¡A
ver si de una maldita vez te ganas la vida escribiendo novelas policíacas como
todo el mundo!
Y,
convengámoslo, tampoco era de esos testigos bobalicones que celebran las bodas
reales, conmemoran el Día de la Patria o asisten entontecidos por el incienso a
las exequias de los restos del preclaro sobre un túmulo engalanado de púrpuras.
¿Crees
que eres un genio?
Naturalmente.
¿Por
qué estás tan seguro de ello?
Porque
es la única forma que sé de aprovechar el poco o mucho talento que tengo para
hacer lo que hago.
El
arte, su arte, era un tóxico. No lo
sabía. Le ayudaba a conocerse en lo que de veras la reflejaba.
¿Cómo
lo conseguía?
Fácil:
cuando empezó a ser toda una mujercita sonreía desdeñosa al atravesar la Ladies’ Mile: se dirigía tranquila hacia
Canal Street donde gastar sus ahorros en un galón de látex 1200.
Pero…
Envía
los mensajes escritos con estilográfica sobre un papel perfumado o no cuando
ello era una prueba de amor y devoción, envía sus dibujos y raras caligrafías
con tinta india de una punta a otra de Nueva York, surca la oscuridad y el
silencio metida esa voz trémula y subterránea en el pftt hasta que sale a luz de nuevo disparada al corazón del joven
de rostro ensombrecido por el acné con un libro bajo el brazo, a la adolescente
tocada con un gorro de lana y ojos brillantes ansiosa de conocimiento para ser mejor, al sabio que ya lo es y mira en torno a sí con
beatitud, al camarada en el arte, a la atención del mundo. Una es artista… como
podía haber sido otra cosa, pero su vida es el comunicado que se proyecta
vertiginoso a los ojos de los demás a través de un tubo neumático que,
finalmente, llega a las manos generosas que la acogen, aliento le procuran.
No
eres tú, querida, mi alter ego.
Yo
soy el tuyo (aun estando tú muerta).
Fracasa.
La
próxima vez fracasarás mejor.
Y
el siguiente fracaso será más eficaz todavía.
Fracasa
una y mil veces.
Así,
hasta que consigas El Gran Fracaso, que es el Gran Destino que a todos aguarda.
Pues
tal le placía al viejo Samuel.
Queens,
1970: la luz gélida, un helor de sepulcro adormece esta parte del borough de calles desoladas sin árboles,
flanqueadas de edificios anchos y bajos de sombrías naves, inmerso todo en la
grisura y en la desesperanza, y a toda hora siempre la hostilidad latente en
los ojos de cualquier fugitivo con el que te cruzas cada mañana de este enero
nevado y silencioso...
Coge esa hoja de papel
que para ninguna otra cosa sirve. Aporrea la Underwood. Viola sus sosas teclas.
Arráncales gemidos o gritos, unta la cinta bicolor con todo lo que de criminal
y terrorista de las letras se agazape en tu cerebro y en tu lengua viscosa.
Sepulto entre estas lúgubres paredes pintadas de color hueso sucio sé
disparatado como el día gris y el frío carnívoro que a punto está de acuchillar
el cristal de la ventana y horadar tus huesos.
La
artista desnuda. Expuesta a los ojos polifemos del mundo.
El
trabajo de tus pobres manos de mujer ofrecido al juicio plebeyo, a la
mojigatería universal.
Desnuda frente el
mundo que te desprecia, pero al que desafías con la mirada incendiaria.
El
desaire por todo aquello ideado que no guarda reciprocidad con la monotonía
canónica del espectáculo diario, de la mil veces vista película del triunfo
bajo el formalismo de lo reconocible, todo aquello del arte y la literatura
innecesario, trivial y mercenario, repetitivo: sientes ese desprecio como el
aire frío que revuelve tu cabello, como la gasolina quemada que respiras
mientras esperas en un paso de peatones, como la dentellada del sol de julio en
la piel al salir de una boca del metro, pero también con la arrogancia de la
leona herida que lanza su rugido a las mansas bestias que temerosas de tu
presencia pueblan la llanura.
Ese
desprecio que la artista, no ignorante de su época, es capaz de percibir con
lacerante asiduidad, que se propaga como el napalm por encima de las cabezas
hasta cubrir por entero las calles de una ciudad a punto de entrar en
combustión. Los veloces vagones del metro, como bombas de plata pintarrajeadas
de graffitis y chafarrinones repletas de cargamentos humanos defectuosos con
cara de sueño, horadan los túneles oscuros sólo para terminar explosionando
como unos vulgares fuegos de artificio una vez asoman de nuevo al exterior. La
procesión ahora apresurada de hormigas con bolsas y carteras son la máquina
pulsante con fecha de caducidad que disuelven su desesperación de forma
miserable abocándose día a día al seno madrastro de una ciudad de acero y
cristal, una bella y poderosa tecnología sin alma que nunca se supo que
prometiese nada a nadie sólo por patear sus calles y respirar su aire de
piedra, metal y neón.
Pero
al fin, desprecio.
¿Son
ésos, su conjunto abigarrado, oscuro e indeterminado, el destinatario de tu obra?
¿A
ésos te diriges? Ni siquiera hay lugar en ellos para la mofa, tan indiferentes
son a tu suceso que ni recurren a la burla.
Esos nunca sabrán tu
nombre. Otros, tan ajenos en verdad como aquéllos a una plástica que en el
fondo se trasciende en virtud de una metafísica calculada, sólo vigilarán
cotizaciones.
La
expresión de tu arte únicamente constituía una parte invisible del mundo para
los otros.
“Es
arte aquello que decora”, dijo uno.
“O
representa”, añadió alguien tan equivocado como el uno.
Es
arte, gran arte, aquello que mediante
lo visible nos acerca a lo invisible. Su lenguaje siempre es apócrifo: debe más
al ingenio que a la razón. Sólo la fidelidad lo limita. Sé sacrílego.
El
triunfo.
