domingo, 28 de enero de 2024

71

Era intrigante y enmascarado, y a la vez fascinador e inexplicable, incomprensible del todo, desconcertante… No despertar ya nunca (ni tan siquiera con el auxilio de los doctores de bata blanca, azul o verde, indiferentes y fastidiados alrededor de su lecho de moribunda), y si hacerlo con el cuerpo podrido o desaparecido o despedazado ¿adónde abrir los ojos?, pero, ¿qué ojos?

-Hola, alma.

-No te veo.

-Yo a ti, tampoco.

Asunto concluido.

¿A qué maléfico destino obedece que sea en el futuro designio de ocupaciones raras y varias?

Pues… si han de saber de mí…

Bebo lo suficiente como para no perder la lucidez que me permita escribir algo parecido a The Sound and the Fury: una pinta de cerveza en el desayuno, dos vasos de bourbon en el almuerzo, otros dos a media tarde, un Martini antes de la cena, media botella de vino durante ella y un par de whiskies antes de meterme en la cama y entregarme al sueño reparador. (Y tal vez haya mojado los labios, sólo mojarlos, en algún vaso del clandestino licor de maíz del Mississippi que guardo en un bidón de 20 litros escondido en un lugar secreto del sótano.)

Búsquese la escritura su concha: gasterópodo, misántropo… lúcido en especial: “Trabajo de portero de noche: la quietud, el silencio, la soledad, la desesperación… han de estimular la creación. Un mazo de hojas amarillas, el haz de luz también amarilla contra el techo de madera proyectado por un coche invisible y apenas audible que cruza la calzada… Vuela la mano asida al bolígrafo de tinta azul en la hora amarilla, sin que el tiempo importe.”

Todo es mentira, una ilusión: el color rojo a la luz de la luna es negro, ningún punto de la esfera es el centro… o cualquiera de ellos lo es… Detrás de la puerta de la noche está la luz.

Sigue leyendo: días de gloria: una vez Einstein le preguntó la hora mientras se dirigía al Johns’s College, en Cambridge. Tuvo que contestarle que no lo sabía. En seguida, ambos sonrieron: por encima de sus cabezas la luz doraba las negras saetas que señalaban los números romanos de un gran reloj blanco (a su debida hora).

16 de junio de 1970.

Anduve para perderme.

Mil cosas hubieron de suceder en ese viaje al fin de la noche empezado en el torreón mirando al mar.

Ni busca su patria, ni busca a su padre, ni espera junto a la madre en el hogar.

Ahora no es hijo de nadie.

Un todo que desmiente todas y cada una de sus partes, una excrecencia holística que, sin embargo, sería de imposible existencia sin una sola de ellas.

(“Jamás hablo de literatura con nadie. Me fastidia hacerlo… Además, no sabría ni establecer una teoría del gusto. Detesto hablar de lo que escribo y nunca leo lo que escriben los otros por saberlo predecible, y hasta lamentablemente prescindible. En esto me parezco a…”)

Sigo sin entender nada.

¿Quién entiende La Creación?

La mística, la mítica, la científica…

Pero…

He ahí la respuesta y el sentido a toda mi obra.

The Sound and the Fury (leída el…, prestada por…). Y en especial 7-4-1928: que sea el lector-espectador quien desenrede la madeja.

Escribía su evangelio… El Negro:

“Era aquel tiempo cuando Ella repartía el día entre el trabajo y la invención en su estudio, que era uno de los rincones más generosos de la casa, no muy lejos de los comestibles y los cacharros de cocinar y aun de la misma cama donde dormía, y el pequeño fragmento del mapa de la ciudad que habituaba a andar y desandar.  A esa tozuda y rutinaria existencia se agregaban de modo ornamental unas relaciones sociales y personales que eludían no ya la controversia o la disparidad de su pensamiento sino hasta la confesión inocente de su apostol…  trabajo.

La fuga del tiempo hacia el misterio, su entidad deslizante presentida, sólo se imprime en los cuerpos, en la piel, en las miradas viejas, en la corteza de lo vivo, y allí se hace visible, se torna de incuestionable existencia (oscura, silenciosa, metódica, inapelable).

Right After era un intento de rebelión ante lo sagrado, lo funesto, acaso contra una culpa incomprensible, la rabia hacia todo lo condenado de antemano.

Es un error el pensar en los nuevos conceptos tecnológicos del futuro y tener la creencia que han de ser una prolongación o una derivación reconocible de las formas y apariencias antiguas o de las actuales. No nos sorprende saber que esas novedades prodigiosas han de llegar, y lo acatamos crédulamente; lo que nos resulta difícil concebir, e incluso aceptar, es la imagen que revestirán cuando lleguen a nosotros; en otras palabras, su aspecto real, inimaginable antes de su aparición.

¿Podría aplicar esta idea al justificar en mi obra la plástica que depara su concepción?

Se vive entre las cosas del pasado: del futuro no hay absolutamente nada.

“Eres triste”, le dijo una amiga, o el psiquiatra, tal vez su padre años antes de morir él mismo como un judío triste. Pensó que, en efecto, lo era. Pero lo realmente estremecedor es que nunca tuvo un sentimiento de culpa que la atenazara en la inmovilidad sabiendo perfectamente como sabía que era culpable… Su muerte injusta certificaba tamaña contradicción. Además, no paraba de hacer cosas. Un falso perpetum mobile.

La enfermedad, si tienes miedo, es el abismo que silencioso se halla bajo tus pies: al asomarte a él te conviertes en un desahuciado que más tarde o más temprano será abatido por mucho que te resistas; si eres valiente, puedes tratar a la enfermedad como a una desconocida con la que no deseas relación alguna y que más tarde o más temprano te librarás de ella despidiéndola a cajas destempladas. Pero la enfermedad también puede inocular desapego hacia un presente inacabable y doloroso en el que acabas renunciando a todo. Una apatía angustiosamente lenta de la mañana a la noche. En tal caso, lo terminal, la caída al vacío, es lo preferible; y cuanto antes, mejor.

Ahora puedo entenderlo todo, madre.

Una casa en llamas donde lo arcádico de un recuerdo posterior sea capaz de salvaguardar lo más noble de la infancia se ha resuelto finalmente fulminándose a su vez en el grito de la mujer que cae, y cae.

Claro que todo el mundo piensa en la muerte. Y posiblemente, todos los días. Pero una cosa muy diferente es saber que ya andas de su mano, que te lleva ella a su paso… ¡Todo parece ir hacia atrás mientras una voz en tu interior te conmina a devolver lo que te fue dado!

Y ahora, vacía la jaula, la escultura toma forma, se apropia del espacio.

La niña salió de la jaulita.

¿Le gusta a usted la carne?

Cuídese. Su cuerpo es suyo.

El pollo frito del Kentucky Fried Chiken.

La hamburguesa McDonald.

El hot-dog del puesto en la esquina de la calle 3.

El sangrante filete tejano, las chuletas de cordero de Oregón,  las costillas de cerdo asadas, el solomillo de caballo…

Demasiado convencional…

Debería cambiar, ¿sabe?

Atrévase a los nuevos sabores.

Adentre su paladar en lo inesperado.

Deguste lo desconocido, lo extraño… ¡lo prohibido!

Las vírgenes carnes de más de 20.000 especies le están esperando (con el aval y la conformidad de la CITES).

Toda una moderna y sorprendente fauna gastronómica emplatada en plásticas y sabrosas composiciones le abren la puerta a una exquisitez aún no imaginada por usted:

Carne de cocodrilo a la crema de hongos y salteado de verduras.

Escalopes de avestruz a las finas hierbas.

Lomo de bisonte a la parrilla con guarnición de zanahorias y raíces silvestres.

Carpaccio de cebra a la naranja (de postre: tiras de chocolate negro y nata).

Alce con salsa Cumberland.

Canguro al kiwi.

Solomillo de reno con puré de castañas.

Antílope fileteado con brotes de soja.

