jueves, 13 de mayo de 2021

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De momento: huye del intenso viento que se abate sobre esta parte de la ciudad, un aire furioso proveniente del East River, huye por el puente de Queensboro, en las proximidades ya de su ratonera: pequeñas nubes muy blancas y uniformes en formación militar atraviesan el cielo más ancho de Queens en dirección a Manhattan: huir,

Misticismo: he ahí el silencio, sólo lo intuitivo te acerca a la verdad secreta de todo, a su más profundo significado y esencialidad: el arte es una praxis de la conciencia. El silencio me conduce a lo maravilloso, a lo creado realmente; el lenguaje me condena a lo trivial, a lo insulso de una tautología que se enmascara mediante el signo: ya no nos basta un solo universo; tienen que haber más, muchos más, miles de millones de ellos. Sólo así se explica el silencio. Multiverso.

Noviembre:

Odia el pavo, y los arándanos, y los boniatos…

¿Qué hay de las repeticiones? Si repito algo absurdo, es doblemente absurdo. Morir joven: morir dos veces adulto.

No significa nada… eso.

Es. Ahora lo entiende. Ahora descubre su sentido. Y al contrario que otros muchos, no ha hecho del arte una filosofía, sino una actividad donde no existen los límites. Quiere sus obras como la exposición de una práctica que ni elude lo marginal ni lo trascendental. Una súplica, o una justificación de una manera particular de relacionarse con las cosas y los hechos, con sus semejantes. “Me sobrevivirá”, se dice. Y, más tarde, cuando sienta la muerte invasora ya dentro de ella apresura su testimonio, atestigua con la obra su tránsito terrenal. ¿De veras pensabas que nada acaba verdaderamente? Lo que dejas tras de ti es un nuevo juguete para los que te suceden, se solazan con él, divierten su estupor, lo  montan y desmontan una y otra vez como un antiguo mecano de reluciente metal, incluso tú misma terminarás bajo el disfraz de las suposiciones, se inventarán identidades adaptables a cada negocio, serás la copia prodigada e interesada de quienes viven de réditos. Te pervertirán.

Acabarás siendo una desconocida.

Más he aquí la materia efímera de su arte, el fatal deterioro, los trabajos se desmoronan ante el paso de los días, los ácidos del tiempo la destruyen. Levantan acta de unas ruinas. Reproducen una idea que ya entreteje su captación con infinitas sugerencias y malentendidos, y que, fatalmente, ya es otra cosa de aquello que fue concebido incluso en la oscuridad. Una idea, una imagen muerta: va unida a su misma desaparición. La posteridad es el vacío.

¿Qué sabrán de ti?

Sólo son mistificadores.

No es un viaje al pasado.

Ha de sacarla del maldito edificio. (Pues nada de esto servirá.)

