1969.
Finales de
invierno.
Hesse, sin ningún indicio previo
que lo anunciase, ha enfermado, y espera de él que haga de acompañante en una
misión algo deplorable. Casi lo suplica, pues entre judíos anda el juego. (No
sabíamos, no sabemos nunca, nadie, cómo la fatalidad nos acecha invisible,
dispuesta a saltar sobre nosotros como una bestia silenciosa, inexorable, de
entre sombras también invisibles. Inmersos en la jungla de la genética o el
infortunio, tras las bodas oficiantes con la vida, al cabo la muerte…)
Transcurrido el tiempo,
enfrentarse a unos hechos dolorosos ya acaecidos, e incluso peor, compararlos
con el presente, resulta desolador por el sentimiento de compunción que nos
asalta. Fundamentalmente porque, sabiendo lo que venía después, esa mirada
retrospectiva te vuelve conformista con la providencia, aún eres capaz de creer
en la bondad de aquellos hechos que, en lo esencial (sobrevivir como sea), tal
vez no te produjeron ni un rasguño, apenas te rozaron: tú salías indemne de
ellos, ninguna agresión, ni siquiera aquella más horrible, la muerte, advenida
a un ser querido, pudo contigo. Te salvaste mientras otros eran abatidos y
cobrados como piezas de caza por una naturaleza insensible hasta la abyección.
Eres el que recuerda, amanuense en el tiempo, eres el que está vivo, el
cronista superviviente de los males o las venturas que atrás quedaron. Y aquí
estás en el futuro traduciendo con palabras el pasado y los días y
acontecimientos de los lejanos años, aquellos que ya no van a poder agredirte salvo en la memoria. Añoramos u
olvidamos el pasado porque ya no nos daña, salvo en el rencor o en la locura;
tememos el futuro por sus asechanzas y lo inescrutable de su avatar, ése el
final de todo que se oculta agazapado en la rueda de los días y que, necesariamente,
sólo puede llegar con él más tarde o más temprano.
Habían
quedado a comer (una semana antes, ignorando lo que se avecinaba, festivos
celebrantes de la pausa sagrada) un domingo frío y lluvioso, en el apartamento
de Hesse con el librero Raymond Th. Yeats, que había declinado la invitación la
misma noche del sábado alegando ambiguos motivos personales que nunca fueron
esclarecidos, y una artista retocadora, Helen Rainer, una de sus amigas
íntimas, profesional del diseño gráfico (The
New Yorker, Vogue, French Windows…) y compañera de Hesse en
la Escuela de Artes Visuales de Yale, que no se retrasó ni un solo minuto.
Traía un excelente vino blanco, que él se apresuró a guardar en el frigorífico,
y un tarro de frutas escarchadas. A lo largo del aperitivo, el ausente Yeats se
convirtió en la diana de la conversación. Hasta la flecha más descabellada
apuntaba hacia él. Nada de malicia había en ello, pero los comentarios a él
remitían y hasta alguna información sorprendente salió a relucir de manera paulatina.
Rainer estaba muy familiarizada con el entorno de Partisan Rewiev de los primeros sesenta, donde conoció a Yeats, y
sabía de buena mano un buen puñado de anécdotas acerca de éste. Una de ellas
revelaba que, al hallarse Ray, El Futuro Librero y Novelista Frustrado, muy
próximo a los más conspicuos representantes de la pandilla de Ferlinghetti y
Ginsberg, habría sido testigo y actor de incontables lances y chascarrillos.