La
momificación:
En Madrid, 2008: “¿No
descubres esa lógica endiablada?”, preguntaba el tipo sosteniendo una bolsa de
repugnante papel ecológico llena de libros a su acompañante algo perpleja, una
minifaldera de expresión pícara y ojos brillantes, asimismo asiendo de la mano
su correspondiente bolsa de papel ecológico repugnante llena de libros, ambos
frente a un montón de piedras atravesado por un tubo pintado de gris, las
esquirlas de metal a los lados, la gelatina lechosa que descendía por un
extremo vertiéndose a un inmenso recipiente oblongo de color definitivamente
óxido. “Parece una instalación Hesse…”
¡Una instalación hesse!
He
ahí el epónimo. La gloria post mortum
(que sólo sirve a los vivos).
Jennie:
subrepticiamente, antes de salir de casa, ha colocado debajo del folio en
blanco un billete de 20 dólares. Él lo descubre a media mañana, casi drogado
por el paquete de cigarrillos que ha consumido con la vista fija en las teclas
de la máquina de escribir, sin golpear una sola de ellas: en el dique seco.
Sale
a la calle. Se mete en un drugstore.
Compra cigarrillos, el Times del día y un paquete de caramelos de
fresa para la mujer pródiga: un dólar y veinte centavos en total. De regreso a
casa compra un hot dog que se zampa
en tres bocados (los próximos dos meses a digerir, cocodrilo). Se planta en la
cocina del apartamento. Abre el bote (vacío) del azúcar. Introduce los billetes
(de 10, 5 y 2 dólares) en el interior de esa astuta y sutil caja fuerte del
hogar. Mira las tres o cuatro monedas sobrantes de la compra en la palma de la
mano. Después de dudar unos segundos las deja caer también en el bote. Se
sienta frente a la máquina de escribir. Enciende un Pall Mall. Comienza a escribir: Al
principio parecía animado.
“Soy pobre, pero aquí estoy.”
(Con la zozobra.)
Coge un par de
rebanadas de Wonder Bread, coloca entre las dos porciones una ancha rodaja de
salami y un par de lonchas de queso fundido. Abre la puerta del apartamento sin
dejar de engullir. En la calle desangelada, teñida por la luz de un sol
desmayado. Camina decidido hacia el block. Hace algo de aire...
¿Es
canto o epitafio? ¿Celebra o maldice?
¿Es
una trágica?
Teje
una anacreóntica cuyo hilado jovial apenas vela lo trágico, la catarsis íntima
que le libera del mundo ya en decaimiento.
Es
una trágica… en busca de la felicidad.
Y
busca las respuestas en lo concreto: buceando en una criptografía que a la vez
que se gesta va significando apósitos esclarecedores. Se representa a sí misma y a tenor de lo visible rotundo, la
materia infame innominada, roza el milagro de las ocultas esencias entre
sangres y huesos.
La
acechan las garras negras del jinete apocalíptico. A punto de caer sobre ella,
pues ya ha descabalgado de su montura y avanza entre la tormenta de las sombras
hacia la presa indefensa y fácil.
En
el entramado de tus materiales y tu química se aboceta la horrible visión: la
perra ahíta de la carne putrefacta del cadáver aúlla a la luna.
La
artista se angustia en presentimientos.
Ahora,
su día aún no tiene nombre, pero es terrorífico y su negocio fatal. Siempre
pierdes. Su liturgia huele a azufre. Su culto asusta más que serena. Sus ritos
de bata blanca, bisturí y… escalpelo final desvelan una anatomía enigmática,
precaria y perecedera.
Ha
puesto los ojos en ella y afila la acerada curva.
He
ahí lo trágico del ser intuitivo y capaz. Una vida cotidiana de ansia de
conocimiento lastrada por la gangrena de los días, uno a uno ahondando en la
llaga hasta alcanzar la nada.
Entretanto,
anda manoteando en categorías abstractas. Como la belleza, que puede ser
aterradora o plácida, risible, solemne o liviana, según los estándares
subjetivos de cada época, o según le dé a cada cual.
Entretanto,
chapotea entre químicas y metales. Levanta la horca, pondera la soga, abre la trampilla.
Algo
recela. Y, sin embargo, horada en lo inescrutable. ¿Y de qué manera puede
visualizarse aquello que no se conoce y, no obstante, es?
Entretanto,
borra los epitafios y graba los parabienes.
Es
una trágica sin fe: luego no te condena el desafío humano ni te mata ningún
dios. Es, sencillamente, una naturaleza ciega y de inaudita necedad la que
preside en este festín donde se cobran piezas muertas antes de hora, se atesora
lo inerte a destiempo.
Su
conciencia trágica se forma a través de lo inesperado, de la brutalidad de un
cuerpo traicionero. Ese desorden interno, ese ejército indisciplinado de
células es fiel reflejo de universo exterior vivo y entrópico cuyas leyes no
dejan lugar a la duda: vivimos y morimos del caos que, a veces, es visible y,
en otras ocasiones, menos tosco, burla nuestro candor.
Aún
no tiene nombre, pero va a matarte.
Tu
verdugo, armado por la fatalidad, carece de designios: la bola negra era una
más entre las bolas blancas. Ni siquiera es mala suerte.
Todos
los dioses son trágicos, y se alimentan de la fatalidad de los humanos. Tu
dios, tu gemelo divino y esencial, el original, el de la forma primigenia, va a
saciarse de tu sangre hasta dejarte en un puro pellejo.
Vivimos
en el desorden.
Pues,
expresa el desorden.
Levanta
la horca.
Crea
la obra de todos ellos: polvo de tierra, heno, grasa, acero, maderas, colas,
plásticos, látex, piedras y vidrio, gomas, plomo, cristales y neones, cobre,
caucho, óxidos, sogas, aluminios, hierros, telas, papeles, humo…
La
artista desnuda su cuerpo enfermo, el rito es sumamente sencillo: ni invoca ni
blasfema. Avanza las manos hacia delante (siempre adelante).
Dispone
los objetos-palabras, elige materiales-adjetivos, alisa el espacio, reflexiona,
escribe…
Levanta
la horca.
La
trágica que deseaba ser feliz por encima de todo claudica ante el absurdo: si
no hay pecado original, si te has librado del fardo de la culpa, si no había
salvación ¿por qué hay derrota?
En
este certamen resulta victorioso quien menos guarda las apariencias. Están de
más los melindres en un cuerpo que empieza a descomponerse por dentro sin que
nada delate su traición, sin apenas significarse antes de su destrucción por el
síntoma del hastío o la desgana. Una bella manzana podrida atrae nuestra mirada
bajo el sol marino de la mañana. Es perfecta entre otras sanas aunque de peor
aspecto, pero también suscita nuestra perplejidad y hasta nuestra incredulidad.
