miércoles, 16 de diciembre de 2020

 

Descorred el telón:  

Cómo es ella?

Él sabrá.

(Adelante: no es ni más ni menos que una de tantas … chick flicks.)

Entonces la soñó en un viejo apartamento de la calle 10 Este (sigue sin alejarse demasiado de sí mismo, de su viaje a la desnudez). Allí, una tarde fría iluminada apenas por una luz gris y desapacible, mientras al otro lado de la ventana sin cortinas la nieve inocente y silenciosa descendía pacíficamente sobre las aceras desiertas, enfermó. Su cuerpo de sierpe le estrujaba hasta escurrir una sangre oscura y maloliente por la boca. Estaba solo, indefenso y exánime. La fiebre y las náuseas no le abandonaron en cinco días. Pensó que aquello era el final. “Ha sido perfecto”, se dijo. “Tardarán cien años en descubrirme en este cuchitril vacío lleno de folios en blanco.” Se hundía en un sueño de oro, mierda y agua verde, un delirio interminable y febril fraccionado de dolorosas vigilias y estremecimientos sin fin, una pesadilla envolvente y atroz, pues soñaba con muertos y descalabros que extenuaba su razón en invenciones descabelladas. Al quinto día se arrastró al vaso de agua, a la pastilla concentrada de caldo, al trozo de pan duro como la piedra (que lamió), a la taza hedionda del váter donde vomitar la pesadilla de los cuatro días que le habían torturado hasta el umbral de la derrota final…

¡Menuda chick flick!

Despertó sin cuerpo, como sostenido por un dolor que ningún analgésico o bálsamo milagroso podría mitigar.

No la había soñado a ella: soñó los monstruos que antes ella soñara y que, nacida de esa sinrazón, una pandilla oleosa de bocas monstruosas y rientes le había empezado a anegarle a él con una marea invencible de episodios indescifrables.

Su padre escribía el libro de la vida, de su vida, de las dos hijas, guardaba entradas y programas de cine, cientos de fotografías y datos, notas manuscritas, cuadernos escolares, dibujos, páginas y recortes exhaustivos de periódicos, recreaba biografías como otros modelan muñecos de barro o pintan miniaturas… 

¿Te acuerdas de Sión?

Miraba por encima del hombro del agente de seguros, letrado correcaminos, que parecía cansado, con los pies en una pura llaga, a punto de cenar, ya con ganas de musitar sus rezos e irse a la cama en paz.

La última obra: ¿No te retrotrae ese arte a un estadio de animalidad, de primitivismo mudo? El arte exige que lo signifique en tanto lo contemplo. Si contemplo, pienso, y lo hago mediante el lenguaje, en silencio o abriendo la boca. Pero frente a esta obra… ¡carezco de palabras para hacerlo! ¿Puedo pensar sin ellas? Puedo interpretar los elementos que la constituyen, pero soy incapaz de dilucidar o pensar sobre lo que es si no utilizo algún tipo de lenguaje. Esa… obra me lanza contra el mutismo. En efecto, puede parecer simple, así su conformación, los materiales que la estructuran…  Y, sin embargo, es de una complejidad absurda, todo su sentido se ramifica desde un principio, se nutre y expande de múltiples añadidos conceptuales, emocionales, instintivos.

Pero ¿cuál es la realidad del arte contemporáneo?

-Supongo que se trata de una cuestión de credulidad. Ya lo dije antes, de fe. Tienes que creer en él… ¡y lo desconcertante es que ya no existen los dogmas! Bueno, quizás en la mente de algunos copistas de cara cerúlea, esos que se plantan disfrazados con un babero y lazo de terciopelo negro o azul oscuro delante de Rembrandt o Velázquez en los museos y se dedican a juntar líneas y mezclar colores terriblemente serios, mientras los demás visitantes compran libros inútiles en la librería o llenan las bolsas de papel con reproducciones tamaño postal de los cuadros… ¡colgados a menos de dos metros de ellos! Sí, tal vez los dogmáticos sean los espectadores. En cuanto los artistas… Han aprendido a aceptarlo todo en un mundo donde la falsedad, los intereses y la manipulación dominan por entero cualquier iniciativa artística o mercantil. Pero esto a la vez es lo que lo estimula.

-Te diría que es una especie de teoría del espectáculo. La cultura popular, que no el arte popular (la cerámica, la alfarería, los bolillos, la artesanía del hierro o la madera, el ganchillo de la viejas damas indignas…) se basa en una manifestación, ya no en la contemplación. Interesa la biografía atormentada o malograda del artista: su pintura o su escultura es la excusa, esa fastidiosa adición que el público sensato se obliga también a admirar. ¡Qué remedio! De modo que cuando uno va al museo está haciendo cultura. Es protagonista. Guarda cola bajo el sol terrible de julio, paga su entrada, se deja registrar (y hasta palpar si fuera menester) y, luego, en fila india, mira de soslayo las obras expuestas mientras busca codicioso en algún extremo la librería comercial: ansía atesorar la prueba de su ida (al) y venida (del) museo, el billete que atestigüe la exposición y la presencia de él . Cuando salga a la luz de la calle con la bolsa de papel agarrada a la mano respirará hondo, satisfecho. Sin duda, cansado. Pero echa a andar bajo la sombras de los grandes plátanos, la hilera de los arces que circunda el paseo, sorteando viandantes en las aceras, camino del metro, y se recupera en seguida.

-Es esa una imagen prescindible. No agrega nada al problema del arte contemporáneo.

-Añade una especia picante al espectáculo, un corpúsculo sazonador.

-¿El espectador? En el fondo a ese tipo de hechuras claras, concisas, hasta barojianas en su desdén por las pamplinas, le trae sin cuidado el arte, sólo acepta el del pasado porque está en los museos y en los libros de texto. Y doctores tiene la iglesia. Le dicen: Velázquez, amigo, es un gran genio. Y el tipo se queda mirando Las Meninas o El bufón Pablo de Valladolid e incluso Jardín de villa Médecis, y se dice abrumado: “yo jamás podría hacer algo así”. Ese mismo tipo delante de un tápies mira a ambos lados a hurtadillas, se dice, “hombre, esto, yo…” En cuanto al arte actual… ¡tan sólo le divierte, le ayuda a pasar el rato! ¡Otra forma de coleccionar cromos! La complicación del arte de nuestros días deriva del propio farisaísmo de sus propuestas, de la doblez que esconde: ha habido interés más que complacencia estética en su manufactura...

-Pero ¿cuál es el problema? Unos tipos que se dicen artistas imponen periódicamente un imaginario plástico y conceptual que otros se apresuran a celebrar, pues el mercado exige nuevos productos casi diariamente. Al cabo de cincuenta años (o cien, da lo mismo) la criba sólo deja espacio para dos o tres artistas a lo sumo, los demás era la escoria que finalmente se barre de las colecciones y los museos, sin un gramo de talento que se esconda  bajo su polvo... (o de su oportunidad para figurar). 

