De
momento: huye del intenso viento que se abate sobre esta parte de la ciudad, un
aire furioso proveniente del East River, huye por el puente de Queensboro, en
las proximidades ya de su ratonera: pequeñas nubes muy blancas y uniformes en
formación militar atraviesan el cielo más ancho de Queens en dirección a
Manhattan: huir,
Misticismo:
he ahí el silencio, sólo lo intuitivo te acerca a la verdad secreta de todo, a
su más profundo significado y esencialidad: el arte es una praxis de la
conciencia. El silencio me conduce a lo maravilloso, a lo creado realmente; el lenguaje me condena a lo trivial, a lo insulso
de una tautología que se enmascara mediante el signo: ya no nos basta un solo
universo; tienen que haber más, muchos más, miles de millones de ellos. Sólo
así se explica el silencio. Multiverso.
Noviembre:
Odia el
pavo, y los arándanos, y los boniatos…
¿Qué hay
de las repeticiones? Si repito algo absurdo, es doblemente absurdo. Morir
joven: morir dos veces adulto.
No
significa nada… eso.
Es. Ahora lo
entiende. Ahora descubre su sentido. Y al contrario que otros muchos, no ha
hecho del arte una filosofía, sino una actividad donde no existen los límites.
Quiere sus obras como la exposición de una práctica que ni elude lo marginal ni
lo trascendental. Una súplica, o una justificación de una manera particular de
relacionarse con las cosas y los hechos, con sus semejantes. “Me sobrevivirá”, se dice. Y, más tarde, cuando sienta
la muerte invasora ya dentro de ella apresura su testimonio, atestigua con la
obra su tránsito terrenal. ¿De veras pensabas que nada acaba verdaderamente? Lo
que dejas tras de ti es un nuevo juguete para los que te suceden, se solazan
con él, divierten su estupor, lo montan
y desmontan una y otra vez como un antiguo mecano de reluciente metal, incluso
tú misma terminarás bajo el disfraz de las suposiciones, se inventarán
identidades adaptables a cada negocio, serás la copia prodigada e interesada de
quienes viven de réditos. Te pervertirán.
Acabarás
siendo una desconocida.
Más he
aquí la materia efímera de su arte, el fatal deterioro, los trabajos se
desmoronan ante el paso de los días, los ácidos del tiempo la destruyen.
Levantan acta de unas ruinas. Reproducen una idea que ya entreteje su captación
con infinitas sugerencias y malentendidos, y que, fatalmente, ya es otra cosa
de aquello que fue concebido incluso en la oscuridad. Una idea, una imagen
muerta: va unida a su misma desaparición. La posteridad es el vacío.
¿Qué
sabrán de ti?
Sólo son
mistificadores.
No es un
viaje al pasado.
Ha de
sacarla del maldito edificio. (Pues nada de esto servirá.)
Un no
retorno o una comprobación. Es una despedida que nada tiene de crucial. 17 de
abril de 1970, viernes. Es un día vulgar, gris, de ligera llovizna, tan
luminoso que fue ayer, con tan gran sol enseñoreándose del cielo limpio y azul.
A primera hora de la mañana sale del apartamento y toma un taxi hasta el
hospital de Nueva York. La noche anterior le había llevado a la habitación cena
japonesa en primorosos recipientes de cartón coloreados comprada en un
restaurante bastante caro a dos manzanas del allí. No había sonreído cuando le
enseñó los palillos pintados de negro y rosa ni los diminutos vasitos con
grabados en relieve para el sake. Apenas probó nada. “Todo sabe a radio, a
quimio”. A plástico quemado, había dicho en una ocasión. Tampoco demostró el
menor interés por la bandeja de la cena del hospital, que había depositado sin
abrir y todavía caliente en una silla cercana a la horrible cama de tubos.
Luego, vieron Evening News en la CBS.
