sábado, 15 de diciembre de 2012

HESSE 94


Vive entre los límites: la mejor manera de hacerlo. Ha optado por desentenderse de las cuevas, de los agujeros siniestros que ocultan las aceras: prefiere las torres de babel (aunque mudas, sumidas por fuera en un extraño y bello silencio, tan poderosas que parecen, tan calladas y quietas).
De un extremo a otro la ciudad es una obra de arte abierta en canal, supura fluidos, excrecencias, millones de colonias de bacterias andantes y trajeadas con un portafolios de enredos contractuales (o una navaja) en la mano (¿no podría ser un libro?).
En cien kilómetros a la redonda se extiende la Gran Escultura, una instalación que ha creado su propio género desdeñando la pequeñez de la escultura y la pintura, el caballete y el pedestal, un entramado que aglutina la propuesta del loco y del extravagante, la aportación del cuerdo y el pragmático: el Empire State y la peluquería para perros, el hot-dog y la ingeniería financiera de Wall Street.
Vista desde el espacio exterior la mancha de piedra erecta  y agua azul es algo excéntrica. ¿Pero qué mancha no lo es?
Dueña de todo el espacio, la cavilación admite cualquier tentación transgresora. Esa es la esencia de una instalación: derriba los muros de la contención plástica.
Cercanos están los márgenes del agua.
La ciudad como instalación, como forma apocalíptica a pesar de la prevalencia de la simetría, como el orden que resulta de la disposición caprichosa de las piezas de un mecano en manos de un niño ajeno a lo bello, a lo bueno y lo malo, al gusto y a la norma. 100 kilómetros de piedras, cables, hierros, acero, cristales, maderas, plásticos, luces de neón y movimiento.
En agosto la ciudad arde y en Central Park puedes oír como se resquebrajan los árboles por dentro. Las ramas llenas de hojas de los arces y los castaños exhalan una especie de polvo que se diría que es humo, como si un fuego sin llamas fuera pudriendo poco a poco sus raíces.
En enero la ciudad bajo el peso de la nieve parece buscar su identidad bajo las cloacas, alejarse del cielo plomizo, hundirse entre las vaharadas de vapor que surgen del suelo en una hibernación que tiene mucho más de ganas de volver del revés el espejo, como un hartazgo temporal de mirarse a sí misma, que de renunciar a sus esplendores y privilegios que han de ser eternos. Se trata de una simple fatiga, no de una abdicación.
Los árboles desnudos, diríase cristal.
Una hibernación gris, ruidosa y fría.
Es en las otras dos estaciones del año cuando la ciudad se exhibe con la indecencia del enredo carnal de la imagen pornográfica o con la pudibundez de un desnudo académico, de una academia perpetrada por los dedos inexpertos del aprendiz de arte.
Abierto por temporada.
Mucho antes de llegar a su meollo a través de las intrincadas vías de circulación, la Gran Babilonia del Norte erige a la brillante y transparente luz azul de un cielo sin mácula el cinturón amenazante de las enormes naves industriales, los cementerios de automóviles, las factorías, los depósitos y refinerías, las grandes chimeneas, los almacenes y los hangares, los hierros oxidados de las máquinas trepidantes. Los antiguos desiertos despoblados devienen Los Siete Círculos de la Herrumbre cuyos paneles indicadores promueven el desconcierto. Ese sería el cordón rojo que detiene en seco al espectador meticuloso, el paisaje tosco y descomunal de una plástica férrica, oscura, como surgida del taller y las fraguas ardientes de Vulcano: has de mirar de lejos, se ruega no tocar. La obra de arte se mira pero no se toca.
(En realidad, se dice admirado por el hallazgo, en Manhattan nunca hay verdaderas guerras sangrientas… Sólo las refriegas de la ambición: ser distinto, el dólar.)
21 kilómetros de largo por 3,7 de ancho: no necesita más Hesse para trazar la Gran Escultura Invisible de Nuestros Días.
Es una estética inabarcable (la una por inconmensurable; la otra por enigmática, y ambas por desafiantes).
Es hipnótica. Te atrapa, aunque sabes muy bien que es una impresión fugitiva, que en cuanto te encierres en tu apartamento a cenar, ver la televisión y acometer los últimos preparativos para meterte en la cama o ir adormilándote poco a poco sentado en una butaca raída con el libro entre las manos, aquella se habrá borrado de tu mente. Los sueños (o las pesadillas) van a ser mucho más reales en esa hora de la noche de vencimientos y vulnerabilidad. Durmiendo lo ficcional adquiere una realidad tan enérgica como la del desvelo: la inquietud y la zozobra se enquistan en lo físico como pudiera hacerlo en la vigilia cualquier contacto real: el apretón de manos, el beso, el golpe. La ciudad se apaga del todo, como el cuadro o la escultura enmudecen, esta vez de verdad, al darles la espalda y alejarnos de ellos.
Una maquinaria andante:
La hipnosis de las luces y la dimensión desaforada de sus construcciones, el barullo de sus gentes y sus constantes ruidos, el misterio de tanto colorido y andanza y no saber adónde va cada uno de ellos, de dónde viene, qué piensa, qué es lo que quiere, a quien quiere. He ahí la cinética: he ahí la obra en marcha, nunca concluida, confusa, cambiante, engañosa y autocomplaciente en su desmán de work in progress. Ninguna Aracne daría fin a entramado tan apabullante, jamás lograría ultimar en su tejido el Dibujo del Gran Significado. Toda la ciudad es una estética del desplazamiento activada por un impulso colectivo que responde a la supervivencia de lo sobrante, y acaso hasta de lo innecesario, y cada uno es un artista de su movimiento y acciones imprevistos demoliendo prejuicios y reglas, un insumiso urbano que conoce el agujero del que sale cuando amanece y al que ha de volver antes de que vuelva a despuntar el sol. Cada uno es protagonista de la acción de la mañana. Altera cuando así le place el significado de la obra: va hacia delante, se detiene, vuelve sobre sus pasos, debería vestir un jersey verde, sus pantalones debería ser azules y sin embargo son de color beige, la camisa blanca no estaba en el guión, el gran bolso que porta esa mujer le tapa las piernas, las dos jovencitas ralentizan demasiado la marcha, se sonríen una a otra sin pensar todavía adonde van, el niño debería estar en el colegio a estas horas de la mañana, el niño debería estar en el colegio  a estas horas de la mañana y no debería andar solo con la mirada perdida entre la muchedumbre, el semáforo está en rojo, pero hay un tipo (o dos) que apresura el andar, empieza a correr antes de que los coches se pongan en marcha y salva la calzada y arriba a la acera de delante ante la indiferencia de los otros que aguardan mirando la nada hasta que el disco cambie a verde, y entonces, ya en la acera de delante, alguien cae al suelo, detiene por un instante la hormigueante fluidez de las dos filas opuestas de viandantes, se forma un corro de curiosos con la vista baja, están detenidos, habría que moverlos, apartarlos de ahí, tienen la vista baja, no se percatan de lo que sucede a su alrededor, la vista baja sólo sobre el caído, un hombre de edad mediana vestido decentemente que tampoco debería haber rodado por el suelo, que debería estar muerto de resultas del colapso cardíaco y sin embargo se mueve, los pies se mueven y también el brazo izquierdo se mueve, pero la mano derecha agarra por el asa la gruesa cartera marrón repleta seguramente de documentos y memorándums muy importantes, y el sombrero de fieltro a medias todavía en la cabeza, y los espectadores que deberían hacer algo y no hacen nada, tienen la vista baja y fija sobre el moribundo que rebulle a cada instante, se detiene y vuelve a moverse, casi imperceptiblemente, pero vuelve a moverse, deberían levantar la vista al cielo, comprobar por algún indicio la climatología de dentro de unas horas, porque debería llover, puede que llueva.