Según se contaba, el librero habría elaborado un final adecuado a la novela
incompleta de Gary Hemmings que éste había escrito obsesivamente bajo los
puentes de París antes de suicidarse en Wyoming. Pero a falta de una
comprobación pública, contrastada, esto podía responder a una de las múltiples
fábulas que rodeaban a Raymond Yeats. Otra de las leyendas, quizás no espuria,
certificaba la solvencia de Yeats en relación a su categoría literaria, algo de
lo que apenas tenemos pruebas manifiestas, pues el librero neoyorquino es el
clásico “escritor de manuscritos” y se hallaba muy lejos de lo que podríamos
denominar “la cocina de la publicación”, mercantil y fatigoso colofón, por así
llamarlo, de la labor creadora y que no garantiza nada de nada. Se daba por
hecho que él y Ginsberg se encerraron durante una hora en el diminuto y
mugriento lavabo de la Six Gallery ultimando los poemas de Howl antes de la tumultuosa lectura. Yeats había llegado hasta allí
en el viejo Austin de Ferlinghetti. Lo que al parecer separó a Raymond Yeats de
todos estos amigos ocasionales fue algo de lo más sorprendente. Conforme
escribe años después en sus memorias Linda Holmes, Dust Nights (Clouds Press, 1977), aquél le confesó una tarde que
estaba bebido que había llegado a odiar a todos aquellos santurrones “drogados
por el maldito Zen y todo el falso misticismo de mochila del que hacían gala,
follándose a cualquiera que se les pusiese por delante, hombre o mujer, e
incluso a sus señoras madres, como en el caso de H.” (Vid. p. 156).
Sencillamente, un día ya no pudo soportarlos a todos ellos, excepto a Corso y
Ferlinghetti, “los únicos que sabían realmente lo que era tener un maldito
libro entre las manos sin ensuciarse en él.” (Vid. p. 161). En cierta ocasión,
conocedor por Hesse de la anécdota de
“la santa cena”, él le preguntó al librero si era cierto el banquete dispensado
por Burroughs a uno de los hambrientos excéntricos (entre ellos el propio
Yeats) que frecuentaban su apartamento en Nueva York: el tipo pretendía
asombrar a los reunidos, así que empezó a comerse un vaso de cristal ante el
pasmo de los demás… y la indiferencia de Burroughs que, sin decir una palabra,
salió de la habitación y al cabo de unos instantes regresó en su papel de
atento anfitrión, perfectamente serio, ofreciendo al devorador de vasos un
plato a rebosar de cuchillas de afeitar y bombillas rotas. Ray no contestó a su
pregunta, se limitó a mirarle como si estuviera loco con absoluto desprecio:
¿qué clase de respuesta merecía esa anécdota ridícula cuando su protagonista
años más tarde, borracho como una cuba, le volaría la tapa de los sesos a su
segunda mujer jugando a lo Guillermo Tell
con una pistola? Cerca de la media tarde Hesse, que apenas había probado la
ensalada de queso y unas pocas migas del pescado, se sintió indispuesta,
febril, y decidió meterse en la cama. “Es un enfriamiento, nada de
importancia”, sentenció tajante. Durante un rato consintió en que le hicieran
compañía en torno a la cama, bebiendo el resto de la botella de vino. Él no se
hubiera ido jamás de ese lugar, escueto de mobiliario pero con el adorno
descuidado (Hesse odia la simetría casi tanto como lo “bello”) de unos pequeños
cuadros, de un reduccionismo formal fascinante, colgados al tuntún en la pared
y unos mínimos rimeros de libros sobre la moqueta del suelo a punto de
desmoronarse. La luz inteligente de la lámpara de mesa, tan confortable, bien
elegida, tamizaba los rostros y los objetos de un decorado íntimo que propendía
a la absoluta serenidad. Con el vaso en la mano, en medio de aquellas mujeres
jóvenes, artistas, excelentes conversadoras y el monótono vaivén sonoro de la
lluvia de afuera cayendo sobre las aceras inhóspitas, el tiempo moroso,
suspenso en un spleen irresistible,
convocaba el ensueño. El problema era que esa tarde debían acudir las dos a
casa de otro amigo del grupo de artistas y profesores invitados de Yale. Se
habían comprometido en firme, y no podían eludir la cita. El y su mujer se
hallaban en una situación difícil, crucial para su relación de pareja. Tal vez
una charla entre todos ellos contribuyese a apaciguar los ánimos. La solución
más fácil ante el impedimento de Hesse, la ausencia de Yeats y el temporal
calamitoso de afuera era que él aceptase convertirse en caballero acompañante.