Al última hora llegó V.T., apremiante y locuaz, ataviada con una especie de
túnica corta floreada que dejaba asomar por abajo unas botas de ante color
violeta; un collar de bolas plateadas, a juego con las pulseras que tintineaban
en cada una de sus muñecas, rodeaba el cuello arrugado. V.T. apareció
acompañada de W. Este sofisticado gigoló
de mueca despectiva venía en mangas de camisa (estampada de círculos de
diversos colores) y pantalón de lona marrón ocultando sus piernas largas y
delgadas, con la pipa encendida y humeante en la boca. Le miró, al igual que
siempre lo hacía, con desconfianza, pero intuía él que también con algo de
temor. V.T. acababa de llegar de Paris; traía una bolsa llena de catálogos de
las galerías y museos que había visitado. A la vuelta, se había reunido con W.
en Londres, donde éste, poeta en ciernes desde hace más de una década
(disfrazaba de tal guisa, en parte, su cometido de gigoló rufianesco), había
holgazaneado varios días esperando a la otra, vieja, extravagante y adinerada.
De allí directos a Nueva York. Habló de Stäel, de las incipientes instalaciones
de Kienholz en la CNAC, una muestra de meses atrás que aún despertaba el
interés mediático en la prensa especializada parisina “debido a su evidente
contenido político” (remarcó). Su habla atropellada y confusa, neoyorquina
inequívoca, a duras penas permitía el diálogo. El monólogo era altisonante,
excluyente, infranqueable, aderezado con frases informativas del estilo de
“estuvimos a punto de ir a Aviñón por la exposición de Picasso, querida, pero
se torcieron las cosas”. En labios de esa excéntrica coleccionista de arte,
inevitablemente, Rothko salió a relucir debido a su muerte reciente:
proporcionó detalles macabros de su patético suicidio a la moribunda Hesse:
flotaba en su propia sangre, de un rojo oscuro, en calzoncillos, oh, Dios, en
calzoncillos blancos tipo slip, “¡ y esos brazos en cruz, querida, esos brazos
en cruz!”. Un fármaco reconstituyente. Acostúmbrate al infierno, yo señalo el
camino, proclamaba su sana desenvoltura, su desliz inadvertido. “Se ha hecho
especialista en agujeros de gusano”, informó El Testigo, por decir algo,
señalando con la cabeza a una Hesse postrada en un silencio conciliador. “¿Cómo
dices, querido?”, preguntó sin mirarle. “Viaja. Qué digo, vuela. En este
momento se encuentra en U8, que es un poco más azul que U7.” “Siempre queda la
esperanza, Hesse.”, soltó con la pipa entre los dientes el feble poeta
mantenido: el atajo, frente al camino de la otra, al infierno: un tumor en el
cerebro, así que la esperanza, eh, hijoputa. Ve la ventana negra de la noche a
un lado de la cabeza de Hesse que reposa sobre la almohada, puede sentir el
aire oscuro y primaveral. “Pero es muy cansado, mi niña, todo el día de un lado
para otro, abrumada por l’art tan
fascinante, tantas las cosas y sitios
que contemplar de nuevo, y los amigos, ah, los amigos… Llegaba al hotel
rendida, querida, muerta de cansancio… ¡París, inmensa París…!” Cuando se
marcharon dejando tras de sí una estela de frivolidad, de inoperancia cruel, Hesse
se durmió en seguida. Era un descanso doloroso, desahuciado. Un simulacro. Él
piensa que ella, simplemente, al final se desmayaba, un dormir sin sueños, sin
emociones. Observó su respiración. Todo parecía inútil. Con algún esfuerzo
logró introducir la abultada bolsa con los catálogos y otros papeles satinados
en la papelera. Salió del hospital un par de horas después, cansado de leer a
Hugo (William Shakespeare, 1864) a
causa de su cada día más deficiente francés y asustado por la genialidad.
Después de una ducha fría y el desayuno triste
fue en su busca de nuevo.
Ha salido
del hospital inyectada y con fuerzas. Un sombrero de terciopelo de color
violeta, la gabardina azul de tejido liviano anudada a la cintura, debajo el
sostén, la blusa blanca, la falda escocesa; calza las botas rojas de goma,
relucientes. Al verle abrir el paraguas, ella deniega con un gesto. Andan un
rato bajo la lluvia mínima y fresca, hasta reconfortante, flanqueados a un lado
por árboles que ya visten sus copas de hojas relucientes hacia la boca del
metro de la 33 con Park Avenue. Y la
mirada del doctor, severa, lastimosa (en realidad: inexpresiva) que parece
seguirles a sus espaldas.