Esa es la elegida: la que halaga nuestra capacidad de admiración e incluso de
extrañeza, de prevención ante lo armonioso.
Qué
obstinación admirable: hasta en el último instante pugnas por atrapar un poco
de aire que alargue tu agonía.
Se
ha dicho que el ser aparece en el fracasar.
¿Pero cuáles son los límites del fracaso? La muerte no los certifica. No hay
victoria alguna en ella, nada deja tras de sí, y las huellas, los lamentos y
los ritos funerarios sólo son decorados de vida. Y quien hace no fracasa. Sólo la muerte abre esa puerta, ella es el único
fracaso real del ser humano. Las
viles asechanzas de la existencia, la ofensa pueril y el desdén cotidiano son
en buena medida injusticias y torpezas, atributos que componen el avatar de
muchos de los humanos que vuelcan la vista en ti, eso es todo.
Ella
es una trágica porque actúa.
Sucumbe
lo natural que hay en ella, no su razón o la madeja de hierros y química que es
su conciencia (bien pertrechada entonces).
Y
el escenario de esa lucha a brazo partido es lo que finalmente lega: sólo esa
desnudez de escombros a la que es difícil ponerle un nombre cabal a pesar del
título que define sus relaciones.
No
obstante, tal vez la respuesta más sencilla al porqué de la tragicidad que
parece vestir en todo momento al ser humano sea que éste es sabedor y
consciente de su finitud pero ninguna de sus patéticas conjeturas acierta a
conducir a la revelación total.
En
ella ni siquiera cobra forma la culpa. Ha dejado de creer en las religiones.
“Me
refugio en el absurdo”, dijo. Y de ese modo alivia la pena y sonríe a los
cielos negros del invierno del 69/70.
Todo
arte, toda literatura sale de un único e irrefutable lugar sagrado: de la
chistera.
Sigue
escribiendo:
Ella
era uno de esos seres humanos que parecen vivir en el borde de todo, al borde
de la sonrisa, al borde del amor, al borde de la fortuna, al borde de la
enfermedad, al borde de comprenderlo todo, al borde de la más supina
ignorancia, al borde de la muerte... En definitiva, una de esas mujeres en el
borde del vivir.
Mayo
tormentoso. Sol y diluvio. ¡Y es el mayo inocente del 62!
¿Y
si hubiese sido ciega?
Hubiera
creado sueños.
Una
fantasmagoría.
Una
premonición.
Una
abolición genial de los supuestos de lo vidente estricto.
Otra
vez…:
¿Qué
hubiera ocurrido de no morir?
A
saber…
Ni
pensar en los 2 millones de dólares por pieza.
Habrías
acabado en uno de los centenares de lofts de la Westbeth, en el West Village:
alquileres para artistas famélicos y sus desgraciadas familias a 1 centavo por
día pintando paisajes para colgar en la pared arriba del sofá.
Nada
de la apatía del filósofo se embosca en el ánimo de una decidida y pertinaz
luchadora tras la redención plástica, ninguna astenia paralizante la detiene,
ninguna religión opresora la sojuzga: ella ha creado su dios, que es ella.
Lo
trágico ensancha los significados, adensa la vida, nos revuelve en el barro de
la pangea y nos eleva con la mente a la galaxia.
Lo
trágico es una elección.
Lo
trágico trasciende lo que rozas con las yemas de los dedos, lo que rozas con la
mirada, lo que intuyes sumido en la ceguera antes del sueño.
Una
actitud trágica, aun amando la vida con pasión, desarticula y detiene el
mecanismo más sagrado de las cosas: ¡bah!, sólo era un autómata en mis manos,
se dice la niña desencantada mirando la muñeca inmóvil caída en el suelo.
E
inmediatamente se pone a construir otra muñeca, otro juego.
Es
un instinto de artista lo tuyo: la obra bien hecha, ultimada. Que pueda ser
expuesta, te dices con los ojos entrecerrados mientras huyes de los cristales y
metales de los doctores-dolor.
Y,
luego, disolverse en la nada.
Si
al menos, tan sólo el silencio de los cuadros y estatuas de los antiguos… Como
una mera presencia.
Universitas: numerosas pandillas de
estrafalarios educandos merodean por el campus bajo el sol de mayo.
Es
hora de las influencias. Ladinas (por inconvenientes) o benéficas (por
estímulo).
1969.
Yale. Artes visuales: Hesse pisa en firme: es terreno acotado para su sibilino
magisterio.
Modélate.
Hazte
de barro antes de aleccionar a los discípulos.
(Pero
ya nadie escucha con la boca abierta.)
Ellos se creen tus
iguales, y dentro de muy poco tus superiores… en todo: juventud, genialidad,
indiferencia hacia los otros, y sobre todo, tiempo, todo el tiempo del mundo,
el pasado y el futuro, encerrado en ese breve lapso del presente.
Nadie quiere aprender
de nadie salvo una artesanía técnica, el mínimo taller que les permita oficiar
por sí mismos sus misas negras, puesto que cada uno tiene dentro de sí sus
propios modelos de referencia, su propia genialidad (Ja). Tales engreimientos
les acucian y finalmente les rebajan a la mediocre albañilería de sus
ocurrencias: sólo ténicos, sólo manos.
A
fin de cuentas, ¿no es deber principal aprender
sólo aquello que nos va a servir?
Viven
sus cuentos de hadas y de príncipes en la Tierra De Las Maravillas Adonde a
Nadie ha de Rendirse Cuentas.
Y,
en los cuentos, no existen las reglas. Así que…
Y
tú ya no eres de este mundo. Envuelta en celofán o encerrada en una urna te
retienen y te exhiben codiciosamente los museos: ya formas parte del
cambalache.
Prefigurabas
la anomalía, la desviación hacia la excentricidad de lo no visto hasta ese momento:
Representaciones
escultóricas, 3.
Una
representación escultórica:
el
cuerpo, una piedra, una quimera, la forma de mi razón, materializado el discurso del concepto nada, los significantes.
