Un arte de extremos, al borde (dijimos) del abismo.
Cualquier cosa menos
ingenio (una trivialidad de no gran mérito). Tal vez inventiva, ocurrencias
inesperadas, pero nada de aquella facultad de las viejas con ganchillo (como una
salmodia artesanal), pacientes y virtuosas, dale que dale al sol de la mañana y
la tarde filigraneando.
El mundo consiste en
el hambre, y poder saciarla, en el frío, y poder protegerse de él, en el
sufrimiento, y poder mitigarlo con el
deseo, en el miedo… y en la inconsciencia ignorante y feliz de ese miedo al
sentirse arrullada por el sol, por el mundo, la vida.
Una ilusión: el
estudio en Bowery… y un bonito apartamento en Mulberry Street, a dos pasos, en
una de las casas de ladrillo oscuro reformadas en los cincuenta cuyo interior
aún parece oler a manzanas asadas, a pasta aromática cociéndose en la olla.
En Chinatown, perdida y temerosa, pero aún se aferra a
esas pequeñas cosas, a esas rebeldías prometeicas: compra tallarines frescos y
algún antojo pastelero cuyo aroma embriagador le alcanzaba en la acera desde
alguna tienda.
Le encargaron escribir
poesía gráfica (?). Se hizo con una Olivetti color aceituna y teclas negras de
carro grande. La típica máquina de escribir de oficina. “Esto es un oficio”, se
dijo el negro. Puso un precio a su sesera. Empezó a trabajar: esa máquina
sonaba atronadora, invencible, se superponía a todos los ruidos de la calle, a
toda poesía habida y por haber. ¡Clamaba al cielo!
Voy adelante, se decía
una y otra vez. Adelante: maná de billetes.
Y otra (poetisa)
escondía los Librium bajo la falda en cada uno de los pliegues de su cuerpo
obeso y deformado, con los ojos enrojecidos y febriles por la ansiedad, la
derrota, el miedo.
No bebo. Dejé atrás la
botella. Dijeron un millón de ellos.
La escultura es mi
adicción. Dijeron dos artistas… auténticos.
RM.: “Y un día,
rebuscando en los cajones de la cómoda, encuentro decenas y decenas de pequeños
frascos para el resfriado, medicamentos para la tos, infinidad de jarabes… toda
esa clase de brebajes de farmacia que llevan más de un 25% de alcohol.”
Trabajar, no dar
explicaciones, enmascarar las conexiones…
A-isla-rse.
De pronto, la
sensación de que nada de lo que me rodea va a mantenerse en pie por mucho
tiempo, que contemplaré su fatal decadencia y derrumbe final. Sólo era un
decorado para una mala comedia. Despierto y, entonces, comprendo lo soñado: era
yo la que iba a ser arrebatada del
decorado.
El azul es innato; la
oscuridad el color de los ojos cerrados.
“Una artista en
ciernes… incomprensible”, dijo ante una de mis obras.
Los demás sonreían, o
desviaban la vista.
¿Y él…?
Un artista mediocre…
(En el mejor de los
casos.)
No, es un artista cobarde. Y, sin embargo, tiene un
discurso inteligible, expone en Castelli. Es célebre y gana dinero. Es
escuchado. Hasta se cree en la solvencia de lo que proclama, aunque sus
palabras no sean sino un subterfugio donde esconde la poca consistencia de una
obra rancia y antigua como los bodegones de los principiantes en las escuelas
privadas de arte.
La enfermedad (que no
es un arte aprendible) es un robo.
La muerte (un
asesinato en toda regla) es una obra maestra.
¿Quién juzgará tamaños
crímenes? Tus compañeros de colegio.
Niños que nacen en
jardines… Aquellos compañeros olvidables.
Niños aburridos y
anónimos, aplicados colegiales, inútiles como artistas que nunca sabrán que el
ogro acechaba y no mordía, que las hadas envenenaban dulcemente a los humanos y
que las brujas morían pero celebraban que la niña con calcetines fuera más
lista que ellas, incluso más cruel y lasciva. Las cicatrices cerradas de
afuera: líneas, sendas hacia atrás,
tan fáciles de trazarlas sobre un papel... Y las llagas abiertas que oculta el
cuerpo cerrado, el pus que fluye a escondidas de los ojos, en la negritud
cosida en la carne por otra apariencia inusitada y feliz: la forma, pues, de lo
indescriptible: sólo ver... pero lo
invisible, lo de adentro: ya eres
artista, ninguna otra cosa. Estás perdida.
Kunstwollen. Sí, claro, el
fantasma de la máquina soy yo. Algo reconocible ha de haber en todo ello pero…
esto va en contra de mis urgencias expresivas que requieren más de la metáfora…
¡que del martillo! Aunque… ¡quién sabe!
¿Artista? Mecánico,
contestó.
Pero el reposo no es
estar tumbada en la cama con los ojos abiertos fijos en el techo. El descanso
viene a mí alejada de esos estúpidos que hacen del arte un medio para chapotear
en el fango de sus vidas tras un éxito fácil. Si enfermo, serán el único objeto
de mi odio la cama, la silla de ruedas, la compasión, la derrota... Y, por
encima de todo, las doce palabras de consuelo de artistas como los que
revolotearán alrededor de mi agonía: engreídos y olvidables, repetitivos como
las olas, cuervos ni siquiera negros,.