Llueve. No es medianoche. Es mediodía. No llueve.
Un récord es una ganancia. Un hito. Y si es Nueva York, un acontecimiento mundial.
En La Ciudad de la Moneda deberían devanarse un poco más los sesos para sacar una pasta con el espectáculo: especialmente indicado para el turista glotón.
Broadway de un extremo a otro: ida (acera derecha) y vuelta (acera izquierda). Los ojos bien abiertos. Puntúan rótulos y letreros de comercios, despachos y sedes administrativas, cines, librerías, bares y restaurantes. Por cada uno de ellos memorizado se descontará un minuto del cómputo total de horas invertido en la excursión.
¿Quién será el afortunado que establezca el récord?
Premio: La Llave de Cartón de la Ciudad.
Y un hueco en la sección de gacetillas del periódico más ruin.
De Bowling Green a Columbia University y más allá (hasta los mismos lagos y parques del Bronx) a paso de mula o trote cochinero. ¿Una jornada?, ¿dos?, ¿tres?, ¿cuatro?…
Una caminata india (pues otra cosa no era la gran avenida que vertebra Manhattan), el tiempo no existe, cualquier lugar es el mismo lugar, siempre llegas al principio de todo. No existe el final. La muerte también es un principio. Mira el horizonte como si fuera el pasado.
Cualquier lugar es bueno para pasar de largo, afirma un vaquero solitario en un viejo western de hace décadas mientras espolea su cabalgadura con la vista fija en un horizonte de polvo. 
BROADWAY TAMBIÉN SE ACABA.
Combustible: sándwich de carne, pastrami, panqueque Seinfeld, tarta de queso y arándanos y veinte litros de café aguado.
Y unas buenas zapatillas.
Comienza la Gran Marcha India.
Trota por el hormigón.
En el cruce con Canal las cosas no marchan muy bien.
A la altura de Bond Street ya boquea buscando aire.
Antes de alcanzar el bullicio  de Union Square estás muerto.
Están los puentes, enormes encrucijadas de hierro, acero y un pavoroso telar de cables, como ese que ahora miras con tanta atención y que tampoco sabes muy bien adónde puede llevarte. Puentes a alguna parte para el que tiene una cita, un negocio, una ilusión en el otro lado; puentes a ninguna parte para el que está solo y al que nadie le espera: miró fugazmente al sur, se arrojó por la borda y se dejó llevar por las olas de la noche hasta el fondo del mar.
Llueve.
A un lado de la acera, un viejo demente envuelto en los harapos de lo que en otros tiempos debió ser un gabán negro, muestra el único espectáculo a su alcance de vagabundo miserable e inhábil capaz de atraer la atención: muerde bombillas que extrae de la maraña textil en que se ha convertido su atuendo, mastica los trozos de cristal y se los traga. Luce una gran calva hasta más abajo de la coronilla, de la que cae una sucia melena gris que alcanza los hombros. Tiene los ojos muy abiertos, y de ellos brota alguna lágrima, y finos hilos de sangre se deslizan de ambas comisuras de la boca; a sus pies una pequeña caja de cartón recoge los centavos que la gente, sofocando las risas, arroja con… crueldad.
Sin rumbo la ciudad carece de nombres: una avalancha de sucesos vistosos y anodinos que aleja de lo reflexivo. Piensas en imágenes. Es como alimentarse de un analfabetismo que encuentra su gracia en lo visual. Las palabras, aun deletreadas en la mente, carecen de verdadero sentido ante el vértigo del escenario urbano y apabullante.
No llueve.
Un tipo toca un violín apostado en una curva de los pasadizos subterráneos del metro flanqueado por sendas máquinas expendedoras de cigarrillos y de chocolatinas, en ese mismo punto donde todo es baratija y urgencias. Ni uno solo de los que cruzan malhumorados y con prisas frente a él arroja una moneda al estuche abierto en el suelo. Nadie se detiene ante el músico callejero... que no lo es: se trata de uno de los mejores violinistas del mundo que despliega ante los pasajeros apresurados toda su mejor técnica e inspiración en la ejecución de la melodía del tercer movimiento de la Sonata para violín solo, de Bartok, en una apuesta infantil, y sin duda rigurosa, de sacar la música más sublime de la solemnidad de la sala de conciertos de Carnegie Hall o del Lincoln Center y trasladarla a un contexto canalla para demostrar su inoperancia en un espacio no apropiado. En efecto, nadie parece advertir nada: lo que brota del instrumento es un gemido inútil provocado por la impericia del pedigüeño. Uno más entre decenas de ellos con un cacharro en las manos que pululan por las líneas del metro en busca de unos dólares. Esos tipos y tipas en su agitación transeúnte creen que desafina. Y, ciertamente, lo hace. ¡Para orejas como ésas…!
Es imposible traducir una cosa así. Y la descripción sólo traslada a la escritura sombra más que reflejo.
La clave está… ¡en hallarse en el escenario sagrado! ¡Es el espacio el que otorga las credenciales!
Así como el grueso marco dorado realza la pintura y el pedestal eleva la estatua a lo admirable…
Antitética, la ciudad no depara la oportunidad de un pensamiento conformista, apaciguado por alguna asombrosa revelación, como si eso fuese posible, ni mucho menos el dictamen definitivo que libere de mayores disquisiciones en lo sucesivo. Como obra de arte que se extiende en kilómetros entre las aguas y se eleva cientos de metros por encima del suelo no requiere la confrontación pero tampoco la sumisión. Te aboca a lo contradictorio. A lo inaprensible. Al inventarla, la reduces; al recrearla, la simplificas; al adjetivarla, la traicionas. Si burlas el mito, el gato escuálido que te mira implorante desde el frío anochecer de un callejón sin salida del Midtown es el mismo gato que te mira implorante y hambriento en todas las ciudades que conoces grandes o pequeñas, monumentales o perdidas en alguna de las oscuras provincias del mundo mientras la gélida noche cerca las piedras.
La ciudad funcional parece desmentir su categoría de obra de arte, pero un rótulo luminoso en la Calle 3 o una joven hermosa a tu lado en un paso de peatones en el East Village, los grandes árboles del verano que se alzan en las calles del sur o la fascinante geometría del edificio de Burnham bastan para entrever y aceptar finalmente una poética que se nutre a cada instante de la monumentalidad, la escenografía y lo inesperado.
Esta ciudad, por tanto, es una proposición que rehuye el taimado intento de definirla o acotarla. Es una formulación más que una forma. Es el espacio y es la obra, y una tela de araña invisible enlaza sus diferentes partes pero a la vez impide que el discurso plástico adquiera una significación propia. El entramado que la configura, invisible aunque presentido, es su auténtica esencia, como el concepto que esconde el garabato picassiano o la travesura formal de Duchamp sustancia la apariencia de la obra. Lo que no ves resulta ser lo prominente.