Un no retorno o una comprobación. Es una despedida que nada tiene de crucial. 17 de abril de 1970, viernes. Es un día vulgar, gris, de ligera llovizna, tan luminoso que fue ayer, con tan gran sol enseñoreándose del cielo limpio y azul. A primera hora de la mañana sale del apartamento y toma un taxi hasta el hospital de Nueva York. La noche anterior le había llevado a la habitación cena japonesa en primorosos recipientes de cartón coloreados comprada en un restaurante bastante caro a dos manzanas del allí. No había sonreído cuando le enseñó los palillos pintados de negro y rosa ni los diminutos vasitos con grabados en relieve para el sake. Apenas probó nada. “Todo sabe a radio, a quimio”. A plástico quemado, había dicho en una ocasión. Tampoco demostró el menor interés por la bandeja de la cena del hospital, que había depositado sin abrir y todavía caliente en una silla cercana a la horrible cama de tubos. Luego, vieron Evening News en la CBS. Al última hora llegó V.T., apremiante y locuaz, ataviada con una especie de túnica corta floreada que dejaba asomar por abajo unas botas de ante color violeta; un collar de bolas plateadas, a juego con las pulseras que tintineaban en cada una de sus muñecas, rodeaba el cuello arrugado. V.T. apareció acompañada de W. Este sofisticado gigoló de mueca despectiva venía en mangas de camisa (estampada de círculos de diversos colores) y pantalón de lona marrón ocultando sus piernas largas y delgadas, con la pipa encendida y humeante en la boca. Le miró, al igual que siempre lo hacía, con desconfianza, pero intuía él que también con algo de temor. V.T. acababa de llegar de Paris; traía una bolsa llena de catálogos de las galerías y museos que había visitado. A la vuelta, se había reunido con W. en Londres, donde éste, poeta en ciernes desde hace más de una década (disfrazaba de tal guisa, en parte, su cometido de gigoló rufianesco), había holgazaneado varios días esperando a la otra, vieja, extravagante y adinerada. De allí directos a Nueva York. Habló de Stäel, de las incipientes instalaciones de Kienholz en la CNAC, una muestra de meses atrás que aún despertaba el interés mediático en la prensa especializada parisina “debido a su evidente contenido político” (remarcó). Su habla atropellada y confusa, neoyorquina inequívoca, a duras penas permitía el diálogo. El monólogo era altisonante, excluyente, infranqueable, aderezado con frases informativas del estilo de “estuvimos a punto de ir a Aviñón por la exposición de Picasso, querida, pero se torcieron las cosas”. En labios de esa excéntrica coleccionista de arte, inevitablemente, Rothko salió a relucir debido a su muerte reciente: proporcionó detalles macabros de su patético suicidio a la moribunda Hesse: flotaba en su propia sangre, de un rojo oscuro, en calzoncillos, oh, Dios, en calzoncillos blancos tipo slip, “¡ y esos brazos en cruz, querida, esos brazos en cruz!”. Un fármaco reconstituyente. Acostúmbrate al infierno, yo señalo el camino, proclamaba su sana desenvoltura, su desliz inadvertido. “Se ha hecho especialista en agujeros de gusano”, informó El Testigo, por decir algo, señalando con la cabeza a una Hesse postrada en un silencio conciliador. “¿Cómo dices, querido?”, preguntó sin mirarle. “Viaja. Qué digo, vuela. En este momento se encuentra en U8, que es un poco más azul que U7.” “Siempre queda la esperanza, Hesse.”, soltó con la pipa entre los dientes el feble poeta mantenido: el atajo, frente al camino de la otra, al infierno: un tumor en el cerebro, así que la esperanza, eh, hijoputa. Ve la ventana negra de la noche a un lado de la cabeza de Hesse que reposa sobre la almohada, puede sentir el aire oscuro y primaveral. “Pero es muy cansado, mi niña, todo el día de un lado para otro, abrumada por l’art tan fascinante, tantas las cosas  y sitios que contemplar de nuevo, y los amigos, ah, los amigos… Llegaba al hotel rendida, querida, muerta de cansancio… ¡París, inmensa París…!” Cuando se marcharon dejando tras de sí una estela de frivolidad, de inoperancia cruel, Hesse se durmió en seguida. Era un descanso doloroso, desahuciado. Un simulacro. Él piensa que ella, simplemente, al final se desmayaba, un dormir sin sueños, sin emociones. Observó su respiración. Todo parecía inútil. Con algún esfuerzo logró introducir la abultada bolsa con los catálogos y otros papeles satinados en la papelera. Salió del hospital un par de horas después, cansado de leer a Hugo (William Shakespeare, 1864) a causa de su cada día más deficiente francés y asustado por la genialidad.

 Después de una ducha fría y el desayuno triste fue en su busca de nuevo.

Ha salido del hospital inyectada y con fuerzas. Un sombrero de terciopelo de color violeta, la gabardina azul de tejido liviano anudada a la cintura, debajo el sostén, la blusa blanca, la falda escocesa; calza las botas rojas de goma, relucientes. Al verle abrir el paraguas, ella deniega con un gesto. Andan un rato bajo la lluvia mínima y fresca, hasta reconfortante, flanqueados a un lado por árboles que ya visten sus copas de hojas relucientes hacia la boca del metro de la 33 con Park Avenue.  Y la mirada del doctor, severa, lastimosa (en realidad: inexpresiva) que parece seguirles a sus espaldas.

