¿Qué clase de discípulos son esos dos?
Unos autómatas
solícitos, obedientes y perplejos, tal vez asustados de la pantomima dramática
que se desarrolla ante ellos a tenor de los débiles mandamientos de la yacente.
Son como farsantes en
el estudio, marionetas accionadas en una maniobra genial que para ellos no debe
tener ni pies ni cabeza.
Son actuantes en el
asombro constante.
Desde su lecho de
enferma, les instruye cómo construir
en la realidad exterior y material la obra en su cabeza.
Sólo son unas manos que
no entienden nada de su vuelo en el espacio, simples movimientos, ni siquiera
disponen la horizontal o la vertical, incapaces de vislumbrar los puntos
axiales de la configuración misteriosa, de comprender la manipulación o el orden filosofal, nada saben de lo que
bulle en el cerebro maltrecho pero todavía incólume, razonador, de la moribunda
sedente. Ellos sólo son… unos artesanos que cual falsos dioses distribuyen y
combinan por decreto recibido.
Estrujan entre sus
dedos la materia gris del genio, la masa encefálica, el bollo de los sesos
levemente violáceo por la sangre. De las manos de estos secuaces aplicados sale
a borbotones la sentencia de ella traducida en estructuras amorfas, un discurso
infatigable que procura ordenamientos en el aire a través de materiales y
objetos, describe las ocurrencias y suplantaciones, los terrores de la última
hora, y quizá ya la antiforma primera del otro mundo de la nada: una oscura
sinergia de elementos contrapuestos (razón, azar, incredulidad, miedo) convoca
el debido escenario para el espectáculo del siglo XXI, lo valida de fundamentos
y acciones no del todo inmediatas.
Quien mueve los hilos
sabe, calla sus razones (aun inescrutables):
El tiempo conformará
lo invisible, le dará nombre, le otorgará parecidos.
Esta obra es un
pensamiento que elude lo cotidiano. Se alza sobre reflexiones, no decora lo
trivial, significa lo innombrable y, en consecuencia, repudia la analogía y la
grosera evidencia. La forma sólo es una resultante ineludible de su previa
existencia mental, el mensaje repudia la proclama y lo prosódico, la sintaxis
del fácil reconocimiento, pues sólo la carne, la sangre, la piel son visibles
más allá de la hondura y lo desconocido que esconden, dijo.
¿Ah, sí?
Forma parte de la
estilística de su tiempo, el éter invisible que cual hilo mágico e
imperceptible coordinase una trama magnífica y colectiva que soterradamente
identifica cualesquiera de las manifestaciones artísticas de su época. Hay un
estilo Hesse porque existe un Estilo de su Época que, sibilinamente, guía el
espíritu y la forma de su particular propuesta, nos empuja a hacer lo que hacemos: somos un producto del tiempo que
nos ha tocado vivir.
Y, así, eran las épocas, resume el historiador,
el memorialista, el cronista.
Ante su obra: no
extraña, se dice convencido: la lingua
franca de los tiempos.
La Lippard, remedando
a Hauser, señala en uno de sus premonitorios escritos que “podía entreverse la
aparición de ciertas ideas que flotaban en el aire de manera espontánea…”
En el 68, sabes, las
cosas estaban a punto. Todo podía empezar.
No me vengas con el
rollo de lo político. Si no dicto yo las leyes, me la trae al fresco elegir a
otros que las instauren por mí.
De ninguna manera:
hablamos de artistas americanos: tres generaciones atrás todos huelen a patata,
a ropa podrida o a pezuña del diablo, a aquella Europa miserable y negra que
dejaban atrás apiñados en barcos hediondos.
¿Políticamente? Bien,
en la primavera del 68, como si tal cosa, llevaba bajo el brazo un ejemplar de Art International, el número de febrero,
pongamos por caso. Lucy (Lippard) había colado en sus páginas una sugerente
reflexión: todos los artistas de ese tiempo, sin conocerse ni haber examinado
sus obras unos de otros recíprocamente, aislados, desconectados entre sí, se
hallaban en una onda similar de arte, como si partieran de las mismas fuentes
sólo para rebatirlas con su trabajo: todos ellos obtenían resultados similares
a nivel conceptual… Y se hallaban separados por cientos de millas unos de
otros, Nueva York, Los Angeles, París…
Para ese viaje no se
necesitaban alforjas. Hauser: incluso en los garabatos de un niño, la estilística de su época se aleja de lo
precedente, lo define actual.
Y Ortega: “Las
diversas épocas tienen distinto querer.”
En 1968 la niña nos ha
salido profesora.
School
of Visual Arts.
¿Qué les enseña? A inmiscuirse en lo
desconocido: en esa región la tierra está viva y es pródiga. No hay que abrirse
paso a machetazos, pero mantén los ojos bien abiertos y, cuando menos lo
esperes, lo nuevo ha sido posible, así que agárralo por el pescuezo y no lo
sueltes, es ahí donde trabaja el genio.
Genio.
(Del lat. genĭus).1. m. Índole o condición según
la cual obra alguien comúnmente. Es de
genio apacible. 2. m. Disposición ocasional del ánimo por la cual este se
manifiesta alegre, áspero o desabrido. 3. m. Mal carácter, temperamento
difícil. 4. m. Capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas
nuevas y admirables. 5. m. Persona dotada de esta facultad. Calderón es un genio.6. m. Índole o
condición peculiar de algunas cosas. El
genio de la lengua. 7. m. carácter (firmeza y energía). 8. m. En la
gentilidad, cada una de ciertas deidades menores, tutelares o enemigas. 9. m.
Ser fabuloso con figura humana, que interviene en cuentos y leyendas
orientales. El genio de la lámpara de Aladino. 10. m. En las artes, ángel o figura
que se coloca al lado de una divinidad, o para representar una alegoría.
Barroca, elegante, profunda… Tiene el neceser
repleto de perfumes, esmaltes, cremas, lacas, barras de labios (hierros y metales,
plásticos, resinas…): pero al final, lo que de veras importa es el estilo. Y
olvídate de tu culo. No importa cómo lo muevas.