domingo, 9 de diciembre de 2012

HESSE 93


Amanece la luz lechal. Inaugura los monstruos. Abre sus tapas.
Y vuelves a leer sin que otro alimento te haya profanado todavía.
La ciudad vuelve a rugir.
Y amanece en Nueva York.
Los puentes sobre las aguas negras resucitan.
Hace frío. Demasiado frío. Envuelto en una manta escocesa mira a través de la ventana la nieve sucia sobre la calzada y la acera de enfrente. Pero… debe salir: el apartamento es una tumba ahora que alumbra la mañana y la esperanza se desvanece como las gotas de agua entre los cacharros sin fregar en la pila de la cocina con olor a aguas podridas. Nada hay que hacer allí dentro cuando nada hay que decir y el lápiz en la mano parece quemar la piel porque nada hay que escribir.
¿Dónde nos desayunamos?
Bacon&Eggs.
Puro veneno.
“Con el estómago vacío anduve por las calles de la ciudad tropezando con la multitud, yo era pobre y les miraba con desprecio, no les guardaba ningún miramiento. Era mucho más que todos ellos juntos atrapados en sus mezquinas tareas. Yo era Los Grandes Ojos, El Notario Inflexible, El Paseante Vengador.” El hambre le llevaba a la locura. Un Hamsun delirante y romancero con el sombrero sucio, buscando un lápiz con el que escribir y refugiándose entre la muchedumbre: era el tiempo que vagaba por Cristanía… Los crímenes del porvenir: “… el arte americano se explica por el hecho de  que la práctica totalidad de los artistas son mujeres…” Artículos de esa índole le daban de comer caliente, lograba un puñado de öres, acudía a desempeñar el chaleco, tenía la caballerosa y señorial desfachatez de saciar el hambre a pobres más pobres que él entregándoles unas monedas, él, un escritorzuelo al borde el precipicio, un desahuciado que conservaba el pedazo de lápiz mal afilado como el más preciado tesoro (aunque a veces no tuviera ni una cuartilla donde escribir).
Un Orwell sin blanca y en París, un plongeur a punto de llevarse a la boca un pedazo de sucio fieltro y empezar a masticarlo. El principio del hambre es lo más doloroso, luego… te sumes en un estado absolutamente invertebrado, en la idiotez más completa.
Comes hojas de lechuga podridas y pisoteadas, bañadas por el agua sucia y los escupitajos del suelo.
No sería distinto en Londres, donde la mierda se revistiría del protocolo y los gestos adecuados. Aunque durante el día podías sacar unos peniques pintando aceras con tizas de colores y por la noche acabar en alguno de los refugios del Ejército de Salvación junto con otros doscientos apestosos tobies.
Pasas el día sin comer apoyado en una esquina al sol o debajo de una marquesina viendo caer la lluvia fría que repica sobre el empedrado, esquivando a la policía, engañando el estómago fumando hardups hora tras hora y reuniendo algunas monedas como un moocher o, si hay suerte, trabajando durante doce horas de hombre-sandwich.
Ni siquiera tienes la oportunidad de comer en un CPV, como lo hiciera (presuntamente) el señor Thomas Bernhard en la Austria de la postguerra y el tercer hombre.
Uno es un vagabundo porque se mueve siempre de un lado a otro, tratando de conseguir “plaza” en un asilo nocturno, que sólo lo acepta por una noche, así que ha de recorrer la ciudad día tras día hasta encontrar un nuevo refugio donde le admitan.
Ese es el mundo que te espera si te quedas sin dinero.
Ándate listo.
Este vagabundo, aún con el miedo en el cuerpo, ha metido el puñado de billetes de cinco dólares en el fondo más fondo del bolsillo, coge el metro, mira durante todo el trayecto de un lado a otro sin separar los brazos del cuerpo y llega hasta el mismo norte del Bronx, más allá de la frontera.
9:17 a.m.
Como un sabueso merodea entre las tumbas de Woodlawn.
Buenos días, señor Melville.
Buenos días, señor Miles Davies.
Recobra el ánimo.
Cabalga de nuevo sobre la montura del metro (línea roja –de los pieles rojas-).
Vuelve a Manhattan.

martes, 27 de noviembre de 2012

HESSE 92


Vuelves a Manhattan.
Vuelves a caminar sin rumbo por la ciudad.
Tienes dinero en el bolsillo. El otoño está a punto de terminar en este fin de fiesta de amarillos, ocres y rojos y los miles y miles de hojas doradas que alfombran las calles. Pero no temes el invierno. Te hallas protegido. Tienes planes entre manos y no demasiado fantasiosos para que estén destinados al fracaso, un sitio donde cobijarte, el estómago lleno y buenos libros que leer sobre el escritorio. Andas sin prisas, el calzado es cómodo y ligero. Estás bien abrigado. Nadie te espera, a nadie esperas. Es media mañana. Vuelves a comprar el Times. Vuelve a llover. Vuelves a tener ganas de meterte en una librería de ocasión y comprar buenos libros, de tapa dura y sin anotaciones, libros de segunda mano sólidamente encuadernados, y entre los que siempre sueles hallar una joya oculta escondida esperándote a ti en los rimeros de volúmenes sin el menor interés.
(1. Round Up. The Stories of Ring Lardner. Charles Scribner’s Sons. Nueva York, 1929.
2. Spoon River Anthology of Edgar Lee Masters. New Edition with New Poems. The Macmillan Company, Nueva York, 1941.)
Finalmente, con el par de libros y el periódico que a duras penas has protegido de la lluvia en la bolsa de papel, vuelves a tener ganas de entrar en un cafetería y hojear tranquilamente las páginas de los ejemplares recién adquiridos, leer las noticias del día mientras sorbes una taza de café muy caliente y afuera, en la calle bajo la lluvia donde circulan los taxis amarillos y andan apresurados los transeúntes por las aceras mojadas, sucede la misma escena habitual de la mañana laborable neoyorquina de la que tú, a salvo de todos los rituales, te hallas lejos de sus peligros e inmune a sus decepciones.
La lluvia ha escampado. Se han abierto algunos claros que descubren grandes retazos azules en el cielo. Sales del café. Vuelves a andar.
Cada una de esas minúsculas ventanas encendidas de Manhattan pertenece a uno de los miles de apartamentos que se alzan uno encima de otro sin alcanzar el cielo jamás. Es de noche, alguien vive en ellos, un hombre o una mujer, como escondiéndose, reparando cada uno como puede en la soledad de sus manías o sus pecados las grandes o pequeñas averías de la máquina en la que se han convertido durante el día.
A la mañana siguiente: a rodar.
Ese Nuevo Diablo Cojuelo,  El Gran Enano Chismoso Capote, te lleva de la mano:
El señor T. sigue sin arreglar la cadena del retrete y el agua sigue manando. Continúa durmiendo en una cama con las sábanas manchadas de mayonesa y chocolate. Lee porquerías como la revista True Detective y Penthouse. Hay decenas de pequeñas botellas de vodka diseminadas por todas partes y sigue guardando la ropa sin lavar y con olor a sudor en el armario.
La señorita E.S. tiene ínfulas literarias, escribe poemas cortos de gran diversidad (igual se inspira en Zsa Zsa Gabor que en Sylvia Plath) y guarda (ni siquiera lo esconde) en el pequeño armario del baño un consolador de plástico rosa moldeado en forma de pene de un tamaño… digamos normal. En los estantes de los libros se encuentran obras de Karen Horney, e.e. cummings y Robert Frost.
El señor y la señora B. viven en la zona acaudalada de Park Avenue. Son unos judíos ricos, severos y bastante pomposos. Viven solos con un loro viejo y sucio. Probablemente el único amigo (amiga, porque es hembra y se llama Polly) que tienen. Por la noche suelen atracarse como cerdos de pasteles de coco, tarta de moka y helado de pistacho.
La señora M.S., asistenta de hogar que trabaja por horas (cinco dólares la hora), suele llegar a su piso de renta limitada en el Bronx, cerca del Yankee Stadium, a la caída de la tarde, después de haber limpiado una media de cinco apartamentos por día. Vive sola, es católica, acostumbra a llevar dos rosarios en el bolso y se halla aterrorizada por el temor que siente a que le asalten. Tiene tres cerrojos en la puerta y todas las ventanas clavadas: “Me compraría un perro. Pero tendría que dejarlo demasiado tiempo solo en casa. Y yo sé lo que es estar sola, no se lo desearía ni a un perro.”
Con los ojos abiertos nadie parece fijarse en ti. ¿Pero cuántos millones de ojos cerrados te ven?
Después de todo: no eres invisible.
Después de todo: eres entendible.
Apuesta doble contra sencillo que eres un libro abierto: la expresión de tu cara, las ropas que vistes, los lugares que frecuentas, las personas con las que te relacionas, el paso lento o ágil por las aceras, la caída de los brazos junto a los costados… Todo el mundo ha conocido más tarde o más temprano un tipo como tú, exactamente un individuo. Se te puede pesar a ojo. Se te puede vender como si nada. Resulta que la muchedumbre no te disfraza, te visibiliza, te hace notorio y a la vez te diferencia: ese otro.
También tú creas la ciudad.
Vas y vienes, enredas y desenredas.
Ahora, casi sin darte cuenta, te dices sin sorpresa que puedes inventar una y mil veces esta ciudad, desafiarla, combatirla hasta dominarla con la sola imaginación.
Ligerito hasta la 77.
En el Museo de Historia Natural.
En el centro del corte de la secuoya de 1.300 anillos colocas la Estrella de la India, un faro azulísimo que evocara todos los mares que navegaste en tu vida de paria. Traza con el polvo de los huesos de los Grandes Dinosaurios la Senda de los Elefantes. Luego, vete a soñar despierto al planetario Hayden.
Has viajado al sur del planeta americano.
En el Federal Reserve Bank.
Te cambio tus miles de millones de billetes y monedas de mierda por mi valiosísima colección de 125 cromos Prodigios de la Naturaleza.
Eres un virus.
Así de mínimo, así de letal. Si se descuidaran…