1946. Diez años, tiene miedo. ¿Cómo lo hizo? Y desecha de inmediato los procedimientos. “No me refiero a eso”. “Entonces ¿qué es lo que quieres?”, se pregunta veinte años más tarde. Quiere saber el camino fatal que condujo a su madre a esa conclusión, qué fue matándola antes, incluso mucho antes, hasta dejarla simple y llanamente en algo semejante a un caparazón insensible a las virtudes del existir, un pellejo vacío de sentimientos, emociones, o sólo lleno de temor, incapaz de enfrentarse a las cuatro paredes desnudas e inofensivas de una habitación, angustiada de estar a solas, de sentir mano sobre mano con la cabeza gacha cómo se aproxima de nuevo la terrible noche, la noche que anuncia el día enfermo, terror de despertar, aflicción ante la luz del sol, asco a las palabras carentes de sentido de los demás con sus feas bocas abiertas. No es el final lo preocupante, sino aquello que nos conduce hasta él. ¿Cuándo empezó el viraje fatal? ¿En qué momento inesperado de un día la angustia se abre paso en un pecho palpitante hasta alcanzar la garganta reseca? “Mamá”, lo dice en voz alta, rodeada de sombras. “Mamá”, llama. Silencio. Aguarda largos minutos sin cerrar los ojos (no vaya a dormirse), yacente, con el embozo hasta la barbilla, sin mover un músculo, concentrada en el más allá, que para ella sólo es un mar de oscuridad, impenetrable, inabarcable. Y he aquí lo preocupante: el silencio. El silencio que la oprime no es el de algún dios, o el de todos ellos, a fin de cuentas una tropa de espejismos e invenciones más o menos pintorescos, sino el de su propia madre. Muerta, no abre la boca, se diría que, en efecto, se ha podrido hasta ser irrecuperable, se la han comido los gusanos y sus larvas rapaces, sólo debe permanecer bajo los dos metros de tierra la quijada polvorienta y muda incapaz de articular sonido alguno soldada al resto del esqueleto también mudo e inmóvil. Silencio absoluto. Mayestático. Un silencio cruel, galáctico, universal. Obsesivo para el vivo y oyente. Y ese muro inquebrantable, ese mutismo de ultratumba confirma el todo desolado de cósmica vaciedad que adviene tras la muerte.

Podría pensar, puesto que sufre: ¿Seré el álter ego de Dios? Si tuviera un rabino a mano… Es hora, pues, de hablar de un dios con mayúsculas. ¿Cuántas veces has entrado en una sinagoga? ¿Crees realmente en los ritos? Naturalmente que cree en los ritos, y en la liturgia, en los oficios y cánticos religiosos, y en toda la parafernalia de sus objetos y utensilios: son una especie de arte, de happening. Y, además, trascienden lo meramente aparencial de los objetos, se allega a una metafísica que, en la plástica, es muy de agradecer por aquellos que desconfían del trasto conceptualmente inerme. Hasta los olores podría aprovechar en una de sus obras, o en todas. Unos aprenden de los maestros de Talmud; otros, de cualquier cáscara religiosa que se les ponga por delante. El humo penetrante del incienso adereza verdaderamente una visión escultórica de lo inefable.

Piensa ¿habría sido todo distinto si hubiese limitado sus ambiciones? Quizás, entonces, no se le habría infligido el castigo tan cruel. Una joven judía que contrae matrimonio (incluso con un gentil), atiende su hogar, cría sus hijos, una balabusta tranquila y ecuánime que prepara cuidadosamente comida kosher, consciente de sus deberes y de saber en todo momento el terreno que pisa, que sabe perfectamente mantenerse lejos de cualquier raya roja, que ni siquiera pronuncia una palabra en yiddish más allá de su círculo familiar (y sólo los sábados). Hasta sería capaz de comer sólo pan ázimo durante los siete días de la pascua, y, desde luego, de poner a sus hijos varones en manos del mohel. Todo ello con gran discreción. Claro que, en esa época, los cincuenta, en un barrio neoyorquino de clase media baja, una joven madre judía de regreso a casa con la compra del día aún podía oír a sus espaldas: “¡Perra judía!”. Y ese terrible epíteto hacía temblar las cuatro paredes de la bonita y arreglada sala de estar donde la perra judía y admirable balabusta, sentada en el sofá de piel sintética, con la bolsa de la compra todavía en el suelo enmoquetado llena de hortalizas, fruta, verduras, frascos de salsa de tomate y mostaza, la docena de bagels aún calientes del horno, salchichas de pollo y libra y media de cordero, solloza en silencio y alivia su desconsuelo limpiándose las lágrimas y los mocos antes de que regrese su maridito cartera en ristre de la oficina. Ser una judía hacendosa no te libraba del mal de los tiempos y sus hediondos prejuicios religiosos y sociales, de que no sólo temblaran las cuatro paredes del bonito salón con bellas cortinas protegiendo las ventanas, sino que se derrumbaran literalmente sobre tu cuerpo aplastándote sin misericordia. Si eso era factible de pasar a salvo en tu cálida guarida, que se te viniera la casa encima con lenzuelos de ganchillo, cortinas de cretona y alfombras, imagina la clase de afrentas y atropellos que podías esperar al descubierto en la selva de afuera.   

En febrero de 1952 se hizo amiga de un tal Holden Caulfield. Se lo había presentado una amiga, alumna algo redicha de uno de los centros educativos de la Ivy League, una amiga de las ricas e inteligentes (en la nomenclatura adolescente de Hesse por aquel entonces las amigas se dividían en: pobres y tontas; pobres y listas; ricas y tontas; ricas e inteligentes –las ricas no necesitan ser listas-). Durante meses estuvo obsesionada con él, intimaron hasta lo indecible. Pero poco más de 200 páginas después Holden Caulfield desapareció misteriosamente, se desvaneció de nuevo en una existencia de ahora a ser serios, querido amigo, ingresaría en la universidad, dejaría de ser virgen pagando cinco pavos el polvo (o diez si andaba cerca el proxeneta de puño directo al hígado) y acabaría siendo un letrado bien vestido como su padre (terno oscuro, camisa blanca impoluta y nudo windsor de la corbata perfectos). Ella, no obstante, fue tras su pista  por todas las calles de Nueva York. “Ahora aparecerá”, se decía al llegar con el corazón palpitante a una esquina. “En este instante”, conjuraba al volverse hacia el jovenzuelo de rostro devastado por el acné maldito que aguardaba a su lado a que el semáforo cambiara de color, y esperaba con ansiedad “la aparición de un caballero alto y atractivo de unos veinte años de edad”, que diría la niña Phoebe con menos causticidad de lo habitual. Hablaba como Holden Caulfield, pensaba como Holden Caulfield, se sentía distinta como Holden Caulfield. ¡Ella era Holden Caulfield! Pero aprobadora, excelente becaria y nada fugitiva. Era capaz de engatusar a su padre decenas de veces para que la llevase de Brooklyn a Manhattan, hasta Central Park, donde se quedaba extasiada viendo nadar los patos sobre las aguas del lago aún sin la lámina de hielo del invierno que los secuestraba. Compró tres libros de Isak Dinesen (entre ellos Out of Africa, que nunca terminó de leer). El asunto se demoró hasta  más allá de 1953, cuando el culto se aguaría un tanto al conocer la existencia de los primeros pintores del expresionismo abstracto, y, en especial, cuando leyó sumarios biográficos, casi aterradores, sobre Jackson Pollock. En 1954 los inocentes mariposeos del pobre Holden con una coca cola en la mano y una copa en la otra a través de una Nueva York helada y ajena se habían ahogado por completo en alguno de los barrios residenciales que daban a las verdes y pacíficas aguas del East River, o puede que naufragara en los vertidos y chorros diabólicos de pintura de los cuadros de Pollock, o aplastado definitivamente años más tarde entre las páginas sucias de semen y sangre de The Naked Lunch.

