sábado, 30 de abril de 2011

Una academia (51)

En toda época hay una falsedad interesada que doblega a la mayoría en sus afanes y gustos, conforma una estética débil, o de estúpida apariencia, cuestionable y hasta ruin: Silvia Jara había sido de esa ralea admiradora. Pudo sustraerse con facilidad de ese papanatismo de lo inútil y de lo falso gracias a B., pero también porque ella tenía el candor de los grandes niños.
Merced a las intrigas poco dignas de B. no había tardado en hallar deslumbrantes amarillos y azules profundos, rojos violentos, violetas complacientes y grises pacíficos, verdes desatinados, el blanco solo, la mancha fortuita y sugeridora, el accidente casual de la gota del óleo que alzaba una montaña o creaba una alondra en el cielo.
B. percibió sin tardanza una posible metamorfosis en su pintura aniñada: “La línea censura el plano de tan vigorosa, casi lo condena. El color lo encarcela todo, lo delimita sin piedad... Esta traza los pormenores de un espíritu: el suyo.”
(Los paisajes y los dibujos desaliñados son un trance, una situación mental... Ah, esos cuadros pequeños, algunos chapuceros, pero siempre fascinantes, son la exacta representación del artista maniático, un espejo donde asoman los fogonazos de un pensamiento exaltado, una emoción liberada, ¡y qué autorretratos!, flamean...¡y ensombrecen el ánimo! [B.: frente al fuego, preso de ensoñaciones, el frío de afuera, adentro, sin palabras, dormita, se espabila, divaga, qué no le dictan las llamas...], ¿de dónde surgen esas imágenes, de dónde el venero de esas glorias pequeñas...?, pronto alcanzan lo desmedido en el lienzo, es que se topa con verdores, y rosas y oros viejos, grises y ocres de polvo...)
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(Aquél, o ésta, cuando pinta la tierra parece usar los colores de la tierra misma, no la pasta en la floreada mezcolanza de su paleta. Los colores son los reales... ¡no los imaginados por todos!)
(Buscaba exagerar en lo esencial, y así, como sin ganas, riéndose de B. apostado entre matorrales, o vuelto de espaldas, aterido de frío, huraño o sólo triste, ella estudia el verde.)
(Ya dejó en el otoño toda la gama de la lira, y ahora en el invierno ve con asombro que el cuadro mucho ha hablado en su nombre. No es su pasión por el hombre ése de fuera, pues es otra que no aprende a dominar (aunque...), es que se apercibe que de la tela y los colores se abre una sensación nueva, una aventura muy curiosa, ciertamente...)
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Alza la vista al cielo de la noche: mágicas luminarias, serias combinaciones.

viernes, 29 de abril de 2011

Una academia (50)

Prendida de él. Ha quedado abierta la ventana a una luz y a los sonidos nuevos de la tierra... Bien, pero sin engañarse ella tampoco en lo que realmente desea (paz, un lugar, un hombre, una casa, hijos y cosas), algo rebelde, ciega de orgullo, es impenitente en eso de bregar contra lo que la agrede, y hasta puede que las soluciones y los hallazgos sorprendentes en el cuadro deriven del otro entretenimiento menos crucial y más dichoso, una especie de coquetería dirigida a su extraño mentor. Despreocupada lo estaba del todo. Podía librarse de un arte pudoroso y contenido por puro placer, de los males de lo ramplón, ser valiente e incluso insensata, pero nada de eso colmaba su ansiedad. En definitiva, el juego con el otro era lo que ya presidía del todo la realidad, lejos del ensimismamiento. Sus domésticas intenciones provocaban paradójicamente la ejecución original y espontánea en el lienzo. Era ajena a la proclama incendiaria del bohemio y a la servidumbre paralizante del aficionado. No la acuciaba ningún afán expresivo, podía mentir todo lo despacio o todo lo aprisa que aquél desease. Ningún legado ni respeto canónico le agobiaban. Pintaba, y basta. Limpia de enseñanzas, limpia de ambiciones...
En puridad, prolongaba la obra de un genio del que desconocía todo, y se revelaba como aquél sin mayores miramientos ni ataduras medrosas. Cambiaba el rumbo de su auténtica afición por una leyenda de la que apenas tenía conocimiento.
Ahora... (no sabía que cosa era la posteridad y sus zarandajas, que le importaba mucho ese venido de lejos, ese otro ser de algún sitio, el hoy y el mañana que podían alcanzar los dos, los frutos de ellos y el trabajo... Cada día es un caballo).
No tuvo ella una existencia dramática, ni iba a tenerla. ¡A qué complicarse la vida! Pensaría: Este quiere que pinte, y se llena la boca con exigencias. Bueno, en otras cosas debería pensar. Pero es adecuado que hagamos ahora esto. Ya veremos el final de él y el mío y en qué acaba todo.
Un pensamiento correcto y claro. Sencilleces de la gente de la sierra dominada por la luz y el aire limpios, entregada a las faenas concretas: sin tautologías, sin la sombra de la complicación innecesaria. Al pan, pan; al vino, vino.
B. [Se estaba borrando B. desde hacía tiempo.], aun siendo consciente de las brusquedades que animaban el interior de claroscuros de Silvia Jara (no iba a ser ella tan pura por dentro), confiaba todavía, como inocente apóstol que era, en la sabiduría latente en un corazón sencillo. La malicia, o una intención perversa, se va labrando con los años. Eso, como cualquier otra experiencia, cuesta. O fuese tal vez que él no podía aventurarse ya en nada más de mejor o regular provecho, y se refugiaba en una testaruda función de promover raros aprendizajes, la pretendía a ella de otra manera que no era. Como fuere, ella ya no era la que había sido, y eso ya era pecado de él.