Y, en efecto, La Gran
Artista Parlanchina ha de explicarse. No lo deseaba, pero…
La obra habla por sí
sola, ¿no?
No.
Caramba…
(¿Dónde está el
modelo?).
(¿Qué técnica la
avala?).
(¿Puedo reconocerme en
ella?)
(¿Qué referencias me
indican la bondad de su ejecución?):
Inquiere el escéptico
que… ¡en tantos retratos de Velázquez, Rembrandt y Goya termina por
reconocerse! ¡Y en los azules de Veermer se descubre! ¡Y hasta en tantos
paisajes del Medievo! ¡En tantas pinceladas aún reconocibles, figurables, de los fauves! ¡Reconocerse…! ¿Qué te parece? ¡Pero si hasta en los
retratos al óleo lo que de verdad asoma es… el rostro del propio pintor en
lugar del retratado!
-Veamos, Hesse, ¿cómo
está construido tan caro juguete?
-Es indigno
explicarse.
-Sólo unas palabras.
-Esa es curiosidad
malsana, se desdeña lo que no se comprende. Me niego a secundar el juego.
-Unas palabritas para
la posteridad…
-No tengo por qué
justificar nada de nada en mi obra. Es, y punto.
-¿Por qué se dobla esa
cuerda a la izquierda? ¿Por qué no dobla a la derecha?
-Porque esa
contingencia carece de importancia. Podría doblarse perfectamente a la derecha.
Pero se dobla a la izquierda. Quizás en la próxima obra, amigo de lo
desdeñable, haya más suerte.
¿Por qué ese tubo se
apoya en el suelo y no en la pared?
Porque sólo es un
tubo.
¿Por qué la gasa
abruma lo escrito?
Es un simple pedazo de
seda manchada sobre la página de un libro que recogí de la basura. No importan
las leyendas.
Bonito almacén el tuyo
de donde entresacar la réplica al mármol griego.
Comprueba si ese
edificio de 50 plantas, el MetLife, es una copia moderna del Campanile de
Venecia…
Efectivamente, es una
copia moderna del Campanile de Venecia.
Han llegado los días
de la suerte.
Con Ray: un par de
ejemplares de The Double Dealer de
1927 con textos de Hart Crane y un poema del ”joven Faulkner”. Posiblemente los
últimos números de la revista de Nueva Orleans, que ya no volvería a aparecer
en 1928.
Y otra tarde: Taps at Reveille (1935): lejos de
insidiosa censura y ligereza impuestas a Fitzgerald por sus paganos.
“El tipo escribió
cerca de 200 relatos además de las novelas: más de medio millón de dólares, y
moriría casi arruinado antes de los cincuenta.”
En esa parte de
Queens, que fue “un montón de cenizas”, verás amable la Tierra de 35 metros de
altura (y una Nueva York a los pies).
Corrige a Dios: crear
el arte nuevo, adánico, sin modelo, mirar a la oscuridad o a la luz escondida
dentro de sí, y con los ojos bien abiertos.
Su barro inerte sin
hechuras humanas.
Descripción de una
lucha:
Delgadas láminas de
material orgánico se mueven al compás del viento, los leves zarandeos provocan
diversos estados en su forma, es lo aleatorio el principal factor del juego
artístico, el que niega el principio de validez inmutable de lo escultórico: la
piedra, la estatua incólume de Miguel
Angel se mueve, se dobla y cambia de postura para desentumecerse, deshacerse,
abstraerse de la forma, componerse de trastos, y finalmente resuelve por sí
sola la infinita combinatoria formal recreada de mil pedazos distintos: lo que es es lo que ves.
Comprendo. La belleza es.
No hablamos de belleza, al menos en el sentido
convencional de la acepción.
Hesse, eres
literatura: una obra como una colección de tableaux
diversos en la gran mesa del ingenio y la improvisación, alterables,
intercambiables. Ninguna regla prevalece en su ordenamiento, pues su
disposición obedece a un alumbramiento sin fórceps ni medicinas preventivas, y
fue la gestación el fluido constante de un pensamiento sin trabas mientras,
como si tal cosa:
se duerme,
se sueña,
se fornica,
se anda por las
calles,
se come con una amiga,
se asiste a una obra
de teatro off-Broadway,
se adquiere un libro
de segunda mano (que resulta ser una joya bibliográfica) en The Green Train,
se contempla extasiada
fragmentos inexplorados de cuadros en el Whitney,
se admira catástrofes
en el museo de los monstruos de Queens,
se pasea inspirada a
lo largo y ancho de Great Lawn, en
Central Park, recordando viejas canciones de los años cincuenta,
se deambula (¡de
nuevo!) por Coney Island, bajo un sol de oro y un mar de tópica turquesa,
está una sentada en la
butaca afelpada de un cine de la calle 42,
está una oculta en el
río primaveral e incesante de personas de la calle 23 a las 18 p.m.,
está una, sucia y
cansada de la noche de julio, bajo la marquesina de Birdland a las cinco de la
madrugada viendo salir a los jazzmen
exhaustos,
está una en silencio,
absorta en el círculo de su sangre, aferrada al crepúsculo lluvioso de
noviembre,
está una, lúcidamente,
quieta,
está muda,
se cree invisible (pasará de largo),
está una frente al
puente de Brooklyn y recuerda la vida y la obra de aquellos dos poetas que
fueron el vate de barba blanca y el suicida que miraba al Sur,
está una cansada,
reniega de Dios,
arroja otra creación
al mundo como quien lanza una piedra a sus enemigos,
tiene miedo
y cae moribunda,
cierra los ojos
y está muerta.
“Ya te enseñaré yo a
ti a hacer cosas incomprensibles, deicida.”
La muñeca se nos
rompe, y abajo se viene sin estrépito.
Murió joven esta
Hesse.
De ella pocas máscaras
hemos alcanzado a contemplar. En cierto modo, se libra (y nos libra) de la
caricatura de los años, de las otras máscaras sórdidas de la vejez temprana, de
la infame vejez dilatada, del rostro erosionado por el tiempo, las mentiras,
los trueques, la vanidad, las infamias. Nos hurta esa muerte de los ojos
humillados por las traiciones, por las mudanzas siniestras del carácter, la
ambición o el desaliento, nos libra (y se libra) del miedo, del silencio de los
viejos, del viejo Samuel de quien aún pudo tener idea de su existencia y que,
mira por donde, quién lo iba a decir, hasta consiguió influir en su obra.