1966. El arte y su crudeza, el artista decidido y hasta salvaje, habían ganado la partida. La Gran Chica Lista y Judía Americana había descubierto que existía un lenguaje eficaz y brutal por su misma inconsistencia y trapacería, que más allá de la rebeldía se hallaba incoherente, cínica, caótica, adánica pero siempre festiva la verdadera revolución, en el arte y en la literatura.

Goodby, mister Salinger.

Enchanté, monsieur Duchamp.      

Marcel Duchamp, poco antes de morir:

“Qué confusión, tíos.”

Este ajedrecista del alma, aun distanciado de todo, y más todavía del arte de su época, que le parece cosa de niños bien aplicaditos, recrimina la manipulación a la que es sometida su boutade de años atrás:

Yo era un destructor, hice del ready made un arma arrojadiza contra la billetera burguesa y financiera de entonces, les lancé a la cara a toda esa turba adinerada y estúpida el orinal manchado de meadas amarillas sólo como provocación, una forma de rebajar la estética a la sucia calle, y, ahora, estos artistas de pacotilla de la sucia calle de hoy, admiran aquel meadero como producto estético… ¡Pensar que el futuro era de esos bastardos y la farsa de sus circos de ahora! ¿Cómo diablos podía imaginar una cosa así?

Todo parece haber cambiado de color y de forma… Hasta los ruidos de las calles se oyen distintos, y otro es el andar y los trapicheos y oficios de la gente, y extrañas las maniobras y obediencias de los automóviles… hasta la luz es otra. Pero, no: es ella la que ha cambiado. Ahora sabe lo que se esconde detrás de todo. Y ya nunca será lo mismo. Antes llevaba consigo la idea de la muerte allá donde fuese. Ahora la lleva cogida de la mano, una compañera fétida, negra y su contacto es tibio y blando, de una textura repugnante. Tan cruel, que nace de ella misma, no se han dado de bruces ambas al doblar una esquina, nadie les había presentado. No tenían el gusto de conocerse. La llevaba agazapada. El huevo oscuro y fatal ha eclosionado desde adentro. Y pronto ha empezado a cambiar las leyes del mundo desde sus mismos ojos. Ahora es la muerte la que manda: Hola, ¿estás sola?

Florece la tierra bajo el sol de mayo (atrás el abril siempre cruel). 

Invadidas las calles por el aroma primaveral y las renacidas copas de los árboles, limpias y verdes por la lluvia nocturna. Piensa (tú, cómplice que ves aún y mueves la lengua y miras a lo lejos, superviviente dicharachero y garrulo) que todo en torno a ti parecía anunciar un acto de renacimiento pagano y magnífico, de consagración con los mejores dones de la existencia. Y el estrépito del tráfico, las moles de cemento, ladrillo y cristal y las aceras atestadas no eran suficientes para oscurecer las galas, aún tan evanescentes, de una primavera neoyorquina en plena sazón. De nuevo la fragancia de la cálida brisa, las mañanas de clara transparencia, las tardes doradas e inacabables. E incluso en esa escenografía mareante de ruido y bullicio, en el gran ciclo de inmutable retorno, a despecho de su modernidad, se hermanan la festividad y la tragedia año tras año. Así, nosotros, perseguimos inconscientes las huellas de un porvenir siempre inasible. La perdurable rotación nada sabe de los afanes y temores de los seres humanos, de su ingenua vanidad y deseos de una posteridad que mitigue su drástica desaparición.

Y, de ese modo, indefensos e inútiles, atrapados en ese vaivén colosal del planeta, nos trasladamos por el cosmos de milagro en milagro, movidos por la fe en lo desconocido, la inteligencia o el instinto. 

Jugamos.

¿Qué podrías decir de mí?

Hesse vivió y luchó y perdió la batalla y después la guerra. Físicas en sentido estricto. 

Vivió sin misterios. Como su obra, que no los tiene.

Adiós a todos.

Pocos años fueron.

En realidad, era como si hubiese vivido cien años. Hizo todo lo que tenía hacer en sus treinta y cuatro años de vida, que era exactamente igual que lo que hubiera hecho en mil años. Era lo que creía que tenía que hacer. No fue en vano. Desde el principio ella se atrevió a fracasar, y eso hace distintos y valiosos a aquéllos que dejan a sus herederos tan mortales como ellos mismos una preciosa llave con las que ir abriendo las puertas del futuro. Como sabía lo que deseaba con todas sus fuerzas, llevó a cabo con éxito todo aquello que el tiempo le dejó emprender. Nunca temió el fracaso. Ella hubiera aprendido perfectamente a vivir en él.

Y ése fue el hermoso secreto de su obra y de su existencia como artista: no tenía nada que perder. Podía arriesgar todo cuanto quisiera.

Doble contra sencillo.

Cara o cruz.

Y la moneda de reluciente oro español, antiguo como una estrella llena de luz, desciende en el aire, cae despacio, muy despacio… hasta que llega al suelo.

Cruz.

Has perdido.

Y qué.

A fin de cuentas, ¿no se pierde la vida?”

¿Eso es todo?

¿Influencias?

¿Dónde los trucos?

Los de Shakespeare, que ante la acusación de sus reiterados plagios no dudó en confesar “que  robaba los versos a los poetas oscuros como quien aparta a una joven de las malas compañías”.

La chica hace listas, quiere apropiarse de la inmortalidad. De ese modo, un listado inacabable y superfluo de razones, intenciones, ascos, deseos, obligaciones, odios, ocurrencias, renunciamientos, carencias, espejismos, incapacidades, obras, materiales, objetos, instrumentos, libros, películas, artistas, esculturas, cuadros, dibujos, fotografías, amigos, conocidos… aletarga la conciencia del fin próximo. Todo esto es lo que tengo. Es concisa y minuciosa. Hurga en su memoria y extrae todo aquello que considera valioso como el oro, indigno de ser olvidado, qué ha hecho, que no hará, que ponderaba de entre la inmensa cacharrería del mundo y su detritus. De muy pequeña coleccionaba palabras que le fueran especialmente hermosas, raras o fascinantes, aunque no las comprendiera del todo realmente. Le bastaba con su dibujo, qué importaba lo que significaban. ¿Acaso las palabras no existen por sí mismas más allá de lo que expresen? Que nos basten con su dibujo, su figura. Una palabra ya es puesta en el papel, y hasta puede que no sea símbolo de nada. Simplemente, es. ¡Es un maldito dibujo en tinta negra sobre el blanco del papel! Una forma que puede ser dicha en voz alta. La niña cogía una palabra y alborotaba sus vocales y sus consonantes: creaba otra. Qué maravilla. Y con tan poquitas cosas, unos dibujitos a los que llaman “a” o “erre” o “uve” o “i”. Qué te parece. Su nombre: e-uve-a. Fantástico. Y, ahora: aueve. ¿Y qué tal uevea? ¿O aeuve? Simplemente: Eva. Coleccionar sonidos, también, o formas de las letras. “Y” es un estupendo dibujo (copa, árbol, intersección, horquilla, un hombre con los brazos en alto). Igualmente podía coleccionar números. Si inventas un número y te lo apropias, sin decírselo nunca a nadie, ese número, tenlo por seguro, será tuyo para siempre; por ejemplo: 430917354251767081098327509148005. Anótalo y guárdalo en una caja, que nadie lo vea. O mejor aún, rompe el maldito papel, memorízalo: ya es tuyo para siempre, ¿a quién se le va a ocurrir elegirlo si no lo ve?, ¡es impensable!, hay una posibilidad entre 430917354251767081098327509148005 de que coincida con el tuyo de exclusiva propiedad, secreto. ¿Y qué hay de los objetos, de los millones de ellos que están a tu alcance? Podrías fabricar un alfabeto inagotable, inúmero, inigualable, y, por supuesto, propio, sui géneris. Puedes repetirlos, pero no su forma; puedes repetirlos, pero no su orden.