domingo, 25 de noviembre de 2012

HESSE 91


“¿Escribir un poema? Lo que me gustaría es ser poema.” (JGB).
¿Ella es lo que hace o hace lo que es ella?
Nueva York. Mayo de 1970.
La Confesión (I):
Una cosa es lo que me gusta (Gorky) y otra lo que admiro (Oldenburg, Pollock).
Sabes, Warhol, después de todo, es un pintor abstracto. Estoy convencida de que no se puede llegar más lejos en el arte. El y su obra son la misma cosa. Es el artista total. Pienso que eso es a lo aspiro.
En cuanto a Carl Andre… me gusta. Alguna de sus creaciones me recuerdan los campos de concentración. ¿Cómo puede ser posible una cosa así? Lo ignoro completamente. El arte es un misterio.
¿Confundir el arte con la vida?
Es lo que hago cuando me encierro con los materiales. Ellos cobran vida. No quiero que se signifiquen ni que signifiquen. Pero la forma final que adoptan parece brotar de mí misma, ser parte consustancial de mí.
Creo que el arte y la vida de un artista son inseparables. Incluso aunque esa vida no sea la del propio artista, la vida en general, eso es… Tal vez es un error pensar de ese modo.
El arte es intuición, no cálculo. Y es la vida la que está llena de absurdos.
Si algo me resulta inquietante en la vida, de seguro que esa inquietud voy a trasladarla a mi obra.
Sé que no tengo que ser artista para justificar mi existencia. Pero sé que soy una buena artista porque no tengo miedo, ni en el arte ni en la vida.
Lo he dicho otras veces, pero no me importa insistir en ello: el verdadero artista ha de estar, siempre, al borde del precipicio. Es la única forma de atrapar lo desconocido, darle forma, hacerlo existir de una vez por todas. ¡A quien le importa lo ya conocido por todos!
Lo difícil es estar al mismo tiempo que atisbando en el precipicio sostenerte en el filo de la navaja, vivir de un extremo a otro, en el extremo de todo.
En mi vida todo ha sido muy físico. Tal vez por ello me guste trabajar con las manos en ocasiones, aunque en realidad lo que me interesa es el fin, y muy poco el proceso en sí, que sería el simple soporte para llevar a buen término (hacerlo visible) lo que de esencial pudiera encerrar mi obra.
Y a veces pienso que vivimos tras la verdadera realidad de las cosas, aquello que nunca nos será accesible: las aguas de los dioses (¿…?).
[PLATON NO PUEDE EQUIVOCARSE.
EL ARTE ES UNA SEGUNDA VISION.]
1-. La obra del artista está dos veces lejos de la verdad: lo que ves no es y lo que imitas con tu arte de lo que no es todavía lo es menos respecto a la realidad pura de las cosas.
2-. De toda contemplación estética han de derivarse unos efectos formativos y morales. De lo contrario es un juego de niños, un divertimento sin mayor trascendencia.
3-. El arte es una función, a pesar de sus imposibilidades técnicas, de la precariedad de sus medios intelectuales y la insensatez de sus objetivos.
 4-. El verdadero artista es aquél que se dirige más a la inteligencia que a los sentidos, tan fáciles de satisfacer por medio del engaño.
5.- El objeto natural ya es una representación de aquel otro del que es modelo y que se halla más allá de nuestra capacidad de percepción, ¿a qué vienes entonces, encanto descarado de la vida, a turbar todavía más mi conciencia mediante objetos creados por tus manos pecadoras? ¿A qué ordenamiento formal pretendes llegar? Cada paso que das a delante te alejas de la auténtica Forma.
6.- Ningún artista es inocente: es culpable de soberbia y engreimiento… ¡y de ignorancia!
7.- Y puesto que el arte complace al vulgo, es menester que aquél, al tiempo que cause placer, se empeñe en un propósito didáctico antes que estético, ya que las emociones del hombre pueden ser provechosas unas, perjudiciales otras.
8.- Y puesto que el arte atañe a lo humano y lejos se halla de lo sublime, a despecho de los esfuerzos que el artista pone en ello, todo arte debe someterse a estricto control y censura.
9.- Y puesto que la auténtica misión del arte es causar placer, el arte es inofensivo.
10.- Y puesto que La Idea es de imposible imitación al hallarse más allá de los objetos físicos y sus apariencias subsidiarias, oculta a los imperfectos ojos del hombre, se puede concluir que no es necesario que la obra de arte haya de ser copia exacta de algo o tenga que reproducirse de acuerdo a unas normas establecidas de antemano.]

No te pregunto por lo que es propio del arte, sino qué es el arte.
Una joven hermosa.
¡Por Júpiter, Hipias, qué maravillosa respuesta! ¿Eso es todo?
Esto zanja el asunto, Sócrates.
En efecto, las cosas bellas son difíciles.