¿Qué has querido hacer? Llevabas entre manos el gran proyecto, y no en secreto, del autorreconocimiento, comprobar tus medidas exactas, ponderar tu forma real,  calcular el peso específico e inequívoco de tu singularidad (de tu alma): y todo para desmontarte a través de un lenguaje incongruente, festivo y adánico. Lo sabemos: crear el caos, desbaratar tus límites. Te has equivocado. Tu desmesura te ha conducido al castigo. ¡Te has enfrentado a la claridad, al orden justo, a lo premeditado! Tus malos ingenios te han llevado a la arrogancia, a desafiar a los dioses creadores, a la hybris. Tú misma te has condenado. ¡Con lo calentito y reconfortante que se encuentra uno libre de culpas, de deseos, de soberbia en la bendita áurea mediócritas! ¿Crear? ¡Para qué! El más modesto de los arroyos que serpentea entre piedras y plantas bajo el sol supera con creces cualquiera de las obras que concibe y crea tu artificio, la hierba más pobre y rala de Central Park sobrepasa tus colores, tus sueños y tus necias bagatelas llenas de mentiras.

Y, convengamos en ello, qué poco de malditismo había en realidad en tu obra en ciernes, en tus pequeñas maquetas objetuales.

Estos elegidos… ¡y qué dádivas del destino!, ¡qué espectáculo!, ¡qué juego dan!

Ergo:

julio de 1948: Jackson Pollock, Arshile Gorky y Mark Rothko. Han reunido a los tres monstruos en un bonito festival social. Partisan Review levanta acta. Alcohol a raudales. Podrían hacer bufonadas, divertir al personal (mas sin sucias estridencias y alborotos cruentos): uno se halla irreconocible sumido en una de sus habituales borracheras homicidas y chulescas (busca pelea como sea, un enfrentamiento embrutecedor que le rompa la cara a él o rompérsela él a quien fuere); otro hosco, en un rincón, con la vista baja y de germanía, acaricia la navaja gitana que siempre lleva encima (no dudaría en insertarla en la garganta al primero que se le pusiera por delante); el tercero, ceñudo, silencioso, retraído y difícil (toda su vida fue una búsqueda siniestra del verdadero aislamiento que le condujera más que a la abstracción al ensimismamiento metafísico). Son cartas marcadas, cada uno cumplirá con creces lo que se espera de él: Gorky (¿quién soy yo?) se ahorca en su estudio una semana más tarde. Es el primero en dar el salto. Así se hace, tío. Interpretemos el papel asignado de la mejor manera posible. Pollock se mata borracho lanzándose al vacío de la noche a toda la velocidad que le permite su viejo Oldsmobile (y se fue en compañía de una mujer joven e inocente al infierno, todavía mejor). Rothko, en su rezo (o blasfemia) solitario se abre las venas tumbado en el suelo, medio desnudo y narcotizado. Cada uno a su tiempo. A la debida hora. Sin vacilaciones. Respecto a la obra: ahí queda eso.

El arte es un cáliz que hay que beber hasta las heces.

Allí están esos tres monos de feria: como insectos revoloteando por encima de la buena conciencia del espectador. Luego les alcanzará la gracia de lo sagrado. Tocar una de sus obras: 50 millones de dólares.

2011: Del arte me interesa el dinero que se mueve de unas manos a otras. ¿Para qué negarlo? Es mi trabajo, y quiero que me paguen por él. Cuanto más, mejor. (El 101, el que faltaba para completar la lista.)

¿No te gustaría cobrar mucho dinero por una de tus obras efímeras, Hesse?

Ahora, ya no. ¿Para qué? Que paguen otros el féretro.