Filetes a la brasa aromática de gamo lechal.

Gacela de Thompson en su sangre.

Rabo de ñu  y fuente de patatitas York al horno.

Muslo de hiena a la piedra quemada.

Costillas agridulces de mono (cercopithefus cefus) y sesos en tempura.

¿Le gusta a usted la carne?

Cuídese. Su cuerpo es suyo.

Divide el ojo: la proporción áurea, las secretas armonías.

Mitologías.

Los 12 dioses mayores… No.

Una mitología con los dioses y héroes menores, hasta con ellas, hasta con las anónimas… Ellas:

(Pandora, creada con un poco de barro; Selene, la de las cincuenta hijas; Milita, generosa y puta; Febe, sabia de oráculos; Atalanta, adversa al matrimonio y cazadora; Astrea, nodriza y vengadora; Aedon, nieta de Hermes, la que malograba a sus hijos; Dafne, querida por los dioses, convertida en laurel; Semele, amante de esplendores, consumida por el fuego del propio Zeus; Urana, diosa de los vientos, reina de los montes, esclava del sexo; Tije, la que dispensa o despoja de dones y fortunas; Enone, trágica enamorada inmolada en el fuego de Troya; Dike, enemiga del mal, confidente de los dioses; Driope, la que tuvo antojo de flores, y ella misma se convirtió en flor cuando amamantaba a su hijo; Eris, gemela de Ares, hija de la noche, autora de todo mal; Yaco, la que aclara los misterios, guía de los iniciados, luz en las tinieblas; Tanatos, la que no admite dádivas, la que cura todos los males, la que te mata, la que ha de custodiar tu sepulcro; Onfale, la que obligaba a los hombres a hacer labores femeninas, como labrar, tejer, limpiar…; Hécate, la que domina el misterio, la magia, la adivinación, la que te salva en la encrucijada; Hestia, amante del fuego; Ismene, hija incestuosa de Edipo y Yocasta; Koré, la que se pasea por la muerte; Lete, la que te embriaga y hace que olvides tus penas; Niobe, la de los hijos de piedra; Mirina, reina de las amazonas, fundadora de ciudades, vencida y muerta en la Tracia…).

Sueña: olores.

“Cuando las cosas olían, olía el aire, y el fuego, la madera y la piedra, olía hasta la luz.”

Despierta de nuevo (¡otra maldita vez!): Acabas entre olores químicos, desconocidos en la naturaleza, el sabor a agua metálica en la lengua, la quemazón en la garganta, el asco de la supervivencia hirviendo en la sangre en su incansable itinerario.

¿Cómo nos encontramos hoy?

¿Tocamos con arco… o al pizzicato?

¿Letra u objeto?

Escribió: “Hasta cierto punto, puedo confiar en mí mismo.”

¿Quién era él?

Nunca lo supo.

¿Por qué hay que saberlo? Tampoco te sabes de muerto.

Ella copió (Hasta cierto punto, puedo confiar en mí misma) la frase de él -un tipo al que nunca conocería- en el 69, escrita en la esquina de una página rota con unos garabatos en la parte superior de la agenda atrasada del 68, correspondiente al mes de septiembre, el día 19, jueves, creo.

De su obra decir con respeto que discutible antes que necia.

“De acuerdo, has elegido el arte, y creo que no para comunicarte con los demás. Una forma de vivir exclusivamente para tus ojos. Sin embargo, se diría que tuviste el deseo de buscar y encontrar ese medio fenomenal de falsear la realidad confundiendo a los otros, a los testigos. Eso ya constituía un mensaje: los convocaba a pesar de todo. Ahora bien, ¿por qué no hiciste de ese arte endiablado algo más próximo al verdadero discurso de los idiotas, una especie de lingua franca de fácil interpretación? ¿Sólo por no comunicarte con tus semejantes? ¿Porque no creías que fuesen precisamente tus semejantes? ¿Porque te considerabas superior? ¿Qué significa ser superior en el mismo instante que el médico te confirma sin alzar la mirada del maldito papel que te condena que, “efectivamente, tiene usted un tumor en el cerebro”? ¿Tan cómoda te sentías en el noser?

Quizá fuera un desafío: mira de qué manera construyo mi genialidad… Empápate de mis desafueros.”

Bajo el chorro de luz de los focos (de 100 vatios)… ¡cómo se oculta el color y el disfraz iluminado del clown o del augusto y la mirada vacía, el alma triste!

Bajo el espeso maquillaje la mueca del payaso (de Los Circos de  los Trapos Desteñidos) que parece una sonrisa es en realidad un lanzazo de desprecio y maldición y odio… Un tipo burlón para quien la vida ni siquiera es divertida: ¡Os mato de un cáncer en el cerebro, queridos niñas y niños! ¡Un globito por aquí, un globito por allá! ¡Un cáncer por aquí, un cáncer por allá!

Bajo el tono melifluo del desesperado se halla el profundo rencor hacia la existencia de cualquier animalito, incluidos los niños.

“Pasable”, dijo.

Ni mucho mejor ni mucho peor que los que andan sobre la cuerda floja, trampeando.

Lo cierto es que todos somos “el que recibe la bofetada… final.” Bajo los cielos ni siquiera hostiles o portentosos: indiferentes.

Respeta mi locura, pues yo consiento la tuya: eran dos artistas en celo peleándose como los gatos de Kilkenny: no darán jamás su brazo a torcer en su mundo sin referencias, donde el juicio es el gusto y la arbitrariedad la ley.

Sí, el arte: “Veo tus sueños mientras duermes, flotan en el aire, se plasman en mi retina…”

De repente, despierta. Ella era la artista y la durmiente.

Los tocados de la elegancia, como los revelados experimentales de Lillian Bassman, se desvanecen y se disuelven en polvo antes de llegar al suelo.

Se indigna ante la afrenta, el desafío imaginario de la pregunta que ella misma se formula con sadismo: “Quiero ver”, se dice él, “entender lo que veo…” Y entonces recuerda esos santos y vírgenes de yeso con luminosas pinturas y dorados que pueblan los templos católicos, y a los que tanto se aferran sus feligreses para fortalecer su fe a través de esa pobre materia, para creer.

El yeso pintarrajeado de mi escultura es mi concepto: mira mis llagas en su ocurrencia, introduce tu mano en mi sangrante herida…

Enferma. Sí. A media tarde. Y una luz otoñal amarilla. Densa, acariciante… Pacífica. ¿Dónde irán a parar todas estas imágenes, todo el magnífico y millonario repertorio de imágenes que han colmado mis ojos?

¡Qué inmenso almacén de ellas!

Quemad el cerebro… y vuelan, escapan.

Se hace de piedra. (Igual se desmoronan.)

Louis Kahn tiene un lápiz amarillo del 2 en la mano de dedos gordinflones, es un lápiz minúsculo, y una gran hoja de papel se extiende impoluta sobre la superficie inclinada de la mesa, la luz magnífica entra por la ventana abierta a su izquierda, el sol baña el perfil del hombre pensativo y derrama un triángulo luminoso sobre la mesa: traza la punta de grafito unas líneas, se diría que se elevan a lo alto, más allá del borde de la página…  El hombre comienza a dibujarse a sí mismo (imponente, dios, creador).

La sentencia en la mano, brilla el sol en el cielo blanco, y es un día sin esplendor, de unos colores y unos ruidos dolorosamente ajenos, como si todo en este mundo fuese ya el decorado extraño y aberrante de otro planeta.

Pero no… ¿Adónde sino al delirio te han llevado tales escrituras, esa biblia o buena nueva de perdición?

¿Quién en nuestros días escribe evangelios?

