciosas vidas… ¿A quién puede interesar mi muerte entonces? Y, sobre todo, ¿para qué?

Un día oscuro, lluvioso y frío: un dibujo claro, una línea feliz, los materiales opuestos que contradigan todo lo biográfico.

¿Quién dijo que la felicidad se consigue a través del placer? Nada más lejos una cosa de otra.

“Son inútiles esas capas y capas de seudotradición… Vuestra cultura es alejandrina.”

Aunque si libre del pedrusco judío, libre del pedrusco clásico…

“Dicho sea de paso: ¡adiós!”, y saludó cortésmente alzando la cabeza sin dejar de andar hacia la muerte.

G., al igual que la mayoría de los artistas menores (la obra que muestran es la décima parte de la voracidad de su ego), hablaba a gritos en el calor de la conversación, como si las palabras, convertidas en piedras, pudieran golpear de veras el cerebro de los otros, machacarlos de una vez por todas.

Por supuesto, terminas apiadándote de él (o de ella) como del niño gritón y enfebrecido por sus rabietas.

A fin de cuentas, la lucha encarnizada en la que se enzarza para convencernos de las razones que tiene para hacer lo que hace serían exactamente las mismas para hacer una obra distinta.

“Espejos como azules…”, dijo. Y era verdad, todas las puertas se abrían.

-¿Y qué…?

-Y qué, ¿qué?

-Tus artistas y escritores preferidos…

-Dean Young y Stan Drake.

(En fin, catorce años… Su época Blondie.)

He descubierto algo al salir de la casa de los T., un palacio disfrazado de apartamento con tres chimeneas, tapices europeos y salones interminables que se esconde en Park Avenue: los rascacielos son monótonos, carecen de la diversión y el misterio de las brumas, del ornato callejero de las alevosías y los carruajes del adulterio del siglo XIX , que eran todo un entretenimiento. ¿Qué clase de pensamientos evocarán estas moles rectilíneas dentro de un siglo? Más tarde, lo comenté con C.A.: se reía. ¿De veras? Entonces ¿qué piensas de las obras de…?

Pero tú eres la chica que odia “lo bonito”, y la antigualla te hace vomitar.

Y, no obstante, los olores rancios, la elegancia… Los T. se ocultan sabiamente en el profundo interior de la montaña de piedra, acero y cristal que es Nueva York. Y es una curiosa paradoja, porque son cuevas esplendentes, de una luz que hiere, donde el sol tiene entrada libre. Las dobles ventanas aíslan todavía más su viaje al pasado a través de los libros encuadernados y gofrados y los dorados marcos que ennoblecen con su presencia paredes y estucos.

Dejo pasar la tarde otoñal teñida de oro viejo contemplando los edificios de dos y tres plantas de la calle 42. Por la mañana también había estado en Green Street, en Spring, extasiada ante los edificios de hierro colado.

¿Por qué a veces fracasa el arte? Porque el tipo se desayuna con Librium y una botella de whisky.

Subversión… ¡Pero si nada de lo de atrás lo considero inerte o muerto! Es lo que proyecta mi obra hacia delante (como un adán -¡una eva!- que comenzase de ello a respirar a bocanadas el aire que salvaguarda su vida).

F.: la luz.

“La escultura súbita y poderosa que traza el rayo en el cielo negro de la noche de tormenta, y muy seguido el crujido pavoroso como de una nube de piedra que se partiera en dos.”

D. (Con la cabeza a la altura del ombligo a causa de la media docena de collares que rodean su cuello de caña): esa anarquía hippy de solo apariencia, mera pose testimonial, cuyo mayor quebranto a la sociedad “podrida de mi tiempo” pasa por no pagar el billete de metro, lavarse el pelo cada dos semanas y birlar en el supermercado un paquete de puré de verduras y un bote de tomate.

Al final, olvidas los pensamientos, sólo recreas los hechos.

En mi última exposición: “La comprendo a usted. Es un… oráculo. Todo su trabajo responde a ello.”

Confundía iglesia con religión.

Praxis es la palabra de moda. En lo artístico: el hecho de crear es una acción cuyo fin es él mismo. Remataba a la duquesa: “Y yo nunca mido las consecuencias de mis actos.”

“En cuanto los signos distintivos de su arte…”

Mire, usted, ¡el icono soy yo!

Juego una partida de ajedrez con Duchamp. Los movimientos son confusos, como si una bruma dorada ocultase su verdadera intención. Inesperadamente, un río blanco parece anegarlo todo. Luego, avanzo encerrada en una de mis torres por un suelo de vidrio. Y más luego, desciendo como un ave enfurecida contra la tierra blanda. Jaque mate. Le he derrotado. “Has perdido”, me dice con una voz glacial. Despierto.

La tarde anterior, Morris hablaba de Duchamp, nos pasaba copias de la compilación de un tal Sanouillet: “el lenguaje como el ajedrez son de una infinita combinatoria”, decía iluminado y converso.

¿Por qué creer en este tipo?

Porque habla con el aplomo del oscuro (El Oscuro).

(Y no da pistas al enemigo.)

Los adoquines relucientes de Green Street; y, luego, un café bien caliente en el café amarillo de la calle Prince, mientras cae la lluvia (repica alegre y fresca sobre la acera, sin furia, amigable).

Entonces la palabra sustituye con holgura a lo plástico: una tarde de abril, una de esas en las que en el cielo se aposentan grandes nubes oscuras con bordes resplandecientes, de sólidos dorados.

Es una suerte de primitivismo: volver a los signos, al gesto, a las cosas (señalar con el dedo las cosas).

Si la poesía tiene que ser compleja, entonces al arte le basta sus apariencias: eliminaremos el sentido.

Se despojaba a sí mismo de su máscara de turista, se otorgaba identidad de neoyorquino auténtico: sentado en las escalinatas del Met miraba las hordas con un plano en la mano interesadas en recuperar su identidad contemplando las colecciones de adentro. Nunca las recordarían, sólo eran mirones.

Doctora.P.: si se diagnostica a sí misma está perdida.

¿No entrarías tú en la Neue Galerie?

Trazas hay de ti.

Tanto color disipa la bruma germánica. Qué jolgorio: Shiele, Klimt, Hoffman, la pandilla de Brücke, Blauer Reiter… Borrar lo alemán…

En torno a la calle 85 y 86: alemanes.

J.: “En el Lower East Side las sinagogas se contaban por cientos…” Y no eran simples escondrijos donde precaverse de las adversidades del futuro: sólo deparaban una tregua… emocional (en cualquier caso).

Dijo: “La única verdad en el arte de nuestros días se cuece en los sótanos de Sotheby’s.”

En las alcantarillas…

Entraban en la galería, miraban en torno a sí. Miraban como si estuvieran en Rockland. Huían espantados. Y un día, uno de los locos, uno de los poetas del aullido o uno de los pintores suicidas, apareció de cuerpo entero en una de las revistas satinadas de los sábados, y entonces se volvieron complacientes, y entonces.

Y entonces.

Creer en la “historia del arte”, e incluso su verdadera evolución, como una historia de las emociones, el recuento paulatino y milenario de un mirar humano hacia adentro de sí que luego, examinado el conjunto de perplejidades y misterios que nace de esa reflexión, lo expresa en forma de plástica hacia afuera.

¿Qué es la obra? Un campo exploratorio. Una reflexión sobre ella mientras se elabora y se abren nuevos interrogantes. Huir de la naturaleza y su representación en el arte es una forma más de filosofar.

¿Entonces?

En efecto, ya en el callejón sin salida una puede tranquilamente llegar hasta el paroxismo, hasta el mismo abuso indiscriminado de todo lenguaje. La jerigonza plástica, el pensamiento libre de ordenanzas, meta teórico, naufraga en la incomunicación pero, a la vez, genera el monstruo visual

Un animal con vida propia, una verdad incontestable, hecha del mundo.

Un arte de interiores. Sucio y realista pero sin los componentes típicos de su inventario acorde, sólo sustituirlos por otros irreconocibles, como si el cambio de guardia fuese promovido ahora por espectros informes salidos de la ocurrencia estrafalaria. Así los interiores espesos de los apartamentos y casas de vecindad, de una tristeza apabullante bajo la luz eléctrica, con unos pocos muebles baratos y muchos bibelots sin ningún valor, con sus habitantes presos en las cuatro paredes con todo el peso del tiempo inútil encima de ellos, inmigrantes que se aferran a la jerga que traían consigo al llegar al “nuevo mundo” para sentirse seres humanos, trabajadores en paro o de oficios miserables y prescindibles, mujeres deformadas por la lucha doméstica, el asco y la inseguridad, ancianos derrotados que nunca supieron del paraíso prometido, niños famélicos o ya embrutecidos y viciados por las calles nocturnas…

Tales materiales no exigen las herramientas habituales de una autopsia corriente. Buscar, entonces, la alusión más extraña, hasta paradójica, lo más opuesto a la fisicidad, a esa carnalidad tan sabida.