Manos a la obra, me
digo. Encerrada entre las paredes queridas y manchadas de mi estudio. A salvo
de muchas de las cosas buenas de este país, pero también de las malas: “Después
de las armas, los productos de mayor venta en la nación son el whisky y las
drogas”, me dice R. Y puntualiza: “Lo ha soltado Ch. durante una entrevista en Partisan.”
“Toda una autoridad en
la maledicencia... ¡sobre sí mismo!”.
Esta es la obra:
parece tosca.
Demasiado flagrante.
La nitidez de su materia y sus aristas la empequeñece, minimiza su escala.
Un toque de sfumato: la niebla de la perplejidad, un
toque de distinción: velar lo evidente, lo rotundo… Un toque de misterio.
Eres alemana: lo judío
es invisible: judía y alemana: oxímoron,
La posteridad. ¿Quién
diablos ha podido tener esa experiencia? No me hables de la posteridad, de mi posteridad. ¡Si pudiera la cogería
por el cuello entre mis manos y la estrujaría hasta hacer que sangrara a
raudales, que se disipara en el polvo!
(1967, sin posibilidad
de rectificaciones…)). Ir mucho más allá del post-minimalismo, más allá de los
estilos conocidos, más allá del arte: Plus
Ultra.
Toda fama póstuma es
un negocio, sin pagar réditos los mercaderes de hoy a quien correspondiera en
el pasado: están muertos los acreedores, sólo quedan los interesados.
¡Bonita estratagema!
Excavaba en su rostro como en una mina a cielo abierto. “Ahora aparecerá el miedo, el asco, la alegría, la duda…”
Ya eran todo grietas
en la cara de tierra. De un momento a otro atravesaría el cráneo y podría mirar
el vacío al otro lado.
-Dígame, distinguido
retratista, ¿qué clase de óleo utiliza en sus lienzos?
-Aminoácidos. Sólo me
preocupa el interior de las personas.
Y al final, ¿qué ha de
redimirse de toda una época de calculada austeridad, distanciamientos, soledad,
introspección, orgullo y humillaciones a partes iguales e incluso desdén? Dos o tres virtudes que alguien sea capaz de
ver en dos o tres de tus obras. ¿Y cuáles pueden ser esas virtudes en el
terreno de la plástica contemporánea? La proximidad al abismo, el absurdo de
las preguntas sin respuesta, la premonición, lo esencial y absoluto expresados
mediante unos artificios plausibles y unos materiales chocantes bien lejos de
un lenguaje puteado…
En realidad son
siempre tres voces las que alientan un discurso, y una de ellas es el propio discurso.
R. Yeats: “Los libros
preciso es que cuesten dinero. La entrada a las librerías es gratis y también
el tiempo y la permanencia en ellas… ¡De algún modo hay que sufragar esa íntima
orgía!
¿Adónde voy?
Todo, siempre,
son preguntas sin respuestas. Hacia delante, pero es sólo el deber, la constancia
y la ceguera suicida de la hormiga que desdeña el universo entero salvo su
acción reiterada y minúscula, invisible.
Una vez terminada una
obra, ésta parece decir: “Ven, ahora ya puedes esconderte aquí.” (Hormiga
invernal: oscuridad.)
Aunque… Después de
haber concebido en la mente una obra plástica, musical o literaria, podría
pensarse sin merecer el menor reproche que, al fin y al cabo, materializarla
ante los demás sólo es un acto estúpido de vanidad.
El arte, al igual que
el lenguaje, innato como la función de la sangre, la respiración, la cópula…
Una gramática universal entendible, manejable, adaptable a todo tipo de visión,
con sus incógnitas irreductibles, un acquisition
device. Ser artista, sólo ser un niño. Ese misterio nada menos: te dejas
llevar.
El inglés
presuntamente hermético, cursilón y transparente en realidad para todos los
congregados en la sala “tan yanqui”, se detuvo ante una de las obras y excretó
la frasecita aprendida y memorizada mientras se afeitaba esa mañana: “Una
tosquedad agradable, en suma. Más
cockney que oxiniana.”
God save the queen.
Ja. ¡This is America,
idiot! (Labramos la tierra americana con vuestros cráneos en punta desde hace
doscientos años).
Hesse versus naturalismo. Tal leyenda debería
grabar a fuego en el invisible frontispicio de cualquiera de mis obras, de la
misma forma que en las literaturas de Dante, Cioran, Beckett y Kafka planea
desde la primera página la enseña más lúcida y temida: abandonad toda
esperanza.
Inmortal es quien
decide el día de su muerte (y la perpetra).
“Armo” la obra. Ya es
un hecho. Su montaje lo verifica. Alguien activa los focos de 100 vatios, la
luz se derrama sobre los objetos como un agua mágica y la obra queda desnuda en
la galería para siempre, avalada y justificada. Aunque más tarde la oculte de
nuevo ya es violada, aplaudida o escarnecida. Incluso es fotografiada. Una
construcción que podría haberse configurado con los materiales reales del
espíritu, si éste realmente existiese más allá de la carne, los huesos, los
nervios, los músculos y los sesos que lo esconden. La contemplan. No dejan
ningún rincón por escudriñar. Rastrean pistas que les permitan capturar un significado. No recabo ninguna opinión
valiente, sólo preguntas sobre los materiales que la conforman, los detalles anecdóticos.