miércoles, 20 de abril de 2011

Una academia (49)

El instigador no sale de su asombro: “Es sorprendente... Trabaja tan aislada, y como de milagro va concibiendo sus fáciles maneras...”
Inútilmente creyó encontrar la causa en él mismo. No podía convencerse.
[¿Qué prueba esa convergencia...? ¿Puede admitirse por las buenas un antojo tan grotesco? Pinta más amarillo (o más gris) y le sale un amarillo Van Gogh, un gris Van Gogh, sin saber siquiera que éste ya ha pagado el precio de los dos... La fantasía es arbitraria, qué mala la soledad. Qué más da que S.J. pintara como Vincent van Gogh... Eso lo único que demostraba era el genio... ¡de aquél!]“Es demasiado inocente para discernir una falsificación intelectual...”, decide.
Pero que en ella aflore una genial perspicacia: su don natural niega la simpleza de la copia, selecciona bien el ojo: en lontananza la línea adusta de la montaña vieja, sepultada por su peso, oscura... El, antes, medita minuciosamente la instrucción que imparte: entre la sugerencia y la censura va copiando ella el estilo y la obra del pintor Vincent van Gogh. ¿No parecía sencillo su genio? “Mira el azul que escapa del amarillo de la espiga... Mira cómo cae del cielo el sol en círculos, se abate sobre el suelo rojo, mira el árbol prisionero feliz de la tierra...”
¿La ha puesto en el camino? Rinden culto, sabiendo uno y sin saber la otra, a un modelo de vida y de arte a la vez.
No. Ella era Vincent van Gogh..., allí, escondida para siempre: se dice B. antes de cerrar los ojos, dormir, desnudo en el frío, en el calor.
“Mi estilo está destinado a hacer muchos imbéciles”, dijo en una ocasión el holandés, citando a otro de su misma talla, pero él presentía, quizá con mayor certidumbre, la dolorosa influencia de su legado en los tiempos venideros. Nunca artista alguno ha podido llevar a engaño a tantos inocentes y ridículos simuladores, a enfrascarlos en espejismos.
Silvia Jara había estado libre de Vincent van Gogh, e incluso de su maldición durante toda su vida. Por ese tiempo, la época (digamos) brell rosa y azul, ni se acordaría de haberlo oído nombrar alguna vez. Lo había tildado de pintor chillón meses atrás. Ella pintaba... y nada más. Además de embadurnar los lienzos, ¿conducía eso a alguna parte?
Empezaría a mostrarse elusiva, aburrida. No le importaba nada dejar de pintar. [¿Pintar?] Se mostraba desdeñosa. Sólo por inercia, un poco sorprendida por el otro, se dejaba convencer.
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Obvia el grado de su pericia y examina los atisbos geniales y felices atrevimientos de una pintura inventada. En los cuadros las líneas trazan surcos y modelan troncos, tallan montañas. Ese relieve de grueso empaste emerge y fluye como lava. En el tumulto de la textura rugosa se estremecen y quedan pervertidas las ideas. Qué espejo brutal (nunca se había visto hasta ahora, y otro paisaje también es la faz del autorretrato, pero... no le servía), esparce el sol la luz, por fin había encontrado aquello que le devolvía su reflejo: la tierra. Le guía la naturaleza... sus líneas y formas, la estructura misteriosa de las cosas, la apariencia recreada de añadidos, de cortes, de recortes, de apósitos y compuestos, qué de paperoles en el variadísimo registro... (cada mota de polvo es una versión diferente; cada gota de agua, una luz distinta y engañadora), y, al fin, el seso es la causa de la emoción... Han de resquebrajarse los óleos, agrietarse y volverse sombríos, mira por la grieta el pesar más hondo y oscuro, el fracaso y la muerte... Ahí detrás está la auténtica realidad de la obra imperecedera... ¡y ruinosa! Respecto a esa Silvia Jara: ésta se aleja de la peor mimesis, evoluciona hacia el sitio justo, pero... El cansancio la vence, su desgana no es la propia del artista, ha descubierto lo que es abrir una ventana al mundo desde ella, ya le conmociona el proceso... Pero ella ni había sido, ni era, ni sería lo que aquel otro fue hasta su muerte calculada y esencial (rojo-azul-amarillo-naranja-lila-verde...)
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[Le hirió en la noche un golpe de luz amarilla, se incorporó en el lecho: esa tierra maldita, tosca y desnuda, quemada por el verano... Tiembla y se pierde el horizonte cerúleo más allá, debajo de un cielo blanco... (¿Qué demonios hace en ese pueblo viejo, sin gente y a punto de hundirse en el agua? Bien, ahí llega un día ése, o ha llegado... sin nada. Francamente, por entonces B. jamás se había sentido más solo, más triste y más inútil.) Si alzara la cabeza podría ver a lo lejos las casas blancas del pueblo asomando tras los cerros polvorientos y desarbolados que parecen crepitar en el calor de fuego... Ha encendido una fogata, la mira este solitario, resume: llega a esa aldea, alquila una casa, desempolva la máquina de escribir, escribe sobre Vincent van Gogh, más tarde le pagarán... O no. Pero pronto abandona el trabajo. Un día habla con gente del lugar, cuentan cosas, y uno empieza a saber. Y otro día cuentan más cosas... Imaginemos que.]