La Confesión (II):
Respeto mucho los materiales con los que trabajo. Jamás traiciono su esencia, puesto que la esencia, aun invisible, es el material más hermoso. Preservo las cualidades de aquello que contribuye a conformar mi obra. No los prostituyo. No los traiciono. Aunque sea yo, naturalmente, quien ejerza el control de su forma y prepare su exhibición final.
Todo esto puede conducirnos, de nuevo, a Marcel Duchamp… Ya resulta aburrido, pero así es.
La clave es el absurdo. Un absurdo mucho más inesperado y hasta extravagante del que se nutren los personajes de Samuel Beckett para persistir en sus andanzas a ninguna parte mientras hablan consigo mismos.
Si tuviera que resumir los polos opuestos que delimitan mi trabajo hablaría, precisamente, de oposiciones y contradicciones. Puedo contradecirme a mí misma cuantas veces me venga en gana, y es lo opuesto lo que me atrae. Orden frente a caos, lo flexible de unos materiales desafiando la rigidez de otros… Lo extremo, pues, la huida permanente de lo correcto, de lo mensurable y previsible.
A veces, hasta lo ridículo puede ser lo mejor en la obra de un artista. Y eso sucede porque el tiempo parece que finalmente te ha dado la razón. Descubres entonces que existía algo que justificaba aquella pieza, pero que, más allá de su plástica, era el futuro el que decidiría qué era eso. Tú tendrías que esperar a averiguarlo, aunque en tu interior sabías que durante el proceso se había dado esa circunstancia tan benéfica para un artista: la conformación entre idea y concreción, la confianza en que por muy desconcertante que ahora pareciese la forma final del trabajo, aquel resultado adquiría una dimensión que, por ajeno ya a ti, alcanzaba una naturaleza y significado propios, una razón de ser. Se había convertido en algo inviolable.
Sé que podría asentarme perfectamente en lo grotesco que, para mí, es una cualidad de la abstracción, al igual que lo es la exageración y la caricatura en las imágenes del arte figurativo al modo de Grosz, algunos cuadros de los expresionistas más señalados y prácticamente todo el surrealismo.
La clase de arte que yo practico exige lo grotesco, lo ridículo y, sobre todo, lo inesperado.
La fibra de vidrio puede ser tan grotesca como la mueca de alguno de los personajes de Goya o Ensor.
La resina es una risotada.
En Hang up, una de mis piezas más tempranas en lo que a la escultura se refiere, lo ridículo se proyecta menos en los materiales que en una construcción sencilla. La obra es de una sencillez insultante, y eso es lo que la define. Su misma escala, que sobrepasa una dimensión normal, acentúa su extravagante desnudez. La varilla de metal que sobresale del marco desde sus extremos alcanza cerca de los tres metros y se apoya en el suelo, aunque en cada exhibición lo haga de manera distinta, no demasiado como para cambiar su disposición final pero tampoco exacta y reiterada de una a otra exposición; en cuanto al marco, hecho de cuerda y bramante, se halla completamente vendado y pintado con acrílico. Es todo. Pero es su construcción la que es capaz de provocar en el espectador un sentimiento de bochorno o de menosprecio hacia mí. No creo que los materiales susciten su perplejidad o rechazo. Simplemente, se sienten ridículos contemplando una obra ridícula, de una nadería sorprendente.
Sin embargo, en Ingeminate, realizada un año antes, son los materiales los que deciden la respuesta del espectador a despecho de su composición, asimismo chocante: papel maché, cuerda, un tubo y dos globos pulverizados con pintura.
Lo abstracto aglutina de igual forma que lo figurativo lo grotesco y lo misterioso, lo impío y lo místico, la crítica que la rebelión, el retrato que la alusión o la metáfora. Lo único diferente son las estrategias plásticas y la elección de los materiales.
Todo esto puede parecer una locura. Ser una locura. Pero también alguien [Cheever] dijo que ¿por qué temer la locura? Hay todo un mundo nuevo en ella.
Puede darse lo antropomórfico en lo abstracto, puesto que todo lo abstracto resulta ser en muchas ocasiones connotativo.
La forma sugiere. Mejor que no describa.
Puede que haya planificado bastante mis obras. Pero eso fue antes. Ahora ya no es así. No merece la pena. A fin de cuentas por muy claro y transparente que sea el día, por muy poderoso que sea el sol, la esencia de las cosas, la esencia del ser, siempre ha de escapársenos: una idea de una idea de una idea de una idea…
Un artista puede hacer obras ridículas. Tiene perfecto derecho a hacerlas siempre que él no sea ridículo.
-¿Qué hay más allá?
-No lo sé-, contesta.
Y lleva la vista a la pared, una pared pintada de blanco, desoladoramente vacía, la verdadera expresión del silencio.
Por eso construye con el material de lo imposible lo desconocido.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

HESSE 90

Heidegger: el hombre no está en el espacio, es en el espacio.
El objeto hace que me recree en él, no en aquel ilusionismo que, a la postre, no era más que un espejismo.
La moderna geometría que configura el nuevo arte agudiza mi percepción, fortalece una retentiva que ha podido, por fin, librarse de lo figurativo para ejercer como medio de reflexión y asunto de dilucidación plástica.
La imagen es el objeto. En sí mismo.
Después de todo, espectador, es posible que tampoco me dirija a ti.
Morris: el tipo que una vez realizó una escultura hecha de vapor. Una pompa de jabón.
Entre Picasso y el niño beocio.
¡Plaf!
Preciso un silabario: tu arte me lo exige. Empecemos de nuevo. La “b” con la “a”, ba; la “d” con la “e”, de. Etcétera. Tenemos que aprender a leer otra vez. Fascinante.
Una Gramática Universal que sibilinamente sostuviera todas las demás, aquellas que van de la mano de los miles de parloteos distintos entre sí que ensordecen el natural rumor de las cosas de la tierra en una despreciable babel de gruñidos.
La verdadera estrategia del ajedrez es el silencio.
Todo Duchamp es un convento.
Carl Andre, El Amigo de las Niñas Desaparecidas Eva Hesse y Ana Mendieta, se comió muy ufano un billete de 5 dólares en Cedar Tavern a finales de los magníficos años cincuenta. Provocó una escandalera. Un par de días después un tipo desconocido engulló uno de 20 ante la indiferencia general. Sólo un borrachín en el fondo oscuro del bar se apiadó de él: le dio unas palmaditas en la espalda y le invitó a una copa digestiva. Nunca más se supo del hecho. No ha quedado registrado en Los Anales de las Excentricidades.
La excentricidad es excéntrica a su debida hora. Fracasa tristemente si no es el momento justo. Como los colores de moda del año pasado.
¿Para qué sirve el dinero en esta Era del Arte Moderno de los 60?
Para nada. Aún son los herederos de la Calle 10. Hay que darles tiempo.
Te cambio un concepto por un trago de bourbon.
Hecho.
No me digas lo que haces. Basta que digas en voz alta lo que piensas.
No me hagas leer ese maldito libro. Dime lo que te proponías. (Y cuenta de antemano con mi aprobación.)
Mejor aún. Resume su contenido en el transcurso de una charleta en la barra del bar mientras tomamos unas copas. Ahórrate el escribirlo. Líbrate del objeto. Indúltanos de la fatiga de sus páginas: todo libro será nada.
Morris, el tipo que se pasea por la Óctuple Senda del Arte con una caja de fotografías de sí mismo desnudo.
Te compro ese gesto a cambio de una mueca.
Hecho.
La Urdidora acecha. Eva ya no se halla en mantillas.
Nueva York, febrero del 68, una colectiva a instancias de Richard Bellamy, recién aterrizado de Goldwsky: tubos de neón, cristal, caucho, plomo, cueros y sogas…
“De manera que esto es  todo…”.
Es fácilmente superable, se dice. Ella es capaz de bañarse en una tina llena hasta los bordes de resinas, catalizadores, viscosas porquerías.
El Arte es el mejor linimento de la sangrienta historia en su devenir: escenas de guerra, el busto broncíneo de los próceres que la desencadenaron con el puro en la boca y los botones del chaleco a punto de saltar, bucólicas estampas de la tierra natal, el cadáver del héroe, los sueño de gloria, de piedra, de sangre, de muerte.
1969. Los cimientos del Whitney y hasta los dorados clavos de la tumba de Gertrude Vanderbilt Whitney se sacuden un tanto. Los padres de la Patria, sin embargo, permanecen inmutables. Los propios billetes de banco de curso legal abonan la serenidad: In God we trust. Dios y el Dinero.
Los ínclitos Lachaise, Zorach, Archipenko, Bellows, Sloan, Hopper, Marsh (¿Por qué no toma la línea L?), Evergood, O’keeffe, Tanguy, Gabo y hasta los Grandes Salvajes de la Modernidad Gorky, Stuart Davis, De Kooning, Pollock, Kline y Rothko parecen cavernícolas colgados en las paredes de la noble institución ante la caterva de Hijos de Saturno y la riada de los nuevos materiales artísticos que, cual una profanación en todo regla, arrumbaban de un solo golpe los óleos sagrados y la patricia vetustez del bronce: polvo de harina, tierra, madera quemada, heno, grasa, acero, hierro oxidado, cristal, cobre, látex líquido, tubos de neón, vidrio coloreado, piedra pintada, plomo, espuma de poliestireno, bloques de hielo, ramas secas, cemento, caucho, resinas, fibra de vidrio, tela metálica, plásticos, vinilo, antimonio, cordel, goma, aluminio, cinc, agua…
El tronar de los cascos de los caballos al galope tardaría en dejar de oírse entre las densas, sobrias y elegantes paredes del edificio de Breuer en la circunspecta Madison.
Señales del asalto permanecerían durante mucho tiempo visibles en la sufriente arquitectura de ese templo del arte americano. Heridas perpetradas por el plomo fundido, las salpicaduras del sucio hielo derretido sobre las pulidas baldosas, las grapas hendidas en las paredes, los rayones en el suelo, las manchas sobre el techo, los agujeros, los golpes, escoriaciones de todo tipo en la piel santa bendecida por el acervo artístico de ilustres desharrapados anteriores.
He aquí la sucesión. Las puertas estaban abiertas. No se derribaron los muros. Y no fue la sangre derramada.
Hesse: teje con fibra de vidrio; borda con resina; cose el látex.
Desenredar el ovillo… hacia atrás.
El verdadero acto, el verdadero Atlante, un Sísifo sin ganas de cargar nada en su conciencia: el artista ha hecho depositar sobre el suelo de la galería una roca de una tonelada y media: exactamente el peso de su talento; exactamente el peso de la bóveda celeste.
Otro dispensa al paladar de los congregantes un plato de comida para perros.
(Un plato de comida precocinada para perros.)
(Un plato de comida precocinada de desechos al borde de la putrefacción para perros).
(Un plato de comida precocinada de desechos al borde de la putrefacción enlatada muy poco antes del agusanamiento para perros).
Los perros más hambrientos.
Somos los perros del arte, una jauría que avanza sobre la frialdad de la nieve alejándose más y más de Disneylandia.
Alejáos de Disneylandia: peligroso lugar. Una bomba atómica.
“Eva Hesse: enormemente divertida” (E.W., Artforum, 5 de enero de 1969).
¡Qué sentido del humor!