¿Qué has
querido hacer? Llevabas entre manos el gran proyecto, y no en secreto, del
autorreconocimiento, comprobar tus medidas exactas, ponderar tu forma
real, calcular el peso específico e
inequívoco de tu singularidad (de tu alma): y todo para desmontarte a través de
un lenguaje incongruente, festivo y adánico. Lo sabemos: crear el caos,
desbaratar tus límites. Te has equivocado. Tu desmesura te ha conducido al
castigo. ¡Te has enfrentado a la claridad, al orden justo, a lo premeditado!
Tus malos ingenios te han llevado a la arrogancia, a desafiar a los dioses
creadores, a la hybris. Tú misma te
has condenado. ¡Con lo calentito y reconfortante que se encuentra uno libre de
culpas, de deseos, de soberbia en la bendita áurea mediócritas! ¿Crear? ¡Para qué! El más modesto de los arroyos
que serpentea entre piedras y plantas bajo el sol supera con creces cualquiera
de las obras que concibe y crea tu artificio, la hierba más pobre y rala de
Central Park sobrepasa tus colores, tus sueños y tus necias bagatelas llenas de
mentiras.
Y,
convengamos en ello, qué poco de malditismo había en realidad en tu obra en
ciernes, en tus pequeñas maquetas objetuales.
Estos
elegidos… ¡y qué dádivas del destino!, ¡qué espectáculo!, ¡qué juego dan!
Ergo:
julio de
1948: Jackson Pollock, Arshile Gorky y Mark Rothko. Han reunido a los tres
monstruos en un bonito festival social. Partisan
Review levanta acta. Alcohol a raudales. Podrían hacer bufonadas, divertir
al personal (mas sin sucias estridencias y alborotos cruentos): uno se halla
irreconocible sumido en una de sus habituales borracheras homicidas y chulescas
(busca pelea como sea, un enfrentamiento embrutecedor que le rompa la cara a él
o rompérsela él a quien fuere); otro hosco, en un rincón, con la vista baja y
de germanía, acaricia la navaja gitana que siempre lleva encima (no dudaría en
insertarla en la garganta al primero que se le pusiera por delante); el
tercero, ceñudo, silencioso, retraído y difícil (toda su vida fue una búsqueda
siniestra del verdadero aislamiento que le condujera más que a la abstracción
al ensimismamiento metafísico). Son cartas marcadas, cada uno cumplirá con
creces lo que se espera de él: Gorky (¿quién soy yo?) se ahorca en su estudio
una semana más tarde. Es el primero en dar el salto. Así se hace, tío.
Interpretemos el papel asignado de la mejor manera posible. Pollock se mata
borracho lanzándose al vacío de la noche a toda la velocidad que le permite su
viejo Oldsmobile (y se fue en compañía de una mujer joven e inocente al
infierno, todavía mejor). Rothko, en su rezo (o blasfemia) solitario se abre
las venas tumbado en el suelo, medio desnudo y narcotizado. Cada uno a su
tiempo. A la debida hora. Sin
vacilaciones. Respecto a la obra: ahí queda eso.
El arte es
un cáliz que hay que beber hasta las heces.
Allí están
esos tres monos de feria: como insectos revoloteando por encima de la buena conciencia
del espectador. Luego les alcanzará la gracia de lo sagrado. Tocar una de sus
obras: 50 millones de dólares.
2011: Del
arte me interesa el dinero que se mueve de unas manos a otras. ¿Para qué
negarlo? Es mi trabajo, y quiero que me paguen por él. Cuanto más, mejor. (El
101, el que faltaba para completar la lista.)
¿No te
gustaría cobrar mucho dinero por una de tus obras efímeras, Hesse?
Ahora, ya
no. ¿Para qué? Que paguen otros el féretro.
Hubo otro
viaje virgiliano ajeno a la culpa o a la inocencia: él tan sólo pretendía
registrar los hechos que habían sido
o habían podido ser. Todo se había desmoronado. La turbación inicial había dado
paso a la desesperación; luego, a la serenidad, y ahora, a la excitación.