Seas
versado en el conocimiento de las tecnologías de vanguardia audiovisual y en
aquellos misteriosos conceptos que configuran
el debate en torno a los diversos campos de comunicación visual y los lenguajes
artísticos pertinentes (sic).
¿Modelo la figura humana?: qué figura, qué modelo, qué excusa para la
creación… Busca lo representado en los pliegues inmarcesibles. Hurga en la
viscosa infinitud de tu alma. Sé tú. Único y genial. ¿Modelar? ¿El qué modelar?
Escribe desde lo abstracto y malicioso, lo inconmensurable y críptico desde una
escritura sin código ni faltas de
ortografía. Escarba en tu cerebro de magnífico animal libre e improvisado,
salvaje como un cristo, como un dios, sin leyes, sin reglas, sin miedo. Tú,
novicio entretenido, apelarás a unos fenómenos artísticos que, genésicos de la
mente de su creador, han de articular debidamente las futuras visiones de un
espectador aún no avisado, poco a poco naciente a las nuevas teorías, próximo a
comprender los arcanos del arte
a tenor de vuestras actuaciones y
felices intervenciones públicas.
Ciega,
sí.
¿Cuál
es el concepto de belleza en la noche interminable del ciego de nacimiento
donde nada refulge?
El
tacto.
¿Qué
sabe éste de órdenes, de la forma visible de los dioses?
¿Cómo
transmuta la materia en apariencia identificable para un invidente y sus
hábiles manos?
Modela
con los dedos. Sus ojos son la oscuridad y la piel. Se palpa a sí mismo y palpa
el barro. Y la idea y la palabra toman forma.
No
ha de crear un monstruo de tres ojos sin boca:
(se palpa a sí mismo y palpa el barro)
bien se dibuja con la tierra.
Y
es estudiante aplicado.
Nada
que objetar, dice el maestro, que ni siquiera se cree capaz de atentar contra
esas originales simetrías, deslices asimétricos, algo raras proporciones apenas
perceptibles para los poderosos videntes.
¡Qué
iban a reprochar después de la subversión finisecular y de principios del siglo
XX: un ojo aquí, un brazo allá, la cabeza vuelta del revés, la pierna hendida
en el cerebro!
¡Joder,
qué extraña pintura!
Chistera,
conejos, nubes, la mujer partida en dos por la sierra del mago…
Figura humana.
Ya
te hablaré yo a ti del canon… ¡futuro por venir!
Estás
desnuda frente a la luna del armario.
Jamás
serás una venus helena, una gracia pagana, la pétrea mentira de Canova o la
solidez y detallismo carnales de Ingres dictados por un sensualismo
indescriptible ajeno al pompier y su
retórica polvorienta de encajes y telones, tapizados y alfombras.
¿Cómo
modelarte mejor, malhadada afrodita?
Verano
de 1970. En otro universo, U5, donde el cielo siempre es del color y el brillo
de la plata, grises los mares: el dios y el diablo entreteniditos en sus
juergas y ocurrencias parónimas pasaron
de largo de tus treinta y cuatro años en este universo. Quietecita en un
rincón, sin dejarte ver por esos dos terribles Polifemos cegados en sus
ordalías temporalmente por un odiseo
de papel. Salvada (de momento, pues te tienen agarrada por el pescuezo y no te
soltarán: ten preparada las piernas para la huida).
La
dama cumple cuarenta, cincuenta años… (que
tú no cumplirás).
Esa
imagen que devuelve el espejo: eres tú irreconocible, aumentados los
desperfectos, el camino a la caricatura del niño, el camino de vuelta, lo
inverso: el monstruo sin cuello y ojos
desorbitados y pelos como alambres que pintarrajea el picasso de cuatro años.
Coge
el barro de tu esencia y majestad:
Borra
las arrugas de la expresión, levanta las cejas, elimina las bolsas de los ojos,
desecha la sobra repelente de grasa y de piel en los párpados, aumenta los
pómulos, corrige las orejas, remodela el cartílago auricular, reduce el
caballete de la nariz, armoniza las facciones, sensualiza los labios, endereza
los pechos, alisa el vientre, redefine la cintura y las caderas, recoloca los
músculos abdominales, hazte el culo respingón, redondéalo, absorbe los líquidos
de los brazos y las piernas, alivia las hinchazones, muda la dentadura en
blancores esplendentes…
Un
desnudo perfecto (el de la luna).
El
enigmático canon de Policleto arriba patético a esa pepona henchida de rellenos
y ocultas cicatrices de la mujer retocada y envilecida por la misma imagen que
proyecta.
Del
mono al hombre/de la mujer al mono.
Todo
sea por las bellas simetrías: un punto axial verdaderamente humano: muñecas de
siete cabezas y media… Pero, ¿y la gracia? ¿Qué les infunde la vida y las libra
de un hieratismo quirúrgico?
Helas
aquí tan perfectas e inútiles como jarrones chinos, con sus almas de acero, tan
innecesarias en su belleza impostada y sus ojos crueles.
Dijo:
“Es una cuestión de evolución.” (En el interior cálido de uno de los
apartamentos de un edificio de piedra en el West Side) propiedad de una de sus
amigas ricas e… inteligentes. Afuera cae la nieve, y los grandes ventanales
semicirculares dejan ver la grisura atemorizante de los 10 grados bajo cero
neoyorquinos de un enero polar. El tema se ha impuesto en el discurso de
canapés, licores dulces, café árabe y té con leche de estas mujeres de la
perfecta línea y los volúmenes adecuados, sabuesas y presbiterianas, y hasta
puede que entre ellas se mezcle alguna acomodada y extraviada exmiembro del
YWCA. Las exposiciones argumentales no dejan de ser atinadas a pesar del
ambiente de bricolaje intelectual que
deparan la colección de pintura contemporánea, los libros caros y lujosos sobre
los sofás y los sillones de cuero teñidos de rojo y los vasos cortos coloreados
por el mejor whisky de doble malta. La sonrisa estereotipada, el gesto medido
–una corrección que sólo es una más de las convenciones de ese mundo sigiloso
de gente con paciencia y sin incertidumbres, de grandes patrimonios y fortuna
sin límites-, la soltura del rico sin grandes estropicios físicos en sus
vísceras todavía y, en consecuencia, sin plebeyos temores en el horizonte: a la
caza y captura del artista indefenso y atemorizado de la mediocridad de su vida
hasta ese momento: te comprarán por un puñado de monedas, créeme: déjate robar
el alma. En el fondo, es una tregua generosa: la dama desciende de la torre del
homenaje y olisquea los entresijos de una de sus súbditas: Eva Hesse, la pequeña
judía artista, por ejemplo. Estas mismas mujeres ornamentadas y peripuestas con
arte palaciego que observan a Hesse como un bicho adorable y poseedor de ideas
chocantes son maniquíes sin arrugas de una estética urbana ambulante y
referencial, neceseres de una amplia cultura no del todo desdeñable que
aguardan a que esta moderna Mary Shelley alumbre el frankenstein de trastos y
cables capaz de renovar la plástica del día (a lo más, de la semana). Los ojos
maliciosos dibujan en su fugaz chispazo las expectativas futuras que han de
entusiasmarlas a la vez que halagar su confianza.
