Podría ser suficiente con eso.
A primeras horas de la
tarde.
Se ha espesado la luz.
Todo parece más
sólido.
Recordaba que Él, otra
tarde en París, se hallaba sentado a una de las mesas de fuera, mirando como
cambiaba el color de la luz que daba en los árboles y los edificios próximos.
Pobre, joven, despreocupado, un americano en el París de los años veinte.
En la 54 con Park
Avenue. En ese punto se alza el Lever House. El frío armazón rectangular de
acero revestido de vidrio resulta El Gran Espejo donde capturar los movimientos
del cielo, se dice él. Un discurrir gráfico de lo celeste. Una estampa o… un
cromo.
Grandes nubes blancas
discurren a lomos de la gran lámina de cristal, procedentes del mar se mueven
entre retazos de azul de este a oeste con parsimonia, masas compactas de
blancor que desfilan majestuosas en la gigantesca pantalla de luz cenital, un
recital blanco (todos los colores) cuyas tonalidades no alcanzan más allá de lo
gris, y los reflejos fugitivos, apenas perceptibles, tachonan de súbitos destellos
la actividad ciudadana de la calle. Pero la visión no le sugiere nada. Se
esfuerza por comprender el significado de nada
en el color. El tráfico de los coches le impide concentrarse. Le duele el
cuello de tenerlo tanto tiempo alzado a lo alto. Los grupos de gente no cesan
de pasar frente a él, especialmente cuando se abre el semáforo de la esquina y
la turba multicolor parece ir directamente a estrellarse contra su cuerpo
indefenso. Ya ha recibido más de un pisotón.
Las bibliotecas
(algunas) son gratis: recién comido franquea muy circunspecto y con aspecto
inofensivo la entrada de la Gran Logia de los Masones en la calle 23: 60.000
volúmenes a tu alcance pecador y la tinta roja de tu pluma: mucho que censurar.
Comienza la obra
perfecta: la ciudad como una escultura, una instalación que recabe la forma más
libre de expresión en su propuesta hiperbólica: urbe… o maqueta.
Ladrillo, piedra,
mármol, acero, cristal, bronce:
Al crisol.
La ciudad más bella…
es de yeso. Es falsa. Es una preciosidad. Los puentecillos curvos y graciosos,
las torres falsas.
Cual una tarta de
helado que festejara graciosos y felices descubrimientos.
Ah, aquellas Ferias y
Exposiciones del siglo XIX, y aún del XX: el cartón-piedra del progreso.
“La desmontaremos al
final de la fiesta, así que date maña”
La ciudad de verdad,
la de esa presencia actual y rotunda, de piedra y acero, es invisible.
-¡Yo no veo ninguna
ciudad! –exclamó sorprendido.
-Ellos tampoco. Pero
¡quién la echa de menos!
Y los dos niños
paseaban cogidos de la mano por las calles y avenidas del Midtown, entre la
muchedumbre apresurada.
“¿Sabes, Grete?,
cuando uno anda aprisa y ensimismado en sus propios asuntos… ¡la ciudad ha
desaparecido!”
Demasiadas cosas en la
cabeza. Preocupaciones y chinchorrerías. Más allá del estómago agradecido por
las variadas ingestas del día, qué más da. Todo son falsas imposiciones, la
ansiedad constante ante el triunfo de la nadería. La verdadera obligación es
alimentarse, procrear y dormir, tal vez soñar (si hay suerte).
¿Qué haces cuando no
tienes nada que hacer y ni un solo centavo en el bolsillo? Perder el tiempo,
que es gratis, en el ferry a Staten Island, que
también es gratis.
Saluda a Miss Liberty.
Surca la embarcación las aguas del Hudson: no
pareciera que navegaras mar abierto rumbo a la fatalidad, el ojo avizor de Acab
en el puente, las manos tras la espalda, inmóvil como hecho de piedra. Y las
olas.
Una vez te libres de
la pata de palo y el parche en el ojo, tienes treinta minutos antes de regresar
a casa: alza las solapas del chaquetón que te protege del aire oscuro y frío,
otea el horizonte grisáceo bajo el cielo de nubarrones y confía esperanzado que
emerja el Pequod del mar aún en
calma.
1968: Duchamp ha
muerto en Neully.
¿Dónde estaban los
límites?
El cuadro era una jaula;
la estatua, de sal.
En el XIX todos
empezaban a parecerse sospechosamente a fieras acorraladas, animales de granja
o perros amaestrados. En efecto: arte y ajedrez combinan millones de lances…
Una apuesta, y eso es
todo (en el espacio “proun”).
La disciplina Beuys: invéntate una montaña y
cuanto más elevada, mejor. (Y puedes lanzarte al vacío desde lo alto).
“Necesito mi espacio”,
dijo. Y esa frase resumía a la perfección el desafío del arte contemporáneo.
En Brooklyn Heights:
ser otro: el tipo inútil bien alimentado que escribe o pinta lo que quiere:
tiene su despacho forrado de madera y libros en la estancia más confortable de
la brownstone. Mira al otro lado del
cristal: el mundo está bien hecho.
-¿Wallace?
-¿Sí…?
-Soy Morgan, el
librero.
-¿Dónde se había
escondido? ¿Bajo tierrra?
-No anda muy
descaminado. He estado rebuscando en sótanos de medio Manhattan. El olor a
mierda va a ser mi compañero durante mucho tiempo, Wallace.
-No sea ordinario,
Morgan.
-Ya lo tenemos. Hemos
conseguido el “Retreat”.
-¿Qué pasaba con él…?
-Se publicó en el Saturday de octubre del 34, el día 13…
No está en muy buen estado pero…
-En fin, ya hemos
completado la serie… Eso es lo que importa.
-No ha sido nada fácil
en este caso.
-¿Cuánto?
-Pues, es realmente
caro.
-¿A qué se refiere
cuando dice es realmente caro?
5.5.1971. Callejeando
(sobreviviendo).
En el edificio de
apartamentos donde vivo nadie conoce a nadie: todos somos algo semejante a un
enemigo al que hay que abatir con el desdén o certificarlo invisible:
apariciones indeseables para los demás emboscados en su diferencia esencial.
Saludar a tu vecino es de mala educación. Mirarle a los ojos una invitación a
la denuncia policial. Lo más prudente es esperar a salir del apartamento cuando
te has cerciorado de que ninguna otra puerta de la misma planta va a abrirse,
meterte en el ascensor a solas y dejar la televisión siempre encendida aunque
no estés en casa, pues de lo contrario podrían creer que te abandonas a ocios
extraños o que eres un asesino en serie: el silencio es culpable.
(El Pensador Solitario
había escrito “asesino en serio”, lo
cual es una errata casi perfecta, pero un escrúpulo de última hora le conminó a
rectificar.)
¿Qué hacer esta mañana
lejos de la insidiosa vigilancia de los vecinos? Irse a Grand Central y hablar
con Ella Invisible en la Galería de los Susurros, bajo las bóvedas de azulejos
de Guastavino.
¿En qué hemos
convertido la ciudad?
En un pasillo a la
frustración, el fastidio, el cansancio, el tedio, la pérdida de los años, la
nada moviéndose entre colorines y cartón-piedra.
Semeja la ciudad y lo
suyo con la obra de arte moderna y desconocida: deformada su función al
convertirse en un enredo de ritos y fórmulas enigmáticas, su concepto queda de
tal forma desdibujado por los múltiples ropajes lingüísticos que a duras penas
atisbamos lo esencial o comprendemos su finalidad.
(Aunque esto último no
exige una reflexión morosa y ardua en exceso: una obra de arte existe para su
sola contemplación.)
Se dice: soy una
artista urbana.
¡Nuestra pequeña Utrillo!
¡Ha hecho con sus estampas el Montmartre
de Nueva York!
Nuestra pequeña Pennell,
Childe Hassam, Prendergast, Sloan, Marsh, Hopper, John Marin, Stella… Todos en una: la
esencia se vende en frascos pequeños. ¡Ah, si además fuera jorobada,
alcohólica, drogadicta, suicida!
Imbecilidad reporteril
de los tiempos:
“¿Para cuándo una
muestra de sus pinceles?”
“Estoy en ello: entre
las tonalidades rojizas, ocres, tostadas… y un matiz realmente ladrillo.”
La niña se debate
entre el paisaje (lo verde) y la escena urbana (lo gris, quizás un rojo sucio).
Una duda no baladí.
Quizás termine
retratando al óleo próceres para las galerías de los capitolios diseminados por
los estados de la Unión.
¡Ah, las grandes
escenas bucólicas…!
¡Ah, Thoreau…!
En Central Park,
sentado en uno de los bancos corridos debajo del túnel de los olmos sembrado de
hojas otoñales… Ahora lo intenta desesperado con un haiku (en busca de su identidad).
Joseph Cornell metió
absolutamente todo Nueva York en una
caja. Y no era demasiado grande.
Yo, un día, contemplé
una de esas cajas iluminada por un haz de luz en una galería oscurecida de
Madrid.
Olía algo rancia, y la
pátina cobriza de los años atestiguaba la verdadera antigüedad de los objetos
que evocaban oscuridad y luz, amor y fantasías, símbolos sin duda, desesperanza
y el paso del tiempo y la breve felicidad y una muerte dulce (acaso).
¡Una América poética!
¡Qué horror!
Frente a la entrada
principal de Saint Patrick’s.
Luce un sol espléndido
que hace resplandecer de irrealidad esta parte de dudosa solemnidad de la
Quinta Avenida, de una falsedad medieval que tumba de espaldas.
Eleva sus ojos desde
los mármoles blancos hasta las agujas coronadas por cruces (que se le antojan)
negras a un cielo más negro todavía a pesar del sol radiante.
Despacio, ha bajado la
vista desde el magnífico rosetón hasta los relieves de bronce de las grandes
puertas: también hay santos neoyorquinos (¿…?) Hornacinas, nichos, sepulturas…
Apartamentos:
Agujeros de catacumbas
iluminadas por el hacha de los resplandores catódicos y sus atildados personajes de la noche: Ed Sullivan
y Johny Carson en la sosegada fiesta del bienestar después del pastel de carne
con verduras. La tribu en torno al brujo y el contador de historias.
Interior de la casa:
luces cálidas, libros (no muchos), sofás, cuadros pequeños. Muebles artesanos.
¿Quién podría vivir en ella? Grandes y pequeños interiores que dicen mucho
acerca de sus habitantes.
Sigue andando… hasta
lo precario, lo indecible.
Apartamentos de dos
habitaciones: un lujo.
Asépticos agujeros de
una habitación, baño y un reducido salón al que han adosado en uno de sus
laterales un armario empotrado que resulta ser la cocina de donde se esparcen
los humos grasientos que impregnan las cuatro paredes.
Ventana exterior: +125
dólares.
Ventanuco a un patio
estrecho, oscuro y sucio: +50 dólares.
Interior sin ventanas:
sin aumento (sin +).
Ray.
Podría dormir una
noche en la librería.
Él es El Hombre del
Sofá.
The Green Train. Una catedral
silenciosa y benéfica a nivel de los humanos.
¿Adónde me llevas,
tahúr?
Rodeado de libros a un
metro de la calle nocturna donde se escuchan algunos pasos por las aceras y el
rodar lento de un coche que circula por la
estrecha calzada y también unas voces apagadas que logran atravesar las
frágiles cristaleras de la entrada y alcanzan hasta la penumbra donde él se
esconde como en el refugio matricial.
La librería. Coger un
libro a oscuras. Atrapar alguna de sus líneas al paso fugaz del resplandor del
haz de luz de unos faros que atraviesa las sombras y se desliza oblicuo por el
techo y la pared lateral. Leer al azar una palabra, acaso una frase, y a la vez
ignorar el título del volumen, el autor de sus páginas, la naturaleza de su
proposición. Un libro donde la oscuridad es la tinta para labrar la imaginación
descabellada a esa hora y en ese lugar descabellados de cadáveres y vivos
silentes, del olor a la sangre del papel que antes fue árbol.
Se cierne la luz
lechal. Inaugura los monstruos. Abre sus tapas.
Y vuelves a leer sin
que otro alimento te haya profanado todavía.
La ciudad vuelve a
rugir.
Y amanece en Nueva
York.
Los puentes sobre las
aguas negras resucitan.
Hace frío. Demasiado
frío. Envuelto en una manta escocesa mira a través de la ventana la nieve sucia
sobre la calzada y la acera de enfrente. Pero… debe salir: el apartamento es
una tumba ahora que alumbra la mañana y la esperanza se desvanece como las
gotas de agua entre los cacharros sin fregar en la pila de la cocina con olor a
charca podrida. Nada hay que hacer allí dentro cuando nada hay que decir y el
lápiz en la mano parece quemar la piel porque nada hay que escribir.
¿Dónde nos
desayunamos?
Bacon&Eggs.
Puro veneno.
“Con el estómago vacío
anduve por las calles de la ciudad tropezando con la multitud. Yo era pobre y
les miraba con desprecio, no les guardaba ningún miramiento. Era mucho más que
todos ellos juntos atrapados en sus mezquinas tareas. Yo era Los Grandes Ojos,
El Notario Inflexible, El Paseante Vengador.” El hambre le llevaba a la locura.