No hay una casa a la orilla del mar, sí, el cuerpo era un artefacto diabólico, un aparato criminal capaz de las mayores violencias contra el espíritu, sí, todo naufraga ante la fría y verdosa mirada del buitre erguido sobre la mesilla de noche, nada nace del sufrimiento, no engendra el dolor ningún ser noble y altivo capaz de variar el futuro, doblegarlo al  menos (hola, dolor),  mi casita gris en el oeste, tú escribías a mano, inclinada la cabeza sobre la tosca superficie de la mesa de madera, afuera de la casa, bajo la copa de los árboles donde centellean los rayos del sol entre las hojas, cerca del mar, donde las garzas se posarían majestuosas sobre las rocas, y las golondrinas revolotearían arriba y abajo de los aleros, ella pasaría a máquina tus manuscritos, compraríais la comida a los pescadores o a la gente del bosque en la parte de atrás de la casa, tú partirías la leña y sacarías el agua cristalina y fresca del pozo, y ella cocinaría, y limpiaría la casa… y ambos trabajaríais en este libro, entre el verde bosque y el mar azul

No el arte, no…

Antaño bastaba la provocación, lo imprevisible sobre todo, para escandalizar a un espectador burgués que admiraba lo canónico de sus creencias en el arte más próximo a la figuración del mundo e inclusive en aquél que lo deformaba sutilmente aunque terminaba representándolo bien mediante brochazos furiosos o en mínimas y graciosas entelequias; el hastío hodierno, que ahora sin embargo sí repudia el mero reflejo de la realidad, sus apariencias trasnochadas, también le da la espalda a ese revés del mundo que es el arte más valioso de nuestros días, el arte Hesse, la verdadera transgresión, lo que los melindres de su contemporáneo ya rechaza de plano: “Puedes disfrazar el mundo, pero no puedes robármelo… dejarme sin nada en las manos, cortar mi lengua, sellar mis labios, sepultar mis palabras en el estupor… Eso sí que no podré aceptarlo nunca”, resuelve definitivamente el destinatario de la apostasía, y ajusta su corbata y limpia la lente de sus gafas, y asegura la billetera en el bolsillo interior de la chaqueta y se da media vuelta.

Hesse:

Pero yo estoy en el otro lado, detrás de lo que ves a tu alrededor todos los días, siempre, y tales cosas son las que te muestro.

Se acabaron las singladuras al País de las Maravillas o al País de Nunca Jamás. La Hispaniola ha naufragado. Con viento desatado en las velas, un viento loco que aparece y desaparece por las cuatro esquinas, irrumpe burlón a sotavento, cambia a barlovento, empuja desde proa, marea el foque, viene de través, quien sabe el rumbo, sus torpezas perversas: malo es el destino a bordo de los navíos siniestros donde la muerte y lo oscuro alzan sus negros gallardetes, llámese el Pequod, el Indómito o el Nautilus, sea el Filoctetes o esa vieja lata de bizcochos Hunley&Palmer que mal que bien navega río arriba en busca del horror, el horror.

¿Por qué no una segunda parte?

Si inscrita en lo maravilloso… ¡atraviesa el espejo!

A través de la niebla se aposenta sencillamente en la repisa de la chimenea de la Casa del Espejo:

-Si de verdad estuviste conmigo en mi sueño…

¡Brinda 90 veces 9!

¿Y ese montón de arena, esas sucias pisadas…?

Muy valioso.

¿…?

De su propio puño y letra.

(Firmado ante notario.)

Un sabueso debería rastrear sus huellas urbanas, el circuito de sus idas y venidas por la gran ciudad.

Aquella ciudad que registraba los pasos y peripecias de la inolvidable Eva Hesse.

¡Y tú, perro sin dueño, sin collar y en Nueva York!

¡Qué estampería! ¡Qué colección de cascotes, aceros y cristales sustituían a la ladina estampa católica, sentimental, babosa y de atractivos colores pastel! ¡Qué encandilamiento del palurdo allende los mares, del turista o simplemente del reflexivo que se da perfectamente cuenta de donde está! ¡Qué nueva religión de la desmesura material y sin embargo tan inaprensible!

Del otro lado del río: se yerguen y forman una asimetría de enjundia plástica: cada manchón en su sitio justo, alzado uno tras otro en planos diferentes configuran una línea de muy atractiva composición, un perfil que relleno de tinta negra los huecos que delimita da mucho de sí en la página horizontal de cartoné. El siluetado puede leerse de izquierda a derecha, como en la línea de un libro, se dibuja la raya del contorno sobre un cielo azul tan poderoso. Pero sólo mírala y no intentes descifrarla esta línea. Repetí una y mil veces la singladura gratuita que brinda el ferry a Staten Island. Le cogía la Nikon a Jennie. Las fotografías son el recuerdo de algo, pero carecen de la sensación del ojo, de la primera impresión en el cerebro. Ni un maldito olor. La foto: he estado allí. Y esas manchas parecen decirlo todo. Es el skyline de la ciudad complementado con el que divisas desde Brooklyn Heights, al otro lado del puente, su firma exacta (aunque temporal), por así decirlo. ¿Qué hay detrás de todo ello?

Pronto me cansé: prefería las fotos de otros más expertos y menos sentimentales. Rebuscaba en las cajas de Jennie: instantáneas, miradas abstractas, escenas callejeras, rótulos, fachadas, rostros, sombras, edificios…

Y, además, la fotógrafa coleccionaba daguerrotipos de otras épocas, todo aquello que impreso en un papel a través de un ingenio que atrapaba la luz (o su sombra) del pasado permitía atisbar como por el ojo de una cerradura. Ladeado un pequeño montón en un ángulo de su mesa de trabajo, la baraja gráfica mostraba un original de Johnston de 1890 que plasmaba el siniestro Dakota con sus tejados puntiagudos de dos aguas recortándose en el cielo blanco del invierno, descubría un golfillo vendedor de periódicos en la Washington Square de Henry James fotografiado por alguien anónimo, conducía hasta nosotros en un viaje del tiempo de sesenta años al Flatiron surgido de las nieblas, entrevisto tras las ramas deshojadas del enero de 1908...

La intrusa lo mismo asaltaba con buenos modales y una pérfida sonrisa el estudio de Philip Johnson, en el edificio Seagram, para captar parte de un Midtown con el Queensboro a lo lejos salvando el río que reunía una decena de imágenes de los coches con los maleteros destripados del Bronx o enfocaba un empedrado de Little Italy.

Había una foto del Cadillac rosa de Sugar Ray Robinson estacionado en la 124 ante la mirada hipnotizada de una pandilla de niños negros. Había las fotos de una ciudad desleída en una luz blanca y triste, angustiosa y de un tramo de la calle 12 ya mirando el Hudson bajo la lluvia, y una panorámica de Central Park de 1942 a primeras horas de la mañana o de la tarde, cuando las sombras son alargadas y nítidas,  de la esencia de la añoranza, y había una del arco conmemorativo de Washington y otra de la imagen afortunada de Dennis Stock que plasmaba a James Dean con un cigarrillo entre los labios y las manos metidas en los bolsillos del abrigo oscuro con el cuello levantado cruzando Times Square sin importarle la lluvia y otras fotografías mostraban terrazas al sol y al aire azul de los apartamentos en Sutton Place y la entrada de The Factory en el 231 East de la 47 y un edificio de apartamentos en el East Village ocupado por varias comunas procedentes de todas partes del país y también del letrero en forma de flecha con la leyenda ONE WAY y otra de la brillante e intermitente caligrafía del DONT WALK.

Pero esa vigilancia amerindia (supuestamente más neoyorquina que americana) casi es imperceptible, roza la curiosidad indiferente pero precisa:

-¿Hace él algo que pueda perjudicarnos?

-No.

-¿Hace él algo que pueda favorecernos?

-No.

Y se hacen a un lado al pasar con la vista al frente.

Cada uno tiene su camino.

A ninguna parte: es una isla.

