domingo, 30 de octubre de 2022

60

 

¿Qué clase de discípulos son esos dos?

Unos autómatas solícitos, obedientes y perplejos, tal vez asustados de la pantomima dramática que se desarrolla ante ellos a tenor de los débiles mandamientos de la yacente.

Son como farsantes en el estudio, marionetas accionadas en una maniobra genial que para ellos no debe tener ni pies ni cabeza.

Son actuantes en el asombro constante.

Desde su lecho de enferma, les instruye cómo construir en la realidad exterior y material la obra en su cabeza.

Sólo son unas manos que no entienden nada de su vuelo en el espacio, simples movimientos, ni siquiera disponen la horizontal o la vertical, incapaces de vislumbrar los puntos axiales de la configuración misteriosa, de comprender la manipulación o el orden filosofal, nada saben de lo que bulle en el cerebro maltrecho pero todavía incólume, razonador, de la moribunda sedente. Ellos sólo son… unos artesanos que cual falsos dioses distribuyen y combinan por decreto recibido.

Estrujan entre sus dedos la materia gris del genio, la masa encefálica, el bollo de los sesos levemente violáceo por la sangre. De las manos de estos secuaces aplicados sale a borbotones la sentencia de ella traducida en estructuras amorfas, un discurso infatigable que procura ordenamientos en el aire a través de materiales y objetos, describe las ocurrencias y suplantaciones, los terrores de la última hora, y quizá ya la antiforma primera del otro mundo de la nada: una oscura sinergia de elementos contrapuestos (razón, azar, incredulidad, miedo) convoca el debido escenario para el espectáculo del siglo XXI, lo valida de fundamentos y acciones no del todo inmediatas.

Quien mueve los hilos sabe, calla sus razones (aun inescrutables):

El tiempo conformará lo invisible, le dará nombre, le otorgará parecidos.

Esta obra es un pensamiento que elude lo cotidiano. Se alza sobre reflexiones, no decora lo trivial, significa lo innombrable y, en consecuencia, repudia la analogía y la grosera evidencia. La forma sólo es una resultante ineludible de su previa existencia mental, el mensaje repudia la proclama y lo prosódico, la sintaxis del fácil reconocimiento, pues sólo la carne, la sangre, la piel son visibles más allá de la hondura y lo desconocido que esconden, dijo.

¿Ah, sí?

Forma parte de la estilística de su tiempo, el éter invisible que cual hilo mágico e imperceptible coordinase una trama magnífica y colectiva que soterradamente identifica cualesquiera de las manifestaciones artísticas de su época. Hay un estilo Hesse porque existe un Estilo de su Época que, sibilinamente, guía el espíritu y la forma de su particular propuesta, nos empuja a hacer lo que hacemos: somos un producto del tiempo que nos ha tocado vivir.

Y, así, eran las épocas, resume el historiador, el memorialista, el cronista.

Ante su obra: no extraña, se dice convencido: la lingua franca de los tiempos.

La Lippard, remedando a Hauser, señala en uno de sus premonitorios escritos que “podía entreverse la aparición de ciertas ideas que flotaban en el aire de manera espontánea…”

En el 68, sabes, las cosas estaban a punto. Todo podía empezar.

No me vengas con el rollo de lo político. Si no dicto yo las leyes, me la trae al fresco elegir a otros que las instauren por mí. 

De ninguna manera: hablamos de artistas americanos: tres generaciones atrás todos huelen a patata, a ropa podrida o a pezuña del diablo, a aquella Europa miserable y negra que dejaban atrás apiñados en barcos hediondos.

¿Políticamente? Bien, en la primavera del 68, como si tal cosa, llevaba bajo el brazo un ejemplar de Art International, el número de febrero, pongamos por caso. Lucy (Lippard) había colado en sus páginas una sugerente reflexión: todos los artistas de ese tiempo, sin conocerse ni haber examinado sus obras unos de otros recíprocamente, aislados, desconectados entre sí, se hallaban en una onda similar de arte, como si partieran de las mismas fuentes sólo para rebatirlas con su trabajo: todos ellos obtenían resultados similares a nivel conceptual… Y se hallaban separados por cientos de millas unos de otros, Nueva York, Los Angeles, París…

Para ese viaje no se necesitaban alforjas. Hauser: incluso en los garabatos de un niño, la estilística de su época se aleja de lo precedente, lo define actual. 

Y Ortega: “Las diversas épocas tienen distinto querer.”

En 1968 la niña nos ha salido profesora.

School of Visual Arts.

¿Qué les enseña? A inmiscuirse en lo desconocido: en esa región la tierra está viva y es pródiga. No hay que abrirse paso a machetazos, pero mantén los ojos bien abiertos y, cuando menos lo esperes, lo nuevo ha sido posible, así que agárralo por el pescuezo y no lo sueltes, es ahí donde trabaja el genio.

Genio.

(Del lat. genĭus).1. m. Índole o condición según la cual obra alguien comúnmente. Es de genio apacible. 2. m. Disposición ocasional del ánimo por la cual este se manifiesta alegre, áspero o desabrido. 3. m. Mal carácter, temperamento difícil. 4. m. Capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas nuevas y admirables. 5. m. Persona dotada de esta facultad. Calderón es un genio.6. m. Índole o condición peculiar de algunas cosas. El genio de la lengua. 7. m. carácter (firmeza y energía). 8. m. En la gentilidad, cada una de ciertas deidades menores, tutelares o enemigas. 9. m. Ser fabuloso con figura humana, que interviene en cuentos y leyendas orientales. El genio de la lámpara de Aladino. 10. m. En las artes, ángel o figura que se coloca al lado de una divinidad, o para representar una alegoría.

Barroca, elegante, profunda… Tiene el neceser repleto de perfumes, esmaltes, cremas, lacas, barras de labios (hierros y metales, plásticos, resinas…): pero al final, lo que de veras importa es el estilo. Y olvídate de tu culo. No importa cómo lo muevas.

Y, en efecto, La Gran Artista Parlanchina ha de explicarse. No lo deseaba, pero…

La obra habla por sí sola, ¿no?

No.

Caramba…

(¿Dónde está el modelo?).

(¿Qué técnica la avala?).

(¿Puedo reconocerme en ella?)

(¿Qué referencias me indican la bondad de su ejecución?):

Inquiere el escéptico que… ¡en tantos retratos de Velázquez, Rembrandt y Goya termina por reconocerse! ¡Y en los azules de Veermer se descubre! ¡Y hasta en tantos paisajes del Medievo! ¡En tantas pinceladas aún reconocibles, figurables, de los fauves! ¡Reconocerse…! ¿Qué te parece? ¡Pero si hasta en los retratos al óleo lo que de verdad asoma es… el rostro del propio pintor en lugar del retratado!

-Veamos, Hesse, ¿cómo está construido tan caro juguete?

-Es indigno explicarse.

-Sólo unas palabras.

-Esa es curiosidad malsana, se desdeña lo que no se comprende. Me niego a secundar el juego.

-Unas palabritas para la posteridad…

-No tengo por qué justificar nada de nada en mi obra. Es, y punto.

-¿Por qué se dobla esa cuerda a la izquierda? ¿Por qué no dobla a la derecha?

-Porque esa contingencia carece de importancia. Podría doblarse perfectamente a la derecha. Pero se dobla a la izquierda. Quizás en la próxima obra, amigo de lo desdeñable, haya más suerte.

¿Por qué ese tubo se apoya en el suelo y no en la pared?

Porque sólo es un tubo.

¿Por qué la gasa abruma lo escrito?

Es un simple pedazo de seda manchada sobre la página de un libro que recogí de la basura. No importan las leyendas.

Bonito almacén el tuyo de donde entresacar la réplica al mármol griego.

Comprueba si ese edificio de 50 plantas, el MetLife, es una copia moderna del Campanile de Venecia…

Efectivamente, es una copia moderna del Campanile de Venecia.

Han llegado los días de la suerte.

Con Ray: un par de ejemplares de The Double Dealer de 1927 con textos de Hart Crane y un poema del ”joven Faulkner”. Posiblemente los últimos números de la revista de Nueva Orleans, que ya no volvería a aparecer en 1928.

Y otra tarde: Taps at Reveille (1935): lejos de insidiosa censura y ligereza impuestas a Fitzgerald por sus paganos.

“El tipo escribió cerca de 200 relatos además de las novelas: más de medio millón de dólares, y moriría casi arruinado antes de los cincuenta.”

En esa parte de Queens, que fue “un montón de cenizas”, verás amable la Tierra de 35 metros de altura (y una Nueva York a los pies).

Corrige a Dios: crear el arte nuevo, adánico, sin modelo, mirar a la oscuridad o a la luz escondida dentro de sí, y con los ojos bien abiertos.

Su barro inerte sin hechuras humanas.

Descripción de una lucha:

Delgadas láminas de material orgánico se mueven al compás del viento, los leves zarandeos provocan diversos estados en su forma, es lo aleatorio el principal factor del juego artístico, el que niega el principio de validez inmutable de lo escultórico: la piedra, la estatua incólume de Miguel Angel se mueve, se dobla y cambia de postura para desentumecerse, deshacerse, abstraerse de la forma, componerse de trastos, y finalmente resuelve por sí sola la infinita combinatoria formal recreada de mil pedazos distintos: lo que es es lo que ves.

Comprendo. La belleza es.

No hablamos de belleza, al menos en el sentido convencional de la acepción.

Hesse, eres literatura: una obra como una colección de tableaux diversos en la gran mesa del ingenio y la improvisación, alterables, intercambiables. Ninguna regla prevalece en su ordenamiento, pues su disposición obedece a un alumbramiento sin fórceps ni medicinas preventivas, y fue la gestación el fluido constante de un pensamiento sin trabas mientras, como si tal cosa:

se duerme,

se sueña,

se fornica,

se anda por las calles,

se come con una amiga,

se asiste a una obra de teatro off-Broadway,

se adquiere un libro de segunda mano (que resulta ser una joya bibliográfica) en The Green Train,

se contempla extasiada fragmentos inexplorados de cuadros en el Whitney,

se admira catástrofes en el museo de los monstruos de Queens,

se pasea inspirada a lo largo y ancho de Great Lawn, en Central Park, recordando viejas canciones de los años cincuenta,

se deambula (¡de nuevo!) por Coney Island, bajo un sol de oro y un mar de tópica turquesa,

está una sentada en la butaca afelpada de un cine de la calle 42,

está una oculta en el río primaveral e incesante de personas de la calle 23 a las 18 p.m.,

está una, sucia y cansada de la noche de julio, bajo la marquesina de Birdland a las cinco de la madrugada viendo salir a los jazzmen exhaustos,

está una en silencio, absorta en el círculo de su sangre, aferrada al crepúsculo lluvioso de noviembre,

está una, lúcidamente, quieta,

está muda,

se cree invisible (pasará de largo),

está una frente al puente de Brooklyn y recuerda la vida y la obra de aquellos dos poetas que fueron el vate de barba blanca y el suicida que miraba al Sur,

está una cansada,

reniega de Dios,

arroja otra creación al mundo como quien lanza una piedra a sus enemigos,

tiene miedo

y cae moribunda,

cierra los ojos

y está muerta.

“Ya te enseñaré yo a ti a hacer cosas incomprensibles, deicida.”

La muñeca se nos rompe, y abajo se viene sin estrépito.

Murió joven esta Hesse.

De ella pocas máscaras hemos alcanzado a contemplar. En cierto modo, se libra (y nos libra) de la caricatura de los años, de las otras máscaras sórdidas de la vejez temprana, de la infame vejez dilatada, del rostro erosionado por el tiempo, las mentiras, los trueques, la vanidad, las infamias. Nos hurta esa muerte de los ojos humillados por las traiciones, por las mudanzas siniestras del carácter, la ambición o el desaliento, nos libra (y se libra) del miedo, del silencio de los viejos, del viejo Samuel de quien aún pudo tener idea de su existencia y que, mira por donde, quién lo iba a decir, hasta consiguió influir en su obra.

Hombre de los Parques…

Procura disimularlo, pero arrastra los pies.

Le ven venir.

Los ojos grises y polvorientos de todos esos dan miedo:

“El sol, tan amarillo, ahora plateaba sobre el césped…” (Cuadernos Encontrados en un Parque).

(Buscaba el gato de piedra por East Dr.: buscaba jugar un ratito con alguien de su especie y material.)