Un Hamsun delirante y romancero con el sombrero sucio, buscando un lápiz con el
que escribir y refugiándose entre la muchedumbre: era el tiempo que vagaba por
Cristanía… Los crímenes del porvenir:
“… el arte americano se explica por el hecho de
que la práctica totalidad de los
artistas son mujeres…” Artículos de esa índole le daban de comer caliente,
lograba un puñado de öres, acudía a desempeñar el chaleco, tenía la caballerosa
y señorial desfachatez de saciar el hambre a pobres más pobres que él
entregándoles unas monedas, él, un escritorzuelo al borde del precipicio, un
desahuciado que conservaba el pedazo de lápiz mal afilado como el más preciado
tesoro (aunque a veces no tuviera ni una cuartilla donde escribir).
Un Orwell sin blanca y
en París, un plongeur a punto de
llevarse a la boca un pedazo de sucio fieltro y empezar a masticarlo. El
principio del hambre es lo más doloroso, luego… te sumes en un estado
absolutamente invertebrado, en la idiotez más completa.
Comes hojas de lechuga
podridas y pisoteadas, bañadas por el agua sucia y los escupitajos del suelo.
No sería distinto en Londres, donde la mierda se
revestiría del protocolo y los gestos adecuados. Aunque durante el día podías
sacar unos peniques pintando aceras con tizas de colores y por la noche acabar
en alguno de los refugios del Ejército de Salvación junto con otros doscientos
apestosos tobies.
Pasas el día sin comer apoyado en una esquina al
sol o debajo de una marquesina viendo caer la lluvia fría que repica sobre el
empedrado, esquivando a la policía, engañando el estómago fumando hardups hora tras hora y reuniendo
algunas monedas como un moocher o, si
hay suerte, trabajando durante doce horas de hombre-sandwich.
Ni siquiera tienes la oportunidad de comer en un
CPV, como lo hiciera (presuntamente) el señor Thomas Bernhard en la Austria de
la postguerra y el Tercer Hombre.
Uno es un vagabundo porque se mueve siempre de
un lado a otro, tratando de conseguir “plaza” en un asilo nocturno, que sólo te
aceptan por una noche, así que ha de recorrer la ciudad día tras día hasta
encontrar un nuevo refugio donde te admitan.
Ese es el mundo que te espera si te quedas sin dinero.
Ándate listo.
Este vagabundo, aún
con el miedo en el cuerpo, ha metido el puñado de billetes de cinco dólares en
el fondo más fondo del bolsillo, coge el metro, mira durante todo el trayecto
de un lado a otro sin separar los brazos del cuerpo y llega hasta el mismo
norte del Bronx, más allá de la frontera.
9:17 a.m.
Como un sabueso
merodea entre las tumbas de Woodlawn.
Buenos días, señor
Melville, saluda.
Buenos días, señor
Miles Davies, vuelve a saludar.
Recobra el ánimo.
Cabalga de nuevo sobre
la montura del metro (línea roja –de los pieles rojas-).
Vuelve a Manhattan.
Vuelve a caminar sin
rumbo por la ciudad. Cambio de rumbo.
Tienes dinero en el
bolsillo. El otoño está a punto de terminar en este fin de fiesta de amarillos,
ocres y rojos y los miles y miles de hojas doradas que alfombran de placidez
las calles. Pero no temes el invierno. Te hallas protegido. Tienes planes entre
manos y no demasiado fantasiosos para que estén destinados al fracaso, un sitio
donde cobijarte, el estómago lleno y buenos libros que leer sobre el
escritorio. Andas sin prisas, el calzado es cómodo y ligero. Estás bien
abrigado. Nadie te espera, a nadie esperas. Es media mañana. De nuevo, aunque
estabas decidido a no hacerlo jamás, compras el Times. Vuelves al mundo desde el cálido refugio de tu inoperancia.
Vuelve a llover. Vuelves a tener ganas de meterte en una librería de ocasión y
comprar buenos libros de tapa dura y sin anotaciones, rebuscar entre los libros
de segunda mano sólidamente encuadernados, y de los que siempre suele
sobresalir, esperándote a ti, una joya oculta en los rimeros de volúmenes sin
el menor interés:
Round Up. The Stories of
Ring Lardner. Charles
Scribner’s Sons. Nueva York, 1929. 5 dólares.
Spoon River Anthology of
Edgar Lee Masters. New Edition with New Poems. The Macmillan Company, Nueva York, 1941.
6,50 dólares.
Arte Moderno en Estados Unidos,
Aguilera Cerní, Vicente. CP. Ediciones, Valencia, 1957. O,35 centavos.
Finalmente, con el par
de libros y el periódico que a duras penas has protegido de la lluvia en la
bolsa de papel, vuelves a tener ganas de entrar en un cafetería y hojear
tranquilamente las páginas de los ejemplares recién adquiridos, leer las
noticias del día mientras sorbes una taza de café muy caliente y afuera, en la
calle bajo la lluvia donde circulan los taxis amarillos y andan apresurados los
transeúntes por las aceras mojadas, sucede la misma escena habitual de la
mañana laborable neoyorquina de la que tú, a salvo de todos los rituales, te
hallas lejos de sus peligros e inmune a sus decepciones.
La lluvia
ha escampado. Se han abierto algunos claros que descubren grandes retazos
azules en el cielo. Sales del café. Vuelves a andar.
Cada una
de esas minúsculas ventanas encendidas de Manhattan pertenece a uno de los
miles de apartamentos que se alzan uno encima de otro sin alcanzar el cielo
jamás. Es de noche, alguien vive en ellos, un hombre o una mujer, como
escondiéndose, reparándose cada uno como puede en su soledad, sus manías o sus
pecados, las grandes o pequeñas averías de la máquina en la que se han
convertido durante el día.
A la
mañana siguiente: a rodar.
Ese Nuevo
Diablo Cojuelo, El Gran Enano Chismoso
Capote, te lleva de la mano:
El señor
T. sigue sin arreglar la cadena del retrete y el agua sigue manando. Continúa
durmiendo en una cama con las sábanas manchadas de mayonesa y chocolate. Lee
porquerías como la revista True Detective
y Penthouse. Hay decenas de pequeñas
botellas de vodka diseminadas por todas partes y sigue guardando la ropa sin
lavar y con olor a sudor en el armario.
La
señorita E.S. tiene ínfulas literarias, escribe poemas cortos de gran
diversidad (igual se inspira en Zsa Zsa Gabor que en Sylvia Plath) y guarda (ni
siquiera lo esconde) en el pequeño armario del baño un consolador de plástico
rosa moldeado en forma de pene de un tamaño… digamos algo exagerado. En los
estantes de los libros se encuentran obras de Karen Horney, e.e. cummings y
Robert Frost.
El señor y
la señora B. viven en la zona acaudalada de Park Avenue. Son unos judíos ricos,
severos y bastante pomposos. Viven solos con un loro viejo y sucio.
Probablemente el único amigo (amiga, porque es hembra y se llama Polly) que
tienen. Por la noche, en su gran salón de dorados y maderas nobles, como
siempre solos ellos dos, delante del televisor suelen atracarse como cerdos de
pasteles de coco, tarta de moka y helado de pistacho.
La señora
M.S., asistenta de hogar que trabaja por horas (dos dólares la hora), suele
llegar a su piso de renta limitada en el Bronx, cerca del Yankee Stadium, a la
caída de la tarde, después de haber limpiado una media de cinco apartamentos
por día. Vive sola, es católica, acostumbra a llevar dos rosarios en el bolso y
se halla aterrorizada por el temor que siente a que le asalten. Tiene tres
cerrojos en la puerta y todas las ventanas clavadas: “Me compraría un perro.
Pero tendría que dejarlo demasiado tiempo solo en casa. Y yo sé lo que es estar
sola, no se lo desearía ni a un perro.”
Con los ojos abiertos nadie parece fijarse en
ti. ¿Pero cuántos millones de ojos cerrados te ven?
Después de
todo: no eres invisible.
Después de
todo: eres entendible.
Apuesta
doble contra sencillo que eres un libro abierto: la expresión de tu cara, las
ropas que vistes, los lugares que frecuentas, las personas con las que te
relacionas, el paso lento o ágil por las aceras, la caída de los brazos junto a
los costados… Todo el mundo ha conocido más tarde o más temprano un tipo como
tú, exactamente un individuo. Se te
puede pesar a ojo. Se te puede vender como si nada. Resulta que la muchedumbre
no te disfraza, te visibiliza, te hace notorio y a la vez te diferencia: ese otro.
También tú
creas la ciudad.
Vas y
vienes, enredas y desenredas.
Ahora,
casi sin darte cuenta, te dices sin sorpresa que puedes inventar una y mil
veces esta ciudad, desafiarla, combatirla hasta dominarla con la sola
imaginación.
Ligerito
hasta la 77.
En el
Museo de Historia Natural.
En el centro del corte de la secuoya de 1.300 anillos
colocas la Estrella de la India, un faro azulísimo que evocara todos los mares
que navegaste en tu vida de paria. Traza con el polvo de los huesos de los
Grandes Dinosaurios la Senda de los Elefantes. Luego, vete a soñar
despierto al planetario Hayden.
Has viajado al sur del planeta americano.
En el Federal Reserve Bank.
Te cambio
tus miles de millones de billetes y monedas de dólar de mierda por mi
valiosísimo álbum de 125 cromos Prodigios de la Naturaleza (incluido el
número 11, sólo replicado treinta veces) que pude completar a mis trece
maravillosos años.
Eres un
virus.
Así de
mínimo, así de letal. Si se descuidaran…
Vive entre
los límites (en el límite): la mejor
manera de hacerlo.
Ha optado
por desentenderse de las cuevas, de los agujeros siniestros del metro que ocultan
las aceras: prefiere las torres de babel (aunque mudas, sumidas por fuera en un
extraño y bello silencio, tan poderosas que parecen, tan calladas y quietas).
De un
extremo a otro la ciudad es una obra de arte abierta en canal, supura fluidos,
excrecencias, millones de colonias de bacterias andantes y trajeadas con un
portafolios de enredos contractuales (o una navaja) en la mano (¿no podría ser
un libro?).
En cien
kilómetros a la redonda se extiende la Gran Escultura, una instalación que ha
creado su propio género desdeñando la pequeñez de la escultura y la pintura, el
caballete y el pedestal, un entramado que aglutina la propuesta del loco y del
extravagante, la aportación del cuerdo y el pragmático: el Empire State y la
peluquería para perros, el hot-dog y
la ingeniería financiera de Wall Street.
Vista
desde el espacio exterior la mancha de piedra erecta y agua azul es algo excéntrica. ¿Pero qué
mancha no lo es?
Dueña de
todo el espacio, la cavilación admite cualquier tentación transgresora. Esa es
la esencia de una instalación: derriba los muros de la contención plástica.
Cercanos
están los márgenes del agua.
La ciudad
como instalación, como forma apocalíptica a pesar de la prevalencia de la
simetría, como el orden que resulta de la disposición caprichosa de las piezas
de un mecano en manos de un niño ajeno a lo bello, a lo bueno y lo malo, al
gusto y la norma. Cien kilómetros de piedras, cables, hierros, acero,
cristales, maderas, plásticos, luces de neón y movimiento.
En agosto
la ciudad arde y en Central Park puedes oír cómo se resquebrajan los árboles
por dentro. Las ramas llenas de hojas de los arces y los castaños exhalan una
especie de polvo que se diría que es humo, como si un fuego sin llamas fuera
pudriendo por debajo poco a poco sus raíces.
En enero
la ciudad bajo el peso de la nieve parece buscar su identidad bajo las cloacas,
alejarse del cielo plomizo, hundirse entre las vaharadas de vapor que surgen
del suelo en una hibernación que tiene mucho más ganas de volver del revés el
espejo, como un hartazgo temporal de mirarse a sí misma, que de renunciar a sus
esplendores y privilegios que han de ser
eternos. Se trata de una simple fatiga, no de una abdicación.
Los
árboles desnudos, diríase cristal.
Una
hibernación gris, ruidosa y fría.
Es en las
otras dos estaciones del año cuando la ciudad se exhibe con la indecencia del
enredo carnal de la imagen pornográfica o con la pudibundez de un desnudo
académico, de una academia perpetrada
por los dedos inexpertos del aprendiz de arte.
Abierto
por temporada.
Mucho antes de llegar a su
meollo a través de las intrincadas vías de circulación, la Gran Babilonia del
Norte erige a la brillante y transparente luz azul de un cielo sin mácula el
cinturón amenazante de las enormes naves industriales, los cementerios de
automóviles, las factorías, los depósitos y refinerías, las grandes chimeneas,
los almacenes y los hangares, los hierros oxidados de las máquinas trepidantes.
Los antiguos desiertos despoblados devienen Los Siete Círculos de la Herrumbre
cuyos paneles indicadores promueven el desconcierto. Ese sería el cordón rojo
que detiene en seco al espectador meticuloso, el paisaje tosco y descomunal de
una plástica férrica, oscura, como surgida del taller y las fraguas ardientes
de Vulcano: has de mirar de lejos, se ruega no tocar. La obra de arte se mira
pero no se toca.
(En
realidad, se dice admirado por el hallazgo, en Manhattan nunca hay verdaderas
guerras sangrientas… Sólo las refriegas de la ambición: ser distinto, el dólar.)
21
kilómetros de largo por 3,7 de ancho: no necesita más Hesse para trazar la Gran
Escultura Invisible de Nuestros Días durante su corto periplo.
Es una
estética inabarcable (la una por inconmensurable; la otra por enigmática, y
ambas por desafiantes).