Hombre de los Parques…
Procura disimularlo,
pero arrastra los pies.
Le ven venir.
Los ojos grises y
polvorientos de todos esos dan miedo:
“El sol, tan amarillo,
ahora plateaba sobre el césped…” (Cuadernos
Encontrados en un Parque).
(Buscaba el gato de
piedra por East Dr.: buscaba jugar un ratito con alguien de su especie y
material.)
-¿Y ése?
-No es nadie. Ni
siquiera me acuerdo cómo se llama. El desgraciado aprovecha los vernissages para llenarse la tripa y no
desplomarse desfallecido al suelo antes del amanecer.
(Eso lo dijo un tipo
que descendía no más de dos generaciones atrás de otro tipo muerto de hambre
con un hatillo al hombro al que nada más poner el pie en Ellis Island le
cambiaron el nombre por impronunciable.)
Pero la quiere… ¡la
quiere tanto!
Reúne sus ahorros, se
ajusta el pantalón a la cintura... yergue la cabeza altivo por Diamond District
hasta dar con el más bonito anillo de pedida de latón…
Ya en casa: lo empaña
con el aliento, lo frota con un paño, cada vez brilla más…
¡Precioso!
(-A fin de cuentas,
¿Qué vale Nueva York?
-24 dólares.)
Observa con arrobo la
fotografía de… ¡una de sus obras!
“Esto no es una
metamorfosis; esto, no cabe duda, es una transmutación, y nada tiene de
humano…”
Ella le tiende la
mano:
Monsieur Samuel
Beckett, adelante.
Es decir, hacia atrás.
Como despedazando la
realidad.
Hay algo de perverso
wittgensteiniano en esta imposibilidad de comunicarse.
Comunicarse además…
¿Para qué?
Hace trizas el
andamiaje embaucador: nunca sabrás nada de nada. Sólo son palabras que dibujan tu
confusión, la deposición química de un cerebro ahíto de alimento.
Ni siquiera has
cambiado: en los mil personajes que has sido tan sólo eres en uno, y no
importan los farsantes de detrás, ni las máscaras sucesivas del futuro, si es
que lo tienes.
Si eras múltiple, la
reducción te condena a uno. No modificas el pretérito, no has de mejorar el
descendiente.
Eres silencio: por la
boca únicamente salen ruidos. Porquería que el aire provoca de tus gases.
Este hombre es un
asilo de viejos clarividentes, coléricos, charlatanes porque aman, sobre todo,
el silencio. A la mayoría de sus camaradas en la decrepitud se les escurre la
baba de la boca mientras mantienen los ojos entornados. Estos tipos huérfanos a
traición son capaces sin venir a cuento de hablar de su madre a todas horas,
muerta hace mil años. En la forma son espantapájaros que sólo asustan a los
niños: una ruina encerrada entre cuatro paredes blancas y que gente a la que se
les paga puntualmente procuran tener aseada y quieta y sin restos de excrementos
durante todo el día. En el fondo son viejos desmenuzados, mutilados de su
propia alma, carcasas, trastos a punto de desmoronarse, si es que no yacen ya
en el sucio suelo con el fin de fastidiar y burlarse de los vigilantes.
Manicomios ambulantes,
cada uno de ellos alberga decenas de personajes: el desfile inmisericorde de
todos aquellos que uno ha sido a lo largo de las diversas fases de su
existencia hasta acabar en manos mercenarias o piadosas que se cuidan de la
mugre. Uno, al fin:
Al asilo o al hospital
de caridades.
Huesos como cuchillas,
la piel muerta. La mirada vacía desentrañando los sótanos del pasado.
Y cuando abren los
ojos les invade un asombro infantil: pegado todo el santo día a la ventana con
las manos sucias de pecados sobre el regazo, viendo el mundo en el verde
resplandeciente de la hoja mojada por la lluvia, en las nubes que pasan (no les
gusta nada este lugar), hasta en la grisura de los cristales sucios de la
prisión para viejos.
Es una poética de la
precariedad, del sinsentido.
Este viejo es un abrigo viejo, viejísimo, un
viejazo deshilachado, un vejestorio roto por mil costuras, un viejorro
repugnante de mil olores, polvoriento de mil caminos arrastrando los pies sin
detenerse un momento. Tras sus gestos y risas de cotolengo se esconde un
auténtico genio del desperdicio y las sobras, de las palabras difíciles y una
podredumbre muy adecuada. Su saliva es un veneno.
Les imanta a los viejos la escatología, el
anacoluto, la teología y la disciplina insensata a que obliga el vacío.
En su vida de
caminante infatigable y desértico cuelga en bandolera un bolso más viejo aún
que todo aquello, y en el interior nauseabundo hallamos trozos de pan duro, un
pedazo de queso mohoso, un vaso de plástico, una novela policíaca barata y
arrugada comprada en un quiosco, una navaja mellada, periódicos atrasados de
hace veinte años, un bolígrafo con la tinta seca, una cédula de identidad
ilegible, un par de guijarros, un papel en blanco, un pedazo de cuerda “con la
que poder ahorcarse un día no demasiado lejano”… que nunca llega, pues “la
clave de la vida es el sufrimiento”.
Incólume a los
desastres naturales.
Refractario a los
males de la estupidez.
Hasta que se
convierten en negras cenizas parlantes.
Y toda humanidad es un
ruido, un río seco pedregoso.
¿Hay algo más allá del
yo y el objeto?
Y aunque lo hubiera,
¿cómo podría demostrarse?
¿Y para qué
demostrarlo?
Es arte: lo tomas o lo
dejas.
Da dos pasos y holla
la nieve, anda bajo la lluvia oscura, camina al amanecer gélido de un día
cualquiera, pero no se mueve ni adelante ni atrás. Y a los lados sólo se
encuentra el abismo sobre el que pende su figura de alambre encima de la
cuerda.