-¿Y ése?

-No es nadie. Ni siquiera me acuerdo cómo se llama. El desgraciado aprovecha los vernissages para llenarse la tripa y no desplomarse desfallecido al suelo antes del amanecer.

(Eso lo dijo un tipo que descendía no más de dos generaciones atrás de otro tipo muerto de hambre con un hatillo al hombro al que nada más poner el pie en Ellis Island le cambiaron el nombre por impronunciable.)

Pero la quiere… ¡la quiere tanto!

Reúne sus ahorros, se ajusta el pantalón a la cintura... yergue la cabeza altivo por Diamond District hasta dar con el más bonito anillo de pedida de latón…

Ya en casa: lo empaña con el aliento, lo frota con un paño, cada vez brilla más…

¡Precioso!

(-A fin de cuentas, ¿Qué vale Nueva York?

-24 dólares.)

Observa con arrobo la fotografía de… ¡una de sus obras!

“Esto no es una metamorfosis; esto, no cabe duda, es una transmutación, y nada tiene de humano…”

Ella le tiende la mano:

Monsieur Samuel Beckett, adelante.

Es decir, hacia atrás.

Como despedazando la realidad.

Hay algo de perverso wittgensteiniano en esta imposibilidad de comunicarse.

Comunicarse además…

¿Para qué?

Hace trizas el andamiaje embaucador: nunca sabrás nada de nada. Sólo son palabras que dibujan tu confusión, la deposición química de un cerebro ahíto de alimento.

Ni siquiera has cambiado: en los mil personajes que has sido tan sólo eres en uno, y no importan los farsantes de detrás, ni las máscaras sucesivas del futuro, si es que lo tienes.

Si eras múltiple, la reducción te condena a uno. No modificas el pretérito, no has de mejorar el descendiente.

Eres silencio: por la boca únicamente salen ruidos. Porquería que el aire provoca de tus gases.

Este hombre es un asilo de viejos clarividentes, coléricos, charlatanes porque aman, sobre todo, el silencio. A la mayoría de sus camaradas en la decrepitud se les escurre la baba de la boca mientras mantienen los ojos entornados. Estos tipos huérfanos a traición son capaces sin venir a cuento de hablar de su madre a todas horas, muerta hace mil años. En la forma son espantapájaros que sólo asustan a los niños: una ruina encerrada entre cuatro paredes blancas y que gente a la que se les paga puntualmente procuran tener aseada y quieta y sin restos de excrementos durante todo el día. En el fondo son viejos desmenuzados, mutilados de su propia alma, carcasas, trastos a punto de desmoronarse, si es que no yacen ya en el sucio suelo con el fin de fastidiar y burlarse de los vigilantes.

Manicomios ambulantes, cada uno de ellos alberga decenas de personajes: el desfile inmisericorde de todos aquellos que uno ha sido a lo largo de las diversas fases de su existencia hasta acabar en manos mercenarias o piadosas que se cuidan de la mugre. Uno, al fin:

Al asilo o al hospital de caridades.

Huesos como cuchillas, la piel muerta. La mirada vacía desentrañando los sótanos del pasado.

Y cuando abren los ojos les invade un asombro infantil: pegado todo el santo día a la ventana con las manos sucias de pecados sobre el regazo, viendo el mundo en el verde resplandeciente de la hoja mojada por la lluvia, en las nubes que pasan (no les gusta nada este lugar), hasta en la grisura de los cristales sucios de la prisión para viejos.

Es una poética de la precariedad, del sinsentido.

Este viejo es un abrigo viejo, viejísimo, un viejazo deshilachado, un vejestorio roto por mil costuras, un viejorro repugnante de mil olores, polvoriento de mil caminos arrastrando los pies sin detenerse un momento. Tras sus gestos y risas de cotolengo se esconde un auténtico genio del desperdicio y las sobras, de las palabras difíciles y una podredumbre muy adecuada. Su saliva es un veneno.

Les imanta a los viejos la escatología, el anacoluto, la teología y la disciplina insensata a que obliga el vacío.

En su vida de caminante infatigable y desértico cuelga en bandolera un bolso más viejo aún que todo aquello, y en el interior nauseabundo hallamos trozos de pan duro, un pedazo de queso mohoso, un vaso de plástico, una novela policíaca barata y arrugada comprada en un quiosco, una navaja mellada, periódicos atrasados de hace veinte años, un bolígrafo con la tinta seca, una cédula de identidad ilegible, un par de guijarros, un papel en blanco, un pedazo de cuerda “con la que poder ahorcarse un día no demasiado lejano”… que nunca llega, pues “la clave de la vida es el sufrimiento”.

Incólume a los desastres naturales.

Refractario a los males de la estupidez.

Hasta que se convierten en negras cenizas parlantes.

Y toda humanidad es un ruido, un río seco pedregoso.

¿Hay algo más allá del yo y el objeto?

Y aunque lo hubiera, ¿cómo podría demostrarse?

¿Y para qué demostrarlo?

Es arte: lo tomas o lo dejas.

Da dos pasos y holla la nieve, anda bajo la lluvia oscura, camina al amanecer gélido de un día cualquiera, pero no se mueve ni adelante ni atrás. Y a los lados sólo se encuentra el abismo sobre el que pende su figura de alambre encima de la cuerda.

No sabe cómo se llama.

Pero si lo supiera, no le serviría de nada. Es una convención como otra cualquiera en el mundo de los protocolos vanos. Uno siempre termina escondiéndose en el nombre, como si eso tuviera importancia, o al menos fuese una especie de escudo para protegerle del terrible cosmos, el desdén de los otros y la carcajada animal.

Tampoco sabe adónde va, y laberínticos circunloquios dominan sus pensamientos.

Los días ya no se llaman, las horas ya no se cuentan.

Sobre todo le gustan las piedras redondas y pulidas por el agua y el viento, el horizonte desierto, el firmamento rozando la tierra dura y árida, las noches largas, lentísimas, de silencio tortuoso.

Es una silueta larga y delgada recortada sobre el cielo gris de la ruina.

Inquietante la conjunción de ambos que tu obra remeda. ¿Sabías, beckettiana, que tu labor ronda lo estrafalario de este ser de lejanías?

El hombre espera en absoluto desvalimiento: soliloquios, perversas fijaciones mentales. Un ser cruel y hasta depravado para sí mismo.

Es un suicida que piensa demasiado, no termina de desprender la costra del pensamiento del aullido de su condición animal, de la carcajada libre y espontánea de bicho de la selva:

Insiste en poner nombre a las cosas, a las imágenes, se obliga a pensar.

Pero ya ha renunciado a los demás, a sus chácharas y explicaciones ordenadas e inútiles: se sostiene a sí mismo con las pinzas de la lucidez más inofensiva: un monólogo interior que arrecia a medida que se acrecienta su misantropía y el desprecio a una sintaxis de vida convencional.

Y, por favor, nada de dioses. Piensa hacia abajo.

Desafía un agnosticismo hacia todo y hacia todos. Nada espera de nadie. Que nadie espere nada de él.

Dioses…Aunque, ¿y si son éstos, aunque inventados como la magia y el rito, el único medio para expresar nuestra conciencia, conocer los asuntos del alma tan encerrada como está, entregarse con algún sentido a la elucubración irrefrenable de la mente liberada del cuerpo y su putrefacción?

El espíritu de un viejo que ya no puede hablar y apenas dar dos pasos sin ahogarse, sordo a los dioses, escondido entre harapos, casi irreconocible como ser humano, eso es lo que aún reviste la carne.

Sí, un poco de mitología, como un vaso de vino griego o el sol romano, no hace mal a nadie…

Entre tanta escombrera…

Es fácil sentirse identificado con ese sentimiento de desnudez, de indefensión ante el absurdo o la pena.

Un arte ecuménico, dijo ella, que a diferencia de esos viejos terminales y degradados y mudos aunque de extremada clarividencia, tenía salud, dinero y energía y se creía inmortal, es decir, iba a ser joven hasta el fin del mundo. Era en ese tiempo memorable que desentrañaba la sintaxis del disparate existencial y su museo de objetos (y el organismo vivo que era ella), inmune al desaliento y la duda. Una examinadora de interiores.

Pero el suceso biológico es mucho más sencillo cuando todo, con naturalidad, ha quedado atrás y ahora la artista parte hacia el lugar de donde vino con las mismas manos vacías.

Ahora lo sabe. El sol y la lluvia y la tierra y el aire: eso era ella, lo que ha sido siempre, lo que será cuando sus cenizas sean esparcidas. Elementos inmutables a pesar del tiempo y las catástrofes. Algo tan sencillo y rotundo… (y buscaba con dificultad un segundo calificativo, una nueva acepción definitiva cuando la verdad de todo es que todo es nada). Quería la complicación, lo que no se entiende.

¿Y él? El Gran Beckett…

Por encima de los ochenta años ya no se necesita dormir, la comida da un poco de asco, los objetos inspiran desgana, los planes una sonrisa displicente y los demás y sus opiniones no importan un ardite. Incluso un premio nobel de literatura resulta un fastidio inconmensurable de sobrellevar.

Tan categórico, agoniza en un asilo: “Ay, que todo termine.”

Será el silencio.

Regala dinero. Vuelve a ser pobre: escribe (esa clase de indigencia), escribe, pero sólo palabras. Hemos asesinado al sentido.

“Un hombre de pie sobre arenas movedizas.”

Murió escribiendo garabatos sobre una destartalada mesa de bridge, en una habitación con la puerta abierta a través de la cual atisbaban un montón de viejos como él, mocosos y medio locos, abandonados en manos ajenas.

Fracasa, fracasa otra vez, fracasa mejor.

“Y no vuelvas”, conminaba el hombre primitivo en el albor del tiempo y las desgracias, sabio en temores, precavido: primero se despieza el cuerpo; luego, se le quema, y, por último, se dispersan las cenizas con el viento. Eso era innecesario, pero era en la noche oscura del alma primitiva, cuando todo aún era creíble, reciente y se profesaba temor a los muertos.

“Ya en las tinieblas, ni se te ocurra volver”.

Porque lo malo de un muerto es su espíritu. No hay modo de acabar con él: en forma de palabra, de pintura, de recuerdo, y no digamos ya fotografiado en un trozo de papel… Ahí siguen a perpetuidad. Perviven ladinamente. Aletean sobre la tierra y las aguas en pos de la venganza. Pues es sabido que los muertos guardan un gran rencor a los vivos. Hasta que uno mismo desaparece: entonces desaparece todo, al menos desde el punto de vista del ser vivo, que comprueba fácilmente, bien asentados sus pies sobre la tierra, que ningún muerto vuelve a por sus cosas (un reloj de pulsera, la billetera, las llaves del coche), ni tampoco vuelve a encender o apagar una luz, a terminar de un bocado la hamburguesa o el hot dog, jamás vuelve a salir a la luz del sol desde los túneles del metro, a sacar de casa la bolsa con la basura del día, y nunca acabará de leer la última página del periódico... de ayer.

En fin. El anecdotario no da para más.

Tan demostrable, a despecho de las filosofías disipadoras (¿o eran “disolventes”?).

Libre de la materia, asimismo: que lo material y físico puedan ser repuestos mil y una veces, mas no aquel concepto primero que fue origen de la obra.

Creaba más la necesidad de obrar que ejercía el arte. Meditaba.

Ella se proyectaba en su obra: la descomposición… o la armadura vacía de lo que los cirujanos sabihondos han dado en llamar “el fantasma de la máquina”.

A fin de cuentas, el producto artístico es lo residual, el trasto, el feto del espíritu.

E inyectaba el aire de la verdad, el de sus pulmones atenazados ya por la muerte (sin que ella lo supiera), en el fantástico globo de la superchería mercantil post mortal que terminaba hinchándose hasta alcanzar los dos millones de dólares la unidad (en un pack completo: instrucciones para su ensamblaje, aglutinantes y pegamentos, herramientas  y las piezas, cada una por separado).

Y, ahora, tres millones de dólares, cuatro millones de dólares... Así que, a espabilarse.

Una rayita, o dos, o tres, en un papel cuadriculado colegial del 49, de cuando la niñita obtenía becas: 5.000 dólares.

Y de esta guisa.

De momento.