El Negro se mira en el espejo. A sus espaldas se yergue sobre la mesa la máquina de escribir, vetusta, negra como él y temible como un animal que de un momento a otro fuese a abalanzársele  y morderle en el cuello, traspasar la carne, succionar hasta dejarle sin sangre en las venas, sin la pobre savia del humano, teñirle del estampado negro de la cinta. ¡Tantas mentiras escritas, tanta profanación a la inteligencia! Se mira con la imaginación exactamente ahí, nada puede inventar: escribe sobre esa triste y tediosa hondura: los únicos aspectos dramáticos en la existencia de ese tipo que miras mirándote en el maldito azogue consisten en bajar al supermercado de la esquina una vez a la semana, cortarse el pelo cada quince días y hurtarse a la vigilancia de la casera para demorar el pago del alquiler.

No soy un literato. Sólo escribo. Es suficiente con eso. Cobro poco, pero al contado. A hurtadillas. A trasmano. A traspiés. A trancas y barrancas. A oscuras. A lo loco. Estoy a salvo. Me gustan las novelas policíacas malas; cuanto más malas y perfectas, mejor. Y los relatos y narraciones de misterio, los enigmas, los acertijos... Aunque a veces los combino con el relleno de los crucigramas (igual podría dedicar los ratitos de ocio al ganchillo o al punto de cruz).

En cuanto al planteamiento, nudo… ¡desenlace…!

(¿Quién diablos o qué bala volandera mató a Owen Taylor, el chófer de Sternwood, en The Big Sleep?

¿Cómo demonios desaparecieron los 5 dólares de Mink subido en el carro del cartero?)

¿Quién resolvió por fin El Caso de la Nariz Perdida de Lepper?

¿Quién eres?

¿Es uno lo que uno hace?

¿Qué clase de libros compras tú?

Perro sin dueño… ¡y en Nueva York!

Le basta el sol, alguna sobra…

El parque protector.

Alguien se ha sentado en el otro extremo del banco. Nota la ligera sacudida bajo las nalgas. No se molesta en mirar hacia allí, pero fuera del campo visual atisba la sombra, el bulto oscuro. Durante muchos minutos sigue con la atención puesta en los anuncios de automóviles usados del Times (Buick del 65: 1.800 pavos: Plymouth del 67, casi nuevo…, Ford del 68…). Las diez de la mañana: todo es silencio, sólo el susurro de las ramas grises por encima del banco. A las 10,38 se levanta del asiento con la vista fija hacia delante. “Debería mirar ese bulto, esa maraña…” Ni siquiera sabe si es un ser humano. Dos pobres tipos en un banco, en un parque, en una ciudad, a esa hora mortal del día. (Gog, El libro negro… No recuerda con exactitud: Papini relata la salida de casa todas las mañanas de un tipo que a la vuelta de la esquina siempre encuentra a un mendigo echado en el suelo; invariablemente, arroja una moneda de escasa cuantía junto a esa masa oscura… Así durante años. Un día descubre estupefacto que no se trataba de un mendigo: sólo era el montón de trapos y retales que abandonaban periódicamente en ese sitio las modistillas de un taller textil de las inmediaciones.)

¿Y qué haces ahora?

Gano mi dinero.

Gana su dinero: escribe cosas como The Tao of the health y Food is your Best Medicine.

1945.

No tahúr.

Un francés con ideas plásticas chocantes y la jeta heredada del elenco del Medrano. Viste con estudiada informalidad

-¿Cómo están los ladrones neoyorquinos? –interroga sin amargura nada más bajar del avión (de hélices todavía).

Muestra un catálogo lleno de horrores magníficos: “Lo último de París”, asegura.

Como si fuese el cronista de la moda más chic.

Los tiempos han cambiado.

Un gran silencio rodea a los que contemplan las reproducciones de las lujosas y satinadas páginas de esas obras tan atrasadas ya de los cuarenta.

No hay desdén en las miradas posteriores, sólo ironía.

La fiesta se acabó en París.

“Hemos ganado la guerra; la paz es nuestra.”

El escupitajo de Pollock le da de lleno en el rostro a Picasso y a los vendedores de humo del surrealismo parisino y sus gracias.

Veinticinco años más tarde.

1970.

Hela ahí entre los viejos y decadentes amigos (Picasso, Duchamp, Schwitters, Man Ray, Hesse…), ella, nueva y muerta. A la historia.

Nueva York era la clave desde Hiroshima. Y tú mueres en plena temporada.

El Hispano cavila en torno a las complejas personalidades, la incomunicación: desde el 63 podemos hablar en gíglico. Ese idioma le interesa a ella: ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos.

Nada es creíble. Todo es indescifrable.

Abril de 1970. Ahora ya lo sabes.

En Baxter Street. Quieta y perpleja, aplomada por la enorme decepción, bajo el toldo violeta de una tienda de ropa hippy miras el cielo gris, brillante como la plata, pero lejano, indiferente. Esperas que escampe. Estás lista: todo contra ti.

Bajo la lluvia en Chinatown.

Una lluvia lenta e interminable. Puede que alborocen a algunos transeúntes las calles mojadas, la brisa fresca y húmeda proveniente del East River que parece cargada de buenos presagios… La lluvia de primavera que hace reverdecer las primeras hojas de los árboles. No a ella. Un tiempo hubo que la lluvia sosegada y continua la hacía feliz, tanto que hasta le producía ansiedad.

A su alrededor, ahora, todo es crueldad.

Todo parece mostrarse extraño a aquélla que va a sucumbir: ya no cuenta.

22 de mayo de 1970.

7 días en el umbral.

Aguarde su turno.

-¿Su ticket?

-Primera especial: tumor en el cerebro.

-Atrás.

-Pero…

¿Tendría ella ese aire de cachivache, esa aura de cosa de lejanía, de postración y aseado abandono?

(¿Habla de su obra?)

Pues ahora el escrutinio de sí misma –mucho más feroz que el espejo- concluía en interrogantes obsesivos que alcanzaban una dimensión teológica… Si esto era así…

(Las plusvalías en arte tienen su tiempo, su perfecta ocasión.)

-Es lo mismo, respete la cola. No hay “pero” que valga.

Afuera, más allá de las paredes blancas, hierven el aire y las cosas.

Adentro de ti todo es todo oscuridad (no estás viva ni muerta, estás), pero el universo similar… Es todo como lo que ves cuando cierras los ojos, la veladura roja y negra tras los párpados, el silencio negro, una duermevela que se pudre a cada instante interrumpida por la vida que todavía aletea… Convendría explorar ahí.

Hay alaridos, el sonido del interior, como una rebelión ante las formas tan fáciles del exterior de uno mismo, tan comprensibles: esto es una silla, esto es una mesa, he ahí la ventana que invita al suicidio, la eterna caída…

El terror de los locos es interior, nace de adentro de sí mismos, y nunca el miedo o la angustia brotan del para ellos “inofensivo” mundo exterior, que es sólo placer sin límites del cuerpo, sinuosos entretenimientos, la atracción del circo… o el público congregado de ese circo.

Tu obra nacía de adentro, de muy adentro. ¿Estabas loca? ¿Qué escudriñabas en ese fondo viscoso, oscuro, movedizo de tus entrañas?

Se siente el cuerpo pero… Tierra. Agua. Aire. Fuego. Era así de  simple (4 es un número muy feo). Los espejismos de todo lo demás… Hechuras de La Gran Alquimista. Mamá azul. El terror (sí) es blanco. Amarillos los huesos. La rojez maloliente de la carne, la mórbida transparencia de la piel. El aura todavía desdeñable del genio.

La mente a la suya.

El cuerpo tendido.

Nada se pudrirá hasta su hora, hasta el apagado final.

¿Cuántas palabras puede hacer rebotar un cerebro sano entre las paredes craneales en un día?

200 palabras por minuto.

12.000 por hora.

290.000 por día.

¿Es el yo imputrescible?

Mil páginas así, de incesante barbarie pensativa. Siete días seguidos… Siete mil, ocho mil, diez mil páginas de escritura apretada, sin puntuación, un libre discurrir, un monólogo interior, una corriente...

¿Es un coma una imaginación incesante? ¿O un sueño sin pesadillas, sin pensamiento, sin conciencia?

