En ocasiones, para escribir sin gastar poco más que unos
cuartos: vino dulce, la marea de los vagabundos.
Del beat tosco vividor trashumante sin un
centavo al hipster autoexiliado en el
mismo borde del abismo y, dando término a secuencia tan estrafalaria, al beatnik pertrechado de recursos
intelectualoides y pacífica holganza. Bien, ese proceso de larva finalmente ha
conducido a la desafección por los desheredados de la tierra, por lo menos a un
nivel social. Al tomar Hesse conciencia de ella misma, de su propia condición
de artista, todo ha sido neutralizado. Bloqueado. La libertad, entonces, se
halla en el lenguaje literario o artístico, dos armas, francamente, poco
letales ante la contundencia del llamado “enemigo”. Y más si ese lenguaje de la
droga y la lucidez perversa persisten en escribir con una caligrafía enrevesada
nada legible y faltas de ortografía. Sólo durante el 68 y 69 volverá la
revuelta a iluminar como un vendaval de sol la palidez lunar de la conciencia
dormida.
¿Qué hay
de Jay DeFeo? Cuando vuelvas de la nave-nodriza de Kettwig-Am-Ruhr, “The rose”
pesará alrededor de una tonelada. ¿Y tú? Bien. (2010: las dos habéis acabado en
el almacén para gatos del Whitney Museum. Las dos muertas, interesantes
cadáveres naturalmente.)
“Ahora ya
sé mi camino” (Febrero de 1969), dice, y aún no ha reventado Kerouac, que lo
hará siete meses más tarde en el sótano de su casa sentado sobre una caja de
botellas de Johnny Walker. En realidad, se estaba suicidando desde hacía dos
años oculto entre cuatro paredes, ajeno, y acaso con hostil animosidad hacia
todos aquellos falsos clónicos adornados con flores que, llegados de
universidades y falsos paraísos, se reunían en el parque Golden Gate de Frisco, hippies ángeles de escayola y de trapo atiborrados de zen y LSD, para conmemorar el Great Human Be-in, un mandala
psicodélico y multitudinario que condujera a la gran meditación colectiva.
Hijos sofisticados de aquel beat
destrozado y fuera de lugar agarrado a una botella, lejos del anarquismo
intrínseco de tipos como Cassady o del corrosivo desapego de Burroughs,
disfrazaban las buenas intenciones, una revolución de cánticos, acuarelas y
rosas, con los vistosos atuendos característicos de los conversos, todo
apariencias, rompiéndose la cabeza traduciendo media docena de sutras. El
vagabundo, con el cráneo característico del borracho, tallado concienzudamente
por el alcohol, tenía que haber hecho caso al chino sabio, sentado en las
sombras:
-Conviértase
en un monje zen, coja las cosas imprescindibles, vaya a las montañas, escriba
poesía y beba todo lo quiera. Está condenado, se va a morir en unos pocos
meses, así que es preferible que muera de ese modo. A conciencia.
No lo
hizo. Se dejó morir lentamente, inflado y borracho en la terrible domesticidad
de una casa vulgar, mimética de otras mil, en el último octubre purificador:
vomitaba sangre a raudales hasta perder el sentido (Florida, 21-10-1969).
Mala
firma. Y, sin embargo, antes, un ser excepcional (como todos nosotros, pero
éste efectivo además), educado en el camino, tan lejos de las rancias
mediocridades bien vestidas y cebadas del ámbito académico: un tipo capaz de
escribir 36 metros de rollo de papel de teletipo de la United Press, un solo
párrafo a un espacio, sin interrupción, durante días sentado ante la vetusta
máquina de escribir, una Underwood negra con la goma del rodillo dura como una
piedra, a la vez que espantaba a patadas a un perro que se empeñaba en comerse
parte del papel ya mecanografiado y caído en el suelo.
Debería
ser al contrario; mariposa, crisálida, larva, gusano. Uno de los posibles
caminos inversos. A veces, sobran los años. Ciertos karmas. Por así decirlo.
“Ha conseguido la celebridad, y dinero”, dijo.
Y qué…:
Vaga por el sendero óctuple: inerte, el deseo (¿hacia
qué?) ha muerto. Vegetal, se rancia por momentos. Y muere.