Es
hipnótica. Te atrapa, aunque sabes muy bien que es una impresión fugitiva, que
en cuanto te encierres en tu apartamento a cenar, ver la televisión y acometer
los últimos preparativos para meterte en la cama o ir adormilándote poco a poco
sentado en una butaca raída con el libro entre las manos, aquella se habrá
borrado de tu mente. Los sueños (o las pesadillas) van a ser mucho más reales
en esa hora de la noche de vencimientos y vulnerabilidad. Durmiendo, lo
ficcional adquiere una realidad tan enérgica como la del desvelo: la inquietud
y la zozobra se enquistan en lo físico como pudiera hacerlo en la vigilia
cualquier contacto real: el apretón de manos, el beso, el golpe. La ciudad se
apaga del todo, como el cuadro o la escultura enmudecen, esta vez de verdad, al
darles la espalda y alejarnos de ellos.
Una
maquinaria andante:
La
hipnosis de las luces y la dimensión desaforada de sus construcciones, el
barullo de sus gentes y sus constantes ruidos, el misterio de tanto colorido y
andanza y no saber adónde va cada uno de ellos, de dónde viene, qué piensa, qué
es lo que quiere, a quien quiere. He ahí la cinética: he ahí la obra en marcha,
nunca concluida, confusa, cambiante, engañosa y autocomplaciente en su desmán
de work in progress. Ninguna Aracne
daría fin a entramado tan apabullante, jamás lograría ultimar en su tejido el
Dibujo del Gran Significado. Toda la ciudad es una estética del desplazamiento
activada por un impulso colectivo que responde a la supervivencia de lo
sobrante, y acaso hasta de lo innecesario, y cada uno es un artista de su
movimiento y acontecer imprevistos demoliendo prejuicios y reglas, un insumiso
urbano que conoce el agujero del que sale cuando amanece y al que ha de volver
antes de que vuelva a despuntar el sol. Cada uno es protagonista de la acción
de la mañana. Altera cuando así le place el significado de la obra: va hacia
delante, se detiene, vuelve sobre sus pasos, debería vestir un jersey verde,
sus pantalones debería ser azules y sin embargo son de color beige, la camisa
blanca no estaba en el guión, el gran bolso que porta esa mujer le tapa las
piernas, las dos jovencitas ralentizan demasiado la marcha, se sonríen una a
otra sin pensar todavía adonde van, el niño debería estar en el colegio a estas
horas de la mañana, el niño debería estar en el colegio a estas horas de la mañana y no debería andar
solo con la mirada perdida entre la muchedumbre, el semáforo está en rojo, pero
hay un tipo (o dos) que apresura el andar, empieza a correr antes de que los
coches se pongan en marcha y salva la calzada y arriba a la acera de enfrente
ante la indiferencia de los otros que aguardan mirando la nada hasta que el
disco cambie a verde, y entonces, ya en la acera de delante, alguien cae al
suelo, detiene por un instante la hormigueante fluidez de las dos filas
opuestas de viandantes, se forma un corro de curiosos con la vista baja, están
inmóviles, habría que sacudirlos, apartarlos de ahí, tienen la vista baja, no
se percatan de lo que sucede a su alrededor, la vista baja sólo sobre el caído,
un hombre de edad mediana vestido decentemente que tampoco debería haber rodado
por el suelo, que debería estar muerto de resultas del colapso cardíaco y sin
embargo se mueve, los pies se mueven y también el brazo izquierdo se mueve,
pero la mano derecha agarra por el asa la gruesa cartera marrón repleta
seguramente de documentos y memorándums muy importantes y necesarios, y el
sombrero de fieltro a medias todavía en la cabeza, y los espectadores que
deberían hacer algo y no hacen nada tienen la vista baja y fija sobre el
moribundo que rebulle a cada instante, se para por un instante el temblor y
vuelve a moverse de pronto, casi imperceptiblemente, pero vuelve a moverse,
deberían los espectadores de ese pequeño circo de la muerte levantar la vista
al cielo, comprobar por algún indicio la climatología de dentro de unas horas,
porque debería llover, puede que llueva.
Llueve. Es
medianoche. Es mediodía. No llueve.
Un récord
es una ganancia. Un hito. Y si es Nueva York, un acontecimiento mundial.
En La
Ciudad de la Moneda deberían devanarse un poco más los sesos para sacar una
pasta con el espectáculo: especialmente indicado para el turista glotón y
anónimo hasta para sí mismo.
Broadway
de un extremo a otro, de sur a norte: ida (acera derecha mirando al norte) y
vuelta (acera derecha mirando al sur). Los ojos bien abiertos. Puntúan rótulos
y letreros de comercios, despachos y sedes administrativas, cines, librerías,
bares y restaurantes. Por cada uno de ellos memorizado se descontará un minuto
del cómputo total de horas invertido en la excursión.
¿Quién
será el afortunado que establezca el récord?
Premio: La
Llave de Cartón de la Ciudad y Una Manzana Asada.
Y un hueco
en la sección de gacetillas del periódico más amarillo.
De Bowling
Green a Columbia University y más allá (hasta los mismos lagos y parques del
Bronx) a paso de mula o trote cochinero. ¿Una jornada?, ¿dos?, ¿tres?, ¿cuatro?
¿una semanita de excursión?…
Una
caminata india (pues otra cosa no era la gran avenida que vertebra Manhattan),
el tiempo no existe, cualquier lugar es el mismo lugar, siempre llegas al
principio de todo (sólo tienes que andar de espaldas). No existe el final. La
muerte también es un principio. Mira el horizonte como si fuera el pasado.
Cualquier lugar es bueno para pasar de largo, afirma un vaquero solitario en un viejo western de hace décadas
mientras espolea su cabalgadura con la vista fija en un horizonte de
polvo.
BROADWAY TAMBIÉN SE ACABA.
Combustible:
sándwich de carne, pastrami, panqueque Seinfeld, tarta de queso y arándanos y
veinte litros de café aguado.
Y unas
buenas zapatillas.
Comienza
la Gran Marcha India.
Trota por
el hormigón.
En el
cruce con Canal las cosas no marchan muy bien.
A la
altura de Bond Street ya boquea buscando aire.
Antes de
alcanzar el bullicio de Union Square
estás muerto.
Están los
puentes, enormes encrucijadas de hierro, acero y un pavoroso telar de cables,
como ese que ahora miras con tanta atención y que tampoco sabes muy bien adónde
puede llevarte. Puentes a alguna parte para el que tiene una cita, un negocio,
una ilusión en el otro lado; puentes a ninguna parte para el que está solo y al
que nadie le espera: miró fugazmente al sur, se arrojó por la borda y se dejó
llevar por las olas de la noche hasta el fondo del mar.
Llueve.
A un lado
de la acera, un viejo demente envuelto en los harapos de lo que en otros
tiempos debió ser un gabán negro muestra el único espectáculo a su alcance de
vagabundo miserable e inhábil capaz de atraer la atención: muerde bombillas que
extrae de la maraña textil en que se ha convertido su atuendo, mastica los
trozos de cristal y se los traga. Luce una gran calva hasta más abajo de la
coronilla de la que cae una sucia melena gris que alcanza los hombros. Tiene
los ojos muy abiertos, y de ellos brota alguna lágrima, y finos hilos de sangre
se deslizan de ambas comisuras de la boca; a sus pies una pequeña caja de
cartón recoge los centavos que la gente, sofocando las risas, arroja con…
divertida crueldad.
Sin rumbo
la ciudad carece de nombres: una avalancha de sucesos vistosos y anodinos que
aleja de lo reflexivo. Piensas en imágenes. Es como alimentarse de un
analfabetismo que encuentra su gracia en lo visual. Las palabras, aun
deletreadas en la mente, carecen de verdadero sentido ante el vértigo del
escenario urbano y apabullante.
Aminora la
lluvia.
Un maduro
y miope profesor de Yale, de rara conducta desde hace meses (arrojaba el interior de la cartera hinchada
de los ejercicios inútiles de sus alumnos al césped al terminar su horario
disciplinario de tutorías y entrenaba bailes solitarios escuchando músicas
imaginarias en el sosegado campus del recinto universitario), “enloquece” de
repente, abandona sus clases, abomina de sus disfraces domésticos y/o
académicos, reniega de su categoría de ciudadano wasp ejemplar y serio e implacablemente vestido y acaba con la
chaqueta con vistosas aunque retóricas coderas arrugada y el nudo de la corbata
deshecho tocando un tambor africano antes del mediodía en Washington Park: tres
tiempos… ¡no cuatro, por Belcebú!: un, dos-tres; un dos-tres, un dos-tres..:
una gran película.
Un puñado
de centavos. Una copa, un hot-dog.
Una pausa durante el brunch…
¡Para qué
más!
No llueve.
Un tipo
toca un violín apostado en una curva de los pasadizos subterráneos del metro
flanqueado por sendas máquinas expendedoras de cigarrillos y de chocolatinas,
en ese mismo punto donde todo es baratija y urgencias. Ni uno solo de los que
cruzan malhumorados y con prisas frente a él arroja una moneda al negro estuche
abierto en el suelo. Nadie se detiene ante el músico callejero... que no lo es:
se trata de uno de los mejores violinistas del mundo y de los más contratados
previo pago de miles de dólares por su actuación en las salas de concierto que
despliega ante los pasajeros apresurados toda su mejor técnica e inspiración en
la ejecución de la melodía del tercer movimiento de la Sonata para violín solo, de Bartok, en una apuesta infantil, y sin
duda rigurosa, de sacar la música más sublime de la solemnidad de la sala de
conciertos de Carnegie Hall o del Lincoln Center y trasladarla a un contexto canalla
para demostrar su inoperancia en un
espacio no apropiado. En efecto, nadie parece advertir nada: lo que brota
del instrumento es un gemido inútil provocado por la impericia del pedigüeño.
Uno más entre decenas de ellos con un cacharro en las manos que pululan por las
líneas del metro en busca de unos dólares. Esos tipos y tipas en su agitación
transeúnte creen que desafina. Y, ciertamente, lo hace... ¡para orejas como
ésas, como las suyas tan durmientes…!
Es
imposible traducir una cosa así. Y la descripción sólo traslada a la escritura
sombra más que reflejo.
La clave
está… ¡en hallarse en el escenario sagrado! ¡Es el espacio el que otorga las
credenciales!
Así como
el grueso marco dorado realza la pintura y el pedestal eleva la estatua a lo
admirable.
Antitética,
la ciudad no depara la oportunidad de un pensamiento conformista apaciguado por
alguna asombrosa revelación, como si eso fuese posible, ni mucho menos el
dictamen definitivo que libere de mayores disquisiciones en lo sucesivo. Como
obra de arte que se extiende en kilómetros entre las aguas y se eleva cientos
de metros por encima del suelo no requiere la confrontación pero tampoco la
sumisión. Te aboca a lo contradictorio. A lo inaprensible. Al inventarla, la
reduces; al recrearla, la simplificas; al adjetivarla, la traicionas. Si burlas
el mito, el gato escuálido que te mira implorante desde el frío anochecer de un
callejón sin salida del Lower Manhattan es el mismo gato que te mira implorante
y hambriento en todas las ciudades que conoces grandes o pequeñas, monumentales
o perdidas en alguna de las oscuras provincias del mundo mientras la gélida
noche cerca las piedras.
La ciudad funcional parece desmentir su categoría
de obra de arte, pero un rótulo luminoso en la Calle 3 o una joven hermosa a tu
lado en un paso de peatones en el East Village, los grandes árboles del verano
con sus frescas frondas verdes que se alzan en las calles del sur o la
fascinante geometría triangular del edificio de Burnham bastan para entrever y
aceptar finalmente una poética que se nutre a cada instante de la
monumentalidad, la escenografía y lo inesperado.
Esta
ciudad, por tanto, es una proposición que rehúye el taimado intento de
definirla o acotarla. Es una formulación más que una forma. Es el espacio y es la obra, y una tela de araña invisible
enlaza sus diferentes partes pero a la vez impide que el discurso plástico
adquiera una significación propia. El entramado que la configura, invisible
aunque presentido, es su auténtica esencia, como el concepto que esconde el
garabato picassiano o la travesura formal de Duchamp sustancia la apariencia de
la obra. Lo que no ves resulta ser lo prominente.
¿Acaso
eres consciente de los distintivos únicos e intransferibles de esa pluralidad
de hombres y mujeres cuya única cualidad
que eres capaz de atribuirles al cruzar a su lado es que de algún modo, quién
sabe cómo, a través de qué trabajos y negocios, solos o acompañados, han
llegado indemnes hasta aquí, hasta este día en esta ciudad? Están vivos. Son.
Será suficiente con eso. Aunque… parecen tristes, y esas miradas huidizas,
desmayadas, como culpables… Existen, pero no para ti. Son el decorado de una
obra en dos actos que sólo tú interpretas, La
estructura del tiempo, pasado y presente. Como epítome: un breve parlamento
antes de que caiga el telón aseverando
la negación del futuro.
El señor
Poe, sentado junto a la cristalera de un café en Grand Street, divagador y
aburrido, me descubrió de repente, como si yo fuese una aparición inusitada.
Sabes que
el señor Poe te sigue por las calles. Te espía. Quiere saber quién eres
realmente. Tal vez eres Dios… o un monstruo. O uno de esos que no pueden estar
solos. Sigue tus pasos con la pluma en la mano, como un sabueso. Es el otoño y
el aire fresco recorre las calles, hace oscilar las ramas de los árboles ya
grises mientras la luz se apaga. Se diría que la razón vence a la retórica.
¿Cómo es posible mezclar en la calma del atardecer a Leibniz con Gorgias?
¿Quién es el más solitario, el que sentado en un café lee los anuncios de los diarios
sólo por diversión o el hombre errante que disipa la excentricidad de estar vivo para morir escabulléndose una y otra
vez en el mar oscuro de sus semejantes?