Todo es un cuento… de sucesos y final imprevisibles: el sadismo cruel de Andersen y Perrault, de los Grimm, la propia maldad fragmentaria de uno mismo y los misterios de la realidad mezclados en la coctelera de las pesadillas al alba, cuando la lluvia aún repiquetea sobre el alféizar y el pavimento encharcado de afuera: ir modelando aviesamente el alma infantil con el triste barro de la neurosis. ¡Qué trío de escultores perversos, sutiles, cogidos de la mano del aprendiz de brujo allá en lo más oculto y cálido del hogar aún no amanecido de ruidos!

Yo era la niña encantada, pero que nunca se dejó arrebatar por los ensueños maléficos de los poetas de Paradise Alley. Era hacendosa y buena. La niña perfecta lejos del terror que en el 68 aligeraba el paso cada vez que cruzaba Union Square, la que nunca acabaría junto a los pobres desahuciados de Bellevue, la que esperaba del mundo cosas buenas y hermosas.

Fairy Tales:

el libro de tapas duras, hermoso, repleto de grandes ilustraciones azules, rosas, grises y amarillas, las siluetas negras de los mejores dibujantes de su época, y quizás de las de todas: Arthur Rackham, Nielsen, Kate Greenaway, los colores planos de Denslow, los ensueños cromáticos de Watter Crane y los animalarios de la Potter, la solitaria, la emilydickinson de Hill Top…: el mejor escondite para una imaginación infantil.

Mientras la bruja antes de morir ve rodar su propia cabeza junto al árbol maravilloso los viandantes, muy serios y bien abrigados, pasan delante de la cerillera a la que el frío y la nieve sumen para siempre en el dulce sueño eterno, cerca del negro callejón bordeado de cubos de basura donde disfrazada de buhonera la encarnizada Dama de las Nieves se las ve y se las desea para arrancar del seno de los hombres los pensamientos y las fuerzas del espíritu.

Ah, pero a la ideología subyacente ahora se le añadía el veneno de la figuración: qué mundos, qué añoranza: desea con pasión vergonzante al soldado con espada, tan marcial y erecto, sueña como la pobre cerillera imágenes pretéritas, se rodea riendo por lo bajo de flores casquivanas, es la princesa delicada, admira a la cocinera glotona que calza zapatos con tacones rojos y trasiega inocente de culpas un buen trago de vino, un trago tras otro trago, y otro más, lo que la hacía valiente a la vez que ingeniosa. Sabed que los muertos no bailan: tienen cosas más importantes que hacer (Andersen dixit), y sobre la tumba de los pobres brota la atanasia, y, en fin, como ocurre con frecuencia en el mundo, los que poseen cabezas muy pequeñas son los más dichosos, y esto es suficiente como introducción.

Por lo demás, cálzate unos zapatos rojos y entérate de una vez que todos no podemos ser nobles y es preciso que cada uno haga su trabajo, y como suele decirse, aquel que lleve a cabo gestas increíbles se casará con la hija del rey y entrará en posesión de la mitad del reino.

Otrosí: el escarabajo tomó esposa y el primer día lo pasó muy bien; el segundo, mejor aún. Pero al tercer día tuvo que pensar en alimentar a la parienta, así que… se marchó volando en busca de unas herraduras de oro como las que llevaba en sus pezuñas el caballo del emperador.

Las palabras adquieren volumen, levitan, se transforman en figuras, objetos: paisajes y personajes danzan en una zarabanda inolvidable y gitana.

Cenicienta, Caperucita Roja, Blancanieves, La Bella Durmiente, Alicia, Eva Hesse: escribió (tan cuidadosa ella) en los márgenes del cuaderno escolar con tinta verde.

Y nunca tuvo ninguna duda acerca de quién de todas era ella: La Reina de las Hadas.

La Casa Encantada, La Fantasía, se desmoronan.

1970.

Suena el despertador. Como sabe que está viva, le repugna despertar. Se hallaba tan recogida en los brazos de la pacífica duermevela, un lugar tan muelle, acomodaticio, a salvo de las aguas negras y de las palabras dichas en voz alta, de la brusquedad del día y de  su frío y de los otros. ¿Qué Reino era ése? El de los Sueños. Extiende la mano, pero con los ojos cerrados todavía. Nacen las sombras: temor al alba. El cuerpo ahora parece de madera, una materia rígida y dura, inflexible. ¿Qué podría hacerse con él? No modelarlo, este barro ya no sirve. Tal vez tallarlo con el mejor cincel, la más resistente bujarda y el martillo... desbastarlo con la imaginación. El cuerpo que tanto nos traiciona al fin… Debe moverlo de sitio, accionarlo, obligarle a la ejecución de alguna de sus funciones fisiológicas. Contrólalo. Sé su dueña, aunque sea él quien va a matarte. Pídele agua. Ordénale que excrete. Pídele que se vuelva de costado, que estire las piernas, que expanda los pulmones, que salive la boca reseca, que deje quieto el corazón.

¿Es la hora testamentaria?

¿Qué hay del negro, el alónimo?

Ábrele tu corazón: que sea él quien invente. Este tipo penoso no devolverá las treinta monedas por nada del mundo, ni aún muerto él podrás hacerte con el tesorillo que le ha proporcionado la mendicidad de su trabajo innoble: pero es disciplinado: tiene la virtud del animal manso y honrado.

¿Qué cuenta el Talmud en estos casos?

El recetario de los despropósitos confía demasiado en el sentido común y la bondad de los desconocidos.

¿Quieres ser inmaterial?

Erase una vez una pequeña judía que huyendo del exterminio voló hasta el País de Nunca Jamás para convertirse en La Reina de las Hadas. Etcétera.

¿Qué se esconde en lo más profundo e invisible del cerebro? La nada. Ese grumo viscoso y blanquecino de funesta temporalidad es de una petulancia y miserabilidad manifiestas a despecho de su sofisticado mecanismo y enredosa geografía de causas, reacciones y efectos. En el interior de ello, todo es una brutal aunque silenciosa reacción química, combinaciones físicas propias de autómatas a fin de cuentas, hombres y mujeres máquinas blandas que huelen, albergan fluidos, defecan, se pudren aún en vida y desaparecen.

Despiertas, te acciona un mero reflejo (si bien misterioso), todo es temible. Comienza el escrutinio de ti misma. No hace falta que

te palpes, te reconoces, te nombras, en seguida te has recuperado del benéfico letargo de las sombras y la luz, de aquella luz que tanto amabas como la buena artista que eras, y que ahora ya comparece amenazadora, revelando los decorados a punto de desmoronarse, la luz sucia del amanecer que descubre la fealdad de los muñecos, sus muecas de monstruo.

Y querrías no ser, desencadenar el pensamiento de la taimada y temporal adición de la carne, recrearte en los interiores paisajes de ti misma, sólo pensamiento, un vuelo eterno sobre las cosas y el tiempo.

Sólo querrías dormir, adentrarte en el sopor de Rip van Winkle: dejar que las cosas se arreglen o mueran solas. Ejecutor, el tiempo. Siempre lo es. No deja de serlo ni un solo segundo. Con sorna funcionarial, que él, El Gran Balduque, se encargue de marear gavetas aquí y acullá por las covachuelas y el oscuro negociado de los días.

La princesita está triste: el país de las hadas es contiguo al campo de concentración, y la bruma del bosque encantado se entremezcla con el gas de las cámaras de exterminio: yacer en el lecho perfumado bajo dosel del Príncipe Azul no se halla ni un centímetro más lejos del hediondo camastro lleno de piojos del kapo siempre con la verga enhiesta y violadora, gorra de plato y la barra de hierro en la mano.

La vida… En efecto, es un cuento: sin final feliz. Te seré sincero, princesita, no es la imaginación la que le da las formas, dibuja sus trazas cochineras o la invade de felices regiones donde sus habitantes trabajan, aman, son dichosos y no se mueren nunca.

No, así. Todo es muy diferente con los humanos y las humanas cosas con fecha de caducidad, de obsolescencia programada.

Mientras tanto, querida, no pierdas de vista la rueca si a ello te resignas… ¡Atada y condenada de por vida bajo la luz vacilante de la buharda!

Lúbrica luz.

¿Quién eras?

Porque ¿tú eras de verdad?

La nena de la 7 SP.3 del Humboldt Junior High School, Colegio Público 115 de Manhattan, que recibía honores y recompensas por su excepcional aplicación y progresos constantes. Un ejemplo a seguir.

De modo que estas son las adiciones de ahora, un hogaño brutal donde ha sobrevenido como un rayo sin trueno el castigo bíblico, incomprensible; los pájaros de antaño, aquellos los palotes y los premios de la infancia, la inocencia, la sonrisa abierta, los ojos brillantes de conciliación, la concordia, el ansia de saber, la necesidad de comprenderlo todo, reconocerse una misma de la cabeza a los pies, donde todo terminaría asentándose: la confianza, la esperanza, la grandeza de ser única, diferente, hasta gloriosa... Todo eso era para ser perdido.

Pero… aún en el cuento:

Sé resuelta y valiente. Sé ambiciosa e intrépida, Niña Lista. Da un paso adelante y rompe las cadenas de tu servil condición anderseniana y mojigata, esa pedagogía de la baba pero de ensueño maléfico. Pídele al mundo un millón de dólares y te los dará… Pídele un centavo y te dará un centavo.

Mister Andersen, dígame: ¿es la crueldad, la realeza de lo bruto y la presencia constante de la muerte la esencia del alma infantil?

Peor: es su materia.

Trabajaré con ella.

También es su regalo.

¿Envenenado?

Ya lo prevés.

Moraleja, moral… ¿qué más da?

Deforma intuiciones: mal cuento es el mundo.

Enseña a soñar mejor.

(Mr. Andersen sólo tenía pesadillas verdaderamente.)

Asigna padeceres, benéficos aconteceres, mala o buena muerte, personajes devastados por una fantasía que bordea lo psicótico y hasta lo criminal.

Historia de una madre:

intercambiados los papeles, la Muerte ha arrebatado de sus amorosos brazos a su hijita querida. Enloquecida de dolor, persigue incansable las negras huellas que la Muerte ha dejado a su paso e inicia un largo y tenebroso viaje en pos de su pequeña Evchen. Las ordalías de su gimoteante peregrinaje son de levantar sarpullidos en la más recia de las carnes: ha de cantar hasta quedar exhausta y sin lágrimas; ha de apretar un zarzal espinoso sin hojas y sin flores contra su pecho desnudo hasta que las heridas viertan gruesas gotas de sangre al suelo; ha de desprender los ojos de sus cuencas: perlas que se hunden a las verdes aguas de un lago; se deja pisotear y engañar por una anciana inmisericorde. Finalmente, comprende que su desgracia es… ¡la voluntad de Dios! ¡El destino! Resignada, la Madre se arrodilla y deja que la Muerte se lleve a su desgraciada hija, ya juguete de un dios desalmado... ¡que gusta de lo inerte, de lo más indefenso!

Es… una fábula.

Las dádivas de nuestro señor: vigila su castillo y sus siervos: que de las lágrimas de éstos se rieguen los campos y sembrados de mi futura cosecha.

No deja de ser un lenguaje, una imaginación…

Una ideología.

Un entretenimiento.

¿Qué sabrás tú, tonta marioneta, del suceso y los hechos ocultos en las almas de los hombres y las mujeres disfrazados de cotidianidad? ¡Perro mundo!

Puedo crear de la nada.

Eso, necia tontuela, es imposible.

Yo resuelvo la materia, la forma y su disposición.

Sólo se imagina lo que se sabe.

Soy una inventora.

¡Ja! La realidad que brota de tu imaginación coincide perversa y tristemente con la realidad histórica y social del mundo en el que vives. No nace de la nada, de una Eva Hesse desconocida, extraña y poderosa. Traduces… lo que ya has oído, visto, sentido, olido, tocado… Tu lenguaje es lo sorprendente y nuevo, por ininteligible… pero es una simple y legible correspondencia visual fácilmente desentrañable. Y puedes disfrazarlo con lo que gustes escoger del inmenso basural que te rodea: por cualquier ángulo asomarán sus señas de identidad, su fatal procedencia. Tú, pequeña, sólo transformas las cosas, las ocultas, las enredas, nos mareas. Escribe cualquier cuento: he aquí una combinatoria. Es todo. ¡Qué más da si son números u objetos lo que engaña nuestra percepción! Lo fantástico y la tosquedad de lo real se entrecruzan cada segundo de nuestra existencia. A fin de cuentas, lo que nos muestras es un trasunto de lo real, una confesión enrevesada o no, tal vez el diario doloroso de un avatar sentimental y emocional devastadores. Pero, querida, si hay hadas, hay brujas; el mal y el bien se yuxtaponen y crean la lóbrega reunión de la noche de los martes, allá en lo más profundo y mágico del bosque y su bruma de misterios, en algún recoveco del maldito e intrincado cerebro.