¿Puede percibirse un artista? Anda, come y quiere como los demás. Muere como los demás… Pero no vive como los demás el tiempo, y ningún otro ser humano se le parece cuando está solo en calma o como un poseso a las ocurrencias de un demiurgo: respira a solas, se muerde a solas para matar el dolor como un perro herido de muerte se muerde a sí mismo con rabia.

Cuando estás en “esos días” no puedes por menos de pensar que tu relación con la naturaleza procede de las mismas imposiciones de tu condición. Imposible soslayar unas leyes que apabullan por su lógica matemática, pródiga, infalible y todavía secreta. Tal vez, sí: soy fisiología pura.

La materia (inédita) te reinventa.

¡Cómo descreer de la química apestosa de mis obras! Es su esencia.

El verdadero escultor no nace de la pintura. Y, sin embargo, a todos ellos, los de mi tropa,  la etiqueta que mejor les encasillaba y desmenuzaba con mayor facilidad procedía de aquella disciplina. Parecían brotar de una pegajosa textura que iba adquiriendo volumen a medida que el aserto de Frank Stella se imponía con una facilidad e inocencia criminales.

Mayo, 2100.

Cien años después.

¿Parece la misma primavera? Abril, seguía siendo el más cruel…

En lugar de escribirla, de dibujarla consiguiendo sus malévolos contornos, su triste coloración a través del microscopio, podrías haberla materializado, hacerla palabra objetual: cáncer. He ahí el trasto magnífico. La cabeza pelada oculta bajo el pañuelo, disimuladas las ojeras, maquillada la palidez, el corazón alborotado, el miedo, las lágrimas, la rabia, la lástima de los otros disfrazada de indiferencia.

“Luche”, dicen.

Creen que eres un soldado cobarde, y hasta un desertor, si te niegas a pagar dos, tres, cuatro millones de dólares para prolongar dos, tres, cuatro meses de vida horrible a base de potajes químicos y rayos maléficos.

“No se detenga, no se rinda.…”, apremian ataviados funcionarios con sus ridículos atuendos blancos, azules, verdes y sus ojos mentirosos y hastiados, preparada la faltriquera, la letra de pago.

(¡Hijos de perra sarnosa y muerta! ¡Alimentan a sus inútiles hijos con el papel verde del dólar día tras día embutiendo porquerías por el esófago del canceroso moribundo! ¡A mí dejadme extinguirme en paz! En silencio, calladita, tranquila, conforme con un universo de estrellas y magnitudes más allá de lo humano, a años luz de los quirófanos y vuestras manazas de doble piel, muriendo hecha de  galaxias, de estrellas, lejos…)

Estar enfermo de cáncer es estar de atado de pies y manos, una ruleta rusa entre el asco y las ganas de seguir adelante aunque no sepas muy bien para qué ni por cuánto tiempo. Y, al final, bajas los brazos porque el amanecer son clavos y el agua en la garganta quema y los ojos han dado la vuelta tras los párpados y muestran un interior (tu interior) lleno de venenos y jirones malolientes, porque ya sientes el vacío entre la carne y los huesos mondos y lirondos. El cuerpo… ¡para ti la perra gorda, cabrón!, yo muero.

“Me interesa todo lo concerniente al arte. Puedes creerme”, mentía.

Pero no la creí: miraba más a los artistas que a sus obras, y respecto a mí, supe que mi trabajo le suscitaba muchas dudas, “como las que siente acerca de todas las mujeres artistas”, me aseguraron.

Un año después, en Fischbach, aparece acompañada de Marilyn y simula no verme: se ha casado con un tipo que juega en los New York Giants, una especie de coloso de dos metros de altura, cabellos de oro, boca jugosa y brillantes ojos verdes. Debí creerla entonces.

-¿Haces escultura?

-No. Creo objetos.

-¿Cuál es la diferencia?

-Al hacerlos, yo no miro a mi alrededor.

-¿Entonces?

-Me basta con aislarlos en el espacio. Los objetos no son reflejo de ningún espejo.

¿Cuál mi naturaleza?

Pero, ¿tiene esto importancia en realidad?

En cualquier caso, interés relativo, equívoco.

Calla y reflexiona paseando por esas increíbles y abigarradas callejas del sur de Manhattan.

Todo es una ilusión de los sentidos, me digo cuando deshago irritada una forma de maraña (que me ha costado una tarde entera de urdir) y contemplo en el suelo sólo una forma de maraña, un montón de hilos sin sentido, un rebujo. ¿Lo tenía antes? ¡Por supuesto! Yo le insuflé como una diosa el aliento de lo vivo, fue deliberado. Fui su creadora, y eso era un hecho incuestionable. Y, ahora, como la diosa que soy, la destruyo, y la forma que se gesta, ese informe bulto, ya no es nada, es obra del azar, de lo aleatorio. No es arte, me repito una y otra vez, una y otra vez…

Dejar la mente en suspenso, no dormida, ni narcotizada, viva, sin pensamientos ni memoria, física como un dedo, un hueso, una parte de la carne.

“Yo no tengo discursos.  Son… cosas.”

Entonces eres tú (¿el alma?) quien discursea.

El bebe un combinado de whisky. Ella no toma nada. Es una estatua de cristal. No está. Mira a través de ella cristalina y penetrable el trasiego enigmático de la calle bajo la llovizna. “Deberíamos dialogar un poco más”, se dice.

“¿Qué tiene de surrealista tu obra?”

“Lo que no tiene de dadaísta.”

Una/uno, siempre se muere en el tiempo antiguo, cuando las cosas de entonces están pasadas de moda. Cinco años después de tu muerte, el mundo te recuerda antiguo. No hay nadie que muera adelantado a su tiempo. Y, si es así como parece, son los demás, los coetáneos y sobrevivientes, los que no te entendían ni entonces ni ahora, y nada clarividente había en ellos. ¿Sucede lo mismo con las obras de arte, se posa sobre ellas la pátina de lo desfasado…? ¡Pero yo no hago obras de arte! Son… un testimonio de lo efímero, llevan implícita la idea de la decadencia, y nada resuelven, y nada significan más allá de su intención procesual y, después de mi muerte…

En el principio el objeto sólo era exigente de una percepción estrictamente formal, libre de una significación especial… No tardarían en adosarles la gratuidad de las asociaciones.

¿Qué clase de mujer eres? La que ha enhebrado una malla de muerte invisible a su alrededor. No podéis penetrar a través de ella: he ahí la obra sin significados.

F.: al no creer en la escultura moderna, renuncia a una definición que pueda explicitarla.

(C.A. decía de él: no quería ser artista… quería ser importante, y el arte se lo hizo creer antes de hora.)

El rostro de la locura, del miedo, de la ansiedad, del abatimiento… Nada de ello puede ser dibujado del natural o fabricado desde la deformación de lo supuestamente real. Sólo puedes inventarlo. Darle la forma de la excentricidad.

Yo he de moverme en lo raro, pues todo en mí es insólito respecto a los demás.

¿Realmente  grita El Grito de Munch?

Qué tipo: los cielos, el paisaje, le gritan.

Contesta a su vez… ¡gritando!

Mi iconoclastia debería hacerme ver sin excusas que no he de esperar misericordia en ningún caso: la sacrílega, y esto es lo escandaloso, se muere de ganas por atrapar alguna de las migajas de la cultura “oficial”.

Todo artista moderno consecuente debería ingresar en la plantilla del instituto SETI: más allá de lo conocido en la Tierra...

Diario: nunca las incidencias del día. Sólo las avanzadillas de una técnica, bocetos de las maquinaciones: los pensamientos frustrados (?).

Inauguran cerca de la Universidad de Nueva York una “falsa” escultura de 12 metros de Picasso. Casi escondida entre edificios de apartamentos para estudiantes, Sylvette  luce una maravillosa cola de caballo que acentúan las líneas negras decapadas sobre el cemento. Pesa 30 toneladas y el “pedestal” se esconde bajo el suelo donde se apoya.

Algo por dentro (quizás todo) se desploma en silencio. Larvada la catástrofe celular, una parte de mí enmudece mientras la intimidad abandona el sigilo, se muestra, y se humilla…

El diagrama de un ir y venir, las emociones, los sustos.

Judía. Pero sin raíces.

Judía libre de toda obscena iconografía.

Obra: sin referentes. Al menos no reconocibles. Podría ser la de una judía.

Esa es la clave.

No (sin condiciones).

Sí (condicionalmente).

Proyectos: avanzadillas hacia atrás del futuro (un tipo barbudo y severo que te la puede jugar sin el menor escrúpulo).

Aún no se decide, la chica. ¡Quién sabe cómo puedo acabar!

De quebraduras, o amante del passe-partout, del marquito dorado que privilegia una abstracción comedida. La réplica fácil a los bocetos trágicos que imagino inocente de toda culpa: un arte llevadero, digerible: una obra-producto típica de un Phil Spector que controlase la audiencia: nítida, prefabricada, dimensionada por el sónico envoltorio brillante y colorista del dulce caramelo oculto.