Aunque, bien mirado, ella, colecciona hermanamientos, raras asociaciones. Lo múltiple.

Se compra un diccionario de sinónimos. De ahí, se dice, saldrán todos los títulos necesarios para describir la incógnita del universo, es decir, la incógnita de mi yo. 

Es una wittgensteiniana. De pura cepa. A la inversa: no puede decir las cosas, pero encuentra el modo de decirlas repudiando un lenguaje no ya limitado, sino embaucador, la máscara protocolaria de lo indecible. ¿Cómo dice las cosas? Las muestra. El abecedario de las visiones. Y ese lenguaje tiene la lógica del mundo y su basural orgánico y su embeleco metafísico. Una mística del objeto y sus connotaciones irrebatibles. Un arte extrínseco, sin necesidad de ahondar en lo esencial ni dotarlo de proposiciones: óxido, vidrio, madera, acero... También siliconas, fibras, polietileno… Conforma una química. Presenta el laboratorio de su fabricación. La magia de la metamorfosis. La tautología de la imagen ha sido desterrada, también sus equivalentes lingüísticos en este muestrario íntimo de que hace gala. Inventa el verso avenido por aluviones de materia, el párrafo es creado por la estupefacción que depara. Propone el desconcierto. Su epistemología se basa en lo chocante: de ahí se gestan las grandes ideas: el método del delirio, de la invención constante. Su discurso sintácticamente inclasificable: eso ya es un habla. Luego, articula emociones escondidas, los terrores, una gran apostasía: atisba dentro de sí en una ontología que tiene mucho de mortificación.

Abusa del objeto, lo muestra tal cual es. No piensa a través de él. Sólo es una consecuencia.

No es que sea un bombón de Schraft’s… pero guapa lo soy, se dice ante el espejo todavía amigo del alma.

Y lee novelas de Marguerite Young, otra marginal: realidad, ilusión, conciencia, inconsciencia.

La filosofía lucha por hallar un sentido a la existencia, el que sea. Si por el contrario en lo que persiste es en el contrasentido no tiene ninguna razón de ser, por cuanto niega su propia esencia como medio de indagación profunda y sólo termina exponiendo su fracaso como instrumento de lo intuitivo

Entre el pensamiento y el mundo está el lenguaje, que no significa nada en realidad más allá de su propiedad referencial y comunicativa. Ahí es donde trabaja. Labora telas de araña, una plástica de intríngulis constante.

Todo había empezado muy pronto.

Es una adolescente. (¿Lo había sido alguna vez?).

Es una mujercita entregada a sus labores, y bien pronto se da cuenta de cuál es el camino y lanza la cestilla de la costura por la ventana con una mueca de asco.

El acné paralizante lo envía ella al diablo en un santiamén, toda la pereza e indolencia criminal de las espinillas y la dentadura irregular no son muros para ésta que sabe perfectamente lo que quiere.

No es ella de esos adolescentes ensoñadores que hacen de la espera la llave prodigiosa del futuro: ninguna puerta abre la espuma de los días mientras yaces en tu dormitorio con la vista fija en el techo, imaginando para tu existencia mil desarrollos felices, finales venturosos, la dicha y la gloria.

Nada de eso. No es una ilusa que espera que el mundo se detenga a la puerta de su casa y suba las escaleras hasta la cama donde sueña despierta.

Cogió su bloc y su lápiz, se precipitó a la calle y se fue ella en busca del mundo, que es aquello que está fuera de ti, diverso y extraño, implacable y proteico, presto a las dentelladas propias o ajenas.

¿Crisis?

Hesse mira al Negro Con Máquina De Escribir A Cuestas (que otra vez no sabe donde ir, sin sitio donde dormir) y susurra:

“Mozart para los días grises.”

Un piano a todas horas.

Y, con el sol, un jazz templado.

1967: The New American Cinema, ed. Gregory Battcock. (Dutton: paperback, un dólar con setenta y cinco.)

(Cena: media manzana, y agua del grifo.)

Nuevas amistades (se ha vuelto pragmática, la niña): “Ese tipo”, le confirmaron, “es una especie de New York Observer: cuenta los billetes “reales”, en efectivo, que esconde la billetera en los bolsillos de los trajes de dos mil dólares que merodean por las galerías de arte… Los coleccionistas que interesan verdaderamente…”

Infiel: se deja caer de cuando en cuando por Ghotam Book Mart.

Acapara algunos ejemplares. Las esconde (guarda) debajo de la cama: llenas de polvo y pelusa, como todo lo que se acapara para ser olvidado.

1968. Estamos en las mismas.

De lejos comprende mejor la New Left.

Ella:

ella es… artista. A cualquier edad.

1969.

De vueltas del cirujano. El adoquinado Greenwich y el remozado East Village sufren el embate de la violencia sectaria. Cadenas, látigos, cuchillos… Pero todavía no salen a relucir.

¿Una revolución en USA?

¡Qué demonios!

“He de apresurarme a acabar lo empezado…”, se dice ella con gran temor, camino del 134 del Bowery.

Cruzando el Village: coloca debajo del brazo el “Village Voice” (por 15 centavos tienes a tu alcance cada semana munición suficiente para disparar al cerebro de los biempensantes: deshazte de él a la altura de la 14).

Y en el primer quiosco, compra el Times. Y sigue tu camino.

14 de Mayo. Mailer enardece, en un sentido u otro, a las masas reunidas en una escuela del 116 West de la calle 11: no le dejan hablar, acusa a los provocadores de haberse infiltrado entre los congregados por mandato de la CIA.

“Tú no morirías por nosotros, Norman.”

“Sayonara”, se despide en japonés el orador.

“Norman Mailer es una burla”, gritan algunos.

“Amigo, sólo es un escritor que ambiciona un cargo público.”

“¡Amor armado!”, se oye decir con voz de trueno a uno de los hippies pacifistas en la parte de atrás.

11 de mayo de 1970.

Conferencia de los radicales en el Village Gate, organizada por la Holding on Enterprise.