viernes, 9 de noviembre de 2012

HESSE 89


“¿Cómo puede estar tan seguro de discernir el arte auténtico de entre toda la mediocridad de su tiempo, de los de antes y de los de después?”
“Porque en el fondo el arte me interesa muy poco una vez mis teorías ya se han convertido en el hot-dog más callejero y corriente en manos de los artistas de los cincuenta que, hambrientos de la comida más fácil pero saciante, se lo llevan a la boca aún caliente y empiezan a engullirlo como menesterosos que son. Eso me lleva a un inteligente distanciamiento. No soy el ojo que mira a través de la lupa… soy la lente fisgona, el mismo aumento óptico. La mayor parte de los artistas sois aburridos y estúpidos, lo que os convierte en perfectas herramientas para quien sepa utilizarlas en provecho propio. Vosotros quedaros con la posteridad, sacralizados por las letras de molde de los manuales para aficionados y estudiantes (¡idiotas!) de Historia del Arte, aunque sería preferible que antes os barnizarais con un par de buenas capas de sacrificio y sufrimiento. Son dos perfectos valores añadidos. Del mismo modo que un cuadro antes que imagen no es sino materia oliente nada más, una superficie bidimensional manchada de pigmentos muy lejos de la realidad exterior que pretende representar, vosotros los artistas sois el proceso que sutiles y no demasiado misteriosos mecanismos del futuro activarán a conveniencia. Los artistas sois bombas con espoleta retardada, querida, y cuanto más las carguemos en vuestro tiempo, mayor efectividad mostrará en el futuro: alcoholismo, suicidio, fatalidad, pobreza, locura, humillación… Combustibles directos al rédito del mañana y a la fácil complacencia burguesa. Si tratamos de genialidades, tratamos de estrategias; si de talentos, de literatura ligera; si de prodigios, de espectáculo. Cada perro con su hueso. Todos vivimos de esto, del Arte y su Moda. Yo provoqué el nacimiento de un nuevo concepto en La Ciudad Deseada: la nada hecha forma. El dibujo y el color de la perfecta nada. El tributo que pagarías a partir de entonces los artistas sería la conversión al pensamiento profundo, a las realidades invisibles, ya que las otras, las exteriores y tangibles, sólo son un simulacro de barraca de feria en vuestros lienzos y soportes pintarrajeados. El artista trocó en un ser insondable, un pensador, un místico, un poeta que se atrevió a mirar la oscuridad del abismo… que es el vacío, la nada. Hay que ver las cabriolas que sois capaces de hacer al borde el precipicio. Yo hice de un pobre tipo no carente de habilidad para lo intuitivo en el arte El Mayor Artista de los Estados Unidos. Luego, lo torturé a conciencia con mis palabras y ocurrencias. Y he ahí la obra maestra: él mismo se destruyó. He hecho del cinismo una máscara al tiempo que un acicate para el estilo plural de nuestra época, soy El Modelador. Aunque muchos piensen que soy un farsante, un Escribidor con una pluma en la mano y un lugar donde escupir su ponzoña. En todo caso… no soy la ambrosía solamente. También soy el director de pista, y el que doma las fieras, y el que ha adiestrado y hace bailar a los perrillos con faldas y el que vigila con mimo la cuerda floja de los artistas inseguros y funambulistas y el que asegura los tensores del trapecio que salvaguarda las piruetas en el aire... y el que ríe las gracias de los payasos MalaSombra y el que hace de red… Querida, soy el que guarda la llave de la jaula. A muchos de vosotros os he dado libertad, pero sois incapaces de dejar de merodear en torno a la carpa… Seguís temiendo el látigo.. aun lejos de vuestros cobardes y sumisos lomos. No creéis ni en vosotros mismos. Os tenéis un miedo cerval frente el espejo, que se ha transformado en un reflejo homicida, un guiño perverso y letal que pone del revés todas las obra que salen de vuestras manos. Necesitáis del panegírico constante, de la reseña diaria, para alimentar una religión que exige la comunión diaria, una compensación, diríamos, por tales lealtades hacia lo invisible”.
“Usted habla como un judío”.
“Soy un judío. Y soy capaz de hablar en siete idiomas, aunque el que más me divierta sea la jerigonza plástica. Un idiolecto que acoge bajo sus alas protectoras a cualquier genio o…zancasdil. Un tipo de Brooklyn con una pluma en la mano al que los artistas más serios y peligrosos embadurnan de ceniza la calva. Pero también yo hago de la provocación un negocio. En este mismo momento puedo meterte por el escote una rata muerta y quedarme tan tranquilo oyendo tus alaridos como el que oye llover. Soy demasiado inteligente para ser artista, de modo que tuve que doblar el espinazo ante la confusión y lo oscuro, que mira tú por donde ha acabado siendo lo profundo. Sabía que ir contra el gusto común era la clave para el triunfo. Todo lo popular de nuestros días es falso, mediocres artificios hechos con el peor de los ingenios de la cadena de montaje del progreso. Un simple insulto silencioso, como un soplo de ira, y se vendrá abajo el tinglado de esa cultura de pacotilla de la clase media. Dicen que hablo como un charlatán de feria. Y, en efecto, esa es la cosa. Sacar de la chistera un conejo… o una teoría. Después sólo tienes que tratar a un artista como un pelele y harás del él un genio. Redúcelo a lo formal: desnúdale de anécdotas y referencias, átalo sólo a lo que presenta, a la tela o la madera, al pigmento, a la línea, al plano, a la piedra o al hierro. Y déjalo quieto ahí. Desnudo frente al mundo. Todos somos herederos de un Picasso burlón y prestidigitador hijo del otro Picasso barroco, oscuro y complicado como todo buen español. Ahora el arte es un espectáculo. Debe serlo, es el primer paso para la ganancia. Por lo demás, te diría que respecto al arte, sería suficiente con las teorías. El hecho de que no podamos prescindir de los artistas y los cuadros es que sois la mercancía necesaria, lo palpable y hasta… lo grosero. Pero basta de retórica. Estamos en La Época Oportuna y en El Sitio Justo. Es el momento de los dividendos. Los muertos ya se cuentan por decenas. Es despreciable pensar así, lo sé, y no obstante prefiero el desprecio que puedan suscitar tales comentarios a granjearme un afecto que me esclavice a la tibieza. El mejor amigo del arte, de los artistas y los críticos, es la incomprensión. Y el arte abstracto su mejor aliado. A la larga, uno siempre termina admirando lo que no entiende. En el Arte, todo lo que se comprende fácilmente tiene… un precio barato, como los bibelots que se exponen en la sección de regalos de los centros comerciales… Y, sí, es verdad, querida, ciertos pintores tenían la manía de pintarme la calva con la ceniza de sus cigarrillos. Quizás pasen a la historia solamente por esa anécdota”.
“Usted no puede saberlo todo. Pero parece muy seguro de lo que dice. ¿Es la estética una ciencia empírica? ¿o es, por el contrario, una más de las psicologías aplicadas?  Y si es una ciencia, ¿cuáles son sus criterios objetivos de valor?”
“¿Para qué quieres saber semejantes bobadas?”
“Debo afianzarme en mis convicciones·.
“Detrás de tu espalda hay una puerta. Por ella entraste. Ahora, lázara, levántate, anda, apártate de mi vista y sal por ella. Y no vuelvas. Nos aparecemos sólo en los años bisiestos y algo traidores.”
A rodar.