Todavía hierve la papilla del cerebro: cuece su enciclopedia donde el orden alfabético ha devenido maraña colosal.

Ahora la ocurrencia es el cuerpo, su torrente de sangre, linfa y flujos que todavía engrasan la maquinaria desbaratada, ajeno a todo estímulo de los vivos y sus mendacidades.

Así que 290.000 palabras. Tal vez con cierto orden (in-visible). Eso es. Ahora ya lo sabes.

¿Cuántas palabras vomita un cerebro sano…?

Esas. Las mismas que un cerebro enfermo pero vivo. La masa viscosa que agrieta el cráneo supura algo parecido al pensamiento, al delirio, a la alucinación, a la pesadilla… ¿a qué?

290.000 palabras. Y a éstas, ¿qué sintaxis las gobierna?

Ajá. Es fácil la respuesta. ¿No era desquiciado tu arte? ¿No lo es aún en el siglo XXI?

¡Menuda componenda de trastos tu obra!

290.000 palabras diarias. Un  bonito libro al día. Una fea novela.

Un arte indescriptible.

Una especie de fluido nada memorable, goteras del cerebro hasta que… se queda vacío.

Qué loca, la artista. Y sin necesidad de plástica alguna, sus ferias y truculencias.

Una locura magistral, de la que se puede extraer enseñanza no baladí.

Si no puedes descifrar un gen, aunque ya sepas deletrear sus letras químicas (¡bonito vocabulario!), ¿cómo pretendes descifrar la galaxia de mis intuiciones, mis enredos emocionales? Deberías saber que en una sola de mis obras concurren 10.000 conexiones por segundo durante el solo proceso de su concepción.

Expulsada del útero materno: el éxodo, el exilio… La diáspora que te aleja más y más de ti misma, te hace extraña, provisional, infinita e inútil.

Expulsada de todo… ¿Sería la obra toda la mentira de sus sueños, esa ilusión que engaña sólo porque es posible imaginarla?

Al olvido te destierra el arte.

Como ahora, que el cerebro te desaloja.

Una pausa antes de la nada: duermes la muerte, ya nunca volverás al mundo de los vivos, y de él poco recibes ya, la pulsión de un brillo minúsculo, como la que insinúa la estrella en el borde de la galaxia: el mundo externo ya es sólo tu latido, la charca de la sangre que aún se estanca en tus venas, la tibieza de la conciencia en la piel (o quizá envolviendo los huesos).

¿Qué clase de sueño es el tuyo?

Blanco.

El sueño y la vigilia ya son lo mismo: permanece inmóvil, erguida bajo el cielo blanco en el pedregal judío, la tierra israelita origen del bien y del mal donde las zarzas y el matorral parecen humear asfixiados por el calor, y podía oír perfectamente el crujido de las piedras ardientes, el crepitar de la tierra bajo la llama del sol del mediodía. Estira los brazos en cruz, echa para atrás la cabeza con los ojos cerrados, ser toda ella letal, como el venablo de fuego que abate los espejismos, que abre los ojos a la vida real, no figurada, ni sometida al engaño, a las apariencias esenciales, a la soledad amarilla y absoluta del desierto, desgarra la sábana santa: más allá, más allá la verdadera vida…

Y quede atrás la tontería ancestral.

Lo que veo es terrible: ¡es!

¿Y no podría dormir mil años?

¿O vivir en un sueño sin muerte?

Apaciguado el cerebro…

¿Qué agonía es ésta?

¡Siete días con sus noches invisibles!

Y todo… ¡para morir!

No sumas años: es la eternidad jirón a jirón la que se desprende de ti, te despoja de años y días, descama tu piel, amojama tu carne, monda tu esqueleto y al final te lo roba todo.

Hasta ella llegan los sonidos del mundo, la canción o la queja, el grito y la risa, el aullido y el susurro del amor.

Ante ella se extiende la ciudad fabulosa al pie de la montaña, meridiano de toda aspiración, sus luces y magnificencias, su inmenso ajetreo e inacabables riquezas, sus laberintos de fortuna y sus paraísos al alcance de la mano, la prosperidad de sus casas, la grande combinación de sus placeres, las dádivas, los sueños, la ambición, los ocios innúmeros, los mil y un inventos, el linaje y la perpetuación de la memoria, todo por lo que es preferible luchar (incluso la renuncia, la paz, la sabiduría) se halla en las entretelas del inmenso decorado, pelea con denuedo y abrirás el agujero donde se oculta el tesoro, haz que brille al sol…

Tu vida es un instante entre celebraciones y miserias.

Lo que hoy es un imperio mañana…

Ciudad de ruinas, del mármol envilecido de sus halls, de su tierra negra, de su aire viciado y silencioso, de sus idas a ninguna parte, ciudad muerta y poco a poco invadida por la cizaña del tiempo, abierta de grietas oscuras y despobladas, de agujeros mortecinos donde la vegetación alarga sus cada vez más crecidos y verdes brazos atenazando paredes y muros, columnas, estatuas y pináculos, sombreando las rectilíneas cordilleras de las calles con su verdor maligno y depredador, ciudad de rascacielos vacíos, cafeterías desiertas, librerías sin libros y estaciones adonde no llega tren alguno, parques agostados, árboles vencidos al suelo, ciudad de tristes e interminables avenidas en una penumbra perpetua donde la alimaña empieza a encontrar acomodo, se oyen gritos desconocidos en la ciudad perdida, quejidos, animales degollados entre las grandes piedras, la invaden millones de ratas, la rodea una jungla de mosquitos, ya la cerca la selva del abandono y el ruido de la bestia…

Obra de una duermevela rocosa, de edades minerales. No hay dolor, pero tampoco esperanza…

Sólo el acecho de la Parca.

¿Expresa eso ahora tu trabajo?

Fibra de vidrio. Resinas. Polietileno, alambre de aluminio: ¿aquel espejo ha creado esta imagen…?

Tori:

El agua podrida que se estanca en los jarrones y los búcaros cuando las bellas flores se doblan ajadas y marchitas, derrotada la pujanza de los tallos, apagados los colores y desvanecidos los aromas efímeros: venenosa pestilencia.

Ese ornamento oloroso como ofrenda a los dioses invisibles salvados por su silencio magnífico… ¡que gobiernan a pesar de todo sentido común y toda superchería en el seno de una bruma impenetrable a la razón!

Me es difícil pensar.

El arte es un idea…

¿No la pudren los años? ¿Se salva en el tiempo?

Blanco y verde…

La ofrenda: tus gusanos.

¿Eres tú?

“Si no pensara… todo sería el azar”, escribió  ella el mismo mes de su muerte.

Ella.

Tardé en comprender.

Pero nadie desea… ¡el destino sin más, ajeno a los sueños, a la equivocación!

Si no juez, al menos parte.

Y… duerme (sin sueños), sacrílego.

Tú, pecador, que el castigo aún no te alcanza.

Un cielo limpio (inocente) y azul (el resplandor también inocente, sombra delirante de la tierra en la negra noche del cosmos).

29 de mayo de 1970.

Hasta el sueño se desvaneció. No voló de la celda del cuerpo. Murió con ella.

Sueño: la niña perdida que no cesa de comer pan de la mano de Quentin. Él levanta (con un palo) la faldita andrajosa: es mi cuerpo, soy yo… enferma.

¿Han de colocarse cartelas junto a… junto a las obras?

¿Dónde diablos están los marcos, los pedestales?

¿Mejor muerta que…?

Las manos hacia dentro

la cabeza alzada a lo alto

la boca abierta

las babas que se deslizan por la mandíbula

los solo gruñidos

el lamento que se prolonga hasta la impotencia

la mirada ausente o enojada

la inmovilidad cruel y fatal

la infinita vulnerabilidad

¿mejor muerta…?

¡¡No, no, mil veces no!!

Siquiera los ojos abiertos… a cualquier cosa… ¡menos a la nada!

Documenta-3.

Kassel.