25 dólares la entrada.

Hesse, a dos semanas de su muerte en el Hospital de Nueva York. 

El terror es blanco. La soledad es blanca. (CGR).

Afuera, todo sigue igual.

La vida.

Sus cosas (de la vida).

Y no te fíes de tu mejor amigo: en el bolsillo trasero de sus jeans (no había otro lugar mejor) lleva estampada la imagen del “Che” Guevara.

Su culo promete.

The Green Train.

Cualquier edición a la venta, un puñado de centavos, tres dólares a lo sumo… menos el Howl, un volumen sin encuadernar publicado por Ferlinghetti y alguna reliquia, que Ray considera objeto personal, de lo editado por James Laughlin y que sólo te deja ver, y a veces tocar, con las manos limpias.

“Antaño hacía bastantes viajes a San Francisco, antes de enredarme con esta maldita librería. Hacía acopio de provisiones en City Lights y me bebía un par de botellas de buen vino en compañía del amigo Larry mientras dábamos buena cuenta del roast beef que preparaba su mujer. Luego, trabajábamos un poco en la oficina, que era en realidad una mesa en un rincón que sostenía una polvorienta máquina de escribir en un ángulo; en el suelo, montones de hojas ciclostiladas, documentos, sobres, periódicos, cartas, libros… y sobre todo  su valioso archivo que contenía la correspondencia mantenida con los monstruos sagrados de por entonces: una maldita caja de zapatos colmada de cartas de Ginsberg, Corso, Kerouac, Orlowsky, Clellon Holmes, Lamantia… Al regreso traía conmigo montones de libros de aquel maldito agujero, pero tardaba meses en deshacerme de ellos en Nueva York puerta a puerta, aprovechándome de mis amigos ricos…”

Sale un momento de detrás del mostrador. Vuelve al cabo de unos minutos con lo que sólo parece unas pocas páginas a ciclostil: el número 11 de “Fuck You A Magazine of the Arts”, la publicación fundada por Ed Sanders. La librería de Yeats es una catedral comparada con la covachuela de 30 metros cuadrados que era la tienda y editorial de Sanders: La Tienda de la Paz (que la policía destruyó en un santiamén un minuto después del cierre una noche de primavera de 1966), bajo la vigilante mirada pintada en el cristal del escaparate de El Ojo de la Divinidad Solar Horus. ¡Qué poco protegió al heterodoxo!

Me deja hojearla. Algo que hago con sumo cuidado, como si fuese la Hostia Consagrada.

“En el sótano de X…”, me informa R., “un día al mes, puede que los martes, se proyectan los documentales filmados de Sanders: Cock City, Mongolian Cluster-Fuck… (Y especialmente recomendable Amphetamine Head, un sabroso recorrido sobre el efecto “comprobado” de la droga en algunos escritores del establishment).

“No era más inocente Sanders, cuyo trabajo no lo exculpa:  en el Bridge Theatre, un pequeño tugurio del Village, solía canturrear atiborrado de benzedrina canciones que hablaban de lavativas y las “nadas exageradas” del lunes, el martes, el miércoles, el jueves, el viernes, el sábado, el domingo…

(Nothing.

 Letra y música de E. Sanders).”

“El lenguaje es comunicación antes que significación. Puedo comunicarme con alguien a través de sonidos, sin extrañar por tanto los significados. Y esa es una manera interesante de hacer arte”.

La artista le ha pagado al Gran Escritor un sándwich de queso y pollo.

Sin dejar de comer (casi sin masticar), él la sigue hasta Central Park cargando la mochila y la máquina de escribir.

Ella bebe directamente del botellín de una Coca-Cola, pero, así, como aquella que no hace nada.

Después: se han tumbado en medio de la llanura verde de Sheep Meadow, rodeados por la ciudad invisible de la que sólo emergen al cielo blanco las macizas líneas rectilíneas de los rascacielos que sobresalen por encima del cerco de los árboles, y esas moles son como monstruos callados, hoscos, que acogen en su interior otros monstruos pululando, maniobrando, encerrados en sí mismos.

El sueña. Teme que ella desparezca de pronto.

Habla.

No contesta. Parece dormir. No está.

Y otro día:

Él le lleva manzanas secas que le ha comprado por unos pocos centavos a una niña Amish en Columbus.

No prueba bocado.

Si por ella fuera, dejaría hasta de beber agua. Pero no para matarse. Vivir del aire… y no morir nunca. Límpida en su interior de cristal.

Sólidos, indiscutibles, los materiales de la artista del aire, hasta podredumbre, una sucia escombrera. La desesperación… y la calma: entonces suenan suavemente los acordes del piano mozartiano.

Te lo diré otra vez. Hubo un tiempo en Nueva York que el arte moderno éramos cuatro gatos. Un pueblo de paletos. Media docena de menesterosos engreídos y pobretones cuyo “todo el mundo” eran unos metros en la Calle Diez Este.

Y otro día, girabas la cabeza y descubrías a un tipo con corbata de lunares entrando en la galería con el talonario en la mano.

El Negro: los lugares están para huir de ellos al cabo de un tiempo.

Este tipo plagia hasta sus excentricidades:

Está engullendo un hot-dog de un sabor a animal podrido…¿qué le pasa?, ¿qué demonios le ocurre al maldito hot-dog? Mostaza, le pasa la mostaza…,  el cabrón ha escatimado la mostaza, eso es, ¡estafador!, y ahora esa maldita salchicha debería subir a su garganta por el esófago y regurgitarla hasta acabar en la palma de su mano enterita de nuevo, entonces él se acercaría al puesto del tipo listo y la embadurnaría como debe ser de una buena cantidad de mostaza, y luego, como si tal cosa, se la metería otra vez en la boca y la haría bajar definitivamente a las tripas, eso es lo que un hot-dog bien nacido debería disolverse en su estómago y no el puto sucedáneo de antes.

¿Quién es en verdad?, piensa de sí mismo. Mal asunto: adentrarse en la psicología de ese tipo sería como empezar a extraer trastos y ropa vieja de un astroso saco de vieja y maloliente arpillera.

 

 

 