Por qué esto y no lo otro. Pero la complejidad no reside en lo que ves: es sólo el disfraz de problemas
mucho más difíciles que la mera estética…
Días después apagan las luces, desarmo la obra. ¿Qué revela la autopsia? Una
muerte demasiado temprana a causa de un ingenio impreciso (o el olvido de nuevo
de un recuerdo violento, un vago sentimiento de culpa), una voluntad de no significarse públicamente más allá de lo
que una apariencia sin más logre conseguir. Pero, cuidado, si careciera de
intencionalidad devendría lo decorativo…
El primer olor que recuerdo de mi infancia en Alemania es el del papel, el del papel cuché de los grandes y antiguos libros de mi abuelo materno. Y desde entonces nunca he dejado de ser muy sensible a los olores, las fragancias, los aromas, las esencias olfativas de cualquier material, vegetal, animal, los rincones de la casa, algunas calles, todos los árboles… Sin duda, resulta para mí la mayor celebración de lo sensual y la manera más sencilla de recuperar pasadas emociones e impresiones. Pero debe haber algo judío en todo esto, la pátina negra y la densidad del aire de todo lo encerrado en el cuarto oscuro… (Engarzar la percepción de las sustancias con lo meramente visual.)
El futuro sólo existe
en la imaginación, no es ni ha sido.
Y el presente me sirve
para crearme un pasado, lo que ha de justificarme una vez muerta.
Durante la noche la
ventana de la habitación, mal cerrada, se ha abierto a causa de un golpe de
aire. Despierto inmersa en una luz gris y lechal, y el olor del amanecer, una
combinación rara de piedra, hierro y humo, me llena de desánimo, de miedo, de
grandísima extrañeza por todo. Luego, con la taza de café caliente en la mano,
el rumor sordo de que todo se pone en marcha, de que la enorme ciudad sigue viva,
poblada de millones de seres, me va reconciliando con la grisura del día y las
nubes negras que presagian la nieve, y me sumo con sencillez en esa experiencia
universal en lo penitente, misterioso y cabal de todos nosotros que nos induce
al engaño milenario capaz de hacernos seguir adelante cada mañana luego de una
tostada y una simple taza de café.
Ya que no esperamos el
éxtasis, al menos una buena salud, algo material que agrade a la vista, la
calma, un día soleado, la lluvia al atardecer que repica en la calle, y
nosotros bien protegidos en casa, envueltos en una manta de felpa con un libro
pequeño y amable en la mano, las cuatro
paredes. Como prisionera de la locura.
Volver a Alemania
(1948). ¡Atiborrarse de puré de ortigas y pan rancio! Mejor judíos en Nueva York, debió pensar mi
padre.
Veo siempre las mismas
cosas, la misma encarnadura de lo perplejo revolotea por mi cerebro una y otra
vez: sólo cambio las máscaras, los varios disfraces que resulta mi obra en su
totalidad…
Me pregunto quién es
la enferma…
K.: seconal, nembutal…
R.: esconde las
pastillas en las bolsas de pañales de su bebé.
N.: viajes e
histerismo.
D.: “Afortunadamente,
me mantengo limpio, en forma.” Durante
la comida se ha bebido una botella de vino enterita, pero antes se tomó
dos cócteles de ginebra y vermú, y ya al anochecer, cuando nos invita a su
estudio, no deja de vaciar copas de whisky, aunque trata de disimularlo
mezclándolo con soda. Sólo él bebe alcohol. A. y yo (la verdad, bastante
interesados en lo que dice) pasamos el rato con el horrible té con sabor a pis
para los invitados que guarda en la rústica alacena junto a una planta de hojas
mustias.
A., F., S., yo misma:
todos salidos de la sopa del gouache, del pincel, de la pintura, de lo ya tan
fácil.
“Como un turista deambulando
en torno Henry Street… Al final se mete en una cafetería…”
-Un donut.
-¿Sin nada que beber?
Sólo tiene hambre. Y
bebe de las fuentes
(¿Un manantial por
aquí? ¿Entre rascacielos? Qué gracia.)
Quien está a la
vanguardia de una disciplina creativa, ha de estarlo en todas; de lo contrario
es un falsario o su cultura raya en la indigencia. Entiendo muy bien una
literatura que delimite los escenarios y escarbe más hacia adentro, que se
deslice incluso sobre sí misma sin importarle nada su rol de soporte narrativo,
informativo o reproductivo de algo. En lo que respecta al cine: un plano de 15
segundos describe (revela) ante los
ojos del espectador 8 folios colmados de literatura realista. Y también ahí,
transcritos por el ojo teñido de la cámara: sustantivos adverbios,
conjunciones, adjetivos, interrogaciones, verbos… Puedo contemplar sobrecogida
el desfile magistral de los personajes velazqueños, los interiores holandeses o
escuchar con arrobo las sonatas de Beethoven, pero ello no implica que un creador
del siglo XX haya de proceder en su trabajo partiendo de esas mismas pautas. Su
nombre, señor paisajista, es falsificador.