¿Adónde vamos?

En el Met. Los griegos: sin embargo, más que las figuras se me representaban las cosas y costumbres de la época, tan museables como las figuras. No ellos: las huellas de ellos.

“Lo que haces es poco relevante”, dijo.

“No importa”, repuse, “mientras sea revelador...”

“¿Para quién?”

“…aunque sólo sea para , que es exactamente lo que me propongo.”

Ya no acierta a decir nada más. Desvía la vista, sonríe con notorio desdén. Al carecer de una réplica adecuada, mantiene un silencio embarazoso. Se aburre. Quiere largarse a la otra parte del mundo.

(La clase de conversaciones que más me irritan, y a las que me veo lanzada cada vez que se produce un encuentro entre F. y yo, sea en el lugar que fuere. Desde Yale, hace una eternidad, no lo había visto. Confío en volverlo a ver… ¡dentro de otros dos años! ¡Para entonces tendré otra respuesta preparada!).

Un arte fónico (sólo visual).

Una especie de…

Primero, la palabra, el objeto. La cosa. Luego, le ponía los nombres.

Ella se tranquiliza adentrándose con los brazos arremangados en la luminosa frontera del presente que algo destiñe de oscuridad lo futuro: desoye el transporte de lo meditativo y la vacuidad yóguica. Los ojos bien abiertos, agarradas las manos a lo real y visible: “Mañana lo haré mejor.”

¡Qué sea el mañana el motor de hoy…!

¿Cuánto hay de biografía íntima en una sonata para violín de Shostakovich? ¿Y en una de Schubert, la 21 para piano, por ejemplo? ¿Y cómo percibirlo? ¿Puede descubrirse en realidad? Y si es así, ¿por qué hay que creerles?

Una autobiografía es mi obra: mirad esa cuerda, atada estuve a ella, pendía sobre el vacío…

La música, que cuenta cosas…

El objeto, que también alcanza a emocionar por lo festivo o chocante de su uso.

Esta es la exposición, buena parte del todonuevayork invadiendo el desolado garaje ahora sublimado por el gran arte. Las decenas de personajes ya conocidos del Midtown, algún canadiense despistado y G., El Oráculo. Pero sobre todas las cosas (hasta de la misma exhibición de la obra), ella, la artista del momento: viste un qipao confeccionado a mano en seda de Suzhou teñida de rojo, y el moño dorado, la boca brillante, los ojos alarmados.

El día discurre plácidamente, se desliza por el curso de la luz que poco a poco va desvaneciéndose. Entonces sobreviene la noche, lo perturbador de un movimiento propio que nos tiene atrapados hagamos lo que hagamos en torno a una fuerza mucho más poderosa, cósmica e inescrutable.

Un laboratorio de ideas a escala de una casa de muñecas: materiales diminutos, un bloc de apuntes para la tinta azul, un bloc de dibujo para el carbón: química, los sustos del color, ahí domino las formas, la estructura del monstruo, y la traducción deformante de la memoria y sus terribles alaridos silenciosos logra desparramarse bajo la luz intensa empequeñecida, reducida al tamaño admisible: cuando alcancen su debido tamaño se habrán convertido en pesadillas, en obras de museo.

En Thomas Street.

Una pequeña escalinata negra con barandillas de hierro forjado da paso a una puerta pintada de azulón y picaporte dorado flanqueada por dos columnas de piedra blanca. También la ranura para las cartas es de metal dorado. La fachada es de ladrillos rojos. Y tiene dos ventanas de cuerpo entero ovaladas de madera pintada de blanco a ambos lados de la entrada.

De repente, olía a jazmín.

lunes, 4 de abril de 2022

55

Piensa de una forma natural, habla con sencillez, escribe de una forma aceptable (es decir, vulgar) y… ¡sofistica hasta el extremo su obra plástica! ¡Qué aberrantes contradicciones!

Esa tosquedad a lo dadá. Vale su discurso pero investido de toda la tragicidad posible, incluso en sus aspectos más cómicos, la ironía de alguna de sus apariencias.

¿Cómo no iba a gustarme esa película? Plano general de las aceras bajo la lluvia racheada por el viento, las calzadas que brillan por la luz de las farolas, el repiqueteo de las gotas sobre el pavimento, la noche malvada que amenaza con toda su eternidad… Y todo eso antes de los títulos de crédito, mediante un travelling lento que no subraya ninguna música, adentrándose en el mismo corazón de las horas nocturnas…

Qué mudez siniestra: sabe lo que quiere decir, tiene el lenguaje, pero carece de vocabulario para hacerlo.

Las descripciones físicas sólo parecen importar cuando has olvidado hasta el nombre de los personajes.

Para dibujar el pensamiento no necesitas un idioma. Y el estilo o la tradición no tienen nada que ver con todo esto.

Me dijo que leyera a los filósofos (¡supongo que no intentaba endosarme a Kant o algún metafísico!). Pero yo prefería meterme en un cine, o desmenuzar Nueva York catalogando centenares de sus imágenes urbanas, andar sus calles, empujar las puertas de madera y cristal de cafeterías desconocidas.

No niega el valor de una obra. ¡Niega la obra! Su juicio, entonces, carece de todo interés.

Mi vida social: fechas que caducan demasiado aprisa.

De nuevo J. Luego, películas alemanas.

¿Dónde están tus cuadernos de dibujos infantiles con lápices de colores? Volaron con mamá.

La verdad, si puede ser indeseable por bruta (y lo es en múltiples ocasiones), también puede ser ingenua, incoherente o denotar falta de moralidad.

La religión (pero eso ya lo señaló A. la semana anterior en Sh.) acaba siendo el ornato de nuestro desconcierto. S., agnóstico, le replicó que a él en su desconcierto le sobran las galas festivas.

Un postminimalismo desconcertante y pulcro.

La cena de anoche: agua embotellada y pasas de Corinto. El almuerzo de hoy: una brocheta y una copa de vino. Para la cena: unas páginas de Kierkegaard (y un sándwich de queso).

De tres a cinco en el Met.

Luego, vuelve a llover.

Despierto a las 6. ¿Estoy sola? Ha sido mi primer pensamiento, o todavía resonaban las voces de mi sueño en el despertar. Es totalmente de noche. Pero ya sé que será un día gris y oscuro, lleno de nieblas otoñales.

28-12-1956. Aún faltan días para mi cumpleaños. 21. Pero dijo: No importa. Me invitó al Winter Garden. Troilo y Crésida: ¿por qué combatir más allá de los muros de Troya, cuando en mi corazón ya se bate una lucha tan cruel?

Oído en el restaurante: “Ayer por la mañana cogí cuatro taxis. Y estuve prácticamente todo el tiempo entre la 42 y la 73.”

“¿Sabes lo que significa Häagen-Dazs?”

En Grand Central: D. llegaba de Boston en el tren de las 7.30. Antes que la sonrisa en su rostro y sus ojos brillantes, observé que llevaba un libro en la mano.

A veces Nueva York parece los decorados practicables de una mala comedia de Broadway: donde había una verdulería se alza ahora un cine; donde un restaurante, una tienda de ropa; donde un teatro, un banco; donde una librería, un despacho de la Administración. Todo parece mutar cuando la comedia es siempre idéntica a sí misma.

¿Se llama pensar estar metiendo continuamente las narices en la enciclopedia Compton?

Tiró el libro de reproducciones a la basura y se fue al museo. Quemó el museo. Se puso a pintar. Y no dejaba de lanzar vistazos a través de la ventana: era la primavera que reverdecía las copas de los árboles urbanos, y estaban los olores tenues, y las voces se oían más alegres, todo bullía alrededor, y de ti se esperaba la ofrenda por la magnífica merced de estar viva.

Sangre para Israel. La extracción fue excesiva, creo. Luego, el feo moratón durante días.

Ya en mi juventud, mi padre insistía una y otra vez que leyera Doktor Faustus en lugar de La montaña mágica.

Todos los perros y gatos callejeros que mueren sobre las aceras parecen en calma, resignados a su suerte. Sólo cuando al cabo de un tiempo, un día después, se pudren empieza a asomar en sus bocas descarnadas una estremecedora mueca de crueldad, se diría que hasta de rabia, y esa imagen envuelta a su vez en el fétido olor que despide el cadáver produce una visión terrorífica.

Demasiado puntual: eso te quita misterio.

Mi padre coleccionaba cualquier cosa. Alguna de sus colecciones apenas sobrepasaban un número limitado de objetos o ejemplares; otras, superaban el centenar. Ninguna vida se completa (¿cuál es el número perfecto?), ninguna colección colma en realidad la medida absoluta entre el principio y el final. ¿Cómo puede alguien aferrarse a lo incompleto, a lo ilimitado? Porque eso otorga un sentido invencible a la continuidad de los días, los revela absolutamente necesarios para una culminación.

En el parque. Mano sobre mano. El aire dorado por el atardecer. La brisa aletea sobre las copas de los árboles de abril.  Cualquier cachorro sano y desvalido, ansía conquistar al mirón. Sabe de su encanto. Pero, ¿cuál de estos dos es el cachorro, el juguete?