No sabe cómo se llama.
Pero si lo supiera, no
le serviría de nada. Es una convención como otra cualquiera en el mundo de los
protocolos vanos. Uno siempre termina escondiéndose en el nombre, como si eso
tuviera importancia, o al menos fuese una especie de escudo para protegerle del
terrible cosmos, el desdén de los otros y la carcajada animal.
Tampoco sabe adónde
va, y laberínticos circunloquios dominan sus pensamientos.
Los días ya no se llaman, las horas ya no se cuentan.
Sobre todo le gustan
las piedras redondas y pulidas por el agua y el viento, el horizonte desierto,
el firmamento rozando la tierra dura y árida, las noches largas, lentísimas, de
silencio tortuoso.
Es una silueta larga y
delgada recortada sobre el cielo gris de la ruina.
Inquietante la
conjunción de ambos que tu obra remeda. ¿Sabías, beckettiana, que tu labor
ronda lo estrafalario de este ser de lejanías?
El hombre espera en
absoluto desvalimiento: soliloquios, perversas fijaciones mentales. Un ser
cruel y hasta depravado para sí mismo.
Es un suicida que
piensa demasiado, no termina de desprender la costra del pensamiento del
aullido de su condición animal, de la carcajada libre y espontánea de bicho de
la selva:
Insiste en poner
nombre a las cosas, a las imágenes, se
obliga a pensar.
Pero ya ha renunciado
a los demás, a sus chácharas y explicaciones ordenadas e inútiles: se sostiene
a sí mismo con las pinzas de la lucidez más inofensiva: un monólogo interior
que arrecia a medida que se acrecienta su misantropía y el desprecio a una
sintaxis de vida convencional.
Y, por favor, nada de
dioses. Piensa hacia abajo.
Desafía un
agnosticismo hacia todo y hacia todos. Nada espera de nadie. Que nadie espere
nada de él.
Dioses…Aunque, ¿y si
son éstos, aunque inventados como la magia y el rito, el único medio para
expresar nuestra conciencia, conocer los asuntos del alma tan encerrada como
está, entregarse con algún sentido a la elucubración irrefrenable de la mente
liberada del cuerpo y su putrefacción?
El espíritu de un
viejo que ya no puede hablar y apenas dar dos pasos sin ahogarse, sordo a los
dioses, escondido entre harapos, casi irreconocible como ser humano, eso es lo
que aún reviste la carne.
Sí, un poco de
mitología, como un vaso de vino griego o el sol romano, no hace mal a nadie…
Entre tanta
escombrera…
Es fácil sentirse
identificado con ese sentimiento de desnudez, de indefensión ante el absurdo o
la pena.
Un arte ecuménico,
dijo ella, que a diferencia de esos viejos terminales y degradados y mudos
aunque de extremada clarividencia, tenía salud, dinero y energía y se creía
inmortal, es decir, iba a ser joven hasta el fin del mundo. Era en ese tiempo
memorable que desentrañaba la sintaxis del disparate existencial y su museo de
objetos (y el organismo vivo que era ella), inmune al desaliento y la duda. Una
examinadora de interiores.
Pero el suceso
biológico es mucho más sencillo cuando todo, con naturalidad, ha quedado atrás
y ahora la artista parte hacia el lugar de donde vino con las mismas manos
vacías.
Ahora lo sabe. El sol
y la lluvia y la tierra y el aire: eso era ella, lo que ha sido siempre, lo que
será cuando sus cenizas sean esparcidas. Elementos inmutables a pesar del
tiempo y las catástrofes. Algo tan sencillo y rotundo… (y buscaba con
dificultad un segundo calificativo, una nueva acepción definitiva cuando la
verdad de todo es que todo es nada). Quería la complicación, lo que no se
entiende.
¿Y él? El Gran
Beckett…
Por encima de los
ochenta años ya no se necesita dormir, la comida da un poco de asco, los
objetos inspiran desgana, los planes una sonrisa displicente y los demás y sus
opiniones no importan un ardite. Incluso un premio nobel de literatura resulta
un fastidio inconmensurable de sobrellevar.
Tan categórico,
agoniza en un asilo: “Ay, que todo termine.”
Será el silencio.
Regala dinero. Vuelve
a ser pobre: escribe (esa clase de indigencia), escribe, pero sólo palabras.
Hemos asesinado al sentido.
“Un hombre de pie
sobre arenas movedizas.”
Murió escribiendo
garabatos sobre una destartalada mesa de bridge, en una habitación con la
puerta abierta a través de la cual atisbaban un montón de viejos como él,
mocosos y medio locos, abandonados en manos ajenas.
Fracasa, fracasa otra vez, fracasa mejor.
“Y no vuelvas”,
conminaba el hombre primitivo en el albor del tiempo y las desgracias, sabio en
temores, precavido: primero se despieza el cuerpo; luego, se le quema, y, por
último, se dispersan las cenizas con el viento. Eso era innecesario, pero era
en la noche oscura del alma primitiva, cuando todo aún era creíble, reciente y
se profesaba temor a los muertos.
“Ya en las tinieblas,
ni se te ocurra volver”.
Porque lo malo de un
muerto es su espíritu. No hay modo de acabar con él: en forma de palabra, de
pintura, de recuerdo, y no digamos ya fotografiado en un trozo de papel… Ahí
siguen a perpetuidad. Perviven ladinamente. Aletean sobre la tierra y las aguas
en pos de la venganza. Pues es sabido que los muertos guardan un gran rencor a
los vivos. Hasta que uno mismo desaparece: entonces desaparece todo, al menos
desde el punto de vista del ser vivo, que comprueba fácilmente, bien asentados
sus pies sobre la tierra, que ningún muerto vuelve a por sus cosas (un reloj de
pulsera, la billetera, las llaves del coche), ni tampoco vuelve a encender o
apagar una luz, a terminar de un bocado la hamburguesa o el hot dog, jamás vuelve a salir a la luz
del sol desde los túneles del metro, a sacar de casa la bolsa con la basura del
día, y nunca acabará de leer la última página del periódico... de ayer.