“Es ridículo”, se defendió inútilmente, “se trata de una conversación que exige
la plena confianza de los interlocutores. Soy un extraño para esas personas, a
las que, por otra parte, no he visto jamás.” Los remordimientos de Hesse eran
superiores a esa lógica discreción a la que él apelaba. Se negó de plano a
aceptar su reserva. “Todo esto me parece en extremo inconveniente”, dijo, pero
la decisión de Hesse era ineluctable. Con una sola mirada y una media sonrisa
le suplicaba sin palabras el acatamiento. Se vio forzado a admitir su condición
de acompañante, un gregarismo que finalmente resultó grotesco y, como era de
prever, fuera de lugar.
La lluvia
era incesante, racheada, fría, y el helor cortante de un viento inclemente,
inflexible y difícil de soportar, se estampaba contra los cuerpos indefensos.
“¡Odio el viento, lo odio con todas mis fuerzas!”, exclamó Helen Rainer al
salir del metro en la tarde dominguera prematuramente anochecida, agachando la
cabeza dentro de la capucha frente las embestidas de un aire loco,
imprevisible, que lanzaba contra ellos la lluvia desde todas direcciones. Pero
el clima de esta ciudad no admite la templanza. No hay tregua. Ninguno de los
dos conducía y habían descartado la idea del taxi ante la casi absoluta
imposibilidad de conseguirlo a esas horas y bajo el azote de una lluvia
interminable. Un invierno durísimo (que debió ser el del 68/69, diciembre tal
vez, o quizás ¿fue febrero? sí, ahora recordaba, a primeros de febrero del 69,
en Brooklyn, en una de las callejas mal iluminas de Midwood). Con helor
navajero, brutal, recorrieron un par de manzanas hasta que llegaron entumecidos
a un chaflán oscuro donde se alzaba la casa de piedra (muy deteriorada a juzgar
por lo poco que le fue posible ver desde el exterior) de dos plantas con una
ventana ovalada en cada una de ellas de D., un pintor holandés que en breve
tenía el propósito de emigrar a Israel. Su mujer, budista recién conversa
(antes judía y poetisa hermética en yiddish), de una gordura morbosa, ojos
saltones y boca agria, no iba a acompañarle, al menos eso declararía más tarde
con terca vehemencia. Días antes había estallado la crisis matrimonial. El
pintor holandés era amigo de Hesse y Helen, del grupo de Yale. Ambos, la mujer
y él, pero especialmente la mujer, buscaban el auxilio de E. y la Rainer, algún
tipo de solución brindada por aquéllas frente la ruptura que se avecinaba,
quizás definitiva. Subieron a la segunda planta por una estrecha escalera de
hierro, pues la primera se había habilitado como taller de pintura, mientras se
sacudían de encima el agua. Después de las presentaciones, tensas, entre
educadas pero obligadas sonrisas, la mujer y Helen tomaron asiento en uno de
los dos sofás de color beis encarados en medio de los cuales se interponía una
mesa redonda de madera oscura, sin nada absolutamente sobre ella, y comenzaron
a hablar en voz baja. Él se sentó en el extremo del otro sofá, junto la pared
opuesta. La luz eléctrica, amarilla y sin tapujos, provenía de la lámpara del
techo; provocaba un ambiente depresivo, de una incomodidad violenta; ninguna
otra lámpara, de pie o de mesa, se veía en la pequeña habitación. Las paredes
estaban cubiertas, casi tapadas en su totalidad por los malos cuadros del dueño
de la casa, pintor pero falso artista, meras imitaciones de los campos
cromáticos de Rothko, amigo asimismo de la pareja. Aquello a él le parecía un
ejercicio de vanidad menor, ya que era evidente el carácter secular de las
pinturas. En un ángulo de la habitación se erguía una biblioteca de madera
barnizada. Durante su penosa permanencia en la casa echaba frecuentes vistazos
mal disimulados a los estantes: salvo un recetario de cocina y una historia del