Años atrás era de esa clase de tipos que bebe, escribe
sin cesar y vende su sangre para conseguir algún dinero. Una biografía
perfecta. (Pero ha de morir para su revelación posterior.)
Sí, decenas de miles de personas leen su libro, en sus
páginas se admiran del tipo duro con la mochila andrajosa a la espalda,
cruzando a dedo varias veces el país enorme y hostil por la ruta 66 o la
infinita: al final de su vida, cuando vuelve a la carretera y se convierte de
nuevo en autoestopista, ni uno solo de los coches que pasan raudos a su lado se
detiene a recogerlo, ignorando que ese pobre tipo que anda por el arcén con los
pies llenos de ampollas sangrantes es precisamente
el mismo autor de On the road que
envidian leyendo sentados en el sofá y emulan en sus sueños de burgueses
medrosos, a refugio en sus cálidos hogares. A partir de entonces, el
autoestopista abandonó definitivamente la carretera. Et tout le reste est littérature.
El
escrutinio: los materiales, una enumeración fatigosa, cómo busca palabras, sólo
que en lugar de arrancarlas del cerebro le salen al paso: madera, cuerda,
hierro, piedra, polvo, acero, plástico…
En efecto,
Jack no volverá a aparecer por Penn Station maquinando secretas actividades, no
comerá un sándwich de ternera y beberá cerveza muy fría cerca del hotel New
Yorker, no andará bajo la sombra del Empire State, y nunca más verá ponerse
carmesí el sol sobre el horizonte del Hudson, muchacho de las copas, ¿dónde
está el vino?
Cuestiones
del cerebro, visiones que nacen ahí adentro, lejos de lo representativo de un
mundo en dolo creciente, de aterradores disfraces.
¿Crees
realmente que hubiera sido todo igual?
No importa
que antecediera, el orden, el caos.
Tiempo de profetas.
Pues otro había. Había muchos, en efecto.
Este otro, por ejemplo, el guillermo tell aficionado.
¿Qué puedes decirme de él?
Ray calla las complicidades. Se entretiene en irritar:
“Era casi tan alto como Ferlenghetti…”
Un tipo complicado de larga vida. “Semejante a uno de
esos relojes caros que, además de las funciones básicas, añaden “las
complicaciones” (el suizo Calibre 89 sumaba
33), una exhaustiva y retorcida maquinaria capaz hasta de contrarrestar los
efectos de la gravedad terrestre en sus metálicas entrañas.
Lo cierto es que el librero lo conoció bien. Hesse llegó
a verlo una vez. Sabía que iba a acudir a la librería, así que se presentó en
el lugar de forma “casual”. Pero el hombre
invisible, de la maldita estirpe de Baudelaire, un Nerval listo y casi
indestructible agazapado en un alma de Lautréamont que nunca fuese Ducasse,
demoró la cita con Yeats más de dos horas, y cuando apareció, a la diez de la
noche, éste, agachado en la acera, estaba a punto de echar el cierre en
compañía de la artista, huraña e inmóvil, invadida de profunda decepción en la
calle oscura.
Entonces se oyeron unos pasos lentos, como fatigados.
“Era noche cerrada, de principios de diciembre. Apareció
a nuestras espaldas, silencioso y serio y, de pronto, se oscureció todo aún
más.”
Llevaba gafas negras (¡en plena noche!) y se cubría la
cabeza con un sombrero de fieltro. Vestía un traje oscuro que parecía venirle
ancho por todas partes. Era alto,
delgado, extraño y lacónico.
Yeats le presentó como pintora. “Tenía una terrible voz
nasal, como surgida de una lata de conservas vacía.” Yo también pinto algunas
veces, le dijo, mirando más allá de ella, a las esquinas en tinieblas.
“Intercambió unas palabras con Ray en un aparte”. Hesse fue incapaz de proferir
una sola palabra. Los vio cuchichear como cómplices en algún turbio asunto.
Luego, la figura alta y sigilosa se alejó de ellos en busca de alguno de sus
tugurios escondidos en el Nueva York negro. Eso fue todo.
B.: crear los artefactos únicos, plásticos o literarios,
inteligibles o no, necesarios, sin embargo, como para desvelar nuevas
perspectivas de existencia creativa.
¿Qué has querido significar con ese mamotreto, ese
desguace de páginas cada una por su lado?
Un viaje.
Al infierno.
La gran metáfora.
¡Acabáramos!