Junio del 64.

Recordaba ahora, postrimerías de marzo de 1970… ¿Qué hacemos con todo esto?

Miró sus manos: basta con ellas sólo.

No basta con ellas sólo (¿o debería haber sido de ese modo?).

Aún hacía listas… entonces, en Alemania, cuando empezaba a nacer para el mundo. ¿A quién elegir?

¿Por qué hay que elegir?

¿Había alguien a quien elegir?

Valerio Adami Robert Adams Hans Aeschbacher Afro (Afro Basaldella) Yaacov Agam Pierre Alechinsky Horst Antes Karel Appel Arman (Armand Fernandez) Kenneth Armitage Hans Arp René Auberjonois Joannis Avramidis Kenjirô Azuma Francis Bacon Ernst Barlach Saul Bass Willi Baumeister Herbert Bayer Thomas Bayrle Jean Bazaine Max Beckmann Hans Bellmer Lucian Bernhard Janez Bernik Miguel Berrocal Joseph Beuys Max Bill Julius Bissier Roger Bissière Karl Oskar Blase Umberto Boccioni Kay Bojesen Pierre Bonnard Lee Bontecou Constantin Brâncusi Georges Braque Rodolphe Bresdin Donald Brun Peter Brüning Klaus Burkhardt Alberto Burri Will Burtin Pol Bury Alexander Calder Jean Carlu Anthony Caro Carlo Carrà A. M. Cassandre César (César Baldaccini) Paul Cézanne Lynn Chadwick Marc Chagall Avinash Chandra Eduardo Chillida Giorgio de Chirico Ro man Cieślewicz Emil Cimiotti Antoni Clavé Jean Cocteau Bernard Cohen Harold Cohen Paul Colin Pietro Consagra Constant (Constant Nieuwenhuys) Lovis Corinth Corneille (Cornelis van Beverloo) Willem Hendrik Crouwel Miodrag Djuric (Dado) Radomir Damnjanoviæ Jean David Alan Davie Robyn Denny André Derain Charles Despiau Otto Dix Eugène Dodeigne Piero Dorazio Jean Dubuffet Marcel Duchamp Raoul Dufy Dušan Džamonja Charles Eames Thomas Eckersley Dick Elffers Martin Engelman Michael Engelmann James Ensor Hans Erni Max Ernst Joseph Fassbender Gerson Fehrenbach Lyonel Feininger Lothar Fischer Klaus Flesche John Forrester Sam Francis Otto Freundlich Horacio Garcia Rossi Rupprecht Geiger Vic Gentils Nicholas Georgiadis Karl Gerstner Quinto Ghermandi Alberto Giacometti Werner Gilles Hermann Goepfert Roland Goeschl Vincent van Gogh Leon Golub Julio González Arshile Gorky HAP Grieshaber Franco Grignani Juan Gris George Grosz Waldemar Grzimek Hans Gugelot Constantin Guys Günter Haese Étienne Hajdú Otto Herbert Hajek Hiromu Hara Hans Hartung Karl Hartung Erich Hauser Josef Hegenbarth Bernhard Heiliger Anton Heyboer Hans Georg Hillmann Jochen Hiltmann George Him Herbert Hirche Paul Van Hoeydonck Rudolf Hoflehner Wolfgang Hollegha Max Huber Friedensreich Hundertwasser Jean IpoustéguyArne Jacobsen Bernhard Jäger Paul Jenkins Alfred Jensen Jasper Johns Allen Jones Asger Jorn Yusaku Kamekura Wassily Kandinsky Herbert W. Kapitzki Edward McKnight Kauffer Ellsworth Kelly Zoltán Kemény Walter Maria Kersting Günther Kieser Phillip King Ernst Ludwig Kirchner R. B. Kitaj Paul Klee Yves Klein Gustav Klimt Franz Kline Aleksander Kobzdej Hans Kock Fritz Koenig Oskar Kokoschka Takashi Kôno Willem de Kooning Harry Kramer Norbert Kricke Klaus Kröger Alfred Kubin Rainer Küchenmeister Wifredo Lam André Lanskoy Berto Lardera Henri Laurens Fernand Léger Wilhelm Lehmbruck Jan Lenica Julio Le Parc Herbert Leupin Jan Lewitt Richard Lin Jacques Lipchitz Jules Lismonde El Lissitzky Wilhelm Loth Morris Louis Lucebert (L. G. Swansweijk) Bernhard Luginbühl Heinz Mack August Macke James McGarrell Aristide Maillol Alfred Manessier Franz Marc Gerhard Marcks Marino Marini Albert Marquet Étienne Martin André Masson Gregory Masurovsky Henri Matisse Roberto Matta Almir Mavignier Jean Messagier James Metcalf Hans Mettel Otto Meyer-Amden Brigitte Matschinsky-Denninghoff Henri Michaux Hans Michel Ludwig Mies van der Rohe Josef Mikl Joan Miró Paula Modersohn-Becker Amedeo Modigliani Piet Mondrian Pitt Moog Henry Moore Giorgio Morandi François Morellet Richard Mortensen Robert Motherwell Bruno Munari Edvard Munch Kazumasa Nagai Jacques Nathan-Garamond Ernst Wilhelm Nay Eva Renée Nele Rolf Nesch Louise Berliawsky Nevelson Ben Nicholson Erik Nitsche Marcello Nizzoli Georges Noël
Isamu Noguchi Emil Nolde Eliot Noyes Richard Oelze Kenzo Okada Christian d'Orgeix Alfonso Ossorio Eduardo Paolozzi Jules Pascin Victor Pasmore Alicia Penalba Constant Permeke Celestino Piatti Pablo Picasso Otto Piene Pierluca Edouard Pignon Giovanni Pintori
Filippo de Pisis Serge Poliakoff Jackson Pollock Giò Pomodoro Carl Pott Concetto Pozzati Heimrad Prem Dieter Rams Robert Rauschenberg Odilon Redon Josua Reichert Bernard Réquichot Germaine Richier George Rickey Gerrit Rietveld Jean-Paul Riopelle Günter Ferdinand Ris Larry Rivers Auguste Rodin Giuseppe Romagnoni Willem Sandberg Giuseppe Santomaso Antonio Saura Raymond Savignac Egon Schiele Hans Schleger (Zéró) Oskar Schlemmer Joost Schmidt Wolfgang Schmidt Nicolas Schöffer Paul Schuitema Bernard Schultze Emil Schumacher Kurt Schwitters Scipione (Gino Bonichi) William Scott Gustav Seitz Jason Seley Georges Seurat Gino Severini Ben Shahn Paul Signac Mario Sironi David Smith Francisco Sobrino K. R. H. Sonderborg Jesús Rafael Soto Pierre Soulages Chaim Soutine Jannis Spyropoulos Toni Stadler Nicolas de Staël Anton Stankowski Joël Stein Hans Steinbrenner Klaus Steinbrenner Magnus Stephensen Kumi Sugai Richard Süßmuth Marko Šuštaršiè Graham Sutherland Waldemar Œwierzy Arpad Szenès Rolf Szymanski Jun Tabohashi Shinkichi Tajiri Ikkô Tanaka Antoni Tàpies Hervé Télémaque Fred Thieler Jean Tinguely Mark Tobey Henri de Toulouse-Lautrec Harold Town Otto Heinrich Treumann Hann Trier Heinz Trökes Jan Tschichold Günther Uecker Hans Uhlmann Reva Urban Andreas Urteil Suzanne Valadon Italo Valenti Victor Vasarely Emilio Vedova Bram van Velde Maria Elena Vieira da Silva Jacques Villon Paul Voss Édouard Vuillard Wilhelm Wagenfeld Hans Wegner Hendrik Nicolaas Werkman Brett Whiteley Carl Heinz Wienert Gerhard Wind Fritz Winter Tapio Wirkkala Wols Fritz Wotruba:

uno y trino (oh, colores celestiales…).