Pero
cuesta imaginar el paso atrás desde esta figura neoyorquina, parlante, ritual,
acartonada y falsa hasta el efebo griego o la robusta afrodita tan naturales.
Ninguna huella evolutiva parece atestiguar el salto en un sentido u otro del kuroi a Policleto, de quien sólo
conocemos las réplicas de mármol de los copistas que, como es norma sin
excepción, son artesanos sin talento.
La
búsqueda de la perfección es tan vana como la búsqueda del absoluto.
Mejor
la gracia, el gesto al vuelo, el ademán inocente, un ethos espontáneo y feliz que rehúye lo artificioso y el cálculo,
una venus naturalis ya desprovista de
ropajes y tabúes pero aún no corrompida por el propio temor al cuerpo e indiferente
a sus desperfectos al paso del tiempo.
Puesto
que las cosas bellas son difíciles, no hace falta, Fidias, como bien supiste
ver, que revistas de oro a la diosa Minerva para que sea más diosa.
Te
bastó con el marfil y la piedra que, asimismo, tan bellos son a la vista. Le
bastó al pintor el simulado color de la carne.
Presas
codiciadas del lienzo o la piedra, pocos favores reciben más allá de la mirada
del sabio, del diletante o del solitario. La sutil cadencia del déhanchement basta para fustigar el deseo
ante una naturaleza muerta por inmóvil y de fingida carnalidad. Es el regalo
que ellas devuelven: la complacencia estéril, la fatiga esteta o los placeres
ocultos.
Al
paso del tiempo, sólo una anacrónica draperie
mouillée, inteligente y calculada, manierista
del todo, comprada en las más caras
boutiques o descubierta en los magníficos y dorados shop fronts realza los encantos de aquellas sofisticadas
neoyorquinas clientas del lujo, el cuero oloroso y las mejores sedas,
coleccionistas de obras de arte contemporáneo y animadoras del té de las cinco.
Y
al cabo, la chafarrinada está a la vuelta de la… demencia: Frenhofer se deja
engañar por dos incrédulos. ¿O es a la inversa?
¿Cuáles
son las proporciones correctas?
Un
montón informe de trastos desafía cualquier escala vitrubiana: mirad, mejor
aún, contemplad: entre esos desechos se agazapa mi alma desnuda, todo aquello
que me angustia o emociona: lo que en ello gozo o me torturo se halla ahí
sepulto o insepulto entre los cables, los plásticos, los cristales y las telas… ¡los polímeros!
No
eres un enunciado definitivo; con el tiempo terminas siendo un estropicio, unas
líneas desgarbadas y feas, un rayajo gótico cargado de analogías ojivales y
desprovisto de gracia.
Deconstrúyelo,
entonces; desarma esa carne corrupta sostenida por huesos endebles.
Transfórmalo a ese cuerpo en abigarrado montón de materiales cuyo orden y
concierto sólo a tu espíritu conciernan.
El
Siglo XX es un solar donde arrojar todo aquello que expulsa el alma.
La
belleza, bien es cierto, es sólo una relación… ¡pero de infinitas y variadas
unidades simples!
Categóricas
sí, pero arbitrarias.
Una
dipendenza apenas perceptible,
emboscada a lo largo y ancho y alto y bajo de ese amontonamiento o disposición
objetual, detrás del cual se encuentra un ser humano.
En
O’Casey: el cóctel de media tarde.
Un gimlet con el mejor vodka para él (que va a pagar
las copas); Four Roses para mí, que
paladeo sin dejar de hablar.
Talleres de reflexión teórica:
adonde
ningún ojo descubrirá el barro maleable, el torso monstruoso adivinado a través
de la bolsa de plástico preservadora de la humedad: nada en estas iglesias del
novicio depara lo humano, nada nos transporta a las sosegadas visiones de la
estatuaria griega, cuando la levedad de la piedra tallada con mimo encomiable
transmutaba en carne apetecible, versaba en una piel tersa e inmaculada, en un
reflejo del agua del color de la luna y de la pátina del deseo. ¿Qué manos
modernas –se dicen como orantes- osarían replicar la clásica belleza de unas
estatuas que, a despecho de su naturaleza canónica o ideal, se verían rebajadas
a ejemplo estético de pusilánimes y a copistas sin genio? Ninguna alquimia
contemporánea ha de mejorarlas en una apariencia inaugural que ha sido venerada
siglo a siglo, ningún apócope ni remiendo hará de ellas materia superior.
Mejor
dejarlas dormir en su sueño de siglos.
A
otra cosa.
Y a la mañana
siguiente:
Para una teoría de los formatos de
equiparación: pintura expandida y vídeo. Conceptos e idearios sobre el soporte
plástico contemporáneo. Alternativas de una semántica de confrontación en el
siglo XXI) logra leer en un cartel pegado junto a la
puerta de entrada (¿a qué? ¿adónde? ¿hacia qué? ¿por qué?).
Hay
un pequeño trabajo para ti, negro.
¿A
cuánto por página?
Tú
decides, pero no pases la raya roja.
Nunca
lo hago.
Lo
malo es el tiempo.
¿Plazo?
Dos
meses y medio.
Estará
listo.
No
esperaba menos de ti.
Además,
tengo el título.
Magnífico.
Para un entendimiento poético de la
instalación en espacios de adecuación plástica. Comportamiento y ejecución
escultórica mediante un vocabulario matérico, espacial y objetual intuitivo: la
moderna sintaxis del arte tridimensional.