Aquí cada uno hace lo que viene en gana. Lo normativo en el arte duerme el sueño de los justos en la caverna más oscura de los tiempos: múltiples son las variaciones, los cambios, las pretensiones. Cada generación suplanta la anterior, salva los fosos, toma sus castillos, derriba los muros y viola sus leyes al modo del borrón y cuenta nueva. Es una guerra incruenta; digamos que los advenedizos se limitan a birlarles la cartera.
Aristóteles: el ojo es el más intelectual de los sentidos.
¿Por qué habla de Kant?
No habla de Kant. Se sirve de Kant.
Mete el pico en sus comederos.
Y aun en sus aguaderos.
Abre las alas de falso brillo.
Revolotea sobre los cielos ilustrados de Königsberg.
¿Parte del viejo onanista, sedentario y maniático para construir su teoría del formalismo? (En poco estimas su contumacia: pronto encontrará secuaces con un pincel en la mano que se nutran de sus delirios.)
Abreva en líquidas seseras.
¿Y qué es lo que encuentra? Lo trascendente… ¡en pleno siglo XX!
Rastrea una validez general lejos de lo subjetivo. No le basta con sustantivar un movimiento nacido del capricho o del hastío: quiere filosofar. Se pregunta en pleno desorden conceptual “qué es el arte”. Abandona la legitimidad de la doxa para improvisar sobre el epistime. Y ahí se enreda, se da cuenta de ello y descarta aquella parte del intríngulis kantiano que pueda menoscabar sus teorías novedosas y diserta, pues es hombre que no se arredra a las primeras de cambio, como aprendiz chirriante sobre una filosofía que también bordea en los límites de su esencia a través de las palabras y su poder de nominación y esclarecimiento pero que a la vez sirven para abusar de sus equívocas propiedades o enturbiar el pensamiento. Tal lo painterly al que tanto se aferra para promover discípulos entre la manada de artistas que pululan por la Cedar Tavern con los pantalones manchados por el óleo sagrado resbalando de la cintura.
 ¿Dónde está la idea de ese arte? ¿Existe una metafísica tras el fácil recurso de lo plástico? ¿Un contenido axiológico que determine sus valores intrtínsecos o no?
Lo bello en sentido estricto: la pura belleza se basa en el orden, la totalidad, la unidad. Todas las partes se ensamblan entre sí y se unen para forman un todo unitario.
Y proclama amortiguando a duras penas la estridencia de su voz atiplada y todavía falsaria, insegura, temerosa, El Enterado: “Mas lo sublime, según Kant, puede encontrarse en un objeto sin forma”.
(“Un silencio prolongado”, que es lo que ha seguido a sus palabras impresionantes, “es la manifestación más unánime de lo aprobatorio”, se dice para sí El Sentencioso.)
Siempre busca la consistencia de aquello que es importante o pronto empezará a serlo. Tiene olfato para eso. Es capaz de dar con la estructura que alza la fascinación, el miedo y la intriga que se siente ante el genio.
“Y yo os digo: este hombre es un genio. No importa si no sabe pintar, que si un mulo dibujara mejor que él sosteniendo un pincel entre las sucias quijadas, que si esto o lo otro o aquello, que si esto lo haría mi hijo de cuatro años (¡pues que lo haga, gilipollas!). Nada importa si no sabe hablar, si se queda en blanco y sólo balbucea incoherencias. No importa que no comprendáis todavía la grandeza de su misión y el alcance de su sacrificio horrendo muriendo por la salvación de vuestra alma adocenada y gregaria. Él es. Su magisterio es una luz nueva que destierra del arte las sombras que lo aborrecían: ha venido tocado por la gracia para la salvación todos…”
La luz del mundo.
Gorky.Pollock. Rothko.} La sangre de los mártires.
5:14 Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder.
5:15 Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa.
5:16 Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que están los cielos.
(Mateo, 5)
Pero yo quiero ser feliz”.
“Entonces confío en que algo te impida serlo”.
¿No aboga este hombre por lo sublime? Del muro kantiano al reguero de sangre: en su mercado sólo cotiza el límite y el drama, y tal es la vanguardia que  comienza a empastarse en oro de 24 k.
El, a solas, fue capaz de arremeter contra el pre-McCarthy y alucinado George Dondero, un tipo que confundía el culo con las cuatro témporas: “El arte de vanguardia nunca es inocente, se halla en manos de vagos y locos a los que hay que combatir sin descanso.” Pero El Libertador, antiguo troskista, se puso de frente desafiante y protector del artista adelantado, decidido y  presto a desenfundar la pluma envenedada de plumín de oro y cachas de… ¡plástico! Y he ahí el sermón de la montaña: “Avant-Garde and Kitsch”:
La Palabra de Dios.
Ahora ya sabía todo el mundo quien era el enemigo a batir: lo consciente, la conciencia y la historia, a la que había que poner de vuelta y media. Aunque ya hacía más de veinte años que Kandinsky colocara un cuadro del revés debajo de una ventana: “¿Qué diablos es esto…?”
Si ganas una guerra lo has ganado todo.
Samuel Kootz, un tipo culto y con instinto, alto, distinguido y con las sienes plateadas, propietario de la galería del mismo nombre, había comprendido al instante la manera de tratar al público norteamericano interesado en adquirir obras de arte. Anunciaba el catálogo de su fondo a través de una publicidad radiofónica insistente, de gingle pegadizo y reaiterado, a la vez que subrayaba las especiales características de unas obras en venta de arte contemporáneo “indicadas especialmente para viviendas de amplios espacios y casas de campo de propietarios con fino sentido para el negocio y de espíritu moderno”.
El arte en Estados Unidos no tenía por qué diferir de la compra de un Buick, un Ford o una casa prefabricada de madera con tres dormitorios y un salón señorial de dos niveles con chimenea que, curiosamente, costaba lo mismo que un Rembrandt.
Qué época, amigo mío. Grandes Almaces como Macy’s y Gimbel’s vendían cuadros de Rembrandt y Rubens un poco más allá de la sección de lencería y ropa de cama por menos de 10.000 dólares, y en cómodos plazos mensuales tras un tercio en efectivo de entrada. Sin marchantes, sin intermediarios: como se compra un aparato de radio o una vajilla.
¿Y quién era el elegido, el entendido que aconsejaba al matrimonio Baxter, de Trenton, New Jersey, comerciantes al por mayor de mantas multicolores mexicanas, o al señor Jones, industrial de la cerrajería, venido de Nashville exclusivamente para comprar un pequeño Velásquez (sic) con el que obsequiar a su hija en el día de su boda?
¿Quién era el arbiter elegantiae? ¿El jefe de planta de corbata de seda que fuma cigarrillos mentolados? ¿O el dependiente Jim Blake, acuarelista aficionado que frecuenta Central Park todas las mañanas de domingo cargado con el caballete y los demás trebejos? ¿O tal vez la señorita Evelyn, encargada de la sección de decoración, que en sus años jóvenes aprovechó con esmero las lecciones de Historia del Arte que impartía el señor Brown en una de las escuelas secundarias de Albany en la que se graduó con un notable alto…?
Qué más da. Su precio es de 7.500 dólares, señor. Más gastos si se adquiere a plazos.
Ese título lo entiende todo el mundo: sólo hay que echar mano a la cartera. O cerrar el pico.
Aunque había diferencias notables en cuestiones cruciales de mercadería.
El arte moderno e insurgente exige referentes poderosos, potentes construcciones mentales, la fortaleza de un entramado que enhebre de misterio el aparente discurso:
Enmanuel Kant.
Carlos Marx.
Ferdinad de Saussure.
Sigmund Freud.
Ludwing Wittgenstein.
Y algunos otros…