 

El beso

Se acercó decidida

la princesa al durmiente

de corazón azul,

yacente.

Con asombro

miraba el renacido

cuerpo, el oscuro apéndice

soñado entre las piernas

a la vida devuelto.

 

Ya no existe la carne, la materia que tantas regalías te ha prodigado, de aquella provenían las sensaciones que acopiabas como cualquier niña de tu tiempo acrecentaba recortables.

Ahora… otra cosa es la rosa.

Un ser fantástico es un hada pero… también humana, condenada y desaparecida entre sus congéneres, aburrida de gracias y dones, intangible… pero mortal por inasible a los vivos.

Levitas por encima del detritus, de los trastos y las herramientas oxidadas, de los malos olores del polímero. Vuelas, y a diferencia de mamá se trata de un vuelo eterno, incesante, ni siquiera el aire te roza, te mantienes en el espacio de las hadas, donde todo es etéreo, intangible, toda materia es un soplo de aire, música las voces, las miradas de oro, la dulce nieve de las alas de los ángeles.

¿De qué está hecha un hada?

De lo que todos.

Y a la ventura del… hado.

“Sólo soy una dimensión física”, alcanzó a determinar.

“Es el pensamiento lo absurdo de la vida.”

“Exactamente, eso es lo que creo.”

“Sólo me hallo a salvo si acepto que nada tiene sentido.”

“¿Adónde me llevan las brumas?”

“Al páramo, al trueno a lo lejos.”

“¿Qué será de mí?”

“¿Otra vez con esas?”

Not so happy, yet much happier.

Entonces…

¿Entonces…?

Es lo mismo Shakespeare que Andersen.

Si vos lo creéis…

Todo es un cuento.

Lo es: puesto ya en el estribo, gran señor esta te escribo...

Así que…

¿Sí…?

Estoy metida en un cuento infantil.

En efecto. Y ahí puede pasar de todo, desde que te zampe el lobo, la bruja te entierre viva o te violen tres cerdos y siete enanos. Incluso puedes rogarle al verdugo (¡que siente en su alma vil cómo se agita el hacha en sus sucias manos!) que te corte los pies...

¡Y lo hace! Vaya si lo hace: y con las zapatillas rojas puestas, pero, en fin, luego me tallará unas piernas de madera y unas muletas… ¡con la misma hacha! Puedo también casarme con el Príncipe… Aunque el problema real es que yo soy la Princesa y… ¡en ese caso deberían gustarme los porquerizos y aguantar un buen número de sus besos por muy apestosos y húmedos que sean!

Entre esas páginas malévolas, fascinantes y vistosas como plantas carnívoras, únicamente lo inesperado cuenta, lo maléfico se hace real y lo mágico deriva de forma prodigiosa y veloz entre el bien y el mal, el castigo, la felicidad o la muerte eternas. Lubricidad de la maravillosa incógnita.

Campanilla cierra el libro.

De golpe.

¡Plaf!

Un polvillo dorado sale disparado de las hojas aplastadas por las tapas, se esparce en el aire espeso y púrpura de la tarde hasta desaparecer.

Se acabó la fiesta.

Goodbay America.

A través de algún magnífico entresijo del presente, una oquedad iluminada fugazmente por un rayo oscuro, como a traición, atisbaba algún aspecto de la muerte, alguno de sus matices poderosos y definitivos encarnados en una clamorosa omisión: ella ya no estaba aquí. Eso era la muerte. Nada de negrores o tormentos. Simplemente, ella se había volatizado. No le sorprendía lo más mínimo la rareza de noser en el mundo, su caída irrefutable para siempre en la mismidad de la nada absoluta (pero si le atenazaba de miedo su categórica e irreversible desaparición para los demás, su vuelo al país de nunca jamás que ninguno de nosotros comparte los otros): pues, bueno, allí estaría la mota de polvo de su vida haraganeando en el espacio negro, invisible y fría, atómica y también negra, disuelta entre otros miles de millones de vidas en el vacío sideral.

Entonces, ¿la conciencia de saber que una acaba aniquilada por el cuerpo, desaparecida, esfumada y sólo recuperada de tanto en tanto por la masa viscosa e indescriptible de un cerebro que aún guarda tu recuerdo, disuelta en la nada y poder preverlo, anticiparlo, incluso experimentarlo, ser muy capaz de, sino imaginarse muerta, sí cuando menos fuera del mundo… qué sentido tiene todo eso?, algo tan corriente, tan fácil a fin de cuentas… al comprobar cómo uno detrás de otro, a solas o en compañía, a su debida hora, todos vamos desapareciendo obedientes y calladitos para no volver…

La vida sin ella. Qué turbador. Inconcebible. Hasta terrorífico. Mira el día, y no a ella, que ya no existe en ese aire todavía fragante de mayo, o bajo la nieve reciente o acariciada por el sol desmayado de noviembre. Mira por esa grieta que se abre al futuro un  mundo que ya no le concierne, ajeno a lo que fue ella: una débil armadura de huesos y carne de final predecible, y todos esos que andan, desconocidos y serios, que viven y son...

Su ausencia que, ahora, sólo es un nombre: definitiva.

Todo su testamento es toda su vida de atrás. ¿Le importará a alguien?

Vuelve a montar su vida, la crea, la obra como un albañil bíblico, la hace de nuevo con materiales indescriptibles, sólo manifiestos en virtud de arte, sus figuraciones y trampantojos, sus terribles arengas o su poesía oculta.

Alza la trastería objetual, una suplantación irreal, irreconocible, irrelevante, irredenta. Un catálogo de antojos extravagantes.

La tinta de mi pluma es el hermetismo, una gama de colores inaudita, inacabable.

Persigo el número infinito, pues a nada representa y todo lo enumera, lo referencia y desmenuza minuciosamente.

¿A todo concierne?

Yo, soy todo.

(“El mundo, querida, se ha hecho cinematográfico”, le dije un día en el interior de un taxi, saliendo del túnel de Park Avenue. Aún me parece oír la sonora carcajada del taxista al pensar que lo mío era un plan hortera de seducción.)

Lo trascendente, el pasatiempo, a pesar de su nimiedad, debería ser la esencia de una vida exitosa. Esperar y creer. Y morir con la vista hacia atrás renegando de las naderías que ataviaban los días y los años necios.

En esa América de sonrisas blancas, misiles de plata que surcan los cielos inocentes desde sus graneros secretos bajo tierra, atuendos perfectos, el café humeante y el primer camel también humeante, de los desayunos de cereales achocolatados y mágicos elixires refrescantes debe transcurrir la historia que papá ha dibujado para vosotras, niñas: no salgáis jamás de las viñetas de Rockwell, las cosas bien hechas, como la Pontiac con madera en la carrocería y las bicicletas, azul una, rosa la otra, apoyadas a un lado del garaje, el diario recién impreso y doblado con su faja nominal sobre el pujante césped, la botella de leche a un lado del umbral de la puerta blanca con aldaba de bronce dorado que da acceso al reino confortable del hogar, sacrosanto interior todavía en la penumbra tenue del día que empieza, el cielo tiñéndose de azul con pasmosa lentitud, la piel joven y tersa recién despertada de las muchachas entre cálidas sábanas, mórbida y tibia celada a punto de acariciar el mundo, de atraparlo, embaucarlo, ahorcarlo con sus piernas de seda… El cuento de nunca acabar.

Un día tras otro día, primavera, verano…

El aire fresco de estos primeros días de octubre ha disipado por completo la bruma del estío, la gasa a veces asfixiante que oprimía las gargantas de unos neoyorquinos andantes cabizbajos o altivos sobre el asfalto con carteras o bolsas en ristre, sin fantasías, contando los billetes, niños, jóvenes o viejos, sólo el pensamiento acuciante, la idea fija, los sueños por cumplir o irreconocibles, la ambición o ya la decepción final, que siempre llega, colma las últimas páginas de la fábula, el silencio… y la última noche.

“¡Eh, tú, hijo de puta!”

Una sucia piedad comienza a deslizarse desde los lacrimales de los ojos.

Un sonido gutural, irreprimible, delata una compunción fuera de lugar.

Se había dado la vuelta cara a la ventana, pero ella, la cancerosa, le ha descubierto a causa del gemido apagado, la sacudida de los hombros por el sollozo repentino e irreprimible.

“¿Qué demonios te ocurre, payaso llorón?”, le espeta la yacente incorporándose a duras penas, con el rostro encendido de indignación. Parece una llama de fuego alzándose de entre las sábanas blancas.

Él no contesta. No le invade la pena, es que se siente culpable de sobrevivirla, de saber que va a examinar cobardemente los  hechos y recuerdos que ella dejará atrás una vez expire. Será capaz de sacarlos en almoneda, de manchar su memoria con esa pluma de sangre negra que lleva clavada en la mano.

“¿Dos centavos por palabra?”

“¡Hecho!”

De nuevo, ella le mira con lástima.

“Sólo es una muerte… la mía. Tú preocúpate de la tuya…”

Que más tarde o más temprano asomará las narices por alguna esquina (y será la que menos te imagines).

Y rápidamente El Inquilino de los 30 metros cuadrados al norte de Queens cambió de actitud y hasta de máquina de escribir.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

domingo, 9 de octubre de 2022

59

Todo lo suyo es un rastro, la pisada que el sol de después grabaría como a fuego en la vieja tierra adensándola con la dureza de la piedra. Y todo fue importante: el papel, la fotografía, el óleo, el dibujo, los materiales, el refugio, sus idas y venidas, la voz, la mirada del más allá todavía estando viva en el pasado y no en el futuro muerto, el film que la registra de un lado a otro, indefensa y en ciernes, o hilando, Aracne, la aviesa arquitectura de una historia inmortal.

Anduvo de trucos con la materia. Lo presente siempre del oxímoron: materiales duros que devendrán polvo; los líquidos que se tornan sólidos para desaparecer de nuevo: evaporándose. El lujo de lo antagónico: inmortal el arte, de manera que te encarno en lo prontamente podrido, una generación y adiós, a la basura o a la vitrina blindada en el pasillo museal (o sea, a la nada). En la materia de su opción anidaba sutilmente la predicción: pervivirás no más de quince años. La tierra se cansa, el material se muere, el sol se apaga, los cielos se resquebrajan. Ese predictivismo engalana tu obra del mito y lo sagrado, lo elevan a lo alto de todas las religiones.

“Es oro líquido”. Y del crisol adoptó la forma del ave. Labraba milagros, cincelaba las mejores armonías objetuales: y nada de vocabularios seráficos.

Y aun con la escobilla sobrante fabricaba obras no del todo desdeñables, dignas hasta de veneración, pues sería una elegida (para lo bueno y lo malo) que los tiempos venideros consagraron desde el mito y lo maldito. Arrebatarían, así, su trabajo y lo integrarían en la cultura de la pena y el caos. Todo, con una gran sencillez.

En suma, una intimidad al descubierto.

1969: lo espero todo. Es la hora.

Naturalmente, el Santo Grial se halla en sus manos, de él bebe, sacia sus extrañezas, apacigua sus entrañas.

De nuevo suelta las tenues amarras de su viacrucis. Es él quien va a la deriva. Pero la abandona en medio del peligro, rodeada de incógnitas: detiene la andadura. Mañana más. Hela ahí: en ominoso cliffhanger.

¿Cuál era tu bloque de mármol o caoba donde se prefiguraba la altanería de artista, el modelo gestado de la grieta o la veta?

Invisible: creo en el vacío, nunca tuve los ojos de Miguel Angel.

¿Qué ha pasado con el color?

Pues que ha desaparecido.

¿Del todo?

No exactamente.

¿Se esconde?

En absoluto. Reviste otras formas originales: el color de la madera, la grisura de la piedra gris, el brillo del acero, las transparencias plásticas, el cristal del agua, lo negro del mundo.

Veamos las formas… tridimensionales, el discurso sostenido en el aire, ése será el nuevo soporte: apoyado en el suelo, sujeto a la pared, pero al aire sus tripas, sus colores, los contornos, la verdadera dimensión.