Fulcanelli. La piedra, los espacios ejemplares.

T., en Düsseldorf, compró un ejemplar en francés de “El misterio de las Catedrales”. Aparentaba entenderlo… ¡No, aparentaba leerlo!

En el museo: Otto Dix, Grosz, Ernst, Schwitters. Sólo durante unos meses: me obligué a acudir a las salas una vez por semana.

Toda obra es una suerte de testimonio, incluso si no lo es.

Buscaba cosas de su infancia, papeles, juguetes, objetos… Los destruía con fruición.

“Por fin”, dijo K. al conocer su muerte próxima. También W. y H. Tal vez lo piensen todos, esos grandes hombres y mujeres de la historia.

Leer muchas de las novelas de la segunda mitad del siglo XX es una pérdida de tiempo. Tendrían razón de ser si las hubieras escrito tú.

En Yale: “Lo creas o no, es posible comer por 65 centavos.” Tenía razón: un sándwich de carne, un pedazo de pastel de manzana, un vaso de agua. 60 más la propina.

Únicamente soporto lavar mi ropa interior si canturreo. T. se reía: por sus ruidos los conoceréis.

Heracles… Pero siempre lo imagino con el pene flácido, agotada su fuerza a causa de los caprichos inútiles de los dioses, los trabajos (¿7?), vencido por el sueño.

R. el librero: “¿Cómo es posible que aún queramos comprar algo que nos distraiga del tiempo?” Le contesté que aquella era una manera muy superficial de definir la lectura. Se defendió en seguida: “Todo es una lectura, no es preciso que se halle encerrada en unas páginas.” (?).

S. declaraba sentirse orgullosa de ser judía. Pero no podía ser otra cosa. Y no profesar una religión no es ocultar tus orígenes. Ambos conceptos no son intercambiables.

2/3. X. (no por vergüenza, es discreción). Demasiado sola:

Judía con el pelo largo. Tendencia a engordar. Sonrisa amigable. Ávida de conocimientos. Liberal. Sin problemas con el sexo. Algo mentirosa (por miedo a perder algo, una ventaja a las puertas, reconocimiento…) e interesada (sólo lo justo). No tiene escrúpulos en ocultar sus verdaderos objetivos, que poco tienen que ver con sus actos (tan naturales que parecen). Capaz de guardar secretos a pesar de ser lenguaraz y algo caótica. No cree en el amor (divorciada), pero como ya ha anticipado le gusta el sexo, es cariñosa y ansía compartir las cosas. Artista. De hecho, es un genio. Promete morirse pronto.

Reinventar la realidad no sirve de nada: sólo la “traduzco” inoculándole un poco de emoción, un poco de misterio, algo extraño que nace de los sueños (el color, la forma, la atmósfera vagarosa que todo lo envuelve), la ilustras.

Peligro: de pronto, lo único que empieza a importar es meterme en el estudio. Todo lo demás ha dejado de tener sentido. Más allá de esas cuatro paredes tan fieles sólo hay insatisfacción, vacío, hasta dolor, ni siquiera el lápiz que boceta… 

K.G.: Estoy convencida de que hace las cosas por mera vanidad, no porque piense que merezca la pena crearlas. Su obra es un artificio absoluto (incluso una filfa), un medio para significarse sin que los valores intrínsecos de aquélla tengan que ser plausibles. Y la vanidad… ¿no es un cierto complejo de inferioridad en el fondo, una necesidad constante de reafirmarse a sí mismo en la exhibición sin más? Quiere que los demás participen de sus ornamentos (meros espejuelos) pero no de sus pocas virtudes y cualidades a las que considera desdeñables por su escaso mérito: se cree otra mucho más maravillosa: se equivoca conscientemente: prefiere soñarse.

Y respecto a L.: no le mueve una disciplina, un programa intelectual convenido, sino un conjunto de emociones dispares, un estímulo indefinible y desordenado. Su vida, que es seguro que será placentera, es un zigzag que no ha de dar en diana alguna, al menos ninguna que haya concebido previamente.  

D.F., acaso, vislumbra la mayor sinceridad en su obra: “No entiendo por qué razón me consideran un artista. Soy… un posibilista.”

Un color plata. Mejor, un color luna.

Dibujar sobre un papel las intrincadas idas y venidas de mis relaciones con la gente, las líneas de aquí para allá que se alejan, se curvan, vuelven al punto de partida, proyectan círculos, trazan diagonales, triangulan, se desmienten a sí mismas en quebradas, se tornan rectas, se pierden por los ángulos del papel…

Nota sobre cine francés: la forma, la sequedad de un diálogo que semeja desdén, incluso con la sonrisa en los labios. Es una cinematografía que te hace ver el paisaje de los personajes.

El marido de la perfecta ama de casa americana: un ídolo con pies de barro. (A partir de cierta edad: siempre exhausto como después de una eyaculación, y el portafolios o la llave inglesa odiosos debajo de la cama mientras ronca asquerosamente). 

Cine: la cámara escribe (a veces con faltas de ortografía, y entonces es lo bueno).

S.S. en Yale:”Lo que se escribe en un diario, si es honrado, nunca está destinado a ser leído por los otros…” Sería, entonces, como el otro lado de la luna de los demás y de una misma.

Escribir profesionalmente es un acto de corrupción siempre.

De nuevo: ¿por qué una es artista? S.: “Por pereza”, dijo sin piedad, en la cafetería, frente el desayuno, ¡a primera hora de la mañana! 

E.: “Bien, el arte… ¡Pero nada de construirse uno a sí mismo a través de él!”.

¿Cuándo eres realmente una verdadera artista? Cuando pisoteas con la suela más sucia del zapato más viejo que escondes en el estudio lleno de obras maestras que nadie ha visto aún tu maldito ego.

Rememoro mi niñez: tenía la absoluta necesidad de sonreír siempre, de creer en todo, de ambicionarlo todo. Incluso después de la tragedia de mi madre. Las terapias no eran la alfombra donde esconder la porquería. Eran…

Esas obras malas… al contrario que esas novelas (¡malas!) que ocultan tras el nombre de los personajes seres reales, hechos reales, diálogos memorizados…

También el arte está lleno de tópicos. Más que ninguna otra cosa en el mundo si se exceptúan el amor y la familia.

Canal Street: “Siempre hueles a veneno”, me reprochaba al verme cargada con los botes y los grandes paquetes.

Confundía el deber con sus capacidades.

En la 47, de noche: descubro en la ciudad mucha más suciedad cuando se desvanece la luz del día: rostros macilentos bajo los neones y las luces eléctricas, los gestos cansinos, los ojos turbios, las aceras alfombradas de papeles, envases vacíos y vasos de cartón, las ropas arrugadas, las huellas de un andar obsesivo.

Nadie quiere a quien tiene cerca. Aunque (siempre antes) pueda haberlo deseado con pasión: me recuerdo muy desvergonzada entonces durante mis visitas al estudio de…

“Podemos comer en el griego”, dijo con falso desinterés. En el chino. En el indio. Pasta en Tony. Carne en Camden. Arroz en Pai. Perritos calientes en el “hombre del carro amarillo y azul del parque Bryant”…

Otra interminable y profunda conversación sobre el alma, el arte, la familia, el amor, el sexo… Estos tipos intelectuales de barbas descuidades y marxistas quieren aparentar naturalidad cuando pretenden confundirte con sus peroratas engoladas sobre el sexo, pero en realidad les asoma la baba obscena por los ojos, se percibe un ligero temblor en sus voces de centauros onanistas guardando (y sufriendo) una educación contenida: “Todo debería fluir con suma sencillez…”, proponen con medias sonrisas, y delatan sin advertirlo la estúpida complejidad con que lastran su actitud en este aspecto. Hay una liberalidad en todo ello que induce a la tristeza y el desgaste en lugar de a un enriquecimiento personal, a una alegría “física” que podríamos llamar primitiva. Pasan de lo obsceno (hasta cierto punto de una atracción muy natural en según qué circunstancias) a lo abyecto simplemente por falsarios: mutarán en políticos de sueldo fijo.

Dos lesbianas en la fiesta de…:  “A ambas nos ha venido la regla a la vez.” (¡Buenas noches!, exclaman a carcajadas dirigiéndose a la puerta de salida sacudidas por la risa.)

El desorden es hermoso… pero sólo para la vista. Y esa costra inglesa de lo usado, tan bella en los muebles, la ropa de excelente tejido, los objetos, los libros caros.

Resulta que el arte es… el proceso.

