La paz
aunque, de nuevo, sea en ese sucedáneo de Central Park: el sol tibio y benéfico
penetraba en la fronda de los árboles y se multiplicaba en el suelo de tierra
dorada mediante súbitos centelleos, le acariciaba la piel el leve rumor del
aire que agitaba las ramas: miró las riquísimas, imponentes e inaccesibles
torres de piedra y cristal que erguidas al cielo azul e inocente refulgían
soberbias: qué importa a esa hora marina y calmada de la mañana dónde se hallan
la paz y la felicidad, si en palacio o a la intemperie, qué importa el precio
por ellas que, si no allegan en forma de dádiva, nunca es suficiente.
Ojo con
los parques.
Siempre se
pierde en el metro. “La vista”, se excusa en todo momento avergonzado, y guiña
uno de los ojos de un modo espeluznante.
Ojo con el
metro (B, D, 1; más tarde, Queens).
Y el caso
es que viaja en el metro muy espabilado, con los ojos bien abiertos, sumido en
una babelia de pieles distintas, múltiples rasgos, hablas exóticas, orígenes
impensables. A cualquier sitio de la ciudad cósmica que se dirija se ve
acompañado de miles de desconocidos, viaja en ella y desde ella a través del
túnel del tiempo y el espacio sin importarle el ruidoso traqueteo, viendo
fantasmas que ya en sus épocas tuvieron a bien descubrir el señor Poe y el
señor Crane.
Viaja a
solas. Con la infinitud de su pensamiento. Un goteo constante. Semeja el
revoltijo indescriptible de uno de los lienzos del señor Pollock.
Solo: es
exactamente un individuo. Un Julian Sorel atemperado por Antoine Roquentin en
una época en que el estatismo parece ser el peor de los pecados.
Solo. Con
sus imaginaciones, que es todo.
Empieza
bien el día, Gran Escritor. Lo primero, ya en la calle, el desayuno:
la taza de
café, un bagel con queso fresco y salmón, el Times… y el gran ventanal de la cafetería por donde discurre el
mundo a la derecha. ¿Y ahora qué?
También la
calle.
Siempre
lleva un libro en la mano, como si fuese un breviario en el que orar de cuando
en cuando a lo largo y ancho de sus pacíficas y confusas correrías por la
ciudad inagotable. Un baedeker
espiritual y exclusivo.
Y, ahora
(respondiendo a tu pregunta), se dice con estúpida ilusión ante lo que el
futuro pueda deparar, a esperar.
Estimado señor,
Hemos intentado leer el manuscrito que
tuvo la amabilidad de enviarnos a la editorial, propósito que nos ha sido
imposible culminar con éxito.
No nos hemos tomado la libertad, Dios
no lo permita, de cambiar ni una sola coma de sus páginas.
Se lo devolvemos tal como nos llegó:
indescifrable.
Le rogamos que exculpe nuestra
estupidez.
Tal vez el siglo que viene… En fin.
Atentamente.
Bah, ¿qué sabrán estos? La tenacidad fluye por sus venas,
puede darse mil cabezadas hasta derribarlo contra el muro que le separa de su
ambición: al final, y no demasiado tarde, dejará de vivir en agujeros de
cucarachas y grifos prodigiosos y con su máquina de escribir de oro macizo
acabará viviendo en el River House (y sin condiciones previas).
Como
suelen decir los artistas honestos al comprobar de nuevo que no han vendido una
sola obra de las expuestas en la galería: “En fin, chico, como diría nuevamente
el viejo Bill tirando a la papelera el original devuelto, vas a tener que
trabajar alguna vez en serio el resto de tu vida (cargar camiones, recoger
naranjas de la china) y dejarte de entretenimientos y aficiones vanas.”
Se acabó
la Navidad.
Así, pues,
le lleva un libro a ella, a su chica. Un libro como debe ser, nada parecido a
los aseados productos de un club de lectura al estilo del Literary Guild. Es su
manera de ser, de defenderse de casi todo: Against
Interpretation, que acaba de leer, pues recoge aspectos de la cultura
europea que le son muy queridos. Ella ya lo ha leído. Resulta que es una
lectora incondicional de la Sontag. Hablan de Truffaut. De Bresson. Del Godard
más léxico que instigador político. Un poquito de Rohmer. Ella ya se ha visto
encarnada, aunque en la pantalla: “¿No lo sabes? Yo soy la Catherine de Jules et Jim.” Dos días más tarde, consigue
en una librería de saldos de Broadway el guión de la película. Adenda: En su nave espacial Up the Down Road II navega hasta el
universo de reserva de Hesse. Le proporciona la debida información del cáncer,
de la metáfora, de la resistencia de Sontag ante la muerte: le habla de un
futuro que no entiende. Le mira con extrañeza, con una incredulidad dolorosa.
Se diría que hasta le repugna. Recula para atrás, le teme. ¿Qué no le verá como un hombrecillo verde de cabeza
gorda, con antenas en lugar de orejas y piernas de alambre? En tal caso,
debería abocetarle rápidamente, antes de que se disuelva la visión.
Inventariar, he ahí el verdadero significado de un arte afigurativo. Ha de ser
una mujer artista…
Pero sólo
es una mujer que, si bien en contadas ocasiones, tiene miedo.
Le enseña
algunas acuarelas y aguadas con tinta india sobre papel. Son del año 63: a)
kandiskyanas; b) gorkyanas (¿?)… Prefiguran a Basquiat. Aunque ella nunca sabrá
de ese artista negro, homosexual, desastrado y heroinómano, también muerto
prematuramente, que de la letrería mugrienta y colorida del muro ferroviario
pasó como una exhalación cogido a la mano de Mary Bonne La Virgen de los
Grafiteros al lienzo de los cinco millones de dólares.
Suicidios
y biografías desastradas. La especia que termina aderezando la componenda del
arte y los supervivientes.
Lo triste
o lo trágico.
Tenía un
único libro, y ese libro no demasiado grueso tenía una única raya oscura en los
cantos, como si ese hombre sólo hubiese abierto una y otra vez por las mismas
páginas y leído los mismos párrafos del viejo volumen encuadernado en lustrosa
piel teñida de azul.
"Pero Hesse", se dice él insomne por los ruidos nocturnos e incesantes de la ciudad, caviloso, sentado con los ojos cerrados y la cabeza gacha como un animal herido en el minúsculo lecho del apartamento, todavía digiriendo su estómago la comida barata y grasienta, "jamás jugó a la ruleta rusa."
"Pero Hesse", se dice él insomne por los ruidos nocturnos e incesantes de la ciudad, caviloso, sentado con los ojos cerrados y la cabeza gacha como un animal herido en el minúsculo lecho del apartamento, todavía digiriendo su estómago la comida barata y grasienta, "jamás jugó a la ruleta rusa."