La calma minimalista sólo fue una proyección desde la nada, el higiénico asidero desde donde el cerebro se despojaba del enredo de todos los alfabetos inteligibles. Una vez perpetrada la afrenta cuasi juvenil, pasó insensata y magnífica al otro lado del espejo y  empezó a gustarle lo que reflejaba el Azogue Misterioso de su alma vacía de las palabras y las imágenes vulgares de una realidad demasiado complaciente con una estética de catón.

Recuerda aquella exposición de dibujos en la Stone: collages y acuarelas donde ella trazaba como una hormiguita el caos que se avecinaba, el color como una traición a la forma, la mancha que destierra geometrías, la sobra material como el metal precioso donde enjaezar las cabalgaduras de la tribulación o el gozo tan efímero de los días.

Tu tristeza antes del tumor, querida, inesperada e indescifrable, sería (vamos a decirlo de ese modo) idiopática. ¿O es que presentías algo?

Nada en absoluto.

Y fue mejor así.

Otra vez la desesperación. ¿Por qué no estuve quieta como miles de millones de seres? Quietecita, sin desafiar a los dioses. Por ejemplo.

Por ejemplo: haber seducido a uno de esos tipos de la Bolsa, viejo y sabio,  con un pin numerado prendido en el chaleco o… maestra en Brooklyn o poetisa los domingos (por la tarde) o…

Viene L.P.: sin nada en las manos. Sólo palabras.

Derrotada en el lecho, enferma…: soy el espectáculo.

La mujer que ha de levantar acta conoce de sobra el final; todavía más, sabe que es inminente. Y, por mucho que lo evite, no librará de la biografía de la artista moribunda el malditismo acechante ya en esta hora lánguida y en seguida clamoroso al año de su física desaparición. No quieras creer de qué manera valida la muerte una obra artística, todas las agonías.

Hay un ramo de flores a la izquierda de la cama.

Postales desde España.

Míralo, empiezan a comprender (coleccionistas, galeristas, especuladores de almas…), dice la artista postrada.

Y Artforum.

La visitante radiografía el momento, acrisola recuerdos para el futuro: la mirada de enferma, las manos, la expresión de la boca, tal tono de la voz, los colores terminales. Describirá los hechos.

El ramo de flores crece, se expande.

Mentalmente: Hesse trabaja en ello con los ojos cerrados, el corazón en un puño: ¿Cómo es posible morir ahora? ¿Qué clase de estafa es ésta?

En el sumidero de la historia del arte, donde andan trajinando los genios: la trampa saturnal que, al cabo, se zampa a los artistas más indefensos, menos tramposos, más preclaros y sensibles, más condenados, más muertos y… más queridos del mundo bursátil.

Desde el extremo de la calle de febrero, helada y desierta a su alrededor, nada se ve más allá de unos metros, todo lo engulle una bruma gris oscura, densa, de olor subterráneo, de la que emergen hacia el escaso claror del cielo hostil unas manchas negras y alargadas; aún así, poderosas, monstruos de piedra y acero.

O puedes volverte loco una y otra vez bajo el El, sin saber que hacer durante todo el santo día, encantado del torbellino tronante: hasta que descubres a los ángeles de Mahoma danzando en los tejados.

La locura te abre las puertas, como a los malos poetas.

Los únicos callejones sin salida en todo Nueva York que yo sepa son el dudoso de Patchin Place, cerca de la calle 10, tal vez el de Cortlandt Alley, al sur de Canal, y sin duda ninguna el mío propio: todos los demás son mentiras cinematográficas.

Puedes vivir barato. A elegir: edificio de apartamentos lúgubres sin ventana y sofá cama y minúscula cocina llena de bichos sin ascensor pero con aire acondicionado o edificio de apartamentos lúgubres sin ventana y sofá cama y minúscula cocina llena de bichos con ascensor pero sin aire acondicionado.

(Bebes y comes en vasos y platos de papel parafinado mientras te entretienes escuchando la ópera de las cañerías de los apartamentos contiguos, los jadeos del amor sin lavar y en plena digestión nocturna. Puaf.)

Puedes llevar una y otra vez sin descanso un libro como tapadera de la olla podrida que es tu cabeza.

“Lleva un libro…”

Bueno, no es un arma, ni (peor todavía) una tarjeta de American Express con la que comprar conciencias a la entrada de una galería de arte moderno o en las calles negras de las prostitutas (también modernas) acuchilladas por luces de neón.

El frío y el miedo son inconmensurables a esta hora desnuda del día rodeado de rascacielos sombríos y fantasmales envueltos en la niebla.

Y otro día terrible, árido, cuando se llena la boca de un sabor a herrumbre y el sonido del silencio (que lo tiene) te aboca a una lucidez minuciosa y suicida, cuando el cielo de plomo parece abatirse hasta la calle fundiéndote en su magma de grisura y toxicidad, sintiendo la inutilidad de todo, cansado de soledad en una ciudad que no da tregua (detente al dar un bocado al hotdog en medio de una de sus aceras pisoteadas por decenas de miles de pies a las seis de la tarde interrumpiendo su camino y te enterarás de lo que es bueno, gilipollas), descreído de tu trabajo, consciente de todos los engaños, entonces descubres que sólo tienes ganas de tirar la máquina de escribir al maldito cubo gigante de la basura en el sótano, llenar la mochila de lo indispensable, cerrar de golpe la puerta del sucio apartamento de Queens y acercarte a una de las deprimentes terminales de Greyhound para meterte sin dudar un segundo en cualquier autocar-que-se-dirija-a-cualquier-parte y simplemente vaciar el cerebro de todo aquello que parezca un pensamiento mientras dejas la vista fija en el cristal de la ventanilla sin mirar en realidad nada de nada del mundo que raudo, impreciso e indiferente parece viajar hacia atrás dejándote tranquilamente en el espacio del futuro sin recuerdos, sin alegría, sin nada entre las manos pero también sin pena, sin dolor y sin remordimientos. “No creeré en fantasmas”, te dices, “ni en genios malogrados, ni en mujeres traicionadas, ni en artistas que hacen de lo terreno su material, ni en la gran obra propia o ajena, ni en viejos sabios y doctos maestros que atados a su sillón de orejas al final de sus vidas meten la nariz a hurtadillas en revistas como Front Page, Criminal, Sado e Inside Detective sólo para cerciorarse del todo antes de morir de que el mundo es un lugar cruel, apestoso y sin redención posible y del que han hecho bien en escapar valiéndose de la muerte.”

Otros tipos acaban todavía mucho peor y antes de hora: derrengados casi hasta morir con la jeringuilla colgada del brazo bajo el olmo americano de Tompkins Square mientras los adeptos del HareKrishna, sacudidos por la hipnótica mirada de Abhay Charan De (a) Srila Prabhupada y animados por la salmodia de sus mantras, se dedican a vender la salvación de las almas y la concordia universal a todo dios: “¿Señor, quiere comprar un folleto?”

Ella no ha tenido nunca una experiencia proustiana: sólo pesadillas, malos sueños, la proximidad de la mano de hielo. Y nunca acertaba a descifrar la profecía, su tragedia griega.

Hare Krishna, Hare Krishna, Krishna Krishna, Hare Hare, Hare Rama, Hare Rama, Rama Rama, Hare Hare.

(Letra y música del swami Prabhupada.)

Eras artista… doliente.

La mejor atracción de la feria.

Y, además, te ha tocado el más grande osito de peluche de la tómbola: un tumor asesino.

Confesémoslo: es el decorado más pertinente si es que de artistas hablamos, y además, joven y hermosa, y…. prometedora.

Pero pervierten de forma interesada la ecuación correcta: nunca fuiste artista doliente: eras guapa y simpática, de ojos hermosos y risueños y llena de vida, ilusionada y capaz…

La mugre romántica ni te rozaría en tu avatar: la pestilencia de la estela de Van Gogh sólo te enlodaría una vez muerta.

¿Qué significa tu biografía?

Nada para comprender tu obra, que se explica sola.

Tu biografía sirve para saber quién eras además de artista, que importabas tú en el mundo y qué te importaba a ti de éste.

Dejemos a salvo tu obra de una naturaleza y una existencia rebosantes de mendicidad, desprecio y malentendidos.

¿Saldrá adelante?

Tiene que conseguirlo: está todo el día dándole al asunto. Algo ha de salir de ahí.

Tal vez no sea suficiente con eso.

Ese interrogante no debería resolverse nunca: es la única manera de ser feliz durante algunos años.

Mujer reconstruida: el magnífico colofón de la barraca de feria: pasen y vean por cinco centavos a la más fantástica mujer barbuda de la historia.

(Es rarita. Tiene el síndrome de Diógenes metido… ¡en la cabeza!: ¡la de trastos que albergan las habitaciones del cerebro!)

¿Y el cerebro, el lugar de las ideas, el deicida antagonismo hacia la realidad?

Su panteísmo criminal arremete contra el conservadurismo ideal más aconsejable. Lo ideático envilece sus ideas y venidas, la elucubración sobre el posibilismo del basural matérico la ha trastornado. Físicamente: mentalmente.

Voy a desenterrarte con mis propias manos, expoliar de tu tumba el poema final que descansa sobre tu pecho de damisela ultrajada.

Todavía nos debes una obra.

Muda, serás un cerebro muerto en un cuerpo vivo y dinámico.

Serás la mejor escultura: un prodigio de tecnología puntera, de abracadabrante cirugía.

Soplaré sobre tus párpados, recobrarás el aliento, reconstruiré tu polvo, te alzarás de las tinieblas del féretro libre del sudario agusanado y fluirá tu sangre de nuevo (roja, azul, negra, qué más da): una ingeniería minuciosa y feliz hará revivir tus tejidos, los músculos y fortalecerá los huesos.

Ahora ya no nos bastan tus vísceras y los despojos del cadáver para conformar lo inerte  confuso. Ahora somos un poco más dioses.

Te pondremos de pie, qué tremenda escultura, qué fantasma redivivo.

Nada de materiales de inyección cancerosa y repugnante, aquello lo residual de talleres y laboratorios letales.

Nos, trabajaremos con milagros cerámicos, biomecánicos, biónicos, bioquímicos…

En tu caso, nos faltan biomatrices, pero…

¿Cómo te vamos a sostener?

Nos:

Con unas muletas biodegradables y, entretanto, antes de su disolución y desaparición en el interior de tu cuerpo, constituirán el armazón que ha de sostener el repuesto de los órganos y apéndices muertos hasta su completa adecuación, alumbrarán tu gemela interna, fantástica y química sin dejar de ser tú misma.

Los Tiempos Nuevos vienen cargados de promesas.

Los medios procesuales y materiales, los grandes actuantes del arte de nuestros días con rango de categoría artística, ya están al alcance de cualquier charlatán de feria o cualquier tipo con bata blanca, son una realidad aún lindando el portento y la magia: toda regeneración acabará siendo posible más allá de la prestidigitación, del engaño a los ojos.

Así, el muestrario suntuoso e invisible de tu reencarnación: biopolímeros y metales sofisticados mejoran implantes y endoprótesis, toda una ingeniería prometeica resucita la muerta biología original, una biocerámica que recrea idéntica porosidad que la osamenta primigenia, una siniestra arquitectura celular que repara y prolonga la vida de los ojos, del esfínter, de las rodillas, de la uretra, del fémur y el riñón, del corazón y la mama, del pulmón, el hígado y los vasos sanguíneos: lo artificial y científico suplantan el misterio, replican un vocabulario y una sintaxis acaso sin discurso.

Sal afuera, y anda, Lázara.

Hela aquí, sin la costra del sudario, que asoma el pescuezo de la oscuridad del Hades. 

Aunque a trompicones, anda, entre realidades se mueve.

Exhíbela a discreción el tiempo que gustes.

Luego, ahórcala de nuevo con el colon descendente, el transverso o con el bichejo de la tenia libre.

El arte es una proposición: no lo definas, su discurso expositivo se ha gestado con el exclusivo cometido de persuadir al espectador de su estrechez de miras, de su infausta manía de insistir en la contemplación de referentes tan antiguos como la túnica, la gorguera o el falso paisaje cezanniano encerrado en una bidimensionalidad frustrante.