domingo, 29 de marzo de 2020

45

Y nunca vio la ciudad mágica desde este lado.
Y eso era lo verdaderamente fascinante.
(En los ratos libres que le dejaban Los Grandes Paseos escribía crónicas marcianas de Manhattan en un inglés ilegible y de las que efectuaba copias al carbón en papel cebolla de tres colores: blanco, rosa y azul pálido.)
Ha plantado (definitivamente) sus reales en Bryant Park: tiene la naturaleza a su alcance, todos los libros que pueda imaginar, un puesto hot-dogs y slices cerca de la fuente y, por la noche, le basta con disfrazarse de hombre-lobo para espantar a las flophouses o de hombre-invisible para ocultarse de los cops.
Ray (lo cuenta sin otorgar mayor importancia al hecho, a la fruslería que diría él): “Encaminé al tipo a…, un mercachifle de la peor especie, pero el tipo se lo tenía merecido por su insistencia incomprensible para mí. En esa cueva de ladrones lo entretuvieron por espacio de tres largos meses; luego, cuando ya lo tenían bien engrasado, le sacaron 300 pavos por el The Double Leader de junio del 22, donde aparecían en la misma página dos trabajosos poemas escritos por sendos jovenzuelos que jamás serían buenos poetas: Ernest Hemingway y William Faulkner.
También ella podría hacer alguna caricatura en ese café de la calle Macdougal.
Uno de sus clientes, mientras sorbía su café, hubiera podido ser Ginsberg.
A finales de los cincuenta, aun ignorando que iba en busca del príncipe azul a cada paso que daba por las calles de Manhattan, era capaz de recorrer los tres kilómetros que le separan de Times Square hasta el Village en menos de treinta minutos. Era capaz de hacer cola durante una hora a la puerta del Bitter End, en la calle Bleecker, donde un tipo inteligente llamado Woody Allen encadenaba chiste tras chiste sin el menor aspaviento y una taza de café de cincuenta centavos te daba para un buen rato sin necesidad de pensar en nada más, y nadie te daba prisa para que levantaras el culo de la silla.
La política, cualquier atadura de tipo social, sólo eran un estado de ánimo.
Así eran los tiempos.
-Dispare –dice al tipo de la grabadora.
-¿Hablamos de alguna especie de correlato moral?
-Depende… Supongo que no. Bueno, lo que quiero decir es que nunca me habían preocupado esas cosas. Quizás ahora, sí, es posible que sea de ese modo, la sociedad actual, sus problemas. Claro, pienso en ello, naturalmente. Pero antes, no, no creo.
-Una suerte de compromiso.
-¿Compromiso? Es difícil saberlo… Cuando una trabaja se ensimisma, yo al menos. Estoy encerrada en el taller, rodeada de materiales, “concibiendo” su ordenación, hasta su sitio exacto en la forma final de la pieza, por así llamarla…  Sólo veo la obra gestándose, no puedo pensar en otra cosa, así que no creo que eso signifique algo así como un compromiso. No, no lo pienso de esa manera. En todo caso, sería algo muy inconsciente, muy escondido, larvado…
-Ni siquiera cuando regresó a Alemania.
-Estaba confusa entonces. En 1965 no sabía que era escultora. Dibujaba más que pintaba, algo que en el fondo no me atraía. El dibujo era lo que me interesaba, y ahora comprendo la razón: en el futuro podría aplicar ese entretenimiento, por así llamarlo, a cualquiera de las dos disciplinas. Luego pinté unas acuarelas, algunos cuadros. Pero… comprendí en seguida que necesitaba el objeto más que la línea o el trazo para significar lo que quería decir, o al menos para empezar a crear algo que valiera realmente la pena.
-¿No sintió nada en especial al pisar suelo alemán? ¿No recordó a su familia extinguida por los nazis? ¿Intentó conocer el paradero de algunos de ellos
-Por supuesto que sí. Hice algunas averiguaciones, supe más cosas de las que sabía hasta entonces. Rastreas datos, antiguas identidades. Hablas con gente de la época de la guerra… Pero eso fue todo. Descubrí que hay que mirar adelante. Intentarlo, siquiera; a pesar de los recuerdos dolorosos, seguir adelante es lo fundamental. Las huellas de mi pasado serán las que yo deje en el futuro. La cadena se rompió.
-No sabemos cuando llega el futuro.
-No, pero es la única puerta que todo el mundo se atreve a abrir sin temor, todos quieren atravesar su umbral: vivir un día más.
-Un deseo absurdo, desde luego, porque es otro paso al final.
-Claro. Lo que importa es el trabajo diario, lo que creas con las manos, día a día, con el aire renovado, salido de la madrugada aún sin culpas.
-Es suficiente con eso. Sin esperar nada.
-Sí… Debería bastar al menos.
-Sí…,  al menos eso.
Una grisura inhóspita, fría y silenciosa anuncia el nuevo día del que no puedes esperar cobijo o protección alguna ante las sentencias ya firmadas.
“Una trabaja”, le diría en la entrevista de abril del 68. “Tiene delante un montón de materiales. Y hay que empezar a seleccionar, a “borrar” aquellos que no van a servir, como si dibujaras a lápiz y rectificaras de cuando en cuando. Los materiales son, propiamente, las líneas del dibujo; ellos mismos, ya dicen bastante. Sugieren cosas, sensaciones, pensamientos, hasta recuerdos, premoniciones, toman forma, se revelan ante los ojos… Pero hay que corregirlos. Unirlos entre sí. Y entonces se va dibujando gradualmente el contorno de la pieza, como un boceto al principio; en realidad, es como dibujar o pintar. Sólo que sin el lápiz ni el pincel. Es lo mismo. No sé por qué la gente no lo entiende así. Necesita ver algo representado artísticamente con cierta fidelidad para reconocerlo como tal, para creerlo. Yo no quiero representar nada. Y, sin embargo, es posible expresarlo todo a través de lo que hago, decir muchas cosas incluso no deseando decirlas. Esa es la magia, el desafío que me he impuesto. Sólo desde esa perspectiva es posible lograr un nuevo grado de expresión en el arte de nuestros días.”
“Me gustaría enmarcar una de mis obras, pero… ¿cómo?”
“¿Es eso un chiste…?”
Hace cien años: el cabello luminoso cae sobre la espalda firme y juvenil, la mirada risueña, la boca entreabierta y pecadora: viste como una colegiala de la que hay que defenderse con todas las armas al alcance: falda tableada de color gris oscuro hasta medio muslo, camisa a cuadros blancos y negros Vichy, calcetines hasta la rodilla rojos y negros, botas negras de gruesa suela blanca, y la piel morena que brilla al sol, tersa y apetecible a la caricia…
Ha venido del oncólogo. Seria, cansada, con el cuerpo atravesado por mil lanzazos, sin ganas de hablar, toma asiento en el sillón junto a la ventana. La luz pálida aunque reconfortante de un sol desfalleciente, el lánguido color de marzo, la baña de irrealidad. Ha cerrado los ojos, ha apoyado las manos sobre los brazos del sillón. La cabeza echada hacia atrás. La oye suspirar. Le lleva un vaso de agua. Se sienta a su lado. La mira. Es un ser vivo, pero cada día la hiere la desgracia un poco más, como si fuese la presa de un animal que ya la tuviese entre sus poderosas garras, atenazada en sus colmillos sangrantes, y no fuera a soltarla hasta acabar con ella a dentelladas. Y él no puede librarla. Nada de lo que haga la salvará. Es un inútil que sólo palia un dolor invisible y el trazado rutinario de la domesticidad de esa mujer. El color desmayado, vespertino, un color harapiento, parece nublarla, alejarla más y más de la materia sólida. ¡Qué pocas veces ha visto algo tan bello... y tan cruel! Y en seguida lo estropea todo, y piensa en cuadros de Hopper, en la tristísima sonata 21... Y en poemas romanceros,  en palabrerías una y mil veces repetidas...
En el 69.
De Kooning en el MoMa. Más de un centenar y medio de cuadros. Un bosque cromático que se desparrama a lo largo y ancho de las inocentes paredes.
¿A qué joven artista de los cincuenta y primeros sesenta no podía gustarle De Kooning? Bastan tres dedos de una mano.
En efecto, un tipo atractivo, listo y con gran sentido de la oportunidad: el niño de oro de su tiempo. Otro más.
Doblemente precavido y astuto que Pollock, más listo que Gorky, más calculador que Barnett Newman el Jovial.
Alargaría su vida hasta acabar medio idiota, riquísimo, mojando el pincel inútil en la baba que se escurría a los lados de la boca.
Una especie de misa negra a la que le obliga a ir la artista enamorada (en el fondo la acompaña muy complacido, y a duras penas cogen un taxi en el SoHo que los deja abandonados en la 79 con Lexington por no se sabe qué manifestación que interrumpe el tráfico. Comprará el catálogo sin dudar ni un segundo: en el 2000 lo podría vender a algún coleccionista incauto a muy buen precio).
Como niños malos: si rascamos (descascarillamos) revelamos una mezcla de astucia, habilidad, época, mercado, estética…
Grandes cuadros, grandes embelecos memorables.
Como niños malos: despotricamos… o alabamos. Al 50%.
Habéis tocado el cielo. Y en Londres, en la Tate: Morris, Ellsworth Kelly, Tony Smith; en la Whitechapel: el show de la Frankenthaler.
Como niños malos, nos acercamos a los “padres” resucitados en el Guggenheim: los silencios de Klee, la ascesis de Giacometti, la matemática de Braque, la lujuria incansable de Picasso y su desmedida y voraz correría pictórica.
¿Cómo definir esta ciudad, acallar los cantos de sirena de la desmesura de sus mercados, Hesse?
Ella es una niña buena, aplicadita en su trabajo diario, lidiando con la inspiración (que sólo es trabajo y ganas de llevarlo a cabo). Todas las mañanas, llueva o truene, directa al estudio, calladita y reflexiva, como cuando en la escuela primaria se prestaba a la tarea una vez había recitado el pledge of allegiance obligatorio: caldeaba los ánimos.