Es
perfecto.
Eso
creo. Propende al esclarecimiento.
Afín
al debate de los avisados, del entendido
en la materia.
Pues
manos a la obra.
Cuánto
de bullshit tenga esta maldita
reunión de objetos, será difícil saberlo. Quizás esta farfolla no responda sino
a un autoengaño sublime y alimento visual para incautos. Un decorado quackery, aseados humbugs para soplagaitas bien vestidos de Tribeca o tipos
marrulleros intelectuales del Village atrincherados en sus trenkas, sus libros
de bolsillo, su cine europeo, su whisky de baratillo y sus botas de piel
vuelta.
¿A
eso aspira tu obra?
Existen
pruebas suficientes para negar esa insidia, Escribidor.
Veámoslo,
dijo casi inaudible, inconsciente, y me condujo a una habitación donde se
apilaban cientos de objetos heteróclitos en magnífico desorden.
Me
condujo a la confusión más absoluta: a lo sinnombre.
En
cuanto a ella: ¿Qué se siente al tener a la muerte pegada al costado? Sabes
bien que han acabado los plazos, el momento de la desaparición ha llegado, la
parca enlutada extiende la guadaña hacia ti, ya la enarbola en el aire
perfumado de mayo, va a segarte en dos, va a robarte del mundo. ¿Qué se siente?
Está adherida a tu piel como una bruma gélida, notas físicamente su baba
mareante, te tiene agarrada por el pescuezo, asoma por tu aliento, habla por tu
boca, oscurece tu mirada…
¿Puedes
dibujarla?
“Vete
al infierno.”
¿Qué
se siente?
“Hedor.”
Otra
presa.
Otro
botín.
Al
agujero.
¿No
sientes miedo?
“No,
sólo asco.”
Toda
una vida (lo bueno, lo malo, el día, la noche) comprendida en treinta y cuatro
años. Una condensación.
¡No
ibas a interpretar una maldita anderseniana! Lejos de las hadas, tu escenario
es el de las brujas y los bosques nocturnos, las cuevas oscuras, los calderos
humeantes de herbarios secretos, las degollinas, el de las hermosas cabezas
rubias de las doncellas rodando por el suelo de tierra podrida de la cabaña.
El
Escrutador estudiaba la tinta simpática, la diablura de la escritura al revés,
epigrafiaba los temores, pesadillas al alba y dolores de la artista de la bola
negra. Una y mil veces desentrañaba significados y atendía contornos y
colocaciones: el disparate del objeto que mucho puede decir de sí mismo con la
sola contemplación del espectador y tanto más relacionado con otros, y
hermanados en el acto creativo con la pena, el absurdo, la incertidumbre, la
angustia, el miedo…
Tal
vez en lo más oscuro de su subconsciente de donde extrae las imágenes que los
objetos terminan escenificando domine un lado infantil, una imperfección
sostenida de ingenuidad que incluso en sus obras más herméticas la obliga a
alterar el orden del mundo, la lógica del habla y el fluir cotidiano de los
días, una subversión que no claudica ni ante lo ininteligible; todo aquello, en
suma, que repele una cultura universal instituida por lo correcto, lo
contrastado y lo primario, que siempre resulta ser lo toscamente legible y
técnicamente perfecto pero huérfano del mínimo misterio, de magia. Innecesario
al fin.
Como
un alma primitiva. Así sería ella, sus representaciones, su justificación.
Abrazaba lo desconocido: he ahí la importancia del hecho.
Soy
La Primera en Adentrarme en la Oscuridad pero también en Inventar el Fuego que
Alumbra las Visiones.
En
el comienzo de los tiempos (1966).
Escarbaba
en el misterio. Era la Gran Maga, puesto que ahora transmutaba los objetos y
convocaba significados.
¿Qué
tiene ante sí? La nada. O el todo. Depende de los nombramientos.
Tras
de mí, la oscuridad; ante mí, lo concebible.
El
alma (hace treinta mil años) puede hablar. En lo más oscuro de la cueva, el
artista pensador se pintarrajea en
forma de animal, se celebra poderoso. Aquella reputación más que los fragmentos
de su memoria te persigue, Hesse:
Apreso
esas hechuras, las hago mías: el bisonte en la piedra es tan real como el
incipiente y todavía innombrable placer estético que le produce a su captor. La
magia se alía con el conocimiento. Descubre el símbolo: comienza a desnudar la
forma de perifollos, conceptualiza la visión, el pensamiento, el objeto, el
animal, a sí misma…
Ha
descubierto un lenguaje y la infinita gramática de sus antojos.
Del
ocre y el rojo y el negro a lo variopinto de todo lo que le circunda. Ahora, ya
eres una hechicera. Has trastocado la morfología del mundo, no basta con decir
agua, animal, tierra: proclama sus mágicas variantes.
¡Qué
mágica y sugerente es la naturaleza sumida en la noche! ¡Qué aburrida y legible
desnuda por el sol, atrapada en la claridad cegadora!
La
Alquimista oscurece los días y alumbra las noches.
Gesta,
pues, lo trascendental.
Pero
en la era de la modernidad y sus feroces trapisondas sólo podía ocurrir en ella
que el mito, lo mágico, el ritual y lo místico se fusionaran en un silencio
cuasi-religioso. En una estética de lo alambicado, tan sutil como rebuscada,
pues ella, y no otra cosa, sería lo sacramental.
Y crea las imágenes reales aun pervertidas por un significado que sólo a
ella incumbe.
¡Qué
importa que no puedan ser vistas a la luz natural de otras mentes!
De
lo más oscuro de sí misma extrae los bisontes rojos, los ciervos ocres, la
negra línea de la silueta del cazador.
Y
es inocente, ¿pues no hace más de veinte mil años que unos seres primitivos ya
siluetaban sus propias manos en lo más recóndito de la caverna paleolítica?
Ella
sólo perpetúa la prístina inocencia de aquel primer artista sobrecogido por el
misterio (que a su vez sigue perpetuándose hasta hoy).
Están
los cráneos pulidos por los siglos, bronceados por el polvo. Sobre el pedestal
de la tierra sus cuencas más que mirar, tragan. Qué solemnidad. Retrato al
natural. La mueca que ha resistido durante miles de años los diferentes estilos
artísticos instaura toda una teoría de la intemporalidad: es una plástica
constante, duradera y aleccionadora, imbatible. ¡Calaveras indomables!