Eres el Mesías: misión de embaucador iluminado: todo es y nada es lo que parece: pues parece que vamos para atrás:

Durante las vacaciones veraniegas buscaba monedas debajo de las gruesas tarimas del paseo marítimo de Coney Island, en el suelo de arena acribillado por los rayos de sol que atravesaban las rendijas y los agujeros de la madera, ella, la niña judía, acaparando pobres centavos que brillaban como el oro.

Al fondo el sonido del mar incansable batiendo la playa, las canciones de moda que propagaban a través del aire cálido y marino los altavoces blancos, y el inmenso rumor de los miles de bañistas como el júbilo detenido del largo verano.

¿Cómo es posible que “aquello” condujera a la nefanda superchería del látex y la fibra de vidrio, a los hierros más oxidados y alejados del brillo de oro?

La moneda de la suerte.

Tanto en su anverso como en su reverso… ¡Siempre ganas!

¿No te hubiera gustado pintar un hermoso paisaje, trazar mediante el esplendente mármol las formas de la ninfa…?

Oh, no. Desde luego que no.

La representación…:

Tal es la trama del arte de la que ella tan alejada se siente:

Todo prejuicio de la naturaleza que fuere, es una censura contra la novedad.

“Que entren”, dijo: Jewish Museum.

Artistas Escogidos.

Primer estante a la derecha: A-I/J-R/S-Z.

Y subiendo: un 10% semestral.

En diez años duplicaremos los precios.

En veinte años (2000) llegaremos al millón de dólares.

A partir de entonces…

“Se trata, caballeros, de una artista muerta, de una artista joven, bella, inteligente y muerta. Las circunstancias son las adecuadas. Es, por así decirlo, el curso natural del mito.”

¿Conectada a qué?

A toda la brujería del bosque sumido en la niebla primitiva, pero también al nuevo reino del material, la urbe, la creencia y el ideal modernos. La suya es una cultura de la promiscuidad, de la yuxtaposición de lo creíble con lo antiguo del enredo metafórico. Reina sobre esta otra selva de piedra y acero que si artificial, abusiva y heterogénea no es tan distinta de aquélla prodigiosa, mágica, natural y llena de misterios y oscuridades cuando el fuego y la pintura en la profundidad de la cueva.

Hace un uso heráldico de la composición: pero no importa el tejemaneje, las variantes múltiples que embrollen el primer modelo, el original. ¿Y si la cuerda no cae del modo debido? Pues que caiga de un modo indebido: importa la cuerda.

Antes se dejaría romper un brazo que “echar una de sus razones, por fútil que fuere, a los perros”. Se bate con argumentaciones de toda índole, y es temible. No deja el menor resquicio donde pueda colarse la controversia: una hipotaxis excluyente que te deja inerme y contra la que podrías darte de cabezadas hasta abrirte el cráneo.

1969: pero en todo momento ha huido como de la peste de las arengas de la vociferante Bella Abzug (dale la razón y sigue tu camino).

Aquella niña miraba al ojo de la cámara como viendo el futuro, como desentrañando del cristal brillante y negro los sucesos que iba a vivir, las personas que conocería, todas las imágenes del mañana que se escondían detrás de ese artilugio capaz de robar al tiempo una escena ya irrepetible y muerta pero tan auténtica y creíble como la niña que era y que en ese mismo instante aguardaba con la sonrisa en los labios aún inocentes el chasquido del disparador.

Veía luego las fotografías, lo fabricado en una décima de segundo por la cámara: de modo que eso era el tiempo, y eso era ella.

Un dibujo cabal del concepto.

Lo invertía: ese sonriente manchón blanco y negro y gris a duras penas expresaba la enorme complejidad que se escondía debajo de la falda, más allá de la carne, circulando invisible en los torrentes sanguíneos, subiendo y bajando entre los escollos de unos órganos y sustancias que alimentaban tan sólo lo visible, lo físico.

Ella era un millón de veces más difícil de dibujar que el “boceto” fotográfico que atestiguaba una apariencia sin duda fiel e inequívoca pero insulso.

Descubrió, entonces, la vacuidad de la representación: el pensamiento debería carecer de una forma predeterminada, incluso reconocible.

El pensamiento era el objeto.

Trabaja con una mano; la otra sostiene un sándwich de pollo que mordisquea de cuando en cuando.

Anot. (c. 2/1961): Ha leído el breakfast de Capote.

Pero ella nunca quiso ser Holly Golightly, falsa e inútil y es posible que completamente idiota.

Subrayó algunas frases (solíamos ir al bar de Joe Bell en la esquina de Lexington Avenue unas seis o siete veces al día, no para beber, o al menos no siempre, sino para telefonear…) y encuadró y además subrayó con tinta verde un pasaje: el rodeo que dan ella y el escritor en ciernes para evitar el zoológico con los animales enjaulados y que tan difícil de soportar le resulta a la chica.

¿Qué piensa del tipo que escribe?

Lee a Simenon. Eso ya es una garantía siendo un… novelista norteamericano.

¿Cómo puede un auténtico escritor interesarse por una chica que tiene un gato, toca la guitarra, pronuncia merde y se lava la cabeza sólo cuando hace sol? Además canta tonterías como viajar por las praderas del cielo y ripios semejantes.

Amigo, eso sólo ya vale por un montón de chicas aseadas y… tediosas que, sin duda ninguna, nunca se tomarán un par de “manhattans” seguidos ni tres cócteles de champaña sin desplomarse al suelo.

Qué tipo… Un enano que no vende nada de lo que escribe y encima tiene la indecencia de publicar en una revistucha universitaria que no tiene la menor intención de pagarle ni un centavo por su trabajo.

Ella no lo hubiera consentido, se rebela ante eso: es judía, respeta demasiado su trabajo.

(Cada día es una rebelión, chica.)

Al final, él vende dos cuentos y se queda con el gato. Aunque su poco talento aún da para mañas: ha reemplazado los rieles del travelling por una silla de ruedas.

Ella ahueca el ala.

Fin.

¿Conectada a qué?

A un tubo, a una bolsa con potingues destructores, a una bomba de oxígeno, a una terapia teatral.

La artista desfallece.

Acrecienta valores hasta ahora invisibles en su obra.

La artista se disuelve en un encogimiento tenebroso.

Pero de ella, de ese residuo, algo nace, criaturas inanimadas que llaman la atención.

¿Cuál es el valor del arte?

¿Qué vale una de tus obras?

El asunto no es baladí.

Y, sin embargo, existen unas reglas, un ordenamiento que fundamenta el justiprecio, esa plusvalía de la pasada confianza en algo nuevo y extraño y, en consecuencia, en aquel tiempo desnudo de referentes, proclive al riesgo, a la pérdida o al chasco humillante transcurridos los años. Quien fue valiente arriesgó. Es lícito, pues, recoger dividendos no sólo basados en lo meramente especulativo: un conjunto de ecuaciones y operaciones sensatas determinan el valor dinámico de las llamadas obras de arte más allá del sufrimiento, de la anécdota, de la biografía del artista con el estómago lleno o vacío.

Empieza el baile:

¿Cuál es la medida de su valor?

Tendremos que tasarlo: he ahí la solución que ha de devenir el mandamiento: contemplaremos la unidad de su medida, el conocimiento del mercado (para todo lo hay: hasta para el riñón del hombre enteco y pobre de Bombay, Dhaka o Bamako que sucumbe a la desesperación ante el hambre de los suyos y se vende a trozos), las variables posibles del valor y sus residuos fenoménicos, los procedimientos determinantes, empíricos y de otra índole para proceder con cordura.

¿De qué depende el valor? De quien tasa, de quien vende, de quien compra.

¿Existe una teoría del valor de la obra de arte? ¿Una vara ontológica, fenoménica o de otro orden sistemático?

Existe un valor de coste, de producción, de transformación, de capitalización…

Existe el precio, algo tangible y por lo demás definitorio: si alguien paga lo que se pide, aquél, el precio, deja de ser concepto y se transforma en entidad: en nuestros días el material (el dorado y la madera) que enmarca uno de los cuadros de Van Gogh vale más que en su época todos los metros de lienzo juntos que embadurnó el artista.

En cuanto a la plusvalía, si el mercado no falla: existe la oferta y existe la demanda: esto determina el valor de cualquier cosa: el bocadillo de atún, el cuadro o la estatua y un viaje en ferrocarril.

Y, ahora, respecto a la obra de arte, ¿podríamos hablar de los parámetros de orden cualitativo?

Querido amigo, una vez la contemporaneidad alejó de lo artístico la referencia de lo representacional, lo paradigmático y su posterior ponderación, nos hallamos en el País de las Maravillas de la mano de Alicia y su estrafalaria cohorte de divertidos y atrabiliarios personajes.

Sabemos lo que es una obra de arte contemporánea porque sabemos su precio sin que otras consideraciones canónicas nos distraigan de lo verdaderamente esencial: su sola contemplación sin instigaciones.

A rodar.

Hesse, ¿Qué hallamos en tus obras?

¿Sinceridad, emoción, poesía, sensibilidad, ingenio, inteligencia, sentimiento, perspicacia, clarividencia, trascendencia, cultura, estilo, personalidad, invención…? ¿Belleza? ¿Fealdad? ¿Estética?

Seven Poles:

Fibra de vidrio, polietileno, hilo de aluminio.

Nueva York, mayo de 1970.

Siete palos, erectos por la fibra de vidrio, viscosos por el polietileno, cuelgan desde lo alto sujetos por hilos de aluminio hasta caer sobre el suelo. Tienen, aunque vagamente, forma de “L”. Las texturas de la superficie son rugosas, de acabado irregular, casi toscas, se diría que indeterminadas y provocadas, más que por la manipulación de la artista, por el azar y lo casual advenido durante el proceso. Nada parece definitivo ni perfecto en esta obra de palmaria simplicidad compositiva y cuya irracionalidad aparencial no niega, por otra parte, íntimas y dolorosas correspondencias en la sencillez de su discurso con el sentir de la artista (moriría quince días después de darla por terminada).

Su compra, ¿genera desconfianza en esta primera hora? Su misma singularidad, burda y repelente, parece disuadir de la adquisición a cualquier coleccionista. En fin, otros guarecen caballos vivos en el interior de pulcras galerías de arte: nadie va a comprar ninguno de esos caballos a su “encantadora hijita Nancy en el día de su cumpleaños”.

¿Acaso es un objeto vendible?

(Por supuesto… si hablamos de dinero.)

Lo es si lo dictan los datos del mercado: éste hace asimilable todo tipo de magníficas extravagancias, sus apariencias, sus materiales, sus contenidos.

La tasación es el principio de su autenticidad, bondad artística y recorrido especulativo.

¿Puede ser falsificada la obra de arte moderna?

Hesse: cientos, miles de falsificaciones… no de sus obras, de la misma artista, de igual forma que existen diez o doce millones del hombre y artista Vincent van Gogh falsificados que andan por ahí con una paleta y una caja de tubos de pintura sin sufrir el sol del mediodía de julio, el estómago vacío, la humillación, la soledad de la noche… Sin firmar el contrato definitivo: la locura y el pistoletazo en el pecho. Y, encima, pobres diablos, pintan.

¿Cuánto tiempo supuso la realización de Seven Poles?

¿Medimos en horas?

¿Medimos en… espacio-tiempo?

Ella piensa; es decir, trabaja: imagina, elucubra, da rienda suelta a una imaginación cuyo producto siempre resulta arduo y fatigoso. Se impone, en consecuencia, remunerar esa actividad no por invisible menos determinante: las ocurrencias tienen un precio inexcusable.

¿Cuántas horas dedicó a una concepción que hasta su misma materialización sólo surgía de las mortificantes idas y venidas por un cerebro embaucador, atrapado y oscuro entre las paredes craneales?

¿Utilizó dibujos previos, bocetos anodinos, maquetas laboriosas?

¿Existieron consultas de otro tipo?

¿Se recabaron opiniones, pareceres, disidencias?

¿Hubieron de pasar muchos días durante la elección de los materiales? ¿Cuál fue el coste de su compra? ¿Se llevaron a cabo desplazamientos a lo largo y ancho del Bowery en su búsqueda? ¿Se reseñan gastos adicionales (la copa obligada en un encuentro casual, una comida de trabajo)?

¿Se registran imprevistos (la compra caprichosa estimulada por el escaparate vil durante las correrías)?

¿Se adquirieron instrumentos adecuados para la ejecución de la obra?

¿Se contrataron los servicios de algún profesional o taller especializados en tamaños menesteres?