lunes, 18 de abril de 2011

Una academia (48)

(Ya sabía mucho de ella, de esa Silvia Jara desconocida y conversa. Acabando así.)
[Sin embargo, por entonces aún ocultaba su perdición. Enviaba cartas ambiguas a T.B., a mí, tal vez a otros. Eran un conjunto dispar de mensajes y avisos llenos de falsos indicios: volvería pronto de su retiro, que ya era el que sería, que la grandeza no es nunca fortuita, sino que es deseada, que ya todo está, etcétera. Una crónica de mentiras aseadas por la distancia. Era innecesario ese pulcro disimulo. Total, acabó lejos, muy lejos, y probablemente bueno.]
¿Hasta dónde podía llegar la fantasía? Pensó poner punto final a lo que había empezado de manera tan inconsciente, pese a que ni él mismo conocía el lugar donde el círculo unía su trazo y tornaba al sitio de partida.
Seguía siendo un testigo perplejo, incauto y marrullero frente a las chocantes evidencias de un arte que se burlaba de la facilidad de su copia.
Pero él insistía en el fraude.
Un día le dijo a ella que había drama en el árbol:
“Píntalo de ese modo.” (¿Era posible éso...?)
Le causaba una perversa satisfacción el ver que ella, sin saber nada de Vincent van Gogh, se estaba convirtiendo en Vincent van Gogh.
Aprendía frente el paisaje verdadero a poseer lo esencial que capta la mirada, con humildad miraba crecer las cosas de la tierra y observaba los mudables colores del cielo. Le hizo ver que estaba sola en la naturaleza y que su cuadro era el primer cuadro, lo más intrínseco, y no podía imitar a nadie, ni tapar con el hurto ingenioso un discurso ajeno. Lo medía todo con más sabiduría y destreza, como si una antigua pasión la alcanzase a ella después de cien años y sembrase de salvaje inspiración su alma pequeña, agrandando hasta lo indecible una afición ocasional que ahora concluía en boyantes seguridades. Una fuerza y una plenitud extrañas, un azar burlón, ordenaba mejor la pintura de esa zagala sin tino ni escuela, simple, honrada y aburrida discípula de un confuso embrollador.
No guarda él ningún reparo. Ninguna osadía contiene. Traspasa los límites de la corrección (¡que no sirve para nada!), sabe que no hay nada que temer en el arte... Avanza en su trabajo, prospera mejor con el soberbio desprecio a la norma, a cualquier norma... Se figura una naturaleza mucho más entretenida: el cuadro. [Descubre luces... ¿Ha descubierto que la noche es más clara que el día? También... ¿ella? Ahí tienes una vista nocturna sin negro, sólo azul, violeta, verd... Azul y reluciente, como una noche americana...] Examina cuidadosamente tu alma. No incurras en una representación anodina y prescindible de lo que ya está en el mundo con la luz justa y una forma inobjetable. Líbrate de los subterfugios de la técnica. Que no te interese ser hábil. (Ahora, el sol y el color eran cada vez más intrusos en el diálogo que libraba consigo misma.)
¿Qué vería tan absorta...? Los cuadros más verdaderos se ejecutan con rapidez o parsimonia, es igual: mandan ellos. Aprende, ve primero: hay una atractiva historia en esa reunión de rocas de pizarra o de color rojo, en el camino sinuoso y verde y en el girasol amarillo, aprende lilas que desafían la prudencia... Aprende de cosas muy pequeñas y de verdades vegetales. Su relación con los colores es de un ejemplar entendimiento. Ella y la tierra son una isla silenciosa.