HESSE 88


El Gran Maestro no luce plumas sujetas a la nuca. Tampoco rodean abalorios ni collares hialinos su cuello ni vistosas pulseras coloreadas por la clorofila y los soles de la selva se ciñen a sus muñecas. Un tipo muy aseado El Gran Calvo. Hasta distinguido, a despecho de su misión de barrendero de las hojas de otoño y los cadáveres de invierno. Se sienta a la mesa ovalada que preside una ancha habitación revestida de maderas y estanterías con libros de llamativos tejuelos grabados en oro. La luz, indirecta pero generosa, proviene de varias lámparas de mesa y una banker de blanco traslúcido que se alza en la parte superior de la brillante superficie de gruesa madera oscura. A ambos lados de la estancia se hallan dos espaciosos sofás de cuero color tabaco. Dos pequeñas mesas auxiliares de marquetería y cristales biselados se hallan situadas adecuadamente entre ellos. Sobre una de ellas se sostiene una escultura de mármol verde de reducido tamaño, un estilizado volumen muy pulido que a nada representa en su forma: sólo a ella misma, como símbolo de un gracioso bucle de origen y destino; sobre la otra descansan tres o cuatro lujosos libros de arte. No hay ventanas en la habitación, también desnuda de cuadros o pequeños grabados que atenuaran la desnudez de los paneles de madera libres de estantes. Frente a la mesa donde se cuecen las ilusiones descansan dos sillas tapizadas de piel verde y sobre ella se alinean en conjunción perfecta una plegadera dorada, un cálamo de metal de antigua apariencia junto a un juego de escritorio de bronce y un pisapapeles de cristal transparente en forma de pirámide encima de unas hojas de papel vitela de color amarillo. Un reloj de arena de ampollas cristalinas y extremos de nogal alzado sobre un ángulo ultima la sobria decoración de la pulida superficie. La atmósfera emana un olor muy especial (se dice ella), un olor noble a madera, a cuero y papel, y quizás a agua, un agua de rocas y cueva marina, algo muy agradable que le hace albergar grandes esperanzas. Momentos antes de tomar asiento delante del Moderno Sacerdote y Oráculo Infalible, sus ojos de artista tratan de descifrarlo a través del Uniforme Perfecto, pues ahora ya es una Enferma Sabia y no una Atolondrada y Sudorosa Jovencita que vendiera por unas pocas monedas afecto y acuarelas sin enmarcar: el tipo, de traje azul oscuro y raya diplomática, luce una camisa azul pálido y paleta pequeña, a la moda de entonces, de cómoda abertura en torno al cuello; la corbata de seda, estrecha y gruesa y nudo sencillo, es de un largo convencional; la chaqueta es de corte clásico con hilera de tres botones y caída de mangas perfectamente ajustadas; el pantalón, de corte inglés, tiene una anchura discreta, en torno a los veinte centímetros, y un largo de pernera por encima del zapato negro, de brillo inmaculado y suela mediana.
“Maestro, ¿qué va a ocurrir?”
“Los tiempos están cambiando en Nueva York”.
“Entonces…”
“Entonces la audacia ha de ser superlativa. La brutalidad neoyorquina aplasta a la cortesana y negligente pandilla parisiense derrotada en una guerra más. Les hemos robado la cartera a los gabachos. Reflexiona. Ahora es el momento de hacerlo. De crear la industria de la fama. Sé ambiciosa. Sé una diosa de la Modernidad. Sé crítica”. 
“Lo soy. Ahora más que nunca”.
Nueva York es la cumbre. Todo queda… tan abajo. Es el momento adecuado, y tú estás en el sitio justo. Lanza el grito más deseado, ¡brama!: ¡Madre, he llegado a la cima del mundo!”
Mi obra no es una revancha”.
“Es una solución”.
“¿A qué?”
“Has purgado delitos. Has sido una buena kantiana; has sido una buena wittgensteiniana. Puedes poner a prueba todos los valores y fundamentos de tu disciplina. Dale una buena patada en el culo a ese vejete polvoriento de Freud y sus esbirros franceses”.
“Todo lo cuestiono. Pero eso me lleva al silencio”.
“Peor para ti”.
“Sólo veo objetos. El cuadro ya no me interesa. Tampoco el mármol”.
“Vas por el camino recto. No rectifiques. No existen los atajos. Lo ilusorio no justifica a los genios. Nunca hacen trampas. Precisamente, es todo lo contrario lo que les distingue: se imponen con rotundidad ellos mismos cueste lo que cueste y aun escribiendo con faltas de ortografía”.
“Maestro, yo soy impura”.
No hace falta que crees obras maestras. Eso ya lo dirimirán otros. Tú limítate a ser una buena artista y aléjate de la imagen, de cualquiera de ellas, hasta del reflejo más vago. El color no tiene forma. La estatua es una piedra”.
[Las obras maestras ya las venderemos nosotros en Sothebys o Christie’s, pero esto ya no incumbe al arte, sino a los dividendos merecidos de quien “expuso su dinero”.]
“Maestro, mi página donde escribir es el espacio”.
“Magnífico. Te lo digo yo, y mi palabra, como es sabido, vale su peso en oro”.
“Maestro, usted no era artista. No pudo serlo, pero se ha enriquecido en nombre del arte”.
“En efecto, querida. ¡Es algo desconcertante!
Entonces, ¿cómo se lo explica?”
No me lo explico, puesto que yo sólo soy un vendedor de informes. A mí me basta con eso… y asimismo a los inversores. Pero, también soy dueño de la mejores frases del arte americano: un artista tiene que ser un país. Con esa frase fabriqué a uno de los grandes genios del futuro. Lo moldearon mis manos, lo nutrió mi cerebro, lo creó mi paranoia. Sin mí no hubiera llegado a nada. Habría naufragado en el fondo de una botella. ¿Y qué será en el siglo XXI? Cien millones de dólares. Soy El Oráculo, todo esto ya lo dejé grabado a fuego en las páginas de Nation. Sois ahora lo que valdréis en el futuro. Y empezamos con buen pie. El Mundo ya os mira con asco en lo de Parsons, Sam Kootz o en French and Co”.