El señor
Poe observa a los transeúntes entregado a una deliciosa evasión. De una
elucubración general allega en su contemplación a lo particular de los detalles
más nimios, a la variedad de los rasgos fisionómicos, a los andares, escudriña
hasta el talante de los tipos que pasan frente a él. Clasifica profesiones y
categorías sociales, descubre usureros y ociosos, petimetres y horteras (de
esos que usan los modos, las gracias y las expresiones ahora de saldo al haber sido abandonadas por las
clases distinguidas), adivina empleos estudiando levitas y pantalones, chalecos
y polainas, pondera sombreros y calvas y mediante un examen minucioso de la
oreja derecha de los viandantes atina a conocer a aquellos oficinistas
empleados en firmas sólidas, ya que en estos sujetos la ternilla, al paso del
tiempo, ha contraído una especie de tic
singular de apartamiento al
sostener la pluma. En esa corriente humana que se dirige a sus lujosas
residencias o a sus cuchitriles no es difícil descifrar a través de sus trajes
y apariencias a los hampones y a los fulleros: sus exagerados puños de camisa
los diferencia de los caballeros, los comerciantes o los hombres de leyes. ¿Y
qué decir de los jugadores de profesión y los estafadores? Eran reconocibles
fácilmente en la diversidad de sus vestimentas sin decoro; así, tanto el
perfecto chulo como el jugador de cubiletes, vestían chalecos de terciopelo y
corbatas de llamativos colores y eran visibles los botones de filigrana y las
ostentosas cadenas de cobre dorado que colgaban en sus pecheras; incluso alguno
había que ocultaba su condición de granuja bajo el atuendo del clérigo a fin de
no despertar sospechas, algo que a duras penas conseguía, pues todos estos
bribones se distinguen por una tez cetrina, la mirada oscura y la palidez de
los labios. Y entre ellos, como lacras negras de la multitud, se hallaban
buhoneros y mendigos, inválidos parecidos a espectros, prostitutas de toda
condición: la que en su belleza nos hacía recordar la estatua de Luciano, de
bello mármol por fuera y de interior relleno de basuras, y la leprosa en
harapos, la vieja bruja pintada y cargada de joyas, la aún niña (pero ya con
ganas de subir en el escalafón del vicio) que eleva el borde de su falda. Como
a remolque de este variopinto ejército urbano se deslizan al igual que las
sombras los borrachos, de rostro rubicundo unos, de fisonomías pálidas y ojos
enrojecidos otros, todavía algunos con sus trajes enteros pero sucios; y los
más, desharrapados y vacilantes con la boca abierta y la mirada extraviada.
Y he aquí
que en ese desfile de truhanes y honrados ciudadanos el señor Poe fija su
atención en tu oficio de flâneur, de
aseado holgazán disimulado entre la muchedumbre.
Me ha
elegido a mí.
¿Quién es
ése de entre la multitud?
Su rostro
no es el del demonio, ni sus lugares el averno. Es uno más de los que pueblan
las calles y avenidas de Nueva York, tan absorto en la desmesura como
mortificado por la pequeñez de sus talentos.
Tampoco eres viejo. Podrías engañarle:
arrastrarle hasta el futuro y allí, en el norte, en Fordham, donde en otro
tiempo las granjas y los huertos se desplegaban ante sus ojos, mostrarle cien
años después los sitios finales de su recorrido en la tierra.
No soy el
viejo desvelado. El viejo es él. Su yo
terrible. Él es la encarnación de su alma turbulenta, no yo, un simple turista de lo desconocido, incapaz de percibir
en nadie en un sencillo análisis de su expresión condiciones humanas tales
como: vasta inteligencia, circunspección, tacañería, codicia, sangre fría,
maldad, envidia, deseos sanguinarios, triunfo, alegría, terror, desesperación…
Y, ahora,
siento a mis espaldas su presencia seguidora, la sombra viscosa que acecha mi
viaje improvisado en el laberinto. Por más precauciones que adopta, le descubro
al detenerme en cada esquina; por más artimañas que empleo, no me pierde de
vista.
Lo burlo
hacia el número 100 de Bowery… para toparme con él en la vieja Saint Patrick’s;
lo despisto al cruzar Houston y lo veo esperándome inmerso en el ajetreo de
Washington Square, junto al arco.
Me
disfrazo de falso estudiante (no han de faltarme libros en la mano) pero
rastrea mis huellas, me divisa a lo lejos y me da alcance en Union Square.
Sé que me
examina a gusto, y lleva el escrutinio a la minuciosidad del forense: “Es”, se
dice, “de pequeña complexión, delgado, de apariencia débil, le cubren ropas
raídas y sucias pero de buena calidad; el abrigo abierto, deja ver los súbitos
destellos de lo que parecen ser un diamante y un puñal (¿?)...”
Debe
suponerme capaz del crimen rastrero y nocturno, convicto de lo más repugnante…
Un
personaje que se arriesga a penetrar en la perversidad del ocio más enigmático,
voluptuoso…
“Es
preciso desvelar los sórdidos secretos que lo animan al igual que los
mecanismos más enrevesados remedan la vida en el autómata…”, concluye sin
descuidar su vigilancia.
Entonces
me temo que su extravío llegue a convertirse en un verdadero peligro para mí.
Siento miedo de esta persecución obstinada. ¿Qué pretende descubrir en mis
andanzas que no anide en su espíritu sobreexcitado?
Sería
capaz de seguirme durante veinticuatro horas.
La tarde
otoñal muere, se hace la noche, llueve, despunta el día, sale el sol en un
cielo esplendente, claro, raso y azul, transcurren las horas, y de nuevo vuelve
a anochecer…
Volveré
tras mis pasos, trazaré vueltas y vueltas, seré incomprensible, un enajenado
cuya obsesión sea el andar maquinal sin atender nada de cuanto ocurre a su
alrededor.
Acaso
tendrá lo que busca: lo inexplicable. Decidido, giro sobre mis pies, alzo la
cabeza con aire retador, busco sus ojos sin que me importen la naturaleza de
sus pesquisas. Pero en este juego a la inversa anda escondido entre la multitud
y no lo descubro.
Deshago el
andar: Broadway abajo. Mis piernas se han vuelto ágiles de repente. Pero… creo
sentir su aliento sobre la nuca.
Me meto en
Strand. Pienso que esta vez lograré desembarazarme de él. Miles y miles de libros,
antiguos y modernos, libran la batalla de la supervivencia: cada uno de sus
lectores acerca a la inmortalidad a alguno de ellos. Me oculto tras los
estantes. Me agacho fingiendo buscar un libro y rastreo los títulos de los
lomos a la vista. Escondo el rostro entre las páginas de un volumen in 4º en la sección de libros raros.
Dejo transcurrir unos minutos. Procuro centrarme en el libro que sostengo
pegado a mis narices. Qué te parece: es un libro extraño ilustrado con antiguas
láminas grabadas en acero… ¡una vieja historia acerca de los laberintos más
famosos e intrincados, hasta inexpugnables! Husmeo en los cajones de los libros
a menos de 1 dólar… Una sombra alargada, hierática, resbala sobre mis brazos,
¡lo tengo a mi lado…!
(Debería
haberme precipitado sin pensarlo dos veces, como un loco, a The Green Train…, allí jamás me habría
encontrado: ¡es de ficción! Esa potencia… lo hubiera hecho desvanecerse como el
polvo en el aire, a él que era real hace cien años.)
Atravieso
otra vez el arco de triunfo en Washington Square. En el otro lado, sólo soy un
fugitivo entre los miles de laboriosas hormigas del Midtown.
¿Y adónde le conduces finalmente?
No a un corto viaje.
A los
desfiladeros más allá de la 33, y tras unas tres o cuatro idas y venidas en
torno al Empire State crees de nuevo que logras deshacerte de él metiéndote en
Macy’s y despistándole en la sección de objetos de decoración y cristalería.
Pero no…
Pones el
pie en la calle, y ahí lo tienes, el rostro inmenso, de una palidez
extraordinaria, los ojos terribles de quien ha bajado al abismo y ha vuelto a
aparecer a la luz desfalleciente del sol de otoño. Dolor y desengaño, profundo
pesar, resignación: he ahí el daguerrotipo Thompson: es a los muertos a quienes hablo, sólo ellos pueden oírme, que
diría Yeats (William Butler, no tu amigo el pródigo y desinteresado librero del
Village). Ahí lo tienes, dispuesto a no dejarte escapar, a espiar tu devaneo
con la gran ciudad, tus trazados de hormiga holgazana y poco productiva,
zascandileando.
Pues si
así lo quiere, que sean éstas correrías de loco: de los dos (locos de atar).
En Grand
Central. Te hundes en el subterráneo. Engulles una hamburguesa de dos pisos.
Necesitas repo… ¡redoblar! fuerzas. ¿Y él…?, ¿no come nunca…?
Nos rodean
muchedumbres hambrientas y andariegas.
Lo habré
despistado finalmente.
En el
exterior, bañado por la luz espectral de las horas antes de la tormenta: allí
está. Como un perro bien adiestrado asido al cuerpo que le marcaron como
enemigo.
Angustiado
por la presencia invisible e inmisericorde tu comportamiento callejero
testimonia la locura. Te detienes. Retrocedes. ¿Qué porquería de dibujo trazas
con tus pies andando y desandando por la ciudad que te ha hecho invisible, uno más?
Una
geometría caprichosa y aterradora: no va a ninguna parte: la muerte es el
sitio.
Busca
refugio entre las nobles y mudas paredes de los templos sagrados: tantos
personajes, paisajes y ciudades de ilusión. Cuélate entre ellos. Desaparece.
Disuélvete en los grumos del acrílico y el viejo óleo.
Ha escapado hasta la 53
recorriendo a zancadas Park Avenue arriba, ha dejado atrás el edificio Seagram
y el Lever House (donde quizás, como en el laberinto de paredes de cristal de
la feria, se hubiera ocultado mejor), ha huido hasta el jardín de las
esculturas del MoMa, hasta las salas donde pueda confundírsele con uno más de
ellos: uno más como de la pandilla de Grosz, Ensor, Modigliani y Picasso;
acaso, menos reconocible, sibilinamente tergiversado, como una más de las
simulaciones de Miró, Brauner o De Kooning. Mejor aún, desaparecido en los
chafarrinones de Pollock o reducido ya en las vísceras sangrantes de Bacon o
como una pieza sobrante, una simple junk del collage de Rauscheberg.
Aún temeroso, con
pasos vacilantes sigues más hacia el norte huyendo de lo que crees las “brumas
portuarias del sur” que tanto le gustaran a él.
En Central Park South
sientes como alguien te posa una mano en el hombro izquierdo. Es él. Tiene que
serlo.
Su aliento de opio y
fuego…
Sin
pensarlo dos veces te encuentras en una de las salas de la Frick Collection. No
ha sido una idea feliz. Nada abarrotado el museo, te descubre de forma
meridiana en cualquier lugar de sus poco frecuentadas estancias: junto a uno de
los cortinajes que cuelgan en el salón Fragonard crees advertir un movimiento inusual,
como una presencia… inhumana. No te es posible reconocer más pero… Sobre el
suelo brillante se siluetea una figura de cuervo. Huyes, pero sin aspavientos, a lo óleo. El acompasado rumor del agua
en el pacífico jardín diseñado por John Russell tranquiliza tu ánimo, y las
tenues manos de las hadas…
En el
Whitney otra vez es Domingo por la mañana
temprano. Pero la puerta de la peluquería está abierta. Entras. Sales con
una barba que disfraza tus facciones, disimula tu angustia. Coges el tren
elevado de la línea L. (En efecto, ¿por
qué no toma la línea L?)
Como no
acabas de fiarte, piensas que los miles de curiosos que pululan por las plantas
y salas del Met husmeando entre los millones de objetos y obras de arte
expuestos te camuflan como uno más:
pero cada espejo, cada bronce y metal bruñidos te torturan con la desoladora
imagen de Thule, ondulante y anfibia, que emerge de entre los dorados y
resplandores junto a ti, o unos pocos pasos detrás.
No le
confundirá tampoco la extravagante espiral de Lloyd Wright…
Lo dejé
mirando París a través de la ventana…
Nada es lo
que aparenta, te susurra el brujo inofensivo de Chagall…
Caminas,
miras, hueles, piensas, pones nombre a muchas cosas indescriptibles hasta ese
momento.
Y, de
pronto, ante el asombro de los transeúntes que te rodean, echas a correr sin
saber a dónde como un ladrón…
Como un
ladrón que todavía no robó nada…
Borrará la
lluvia de la tormenta tus huellas en Central Park, bajo la lluvia que ahora
azota las pequeñas arboledas……
Llegarás
hasta Harlem, en donde nunca parece haberse llegado a nada…
Hay libros
que no se pueden leer.
Es lässt
sich nicht lesen.
Hay
secretos que no pueden ser dichos… It will be in vain to follow; for I shall
learn no more of him, nor his deeds.
Es inútil seguirle; no averiguaremos nada más de
él, ni de sus asuntos.
¿Adónde
quieres llegar en este octubre sombrío que tanto temes, Edgar?
¿Hasta
dónde quieres llevarle tú en esta persecución de ultratumba y fantasmagoría?
¡Qué
pertinaz excursión de los dos!
Hasta el
Bronx, hasta el cottage blanco de la
antaño limpia y saludable campiña de Fordham donde florecían las lilas y en
junio se encendían los cerezos, a unos quince kilómetros del mismo centro de la
metrópolis de Gotham, donde desde el porche de la casa puede verse las colinas
de Long Island al otro lado de las parsimoniosas aguas del East River.