sábado, 1 de febrero de 2020

44

(Son los mismos perros con distintos collares.)
En realidad, es la buena muerte, coherente, perfecta: poco a poco se pudre el cuerpo, excreta, supura, se deshace. Pero tendría que deshacerse del todo, y de inmediato, una montañita de polvo y al menor soplo de aire, adiós.
¿Qué ha  hecho de ti?
Carne hecha elegía: una farsa para el teatro de los vivos.
En el Hospital de Nueva York, una isla (donde se reprimen el infortunio y el anonimato, el temor y la desdicha) en medio de todo (donde se hallan la fortuna y la fama, la vida y la risa…).   
En su lecho de enferma terminal, sueña.
Tan delirantes sus sueños  como sus obras.
¡Qué perfecto maridaje! Ella muere físicamente, y la materia de sus obras, al paso del tiempo, comienza a pudrirse, a disolverse en la nada. ¡Qué fiasco!
O no. Desde mediados del siglo pasado, todo arte es efímero, una camiseta de moda, el peinado de primavera. Eso o…  un activo financiero, un colgajo museable: ¡al cementerio!
Conversaciones con Yeats. ¿Qué tal se da eso de convivir con el apellido del vate irlandés?
-Ha impedido de modo fulminante que publique una sola de mis malditas poesías.
-Podías haberlas publicado en  City Lights Books.
-Sólo soy un maldito librero.
-Entonces…
-Entonces es tarde para todo.
-Nunca es tarde para publicar poesía…
-¡Menuda presunción a mi edad! Sólo creo ya en la fábrica del lenguaje y no en las emociones del mentiroso que se vale de él para narrar entuertos o apostillas.
-Pues transforma la poesía sólo en lenguaje.
-Por entonces ya había demasiados poetas en cualquier parte del mundo. Ahora no me interesa nada más que la poesía oral, la de las montañas… Tipos barbudos y desnudos al sol, mujeres libres a la intemperie, con los senos al aire y los ojos limpios, gritando sus versos… a la nada.
-¿Qué demonios de poesía es ésa?
-La que no precisa ser escrita. Escúchala, deja que el aire disuelva su sonido. No la escribas. Transmítela de viva voz.
-Volvemos al Medievo analfabeto y memorión, al sonsonete, la musiquilla juglaresca, recitadora.
-Deberías saber que hablo de una poesía sin rima, desprovista de la artificiosa métrica, esa especie de ganchillo moderno para viejas indignas y letradas y sonetistas varios. ¡Bonita artesanía! Dedícate al barro y dale con los pies al torno.
-¿A qué nos enfrentamos, entonces?
-A un salmo profano y abrupto que celebra un mundo indecible. Y es posible que, una vez escuchado, te olvides de él inmediatamente.
-Una cultura sin tradición…
-Una sucesión sin imposiciones.
-¿Y dónde quedará la memoria de las generaciones venideras?
-Amigo, algo sucederá, una especie de monstruo inagotable venido del espacio, o por el espacio, que almacene la memoria de todos nosotros. Lo más hermoso… sería partir de cero. Dejar que se enfríe otra vez la maldita roca, que fluya el agua… A rodar.
(…)
-¿Qué hay de The rats?
-¡Hideputa!
-¡Toda la vida de lector lo he sido, amigo!
-¡Qué diablos…! ¿Cómo te has enterado?
-Era fácil hacerlo. No conozco un solo librero que no haya escrito una novela… O lo haya intentado al menos. Aunque, preciso es reconocerlo, todos tenéis la magnífica decencia de destruir (despedazar, descuartizar, exterminar, extinguir) las poesías de los veinte años, y aun de los treinta. De eso no dejáis rastro.
-¡Quemé todos los ejemplares de esa maldita novela!
-Menos los treinta y seis que se vendieron (uno de ellos a la Hesse) y dos docenas más de procedencia dudosa que acabaron en uno de los puestos de libros de Broadway con la 42.
-Sólo me sirvieron para beberme un par de cientos de litros del mejor whisky durante las bacanales de Partisan review, a finales de los cincuenta. Era un joven prometedor al que invitaban para regodeo de las lascivas miradas de Gore Vidal y García Capote: tenía la cara limpia y suave como la porcelana: se derretían al mirarme. Y, de otro lado, ¿por qué no? Igual terminaba escribiendo la gran novela americana aún por descubrir, A death in the family, The great Gatsby, The naked and the dead, The wild palms y The sound and the fury, A Farewell to ArmsAmigo, aquello era beber… ¡y no los biberones de estos años confusos!
-1951… Buena cosecha: The Catcher in the Rye.
-¿Lo comprendes ahora? Ahí tienes la verdadera explicación de que sólo se vendieran treinta ejemplares de mi libro. Y quince de ellos a mis por entonces desdichados vecinos de Columbus Park, que no dejaron de comprarlos, aunque a regañadientes. Siempre se termina estafando a los que tienen más cerca…
Hasta unos pocos años antes de su muerte, el final fue feliz: quiso escribir: finalmente, librero. El Paraíso en la Tierra. Compra libros, vende libros, lee todos los que puede (que son mucho más de lo que uno pueda imaginar). Y, así, día tras día, bajo la lluvia gris o en la tarde sombría, las mañanas de sol inútil (The Green Train abre todos los días de la semana incluidas las tardes pavorosas de los domingos), en verano, en invierno.
Julio del 70. Sin Hesse (sobrevolando planetas en el  cosmos, buscando tierras azules, chocando con galaxias, alejándose de esas falaces estrellas llenas de ruido y horror). Cerca de la medianoche, The Green Train ha cerrado la puerta; su dueño ha apagado la luz. Sentados en el suelo, contra la pared cerca del mostrador, la joroba animal en sombras de la máquina registradora, el olor a papel… La botella de ron (Flor de Caña) también en el suelo (ya a medias; escancia, cobarde). Durante el día ha hecho un calor tórrido, pero ahora la brisa que sube de los muelles del East River ha refrescado algo la noche neoyorquina. El aullido de las esquinas, la rodadura del asfalto, el ruido incesante de la ciudad llega hasta aquí. Los dos hombres beben directamente por el cuello de la botella. La tenue luz del exterior se filtra por los cristales y deja ver en las lenguas de las sombras los lomos de los libros alineados sobre los estantes. De cuando en cuando los faros de un