Y no de cuadros, escritos y sonatas, sino de emociones.
¿Por qué su arte es
subversivo? Porque ninguna de sus acciones están planificadas o tienden a un
fin… ¡Pero sólo en una primera visión! De inmediato, ¡lo ves!, brotan
significados, correlaciones, suposiciones, engaños divertidos, genialidad…
Entonces, sus ideas…
En efecto, todo a mi alrededor, materiales y ocurrencias, es como un almacén de
bric-à-brac donde poder rebuscar y elegir lo más conveniente para mis crímenes,
señora.
La ironía es un cambio de sentido: corre y me
alcanzarás, le decía el moribundo a la parienta momentos antes de expirar.
Y la hay. Hay ironía en mis obras. En todas
ellas. Alejad de vuestra mente cualquier idea de fatalidad, dramatismo o
reprobación. Y nada más opuesto a mi intención que el sarcasmo.
Deberías sonreír un poco más de lo que hacéis.
Vivir al día.
(Jueves: día de mercado: sonríe, chica.
Con la tripa vacía, todo son tentaciones:
telas, chucherías.)
Una evolución
estilística a lo largo de las décadas. Silenciosa, como si se gestase y saliese
a la luz desde un ADN implacable, una molécula-almacén infinito de genes donde
rebuscar la información, la imaginación precisa para la invención de los
monstruos y hasta de sus actos.
Y ahí, en medio del
ritmo frenético e incesante de la calle y sus ruidos, de la multitud
interminable, de las oleadas de los coches que surgen por doquier, rodeado de
edificios emblemáticos… ahí en medio de esa algarabía urbana tan decorosa en el
fondo, donde un poder invisible parece estar agazapado en el aire, vivificando
gentes y objetos y haciendo posible lo imposible: ahí te alzas, el mundo es
tuyo, tú lo crees así, y basta con eso.
(El Tipo de los
Parques termina cansado y perdido: el último sol de la tarde arrancaba un
sosegado esplendor al verde césped que le servía de asiento: ilusionaba ese
resto del día sobre la tierra, ese plácido y único descanso del vagabundo.
Finalmente, se salva.
Pero durante un largo tiempo llevaba estampado en el rostro ese
“bridge-and-tunnel” delator con su ropita de domingo, el hatillo aseado de ropa
vieja.)
No se trata de
alteridad. Me observo en el espejo: no me reconozco, o sí, pero de tanto escudriñarme
me parece estar frente a una desconocida: es imposible que mis pensamientos se
oculten tras esa máscara: ¿Yo, la carne? ¿Yo, la de adentro?
Temo que he de morir
absolutamente desesperada. Algo que no entiendo, porque lo único que se desea
de veras en esos instantes es la paz, una consunción tranquila, conformada,
lúcida, incluso valiente, flotar poco a poco en la nada como en un mar sin
agua.
Pero es ahora cuando
descubro que toda mi obra era una premonición angustiosa hasta Contingent.
Toda la ansiedad
procedía de una pesadilla que yo sabía real.
Y no, no querría morir
nunca, nunca. Necesito la eternidad para hacer lo que quiero, para hacerlo
siempre, sin descanso, sin necesidad de pensar en otra cosa que no sea mi
trabajo, ser inofensiva hasta el fin de los tiempos, sólo una artista… No
dañaré a nadie, no le robaré nada a nadie, ni siquiera cariño o un solo segundo
de sus preciosas vidas… ¿A quién puede interesar mi muerte entonces? Y, sobre
todo, ¿para qué?
Un día oscuro,
lluvioso y frío: un dibujo claro, una línea feliz, los materiales opuestos que
contradigan todo lo biográfico.
¿Quién dijo que la
felicidad se consigue a través del placer? Nada más lejos una cosa de otra.
“Son inútiles esas
capas y capas de seudotradición… Vuestra cultura es alejandrina.”
Aunque si libre del
pedrusco judío, libre del pedrusco clásico…
“Dicho sea de paso:
¡adiós!”, y saludó cortésmente alzando la cabeza sin dejar de andar hacia la
muerte.
G., al igual que la
mayoría de los artistas menores (la obra que muestran es la décima parte de la
voracidad de su ego), hablaba a gritos en el calor de la conversación, como si
las palabras, convertidas en piedras, pudieran golpear de veras el cerebro de los otros, machacarlos de una vez por todas.
Por supuesto, terminas
apiadándote de él (o de ella) como del niño gritón y enfebrecido por sus
rabietas.
A fin de cuentas, la
lucha encarnizada en la que se enzarza para convencernos de las razones que
tiene para hacer lo que hace serían exactamente
las mismas para hacer una obra distinta.
“Espejos como
azules…”, dijo. Y era verdad, todas las puertas se abrían.
-¿Y qué…?
-Y qué, ¿qué?
-Tus artistas y
escritores preferidos…
-Dean
Young y Stan Drake.
(En fin, catorce años… Su época Blondie.)