Persisten
desde las Primeras Páginas de la Historia del Arte objetos y herramientas
ambiguas como los eolitos. Quizás sólo fueran simples formaciones de cuarzo
trabajadas por la lluvia, el viento y el tiempo. Hoy promueven la exégesis,
impelen a escudriñar sus más escondidos átomos. Y francamente… No adoremos
todavía a ese pequeño becerro del arte innominado. Es producto de la naturaleza
que autómata, ajena a las leyes de los hombres, nada cotiza ni premedita y
muchos menos sabe de reliquias objetuales.
Más
adelante La Hesse del Período Oscuro le ha dado forma peligrosa a un tosco
pedazo de sílex, lo que le posibilita para el crimen, la caza o para crear
otras tallas más elaboradas. Un día, ese instrumento que tanto le ha servido,
se transforma él mismo en escultura. Lo labra. Lo ornamenta. Otro día inicia la
industria del hueso, que decora con mimo, y aprende a utilizar el marfil de los
mamuts y el asta de los renos. Otro día modela con arcilla dos bisontes.
Los
contempla con extrañeza: los ve.
Y
otro día, su gemelo prístino de ojos de fuego en su rostro de carbón se
complace en una creación más sofisticada: se rodea de lo inútil, sólo de la
estética: erige la Venus de Willendorf, la mujer esteatopígica.
En
estas imágenes, se dice El Escudriñador, existe algo de voyeurismo, un componente erótico quizás: se autocomplace el
artista viéndose asaeteando animales, ponderando la sangre también alimenticia,
bebible, que brota a borbotones, cazándolos y sometiéndolos, dominándolos como
el ojo de miles de años después se refocilará contemplando cópulas ajenas,
marañas de cuerpos animales tan sólo, brillantes de sudor, sin espíritu,
abismados en una contienda meramente carnal.
En
fin, ¿existe una época auriñaciense o
magdaleniense en la obra de nuestra
heroína, una época azul o una época rosa, por así decirlo, esas
subdivisiones picassianas…?
Parte
de lo desconocido y allega a lo impenetrable. Bonita forma de tratar el objeto.
La
intención megalítica selecciona lo monumental, es un arte que le basta con la
dimensión, lo más bruto de la fábrica de la naturaleza. Pero los dólmenes y los
menhires sostienen una creación que apunta a lo original en el mundo: es una
forma artificiosa, nueva, que opone a la caverna su sentido deliberado, un
simbolismo cuya significación
misteriosa no obstaculiza la contemplación de su llamativa morfología. Reta a
los cielos. Para el éxtasis la mera visión es suficiente, y el cúmulo de
preguntas que se termina formulando el espectador acrecienta su potencia
siempre escondida.
¿Qué
estadios sucesivos cumplimentaba la escultora Hesse De Las Cavernas en lo más
hondo de la cueva hasta alcanzar el adorno construido de moluscos, huesos y
guijarros?
¿Partió
del escultor solutrense y el reconocible animalario de sus frisos esculpidos?
¿Habría
una transición del rito a la sola complacencia estética?
¿Nos
es precisa una cronología de la evolución de sus rarezas?
¿Fue
objeto artístico o herramienta la piedra tallada yacente en el pulcro suelo de
la galería inaugural del arte aún sin la luz de los focos de cien vatios?
Tan
cerca de la magia, la estética irrumpe desordenada pero ya regida por una
ordenación que guarda cierta obediencia al modelo del que se hurta la imagen:
no sobresalen del cazador tres brazos, no existen los bisontes con dos cabezas
y cuatro patas tiene el ciervo.
Lejos
del estatismo paralizante, la superstición y el conjuro plásticos la conciencia
de la Ejecutante cobra paulatinamente una nueva dimensión liberadora de tabúes
y deriva al regodeo de lo trascendental.
La
Hesse Primitiva ha recorrido un largo camino desde la silueta soplada o trazada
por los dedos en la pared de la cueva hasta el hierro hallstáttico: metal y su
floritura de óxidos que en la era de la Hesse Moderna convive sin estridencias
con la fibra de vidrio. Pero ha sido un recorrido circular, y ahora el cazador
sí tiene tres brazos, son dos las cabezas del bisonte y el ciervo sólo es un
esquema ondulante en el aire, una línea nada más. A la postre la obra,
subrepticiamente, no deja de connotar una magia y un ritual emboscados en la mente de su creadora.
Ella
ha creado una nueva religión. Y ella es la Suma Sacerdotisa. Y no precisa
liturgia alguna. Le bastan los materiales y el ingente basural técnico-decorativo
de la época de la modernidad para allegar hasta la misma estructura del símbolo
y su enunciado reconocible o no.
Puedes
dibujarte, pero no te puedes representar.
Justo lo contrario del pintor de domingos,
que puede representarse a través de sus escenas de paisaje sin siquiera ser
consciente de ello y sin saber dibujar, sin saber pintar verdaderamente, sin saber nada de nada. Se connota el pobre dominguero animal (en el buen sentido de la
palabra) a través de su parca réplica, su esfuerzo calamitoso, su traspiés de
neanderthal.
Ella,
primitiva, ve las piedras y las rocas como los huesos de la tierra, los venera
y acepta su naturaleza sagrada.
Ella,
artista de la piedra, ha evolucionado durante miles de años hasta la era de la
transmutación de los metales, la combinación de los átomos y la refutación del
tiempo. Esta alquimista en taparrabos y hacha de sílex aferrada a la mano, de
gruñidos y rostro peludo ha concluido su periplo evolucionista paseando por la
Quinta Avenida vestida con minifalda y un suéter amarillo cruzado de rayas
negras y calzando botas blancas de media caña. Disfraz adecuado a su época que
termina arrumbado en lo más esquinado del loft una vez traspasa de nuevo las
puertas del templo: allí, ataviada de monja conventual, casi en harapos
medievales en realidad, rodeada de vasijas y herramientas imaginarias, se
entrega a la Obra Inmortal a salvo del mundanal ruido neoyorquino: trasiega
entre sustitutivos y revelaciones. Por el cristal sucio apenas asoma la vida de
los otros, el rumor lejano de sus andanzas, fatigas y descontrol: se han
vueltos ininteligibles frente a una jerigonza hermética y poderosa que desde la
mudez de su sintaxis concluye en lo visual, en los neones de lo secreto.