Recorrieron el breve espacio de una aventura disparatada de la mañana a la
noche en una Nueva York que repudiaba por su magnificencia y su misma
lubricidad y bullicio alcanzar el cielo o
descender a los infiernos. Era nada más que una excursión frenética a
una cotidianidad irrecuperable, una vulgaridad urbana y social carente en el
fondo de cualquier interpretación laudatoria: el mero contenido de un día entre
el amanecer y el crepúsculo, un rosario enhebrado de sinsentidos, ocupaciones,
ocios y obligaciones que la noche disipaba y levantaba en el aire como la
liviana capa de polvo que, al final, termina liberándose de la costra de la
tierra. Comprar un puñado de nueces, saludar a un rabino escéptico y burlón de
la calle 12, visitar el estudio de A., tomar un bocado en Lipstein&Sally y
un café en Maxwell, esconderse en el subway,
comprar periódicos en la Quinta Avenida, andar un rato callados bajo el sol y
la tibia brisa primaveral acariciándoles el rostro, volver al subway, acabar en la calle 82 de
Brooklyn, pasear de nuevo en silencio absoluto, comer otro bocado en Coney
Island, volver a Manhattan con los ojos enrojecidos, aguantando el llanto,
revolver libros y revistas en The Green
Train donde R.Y. disimula la violencia que le abate en su interior con una
media sonrisa y rodeado de libros como en el interior de un bosque, ver
anochecer desde el puente de Brooklyn. “Lo que yo hubiera querido…”, balbucea
en la cama desdeñando sus besos cobardes.
No es
dolor exactamente. Es una punzada de desaliento en la carne, una mínima
molestia, una pesadez en la sangre que llega hasta congelar la respiración, la
mirada pobre en las cosas que se alejan, en los objetos cotidianos que
comienzan a transformarse en irreales a causa de esa sensación de tránsito que
empieza a dominar por doquier aun antes de que el esplendor matinal desnude la
simplicidad de todo, expuesta toda la trivialidad y el sinsentido bajo los
rayos del sol como el fácil mecanismo que ante el asombro decepcionado del niño
termina ofreciendo el muñeco articulado con las entrañas abiertas a sus ojos.
Saber que todo es inútil y todo es para nada. Saberlo, y rebelarse ante ese
serrín o fraude mecánico, luchar hasta el final, condensar en minutos largos
años, en horas una vida. “¿Te ayudo a ducharte?”. Se niega con naturalidad. Hay
que desayunarse aprisa. No, prefiere la cafetería de asientos rojos y mesas de
madera negra a una manzana del apartamento. Se hallan en la cocina. El día será
fresco y soleado, con una ligera brisa a partir del amanecer, anunciaba en la
medianoche la cadena de radio NYK123. Pero ahora aún está todo sumido en la
penumbra o bajo las luces eléctricas tan desoladoras y tristes, una iluminación
tan poca cosa frente al día pujante que empezaba a nacer como si nada, algo tan
inocente y repetitivo, tan monótono, conocido y vulgar, y, sin embargo, tan
precioso, inalcanzable, tan hermoso para quien está al borde de la muerte y no
la desea, para quien va a morir y lo único que quiere es sólo vivir, nada más
que ese milagro, ser nada más que uno entre otros miles de millones de seres despreocupados y vivos en
el día que vuelve a amanecer. Tiene que vestirse. El mundo se ha puesto en
marcha otra vez.
Hay que moverse, pues.
¿Qué me pongo?
¿Qué
podría decirte yo, querida?
Sólo soy el pobre tipo ése que camina bajo la
aguanieve hasta el oscuro apartamento de la calle Once donde escribe cuentos
pornográficos a 5 centavos por palabra.
(Lo rumia
ceñudo, algo orgulloso en el fondo por el ramalazo de desprecio que experimenta
hacia sus desconocidos y enfermos lectores, pegado al ventanal de una cafetería
vulgar, cualquiera de ellas, con la vista perdida en el ajetreo de la calle,
hinchándose de un repulsivo aguachirle pero botomless.)
Es como
los elefantes (él y ella). Anda y anda no sólo por buscar agua y comida, sino,
simplemente, por cambiar de escena.
Sales: dos
folios por el precio de uno.
Estamos en
temporada.
¿Me
garantiza 20 adjetivos y media docena de metáforas por página?
No lo
dude. Y dos vocablos de los que hay que buscar en el diccionario para dar con
su significado (y un raro tecnicismo también).
En efecto, usted es el tipo que busco. Y me lo lía todo un poquito a partir de la 119.