He descubierto algo al
salir de la casa de los T., un palacio disfrazado de apartamento con tres
chimeneas, tapices europeos y salones interminables que se esconde en Park
Avenue: los rascacielos son monótonos, carecen de la diversión y el misterio de
las brumas, del ornato callejero de las alevosías y los carruajes del adulterio
del siglo XIX , que eran todo un entretenimiento. ¿Qué clase de pensamientos
evocarán estas moles rectilíneas dentro de un siglo? Más tarde, lo comenté con
C.A.: se reía. ¿De veras? Entonces ¿qué piensas de las obras de…?
Pero tú eres la chica que odia “lo bonito”, y la antigualla te hace vomitar.
Y, no obstante, los olores rancios, la elegancia… Los T. se ocultan sabiamente en el profundo interior de la montaña de piedra, acero y cristal que es Nueva York. Y es una curiosa paradoja, porque son cuevas esplendentes, de una luz que hiere, donde el sol tiene entrada libre. Las dobles ventanas aíslan todavía más su viaje al pasado a través de los libros encuadernados y gofrados y los dorados marcos que ennoblecen con su presencia paredes y estucos.
Dejo pasar la tarde
otoñal teñida de oro viejo contemplando los edificios de dos y tres plantas de
la calle 42. Por la mañana también había estado en Green Street, en Spring,
extasiada ante los edificios de hierro colado.
¿Por qué a veces fracasa
el arte? Porque el tipo se desayuna con Librium
y una botella de whisky.
Subversión… ¡Pero si
nada de lo de atrás lo considero inerte o muerto! Es lo que proyecta mi obra
hacia delante (como un adán -¡una eva!- que comenzase de ello a respirar a bocanadas
el aire que salvaguarda su vida).
F.: la luz.
“La escultura súbita y poderosa que traza el
rayo en el cielo negro de la noche de tormenta, y muy seguido el crujido
pavoroso como de una nube de piedra que se partiera en dos.”
D. (Con la cabeza a la
altura del ombligo a causa de la media docena de collares que rodean su cuello
de caña): esa anarquía hippy de solo
apariencia, mera pose testimonial, cuyo mayor quebranto a la sociedad “podrida
de mi tiempo” pasa por no pagar el billete de metro, lavarse el pelo cada dos
semanas y birlar en el supermercado un paquete de puré de verduras y un bote de
tomate.
Al final, olvidas los
pensamientos, sólo recreas los hechos.
En mi última
exposición: “La comprendo a usted. Es un… oráculo. Todo su trabajo responde a ello.”
Confundía iglesia con
religión.
Praxis es la palabra
de moda. En lo artístico: el hecho de crear es una acción cuyo fin es él mismo.
Remataba a la duquesa: “Y yo nunca mido las consecuencias de mis actos.”
“En cuanto los signos
distintivos de su arte…”
Mire, usted, ¡el icono
soy yo!
Juego una partida de
ajedrez con Duchamp. Los movimientos son confusos, como si una bruma dorada
ocultase su verdadera intención. Inesperadamente, un río blanco parece anegarlo
todo. Luego, avanzo encerrada en una de mis torres por un suelo de vidrio. Y
más luego, desciendo como un ave enfurecida contra la tierra blanda. Jaque
mate. Le he derrotado. “Has perdido”, me dice con una voz glacial. Despierto.
La tarde anterior,
Morris hablaba de Duchamp, nos pasaba copias de la compilación de un tal
Sanouillet: “el lenguaje como el ajedrez son de una infinita combinatoria”,
decía iluminado y converso.
¿Por qué creer en este
tipo?
Porque habla con el
aplomo del oscuro (El Oscuro).
(Y no da pistas al
enemigo.)
Los adoquines relucientes
de Green Street; y, luego, un café bien caliente en el café amarillo de la
calle Prince, mientras cae la lluvia (repica alegre y fresca sobre la acera,
sin furia, amigable).
Entonces la palabra
sustituye con holgura a lo plástico:
una tarde de abril, una de esas en las que en el cielo se aposentan grandes
nubes oscuras con bordes resplandecientes, de sólidos dorados.
Es una suerte de
primitivismo: volver a los signos, al gesto, a las cosas (señalar con el dedo las cosas).
Si la poesía tiene que
ser compleja, entonces al arte le basta sus apariencias: eliminaremos el
sentido.
Se despojaba a sí
mismo de su máscara de turista, se otorgaba identidad de neoyorquino auténtico: sentado en las escalinatas del Met miraba
las hordas con un plano en la mano interesadas en recuperar su identidad
contemplando las colecciones de adentro. Nunca las recordarían, sólo eran
mirones.
Doctora.P.: si se
diagnostica a sí misma está perdida.
¿No entrarías tú en la
Neue Galerie?
Trazas hay de ti.
Tanto color disipa la
bruma germánica. Qué jolgorio: Shiele, Klimt, Hoffman, la pandilla de Brücke,
Blauer Reiter… Borrar lo alemán…
En torno a la calle 85
y 86: alemanes.
J.: “En el Lower East
Side las sinagogas se contaban por cientos…” Y no eran simples escondrijos
donde precaverse de las adversidades del futuro: sólo deparaban una tregua…
emocional (en cualquier caso).
Dijo: “La única verdad
en el arte de nuestros días se cuece en los sótanos de Sotheby’s.”