La artista hechizada,
ya con las manos libres, los ojos muy abiertos y la mente despierta, revuelve
en la quincallería objetual del metal y el plástico de donde extrae la memoria,
califica el presente y conjura sus miedos mientras persevera en descifrar el
rompecabezas inextricable del futuro. Selecciona materiales, desgaja las ideas
del seso, dispone piezas. Seduce al tiempo, acalla el día y su alboroto.
Celebra su misa en el scriptorium imaginario. Héla aquí, la omnímoda salvaje,
con los brazos en jarra, La Eterna Gestante desplegando feromonas ya en el atrio
mismo de la creación.
Y
se adentra en la espesura, puesto que ahora ya lo sabe.
Lo
sabemos.
Tú
no eras un hada. Ni la más bonita del cuento. Ni la más indefensa. Ni la más
lela. Eras la Bruja Piñones.
En
lo más oculto del bosque donde el agua es verde y la tierra negra, donde las
copas enrevesadas de los árboles retorcidos no dejan entrar los rayos del sol y
domina la fría niebla, tienes tu morada, una cabaña de gruesos troncos coronada
por una chimenea de la que se eleva día y noche una temblorosa columna de humo
oscuro y fétido. Ningún peligro parece encerrar la tosca vivienda, sólo una
invitación a la extravagancia y el misterio.
Y
te recreamos, pues aún somos niños inocentes y crédulos, todavía víctimas del
arte maquiavélico de tus encantamientos de bruja, maga y artista.
En el interior la
atmósfera flameante excita los sentidos, cuelga el siniestro caldero al costado
del fuego y sobre los troncos ennegrecidos por la alquimia del tiempo se
proyectan las sombras de tu equívoca figura de mujer (¡menudo disfraz te
procuraste!).
En esa caverna de
terrores primitivos te entregas a la cábala y a las ciencias ocultas, te hallas
en lo secreto… ¡Acaso no es magia negra hacernos ver lo que no es!
Bruja
más que bruja entre retortas y probetas, pócimas y mejunjes, filtros y
alambiques, matraces y mil tubos, entregada a una extraña y maléfica química
que degrada las visiones y el entendimiento, sabia de una farmacia que altera
las imágenes y las convierte en pesadillas, maestra y fábrica de ácidos y
tóxicos que pervierten la naturaleza de los mundos... Has abierto La Caja de
Pandora del Arte y la pesadilla se ha poblado de máquinas y artefactos
imposibles, de la fiesta de la fantasía y lo incomprensible, de la estafa de
los sentidos.
Y,
sin embargo…
Pues
que estamos en el principio, yo te juro que como acólito descarriado he de
profesarte fidelidad, y en tu final, que ya está escrito, he de guardar nueve
días de luto.
Año Domine I.
En
1949.
“Seré
artista.”
2011.
Los
tiempos han cambiado.
75
aniversario del nacimiento de Eva Hesse.
Vaya
usted a saber por dónde anda: U68 o U120. Escondida entre galaxias, hurtándose
al tiempo, huyendo de la mordedura candente de los lebreles del cáncer.
En
efecto, todo empieza a ser muy distinto.
Ingeniería
mental: se sostiene en el aire. Como un inconsciente colectivo.
¿Todo
a punto, mercader?
“En 1889 Tanguy me
decía: todo hombre que gaste más de cincuenta céntimos al día es un maldito
pillo.” (DE GOGH, página 227.)
Unos pocos céntimos
más y el banquete está servido: sobre la mesa de mármol una botella de vino,
pierna de cordero con judías pochas, blanqueta, queso, tarta de manzana y café:
0,90 francos. En días de suerte, todavía se le sacaba al dueño del bistró el aderezo de un dedito de
calvados para amenizar la sobremesa con los chascarrillos habituales y muchas
maledicencias.
Sólo
he sido enteramente feliz en el Bateau-Lavoir, se dice en 1972 don Pablo
Picasso, Señor de Mougins, inmerso en
la vie de château mientras recorre
los atestados corredores de Notre Dame de
Vie bajo la luz selenita de la medianoche. Allá en la Butte el pensamiento
era más libre, y el cuerpo era como un amigo feliz y era mucho mayor la
ambición, puesto que todo, absolutamente todo, estaba por llegar, y desde lo
alto de la colina hasta se podía ver una luz verde allá a lo lejos que apenas
definía los contornos de las cosas, una
luz verde en la noche de luna ascendente que parecía presagiar todas las
promesas del orgiástico futuro.
En
1912 Picasso había abandonado Montmartre: ahora Monsieur Pablo recibía en el
242 del bulevar Raspail.
De
allí, poco después, a un lujoso apartamento en el mismo Montparnasse.
Escalando, pues.
Los
tiempos, amigo Vollard, están cambiando. Tu siglo de bastidores y pigmentos que
dotaban de colorido el viejo París ha dado paso a patrones más serios y
calculados.
Un
billete de cien francos ya es moneda corriente en los bolsillos de un
pintorzuelo no entregado en exceso a la bohemia y no demasiado loco a causa de
la absenta.
Ni siquiera volverán
aquellos años más cercanos de entreguerras cuando el pintor español, ya
enriquecido, retornaba a Montmartre poseído por la sola idea de volver a abrir
la puerta que le condujera a la Época Azul y poder ganar sólo unos céntimos,
las monedas imprescindibles que le permitieran comer al día siguiente una sopa
de verduras con tocino, beber un par de vinos al atardecer en compañía de buena
gente, mear a gusto en el arroyo central de la calle pueblerina y tumbarse en
el jergón cuando el sueño le venciera, aun con los pinceles en la mano. Al
amanecer, un vaso de leche tibia y cremosa comprada directamente al boyero que
guiaba las vacas y los bueyes, el trozo de pan todavía caliente recién salido
de la tahona y, más abajo, casi en el horizonte, la vista inmensa entre brumas
azules de un París somnoliento a los pies al que había que conquistar.
En 1900 eso bastaba
para redoblar las fuerzas y seguir adelante.