En fin. El anecdotario
no da para más.
Tan demostrable, a
despecho de las filosofías disipadoras (¿o eran “disolventes”?).
Libre de la materia,
asimismo: que lo material y físico puedan ser repuestos mil y una veces, mas no
aquel concepto primero que fue origen de
la obra.
Creaba más la
necesidad de obrar que ejercía el arte. Meditaba.
Ella se proyectaba en
su obra: la descomposición… o la armadura vacía de lo que los cirujanos
sabihondos han dado en llamar “el fantasma de la máquina”.
A fin de cuentas, el producto artístico es lo residual, el
trasto, el feto del espíritu.
E inyectaba el aire de
la verdad, el de sus pulmones atenazados ya por la muerte (sin que ella lo
supiera), en el fantástico globo de la superchería mercantil post mortal que terminaba hinchándose
hasta alcanzar los dos millones de dólares la unidad (en un pack completo: instrucciones para su
ensamblaje, aglutinantes y pegamentos, herramientas y las piezas, cada una por separado).
Y, ahora, tres
millones de dólares, cuatro millones de dólares... Así que, a espabilarse.
Una rayita, o dos, o
tres, en un papel cuadriculado colegial del 49, de cuando la niñita obtenía
becas: 5.000 dólares.
Y de esta guisa.
De momento.
Todo es un cuento… de sucesos y final
imprevisibles: el sadismo cruel de Andersen y Perrault, de los Grimm, la propia
maldad fragmentaria de uno mismo y los misterios de la realidad mezclados en la
coctelera de las pesadillas al alba, cuando la lluvia aún repiquetea sobre el
alféizar y el pavimento encharcado de afuera: ir modelando aviesamente el alma
infantil con el triste barro de la neurosis. ¡Qué trío de escultores perversos,
sutiles, cogidos de la mano del aprendiz de brujo allá en lo más oculto y
cálido del hogar aún no amanecido de ruidos!
Yo era la niña
encantada, pero que nunca se dejó arrebatar por los ensueños maléficos de los
poetas de Paradise Alley. Era hacendosa y buena. La niña perfecta lejos del
terror que en el 68 aligeraba el paso cada vez que cruzaba Union Square, la que
nunca acabaría junto a los pobres desahuciados de Bellevue, la que esperaba del
mundo cosas buenas y hermosas.
Fairy Tales:
el libro de tapas
duras, hermoso, repleto de grandes ilustraciones azules, rosas, grises y
amarillas, las siluetas negras de los mejores dibujantes de su época, y quizás
de las de todas: Arthur Rackham, Nielsen, Kate Greenaway, los colores planos de
Denslow, los ensueños cromáticos de Watter Crane y los animalarios de la
Potter, la solitaria, la emilydickinson
de Hill Top…: el mejor escondite para una imaginación infantil.
Mientras la bruja
antes de morir ve rodar su propia cabeza junto al árbol maravilloso los
viandantes, muy serios y bien abrigados, pasan delante de la cerillera a la que
el frío y la nieve sumen para siempre en el dulce sueño eterno, cerca del negro
callejón bordeado de cubos de basura donde disfrazada de buhonera la
encarnizada Dama de las Nieves se las ve y se las desea para arrancar del seno
de los hombres los pensamientos y las fuerzas del espíritu.
Ah, pero a la
ideología subyacente ahora se le añadía el veneno de la figuración: qué mundos,
qué añoranza: desea con pasión vergonzante al soldado con espada, tan marcial y
erecto, sueña como la pobre cerillera imágenes pretéritas, se rodea riendo por
lo bajo de flores casquivanas, es la princesa delicada, admira a la cocinera
glotona que calza zapatos con tacones rojos y trasiega inocente de culpas un
buen trago de vino, un trago tras otro trago, y otro más, lo que la hacía valiente
a la vez que ingeniosa. Sabed que los muertos no bailan: tienen cosas más
importantes que hacer (Andersen dixit),
y sobre la tumba de los pobres brota la atanasia, y, en fin, como ocurre con
frecuencia en el mundo, los que poseen cabezas muy pequeñas son los más
dichosos, y esto es suficiente como introducción.
Por lo demás, cálzate
unos zapatos rojos y entérate de una vez que todos no podemos ser nobles y es
preciso que cada uno haga su trabajo, y como suele decirse, aquel que lleve a
cabo gestas increíbles se casará con la hija del rey y entrará en posesión de
la mitad del reino.
Otrosí: el escarabajo
tomó esposa y el primer día lo pasó muy bien; el segundo, mejor aún. Pero al
tercer día tuvo que pensar en alimentar a la parienta, así que… se marchó
volando en busca de unas herraduras de oro como las que llevaba en sus pezuñas
el caballo del emperador.
Las palabras adquieren
volumen, levitan, se transforman en figuras, objetos: paisajes y personajes
danzan en una zarabanda inolvidable y gitana.
Cenicienta, Caperucita
Roja, Blancanieves, La Bella Durmiente, Alicia, Eva Hesse: escribió (tan cuidadosa ella) en los márgenes del
cuaderno escolar con tinta verde.
Y nunca tuvo ninguna
duda acerca de quién de todas era ella: La
Reina de las Hadas.
La Casa Encantada, La
Fantasía, se desmoronan.
1970.
Suena el despertador.
Como sabe que está viva, le repugna despertar. Se hallaba tan recogida en los
brazos de la pacífica duermevela, un lugar tan muelle, acomodaticio, a salvo de
las aguas negras y de las palabras dichas en voz alta, de la brusquedad del día
y de su frío y de los otros. ¿Qué Reino
era ése? El de los Sueños. Extiende la mano, pero con los ojos cerrados
todavía. Nacen las sombras: temor al alba. El cuerpo ahora parece de madera,
una materia rígida y dura, inflexible.