automóvil que cruza la calzada proyectan bandas de luz amarilla sobre el techo, y entonces él descubre en esa semioscuridad cálida y acogedora la milagrosa intimidad que puede alcanzarse algunas veces con otro ser humano. Gusta de esos raros momentos de falsa eternidad, morosos hasta la extenuación. Sobre todo él, que su pensamiento discurre en todas direcciones, nunca sin atenerse, acogerse y claudicar en una sola idea esencial. Siente de tal proximidad a este vendedor de libros con toda su cultura libresca y honesta a cuestas que su efecto es mucho más contundente en esos instantes que el licor marino que le quema la garganta como el fuego. Luego de un par de largos tragos Yeats está a punto para la añoranza, o quizás sólo sea una mirada retrospectiva hacia unos años menos taimados que los actuales, lo cual no deja de ser una simple presunción, una actitud mendicante ya, cuando el pasado intocable es mirado por ojos complacientes, nada adversativos a lo que somos, a lo que creíamos que éramos. La oscuridad nos une. Emergemos a la luz merced a los libros, y un poco gracias a la vida. Al lado de este hombre culto, de modales suaves que esconden una energía interior que a pesar de sus esfuerzos flamea en sus pupilas, él halla todos los puentes garantes a un entretenimiento plástico e intelectual de décadas atrás o del mismo presente. Logra entender su época… y puede entender la suya, de la que él todavía participa, formas atenuadas de una rebelión de lo yámbico al ritmo bop. Leyendo a Yeats no pienso en Irlanda, sino en aquel verano en Nueva York. Les rodean los libros. Miles de ellos. Usados y acabados de salir de las insaciables prensas, un olor alborotado a papelería que llega hasta a embriagar a quienes han hecho de los libros la auténtica ventana abierta al vendaval de la realidad pasada y presente, una ráfaga de aire que alivia las telarañas de un pensamiento demasiado propenso a quedar encerrado en uno mismo. Títulos y autores se hermanan en esta fábrica de sombras donde yacen en la misma pretensión de comunicarnos su gracia, quieren desvelarnos con sus discursos de mono gramático, pero ahora están silenciados por las cerraduras de sus tapas, por la falta de luz que los ahoga en una mudez enigmática.
-¿Sabes que la mayoría de gente que compra libros los abre una vez, leen una línea, suspiran, cierra sus tapas y no los leen jamás?
-Algo de eso me figuraba al oír cómo piensan, cómo hablan, qué compran... ¡Y lo que escriben, dios! ¡Está muerto antes de nacer! Así son de rancios…
-Se vuelven escépticos, profesan un cinismo de vía estrecha mientras sus apariencias proclaman suficiencia… ¡cuando en realidad ocultan una supina ignorancia!
-Esas inquietudes de librero comprometido con la cultura de su tiempo me divierte mucho…
-También tú eres un comprometido con ella, amigo. Ya sólo crees en eso. Es el único compromiso ético. Todos los demás acaban en uno de los dos lados de un billete de banco.
-Déjalo que vuele.
-No hace falta que lo haga: vuelan por ellos mismos, y siempre lejos de mí. ¡Escancia, cobarde!
-¡Qué diablos, la botella está vacía!
-¡Coge la segunda! Detrás del Melville de la Modern Library.
THE RATS, (Meadows Books, New York, 1951.)
A novel by Raymond Yeats.
218 pages. 6,50 $.
“Then, I lived in New York with a cat as mad as a hatter and          about 3,000 books, a typewriter, two shirts, three trousers, four shorts, one  dollar...
I was a writer… Well, a ghostwriter really.
One day…”
And so on and so forth…
Pero el lenguaje flaquea, miente, confunde… De nuevo Malagrida: la palabra le fue dada al hombre para ocultar su pensamiento. Escribe especulaciones, la única gestación posible, y, respecto al lenguaje, que sea sólo el camino, la vía por donde aquél discurre. En este mundo caligráfico, ortográfico, morfológico y sintáctico lo que deviene al final es la superchería y ganas de enredar.
-Las cosas no se van a resolver por sí solas. ¿Dónde te crees que estamos? Esta es la realidad, querida, una putrefacción bajo el sol, que saca a la luz la miseria escondida, nos revela el cinismo milenario de una naturaleza caprichosa e injusta. No es este un teatro donde pueda acaecer el deus ex machina. Aquí el desastre no tiene solución… A menos que pienses que la posteridad corrige la tragedia, endereza reputaciones y castiga la injusticia.
¿Te acuerdas? Hacía una semana que nos conocíamos. Yo todavía me extraviaba en el metro. Y cualquiera pregunta a los neoyorquinos… Si vas a Queens son capaces de enviarte a Jersey, ¡y cómo te hablen por el colmillo estás listo, no les entenderás ni una palabra!…. Siempre con sus malditas prisas a ninguna parte, porque, en el fondo, jamás salen del laberinto. Me gustaría verlos a vista de pájaro, desde las alturas: van y vienen, y sus trazados caprichosos o arbitrarios terminan dibujando unas correrías desconcertantes: salen de sus apartamentos o sus casas de las afueras, andan y desandan las calles, trabajan, compran, comen, vuelven a andar y desandar, llevan cosas en las manos, aceleran la marcha, se detienen en los pasos de peatones, cruzan entre automóviles, miran adelante, uf, que hormiguero. La noche los inmoviliza, al menos a la mayor parte de ellos. Duermen, van hermanándose con la muerte.
Una semana en Nueva York y… casi eras irreal, tan distinta a la chica casada de Suiza. Pertenecías a todo aquello, a ese abrupto paisaje de piedra, montañas de arenisco, kilómetros de cemento, toneladas de acero y mármoles pretenciosos a la entrada de las cuevas.
-¿A qué piso, señor?
Mira al ascensorista. Es de baja estatura, casi un enano, y tiene la cabeza cubierta con un gorro puntiagudo de color gris (¿o verde?). Parece un gnomo.
-No sé. El último de todos.
-¿Qué ocurre? ¿No tiene nada que hacer y nos vamos de excursión…?
La misma lentitud de las aguas de los dos grandes ríos, buscando el océano.
Ha cruzado el puente de Brooklyn siete veces en ambos sentidos.