Ama Nueva York (Upper West Side). Tendida en el diván. Lánguida y viciosa. Indolente y algo sucia. Picotea en vez de alimentarse de una forma sensata (por ejemplo, rosbif, minestrone, ensalada de queso…). Y bebe licores dulces, no deja de hacerlo mientras devora libro tras libro. Hijuela de un Hopper menos campesino y menos boquiabierto urbanita (sus cárceles del W.): prisionera entre cuatro paredes enteladas, espléndido secuestro adónde llegan los resplandores malignos de la gran ciudad invisible, los colores anestesiados, como apagados los ruidos del misterioso frenesí de decenas de metros más abajo, los pálidos destellos de las luces de la mañana, la tarde y la noche que parecen materializar con sus tonos y las sucesivas gradaciones la soledad y la tristeza, el hastío, las penumbras del pensamiento, la abulia suicida presente todo el tiempo.

El recorrido insensato. A las 9,15 con S. A media mañana dos horas en el estudio. El sándwich de lechuga y ternera. La copa con A. En la librería (R.: “Lee a los sureños.” –McCullers, Capote, O’Connery… ¡Faulkner!-) Otras dos horas en el estudio. A las 18: aún no ha llegado mi pedido: mañana trabajaré menos. Ducha y me cambio de vestido (verde, sin mangas, de falda corta). Exposición de F. Luego en compañía de S. (dos encuentros con él a esta hora del día), A., M., K. y R. Cena en Puglia. Teatro. Otra copa. ¿Qué tal si…?, parece decir su mano tan cerca de mi muslo. No. Cada uno a su cama.

Sloan no era realista. Y al decirlo, este otro pintor realista fulminaba con la mirada, aguardando belicoso la menor oposición a su aserto metodológico.

“Trabajo con Mozart”. Quiere decir exactamente: “Soy una artista culta.” Podría discutirse. Si escuchas música, escuchas música. Aunque quizás Mozart… ¿Qué ocurriría si en su lugar fuesen Frank, Weber,  Boulez, incluso Brückner…?

¿Y qué tal Hindemith?

(El buey en el tejado).

Uno de los días anteriores, al salir del teatro, con la copa en la mano, el amigo de Morris clausuraba terminante su motivación para escribir: “Ya sé que se ha escrito todo a estas alturas (1968)… Pero yo he de escribir para poder leer…”

Peor que las relaciones peligrosas… ¡las falsas! Esa manera taimada de perder el tiempo, de que te roben gran parte de lo mejor de ti tan sibilinamente.

Es de esas mujeres capaces de decir que le  hizo el amor de una forma brutal o tierna, interminable... Peor todavía: ¡de dejarlo escrito en su patético diario!

Enferma. Ahora sé mi desgana unas veces, terror otras, de viajar. Nunca me gustó hacerlo, me daba la sensación de hacerme trampas a mí misma, de no estar donde debía de estar. El asco de la provisionalidad del turista, sin poder aferrarte a nada de lo que verdaderamente te sostiene. Sería paradójico que la enfermedad me condujera a un estado análogo de transitoriedad absoluta.

Aprensiones.

Nadie es una extensión de otro. T.: finalmente, al paso de los años, se convierten en una sombra… ¡de algo invisible!

Sucede como en el arte: indiferencia o desprecio. Lo demás sólo son intereses.

Mejor ser fuerte. Las batallas de los débiles pueden ser terroríficas, ¡y siempre las pierden!

Es una shikseh. Pero “esa” es precisamente otra forma de llamarte judía de modo despectivo, pues no expone una sola condición; antes al contrario, recalca la tuya propia.

Deudas: ninguna moral, ni siquiera ética.

¿No se ha dicho que los judíos son cristianos secesionistas?

Agrega El Glosador: (“¿Qué es judío?”, preguntó Lucette.)

Ray: “Barth. En Doubleday.” Lo encargo. Se ríe. Desconfía de mí.

La violencia de lo imprevisto. Conciencia de la muerte: la catástrofe de lo inevitable. “Pero tu lugar y tu tiempo ha sido en Shiva, cerca de Brahma, lejos de Krishna.”

Cedar Tavern: de jovencita atisbaba en su humeante interior buscando monstruos. Regresaba a casa alborozada y confusa, con las piernas temblorosas.

Parece ser que la verdadera riqueza es la que está por llegar, lo cual es absurdo. Pero así es. Antes de ultimar una obra, ya creo más en la que aún no he concebido. Y ni siquiera revolotea en mi cerebro. Ni un boceto todavía.

Kant nos ha sitiado con altos muros, dijo el profesor. Andre: aprovecharemos sus ruinas.

“Atenas”. No obstante, todo lo azul y lo blanco (y quizás el amarillo) claudican ante cualquiera de los hierros o los almacenes portuarios de Chelsea.

Mucho mejor judío que yo, leía todos los textos de Sholem: “De ese modo”, mentía, “ahorro la sangre y el mal gusto en mi obra.”

El arte moderno es la verdadera ciencia-ficción de nuestros días. A. se reía. No así S., y mucho menos…

Eres demasiado inteligente para el sexo, dijo. Como si un orgasmo, rebajado a una mínima función física, fuese únicamente cosa de lelos.

Wittgenstein: diario (1916): “Los hechos no se pueden nombrar.”

Allen Ginsberg: al estar escrito, todo se acepta más fácil. Es una cuestión de complicidad en su dilucidación: este hombre no puede ser estúpido, y yo sé leer. El arte, al enfrentarse a un espectador más apremiante, exige una rápida comprensión. Pero casi nunca es así. El resultado es el rechazo, la hostilidad y, en ocasiones, el insulto.

Ginsberg: se quita la ropa delante del enmudecido auditorio, prenda a prenda hasta despojarse asimismo de los “sucios calzoncillos”:

todo poeta ha de ponerse desnudo ante la gente, ¡ha de atreverse a presentarse desnudo frente a los demás! ¡Muestra lo que sientes desnudo, sin ocultar nada, aullando ante el mundo!

Pero, ¡ay de los poetas incógnitos, innominados, invisibles!

Tiene entradas para las películas del teatro de Carnegie Hall: “¿Compraría tu tiempo y tu cuerpo con ellas? Al salir (en tu casa o en la mía), podríamos tomar un vaso de vino blanco.” “De acuerdo. Pero me tendrás que envolver en un bonito papel. Y el lazo que sea tu pene.”

¿No te acuerdas? Soy el chico de CCNY. Me acuerdo perfectamente de él. Buenas notas, muy aplicado: un cero a la izquierda. “Claro”, le respondo, y sonrío de modo diabólico.

Ningún filósofo utiliza la ironía. En contrapartida, nunca he descubierto en alguno de ellos desdén, aunque sí indiferencia. (Y en W. hasta el reproche, la recriminación tan cerca de la rabia). Cómicos: Russell (no, divertido): History of the Western Philosophy, ed. Simon&Schuster (1945): comprada de segunda mano en Ray.

¿Mientes? Lo necesario para mantener las cosas en calma.

“¿Sabes lo que significa Häagen-Dazs?”

Observa como dispongo los materiales y culmino las obras en la galería, de un lado para otro, ordenando, colgando, atando. “Pareces una mujercita en la cocina”, dice. Y al final de sus años, la anciana ciega sólo sonreía, quemados los ojos por haber bordado los hilos del oro en las vestimentas sacerdotales día tras día desde niña, encerrada en el orfanato, en el convento, en el matrimonio…

Toda relación íntima es difícil, cuando no imposible por completo. Precisamente por esto, porque invade tu intimidad. En cuanto te percatas de ello, todo es ya una agresión.

Treinta años después: “Vosotros, los judíos…”

En Cinema 16: documentales canadienses.

Todo es negociable. Lo tengo repetido; te lo cambio por un busto romano. Sólo me quedan tanagras. ¿Tres por uno?

Son dos jóvenes geniales, son auténticos. De la estirpe de Woodstock. No tienen muebles en la casa. Se limitan a leer y a la meditación. ¿Dónde comen? En la mano. ¿Dónde duermen? Uno encima de otro.

Estaba fuera de sí, y lo exclamó como si expulsara un esputo venenoso de la boca: “¡Ya no hacéis arte, sólo decorados para unos espectadores que sois los propios artistas! Cada día que pasa es más difícil comprar algo de valor.” Pobre, ¿qué iba a hacer ahora con todo su dinero?

Respecto a D.F.: Es una obra distinta, pero una y otra vez adivinamos el mismo patrón detrás de todas ellas.

El corazón es un cazador solitario. Se lee tan bien… ¡hacia atrás!

Huevos revueltos y cerveza caliente en F. Y luego, de vuelta al trabajo, luchando contra las ganas de vomitar. (Resinas).

¿Por qué todo es tan difícil?... No, no es difícil, es distinto: las personas, los hechos, las palabras, la actitud…

En diciembre del 60 me prometí a mí misma no arrepentirme de nada. Pocos meses más tarde me había casado.

Deseas algo con ardor. Día tras día piensas en ello. Finalmente, reúnes el dinero para comprarlo. Lo llevas a casa. Entonces sucede algo imprevisto. En seguida pierde gran parte de su valor, allí, en un rincón, casi invisible, como un cuadro colgado de la pared al que raras veces se lanza un vistazo.