Hubo otro viaje virgiliano ajeno a la culpa o a la inocencia: él tan sólo pretendía registrar los hechos que habían sido o habían podido ser. Todo se había desmoronado. La turbación inicial había dado paso a la desesperación; luego, a la serenidad, y ahora, a la excitación. Recorrieron el breve espacio de una aventura disparatada de la mañana a la noche en una Nueva York que repudiaba por su magnificencia y su misma lubricidad y bullicio alcanzar el cielo o  descender a los infiernos. Era nada más que una excursión frenética a una cotidianidad irrecuperable, una vulgaridad urbana y social carente en el fondo de cualquier interpretación laudatoria: el mero contenido de un día entre el amanecer y el crepúsculo, un rosario enhebrado de sinsentidos, ocupaciones, ocios y obligaciones que la noche disipaba y levantaba en el aire como la liviana capa de polvo que, al final, termina liberándose de la costra de la tierra. Comprar un puñado de nueces, saludar a un rabino escéptico y burlón de la calle 12, visitar el estudio de A., tomar un bocado en Lipstein&Sally y un café en Maxwell, esconderse en el subway, comprar periódicos en la Quinta Avenida, andar un rato callados bajo el sol y la tibia brisa primaveral acariciándoles el rostro, volver al subway, acabar en la calle 82 de Brooklyn, pasear de nuevo en silencio absoluto, comer otro bocado en Coney Island, volver a Manhattan con los ojos enrojecidos, aguantando el llanto, revolver libros y revistas en The Green Train donde R.Y. disimula la violencia que le abate en su interior con una media sonrisa y rodeado de libros como en el interior de un bosque, ver anochecer desde el puente de Brooklyn. “Lo que yo hubiera querido…”, balbucea en la cama desdeñando sus besos cobardes.

No es dolor exactamente. Es una punzada de desaliento en la carne, una mínima molestia, una pesadez en la sangre que llega hasta congelar la respiración, la mirada pobre en las cosas que se alejan, en los objetos cotidianos que comienzan a transformarse en irreales a causa de esa sensación de tránsito que empieza a dominar por doquier aun antes de que el esplendor matinal desnude la simplicidad de todo, expuesta toda la trivialidad y el sinsentido bajo los rayos del sol como el fácil mecanismo que ante el asombro decepcionado del niño termina ofreciendo el muñeco articulado con las entrañas abiertas a sus ojos. Saber que todo es inútil y todo es para nada. Saberlo, y rebelarse ante ese serrín o fraude mecánico, luchar hasta el final, condensar en minutos largos años, en horas una vida. “¿Te ayudo a ducharte?”. Se niega con naturalidad. Hay que desayunarse aprisa. No, prefiere la cafetería de asientos rojos y mesas de madera negra a una manzana del apartamento. Se hallan en la cocina. El día será fresco y soleado, con una ligera brisa a partir del amanecer, anunciaba en la medianoche la cadena de radio NYK123. Pero ahora aún está todo sumido en la penumbra o bajo las luces eléctricas tan desoladoras y tristes, una iluminación tan poca cosa frente al día pujante que empezaba a nacer como si nada, algo tan inocente y repetitivo, tan monótono, conocido y vulgar, y, sin embargo, tan precioso, inalcanzable, tan hermoso para quien está al borde de la muerte y no la desea, para quien va a morir y lo único que quiere es sólo vivir, nada más que ese milagro, ser nada más que uno entre otros miles de millones de seres despreocupados y vivos en el día que vuelve a amanecer. Tiene que vestirse. El mundo se ha puesto en marcha otra vez.

Hay que moverse, pues.

¿Qué me pongo?

¿Qué podría decirte yo, querida?

Sólo soy el pobre tipo ése que camina bajo la aguanieve hasta el oscuro apartamento de la calle Once donde escribe cuentos pornográficos a 5 centavos por palabra.

(Lo rumia ceñudo, algo orgulloso en el fondo por el ramalazo de desprecio que experimenta hacia sus desconocidos y enfermos lectores, pegado al ventanal de una cafetería vulgar, cualquiera de ellas, con la vista perdida en el ajetreo de la calle, hinchándose de un repulsivo aguachirle pero botomless.)

Es como los elefantes (él y ella). Anda y anda no sólo por buscar agua y comida, sino, simplemente, por cambiar de escena.

Sales: dos folios por el precio de uno.

Estamos en temporada.

¿Me garantiza 20 adjetivos y media docena de metáforas por página?

No lo dude. Y dos vocablos de los que hay que buscar en el diccionario para dar con su significado (y un raro tecnicismo también).

En efecto, usted es el tipo que busco. Y me lo lía todo un poquito a partir de la 119.