“Eso”, razona Hesse, “significa huir de un estenolenguaje
comprensible en el que hasta la connotación pierde su eficacia sutil, huir del
estereotipo en suma.”
(¿Lo dijo de ese modo?)
Existen otros lenguajes cuya construcción y morfología
repugna cualquier orden y morfemas asumidos universalmente: eso lo sabía ella
mucho antes de que la realidad la empujara a coleccionar palabras.
¿Hablas del álgebra
de la necesidad? ¿Cuál es, en definitiva, la incógnita aquí? Simplemente,
los factores de la ecuación. Una forma de saber vivir entre problemas. Y no
existe la solución. Esa es exactamente la respuesta.
Seamos sinceros: la importancia de este arte (arts, artis) radica en la habilidad… ¡para engañar!
Artero, artería: fraude.
Artificio, artimaña, artefacto.
(¿Conoce usted un sistema mejor para suministrar
información radiante y precisa, aunque sólo fuese precaria, pero información al
cabo, al cerebro, ahí donde al paso de los años se sedimentan las ideas, las
ocurrencias, las pasadas imágenes, los sueños, las pesadillas, los delirios,
las fantasías, se imagina un lugar mejor donde enviar emociones,
acontecimientos, temores, duelos? Entonces surge incontenible la absoluta
necesidad de materializar lo abstracto, lo invisible, lo inexistente, lo
atesorado a lo largo de los años, de dar forma concreta al revoltijo espectral
que pugna por hacerse real, único, tangible, palpable. Datos, exactamente eso,
un enjambre de experiencias sensoriales y mentales que traducir
tridimensionalmente. El discurso: soy yo.)
¿Qué técnica precisas? Habrás de inventarla. Manéjate en
sucedáneos semánticos de la realidad, como si condujeras el maldito coche del
maldito Cassady a través de sus entrañas, un azogue deformante, confuso o
complaciente, pero espejo al fin.
TECNICA.
Otro mundo se alinea en conjunciones tan mortales como
aquélla, con el aseo correcto, lejos de los cuts
ups facinerosos y del arbitrario fold-in
del hombre invisible salido de las tinieblas William Burroughs: “La mejor
literatura del futuro se hallará en los prospectos farmacéuticos y los informes
científicos de las revistas.” Si lo hubiera previsto habría añadido asimismo
los libros de instrucciones de los aparatos digitales traducidos directamente
del chino por un diabólico software cuya semántica de sierpe allega a unos
idiolectos insospechables.
El hombre del sombrero de ala ancha, oscuro, nos ha
llenado el cesto de ectoplasmas. ¡Menuda revolución de fantasmas!
-Bendito sea -dijo uno de los desahuciados con la
jeringuilla colgando del pecho, antes de caer definitivamente al suelo.
Yeats:
“Ese maldito New Yorker en el que tanto
te deleitas es la biblia de los tipos bien peinaditos a raya tan contenidos…
¡Qué lejos de El Viejo!”
“Tu
inefable y reciclada Partisan Review,
en la primavera del 63, empalideció de miedo y angustia cuando Grove Press
publicó el (sic) Naked Lunch (11-1962),
del que tanto pareces saber.”
Los
tiempos.
-Yo,
antes, era comunista; ahora, soy budista. Entendámonos.
-Por
supuesto.
“Más que
al proletariado”, dijo uno de los conversos en el hediondo apartamento de la 48
con la Segunda Avenida, ”lo que hay que ayudar es a la gente, ¿entiendes? Esa
es la lucha. Eso es lo realmente importante. Los auténticos problemas de la
gente, el día a día y todo eso (sic).
¿Comprendes? He dejado Berkeley y me hecho carpintero, pues este trabajo me
permite meditar, aprendo lo verdaderamente esencial: zen, bengalí, sánscrito,
pastún, hinduismo… Estudio mucho el I
Ching.” Bueno, otros andan estableciendo las diferencias (¡cómo no!) entre
el Hinayana y el Mahayana. Todo esto ocurre en Nueva York, en los pétreos
desfiladeros de la urbe-símbolo, calles grises y oscuras flanqueadas a ambos
lados de altos edificios de apartamentos sórdidos y angostos, sin agua
caliente, sin apenas calefacción, con cucarachas deslizándose por el minúsculo
fregadero, resbalando por los sucios cristales de las ventanas, encima de la
pequeña mesa adosada a la pared de la cocina, debajo de las camas…: excitante Nueva York años cincuenta.