Las perversiones artísticas no deberían andar lejos de una sexualidad liberada del tabú o la inmensa falsedad de una decencia que termina desexualizando al individuo. Una moral equivocada redujo al cuerpo a la mazmorra del miramiento cuando debió ser siempre un instrumento para el placer en alianza con un pensamiento libre y reflexivo.

Nada en el cuerpo es culpable. No hay pecado original. Y todo en el arte es sensualidad: una mujer artista vendió su virgo.

Nada en la creación fue susceptible de corrección: lo adaptable sólo exigía tiempo, nada había de predeterminación.

He aquí, por tanto, que un arte pródigo exige la desinhibición absoluta: un arte de los sentidos que no repugnara de lo racional, la emoción corregida por la regla llevada al paroxismo: ninguna regresión debería ser contemplada ante el vacío y la angustia de un cuerpo único y consciente, irrepetible, desnudo, vulnerable y finalmente destruido frente el mundo y su destino cósmico con fecha de caducidad.

En un arte Hesse, en una vida Hesse, la creación es libre, el cuerpo es libre. Los modelos son inexistentes, las reglas adánicas, sin dioses y regulaciones, sin el castigo o la pena.

El arte como campo de batalla: extraer del imaginario de lo desconocido la metáfora del mundo o del propio suceso de uno mismo (sus avatares y ganancias) a palo limpio.

La única locura en este arte sólo es la liberación, la rebelión mítica. Y ello conduce a la transformación, a lo provocativo, el retorno a lo instintivo en una nueva noche de los tiempos.

Ella, la taimada kibitzer, sobrevolando las realidades terrestres, entrometiéndose en mil historias, paralizándolas en forma de arte con materiales muertos, pronto putrefactos y, al cabo, disueltos en el polvo de la nada terrestre: era su misión.

Y, no obstante, existe un deseo órfico en ese heteróclito conjunto de obras, este diablo cojuelo que levanta los techos de lo visible ansía derrotar a la muerte mediante el subterfugio de la ilusión, de la magia dominguera del siglo XX que sucede y prolonga las tareas de Vermeer de Delft, Velázquez, Van Gogh y Picasso.

“Aunque, no se fíe”, previno. “Después del puñetazo en los ojos le querrán quitar la bolsa.”

Siempre van tras ella, los mercaderes de hombres: una religión llena de cepillos donde guardar a buen recaudo las monedas birladas a los otros.

Entretanto, la artista, con las mangas de la blusa arremangadas por encima del codo, la boca abierta y los ojos espabilados chapotea en la estética de la irrealidad, esculpe con la imaginación y labora con la disposición y el uso extravagantes frente a lo utilitario y funcional realistas. Lo estético riñe con correcto, aparta a manotazos aquellas de las ideas que puedan hermanarse con la geometría milenaria del orden cotidiano, la línea (el garabato imposible) platónico y equilibrado, pues el arte es la libertad absoluta de los sentidos, y ella, La Reina de lo Intuitivo, así lo cree, y en su mente libérrima baraja las cartas de Las Leyes al Tuntún.

¿Dónde está la razón?, se pregunta escéptica.

No se cree la razón.

En ese momento, ya tiene ganada la partida.

Respecto al Diario…, dijo.

Sólo salpicaduras, manchitas en las grandes hojas de los días, una ingenuidad bien que justificable a causa de lo extraño de ese terrorífico e inaceptable maridaje del pensamiento con el saco de huesos, vísceras y sangre que es el cuerpo: fábrica de traición, de dolor y de muerte.

Quizás no hablamos de una secuenciación íntima, sino éxtima, un diario de sucesos visibles y sufridos, el goce pero también la tortura del cuerpo, las humillaciones, la perplejidad ante la nada, la mueca difícilmente reprimible del miedo.

A fin de cuentas ¿qué es un diario? Sólo jirones, un sustitutivo incompleto de lo que vemos, pensamos y sentimos… El decorado y los adornos de un ego estúpido: estamos condenados a desaparecer y lo que dejamos atrás será nada más que antigualla o las cenizas patéticas de quien se creía la más bella del bosque: palabras probablemente mal escritas.

Cae la piedra: sueña: hacia arriba.

Un poema de Wallace Stevens. El cuento de Parker. El cuadro de Gorky. Los seres sombra de Giacometti.

En dos años: aprender francés, ducharme con agua fría siempre y mirar a los ojos de los demás mientras hablan en lugar de sus bocas de tenebrosa hondura.

Todo cabe en el Diario.

(Aunque no lo escriba; pero con la pluma en la mano, lo piensa.)

¡Y jamás una flor seca, de pétalos quemados y aplastados entre sus páginas!

¿Qué pasa si acaba el tiempo… sólo él, no las cosas ni la naturaleza, ni nosotros mismos?

Salinger: orígenes: un judío taciturno, quizás.

Una mancha: partir de ahí: empieza a hablar, pronto adopta su forma, se delinea, parece salir de la pared, ya es.

El viento de Nueva York: aúlla entre los edificios, zarandea los árboles… Un gemido interminable, enloquecedor, invisible…: amenazas, duelos, la crispación latente, el miedo soterrado que la furia del aire saca a la luz.

Ciudad agrietada que, al dejar escapar humos y vapores, nunca cesa de mostrar la vida oculta y misteriosa del subsuelo. Una Nueva York subterránea e inquietante.

Noviembre, por ejemplo.

11.11.1968: frío de veras.

15.11.1968: en el aire una ciénaga amarilla.

16.11.1968: la niebla atrapada en las copas de los árboles en Central Park.

17.11.1968: la luz, gris; luego, la lluvia cae suavemente y hace brillar las aceras, las chapas de los autos.

21.11.1968. Postal de C.A.: en tierras cálidas. Caligrafía en mayúsculas, bien claras, sin enlaces. No desea malentendidos. Curiosamente, al contrario que Sol: letra minúscula, enrevesada, despeñándose de las líneas, alzándose como las rayas de un electro, yendo de un lado para otro…

24.11.1968. A mediodía: nubes en el cielo, claroscuros, relieves. Una orografía marina.

Y la turbiedad del pensamiento a medianoche.

El jazz es una improvisación: una inconsciencia a la que el sonido, a despecho del instrumentista, termina organizando. Organiza el caos. (¿No querría yo hacer lo mismo en mi obra?).

El misterio es lo que no vemos. En el universo todo parece extremadamente sencillo. Sin misterios, pues todo acabará revelándose con el tiempo: como toda materia que al final no puede ocultarse a un examen. El sol, una estrella, sólo es una bola inmensa consumiéndose a sí misma. Es así de simple. En términos científicos: una combustión, convierte hidrógeno en helio en una reacción inconmensurable. Luego, se agota, enrojece, se hincha como un cadáver corrompido a punto de estallar y se apaga. No hay más. El misterio: ¿por qué? ¿a santo de qué? ¿dónde está la fábrica incesante de todo ello?

 Dibujo porque me gusta el silencio…

Anotar los sueños es estúpido, como crear recuerdos falsos.

En Rochefeller Center: Holden y ella: almas gemelas. Exactamente él. No puede ser otro. Patina con arrogancia, absorto en un vals que sólo él escucha. Un Huraño En Navidad. Una apariencia de huérfano con poderes sobrenaturales. Dudabas entre abofetearlo de inmediato o invitarlo a tu cama: ambos pensamientos le excitaban por igual a la chica solitaria en busca de los personajes de sus sueños.

¿Qué más?

Cuidado con ella, una persona llena de alarmas y sensores, de antenas hipersensibles que ante la sospecha de la menor contradicción hacia sus deseos, creencias e intereses suelta la lengua con la velocidad con que el áspid se lanza a morder.

Nunca más un diario.

Si acaso, las notas, una cronología de visiones fugaces de la mañana o la tarde, nada del pensamiento de la noche.

Joven y prometedor artista, rico y confiado: “Soy pintor”, dijo.

Lejos del sol:

su estudio es una estancia subterránea sin ventanas a la que se accede bajando una escalera de piedra desde la calle: Park Avenue con la 105.

Debajo de una estantería repleta de lujosos y grandes libros de arte: la réplica de un minibar (atestado de bebidas) como los instalados en las habitaciones del Algonquin… ¡Era pintor de caballete!  A otra cosa.

Como unas manos grandes que cogen al vuelo el muñeco que es él, le sacuden el polvo de la inocencia, a manotazos le libran de la capa pueblerina de su estupefacción, le agitan en el aire para que caigan al maldito suelo de una maldita vez los prejuicios y temores, las inseguridades, la convención y la extrañeza, y luego lo precipitan al interior pantagruélico de la Gotham Book Mart, le arrean un empujón como es debido, un patadón en el trasero y lo proyectan al interior de la Gran Pirámide Llena de Secretos Ocultos en decenas y decenas de cajas repletas de libros de segunda mano a 25 centavos cada uno mientras una voz en las alturas le insta a que encuentre lo que busca desde hace años y años (R. Yeats sonríe desdeñoso mientras le lanza directo a la cabeza el último libro todavía con olor a imprenta). Sal del sueño, mentecato… ¡despierta de una maldita vez!

La Hesse que buscas se halla entre tinieblas... es de tinieblas. Se deshará como el polvo entre tus manos su materia fantasmal.

Estruja el paquete de Pall Mall vacío mientras profiere una maldición.

Yo hubiera sido un triunfador, o al menos feliz, en aquella Nueva York de luz de gas, como en el París del XIX, azules y misteriosas capitales… No bajo esta maldita luz naranja desprovista de todo romanticismo de las lámparas de sodio.

Los sesenta: también empezaba a ser conocido como el tipo que dormía en los sofás: era limpio, cortés e interesante.

Un tipo curioso… etcétera.

“¿Sabes lo que significa Häagen-Dazs?”

La vista fija en la nada: la soledad de la calle ancha y gris bajo la lluvia en Queens. Inmovilizado por una atonía que poco bueno ha de traerle: la máquina de escribir se ha quedado sin cinta. Ve la calle mojada y sonora a pesar de los cristales sucios de la ventana. ¿Voluntad para qué?

Sobre una de las sillas: el libro de bolsillo muy usado del clásico portugués de siempre, de páginas amarillentas, que lee Jennie estos días.

Nesta frescura tal desembarcavam

Ja das naus os segundos Argonautas,

Onde pela floresta se deixabam

Andar as belas Deusas

outras, co’os arcos de ouro se fingiam

seguir os animais, que nao seguiam.

Hay un personaje negro que aletea a su alrededor. Nota su presencia, su sombra viscosa y densa, algo a su espalda, a los costados, por encima de su cabeza, al ritmo de sus piernas, latiendo con su corazón… Y a veces percibe su tacto, viola la piel suave. Pero él nunca deja de andar.

Encerrado en sus verjas imaginarias, El Hombre de los Parques se siente tan antiguo (pero sin historia) como el jardín de Bowling Sreet… ¡Y encima dando vueltas sin ton ni son!

En Ray: el premio gordo: un Harper’s de abril de 1949: Down at the Dinghy. El librero reprimiendo mal una sonrisa cómplice mira al sabueso durante unos instantes: ha husmeado a sus anchas, ha elegido su hueso. Aguarda el mejor momento para abandonar la librería, desaparecer en su cubil e hincarle el diente a gusto a esas páginas. ¡Que se alimente de eso!

(Y de galletas de jengibre.)

Era una mañana transparente y fresca en los inicios del otoño, de perfiles nítidos y líneas claras, como en las viñetas de una historieta infantil.

Todo debería ser diáfano. ¿A qué complicar las cosas? Es de día y es de noche… La Tierra gira sobre sí misma y rueda alrededor del sol. La Tierra es un planeta y el sol es una estrella. En el Universo hay muchos soles, miles de millones de ellos, y miles de millones de planetas que circulan en torno a ellos y que, probablemente, la mitad estén poblados por seres vivos (vaya uno a saber provistos de qué formas y en qué estado de evolución). El aire dorado que tan levemente le acaricia revela unos colores prístinos, como recién hechos, o fuera de la caverna, en el exterior donde pululan plácidamente los dioses. Pero…

El Hombre de los Parques lleva una sospechosa bolsa de papel en una mano y un par de libros en la otra. Camina ceñudo y pensativo. En su paleta interior la espátula de la lengua amarga ensuciaba los colores, su ánimo funeral y obsceno hacía de esa mañana algo turbio y graso, impuro.