Dime, querida, ¿requeriremos con el tiempo una edición variorum respecto a la contemplación y dilucidación de tu obra que nos vaya informando de los addenda?

-¿The Green Train?

-¿Sí…?

-¿Yeats?

-Sí, ¿quién es?

-John Silver,  compañero de Morgan, de El Pirata de los Libros.

-Dispare.

-Tenemos aquí 500 Hilton. Se los cambiamos por la primera edición de Go Down, Moses. Sabemos que guarda usted ese  ejemplar.

-Tendrán que subir el precio.

-Y 30 Marquand…

-¿Y…?

-Y 10 Hemingway.

-¿Y…?

-Y 5 Anderson, incluido un Winesburg, Ohio del 19… Tal vez podríamos añadir un par de decenas de Jones… Creo que es un trato justo.

-Hecho.

El otro vector realmente de importancia, pues:

Gotham Book Mart&The Green Train:

9/1967 (años de la serie Accesion, Addendum):

Contrato con la Fischbach.

“Mi biblioteca es mi obra; cada objeto, un libro extraño incluso para mí donde es fácil leer lo imposible, lo absurdo, y por qué no, lo gratuito, lo innecesario.”

Ahora ya no anotaba nada la chica que todo lo apuntaba. Ninguna lista complacía sus ratos de aprendizaje intelectual, ninguna rememoración falsificaba las horas de ansiedad y espera. ¿Para qué seguir? (¿Pero no había que seguir hasta el final?). Lo que había leído, los libros que quería comprar y anhelaba leer, las personas estimables que conocía, los amigos, los títulos de las obras futuras, los edificios que le fascinaban, las calles que la seducían, las citas, los proverbios… Las ciudades que había visitado, los países a los que viajó, los personajes de leyenda, las reflexiones a la caída de la tarde, las ocurrencias del insomnio, los pensamientos fértiles del amanecer, los sucesos memorables, la noche secreta, los días, los placeres…

Picasso. Duchamp. Calder. Gorky. Pollock. Noguchi. De Kooning.

(Esos eran, según su criterio inamovible, los inmortales que le aguardaban con los brazos abiertos cuando cruzara ella también el charco de Estigia.)

El lunes 15 de junio de 1964 lee Herself Surprised, de Joyce Cary.

El miércoles 17 de ese mismo mes The Unbearable Bassington, de Saki.

El día 20, sábado, empieza y acaba The Good Soldier, de Ford Maddox Ford.

El 23 de junio, comienza Clock Without Hands, de Carson McCullers.

El 25, The Bird’s Nest, de Shirley Jackson.

El 3 de julio, The Lottery, de Shirley Jackson.

El 15 de julio, Hangsaman, de Shirley Jackson.

El 16 de julio empieza Ship of Fools, de Katherine Ann Porter. (La acabará el sábado 25 de julio.)

A partir del lunes 27 de julio de 1964 decide leer:

Hauting of Hill House, de Shirley Jackson;

Flowering Judas, de Katherine Ann Porter;

Pale Horse, Pale Rider, de Katherine Ann Porter;

Lucky Jim, de Kingsley Amis;

Vodi, de John Braine;

Adrift in Soho, de Colin Wilson;

Absalom, Absalom, de William Faulkner;

My Life and my Loves, de Frank Harris;

The Group, de Mary McCarthy;

Le deuxième sexe, de Simone de Beauvoir;

Chocolates for Breakfaat, de Pamela Moore:

Goodbye  Columbus, de Phillip Roth;

Tender is the Night, de F.S. Fitzgerald;

Pudd’nhead Wilson, de Mark Twain;

Giovanni’s Room, de James Baldwin…

16 de junio de 1964: trabajo estudio;

18 de junio de 1964: trabajo estudio;

19 de junio de 1964: trabajo estudio;

20 de junio de 1964: trabajo estudio…

14 de julio de 1964: calor;

15 de julio de 1964: calor;

16 de julio de 1964: calor…

22 de julio de 1964, miércoles: período;

19 de agosto de 1964, miércoles: período;

17 de septiembre de 1964, jueves: período;

14 de octubre de 1964, miércoles: período…

“Vivo terriblemente asustada…”

3/1970. Y, ahora, ¿qué?

(Y no dejó de leer cuando Evchen los enternecedores libros de  mister Alan Alexandre Milne.

-¿Sabrías decirnos de corrido, a petición del estimado público, los nombres de los Amigos del Bosque de los Cien Acres?

-Winnie, Tigger, Cangu, Piglet e Igor.)

Anot., 1969-R.Esman (a petición de):

 7/OBJECTS/69

Destruye lo femenino (¿Qué es lo femenino?).

Materia minimal (sic).

La idea: más allá de todo material, más allá de la jaula teórica, más allá del espejo.

-Te contradices –me dijo-. No asumes la distancia a la que debes hallarte de la obra que se basta a sí misma.

-Puedo hacerlo perfectamente… Soy huérfana.  

Esa obra… ¡como un trastorno nervioso!

Si te agarra la enfermedad, estás lista.  Poco se puede hacer entonces. O todo. Pero es lo mismo: controla los tiempos y el ánimo: estás, sencillamente, en territorio hostil, donde las asechanzas terminan propinándote su daño específico de cada una de ellas: el dolor, la locura, la parálisis…

-Sabe, tenemos unos garabatitos que convendría asear. Nada importante en realidad, pero sí lo suficiente para trabajarlos antes de su venta: unos dibujitos sobre papel amarillo sucio del 52 o 53… En resumidas cuentas, hay que trabajarlos antes de su venta.

-Comprendo. Veamos, ¿qué tal un media caña dorado?

-Pues…

-o un entrecalle en rojo…

-Quizás… El cristal amortigua algo la aparatosidad. Me imagino el contraste, y ya me gusta.

-…un “pecho de paloma”, un corleado base en plata y terminado en oro, un…

Afuera, un Pisarro:

Una Nueva York triste, de apagados colores por la lluvia, aunque reluciente, fría, con el pavimento mojado en el que brillan las luces rojas, amarillas, verdes…

O la geometría mareante de Braque, los ángulos puzzelianos de Juan Gris, un encaje Mondrian (el enunciado tricolor que ordena los espacios.)

(Un fernandino del XIX con hojas de acanto, sin cristal: bien custodiado por los lebreles engorrados de El Louvre, de El Prado, de El Ermitage, encerrado en la cámara blindada de un banco, en los sótanos de la mansión en Southampton, oscuro en las cuevas del Vaticano, lleno de polvo e indiferencia de décadas en el desván de la abuela en Clichy…):

¿Y qué enmarcaría tamaño desafuero ornamental?

La púrpura pompeyana.

La desnudez románica.

El gótico dorado,

El dibujo de Miguel Ángel,

Los bufones de Velázquez,

El claroscuro de Rembradt.

El interior holandés (cualquiera de ellos),

La alegría francesa de Wateau,

El abrupto atardecer de Turner,

El retrato despiadado de Goya,

El pastel pornográfico de Rodin,

La geometría de Cézanne,

El miedo de Van Gogh,

El júbilo de Renoir,

El jardín de Monet,

Las calles de Utrillo,

La ventana de Matisse,

El laberinto de Braque,

La soberbia de Picasso,

Las almas retratadas (y sus gotitas de sadismo) de Bacon,

La carne de Freud,

El testamento manuscrito de Duchamp…

“¿Qué tal la colección completa de editoriales de John Steinbeck para el Saturday Review de los 50?”

“Pura pacotilla.”

“Entonces, ¿quieres aprender cómo robar un banco?”

“¿Cuánto?

“15 centavos.”

“Veamos. Tal vez pueda interesarme (si no el texto sí el procedimiento para meter algún dinero en los bolsillos).”

Atlantic Monthly de marzo del 56:

“How Mr. Hogan Robbed a Bank”.

En cualquier caso Mr. Steinbeck, por esa época, como dijo uno, parecía ser no tanto alguien que escribía, como alguien de quien se escribía.

