domingo, 9 de diciembre de 2012

HESSE 93


Amanece la luz lechal. Inaugura los monstruos. Abre sus tapas.
Y vuelves a leer sin que otro alimento te haya profanado todavía.
La ciudad vuelve a rugir.
Y amanece en Nueva York.
Los puentes sobre las aguas negras resucitan.
Hace frío. Demasiado frío. Envuelto en una manta escocesa mira a través de la ventana la nieve sucia sobre la calzada y la acera de enfrente. Pero… debe salir: el apartamento es una tumba ahora que alumbra la mañana y la esperanza se desvanece como las gotas de agua entre los cacharros sin fregar en la pila de la cocina con olor a aguas podridas. Nada hay que hacer allí dentro cuando nada hay que decir y el lápiz en la mano parece quemar la piel porque nada hay que escribir.
¿Dónde nos desayunamos?
Bacon&Eggs.
Puro veneno.
“Con el estómago vacío anduve por las calles de la ciudad tropezando con la multitud, yo era pobre y les miraba con desprecio, no les guardaba ningún miramiento. Era mucho más que todos ellos juntos atrapados en sus mezquinas tareas. Yo era Los Grandes Ojos, El Notario Inflexible, El Paseante Vengador.” El hambre le llevaba a la locura. Un Hamsun delirante y romancero con el sombrero sucio, buscando un lápiz con el que escribir y refugiándose entre la muchedumbre: era el tiempo que vagaba por Cristanía… Los crímenes del porvenir: “… el arte americano se explica por el hecho de  que la práctica totalidad de los artistas son mujeres…” Artículos de esa índole le daban de comer caliente, lograba un puñado de öres, acudía a desempeñar el chaleco, tenía la caballerosa y señorial desfachatez de saciar el hambre a pobres más pobres que él entregándoles unas monedas, él, un escritorzuelo al borde el precipicio, un desahuciado que conservaba el pedazo de lápiz mal afilado como el más preciado tesoro (aunque a veces no tuviera ni una cuartilla donde escribir).
Un Orwell sin blanca y en París, un plongeur a punto de llevarse a la boca un pedazo de sucio fieltro y empezar a masticarlo. El principio del hambre es lo más doloroso, luego… te sumes en un estado absolutamente invertebrado, en la idiotez más completa.
Comes hojas de lechuga podridas y pisoteadas, bañadas por el agua sucia y los escupitajos del suelo.
No sería distinto en Londres, donde la mierda se revistiría del protocolo y los gestos adecuados. Aunque durante el día podías sacar unos peniques pintando aceras con tizas de colores y por la noche acabar en alguno de los refugios del Ejército de Salvación junto con otros doscientos apestosos tobies.
Pasas el día sin comer apoyado en una esquina al sol o debajo de una marquesina viendo caer la lluvia fría que repica sobre el empedrado, esquivando a la policía, engañando el estómago fumando hardups hora tras hora y reuniendo algunas monedas como un moocher o, si hay suerte, trabajando durante doce horas de hombre-sandwich.
Ni siquiera tienes la oportunidad de comer en un CPV, como lo hiciera (presuntamente) el señor Thomas Bernhard en la Austria de la postguerra y el tercer hombre.
Uno es un vagabundo porque se mueve siempre de un lado a otro, tratando de conseguir “plaza” en un asilo nocturno, que sólo lo acepta por una noche, así que ha de recorrer la ciudad día tras día hasta encontrar un nuevo refugio donde le admitan.
Ese es el mundo que te espera si te quedas sin dinero.
Ándate listo.
Este vagabundo, aún con el miedo en el cuerpo, ha metido el puñado de billetes de cinco dólares en el fondo más fondo del bolsillo, coge el metro, mira durante todo el trayecto de un lado a otro sin separar los brazos del cuerpo y llega hasta el mismo norte del Bronx, más allá de la frontera.
9:17 a.m.
Como un sabueso merodea entre las tumbas de Woodlawn.
Buenos días, señor Melville.
Buenos días, señor Miles Davies.
Recobra el ánimo.
Cabalga de nuevo sobre la montura del metro (línea roja –de los pieles rojas-).
Vuelve a Manhattan.

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