Donde la
mano de cera de Virginia acaricia el profuso pelaje de la gata Catterina que a
su vez le proporciona el único calor que aquieta sus temblores.
Donde en
jornadas sucesivas de inspiración Eureka
se alza desafiante e incomprensible hasta las mismas constelaciones de dibujos
imposibles y conjeturas de difícil medida.
Donde el
aliento del escritor se extingue… aunque lejos de allí.
Donde
habita el olvido…
Sólo que
hoy… el domicilio del poeta, en las inmediaciones de la calle 192 Este, en
pleno Bronx de los solares, escombros, suciedad y automóviles desguazados
aparcados junto a sus aceras, no es sino una reliquia protegida por una verja
de los peligros del exterior y que apenas, ni siquiera eso, incita a la
melancolía.
A los que sueñan, dejó escrito a modo de liminar en su obra atisbadora de los dos
universos.
Al
atardecer todos los rascacielos parecen un poco más viejos y un poco más
temibles. Muchos monstruos todavía esconden tras las ventanas encendidas su
pacífica condición de padres de familia, demoran el regreso al metro que les
lleve a Queens o a Brooklyn, al Bronx o a Newark o a las casas de madera de las
afueras, al encuentro merecido con el martini previo a la cena de la costilla
de cerdo con guisantes y el informativo de TV.
Estas
cansado. Todo el día has estado rodeado de rostros desconocidos, seres anónimos
y extraños que jamás sabrán de ti y, todavía peor, de quienes tú tampoco nunca
sabrás nada.
La ciudad
de la noche y sus ruidos habituales de sirenas de ambulancias y alarmas, los
ecos apagados de la maquinaria que nunca duerme en uno u otro lugar siempre
invisibles pero que llegan hasta tus oídos tumbado en la cama, bocinas y algún
grito de auxilio, el rodar nocturno de un coche y el rumor de los sistemas de
calefacción, la ciudad de la noche dueña de sus calles y avenidas, oficinas y
hoteles, de los comercios y sus trapisondas, de los rascacielos y parques
descansa de todos esos millones de transeúntes que con una bolsa inútil en la
mano y unos dólares en el bolsillo creen poseerla a la luz del sol y en
realidad sólo transitan de un lado a otro hasta que un día dejan de hacerlo
definitivamente. La ciudad es tan eterna como las leyendas escritas aun en las
más frágiles hojas de papel. Ella pervive y sucede.
Cada mañana se muda en sí misma. Está.
Sobrevive una y otra vez aunque cambiante a generaciones y generaciones de
hombres y mujeres sin historia que la pueblan de significados y la nutren
incansables con sus trabajos e ilusiones y modas.
Uno de
estos sin historia, se alimentaba de reubens
y poco más. Bonita comida judía. A salvo de infecciones espirituales.
Por la
noche, el agua fresca y potable de las Nieves del Gran Norte que discurría
hasta las islas de Nueva York y manaba del grifo de la minúscula pileta del
baño bastaba para llenar el estómago.
¿Qué se
puede hacer después de esto?
Tumbarte
vestido en el jergón y tratar de dormir en ayunas porfiando por evitar el
peligroso insomnio.
Buenas
noches y buena suerte.
-Puedes
comprar comida para perros. No ofrece ningún peligro.
-Pero…
-Es
nutritiva, sabrosa y muy barata. Te aseguro que es un excelente alimento para
las malas épocas (que son casi todas). Un
montón de proteínas por unos pocos centavos… Sólo tienes que calentarla
y engullirla acompañada de una botella de vino de un dólar.
-Quizá sea
una buena idea.
-Pero no
lo vayas propagando por ahí. Los fabricantes de comida para perros subirían
rápidamente los precios.
En fin.
¿Qué
cuenta tu horóscopo?
Cuentos
chinos, y, además, escritos en chino mandarín.
Ella,
atada a otras preocupaciones, huyendo del miedo o la fatalidad, termina
abocándose al determinismo mensual del horóscopo de Harper’s Bazaar. He aquí su profetisa, la que indaga en las Eras y
los Astros. La arúspice, pianista y redactora de poéticas predicciones Xavore
Pové le augura para mayo del 70 una nueva etapa en su vida, cuando los dioses
van a serle propicios para siempre. ¿Cómo desconfiar de quien la noche de fin
de año vierte plomo derretido en agua fría y lee los jeroglíficos de la
escultura moderna?
En mayo de
1970 los Ángeles Negros o Blancos se la llevan para siempre al Infierno o al
Cielo.
No era
pitonisa… era Casandra sin ella mismo saberlo, la que todo lo ennegrece.
No entres
en pugna con tu destino.
El destino
es aquello que nunca alcanzas.
El destino
no se oculta como un ladrón detrás de una esquina esperando tu aparición para
robarte el alma.
Es el
presente el que te mata. Tu verdadero enemigo. Siempre. Por lo demás, ¿qué
puedes esperar?
¿De dónde
vengo?
De la
nada.
Todos
tenemos una idea de la nada. Nos la proporciona el hecho de haber nacido. La
nada era aquello sin ti y que sin embargo
era (y seguirá siendo después de ti).
La nada
para ti son las viejas fotografías de tus ancestros, es tu padre de niño, la
madre todavía no encontrada, el mismo día de sol o de lluvia antes de tu
concepción, la misma luz antes de tu alumbramiento.
“¿Sabes lo
que significa Häagen-Dazs?”
¿Quién
soy?
De sobra
lo sabes, Narciso: te miras en los espejos del movimiento, sin verte te
reconoces allá donde vas.
¿Adónde
voy?
Nadie sabe
a donde se van los muertos. De lo que sí estamos seguros es del lugar adonde no
vuelven, que es el nuestro. Al menos visibles, recién duchados y vestiditos de
domingo.
¿No
debería bastar eso para alejarnos de todo tipo de corrupciones… y virtudes?
Ray Yeats
con el Village Voice en las manos: me
interesan los libros minoritarios, muy
minoritarios…
Entonces, ¿cuándo diablos vas a poder invitarme
a comer?
“Se
alimentaba de reubens y poco más…”
Caía y
caía en una profunda neurosis, que era como adjudicarse a sí misma a toda hora
la responsabilidad de descubrir lo auténtico.
¿Sueña
usted con monstruos?
Pero tú no
eres un artista.
(La pluma sólo destina veneno. “Estás
lleno de veneno”, le dijo al escritor su mamá.)
¿Era
artista Hesse?
Lo era
mientras vivió.
Y lo sería más una vez muerta.
Fue
inestable en las cuestiones prosaicas. Eso revelaba su genio. Respecto a ti…
¡Cualquiera
sabe!
“Lo
primero que hace un psiquiatra cuando te hallas sentada frente a él”, dijo con
una expresión muy triste, “es atraparte con su amistad, aunque nunca la reconozcan como tal, la utilizan como
tapujo: es la tela de araña pegajosa e infalible de la que tardarás mucho
tiempo en librarte.”
“Analizar
psiquiatras es mi pasatiempo favorito.”
Y
recuérdalo de nuevo: se casan con suicidas.
Respecto a
ti…
1971,
febrero.
Me
conformo con ser débil… y no luchar contra ello.
Intensos
dolores de cabeza a partir del mediodía.
Intento
leer durante algún tiempo. El libro se me cae de las manos. Sustituyo el libro
por una revista ilustrada. El dolor me obliga a cerrar los ojos. Cambio a un
canal de TV. Sólo oigo gritos.
Sí, algo
taladra tu cabeza. De dentro a fuera. Lo
que más temías, pues todos los peligros y castigos del exterior lograbas
neutralizarlos con un poco de voluntad, disiparlos con tus distracciones más
queridas. Eran fácilmente abatibles con tu forma de ser, esa forma de ser…
En cambio,
lo que tortura desde adentro…
Tú lo
generas, eres la madre, a pesar de
ser hombre y estéril.
El animal
que serpentea debajo de tu piel, y lo notas, se desliza entre la carne y las
vísceras…
En el
Hospital de la Universidad de Nueva York. Urgencias.
Después de
cinco horas de espera en una sala lúgubre, silencioso e inmóvil entre susurros,
gemidos y malos olores mientras la tarde de afuera muere entre la grisura y el
frío de la nieve y las luces mortecinas y los ruidos apagados de un anochecer
inclemente y ajeno al dolor:
Váyase a
casa. O mejor aún, váyase a su país.
“Su país”,
ahora, es una pequeña habitación. Una jaula pero cuya pequeña ventana a un
estrecho patio interior oscuro y maloliente se halla libre de rejas.
No hay
trabas para quien desee arrojarse al vacío.
Esa
evidencia le perturba profundamente. Tan fácil…
Acaricia,
apenas las roza, las teclas color hueso de la máquina de escribir negra como
sus pecados, rodeado de libracos, cubiertas las paredes de centenares de
fotografías.
O la
habitación vacía, a la oriental, desnuda por completa de objetos, las paredes
blancas, el suelo limpio, el silencio: engendrar sólo pensamientos que, como
obras de arte, morirán contigo o mucho antes, en el olvido.
No existe
la Mente Universal.
Le asalta
la fiebre. Delira.
¿De dónde
surge la Idea?
De la Enfermedad.
Asuntos
caprichosos inventados, estampados a la cara de quien los observa…
Disparates:
Entre la
fantasía… y la nada, el solo objeto.
El
hermetismo no conduce a la perplejidad o al desconcierto: nos lleva al
misterio, a una incomprensión que, si tiene mucho de irritante, lo inaprensible
de una realidad que se diría hijuela de la pesadilla o del trasmundo nos
instala en una contemplación de los aguafuertes que se regodea en la
complicación visual a la que es convocada.
Descríbelo,
si puedes.
Sanguinas,
tinta de bugallas, el lápiz negro, tinta china, la punta seca…
Cobre,
barniz y ácido:
aguafuerte:
vinagre, sal de amoníaco, sal común y cardenillo:
resina
pulverizada…
¡Al
tórculo!
Asoman las
testas de los monstruos.
Emergen
del vergé, del papel de china o el papel japonés.
¿Y lo
suyo?
También es
obra de alquimia. También es ella La Reina de la Química como otras la Reina de
las Hadas.
Se
entreteje en el aire:
“El hilo
que todo termina uniéndolo en la obra: el absurdo. Incluso en aquellas piezas
que el espacio, el vacío, la nada prevalecen sobre los objetos el absurdo, cual
hilo invisible, se configura como esencial.”
Los disparates de ella; agendas diversas,
vulgares, sin negros ni sienas, apuntes azules, dibujillos mecánicos de
instrucción complicada. Garabatos espirituales.
Una
poética de lo inenarrable: hay que verlo.
¡Hay que
ver lo que se llevan entre manos!
¿Dónde
puedo comprar sus obras maestras, el capricho de su pluma, la estampa de su
aguja de grabar…,
tus
resinas y tu fibra de vidrio?:
En el Desengaño, número 1...
Tienda de licores y perfumes, de embriagueces.
¿Cuánto
tiene el arte de capricho crítico del mundoinmundo
que te rodea y cuánto de una peripecia personal que en el fondo es lo que
realmente interesa expresar en forma de revelación, pues a fin de cuentas tú
eres lo que tienes más a mano?
Eres tu
muñeco preferido.
Uno
siempre quiere conocerse, incluso en los aspectos más sórdidos de su carácter,
en la más ambigua o siniestra acción perpetrada que ni siquiera los más
resistentes muros de la contención son capaces de mantener aherrojados y mudos
en el subconsciente. Quiere saber quien es realmente. Qué ser viscoso anda en
maridaje con las porquerías y vísceras del interior que recubren y anidan en el
hueco de la carcasa.
Ni ángel
ni bestia, pero hay momentos para ambos por separado. Son como compartimentos
estancos. La química del cerebro es el fango, la ciénaga poblada de malas
visiones, la plural forma del deseo, el ansia de destrucción del yo y las crueldades virtuales, la
fantasía abyecta.
Jekyll no
se atreve a poner el pie encima del césped, se atusa la barba con extremo
cuidado, guarda la más absoluta urbanidad en la mesa y no eleva el tono de su
voz bajo ninguna circunstancia, pero halla el modo de revolcarse en la pocilga
endosando a su gemelo interior una identidad fabulosa.
La
aberración que ves en los otros ilustra
la que escondes.
¿Qué
imaginas?
No: veo lo inimaginable que
hago verosímil.
Que viene el coco.
Y lo que llega es el
pobre artista al que se le ve demasiado el plumero: cree que es hora de señalar
vicios y horrores cuando el verdadero infierno aún está por llegar y nada ni
nadie podrá impedirlo y cuando lo crean y lo colocan a la vista del mundo el
indicio es irreconocible, las trazas son equívocas y el discurso visual es una
ilusión más o menos lograda.
Goya allana el camino
con sus grotescas faltas de ortografía.
Explicita la estampa.
Al parecer, la lámina precisa de subrayar su
intención mediante la palabra escrita. ¿Cuándo se ha visto tal cosa?
Ceci n´est pas une pipa.
La glosa (mentirosa)
que acompaña la obra sirve para despistar la brutalidad de los sueños.
¿Qué pretendes
esclarecer con tu escritura?
La palabra no será
nunca la cosa.
Es lo que ves.
Y si no lo es el
verdadero sentido nunca será explicado.
“Cuando
caí enferma…” Etcétera.
La
fantasía abandonada de la razón… ¡produce lo imposible!