arte en edición escolar de bolsillo, a los que habría que añadir una biblia
hebrea volcada con la cubierta al aire en el estante superior, los demás
volúmenes eran novelas policíacas. Por encima, un calendario (y ahora sabía: 21/2/1969) colgado en la
pared que anunciaba una marca de alimentos en conserva, la sopa de Warhol. Un
televisor encendido, pero con el volumen sofocado, agregaba a la atmósfera un
no sé qué de triste pasatiempo, un acento de miseria espiritual (emitían
escenas sin continuidad de partidos de fútbol americano), como una letanía que
provocara un paréntesis letal en el ánimo. El hombre, que aún no había tomado
asiento, cogió del mínimo aparador de madera maciza una botella de bourbon
todavía con el precinto sobre el tapón. Él entonces empezó a sentir un frío
estremecedor, que le obligó a replegarse sobre sí mismo en el sofá quejidor, de
raído tapizado, con el abrigo puesto, un loden
verde que casi le rozaba los zapatos, aunque había desabrochado el botón del
cuello que amenazaba con asfixiarle. Helen le miró asustada a su vez por la
baja temperatura que había empezado a experimentar nada más entrar en el
interior de la casa y que persistía después, así que no se despojó tampoco de
la trenca de la que no libró ninguna presilla. Tampoco se quitó los guantes de
piel. “Va a volver a colocarse la capucha de un momento a otro”, pensaba él. La
mujer se dio cuenta del abultado refugio donde se guarecía Helen, pero aparentó
una normalidad que certificaba chocantemente su propia vestimenta, casi
primaveral, un pantalón de pana y un suéter de fina lana que retaban, no sin
imprudencia, a la falta de calefacción en la estancia. Su marido compartía la
misma despreocupación, y su atuendo consistía en una camisa gruesa de felpa, de
las llamadas de leñador, y unos vaqueros deslucidos. Una vez hubo desenroscado
el tapón de la botella, la depositó sobre la mesa y desapareció un instante; al
cabo de unos segundos entró en la habitación con dos vasos cortos (él dio por
sentado que obviaba a las dos mujeres en la sesión de tragos que se avecinaba),
se sentó en una silla frente a él, y con una mueca de desprecio comenzó a
verter el licor en uno de los vasos que le tendió a renglón seguido. El whisky
le reconfortó al momento, pero le
pareció percibir que Helen, a la que no quitaba ojo de encima, tiritaba
mientras no dejaba de escuchar a la gorda plañidera en el mejor estilo Rainer:
hermosa, complaciente y estatuaria; sobre todo, empática con cualquier
semejante con los brazos caídos, atenta y comprensiva. Quizás le viniera bien
unos sorbos de whisky. Con la trenca puesta, los guantes y las rodillas una
contra otra, daba una sensación de orfandad que inspiraba ternura. Pero en ese
instante, la mujer, había levantado la voz, y con los ojos llorosos, exponía la
precaria situación que la decisión del marido iba a provocar en todo tipo de
frentes, especialmente el económico, aunque aquél se mantenía en un mutismo
hosco, como si el asunto no fuese con él. “Ahora que Dan comienza a vender los
cuadros a buen precio, que empezamos a salir a flote, se vuelve loco de repente
y quiere echarlo todo por la borda… ¡No entiendo absolutamente nada!”,
exclamaba con una expresión mezcla de incredulidad y desesperación. A él todo
aquello le estaba pareciendo de una impudicia sin límites, pues comenzaba a
entender que a la mujer le preocupaba más la posible rebaja de la cotización de
las obras de su marido, debido al sorprendente viraje que éste iba a imprimir a
su vida, que la misma relación que le unía al pintor, y que él había creído
primordial en toda aquella refriega, por lo demás carente de verdadero interés
en todos sus aspectos. Sin embargo, había una cuestión que acrecentaba la
curiosidad de él a medida que consolidaba su juicio (adverso, naturalmente)