domingo, 10 de abril de 2011

Una academia (47)

Tenía los ojos cerrados (ni la fuerza más extraordinaria hubiera podido...), un telón rojo manchado de sombras negras era el velo más trabado para el menos traicionero de los sentidos. Estaba como en suspenso, pero estaba gusto así. Descubrió con alivio que no ver bajo el sol tremendo de la mañana invernal y limpia no era un reto tan poderoso. La oscuridad ahora era un velo engañoso, un ardid sutil que le sumía en un mundo perfecto: veía las cosas desde la memoria libre de apariencias y mudas. Las veía tan limpias y nítidas como surgidas de la primera tierra, las veía sin necesidad de la mirada. Pensaba que ante la naturaleza puede adoptarse la elección más majestuosa sin pretextos ni cuidados ridículos. Se decía: “Una disposición santa y clamorosa para la escucha. La naturaleza es un habla.” Enseguida le alcanzó el olor de ella, la tibieza que desprendía su piel tan próxima. La supuso mala en ese instante, deseosa de su cuerpo, y del suyo propio de mujer, y le gustó saber eso: ya preveía todo el goce enredoso y la agonía de los cuerpos envejeciendo tan sabios hasta la muerte en la fatiga del sexo y el trabajo, el día a día sin dios y sin diablo. Sintió como las plumas de un ave amarilla y graciosa posándose en la tez arrebolada del rostro, o como gotas de agua cayendo de una hoja de planta que le refrescaban la frente y los pómulos que le ardían, y, luego, como si un aire cálido y dulce le acariciase los labios y penetrara por su boca entreabierta hasta llegar al secreto de los dientes y el tesoro de la lengua, era como si un gemido de muy adentro fuese agrietando sus facciones hasta dejar al descubierto la carne viva y la trabazón de los huesos, la faz como una máscara suficiente, una mínima estructura de ser ideal o artefacto vivo misterioso y lógico entre troncos y rocas de aleatoria imprecisión, pues la cara era un latido irrepetible que se acomodaba feliz al mundo de las formas y a través de ella se figuraba el mundo y le figuraban a él, un artificio curioso ciertamente, una conformación singular en el universo que tal vez no escondiera ni más allá de sus límites rareza semejante. Sentía con los ojos cerrados cómo se agolpaban en su rostro en aquella mañana de invierno todos los cuadros que recordaba, todos los colores que había sido capaz de registrar hasta ese momento de su vida: era ella que pasaba lentamente las yemas de sus dedos por la piel encendida de las mejillas como si tantease los contornos y el cáncer de su alma profunda. Un santo temor de acólito, de turbado bobo, le asaltó al pensar que ella podía penetrar a la oquedad de las heridas del pasado corrupto y apercibirse de la sucia llama que todavía, aunque muy poco, alumbraba rincones de su memoria. Pero, no. Podía traspasar hasta la corteza misteriosa de su espíritu, encarnarlo en quien sabe qué, pero él ya estaba libre de la miserable antigüedad de las sombras de antaño, de los colgajos y pingajos mortecinos que como ruinas habían acompañado hasta ese día su derrotero. El pasado era una fragua muerta, apenas nada, indecorosas y frágiles telarañas prontas a sucumbir por la ventolera del futuro, unas palabras rotas, y acaso necias, que iban y venían perdiéndose en el olvido más bienhechor.
Estaba de pie y temblando, y a veces el cuerpo de ella rozaba el suyo. Nunca abrió los ojos.
No era temible ella, ni tampoco todo lo que él había dejado atrás; al cabo, conducía a esto: fluía un río de aguas turbulentas desde lejos y ahora, con simplicidad, atravesaba estos parajes de un futuro no tan raro. Era limpia el agua, salvo algún pecio inofensivo de la vida pasada que arrastraba la corriente como si cualquier cosa. A fin de cuentas, ahí estaba. Salvado: [”Para nada”, diría...]
Podemos empezar. [J.L.L.: “Ritmo hesicástico...”] El sólo posó su mano, sus dedos temblorosos, sobre la frente de ella con suavidad, temiendo que en un instante se desvaneciese Silvia Jara como el polvo dorado en el aire, o como se extingue la huella del pájaro en el cielo alto y azul. El sol estaba en ella. Era tan real como la vida y la muerte. No supo cuándo se alejó de él para desaparecer de nuevo entre los árboles, y tardaría muchos años en descubrir la sustancia del silencio que siguió después.