El arte
son visiones. Si pudieran escribirlas…
No hay que despertarlos, tal vez el sueño es la
única felicidad de los desdichados.
Pero son
disparates.
“Cuando
caí enferma…”
¿Elíptico?
No,
confuso.
“Right after… Se me fue de las manos,
como si escapara de la sencillez, que es lo que yo pretendía… La obra se volvió
compleja, como resistiéndose a mi intención… Mi planteamiento original era muy
simple, y sin embargo… Sí, se me fue de las manos.”
Enigmático.
Todo disparate lo es.
Asinus Orator.
Propio del
lenguaje de la asnería. ¿Cómo diablos se entienden entre ellos?
Se miran.
¿Y no se entiende siendo arte de figuración y representación?
Se miran
los asnos. Sondean lo que hay más allá de los ojos. Sólo perplejidad.
Mundo…
Inmundo… De todas formas disparatado.
¿Y no bastará con la sola contemplación de la
estampa y lo que en ella suceda o no
suceda?
¿A qué la investigación?
Pues en tal caso…
Imagínate
entonces aquello sólo para tus ojos
sin mayor referente visual que la propia materia, sus hechuras objetuales…
¡puro desconcierto!
Somos
bobalicones. Toda interpretación estará destinada al fracaso. ¡Qué más da
descifrarla!
Mira como
un perro, con la visión afilada del olfato. Grises y blancos, negruras…
Como la de
El perro, que atisba el mundo a su
alrededor hundido en la tierra de la que no ha de librarse, tierra sucia y
culpable que le enterrará ocultándole el cielo para siempre.
Invierno atroz, cuando
los árboles agitan al enérgico bufido del viento glacial sus ramas desnudas.
Estoy en lo inaugural.
Como en el proemio de un antiguo discurso nunca antes comprendido.
Los días. Las horas.
Repertorio de los
tiempos…
Has nacido en sábado:
saturnina, ¿triste, taciturna?
Estás en el séptimo
cielo: tu noche, la del miércoles; tus horas, la primera y la octava; enero,
qué mal asunto, rostro doblado, guarda de la entrada a lo abierto, mira el
pasado y lo porvenir, desdeña el presente (lo único que tienes), te alimentas
de ti mismo y a ti mismo vuelves.
Y
entonces, inopinadamente, su obra le preocupaba, le asaltaba un pensamiento
feroz, la idea de que su trabajo, y hasta ella misma, era mediocre,
estrafalario, malo… Y entonces tardaba mucho en dormirse, y se torturaba
inútilmente, pues ahora ya no había nada que hacer, nada que pudiera
rectificar.
¿Qué cosa es el día?
Claridad.
Encerrada todo el
tiempo en el estudio, pues sobra todo
lo demás del día. Studioworks,
pensamientos, preguntas, la obra en ciernes…
Esta noche no sale:
Las once, nox concubia: a dormir entre químicas,
temores.
Mañana será otro día, claridad.
Aquel
verano.
Aquel mar
de Mallorca del 64…
Judía… o
mediterránea. Haber sido eso: las llamas de las hogueras que lamen el cielo
estrellado de la noche, el cielo que desciende silencioso y pacífico
cerniéndose sobre el mar quieto del horizonte y la rumorosa orilla, la
mansedumbre de la ola nocturna que moja tus piernas con su espuma de plata
suave y fresca.
Operaciones
(3). La mano de Dios chapotea en tus sesos.
1 (Negro).
2
(Verde). } 1969-1970
3 (Blanco).
No fue bastante para, a la manera picassiana,
profundizar en alguna de las épocas. Un simple y maldito año no da lugar a
demasiadas evoluciones.
El Período Negro de Hesse.
El Período Verde de Hesse.
El Período Blanco de Hesse.
El Mito,
La Materia…
Ni Azul ni
Rosa…
Desnuda la
tragedia con los hechos.
Cubre las
deficiencias.
Las
imaginaciones:
Y saca del
baúl los infinitos disfraces de la forma.
Mamá: el
vestido de gasa de color rosa palo… La cubre por entero desde el cuello hasta
los pies, se ciñe a la fina cintura. Es una mujer bella, única, pero… los ojos
tristes, las manos indefensas… el vuelo.
¿Qué son
las hadas?
Su materia
que acaricio…
¿Cómo
vestía mamá?
Una
jovencita coqueta de los años veinte, una mujer de treinta años…:
Allá va
mamá, a lo garçonne, con un vestido
deportivo de corte recto y el talle en la cadera, tocada con un bonete,
bailando el charlestón al son del vertiginoso Bix Beiderbecke, la mamá que se
diseñaba ella misma los robes de style,
los estampados, los sombreros de paja que remataba con una flor de seda, la
mamá que calza zapatos bicolores o con hebillas decorativas, pero la mamá de
los años treinta ya se pintaba los labios a conciencia, sonreía su boca “Joan
Crawford” a la menor ocasión, lucía escarpines y se ondulaba el pelo… hasta que
un buen día adoptó el tocado de la Garbo y no desdeñaba las chaquetas de corte
masculino y los trajes pantalón, ¿se atrevería a llevar un sarong al estilo de
Dorothy Lamour?, no en los cuarenta de la tristeza, la angustia y la
austeridad, cuando los desafíos se diluyeron en la mera supervivencia, en
vestidos negros, ropa basta, el sobrio jersey, en los zapatos resistentes y los
abrigos trinchera, un prêt-à-porter
doméstico, sin ínfulas, en unas prendas de vestir que abrigaban del frío o
protegían del sol, en una moda de lo uniforme e invisible, cómoda y protectora,
en la desnudez más indefensa del espíritu.
1959.
La
chaqueta de cuello mao: imprimía a su
rostro un hieratismo inusual, una cierta gravedad contradictoria a su espíritu
alegre de esa mañana, cuando todavía no
hay nada decidido: acaba de salir a la calle, a mezclarse con los otros, no
tan diferentes a pesar de todo.
Lo piensa
ella, que viste con garbo, que anticipa mentalmente los grandes estampados de
color de la década prodigiosa.
Despertó
con una sensación de tristeza tan profunda que le dio miedo. En seguida cerró de nuevo los ojos. Pero en ese preciso
instante el mal con que uno de los dioses desconocidos le castigaba sin razón
ya se había inoculado en su cerebro como una maldición que viniera de antiguo,
desde la misma superchería bíblica.
Tendida en
la cama. Presa de los tiempos circulares.
El trazado
recto y duro de las avenidas casi desiertas a primeras horas de la tarde del
terrible mes de agosto de ahora, el 69…
No son los
días una herida lenta y dulce, son un agujero negro y pestífero que te
precipitan a la oscuridad de la muerte, de la que nada (que es el lugar al que
probablemente te devuelva) sabes.
Lapsus cálami: ¡y
tanto que puede producirse en una obra plástica!
Ejemplos:
Por
doquier.
Pudorosa y
noble, ella se los calla.
Él,
pedante irreductible, no.
(Francis
Bacon: “Retrato de hombre sentado en una silla”: está sentado en el suelo. Por
ejemplo.)
Dickinson II: pintar (o lo que sea) como ella
escribe, pero sin rima.
Dickinson
III: hallar el color en sus poemas, pero el
color real:
A slash of
Blue/A sweep of Grey/Some scarlet patches on the way…
-¿Y ese
cordel en el suelo?
-Pues… un
cordel.
En efecto,
un trozo de cordel, sobra prescindible de los que, mucho más largos, cuelgan
del techo, se enrolla sobre sí mismo caído en un ángulo de la sala.
Parece una
mancha sobre las baldosas inmaculadas. Un sucio trastito que alguien olvidó
recoger.
Es El Día
de la Inauguración. Nunca debió estar allí.
Pero…
-Es… una
licencia poética –dijo muy seria ante el aluvión de preguntas inconvenientes.
Y todo el
mundo puso el mayor interés en el pedazo de cuerda malamente enrollado junto a
la pared.
Dickinson IV: … A little purple… Some Ruby
Trousers… A Wave of Gold…
Críptico-crispación.
Dickinson
V: todos los poemas en verdad, least poem.
Dickinson
VI: a los once años ya había hecho su herbario. Llegó a reunir más de 400
especies. Era una poeta… jardinera. Versos y flores… ¡que combinación letal! Y,
sin embargo… ¡salvada!
“Me
escondo mejor en Central Park, tan a la vista y libre de sospecha, que en los
miniparques del señor Lindsay”, confesó. (Y finalmente lo atraparon.)
La gente
es mucho menos perversa de lo que creemos… pero mucho peor de lo que parece.
Incapaces
de matar; a menudo, deseando la muerte de alguien.
Es preciso
ser… ¡un asesino plástico!
Tal la
perversidad, en mi caso.
Dickinson
VII: olvida la puntuación, pues tú eres proclive a lo inconexo:
No
entendería lo que tú haces, Hesse –se dice la artista.
¿Pero
alguien entendía en su tiempo lo que la otra escribía? Era casi un plástica...
To a fine, pedantic sunshine – In a satin Vest.
Misterio,
profundidad, desafío.
Arreferencial.
Puro
hermetismo.
Tenía taller.
El arte
como acertijo… o sólo indescifrable, sugerentemente pecado mortal.
Curiosa la
extrema similitud de la absoluta libertad creativa y deliberada heterodoxia en
su trabajo, así como cierto desprecio a la “legitimidad” de las reglas, con el
arte más moderno. Todo ello le acerca a lo esencial de la vanguardia.
Ser
artista hasta el final. De verdad. Como…
Dickinson VIII: … and that is Death – Impossible to feign…
La propia
expresión es… el tema.
Ciega:
todo lo puedes tocar, llegar a comprender… Mas te serán siempre vedados otros
conocimientos y misterios: los colores (pátina indescriptible) y el universo, y
si no te lo contaran (una broma cruel), nunca sabrías de las estrellas, un
mundo silencioso y distante imposible a su comprobación mediante el tacto, el
olor, el oído… Real porque las vemos, pero…
Y sin todo
eso… ¡qué mundo tan pequeñito! Cercano y simple a sus manitas.
¿Por qué
la muerte?
Si es para
nada…
¿Por qué
la vida en la tierra?
Si sólo es
en ella…
¡Qué
estafa!
¿Qué
hacemos con el tumor?
No una
escultura.
Ajá.
Empecemos
por el principio.
EL
EVANGELIO SEGÚN DG.:
Invéntalo
todo.
En aquel
tiempo dijo maligno y con segundas el falso profeta…
(Escribe
en mayúsculas: ahora es la tuya.)
TECHNE VERSUS POIESIS.
Un poco de
manualidades, se dice no obstante, no le hace mal a nadie.
Pero es la intención
el talento.
Como los
perros, podemos rastrearlo.
En una agenda alemana:
Montag, Dienstag, Mittwoch…
Stundenplan:
1965-1966 (todo un
ideario visual que se conforma gráficamente desde la más absoluta
improvisación):
el trazo
grueso de los bocetos, firme y decidido, prefigura siete obras, las anticipa
casi idénticas en su minúscula escala.
Les ha
puesto hasta título, pues ha de apresurarse aunque ni ella misma sepa todavía
por qué.
En una
agenda alemana se alzaban catedrales y no eran sino imaginarios paganos. No le
sientan nada mal a su carácter esas previsiones puntuales, unas anotaciones que
propenden a una relectura de muchos
años después (¿quién era yo?, etcétera).
El
itinerario es preciso. Trabaja con lo que imagina, no con lo que ve. Su materia
es la visión interior. Nada hay de falso en todo esto: ella lo ve. Luego, bajo los vatios de luz, el trasto se alza con
tal desvergüenza que convulsiona las miradas.
Resulta
ser una geografía íntima, los contornos y volúmenes de un país mental.
Hace
recuento.
Una
introspección arbitraria: retrocede el futuro a aquel pasado.
En una agenda
alemana Heyda-Black una geometría inflexible determina las alturas, las
anchuras, los espacios, las colgaduras… y las disposiciones.
Una
frontera individual acaso de muy difícil traspaso.
Antes del
diluvio, antes de la caída del meteorito, nos ofrece la cartografía esencial
que guíe nuestros pasos.
De tal
Reino Invisible quedan esos despojos ahora a la luz, como las primeras
brotaduras de una ciudad marina que empezara a emerger sobre las aguas,
desafiando a las montañas erguidas al cielo.
En una
agenda alemana:
11 de
enero de 1936: sábado
29 de mayo
de 1970: viernes.
Un extraño
calor en enero…
Un frío
inesperado en esos días de mayo…
Qué
escalofrío…
Las
grandes nubes de marzo, las nubes negras de enero, las… se desplazan por el
cielo, se alejan de este lugar.
Mayo. 31
días.
En este
Mes y Año del Fin del Mundo:
4 lunes,
4 martes,
4
miércoles,
4 jueves,
5 viernes,
5 sábados,
5
domingos:
(En
realidad, habría que descontar de ese calendario fatídico del mes un sábado y
un domingo que, insensibles, prosiguieron su derrotero hasta la otra página de
junio. Nada hubo que detuviera la marcha cotidiana.)
¿Qué
sucesos entintan de celebración o de luto estos menores almanaques?
Los
habituales.
Mayo y la
vida y la muerte.
Cualquier
lugar y tiempo son buenos para morir.
“Estará
muerta en cuatro semanas, dijeron los agoreros.”
(1-5-1970).
Tenían
razón (por una vez…).
La oscuridad.
Afuera, la vida sigue. Los días, los hechos, la
muerte…
El mundo
en marcha. Por ejemplo:
En Kent State University ha empezado la guerra.