sobre aquellos dos personajes. ¿Qué clase de vínculo les unía a un artista como
Rothko, en quien él ya adivinaba una estatura ética y plástica muy por encima
de los pintores de su tiempo? ¿Cómo era posible que las mejores mentes de una generación abocadas irremediablemente a la
autodestrucción consumieran mucho de su tiempo precioso en naderías tan
evidentes como aquellos dos especímenes? ¿No eran capaces de distinguir, a
despecho de su genialidad, lo trivial de lo sublime, el remedo del talento, lo
mediocre de lo esencial? Afuera bramaba el viento, como deseando atravesar los
cristales de las ventanas y participar de la tormenta callada de adentro, y él
empezó a temer que el viaje de regreso, si es que se hacía posible, iba a
convertirse en un infierno: de la casa a la boca del metro, del vagón a la
calle al cabo de media hora, de la calle al cálido apartamento de Houston, todo
ello bajo una lluvia incesante y un viento irrefrenable, con el paraguas
maltrecho y ya completamente inservible a esas horas. Habría que tomar un taxi
hasta el mismo Manhattan, algo que les costaría una fortuna. Sólo deseaba salir
de una vez de aquél antro investido por el hedor de un domingo amarillo,
descorazonador y gélido. Como fuere, si algo había de insólito en aquel escenario,
ello era su pacífica resignación, su espera tranquila, al menos en apariencia,
a que concluyese la intervención de Helen en aquel drama extravagante. El
holandés bebía en silencio, y a pesar de que él rehusaba con un gesto de la
mano que llenara su vaso, el hombre no dejaba de hacerlo huraño, sin dirigirle
una sola mirada, así que se encontraba en un dilema difícil de resolver: si no
apuraba tragos, se helaba de frío; si continuaba imitándole, no tardaría en
acabar ebrio, y dudaba mucho que Helen Rainer, decidida y desenvuelta, pero
delgada y frágil, hubiera podido arrastrarle ella sola hasta casa. La
perspectiva de quedarse echado como un fardo en la cama o en el sofá de esos
dos temibles anfitriones hacía que se mantuviera poseedor de una lucidez a prueba
de mezcal, absenta y orujo gallego a la vez, todo en uno. El susurro gimoteante
de la mujer apenas era inteligible para él, y la adusta expresión del hombre no
invitaba a una charla distendida. Hacía ya rato que él se refugiaba en una
mudez desabrida, hostil. Observó a Helen, generosa y callada, escuchando unas
argumentaciones cuya razón, si bien era legítima, adolecía de verdadera
trascendencia, además de hallarse bien lejos de cualquier efectividad: el tipo
quería largarse a la tierra prometida y la poetisa judía reconvertida en
budista no podía convencerle de lo contrario; por otro lado, tampoco era
posible convencerla a ella para que se le uniera en su viaje de promisión… o lo
que fuese. La mujer, cuando hablaba de
su marido, a escasos dos metros de su corpachón, desmadejada, blanda y llorosa,
parecía hacerlo de una tercera persona muy lejos de allí. Había objetivado al
hombre de tal forma que éste se convertía en algo invisible, hasta inexistente,
lo que producía una extraña sensación de comedia frívola a despecho de sus
mejillas húmedas y el arrugado pañuelo rojo que retorcía una y otra vez sobre
su regazo. Alzó la vista y la dirigió a los cuadros de la pared. Eran de una
infame pedantería plagiaria. Prácticamente, fotocopias intelectuales de las primigenias
pinturas de Mark Rothko. ¿Por qué se empeñaban los menores talentos en secundar
los atisbos y vislumbre ajenos plasmados en la obra de los artistas de primera
fila? Tan sólo alcanzan una plástica de vaciedad irrefutable. Incluso aquéllos
menos talentosos deberían saber que, libre de reglados técnicos, de la tiranía
artesana del oficio, no sólo era la imaginación la piedra axial de una pintura