En las alcantarillas…
Entraban en la
galería, miraban en torno a sí. Miraban como si estuvieran en Rockland. Huían
espantados. Y un día, uno de los locos, uno de los poetas del aullido o uno de
los pintores suicidas, apareció de cuerpo entero en una de las revistas
satinadas de los sábados, y entonces se volvieron complacientes, y entonces.
Y entonces.
Creer en la “historia
del arte”, e incluso su verdadera evolución, como una historia de las
emociones, el recuento paulatino y milenario de un mirar humano hacia adentro
de sí que luego, examinado el conjunto de perplejidades y misterios que nace de
esa reflexión, lo expresa en forma de plástica hacia afuera.
¿Qué es la obra? Un
campo exploratorio. Una reflexión sobre ella mientras se elabora y se abren nuevos interrogantes. Huir de la
naturaleza y su representación en el arte es una forma más de filosofar.
¿Entonces?
En efecto, ya en el
callejón sin salida una puede tranquilamente llegar hasta el paroxismo, hasta
el mismo abuso indiscriminado de todo lenguaje. La jerigonza plástica, el
pensamiento libre de ordenanzas, meta teórico, naufraga en la incomunicación
pero, a la vez, genera el monstruo visual…
Un animal con vida
propia, una verdad incontestable, hecha
del mundo.
Un arte de interiores.
Sucio y realista pero sin los componentes típicos de su inventario acorde, sólo
sustituirlos por otros irreconocibles, como si el cambio de guardia fuese
promovido ahora por espectros informes salidos de la ocurrencia estrafalaria.
Así los interiores espesos de los apartamentos y casas de vecindad, de una
tristeza apabullante bajo la luz eléctrica, con unos pocos muebles baratos y
muchos bibelots sin ningún valor, con sus habitantes presos en las cuatro
paredes con todo el peso del tiempo inútil encima de ellos, inmigrantes que se
aferran a la jerga que traían consigo al llegar al “nuevo mundo” para sentirse
seres humanos, trabajadores en paro o de oficios miserables y prescindibles,
mujeres deformadas por la lucha doméstica, el asco y la inseguridad, ancianos
derrotados que nunca supieron del paraíso prometido, niños famélicos o ya
embrutecidos y viciados por las calles nocturnas…
Tales materiales no
exigen las herramientas habituales de una autopsia corriente. Buscar, entonces,
la alusión más extraña, hasta paradójica, lo más opuesto a la fisicidad, a esa carnalidad tan sabida.
¿Puede percibirse un
artista? Anda, come y quiere como los demás. Muere como los demás… Pero no vive
como los demás el tiempo, y ningún otro ser humano se le parece cuando está
solo en calma o como un poseso a las ocurrencias de un demiurgo: respira a
solas, se muerde a solas para matar el dolor como un perro herido de muerte se
muerde a sí mismo con rabia.
Cuando estás en “esos
días” no puedes por menos de pensar que tu relación con la naturaleza procede
de las mismas imposiciones de tu condición. Imposible soslayar unas leyes que
apabullan por su lógica matemática, pródiga, infalible y todavía secreta. Tal
vez, sí: soy fisiología pura.
La materia (inédita)
te reinventa.
¡Cómo descreer de la
química apestosa de mis obras! Es su esencia.
El verdadero escultor
no nace de la pintura. Y, sin embargo, a todos ellos, los de mi tropa, la etiqueta que mejor les encasillaba y
desmenuzaba con mayor facilidad procedía de aquella disciplina. Parecían brotar
de una pegajosa textura que iba adquiriendo volumen a medida que el aserto de
Frank Stella se imponía con una facilidad e inocencia criminales.
Mayo, 2100.
Cien años después.
¿Parece la misma
primavera? Abril, seguía siendo el más cruel…
En lugar de
escribirla, de dibujarla consiguiendo sus malévolos contornos, su triste
coloración a través del microscopio, podrías haberla materializado, hacerla
palabra objetual: cáncer. He ahí el trasto magnífico. La cabeza pelada oculta
bajo el pañuelo, disimuladas las ojeras, maquillada la palidez, el corazón
alborotado, el miedo, las lágrimas, la rabia, la lástima de los otros
disfrazada de indiferencia.
“Luche”, dicen.
Creen que eres un
soldado cobarde, y hasta un desertor, si te niegas a pagar dos, tres, cuatro
millones de dólares para prolongar dos, tres, cuatro meses de vida horrible a
base de potajes químicos y rayos maléficos.
“No se detenga, no se
rinda.…”, apremian ataviados funcionarios con sus ridículos atuendos blancos,
azules, verdes y sus ojos mentirosos y hastiados, preparada la faltriquera, la
letra de pago.