Sin previa declaración.
A la alemana.
Las trincheras sin cavar.
Lunes, 4 de mayo de 1970.
Varios millares de estudiantes se reúnen en el
campus del Commons, en las inmediaciones del Taylor Hall. La concentración
multitudinaria se ha iniciado en ese lugar para escuchar un mitin organizado
como protesta estudiantil ante la deriva social, política e intervencionista
del país (significada en la guerra de Vietnam, la invasión de Camboya, los
chantajes ideológicos y las constantes mentiras gubernamentales).
Los primeros manifestantes empiezan a tomar la
palabra y a enardecer a la muchedumbre.
Ante el temor de que la situación –hasta ese
momento todo transcurre en perfecta calma- pueda descontrolarse, pues en días
anteriores se habían producido actos violentos contra las fuerzas del orden,
las compañías A y C, la infantería 1/145ª y la tropa G de la caballería 2/107ª,
de la Ohio ARNG, reciben la orden de dispersar a los estudiantes.
“Esto no es una protesta, es una guerra civil”,
mienten más tarde algunos asesores de Nixon en la Casablanca escondidos tras
sus corbatas y su declaración de amor a la Patria y al Orden.
Ante el ultimátum de sufrir arresto en caso de
desobediencia, los manifestantes comienzan a arrojar piedras contra la Guardia
Nacional.
Uno (o ninguno)
de los agentes de seguridad resulta herido sin que su estado revista gravedad.
Poco antes del mediodía, la Guardia Nacional
ordena de nuevo a los asistentes que se dispersen. Tras negarse, los agentes
hacen uso del gas lacrimógeno.
Los estudiantes, lejos de disolver la
manifestación, comienzan de nuevo a lanzar piedras contra los miembros de
seguridad que se hallan bien protegidos con máscaras antigás, fusiles y
escudos.
Pigs,
off campus!
Convencidos de que los manifestantes no tenían
la menor intención de dispersarse, un grupo de agentes de las tropas de la
Guardia Nacional de las compañías A y G avanzan hacia la multitud con las
bayonetas caladas y los fusiles
preparados para disparar.
¡Cuidado con las piedras, soldados! ¡Las lanzan a matar!
Right here! Get Set! Point! Fire!
Allison Krause: herida mortal
en la parte izquierda del pecho.
El disparo se efectuó a una distancia de 105
metros
Jeffrey Glen Miller:
disparo a la altura de la boca. Murió en el acto.
Fue disparado desde unos 85 metros de donde se
hallaba.
Sandra Lee Scheuer:
herida mortal en el cuello.
La bala recorrió una distancia de 119 metros
hasta alcanzarla.
William Knox Schroeder:
disparo mortal en el pecho.
El tirador se encontraba a más de 115 metros en el momento
de disparar.
Al parecer, ninguno de los cuatro muertos
llevaba una piedra en la mano.
They can’t kill us all!
La cámara del
fotógrafo de la Kent State John Filo logró captar la imagen de una niña de
catorce años llorando y gritando junto el cuerpo sin vida de uno de los estudiantes
muertos.
La fotografía recibió
el Premio Pulitzer.
El fin del mundo.
Eso se queda atrás.
Ahora, joven
estudiante, una vez acabada la carrera y una buena nómina todos los meses en la
cuenta bancaria o te torturas inútilmente pensando
que podrías hacer tú o… te haces un tío hecho y derecho, cuidas de tu
mujercita, proteges a tus dos enanos y pagas la hipoteca de la casa. Hasta
puedes aficionarte a todas las novedades electrónicas que periódicamente se
exponen en el Circuit City no
demasiado lejos del feliz hogar.
¿Qué otras cosas de
mayo de 1970 salpican el faldón de los números hasta el día 30?
Ella ya no vive aquí.
La fábrica del sol
sigue rugiendo.
¿Qué suceso terrible
ocurrió el 28 de mayo de 1970, vísperas antes del anochecer, después de nona?
¿Qué ha ocurrido desde
entonces?
Siempre hay algo
terrible y despiadado que sucede todos los días en el mundo, lo sepamos o no,
la maldad inmune, ignorada, a salvo entre las sombras y que nunca emerge a la
luz:
una joven recién
llegada a la gran ciudad, aún con la maleta sin abrir, aturdida por el largo
viaje, es secuestrada, torturada, violada, asesinada y descuartizada sin que
nadie vuelva a saber más de ella porque nadie se ha interesado por su suerte
una vez desaparecida:
30.000 niños mueren
desnutridos y enfermos cada día desde el amanecer (silencioso) hasta la
medianoche (silenciosa):
un dedo oprime una
tecla del ordenador y se esfuman miles de millones de dólares sin que pueda
probarse indicio alguno de criminalidad en los hombres de las corbatas de seda.
Qué raudal inagotable
de despropósitos…
La locura persiste, y
ello sucede porque nadie quiere dejar de ser lo que es: el perverso, el necio,
el honesto, el pobre diablo, el indiferente. Todos a una se salvaguardan tras
el nombre, las costumbres, las cobardías. Aunque se guardarán muy mucho de
reconocerlo. Dejemos estar las cosas, suele pensarse; a fin de cuentas, In God we trust.
El dólar es la Biblia,
la palabra de Dios.
Confiamos y todo lo
dejamos en sus manos.
El tiro de Dios en la
frente del estudiante.
La bala de plata de
Dios.
¿Qué ocurrió el 7 de
mayo de 1970?
La bala de plata
infalible de Dios.
¿Qué ocurrió el 12 de
mayo de 1970?
La bala de plata
infalible de Dios.
¿Qué ocurrió el 18 de
mayo de 1970?
La bala de plata
infalible de Dios.
¿Qué ocurrió el 23 de
mayo de 1970?
La bala de plata
infalible de Dios.
¿Qué ocurrió el 30 de
mayo de 1970?
La nada.
¿Qué ocurrió el 10 de
enero de 1936?
La nada.
Sonríe Eva Hesse: “Soy
una proyección de la Eva del futuro. Así, pues, todo en orden. Apagad la luz en
la tierra, si os place.”
Mucho me enseñaron.
Pero, sola, he aprendido mucho más.
Sola. Echa atrás la
cabeza, alza la vista a lo alto, al cielo diáfano.
Azul.
EL azul es el color más raro: siempre parece que
va a abrirse, a dejar ver algo que hay detrás.
Evchen empuja suavemente el azul: atisba el
silencio muy alto. Nada se oye.
No cielo. Azul.
Hubiera bastado en
lugar de catedrales.
Sin la geometría de la
angustia, sin la oración. El canto del vate Withman, la perplejidad de miss
Dickinson: ser fractal de un todo de celebración y ninguna tragedia, incluso
del misterio formar parte, y hasta sentirse mínima... pero no herida ni
olvidada.
Cuando creía que era
inmortal aún sabiendo que existe la muerte y que nadie escapa a ella:
“Yo era capaz de
vender acuarelas”, dijo. “Abstractas”, recalcó.
Pronto iba a
rectificar.
Por fin, todo
estallaba en mil pedazos cuando elevó a categorías artísticas el objeto y su
material inconmensurable, hasta la aleatoriedad imprevisible acaecida durante
el proceso.
Prefiero ser una artista
desmedida: ciertos cálculos en ciertos asuntos rebajan la inteligencia.
Una Dicikinson que
desdeña la lección de gramática y apela a la libertad del riddle.
Una críptica que ve demasiado fácilmente las apariencias
y sentido de los enigmas: cristalizaban en estrofas en forma de baladas de unos
pocos versos, los mínimos: eran la prueba
de su pensamiento. Lo residual.
Una críptica que
improvisa los gongorismos.
Una críptica que
maneja números fáciles (sin embargo).
Qué interesante ese
trozo de cordel en el suelo.
Dickinson IX: …
There is anoher sky – Ever serene and fair – And there is another sunshine… Into my
garden come!
Cosas verás que han de
maravillarte.
Sueña con callejones oscuros, la lluvia negra,
el gris y frío amanecer entre las piedras y los hierros sucios por el tiempo… Y
sin embargo, promete un abril, unas flores…
¿Qué fue mañana?
Las agendas, los
diarios: un delirio controlado, el temor a disolverse en la nada absoluta. Se
aferra al papel, al más engañoso todavía cartón. Mira ese amontonamiento de
páginas garrapateadas con la punta de un bolígrafo barato, mira esas hojas
cuadriculadas, mira esa pequeña columna de rígido cartón o flexible plástico
que las encierra y que testimonia tu paso por la tierra. Pensamientos,
proyectos, esbozos… ¿No crees en tu propia obra?
Habla por sí sola.
¿Necesitas asideros?
Entonces,
¿a qué la glosa, ese añadido pretencioso, a qué la mancha de la escritura?
¿A qué esa agenda cronológica de mentiras, de
supuestos, de engañifas, de adornos ególatras…?
Los decires, las
creencias, las trampas…
¿Qué no se deshace en
el aire?
¿Qué pervive al fuego?
Nada perdura…
No sólo has de morir: has de ser nada. ¡Con todo
lo que eras allá en la infancia!
Los huesos triturados e incinerados de un ser… ¡paleolítico!
Daddy vigila las correrías sobre el césped
antes del incendio de la tarde, el crepúsculo.
Mañana será otro día, claridad.
Hacia la eternidad te
guío.
Y, sin embargo…
Dickinson X:
Land Ho!
Eternity! – Ashore at last!
1964:
Bueno, ha pisado
tierra alemana: llega a ser quien eres, dice el clásico (y tú, desde hace mucho
tiempo, luchabas por serlo).
Como antes se
invalidaron los géneros, como antes se desmoronaron las disciplinas, ahora el
tinglado se viene abajo del todo, ni siquiera tenemos el nombre de lo nuevo.
Cayeron las torres y
los muros, cayó lo consabido (que nunca es lo más fiel a la verdad).
La cosa antes del ser,
de la palabra que la limita y le otorga significado.
Lo que ves es.
¿Y qué es?
Acrílico, cartón
piedra, caucho.
O
Hang up: acrílico, tela, madera, acero.
¿Por qué el título?
Una simple convención
(el lacre, que diríamos) que preludia todos los negocios del arte: el matiz, la
voracidad clasificadora y la denominación de origen, el contraste, el sello del
rey.
Ante todo,
arbitrariedad. No dejes entrar a nadie por la puerta de tu escondrijo: mirarán
por encima del hombro, husmearán lo que no entienden: desaprueban tu rareza, al
igual que tildaban a la imaginería de la dama de blanco de Amherst de
extravagante y su gramática de torpe: una hormiguita escondida acaparando las
palabras del invierno.
Dickinson XI: My
wheel is in the dark!
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What issues…!
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Y, sin embargo… ¡sabe
pintar!
No se engaña; nada le
ciega.
Podemos empezar
(ayer).
¿Sabe en qué punto se encuentra?
Es una fenomelógica, una buscadora de esencias,
aunque no pretenda reducir éstas a una mínima apariencia: a lo mejor incluso
indaga “antes del objeto…”.
Reflexiona el “hueco”,
el espacio que ha de definirlo y determina el concepto que desentraña su
misterio.
-¿A qué sabe el azul?
-A azul.
¿Qué se oye en la
luna?
La luz. La oscuridad.
El firmamento, la hondura que todo lo sostiene, el misterio de un hecho incomprensible, el alma que es todo silencio.
Todo lo expresable es
verdad.
Aborrece lo dogmático,
le enerva el prejuicio. Nunca des nada
por sentado.
1956. Junio.
A Penn Station.
El fin de semana en
Washington. Una docena de emparedados masticados a hurtadillas, alguna bebida
azucarada, agua pura a raudales, la libreta de apuntes.
Durmiendo en casa de…,
en pleno Chinatown (Calle 3 con G).
Nada de esculturas (¡estatuas!) esta vez.
Llovió. Y no llovió.
El fresco de las primeras horas de la mañana, la
calidez del aire a la tarde.
La noche… rara.
Domingo, al mediodía: un rayo de sol cruza en
diagonal el verde césped del parque Archbold en Georgetown, dora fugazmente las
aguas mansas del Potomac un lanzazo de oro, de mitologías, cristales y
diamantes, como el reflejo inesperado de otro tiempo.
El lunes por la mañana de vuelta a Penn Station
en el exprés de Amtrak.
En la National
Gallery:
The White Girl (Symphony
in white, No. 1), de Whistler;
The White Clown, de Kuhn;
Snow Flurries, de Wyeth;
One Year the Milkweed, de Gorky;
Number I, 1950 (Lavender
Mist), de Pollock.
En la Corcoran Gallery of Art:
Tornado,
de Thomas Cole.
En la Phillips
Collection:
Hide and Seek, de Merritt Chase;
Old Reminiscences, de John F. Peto;
Moonlit
Cove, de Pinkham Ryder;
Pozzuoli
Red, de Arthur Dove;
Dark Red Leaves on White, de la O’Keeffe;
After the Imprint, de Tobey
En el National Museum of American Art:
Man with the Cat, de Cecilia Beaux;
The farmer’s Kitchen, de Albright;
Small’s Paradise, de Frankenthaler;
Reservoir, de Rauschenberg.
1952:
“Me cuesta llevarme
adelante.”
La doctora P.:
“Déjese llevar, entonces.
Nada más fácil. Deje que la sorpresa, incluso el tedio, le salgan al paso. No
se haga caso a usted misma. Cometa errores. No se cuelgue a sus propias
espaldas. Escóndase en cualquier armario, como cuando niña, de su identidad.”