¿Qué podría hacerse con él? No modelarlo, este barro ya no sirve. Tal vez
tallarlo con el mejor cincel, la más resistente bujarda y el martillo...
desbastarlo con la imaginación. El cuerpo que tanto nos traiciona al fin… Debe
moverlo de sitio, accionarlo, obligarle a la ejecución de alguna de sus
funciones fisiológicas. Contrólalo. Sé su dueña, aunque sea él quien va a
matarte. Pídele agua. Ordénale que excrete. Pídele que se vuelva de costado,
que estire las piernas, que expanda los pulmones, que salive la boca reseca,
que deje quieto el corazón.
¿Es la hora
testamentaria?
¿Qué hay del negro, el alónimo?
Ábrele tu corazón: que
sea él quien invente. Este tipo penoso no devolverá las treinta monedas por
nada del mundo, ni aún muerto él podrás hacerte con el tesorillo que le ha
proporcionado la mendicidad de su trabajo innoble: pero es disciplinado: tiene
la virtud del animal manso y honrado.
¿Qué cuenta el Talmud
en estos casos?
El recetario de los
despropósitos confía demasiado en el sentido común y la bondad de los
desconocidos.
¿Quieres ser
inmaterial?
Erase una vez una
pequeña judía que huyendo del exterminio voló hasta el País de Nunca Jamás para
convertirse en La Reina de las Hadas. Etcétera.
¿Qué se esconde en lo
más profundo e invisible del cerebro? La nada. Ese grumo viscoso y blanquecino
de funesta temporalidad es de una petulancia y miserabilidad manifiestas a
despecho de su sofisticado mecanismo y enredosa geografía de causas, reacciones
y efectos. En el interior de ello,
todo es una brutal aunque silenciosa reacción química, combinaciones físicas
propias de autómatas a fin de cuentas, hombres y mujeres máquinas blandas que
huelen, albergan fluidos, defecan, se pudren aún en vida y desaparecen.
Despiertas, te acciona
un mero reflejo (si bien misterioso), todo es temible. Comienza el escrutinio
de ti misma. No hace falta que
te palpes, te
reconoces, te nombras, en seguida te has recuperado del benéfico letargo de las
sombras y la luz, de aquella luz que tanto amabas como la buena artista que
eras, y que ahora ya comparece amenazadora, revelando los decorados a punto de
desmoronarse, la luz sucia del amanecer que descubre la fealdad de los muñecos,
sus muecas de monstruo.
Y querrías no ser, desencadenar el pensamiento de la
taimada y temporal adición de la carne, recrearte en los interiores paisajes de
ti misma, sólo pensamiento, un vuelo eterno sobre las cosas y el tiempo.
Sólo querrías dormir,
adentrarte en el sopor de Rip van Winkle: dejar que las cosas se arreglen o
mueran solas. Ejecutor, el tiempo. Siempre lo es. No deja de serlo ni un solo
segundo. Con sorna funcionarial, que él, El Gran Balduque, se encargue de
marear gavetas aquí y acullá por las covachuelas y el oscuro negociado de los
días.
La princesita está
triste: el país de las hadas es contiguo al campo de concentración, y la bruma
del bosque encantado se entremezcla con el gas de las cámaras de exterminio:
yacer en el lecho perfumado bajo dosel del Príncipe Azul no se halla ni un
centímetro más lejos del hediondo camastro lleno de piojos del kapo siempre con la verga enhiesta y
violadora, gorra de plato y la barra de hierro en la mano.
La vida… En efecto, es
un cuento: sin final feliz. Te seré sincero, princesita, no es la imaginación
la que le da las formas, dibuja sus trazas cochineras o la invade de felices
regiones donde sus habitantes trabajan, aman, son dichosos y no se mueren
nunca.
No, así. Todo es muy
diferente con los humanos y las humanas cosas con fecha de caducidad, de
obsolescencia programada.
Mientras tanto, querida, no pierdas de vista la
rueca si a ello te resignas… ¡Atada y condenada de por vida bajo la luz
vacilante de la buharda!
Lúbrica luz.
¿Quién eras?
Porque ¿tú eras de
verdad?
La nena de la 7 SP.3
del Humboldt Junior High School, Colegio Público 115 de Manhattan, que recibía
honores y recompensas por su excepcional aplicación y progresos constantes. Un
ejemplo a seguir.
De modo que estas son
las adiciones de ahora, un hogaño brutal donde ha sobrevenido como un rayo sin
trueno el castigo bíblico, incomprensible; los pájaros de antaño, aquellos los
palotes y los premios de la infancia, la inocencia, la sonrisa abierta, los
ojos brillantes de conciliación, la concordia, el ansia de saber, la necesidad
de comprenderlo todo, reconocerse una misma de la cabeza a los pies, donde todo
terminaría asentándose: la confianza, la esperanza, la grandeza de ser única,
diferente, hasta gloriosa... Todo eso era para ser perdido.
Pero… aún en el
cuento:
Sé resuelta y
valiente. Sé ambiciosa e intrépida, Niña Lista. Da un paso adelante y rompe las
cadenas de tu servil condición anderseniana y mojigata, esa pedagogía de la
baba pero de ensueño maléfico. Pídele al mundo un millón de dólares y te los
dará… Pídele un centavo y te dará un centavo.
Mister Andersen,
dígame: ¿es la crueldad, la realeza de lo bruto y la presencia constante de la
muerte la esencia del alma infantil?
Peor: es su materia.
Trabajaré con ella.
También es su regalo.
¿Envenenado?
Ya lo prevés.
Moraleja, moral… ¿qué
más da?
Deforma intuiciones:
mal cuento es el mundo.
Enseña a soñar mejor.
(Mr. Andersen sólo
tenía pesadillas verdaderamente.)
Asigna padeceres, benéficos aconteceres, mala o
buena muerte, personajes devastados por una fantasía que bordea lo psicótico y
hasta lo criminal.
Historia de una madre:
intercambiados los
papeles, la Muerte ha arrebatado de sus amorosos brazos a su hijita querida.