(¡Hijos de perra
sarnosa y muerta! ¡Alimentan a sus inútiles hijos con el papel verde del dólar
día tras día embutiendo porquerías por el esófago del canceroso moribundo! ¡A
mí dejadme extinguirme en paz! En silencio, calladita, tranquila, conforme con
un universo de estrellas y magnitudes más allá de lo humano, a años luz de los
quirófanos y vuestras manazas de doble piel, muriendo hecha de galaxias, de estrellas, lejos…)
Estar enfermo de
cáncer es estar de atado de pies y manos, una ruleta rusa entre el asco y las
ganas de seguir adelante aunque no sepas muy bien para qué ni por cuánto
tiempo. Y, al final, bajas los brazos porque el amanecer son clavos y el agua
en la garganta quema y los ojos han dado la vuelta tras los párpados y muestran
un interior (tu interior) lleno de venenos
y jirones malolientes, porque ya sientes el vacío entre la carne y los huesos
mondos y lirondos. El cuerpo… ¡para ti la perra gorda, cabrón!, yo muero.
“Me interesa todo lo
concerniente al arte. Puedes creerme”, mentía.
Pero no la creí: miraba más a los artistas que a sus obras, y respecto a mí, supe que mi trabajo le suscitaba muchas dudas, “como las que siente acerca de todas las mujeres artistas”, me aseguraron.
Un año después, en
Fischbach, aparece acompañada de Marilyn y simula no verme: se ha casado con un
tipo que juega en los New York Giants, una especie de coloso de dos metros de
altura, cabellos de oro, boca jugosa y brillantes ojos verdes. Debí creerla
entonces.
-¿Haces escultura?
-No. Creo objetos.
-¿Cuál es la
diferencia?
-Al hacerlos, yo no
miro a mi alrededor.
-¿Entonces?
-Me basta con
aislarlos en el espacio. Los objetos no son reflejo de ningún espejo.
¿Cuál mi naturaleza?
Pero, ¿tiene esto
importancia en realidad?
En cualquier caso,
interés relativo, equívoco.
Calla y reflexiona
paseando por esas increíbles y abigarradas callejas del sur de Manhattan.
Todo es una ilusión de
los sentidos, me digo cuando deshago irritada una forma de maraña (que me ha costado una tarde entera de urdir) y
contemplo en el suelo sólo una forma de
maraña, un montón de hilos sin sentido, un rebujo. ¿Lo tenía antes? ¡Por
supuesto! Yo le insuflé como una diosa el aliento de lo vivo, fue deliberado. Fui su creadora, y eso era
un hecho incuestionable. Y, ahora, como la diosa
que soy, la destruyo, y la forma que se gesta, ese informe bulto, ya no es
nada, es obra del azar, de lo aleatorio.
No es arte, me repito una y otra vez, una y otra vez…
Dejar la mente en
suspenso, no dormida, ni narcotizada, viva, sin pensamientos ni memoria, física como un dedo, un hueso, una parte
de la carne.
“Yo no tengo
discursos. Son… cosas.”
Entonces eres tú (¿el
alma?) quien discursea.
El bebe un combinado
de whisky. Ella no toma nada. Es una estatua de cristal. No está. Mira a través
de ella cristalina y penetrable el trasiego enigmático de la calle bajo la
llovizna. “Deberíamos dialogar un poco más”, se dice.
“¿Qué tiene de
surrealista tu obra?”
“Lo que no tiene de
dadaísta.”
Una/uno, siempre se
muere en el tiempo antiguo, cuando las
cosas de entonces están pasadas de moda. Cinco años después de tu muerte,
el mundo te recuerda antiguo. No hay
nadie que muera adelantado a su tiempo. Y, si es así como parece, son los
demás, los coetáneos y sobrevivientes, los que no te entendían ni entonces ni
ahora, y nada clarividente había en ellos. ¿Sucede lo mismo con las obras de
arte, se posa sobre ellas la pátina de lo desfasado…? ¡Pero yo no hago obras de
arte! Son… un testimonio de lo efímero, llevan implícita la idea de la
decadencia, y nada resuelven, y nada significan más allá de su intención
procesual y, después de mi muerte…
En el principio el
objeto sólo era exigente de una percepción estrictamente formal, libre de una
significación especial… No tardarían en adosarles la gratuidad de las
asociaciones.
¿Qué clase de mujer
eres? La que ha enhebrado una malla de muerte invisible a su alrededor. No
podéis penetrar a través de ella: he ahí la obra sin significados.
F.: al no creer en la
escultura moderna, renuncia a una definición que pueda explicitarla.
(C.A. decía de él: no
quería ser artista… quería ser importante, y el arte se lo hizo creer antes de
hora.)
El rostro de la
locura, del miedo, de la ansiedad, del abatimiento… Nada de ello puede ser dibujado del natural o fabricado
desde la deformación de lo supuestamente real. Sólo puedes inventarlo. Darle la
forma de la excentricidad.
Yo he de moverme en lo
raro, pues todo en mí es insólito
respecto a los demás.
¿Realmente grita El
Grito de Munch?
Qué tipo: los cielos,
el paisaje, le gritan.
Contesta a su vez…
¡gritando!
Mi iconoclastia debería
hacerme ver sin excusas que no he de esperar misericordia en ningún caso: la sacrílega, y esto es lo escandaloso, se
muere de ganas por atrapar alguna de las migajas de la cultura “oficial”.
Todo artista moderno
consecuente debería ingresar en la plantilla del instituto SETI: más allá de lo conocido en la Tierra...
Diario: nunca las
incidencias del día. Sólo las avanzadillas de una técnica, bocetos de las
maquinaciones: los pensamientos frustrados (?).