1954 (aún en pleno bildungsroman):
Bibliotecas y museos.
¡Qué manera de vivir tan lejos de la realidad!
“Sal de las páginas
del libro.”
(Pero la polilla soy
yo.)
1955:
“Viaje. Conozca gente.
No tema perderse entre los otros, habitar en lo que ignora. Deje de ser una
huésped que ha de volver al recinto sagrado de su intimidad.”
Afuera: lo imperfecto
es lo que estimula la creación. Abigarrados los monstruos y las piedras.
Una podría tener
humor… Pero huye del sarcasmo como de la peste, huye del ingenio, de la sátira…
¡todo ese arte menor!
“¿Y el mal?”, se
pregunta. Sólo puedes reflejar sus máscaras, y ello te autoriza a lo
excéntrico. ¿Cómo dibujar el mal?
Sí, sé cómo funciona
el universo, pero ignoro para qué.
1969:
Erosión: ese es el
destino. Una circunvalación que tampoco es que te lleve al punto de partida:
todo ha cambiado cuando vuelves al encuentro de tus huellas. Nada es lo mismo.
Y tú mucho menos. ¡Cómo llegas a odiar aquel empujón inicial que te devuelve a
empezar de nuevo o a la nada otra vez! Todo había sido una perfomance…
Haz de tu vida una
obra de arte.
Haz con el arte tu
vida.
La vida es una
superposición infinita de lugares en el espacio. La vida es… Sí, sólo ocupas
espacios, huecos invisibles (en un vagón de ferrocarril, en el dormitorio, en
la cola del pan, en la butaca de un teatro, en la calle, en el interior de un
coche, justo debajo de un árbol, cubierto de agua hasta el cuello en el mar,
cualquier mar, en la profundidad del mar, viajando en avión, en cualquier otro
lugar del mundo donde no estés ahora en este preciso momento, en alguna ciudad
austral, en alguna de oriente o del hemisferio occidental…) Millones de años
después de tu muerte, de la muerte de todos los seres humanos, millones de años
antes del nacimiento del primer hombre, lo que nunca cambia es ese lugar preciso, inamovible, único, sujeto
a unas coordenadas inviolables e invioladas inmanentes de la esfera del mundo:
su sitio es perenne, exclusivo e inatacable a pesar de las múltiples variantes
de sus tapaduras: inmóvil, indiferente a todo, cubierto por una montaña, al
aire libre o adherido a la pared de una chabola, atrapado temporalmente en un
tronco o bajo el guijarro de un arroyo de aguas cristalinas: cósmico y eterno
mientras eterna sea la tierra, inmune a los cambios, a los milenios…
Un punto escondido,
suplantado, disfrazado… pero en modo alguno modificado en su esencia invisible
y perpetua. Antes estaba que los monos, los dinosaurios y el paramecio, antes
que las presencias, antes que todos los nombres. El mismo punto siempre al aire
u oculto por lo vivo o lo inanimado. Un lugar que ocupa su sitio inmutable, invariable, inextinguible
a través de las eras de la tierra sin importarle sus catástrofes climáticas y
minerales, la brutal depredación y suciedad de sus habitantes, sus naturales
transformaciones aparenciales o las soledades destructivas y telúricas a lo largo de las épocas de su
evolución. Un punto en el espacio siempre es el mismo punto, indestructible en
el planeta viviente o inerte hasta el fin de la estrella que alienta su
existencia, existente en la sola influencia de la Tierra.
Ella siempre creyó que
la luna estaba demasiado cerca para tomarla en serio.
Tal vez su brillante
palidez en la negrura sideral…
Orbita en torno
imposibles.
Un rosario de imágenes
ha poblado tu cerebro de recuerdos, el olor, el aroma, el perfume, su abstracta
estructura, lo inasible de su etérea permanencia y hasta el sabor de ellos, y
sus ruidos, y su voces, su movimiento y su quietud, su color, su forma vagarosa
e indecible (inaudible)... Eso adensa
tu recuerdo, lo garantiza, le da forma. Resulta que lo que serás ya has sido,
sólo recuerdos, y después de ti serás
por poco tiempo antes de su abandono el testimonio de algunas fotografías y
algunos objetos, unos pocos muebles, la ropa destinada a las llamas, los
documentos… Y quedarán esas obras de arte que aún te avergüenza llamar obras de
arte, porque quizás no lo sean, que nada más que sean las grotescas
proyecciones del ansia tuya de atestiguar tu paso por la vida de los otros, del
deseo que la muerte no sea el final: porque tú, qué cosa más inimaginable, ya
no estás. Pero el arte, salvo su precio,
se disuelve en el polvo como las engañosas murallas de Jericó ante las
trompetas de los justos.
¿Qué eras? ¿Qué eres?
Porque… no vas a ser.
Entonces importan
tales reconocimientos:
He ahí el caminar, el
punto de partida.
(No me dio tiempo a
cambiar. Y todo el mundo cambia al menos un par de veces en su vida.)
Elegí mientras pude.
Yo salvé a Duchamp de la hoguera de todos los inquisidores habidos y por haber.
(Tal vez fui nada más que un epígono feliz.) Yo era más valiente que Van Gogh.
(Jamás me habría suicidado.) Yo fui la hija de Samuel Beckett. (Nunca fracasé,
al menos de manera excelente.) Yo era la hermana pequeña de Picasso. (La que él
más habría amado.) Yo era la liebre que Josef Beuys paseaba entre sus brazos.
(Sin el menor miramiento.) Tuve que creer a Andy Warhol. (Siempre creí en mí.)
Tuve que aferrarme a todo aquello que me distanciaba del sufrimiento ajeno, la
carencia y desamparo de los otros, pues su otredad me resultaba indiferente, y
me atrincheraba moral e intelectualmente en la nadería estética, que era lo que
realmente parecía mi trabajo desde la perspectiva de aquellas miserias humanas.
Yo creía más en Kaprow que en el Renacimiento italiano, profesé antes que el
respeto a cualquiera de los dioses concebidos por la mente del hombre la
religión del objeto y la materia desconocida y amaba a creadores como Oldenburg
y Carl Andre sobre todas las cosas.
Yo nunca vi a Dios (a
cualquiera de ellos) entre mis contemporáneos, ni tampoco los mitos. Yo volaba
inocente entre mis semejantes como los seres navegantes de Chagall, y me
escondía tras las abstracciones de Pollock y las terribles mujeres de De
Kooning, cuando aún llevaba calcetines y la falda larga y tenía edad para andar
vendiendo por ahí chocolatinas de los boy
scouts o coleccionaba postales de bordes ondulados que representaban
cachorros de gato en llamativos colores.
Yo fui la que tuvo que
aprender a hablar de nuevo desde el principio, como si hubiera nacido otra vez
y estuviera ansiosa de dejar de señalar las cosas con el dedo. (Pero creo que
fui mucho más lejos que un simple balbuceo.)
Yo era la que creaba
un lenguaje, su plástica sobre el papel, su tropel de sonidos.
Yo era la que desafiaba
los lugares comunes, las frases hechas.
Era una superviviente
nata. Lo era desde la infancia, desde el exilio definitivo, cuando ya era una
hija más del nuevo mundo al otro lado del mar donde nací lejos de la nebulosa
mortal.
Yo hubiera sobrevivido
a todo… menos a la muerte.
Hubiera sido
invencible porque allá donde posaba la mirada hallaba epifanías. (Yo hubiera
nacido una y mil veces, renacida, pura –o impura, es igual- y victoriosa.)
Yo sabía lo que
llevaba entre manos. Los cálculos estaban hechos desde hacía mucho tiempo, la
forma y la materia, los títulos, los despropósitos, y sus colocaciones.
1936 (1964): Volví a
la casa del padre. Pude sobrevivir a eso. Y algo ocurrió. Atravesé el océano a
la casa madrastra y ya nunca fue lo mismo. Los otros verdes de la otra selva.
Sería veinte gemelas.
Ecce Homo:
apenas hojea algunas
páginas. “Lo leeré más tarde”, se dice. Cuatro días más tarde, abre el libro al
azar. Entresaca algunas citas y las escribe en una hoja de papel… que termina
extraviando. Autobiografía: hacer exactamente todo lo contrario de lo que se
prescribe en ese libro: confundir al lector con la verdad, que sea ésta la que
adquiera las mil formas. En una obra
artística no se habla en primera persona.
Si pudiera curarme a mí misma, ponerme en mis propias manos,
sanarme yo…
Estar a la altura del azar.
¿Será verdad que estar enfermo es una especie de
resentimiento hacia “los otros”?
La religión como higiene mental… sólo mejorar, no creer…
Huye del delirio, puesto que es sabio… El agua, basta.
Entonces… ¿qué hay del “in vino veritas”?
Leer un libro cada seis meses.
Ah, pero no leas demasiado, carecerás de ideas propias… A
los treinta acabarás siendo un tipo “leído hasta la ruina”.
Tuve que ser muchas cosas para convertirme en una sola.
Por ejemplo, canta a
la luz, al sol más poderoso que talla las rocas en lo alto de la montaña, su
pobre cuerpo hecho unos zorros halla su nutricia en lo dionisíaco, pero concibe
su obra fundamental, la fórmula suprema de afirmación, el absoluto elevado más allá del hombre y el
tiempo, enclaustrado en una fonda durante un lóbrego, frío y lluvioso
invierno… Ciertamente, era dueño de la inspiración, sufría como un dios: ¿no se merecía, pues, el mundo en sus manos
como cualquier dios?
¿Y para qué queremos
la obra de los dioses si han de resultar inalcanzables para los humanos?
Respecto a mí:
“Y, ya al final de
todo, desnuda, herida, condenada, ¡aún te
queda el sufrimiento!”
A diferencia del
intelectual o del poeta, un artista puede declarar sin pudor que él y su obra son la misma cosa. Porque, en efecto,
todo lo escrito se aleja de lo humano.
¿Seré yo una de esas mujercitas de las que habla…? ¿Una de
esas cuya única curación es hacerles un hijo?
Nunca lo fui.
Definitivamente, toda
autobiografía es una ocurrencia. En ésta el falsario se manifiesta de un modo tan plausible que su verosimilitud choca a
cada instante con la razón. ¡Hacer de la dieta un carácter!
El arte se justifica a
sí mismo sin necesidad de buscar razones más poderosas que abonen su
existencia: L’art pour l’art. Aunque
esto ya sea un acto posterior… Quizás en los instantes previos su concepción…
sí, tal vez tengas que luchar contra lo razonable…
Pero sólo un momento, unos segundos…
¿Se me ha entendido?
1941.
¡Lo que queda por
delante…!
(Si los viajeros
Apofis y Manhattan, zascandileando por el firmamento a sus anchas y a sus
locas, andan lejos todavía y no caen encima de tu cabeza despeinada, recién
levantado de la cama, legañoso, aún empalmado, desayunándote… Etc.).
Pero a los dioses no
les alcanza la ira (Lucrecio): no nos necesitan a los mortales. Lejos les
quedan nuestras desdichas: nada les importa en su paz eterna y entretenida
nuestros males o nuestras buenas venturas, son ajenos a nuestras pequeñeces:
¡Muere a los 34 años, Señor...! (Silencio.)
¡Señor…! (Silencio.)
¡Muere a la edad que
tú resucitas tan campante!
Todo lo que proviene
de la debilidad, de la modestia y la timidez es malo. Elegid bien la empresa
que acometáis: podéis ser vosotros (artesanos) los que prevalezcáis sobre ella.
¿Un arte de instintos
o de razones?
Sin duda, humano antes
que teológico.
¡Qué terrible:
en 2.000 años ya no
hemos vuelto a crear dioses!
¿Dónde se escondía el
arte?
Sólo evolucionan los
artistas, se ha dicho con razón. ¿Hemos dejado de ser creadores?
Creado el mundo, ¿qué
queda por hacer?
Modificarlo,
mejorarlo, inventarlo de nuevo… Destruirlo:
El arte. Es sabido que
todos los dioses de todas las religiones temen a la ciencia que puede relegar
sus poderes al cuarto de juego de los niños. ¿Abominarán también del arte?
Quienes de él si apostrofan son sus sacerdotes, que preservan a ultranza la pureza de sus orígenes, y entonces, como
de la chistera del mago, se sacan los pecados y los castigos, acaso la
penitencia para lo venial o lo meramente entretenido. El artista, como el
bufón, divierte. Sólo lo de verdad transgresor, blasfemo, destructivo, se torna condenable a sus ojos, lo reconocen
como su peor enemigo. Lo perseguirán con saña hasta acabar con él en la hoguera
inquisitorial.
No ser la artista enferma.
Ser artista… o enferma:
la elección sin paliativos. Ante todo: sé
profesional. Clavada en la cruz o en la barahúnda del arte. Pero muera el
mártir en su martirio en virtud de santidad o por mor de blasfemia. Mártir al
cabo, afán por afán. Creyente o creador.
Pintamos con excrementos,
esculpimos con
excrementos,
creamos con
excrementos:
embadurnados de
excrementos elevamos la silenciosa mirada al cielo vacío.
¿Por qué sonríe la
niña?
Es una fotografía en
blanco y negro, efectuada con cuidado, sin prisas.
Ya es sabido, los niños siempre sonríen a la
cámara: son complacientes… ¿o pretenden engañar con el ardid de la inocencia?
La sonrisa muerta, detenida por siempre y para siempre en la fotografía, es el
deliquio de la bondad, su máxima expresión. Toda sonrisa va directa al corazón
del destinatario, a algún lugarcito en su interior de melocotón.