Ha tomado asiento en Central Park, a la orilla de The Lake y puede ver sobresaliendo por encima de las copas de los árboles las crestas y algún pináculo de los edificios de la parte de Central Park West. Aparta a un lado el Hamsum y el Portable Faulkner de Cowley (bonita combinación). Durante unos instantes deja que los cálidos rayos del sol se viertan pacíficamente sobre su rostro alzado. Luego, baja la cabeza y detiene la mirada en sus botas de piel vuelta viajeras y a punto de arruinarse por completo, abre la bolsa de papel marrón y empieza a dar buena cuenta de bagels monstruosos rellenos de muy diferentes cremas y todas ellas muy nocivas y unos muffins claramente homicidas  a juzgar por su aspecto.

El cuadro se había roto en cuanto decidió entrar en El Parque Inocente donde los niños sueñan y juegan y la aperreada gente trabajadora de Manhattan corretea y haraganea bajo el sol los domingos y fiestas de guardar.

Era una mañana… sucia. (¿Pero te habría ido mejor de judío? A estas alturas irías por el mundo circuncidado como un beduino.)

Pasan los días: “Recuerda que eres mortal”, había adivinado este maestro del tres en raya en la lápida del cementerio Trinity.

Lo que me enternece de los tipos que se ganan la vida escribiendo es que ejercen un oficio que nadie les enseñó, y algunos de ellos hasta logran cautivarme por el modo en que lo hacen. (Yeats: 22-3-1987).

Ante la obra, el libro, la música:

“No nos ahorres peligros, pero sálvanos de todos ellos.”

Del cajón sale un manojo de pelos, un clavo maltrata uno de los lados: sugiere una violencia, y la tela sucia del suelo algo vicioso.

He ahí la obra.

Cuidado con el personal de la limpieza: ¡No Touch! ¡Achtung!

Otrosí: deterioro, los días que no pasan en balde. Y ya se sabe con los materiales modernos, tan pronto caducos: al contenedor.

Procedamos a su restauración meticulosa, deferente con las verdaderas intenciones de la artista prodigiosa dueña de la invención:

Un cajón de madera vacío (pino), unos cabellos (sin especificar), un clavo (heridor), un trapo (manchado).

Poca cosa. No será difícil su instauración. Con la fotografía en una mano, con la otra en un pispás erigimos otra vez la obra esencial del arte del siglo XXI.

Y es todo, nuevecito: pues nos libramos de reparar sargas (tan delicadas) o linos maltratados por la humedad y el descuido, salvarlo de repintes y revestimientos y/o barnices de poliéster, reentelados, feos grumos, indeseados abultamientos… Esta divertida restauración  nos exime de todos aquellos estudios previos que revelaran autoría y datación (maneras, estilo definido, firma escondida en algún ángulo oscuro de la tabla o el lienzo) por medio de tediosas macrofotografías, radiografías, reflectografías infrarrojas y el análisis concienzudo de los pigmentos y adherentes.

Un cajón, pelos, clavo, trapo. Para soporte de una idea, ya vale.

Sin firma de ninguna clase.

Esa fue la obra.

Esa es la restauración.

©HESSE,

Conceptos Intercambiables, 1971 (obra póstuma, la que más juego da).

Si ella hubiese sido rica… a lo mejor. En fin. ¿Pues no se producen todos los días milagros en alguno de los templos del Sloan-Ketterig?

Haber empezado por el principio. Haber pintado un cuadrito inmortal, imperecedero, inolvidable…, algo semejante a un poema capaz de enardecer multitudes y vaciarles sus bolsillos (si quieres hacerte rico, escribe para los pobres), unos versos a lo Emma Lazarus: … “¡Dadme al desamparado desecho/ de vuestras rebosantes playas!”, proclaman a los cuatro vientos las 30 toneladas de cobre oxidado al recibir, antorcha en mano, a los desheredados y parias de allende los mares que a duras penas alcanzan exhaustos la orilla.

Una razón de ser: he aquí los fundamentos:

Es, dijo uno (o una) con la copa en la mano, bañado/a por la irreal luz de los 100 vatios, rodeado/a de periodistas escépticos, espectadores y otras gentes de pelaje artístico y/o comercial. Ella ya estaba muerta. Deambula el Testigo entre los figurantes de la plástica necrofilia. La exposición escatológica, por ejemplo: Eva Hesse: A Memorial Exhibition (Solomon R. Guggenheim, Nueva York, 1972.)

En realidad (es decir, en cierto modo, lo que parece, lo evidente…) es que la artista se halla por encima del Objectum. Digamos que el Subjectum sustancia la morfología de esa biología pensante en forma de trastos: dirige la construcción/disposición matérica en todo momento (diga lo que diga ella para marear la perdiz), el fundamentum de estas esforzadas maniobras es el sujeto, espectador/quien contempla, a su cerebro va proyectada la bala: la obra es el Mac Guffin. La eidos que esconde la turbamulta del objeto, lo efímero, es su verdadero arte inmortal.

En el fondo, no es nada romántica.

No va pintada, a pesar de ser bonita: otro gimmick.

Es una lógica, le aterra lo inductivo.

Duda: dilemas: trilemas. Todo es un enigma. Incluso los sentidos lo son. Si se ve ella misma, se aterra de su poquedad, de lo azaroso de su existencia: ¿podría trasladar su pequeñez criminal a lo universal? ¿Su obra es el testimonio de una experiencia particular?

Más a gusto se siente lejos de la heurística y laborando inmersa en algún proceso lógico.

La Hesse deductiva hurga y roba del mundo para amontonar su pequeño castillo de arena: sigue siendo la misma niña de Coney Island que vigilaba con el cubito azul y la pala roja en las manos artesanas que nadie pisoteara las almenas de su castillo de arena dorado por el sol de la playa y acariciado por la brisa.

Y, sin embargo, el azar…

Todo es la realidad del mundo. Por mínima que ella sea, es un apéndice irrebatible de él.

Albers, dios encorbatado y pulcro de la razón, acompañaba a Hesse a la puerta guardando todos los miramientos, a pesar de su repugnancia por lo altisonante y desbarajustado de la obra en ciernes de la artista condenada. Cerraba el docto profesor y artista meticuloso tras de ellos con siete llaves el despacho tutorial rebosante de libros, mesura y ordenadas geometrías coloristas enmarcadas: “Hágame caso”, dictaminaba, “no se deje embaucar por la mera eufonía del caos, nada de ese desorden debería complacernos… Es una trampa saducea.”

Lo decía él, que a la misma edad que ella contaba ahora, de estudiante pobretón por Weimar, recorría las calles y basureros con una mochila al hombro y un martillo en la mano en busca de cristales que romper; lo decía él, aprendiz descuidado de Moholy-Nagy, y más tarde, poniendo tierra por medio entre los nazis y él, oscuro profesor del Black Mountain College, en lo más rural y boquiabierto de USA, hasta que recaló en Yale y se dio de bruces con estudiantes-Hesse, afanosas de lo por venir.

Cobardón a ella se lo decía, a ella temeraria que sentía las células revoltosas y rebeldes de su cerebro en plena correría, de aquí a acullá asesinándola, aprendizas de saltimbanqui criminal.

Desde lo alto del magisterio impecable, la corrección y la frialdad del sacerdocio edificante, encubierto por la discreción acusadora, la mira con pena mientras ella desciende al abismo de la entropía por derecho propio, rauda como el brillo del cuchillo.

El hombre respira teoría, cientifismo. La suya es una razón bien desvelada, nada de sueños ni de monstruos: la mente sabia, el ojo alerta, la camisa bien planchada, todo bien programado, lejos del chafarrinón.

Ella bajaría al infierno de las analogías, del símil indescifrable por la hondura de sus raíces. Perfecto juguete para el ajedrecista Duchamp.

Manoteaba en las olas del caos. (Pero es el caos el que nos mantiene erguidos, complejos, dinámicos…)

¿Pero cómo diablos llegar a conocer esta ciudad?

Hazte con la AIA.

Un día, harto de la escoria, de no verla ni siquiera entre las ruinas del óxido, renuncia a seguir buscándola y coge un taxi junto la terminal de autobuses en Port Authority, casi en el fin del mundo. Son las seis de la mañana. Aún no ha amanecido, pero ya se vislumbra algún jirón gris por encima del río, mirando a Brooklyn. Le dice al tipo maloliente y sin afeitar que conduce con infinito cansancio que le lleve a Central Park. Una carrera limpia, recta, sin tráfico a esta hora temprana y fea. La Sexta Avenida, Rockefeller Center… sólo sombras sobre las aceras, luces rojas vertiginosas, luces amarillas y blancas en la gélida hora de un amanecer que, acerado, se afila como una cuchilla frente al nuevo día.

Y amanece poco a poco, aviesamente. Tumbado sobre la hierba fría, inhóspita.

Dejará que los rayos del sol, si es que vuelve de veras, le infundan calor durante toda la mañana.

Está en espera expectante, como los cuáqueros.

Las doce. Mediodía. Ya hace mucho rato que la luz benéfica lo ha invadido todo. La hora de la hamburguesa y la pizza, la mostaza y la salsa de tomate, el Martini prohibido o la copa de bourbon pecadora. Vuelve al sur. Hace cola tras una docena de oficinistas y mecanógrafas en un puesto de perritos calientes en la esquina de la calle 38… pero el carro, con sombrilla azul y anaranjada, está abandonado, al vendedor no se le ve por ninguna parte. Ni él ni nadie se mueve de la cola bajo los grandes árboles de mayo: mientras esperan, sienten sobre la piel la caricia de una brisa marina y cálida que les hace entornar los ojos.

En algún lugar de la isla, se encuentra ella. No puede escapar. Acorralada por una maldición que no entiende. 

Es una bracera del alma, ahonda en esa porción de amalgamas y yuxtaposiciones de lo que no se ve y que es imposible representar con la sombra y la silueta platónicas. Y el crisol de donde extrae la leyenda humea dolorosos venenos:

Hela  ahí, en El Taller Prodigioso, con el hábito pringoso de las revelaciones.

Extrae la pócima sacrílega, reta a lo desconocido, blande la espada contra los más formidables enemigos de la convención y el plagio en pos de la piedra filosofal de lo extraordinario, lo oculto, lo real lejos de la mimesis.

¿Qué otra cosa podía hacer? Su lenguaje es el de una Eva recién despertada aún con legañas en los ojos, maravillada por un paraíso donde a todo había que ponerle nombre, todavía todo coloreándose, sin olor...

Sabe lo que le espera: “Por Dios, que no sea demasiado rápido. Sólo quiero un poco más de tiempo…”

Ni hablar. Ya sabes cómo se las gasta Yahvé el Iracundo: a cuchillo, a sangre y fuego celebra degollinas, se complace en carnicerías y mil sacrificios, quema su cólera la pobre piel humana de niños y mayores, por no adorarle, por no postrarse de hinojos frente a él, el Sapientísimo, el Único, el Hacedor de Todas las Cosas:

“¡Tú, ángel negro, espíritu desafiador, príncipe de las tinieblas, enemigo de principiados, criatura caída, ¿pretendes corregir las formas de mi mundo, el espejismo de mi ideal, mala bestia del averno?!”, le brama al oído ensordeciéndola.

No hay compasión: sólo eres un ser humano, otro más, ninguna prevalencia calculamos en la hora de la muerte. No importa lo que hayas hecho o vayas a hacer, el día no se detendrá ni acelerará su curso: eres solamente otra, una más: mira atrás, todos los miles de millones de muertos, no eres nada distinta a aquellos experimentos que a lo largo del tiempo devinieron fracaso o fortuna en la ciega naturaleza…

Desde la cama entre miedos y delirios, sumida en otra pubescencia, donde las aviesas e implacables aguadas de Arthur Rackham que enriquecieran tantos sueños y desvelos allá en los años infantiles han sido sustituidas por el terror concreto y físico debido a la cruel finitud que entraña la dolencia que le ha tocado en suerte, imparte instrucciones a dos de sus pasados acólitos del verde, hermoso y venerable Yale, donde ella nunca volverá a poner los pies, y con su sola mente y el auxilio de los ojos enhebra la obra prometeica como una Aracne que ya desafiara desdeñosa y altiva a todos los dioses, perpetra la sin par rebelión del ángel caído contra la vaciedad de lo reiterativo y adocenado de un dios aburrido de sus propias imitaciones, figuraciones, plagios...