Inauguran cerca de la
Universidad de Nueva York una “falsa” escultura de 12 metros de Picasso. Casi
escondida entre edificios de apartamentos para estudiantes, Sylvette
luce una maravillosa cola de caballo que acentúan las líneas negras
decapadas sobre el cemento. Pesa 30 toneladas y el “pedestal” se esconde bajo
el suelo donde se apoya.
Algo por dentro
(quizás todo) se desploma en silencio. Larvada la catástrofe celular, una parte
de mí enmudece mientras la intimidad abandona el sigilo, se muestra, y se
humilla…
El diagrama de un ir y
venir, las emociones, los sustos.
Judía. Pero sin
raíces.
Judía libre de toda
obscena iconografía.
Obra: sin referentes.
Al menos no reconocibles. Podría ser la de una judía.
Esa es la clave.
No (sin condiciones).
Sí (condicionalmente).
Proyectos:
avanzadillas hacia atrás del futuro
(un tipo barbudo y severo que te la puede jugar sin el menor escrúpulo).
Aún no se decide, la
chica. ¡Quién sabe cómo puedo acabar!
De quebraduras, o
amante del passe-partout, del
marquito dorado que privilegia una abstracción comedida. La réplica fácil a los
bocetos trágicos que imagino inocente de toda culpa: un arte llevadero,
digerible: una obra-producto típica de un Phil Spector que controlase la
audiencia: nítida, prefabricada, dimensionada por el sónico envoltorio
brillante y colorista del dulce caramelo oculto.
¿Adónde vamos?
En el Met. Los
griegos: sin embargo, más que las figuras se me representaban las cosas y
costumbres de la época, tan museables como las figuras. No ellos: las huellas de
ellos.
“Lo que haces es poco relevante”, dijo.
“No importa”, repuse,
“mientras sea revelador...”
“¿Para quién?”
“…aunque sólo sea para
mí, que es exactamente lo que me
propongo.”
Ya no acierta a decir
nada más. Desvía la vista, sonríe con notorio desdén. Al carecer de una réplica
adecuada, mantiene un silencio embarazoso. Se aburre. Quiere largarse a la otra
parte del mundo.
(La clase de conversaciones que más me irritan, y a las que me veo lanzada cada vez que se produce un encuentro entre F. y yo, sea en el lugar que fuere. Desde Yale, hace una eternidad, no lo había visto. Confío en volverlo a ver… ¡dentro de otros dos años! ¡Para entonces tendré otra respuesta preparada!).
Un arte fónico (sólo visual).
Una especie de…
Primero, la palabra,
el objeto. La cosa. Luego, le ponía los nombres.
Ella se tranquiliza
adentrándose con los brazos arremangados en la luminosa frontera del presente
que algo destiñe de oscuridad lo futuro: desoye el transporte de lo meditativo
y la vacuidad yóguica. Los ojos bien abiertos, agarradas las manos a lo real y
visible: “Mañana lo haré mejor.”
¡Qué sea el mañana el
motor de hoy…!
¿Cuánto hay de
biografía íntima en una sonata para violín de Shostakovich? ¿Y en una de
Schubert, la 21 para piano, por ejemplo? ¿Y cómo percibirlo? ¿Puede descubrirse
en realidad? Y si es así, ¿por qué hay que creerles?
Una autobiografía es
mi obra: mirad esa cuerda, atada estuve a ella, pendía sobre el vacío…
La música, que cuenta
cosas…
El objeto, que también
alcanza a emocionar por lo festivo o chocante de su uso.
Esta es la exposición,
buena parte del todonuevayork
invadiendo el desolado garaje ahora sublimado por el gran arte. Las decenas de
personajes ya conocidos del Midtown, algún canadiense despistado y G., El
Oráculo. Pero sobre todas las cosas (hasta de la misma exhibición de la obra), ella, la artista del momento: viste un qipao confeccionado a mano en seda de
Suzhou teñida de rojo, y el moño dorado, la boca brillante, los ojos alarmados.
El día discurre
plácidamente, se desliza por el curso de la luz que poco a poco va
desvaneciéndose. Entonces sobreviene la noche, lo perturbador de un movimiento
propio que nos tiene atrapados hagamos lo que hagamos en torno a una fuerza
mucho más poderosa, cósmica e inescrutable.
Un laboratorio de
ideas a escala de una casa de muñecas: materiales diminutos, un bloc de apuntes
para la tinta azul, un bloc de dibujo para el carbón: química, los sustos del
color, ahí domino las formas, la estructura del monstruo, y la traducción
deformante de la memoria y sus terribles alaridos silenciosos logra
desparramarse bajo la luz intensa empequeñecida, reducida al tamaño admisible:
cuando alcancen su debido tamaño se habrán convertido en pesadillas, en obras
de museo.
En Thomas Street.
Una pequeña escalinata
negra con barandillas de hierro forjado da paso a una puerta pintada de azulón
y picaporte dorado flanqueada por dos columnas de piedra blanca. También la
ranura para las cartas es de metal dorado. La fachada es de ladrillos rojos. Y
tiene dos ventanas de cuerpo entero ovaladas de madera pintada de blanco a
ambos lados de la entrada.
De repente, olía a
jazmín.