Enloquecida de dolor, persigue incansable las negras huellas que la Muerte ha
dejado a su paso e inicia un largo y tenebroso viaje en pos de su pequeña Evchen. Las ordalías de su gimoteante
peregrinaje son de levantar sarpullidos en la
más recia de las carnes: ha de cantar hasta quedar exhausta y sin lágrimas;
ha de apretar un zarzal espinoso sin hojas y sin flores contra su pecho desnudo
hasta que las heridas viertan gruesas gotas de sangre al suelo; ha de
desprender los ojos de sus cuencas: perlas que se hunden a las verdes aguas de
un lago; se deja pisotear y engañar por una anciana inmisericorde. Finalmente,
comprende que su desgracia es… ¡la voluntad de Dios! ¡El destino! Resignada, la
Madre se arrodilla y deja que la Muerte se lleve a su desgraciada hija, ya
juguete de un dios desalmado... ¡que gusta de lo inerte, de lo más indefenso!
Es… una fábula.
Las dádivas de nuestro señor: vigila su castillo y sus
siervos: que de las lágrimas de éstos se rieguen los campos y sembrados de mi
futura cosecha.
No deja de ser un
lenguaje, una imaginación…
Una ideología.
Un entretenimiento.
¿Qué sabrás tú, tonta
marioneta, del suceso y los hechos ocultos en las almas de los hombres y las
mujeres disfrazados de cotidianidad? ¡Perro mundo!
Puedo crear de la
nada.
Eso, necia tontuela,
es imposible.
Yo resuelvo la
materia, la forma y su disposición.
Sólo se imagina lo que
se sabe.
Soy una inventora.
¡Ja! La realidad que brota de tu imaginación
coincide perversa y tristemente con la realidad histórica y social del mundo en
el que vives. No nace de la nada, de una Eva Hesse desconocida, extraña y
poderosa. Traduces… lo que ya has oído, visto, sentido, olido, tocado… Tu
lenguaje es lo sorprendente y nuevo, por ininteligible… pero es una simple y
legible correspondencia visual fácilmente desentrañable. Y puedes disfrazarlo
con lo que gustes escoger del inmenso basural que te rodea: por cualquier
ángulo asomarán sus señas de identidad, su fatal procedencia. Tú, pequeña, sólo
transformas las cosas, las ocultas, las enredas, nos mareas. Escribe cualquier
cuento: he aquí una combinatoria. Es todo. ¡Qué más da si son números u objetos
lo que engaña nuestra percepción! Lo fantástico y la tosquedad de lo real se
entrecruzan cada segundo de nuestra existencia. A fin de cuentas, lo que nos
muestras es un trasunto de lo real, una confesión enrevesada o no, tal vez el
diario doloroso de un avatar sentimental y emocional devastadores. Pero, querida,
si hay hadas, hay brujas; el mal y el bien se yuxtaponen y crean la lóbrega
reunión de la noche de los martes,
allá en lo más profundo y mágico del bosque y su bruma de misterios, en algún
recoveco del maldito e intrincado cerebro.
El beso
Se acercó decidida
la princesa al durmiente
de corazón azul,
yacente.
Con asombro
miraba el renacido
cuerpo, el oscuro apéndice
soñado entre las piernas
a la vida devuelto.
Ya no existe la carne,
la materia que tantas regalías te ha prodigado, de aquella provenían las
sensaciones que acopiabas como cualquier niña de tu tiempo acrecentaba
recortables.
Ahora… otra cosa es la
rosa.
Un ser fantástico es
un hada pero… también humana, condenada y desaparecida entre sus congéneres,
aburrida de gracias y dones, intangible… pero mortal por inasible a los vivos.
Levitas por encima del
detritus, de los trastos y las herramientas oxidadas, de los malos olores del
polímero. Vuelas, y a diferencia de mamá se trata de un vuelo eterno,
incesante, ni siquiera el aire te roza, te mantienes en el espacio de las
hadas, donde todo es etéreo, intangible, toda materia es un soplo de aire,
música las voces, las miradas de oro, la dulce nieve de las alas de los
ángeles.
¿De qué está hecha un
hada?
De lo que todos.
Y a la ventura del…
hado.
“Sólo soy una
dimensión física”, alcanzó a determinar.
“Es el pensamiento lo
absurdo de la vida.”
“Exactamente, eso es
lo que creo.”
“Sólo me hallo a salvo
si acepto que nada tiene sentido.”
“¿Adónde me llevan las
brumas?”
“Al páramo, al trueno
a lo lejos.”
“¿Qué será de mí?”
“¿Otra vez con esas?”
Not so happy, yet much
happier.
Entonces…
¿Entonces…?
Es lo mismo Shakespeare que Andersen.
Si vos lo creéis…
Todo es un cuento.
Lo es: puesto ya en el estribo, gran señor esta te
escribo...
Así que…
¿Sí…?
Estoy metida en un
cuento infantil.
En efecto. Y ahí puede
pasar de todo, desde que te zampe el lobo, la bruja te entierre viva o te
violen tres cerdos y siete enanos. Incluso puedes rogarle al verdugo (¡que
siente en su alma vil cómo se agita el hacha en sus sucias manos!) que te corte
los pies...
¡Y lo hace! Vaya si lo
hace: y con las zapatillas rojas puestas, pero, en fin, luego me tallará unas
piernas de madera y unas muletas… ¡con la misma hacha! Puedo también casarme
con el Príncipe… Aunque el problema real es que yo soy la Princesa y… ¡en ese
caso deberían gustarme los porquerizos y aguantar un buen número de sus besos
por muy apestosos y húmedos que sean!
Entre esas páginas
malévolas, fascinantes y vistosas como plantas carnívoras, únicamente lo
inesperado cuenta, lo maléfico se hace real y lo mágico deriva de forma
prodigiosa y veloz entre el bien y el mal, el castigo, la felicidad o la muerte
eternas. Lubricidad de la maravillosa incógnita.
Campanilla cierra el
libro.
De golpe.
¡Plaf!
Un polvillo dorado
sale disparado de las hojas aplastadas por las tapas, se esparce en el aire
espeso y púrpura de la tarde hasta desaparecer.
Se acabó la fiesta.
Goodbay America.