Si no te entregas a nadie es que eres un cobarde; si sólo te entregas a los que amas es que eres un necio. Si sólo te entregas a ti mismo es que no existes. (Escrito un día después de conocer el análisis…)

Bajo las vistosas plumas de una condición artística a menudo se ocultan las garras sin manicura tratando de conseguir una de las becas de creación (a partir de los 2500$ el filo de las uñas es capaz de partir en dos una mosca en vuelo) que permitan la pitanza diaria. El arte sería el postre, la sobremesa con la taza de café en la mano.

No es un verdadero diario, no escribe sobre su madre.

Siempre cree que es preciso añadirlo: restaurante-mexicano, restaurante-indio, restaurante-italiano… Y debería limitarse a informarnos tan sólo que, cual es su costumbre, no ha comido en el apartamento. Invariablemente, come lo mismo: ensalada de queso y un bistec muy hecho con patatas… ¡y una interminable sucesión de rancios pasteles de manzana!

Si contar los sueños es de mal gusto (y peor es escribirlos), ¡explicarlos ya es el colmo!

Lo dijo de una manera tan estudiada, tan novelesca, que parecía una réplica shakesperiana, como si ambas estuviésemos sobre el escenario bajo la atenta mirada de un público entregado: “Emponzoñas el aire”.

¡Caramba!

Música atonal: le permite ir bien vestida a la dama y mezclarse entre grupos de gentes distinguidas, adineradas y cultas. Sin embargo, el arte contemporáneo abstracto o conceptual, salvo el día del vernissage, poco tiene de ópera, de excusa para exhibir el atavío ¡Y una perfomance puede echar a perder los mejores atuendos con raras salpicaduras!

Sin inmutarse prodigaba las bravatas el tipo de la pitillera dorada. “Hasta James, quizás Proust.” (Cinematográficamente: Murnau.) “Hasta ahí llego. Luego todo es industria o camelo”, pontificó. Y en el teatro: “Shakespeare, querida, no importan los demás, ninguno de los otros, existen miles de formas para una puesta en escena memorable que evite lo reiterativo. Es suficiente con eso.” El tipo de la pitillera dorada salta de un avión a otro recorriendo miles de millas, conduce un cadillac metalizado último modelo, habla por teléfono una docena de veces al día, se informa a través de los noticiarios de TV, utiliza una calculadora Texas Instrument de última gama (1970), viste ternos con el corte adecuado, tejidos y tonos afines a su época… : Otrora, cuando daba “rienda suelta” a sus correrías y galopadas por un Manhattan nocturno, alevoso y delirante de neones y luces rojas… (No acepta la evolución en general, sólo…)

Pensar (y nada de las reacciones químicas del cerebro): una manera de ver las cosas… Es una visión interior construida por el lenguaje o la imagen.

En el Village, justo en la esquina de Washington con Broadway (el mejor sitio para emplazar tu comercio callejero es una esquina, solía decir muy seria Betty -La Mamona- Suck), hay un gran cajón con revistas viejas a:

una, 3 centavos

cinco, 10 centavos

diez, 15 centavos

veinte, 20 centavos

(Algunas de ellas son realmente apestosas… e interesantes aun deshojadas.)

Diseñar una conducta, una manera de pronunciar las palabras, dibujar ademanes, controlar los gestos, colorear miradas.

Ni uno solo de nosotros extendía la mano esperando la moneda, no acuciaba el hambre nuestros estómagos y la ropa, aunque extravagante, cubría nuestra desnudez… Pero míranos a todos ateridos en nuestros cold-water-flats, pagando el precio justo por crear el futuro: grandes genios, grandes fortunas.

Nunca asentía con la cabeza a la manera de Madison Avenue. Sólo consumía tiempo, y muy acertadamente. En efecto, la chica promete.

Seré todo lo valiente que sea capaz,  todo lo ininteligible que pueda conseguir.

¿Su arte? Un hot-rod de dirección única con el que poder estrellarse tranquilamente hablando.

R. :”Lo malo de comprar libros de saldo es que a muchos de ellos les salen las páginas blancas: el premio gordo de la lotería.”

Estuvo recitando plegarias todos los días durante un año, bañada por la salmodia de un kaddish oscuro como su lengua primigenia: madre y criminal.

Cenar un bote de sopa de tomate y guisantes Campbell no es la mejor manera de permanecer lúcido hasta la hora de meterte entre las raídas sábanas de tu camastro. ¿Por qué nacen los fracasados? Nacer es un éxito, un verdadero triunfo sobre otros 500 millones de tenaces competidores, vivir tendría que serlo igualmente.

Allen Ginsberg, ¿hay que temer a las madres que con un bolsito de piel sintética en el brazo y un pequeño sombrero pasado de moda en la cabeza vienen a casa desde el manicomio a pasar la tarde? Ofrécele una taza de café y unas pastas, cuéntale mentiras. Ponle la radio. Y una vez adormilada, la despides: a la jaula, madre.

Yisborach, v’yishador, v’yispoar, v’yisroman.

Artistas, poetas sin madre, cobardes, aprended a vivir como ella: ella, vieja, todavía en pie, solitaria y vencida, ganaba 50 dólares a la semana trabajando 10 horas diarias, pagaba 5 dólares por una habitación amueblada con una ventana, y en sus días de fiesta, mano sobre mano, silenciosa, triste, sólo miraba a través de los cristales sucios las vías del tranvía y el parque desolado con la hierba raída unos metros más allá. Pero la muerte no llegaba y todos los días, al amanecer, acudía al trabajo.

Bien, podría inscribirse en una Escuela de Adultos: Pintura, por ejemplo. Una terapia al alcance de cualquiera.

El coleccionista Z.: uno de esos tipos que cuando llevan a pasear al parque a sus hijos los sueltan de la correa de oro… ¡sólo por unas horas!

L.P., días después de divorciarse: “¿Sabes?, estuve toda la tarde escuchando sus peroratas, aguantando con verdadero estoicismo cómo pontificaba acerca de esto y de lo otro. Al final, la gota que colmó el vaso de su indignación ecuménica fue cuando intenté impregnar de una nota de humor su cólera justiciera: -Querido, en lugar de cambiar el mundo, ¿por qué no me ayudas a cambiar los muebles de sitio?-. Se puso hecho un basilisco El Gran Señor de las Flores.”

¿Qué 68? No sé nada del 68. A mí sólo me interesa el arte que, como es sabido desde Mister Wilde, no sirve absolutamente para nada.

R.: “Se aprende mucho de lo que uno no se sabe.”

R.: “La filosofía antigua buscaba la poesía, éstos destripadores de juguetes de ahora buscan la lógica. Han dejado de interesarme. Ahora son previsibles.”

(A W., católico confeso, le atraían especialmente las fisuras de todo sistema filosófico: le bastaba el misterio de la religión, de ahí sus hachazos kantianos y celadas semánticas.)

Entonces: mi obra es un atentado al misterio, pero también a la claridad de la tradición.

Vuelcas en el arte la inmundicia: cada día más limpia. Esa es la auténtica catarsis. Voy obrándome. Yo: la obra de arte. Y líbrame de los despojos, amén.

Negaba el lenguaje, y para hacerlo lo utilizaba, se valía de él como víctima y victimario a la vez. Un ejercicio de refutación que se descalabraba a sí mismo.

En los sueños quien menos importa, porque nada decide, es uno mismo: es el soñado, es la marioneta zarandeada por la extravagancia.

No me someto a las exigencias de los demás, pero al tratar de conciliarlas con mis auténticos deseos suelo establecer una comparación en la que siempre salgo perdiendo: mi indiferencia ante sus apremios me relega a secundarles, y por comodidad a aprobar su egoísmo.

Leyes naturales: el arte es sofisticado, y aquél que en nuestros días pretende representar la naturaleza del modo más fiel un falsificador: la propia ejecución revela su mentira. No puedes tocar el agua en un lienzo, nos deja estupefactos el vuelo del ave detenido, y las montañas abarcan una mano, planos son los árboles…

El Coleccionista quiso un retrato: un monstruo eternamente con los ojos abierto. Y pagó dos veces por ello.

El cuerpo físico y perverso tan sólo como el cofre de un pirata del que extraer perlas y turquesas, esmeraldas y oros…

Godot.

Esperando.

R.: “Existe un escritor italiano que había creado un diablo mayor: Gog.”

Después de hablar con R. (Una notación en el lenguaje por muy inexacta que sea no basta para desmentir un significado aunque sí para menoscabar su pureza. En el arte puedes truncar mediante la ambigüedad objetual cualquier significado.) Precisamente, debería haberle respondido (como suele decirse, imaginativa cien años después), que ése es el predicado de mi obra.

Todavía pienso como una pintora, aunque ya actúo como una escultora. Lo que me impide dar el gran salto no es sino una cuestión de comodidad física, lo cual no deja de constituir en semejantes circunstancias una absoluta deshonestidad por mi parte, puesto que mis influencias ya son del todo evidentes.

Soñaba con caracoles metálicos. La hechura acorazada les protegía de los depredadores. Organismos vivos que eran carne y metal a la vez.