o escultura modernas: la aparente ocurrencia plástica que se nutría de los más
oscuros laberintos del alma o la sabiduría informaba mucho más en una lectura
atenta de la superficie. El holandés, si bien no imitaba descaradamente la
plástica de Rothko, abusaba impunemente de sus hallazgos, de la valentía
intelectual y artística de quien iniciara con estupor, desesperación y
tenacidad otro más de los numerosos y legítimos derroteros del arte
contemporáneo. “Mi arte no es abstracto”, solía replicar Rothko a quienes así
lo entendían, “está vivo.” Por entonces, el artista se había separado de su
mujer, recibía el honoris causa por
Yale, había renovado el contrato con la galería que le representaba y vendía un
conjunto de obras por un millón de dólares. Y, sin embargo, el pintor se sentía
cada día más aislado y desesperado, asustado y receloso, casi paralizado por el
temor hacia todo. Pero D. sólo tomaba de aquél la visible abstracción, la
cáscara vacía de una metafísica ególatra y vivísima a causa de su exasperada
sinceridad. D. era un espécimen subsidiario, una tentativa vicaria de
experiencias inalcanzables por la elementabilidad sutil que se ocultaba tras su
plasmación. Este hombre bebedor, taciturno y confuso que ahora tenía frente a
él no había pagado ningún precio por allegar a aquel dramatismo cromático y
formal valiéndose de un léxico pictórico mínimo. Su estética procedía de otro
talento y otras emociones ajenas. Incluso la bebida en él, así como el desastre
de su vida personal abrumada de indecisiones e incertidumbres, parecía una
farsa. Él sospechaba que el alcohol para Rothko, a diferencia de aquél falsificador,
lejos de un fácil estimulante o un solitario y accesible embrutecedor era el
vino sagrado de una liturgia que le proyectaba a una práctica artística muy por
encima de lo aparentemente trivial de su sencillo formalismo. En D., lejos de
lo trágico, y tan cerca de una estética de suplantación, su mediocre poética,
reducida a una domesticidad lacerante, únicamente revelaba algo positivo: el
recuerdo inevitable hacia la obra del otro creador que, él sí, había de morir
en el empeño, una vez que había creado escuela y armado conceptualmente unos
modelos de plástica pictórica tan alejados de la naturaleza y sus patrones como
inmanentes a la emoción sutil del espíritu valiéndose de variaciones cromáticas
mínimas, escuetas, de una ascesis chocante. D. sería incapaz, siempre, de pagar
el mínimo precio o de sacrificar la escasa dosis de valor para allegar a una
plástica propia. Sólo era una copia bien disimulada. Poco antes de salir del
apartamento, Hesse y Helen le habían revelado parte de la biografía calamitosa
de D. Carbentus. Original de La Haya, se trasladó a Nueva York en los primeros
años cincuenta, ya en la treintena (había nacido en 1924), se instaló en el
SoHo y empezó a pintar unos cuadros de factura expresionista que parecían
convocar todos sus malos sueños. Unos años más tarde intimó con Rothko a través
de su mujer, a la que había conocido durante una lectura poética en la librería
de Raymond Th. Yeats, una judía de origen ruso emparentada lejanamente con
aquél, o procedente de la misma zona de la antigua Dvinsk, en Rusia. Ese
encuentro cambió su vida por entero y le trastornó para siempre en un sentido
artístico. Varió radicalmente de estilo y temática pictórica y ya sólo pudo
convertirse en un imitador, a pesar de que procurara ocultar la devastadora influencia
de quien le había apadrinado de forma generosa (Rothko trató de introducirlo
sin éxito en la cuadra de la Marlborough). Aterido por el frío, aletargado
(sino con fiebre paradójica) por el licor, dirigía miradas implorantes a Helen,
que parecía haberle olvidado. Carbentus alargó la botella casi vacía hacia él.