A través de algún
magnífico entresijo del presente, una oquedad iluminada fugazmente por un rayo
oscuro, como a traición, atisbaba algún aspecto de la muerte, alguno de sus
matices poderosos y definitivos encarnados en una clamorosa omisión: ella ya no estaba aquí. Eso era la
muerte. Nada de negrores o tormentos. Simplemente, ella se había volatizado. No
le sorprendía lo más mínimo la rareza de noser
en el mundo, su caída irrefutable para siempre en la mismidad de la nada
absoluta (pero si le atenazaba de miedo su categórica e irreversible
desaparición para los demás, su vuelo al
país de nunca jamás que ninguno de nosotros comparte los otros): pues,
bueno, allí estaría la mota de polvo de su vida haraganeando en el espacio
negro, invisible y fría, atómica y también negra, disuelta entre otros miles de
millones de vidas en el vacío sideral.
Entonces, ¿la
conciencia de saber que una acaba aniquilada por el cuerpo, desaparecida,
esfumada y sólo recuperada de tanto en tanto por la masa viscosa e
indescriptible de un cerebro que aún guarda tu recuerdo, disuelta en la nada y
poder preverlo, anticiparlo, incluso experimentarlo, ser muy capaz de, sino
imaginarse muerta, sí cuando menos fuera del mundo… qué sentido tiene todo
eso?, algo tan corriente, tan fácil a fin de cuentas… al comprobar cómo uno
detrás de otro, a solas o en compañía, a su debida hora, todos vamos
desapareciendo obedientes y calladitos para no volver…
La vida sin ella. Qué
turbador. Inconcebible. Hasta terrorífico. Mira el día, y no a ella, que ya no
existe en ese aire todavía fragante de mayo, o bajo la nieve reciente o
acariciada por el sol desmayado de noviembre. Mira por esa grieta que se abre
al futuro un mundo que ya no le
concierne, ajeno a lo que fue ella: una débil armadura de huesos y carne de
final predecible, y todos esos que andan, desconocidos y serios, que viven y son...
Su ausencia que,
ahora, sólo es un nombre: definitiva.
Todo su testamento es
toda su vida de atrás. ¿Le importará a alguien?
Vuelve a montar su
vida, la crea, la obra como un albañil bíblico, la hace de nuevo con materiales
indescriptibles, sólo manifiestos en virtud de arte, sus figuraciones y
trampantojos, sus terribles arengas o su poesía oculta.
Alza la trastería
objetual, una suplantación irreal, irreconocible, irrelevante, irredenta. Un
catálogo de antojos extravagantes.
La tinta de mi pluma
es el hermetismo, una gama de colores inaudita, inacabable.
Persigo el número
infinito, pues a nada representa y todo lo enumera, lo referencia y desmenuza
minuciosamente.
¿A todo concierne?
Yo, soy todo.
(“El mundo, querida,
se ha hecho cinematográfico”, le dije un día en el interior de un taxi,
saliendo del túnel de Park Avenue. Aún me parece oír la sonora carcajada del
taxista al pensar que lo mío era un plan hortera de seducción.)
Lo trascendente, el
pasatiempo, a pesar de su nimiedad, debería ser la esencia de una vida exitosa.
Esperar y creer. Y morir con la vista hacia atrás renegando de las naderías que
ataviaban los días y los años necios.
En esa América de
sonrisas blancas, misiles de plata que surcan los cielos inocentes desde sus
graneros secretos bajo tierra, atuendos perfectos, el café humeante y el primer
camel también humeante, de los desayunos de cereales achocolatados y mágicos
elixires refrescantes debe transcurrir la historia que papá ha dibujado para
vosotras, niñas: no salgáis jamás de las viñetas de Rockwell, las cosas bien
hechas, como la Pontiac con madera en la carrocería y las bicicletas, azul una,
rosa la otra, apoyadas a un lado del garaje, el diario recién impreso y doblado
con su faja nominal sobre el pujante césped, la botella de leche a un lado del
umbral de la puerta blanca con aldaba de bronce dorado que da acceso al reino
confortable del hogar, sacrosanto interior todavía en la penumbra tenue del día
que empieza, el cielo tiñéndose de azul con pasmosa lentitud, la piel joven y
tersa recién despertada de las muchachas entre cálidas sábanas, mórbida y tibia
celada a punto de acariciar el mundo, de atraparlo, embaucarlo, ahorcarlo con
sus piernas de seda… El cuento de nunca acabar.
Un día tras otro día,
primavera, verano…
El aire fresco de
estos primeros días de octubre ha disipado por completo la bruma del estío, la
gasa a veces asfixiante que oprimía las gargantas de unos neoyorquinos andantes
cabizbajos o altivos sobre el asfalto con carteras o bolsas en ristre, sin
fantasías, contando los billetes, niños, jóvenes o viejos, sólo el pensamiento
acuciante, la idea fija, los sueños por cumplir o irreconocibles, la ambición o
ya la decepción final, que siempre llega, colma las últimas páginas de la
fábula, el silencio… y la última noche.
“¡Eh, tú, hijo de
puta!”
Una sucia piedad
comienza a deslizarse desde los lacrimales de los ojos.
Un sonido gutural,
irreprimible, delata una compunción fuera de lugar.
Se había dado la
vuelta cara a la ventana, pero ella, la cancerosa, le ha descubierto a causa
del gemido apagado, la sacudida de los hombros por el sollozo repentino e
irreprimible.
“¿Qué demonios te
ocurre, payaso llorón?”, le espeta la yacente incorporándose a duras penas, con
el rostro encendido de indignación. Parece una llama de fuego alzándose de
entre las sábanas blancas.
Él no contesta. No le invade la pena, es que se
siente culpable de sobrevivirla, de saber que va a examinar cobardemente
los hechos y recuerdos que ella dejará
atrás una vez expire. Será capaz de sacarlos en almoneda, de manchar su memoria
con esa pluma de sangre negra que lleva clavada en la mano.
“¿Dos centavos por palabra?”
“¡Hecho!”
De nuevo, ella le mira
con lástima.
“Sólo es una muerte…
la mía. Tú preocúpate de la tuya…”
Que más tarde o más
temprano asomará las narices por alguna esquina (y será la que menos te
imagines).
Y rápidamente El
Inquilino de los 30 metros cuadrados al norte de Queens cambió de actitud y
hasta de máquina de escribir.