Una mente porosa, influenciable, siempre aprende. El estilo es otra cosa.

¿Qué hay del significado? ¿Todo quiere que signifique? ¿Es preciso que sea así? ¡Existen objetos, hechos, palabras que nada significan! Son, digamos, una cuestión representativa tan sólo. Una arbitrariedad: creer lo increíble: la gravedad tira hacia arriba. Si soy arbitraria, creeré en los disparates que imagine. Son. Se los lanzo al mundo como una bofetada.

Precisamente, en ello estoy, una proposición es una imagen. El sombrajo se sostiene a sí mismo sin excesivas cargas teóricas.

Remarks: en eso debería consistir mi trabajo. Acechos.

Soy como la bestia agazapada que salta de las sombras para acechar la inocencia de los niños que juegan a la luz del sol. Esta es mi carne, esta es mi sangre. Dejad que se acerquen a mí esos cabroncetes, ya les daré yo la merienda de las cinco…

La misma transgresión implementa mi obra.

Una escultura inacabada, la falla de su estructura, revela más acerca del mundo que las palabras. Puedo ver sin entender. Ni siquiera nombro aquello que no sé lo que es. ¿Qué es? Es suficiente con eso, con el mero interrogante: te tiene inmóvil frente a ello. Esa pregunta ajena me avala, certifica mi poder.

Y, ¿ahora qué?

Busca homologías: más allá del sentido (que nada importa en el reino del absurdo) soy consciente de que una tela de araña pletórica de relaciones, correspondencias, nombramientos

termina por imponerse. Maldito quien la desentrañe.

Qué simple es el palo hundido en la tierra, como antena de lo profundo de ese mundo invisible. Da un millón de vueltas alrededor de él, sin rogar, sin religión alguna. Eres el primer ser de la creación, el dueño del mundo. La boca cerrada. Sin salmodia que valga. Circula una y otra vez a su alrededor.

Una función semántica: mis pasos en torno al trasto erigido sobre el suelo: ellos me dibujan, proyectan mi imagen que es discernible en la composición final. La cuestión es fácil de liquidar: muerta yo se acabó la función.

La obra asocia a mí. Yo era el signo.

Abandona la vida, cierra los ojos, duerme, que todo fuera un sueño.

No buscar en la naturaleza un correlato objetivo de mis pensares, temores y angustias, no hacerla espejo de mi ánimo o desconsuelo. No sacralizarla. Buscar en mí aquello de la naturaleza que más se humaniza en su contemplación, ¡pero en los ojos del espectador!

Huía de una vida académica que sólo podía conducir a lo ritual, a la obscenidad de lo cotidiano y a la frustración. Pocos años más tarde descubrí, ya en Yale de nuevo, ante los “boquiabiertos”, que no hace falta que escupas a nadie a la cara. Limítate a demostrar con la mayor sencillez lo que de verdad sabes. Y fui ecuánime. ¿Sería por la “enfermedad”? Pero estar enfermo no es sinónimo de debilidad, de falta de entereza; al contrario, te torna valiente y, a veces, hasta sabio.

En el 66, de vuelta a Nueva York, la hija pródiga desplegaba hambre saturnal: lo devoraba todo.

“Oigo” tus obras, dijo. Puedo entenderlo perfectamente.

Cierro los ojos: te veo: Film, de Alan Scheneider con guión de Beckett y la sombra sorpresiva de Buster Keaton asomando por lo ángulos, desmintiendo a la cámara.

Las obras… Lo que es posible contemplar en ellas es el camino a una imagen mental incapaz de determinarse plásticamente.

Ella podría decir (todos podríamos afirmarlo) como Stendhal que a los 12 años era un prodigio de ciencia, y a los 20 un monstruo de ignorancia.

“Soñabas”, se sorprendía mi padre. “Hablabas en alemán.”

T.M., en el Zauberberg: lees a la alemana, amas a la alemana

Los lápices de color que me gustan son los que están bien afilados y gastados por la mitad.

Puedo adaptarme a cualquier escenario, a cualquier situación: puedo transformarme sin esfuerzo. Es la ley de mi raza: encajable.

Lo que distingue el absurdo objetual de los “antiguos” como Duchamp de las creaciones de los modernos del siglo XX como yo es la tosquedad nuestra respecto a la pulcritud técnica de aquéllos.

Toda mi obra es un autorretrato. Y recordó: de su alma feroz y complicada.

El párpado, un obturador traicionero, que de tantas cosas te distrae.

Llena de luz.

El absurdo no es una cuestión de imprevistos (el castigo, la recompensa, la enfermedad, la gracia); es, simplemente, algo tan fácil de concebir intelectualmente que cuesta creer que un día se materialice y que sea el misterio de su porqué el que prevalezca sobre cualquier explicación racional: un tumor en el cerebro, como el que ha tenido la desfachatez de irrumpir en mi habitación, carece de toda lógica por el albur siniestro de su aparición.

Odio las flores.

Su olor de cadáveres me hace desvanecer: testas decapitadas.

Dijo: hay que esperar.

La única respuesta es volver la cabeza y mirar a través de la ventana cómo avanza la mañana, aún clara y fresca.

Técnicamente es una mentira: “Por el momento tenemos que esperar. Debemos hacer más pruebas.”

Tienes que esperar.

Definitivamente, los desiertos avanzan sobre mí.

Anne Sexton: coge una de mis manos dulcemente, y su mirada húmeda y acogedora parece implorar: ven, me dice, te llevaré al infierno, verás lo que allí se esconde, lo que verdaderamente es el dolor, pero luego te libraré de sus llamas, de nuevo te devolveré a la vida, alejarás de ti las quejas, el lamento pueril, te aferrarás a los días como al más precioso tesoro.

Efectivamente, se puede disfrutar con la sola taza de café humeante en la mano y contemplar cómo el atardecer empieza a ensangrentar las ventanas más altas de los rascacielos del Downtown.

En la estética india existe una noción, rasa, que es como la piedra filosofal de todo quehacer artístico. El arte como una ventana a través de la cual percibes miles de mundos diferentes. Un perpetum mobile que te induce a maravillarte y emocionarte una y otra vez al contemplar una plástica de revelación.

Ah, una última cosa, dijo. Una última cosa por hoy… Si adivinara que mañana iba a ser su último día en la tierra cambiaría rápidamente de parecer.

Con D. en la galería. “Tienes mal aspecto.”

Y se desmaya, se desploma lentamente al suelo como una marioneta sin hilos.

Junio de 1969: todo a mi alrededor despide un aire malsano, colores funerales.

Líneas que se quiebran.

La tierra y la sal.

He hecho lo que he podido con lo que he tenido, mucho o poco: nunca lo sabré.

“Camarero, un regular.”

A rodar.

Me pregunta lo que motiva todo esto… Las interpretaciones freudianas o meramente estéticas responden a categorías lejos de mis verdaderas intenciones. “Entonces”, repuso, “se trata de algo subliminal, inconsciente.” Así, quedaba satisfecho, puesto que esa inconsciencia justificaba la complejidad e incluso la imposibilidad de cualquier desciframiento, lo que explicaba de sobra su perplejidad inicial ante lo ininteligible. De hecho, ¿qué importa la causa que te proyecta a un principio? ¿Sabemos acaso lo que produce el primer instante del big bang? Y ése, al parecer, es el principio de todo. Las causas deberían ser una incógnita, lo más bello del arte, en definitiva. Lo que no se ve. Y, ahora, lo sé, todas mis obras son simples preguntas más que respuestas, la típica esterilidad socrática.

Drácula, al contaminarnos con su sangrante beso, libera el monstruo que llevamos dentro. Y, a la vez, anega nuestra mente con placeres impensables, la más perversa voluptuosidad. Entonces, el verdadero cuerpo, el otro, sale a flote, disipa la timidez enfermiza y antinatural, nos libra de la medrosidad y la tibieza. Nos adentra en las tinieblas subyugantes del goce desprovisto de la atadura moral. No hay reglas, ni límites, sólo la enorme colección de los deseos, la razón física absoluta.

[Ir a la contra: otra cosa no es el arte.]

Creerán que son una Louise Bourgeois menos explícita: porque también la huida, el miedo, el cuerpo, el dolor, la condición… Toda mujer es alma gemela de… otra.

¿Y si todo esto es una filfa?

¡Menuda pájara! ¡Se te ve el plumero, guapa!

¡Se la va a colar a él! ¡Un verdadero birdwatcher de los que ya no se ven (sic)!

10.000 especies de pájaros… ¡5.000 pájaras!

(Dijo: “No hay pájaros en Pekín.”

“¿Y eso?”).

Hamburguesas dobles, patatas fritas y un batido de fresa, y entreteniendo la sobremesa medio paquete de Camel y tres cuartos de litro de café: perfecta para el infierno. ¡Tan fácil dejarse ir de ese modo de la mano de venenos, olvidos, pequeños crímenes…!