Cuaderno Amarillo:

amanecer rosa y gris,

y el crepúsculo lento y violeta:

Rojo y Negro, hasta la página 67,

¿por dónde andas? por la ruta 66, a la altura de Amarillo,

no ha madurado: a los treinta años tenía los bolsillos llenos de Red Hots que comía a puñados,

veamos: ¿Albers como maestro o como tu professor?

Albers, que parecía un dios bizantino en Black Mountain College,

su pintura (su sucedáneo como pintura) es como una infección, dijo (hay peligro de pandemia de mal gusto),

aprended y callad:

después de las clases, con el bocadillo de la merienda en la mano,

a la velocidad de la lágrima he visto como la tarde muere y se apagan las voces…

Destila el tiempo, dueño y señor del espacio, el fluido suicida de su transcurso.

¿Pueden aburrirse de veras los moribundos?

Sin duda, existen vacíos que no pueden llenarse ni con el temor ni con la resignación. Ni la inminencia de la muerte logra librar de ese tedio inexplicable.

Aunque las preguntas siguen ahí.

¿Qué he sido? ¿Qué he hecho?

Lo que es, en sí, no lo sabes, y lo que sea es inimaginable. Son patéticos los intentos por averiguar la clave del misterio (el misterio) que conduzca a la comprensión de lo incomprensible. ¿Y te burlas de mis obras? A saber qué dios o que monstruo empezarán a engendrar tus vísceras en el mismo instante de la muerte.

¿Vas a decirlo todo?

Yo era… 

La repugnancia de verme reflejada en cualquier otra artista, en sus actos, en su vida social o artística, en sus explicaciones ociosas y estúpidas intentando defender (o cobardemente justificar) sus obras… Nada hay que me desazone más que ese espejo que me enfrenta a mí misma, mi vulgaridad después de todo al comprender mi pertenencia a un grupo que balbucea exactamente igual que yo, con los mismos complejos, las mismas ambiciones, el mismo desequilibrio interior: la sencillez de la vida cotidiana (la ventana abierta, los árboles de junio, la taza de café a media tarde, el libro sobre la silla que está esperándote, la cena con el amigo “sin problemas”, el cobro de un cheque en la oficina bancaria, el lento riego que viertes sobre las glicinas…) opuesta a la complicación de una porfía que acaso sea de balde, carente incluso de la gracia de lo fútil, resuelta en una soledad soberbia y tan inútil en el fondo como las empresas de Sísifo o la oscura y oculta ocupación de Atlante. Peor aún: porque ser artista ni es un castigo ni una condena… ¡es una elección ridícula si una se pone a pensarlo!

Te hallas en el lugar donde la bondad no existe. Fue carcomiéndose hasta que se desvaneció en el polvo del suelo. La rivalidad callada pero latente, hostil y acuciante de todo lo visible hacia erior y tus obras no permitirá en ningún instante el armisticio espiritual: el mundo te conmina al duelo, a un enfrentamiento definitivo e insoslayable… (porque tú si eres diferente en tu agujero mental).

¿Lo has dicho todo?

Jamás te traicionas, nunca te expones (¿a qué?, ¿a quién?): expones  tu obra.

¿Existe alternativa?

¿Qué tal  ingeniero aeronáutico

Sucio guionista a sueldo de una de las majors de Hollywood

piloto de aviación comercial

abogado financiero

abogado divorcista

coach de político lerdo

promotor inmobiliario en el East Side

promotor inmobiliario en el West Side

promotor inmobiliario en Martha’s Vineyard…?

¿Y crítico de arte?: hay dinero ahí: la primera lección (de obligado cumplimiento) a impartir al artista actuante delante de ti es permitirle con gesto displicente que pague la consumición o las copas en vuestra primera entrevista: a partir de entonces, el tipo ya empieza a comprenderlo todo.

Una mancha en el rostro. Mácula (aquél en su linaje, y el otro en sus propósitos, y éste en el alma, y aquélla que la celebra orgullosa…)

“No se relaciona uno con los artistas, desengáñese. Sólo se les soporta, se les compra o se les ignora. Por su parte, ellos le miran como a un intruso.”

Agosto 69: la luz blanca, la quietud tórrida de la tarde (podría morir hoy, ahora mismo, ¿para qué esperar?).

Levita espiritual por encima (bastará con un centímetro) del suelo cubierto de incontables pringues y porquerías… ¿Espiritual trabajando con semejantes componendas y pestilencias, entre manchones y atrevimientos? El místico mira al cielo negro y estrellado, limpio, de inescrutable origen, y quizá también mira adentro de sí, puro, estático y transido, con las manos quietas, la plegaria en los labios…

Levita (dice): Madison Avenue, a la altura de las Parke-Benet: Punta de Lápiz Mordisqueada por Hesse: cincuenta mil dólares; Guantes Empastrados de Hesse: cien mil dólares; Espátula Hesse: un millón de dólares; Mono de Trabajo de Hesse: dos millones de dólares; Block de Apuntes Hesse: tres millones de dólares Compresa Teñida de Hesse… Kleenex Mocado y Arrugado de Hesse

Ha creado un convenio: ella y el mundo cotizan a través de él: las fluctuaciones universales, los estados de ánimo de ella: “El mundo debe creer en lo que hago para que yo pueda creer en su importancia real.”

Lo que les caracteriza a todos ellos no son los objetos, el mobiliario o las pertenencias que han reunido en sus apartamento o habitaciones: es la luz bajo la que viven, comen, aman, trabajan… Especial cada una de ellas, pues todos son diferentes, es como una piel intocable que los definiera realmente, que iluminara de verdad su auténtica vida interior… La luz que les revela los explica.

Eres gruta. Una cueva donde la oscuridad y el agua conforman una tela de araña precisa y vigorosa para el pensamiento, la geometría de la negritud con todas sus consecuencias: todo un laberinto telúrico de perversidades, la divagación, la locura, hasta el crimen formal, la libertad máxima sin el miedo a lo punitivo, ser como actúa el más perfecto animal de presa libre de la traba de la conciencia, ser tan inocente o destructivo como el aire, la catástrofe natural del fuego que no tiene culpa.

Procedes de la caverna, y allí te encuentras muy a gusto, replegada entre las sombras, desafiante a todos los monstruos de la razón, desdeñosa de un cuerpo que sólo merece que lo desestructures una y mil veces con la imaginación, que lo desfigures, que lo trocees y lo sometas a incontables variaciones.

Ese interior donde huele a tierra, a piedra, a agua, eres tú misma, el punto panóptico: ahí te edificas y desde él contemplas la riqueza o el desierto bíblicos, la visión estereoscópica que afianza la realidad por el mismo desmentido subjetivo y descarado con que la desfiguras, ahí adentro te alzas como una arquitectura, como una ciudad, que sólo exige su certificación exterior cuando, cansada de ti misma, la proyectas a la luz de afuera.

En la precisa hora de mi muerte me acompañarán dos millares y medio de seres humanos (según las estadísticas de 1970) cogidos de la mano, pero me cruzaré en el túnel de La Gran Luz Blanca con otros ocho mil (según las estadísticas de 1970) confiados nacientes que viajan con los ojos cerrados a la Tierra poblada de tres mil quinientos millones de hombres y mujeres (según las estadísticas de 1970). Hemos viajado cada uno a su debida hora; cada uno camino de su sitio correspondiente. Adiós, adiós. Suerte. Buenos días, buenas tardes, buenas noches.

Todo ha terminado por cumplirse según las estadísticas.

Todo ha terminado.

Ha terminado según las estadísticas.

Y de nuevo antes de cerrar los ojos y sobrevenga el sueño anegante como un agua sucia: un beckett pianista que buscara la más armoniosa de las cadencias entre dos líneas.

Suplantas un color, pongamos el azul, por una forma…

Combinar esa forma (ahora es forma) con otro color.

Al final, el objeto, la materia.

Todo nuevo material te obliga a pensar todo de nuevo.