Con un gruñido instó a que llenara su vaso. Obedeció. La cruel Leda, pensó sin
venir a cuento. De nuevo el sueño… y su hermana, la muerte. Der Doppelgänger, acompaña el ritmo de
un sentir nada emocionado. Escancia, cobarde. “Hizo del arte la misa de un alma
desesperada, inteligente, aquel judío artista, Rothko, no este otro atormentado
del no saber del más allá que cree
imprescindible dejar rastro (la firmita
de su existencia, la rúbrica de su artificio) para luego disolverse en un kibutz perdido en un valle pedregoso”,
recordaría más tarde que pensaba, a punto de la ebriedad. La botella de bourbon
estaba vacía. Carbentus la miraba fijamente. Al cabo de un rato alzó los ojos y
le echó un vistazo de arriba abajo. Derrengado como estaba en el sofá y
luchando contra el frío y una invencible somnolencia, ofrecía una imagen
humillante. Por vez primera, sonrió. “Voy por otra botella”, dijo levantándose
con lentitud, y él pudo descubrir entonces que tenía una voz ronca y poderosa,
pero con un matiz burlón, hasta simpático. Abrió la boca, pero antes de que
emitiese el menor sonido el holandés volvió a hablar: “Si no quiere seguir
bebiendo, no lo haga”, concedió caritativamente. “Espero una visita”, advirtió.
Él movió la cabeza afirmativamente asintiendo sus palabras. Aquella oportunidad
les propiciaba la coartada a Helen y a él para salir disparados de aquel lugar.
El anfitrión había regresado con una botella de Jack Daniel’s en la mano. Se
sentó de nuevo en la silla. Durante un rato permaneció en silencio. Luego,
desenroscando ya el tapón de la segunda botella, preguntó con indiferencia:
“¿Conoce a Mark Rothko?”. Él negó con la cabeza sorprendido. “Hace rato que
debía estar aquí”, dijo. “No creo que tarde en llegar.”
Giraba él
entre brumas alcohólicas, cuando sonó el timbre de abajo en medio de un
aguacero bíblico.
El hombre
de estatura alta, grueso y calvo, de cara ancha y flácida, con unos lentes
redondos que acentuaban su miopía y un estrecho bigote mongólico, se quedó por
unos instantes bajo el dintel de la puerta mirando a los de adentro, sin
decidirse a traspasar el umbral. Del escaso cabello pegado a los aladares le
resbalaban gotas de agua y su ropa estaba empapada. Toda su figura parecía
desencajada, como el boceto de un cuadro sin acabar enmarcado en el cerco de la
entrada, y un halo de brillante oscuridad que le acompañaba apaciguó de golpe
el terrible amarillo de adentro. Tras él, Carbentus.
Horas
después, ya en la calle, la cortina de agua les impedía ver el suelo más allá a
un metro de sus pies. Iban de acera en acera por barrios desconocidos luchando
con el paraguas destrozado, pues ya habían desdeñado el viaje de regreso en
metro, cruzando calzadas desiertas,
fantasmagóricas y oscuras, sólo rasgadas por el haz de luz que de cuando en
cuando proyectaban los faros deslumbrantes de algún solitario coche
deslizándose bajo la lluvia. Tardaron cerca de una hora en hacerse con un taxi
conducido por un energúmeno sabelotodo, experto en los chismes del Daily News del día anterior y las estupideces y lugares comunes de
la actual politiquería, que les dejó en el apartamento de Manhattan bajo un
cielo encolerizado y enemigo pasada la medianoche, no sin reclamar con una
sonrisa amenazadora una propina generosa.
Antes del
amanecer, reconfortado entre las cálidas sábanas, fuertemente estrechado al
cuerpo tibio de Hesse, a la que trataba de librar de la fatalidad, él soñó con
los murales de Seagram.