Recordar la fecha (qué desánimo para estos tiempos): “Monsieur Mutt” se saca de la chistera Fountain en 1917. En verdad, en verdad os digo que todos somos hijos de él.

¿Le compraría algo?

Enhiesto el meñique al beber de la copa el apestoso licor dulce. Vive en “Lex, con la 64, nena”.

(Compró: por mediación de D…: 400 pavos. ¡Qué extrañas complicidades!)

Lo inestable de todo… porque está vivo.

Ha de morir. Al igual que Kafka deseó ardientemente que el fuego destruyese sus escritos para que fuesen el pasado, pues ya habían existido como escritura y él despreciaba el futuro, no me acongoja en absoluto la desaparición física de mi obra. Sin mi intervención, pero ése es su destino. El final que les aguarda físicamente termina completándolas desaparecida yo misma.

Variaciones: Ese final ya se encontraba en el principio, aguardando, como en ese instante implacable y predeterminado que una bomba de relojería es activada tiempo antes de su explosión. Al conformar una pieza con un material fungible y perecedero ya creo el propio final aun sin mi intervención. Lo más plausible de un crimen siempre es la concepción: sé de decenas de artistas cuya obra de arte, encerrada en su cráneo, jamás será desvelada, permanece en el más absoluto secreto. A estos artistas su ejecución física les aburre mortalmente una vez configurada en su cerebro, y de ese modo nunca ve la luz del sol.

En 1957 un gitano astroso y embustero de Greenwich Village que vendía alfombras le echó la buenaventura:

“¿Qué cosas buenas quieres que te ocurran?”

“Todas”, le contestó con la voz más cruel que pudo.

Trabajo con algunas ideas, pocas. Pero entiendo muchas más. Son latentes, mi “léxico pasivo”.

Toda su obra se está desintegrando, se deshace día a día, se cae a pedazos.

(Como las páginas escritas de un libro al que alguien –si bien con gran pericia- cambiase las palabras de sitio, las revolviese sin orden ni concierto:

-Y todo esto, ¿qué significa?

-Son palabras. Palabras nada más.)

Hoy, D.J.:

¡me lo he encontrado de frente cuatro veces!:

paseando a un perro grande de color miel, con una enorme caja en las manos al mediodía, tomando café en la terraza de KS en Greene Street (esa calle donde al andar parece que te vas a hundir de un momento a otro), saliendo al atardecer de St. Patrick’s (¿?)… No puedo imaginarme mayor contradicción que la que existe entre su obra, técnicamente impecable hasta en el más mínimo detalle, pulida, minuciosa y brillante hasta la extenuación, y él mismo, desmadejado, vestido de cualquier manera, con el cabello leonado y la severidad barbada de su rostro. Tiene el estudio en la calle Spring con Mercer, a cinco manzanas de Bowery, así que no es tan extraordinario, solo que… En fin. En cierta ocasión vi que se acercaba a mi “taller”, pero en ese momento empezó a salir el humo químico por la ventana y el tipo dio media vuelta y se alejó con evidente nerviosismo.

El frío parece tener su luz propia, difunde una transparencia que azulea los objetos, como si todo estuviera tallado en cristal o en un hielo azul.

SUSTITUTIVOS.

Concordancias, similitudes, SUPLANTACIONES.

EQUIVOCO.

M. ha muerto. Tres días antes de Navidad. Flaca y furtiva, dejaba a medias todos sus cuadros desde hacía un año. Le aburrían. Los apartaba a un lado. Pero empezaba de nuevo, se enfrentaba al lienzo y daba comienzo a un proceso que la embriagaba y entretenía. Es decir, le gustaba el acto de pintar. Desdeñaba el resultado final que, para ella, era algo muy distinto a lo que pudiera creerse: eso, precisamente, diferenciaba a un artista de un “aficionado a las Bellas Artes”: la copia perfecta, el ridículo ultimátum del guerrero con el pincel en la mano. Ha muerto desahuciada físicamente, pero con dinero todavía en el banco y el alquiler del apartamento en Lower East Side pagado hasta el año próximo.

Los muertos… bajo la nieve de este diciembre blanco y helado. Recuerdo el cuento de J…

Los muertos, que eran fuertes en vida, pero lo que la muerte hizo de ellos ha sido lo más indigno: los deja indefensos, sin respuesta ante los falsos recuerdos de los otros, los que los sobreviven, los desnuda sin piedad o los cubre de mentiras la rememoración inútil y gratuita, la memoria bastarda. Peor aún: expuestos a la vilantez, la debilidad y la ceguera del mundo de los vivos que más allá de la evocación y los recuerdos, algo todavía perdonable por pertenecer al silencio, son capaces de hablar, de escribir, de pintar: los crímenes perfectos para con los muertos que no han de desdecirlos, no podrán hacerlo jamás.

Una escultura de hielo, una materia limpia, profunda a pesar de su transparente liviandad. O, tal vez, precisamente por ello, por la nitidez de su volumen, su gracioso discurso evanescente.

Vive en una de las brownstones (que heredó de su madre) de Greenwich Village: lee a los imaginistas. Dice que es escritor. N

unca me ha permitido leer nada de lo que escribe. Sin embargo, continuamente exhibe un libro entre las manos (el Pound temprano, Amy Lowell…):

el verso libre propende a la componenda de la imagen.

De Lowell me regala la biografía que escribió de John Keats (intenté leerlo, intenté…)

“Lo tuyo es…”, balbucea sin poder acabar la frase, pálido e inmóvil en el estudio, respirando con dificultad el aire viciado que impregna el techo, las paredes, el mismo suelo. No se atreve a mirarme.

(Se habrá atragantado con la porquería dulzona que ingiere.)

“Interesante, ¿verdad?”, me apresuro a socorrerle. (Tal vez así lo pierda de vista de una vez.)

El tipo asiente con la cabeza.

No tengo la respuesta, dijo otro. Pero era chistoso: “Quizás la tenga Dear Abby… o su fantasma Ann Landers.”

Quien seguro que la tiene (aunque no sirva para nada) es Billy Graham.

Debes guardar la compostura, y ojo con… Es en los momentos que estoy más sola cuando más me verán.

Mediocres: engreídos y desdeñosos a partes iguales.

(Él se alimenta de devora galletas Oreo, palomitas de maíz y un hot dog los domingos. Es… altivo.)

Después de una lectura de Walter Benjamin:

No parecido: semejanza.

La facultad de producir semejanzas en las danzas ancestrales conlleva asimismo el poder reconocerlas. Sometidas al curso de la historia, sus significados primarios, su relevancia como códigos plásticos se ve atenuada, al igual que su carácter procesual, por una evolución tecnológica e intelectual que todavía no sabemos si es suficiente para producir un debilitamiento de aquella facultad ante otras maneras de comunicación visual o, por el contrario, origina una transformación del poder perceptivo del hombre que exigiría aun inconscientemente tales medios de intervención similares a aquellas danzas primitivas mediante nuevos planteamientos plásticos.

Grafología: en la escritura se ocultan imágenes que produce el inconsciente.

Hablaríamos entonces de correspondencias inmateriales, en contraposición a las semejanzas sensibles.

Leer lo que nunca ha sido escrito.

Una lectura anterior a toda lengua.

¿Dónde leen el hechicero, el arúspice el gurú y la pitonisa?

Vísceras o runas, estrellas o el fuego…

Los terrenos de la magia:

Las claves  más sagradas del arte.

El arte y sus entrañas… excremencial.

Origen: alemán.

Sin embargo…

¿Qué se pensaba?

Buscaba manos a las que asirse.

Demasiado morena, la mirada oscura y profunda (dice…).

Judía: poco que ver con la valkiria cuya melena dorada se ondula al viento, ni con el busto de Goethe ni su mirada de piedra, su frialdad de mármol (el de la tumba).

¿Por qué hablaba de Hitler…?

¿A qué santo réprobo (“si el oxímoron es tolerable”) del averno se deben estas saturnales ocurrencias?

Din-Don: “El artista que más influyó…” Etcétera.

Realmente increíble… ¿o sólo una canallada?

“Una buena nueva os doy…”

(Adolf Hitler, artista aficionado olvidable –ni siquiera mencionable en lo sucesivo-, no fue, a medida que afianzaba su poder político y terrorista, sino el producto de una estética equivocada que condujo al desastre a todo un país subyugado por increíble que parezca por una parafernalia iconográfica y una iconología diabólicamente gritona e hipnótica. Más allá de lo económico y las castas que contribuirían interesadamente a su sostén ideológico, serían los signos y la simbología de una plástica viciada por sus mediaciones trapaceras tan llamativas aparencialmente los que trastocaron (o anestesiaron sin excusas inocentes) todas las reglas morales de gran parte de la sociedad alemana, que se precipitaría a la tragedia desde la obscena asunción de aquellos evangelios tan extraordinarios como funestos.)

Y ¿después de esto…?

Hincharme a base de jarras de pegajoso cristal llenas de cerveza tibia en Mcsorle’s Old Ale House.

Reventar (uno de esos días).