(Y tipos
había con el gaznate bien abierto y la botella de vino barato en la mano que
tiraban para adelante a base de parentrovite (el suplemento ideal, ¡no deje de comprarlo!)
Ella huyó
de todo eso. Era una artista moderna.
Buscaba
otro tipo de salvación.
Yeats:
“Nadie podía salvarla.”
“Me
perturbaba su vigor, su fe en sí misma,
su arrojo”, dijo. Aunque, tal vez, no fuese ese sentimiento de falsa piedad lo
que le embargaba, y lo piense ahora que ha pasado todo. Es probable que en
realidad, debido a su absoluta pereza e inanidad, lo que le hacía sufrir a él
era la actividad constante de ella, sus ganas de seguir adelante costase lo que
costase. Era como una hormiga ciega, siempre yendo hacia delante.”
“Ese pathos hacia todo, pues todo lo
transformaba en objeto artístico, en piezas del engranaje final de la obra que
exponía en la galería... Eso era lo primero que percibías. Luego analizabas.
Ese era el error. Sólo tenías que aceptar, a ciegas, como ella hacía las cosas.
No querer comprenderlo todo, sólo lo necesario.”
La chica
de la fibra de vidrio: vertederos, un alfabeto genial para su uso propio.
Al final,
lo que te interesa de alguien es su acento, sea artista o lo que fuere. ¿Qué es
capaz de reflejar desde el espejo de sí mismo?
Una noche,
de regreso al apartamento bastante irritados (se habían quedado sin entradas
para la obra de teatro primeriza de un tal Manet -¿cómo el pintor?- o Mamet, Lady Variations, en el Village),
estuvieron horas ante el silencio acusador de Yeats (cuya perplejidad no dejaba
de ir en aumento) debatiendo, en ocasiones no sin crispación, los correctos
significados o las posibles definiciones de: metáfora, alegoría, símil,
analogía, símbolo… Terminaron abocados a un positivismo semántico que
ineludiblemente les llevaba a Wittgenstein una y otra vez (estrictamente: un
abuso del lenguaje). Bien entrada la noche: no sabemos lo que es un símbolo,
una clase de signo, su improbable inmanencia al significado de lo que
representa: concepto frente objeto, el símbolo es el significado y no el
significante. ¿Y la cosa…? ¿La cosa de Hesse, sus cosas? “Hablemos de metáforas, del correlato, de las
suplantaciones…” Algo, imagen, objeto, sonido (y, finalmente, el
sentimiento, la sensación) se transforma en otra
cosa, en un sistema lingüístico, y pensamos a través de él, y ejecutamos
nuestras obras por ese nuevo medio hasta ahora desconocido. “¡Esto es demasiado!”, exclama Yeats levantándose del
maltrecho sillón a punto de desvencijarse, con intención inequívoca de largarse
de allí inmediatamente. (Hesse: “Tengo que restaurar ese maldito sillón…
Etcétera. Era de su padre, el hogar perdido, el viejo sillón de papá etcétera.)
La puerta
se ha cerrado de golpe. El librero se ha largado a dormir. Hesse y él continúan
en la porfía dialéctica. Ninguno de los dos se doblega ante los razonamientos
del otro.
“La estoy
haciendo enfadar... a propósito”, se dice. “Se está enardeciendo. La veo
perfectamente capaz de coger uno de los volúmenes que colecciona de la Modern Library y arrojármelo a la
cabeza.”
¿Cómo
relacionarse con la realidad? ¿Cómo suplantar la palabra, la imagen vicaria
para describir el mundo, la emoción o el dolor, el absurdo, la nada, el
silencio? En especial cuando no deseas de ningún modo ser un maldito bhikku, un
desertor vagando entre alcoholes o mano sobre mano beatífico haciendo
absolutamente nada.
1966.
(Anotaciones
de EH:
METAFORA,
OBRA, ARTE.
EXPRESION
CONNOTATIVA,
DENOTATIVA,
WITTGENSTEIN-NO
DECIR. DESARROLLAR.)
Sin ella.
Él: huirá pronto; en cuanto a Yeats… ¡ha asistido a tantos descalabros!
El gran
Yeats defendiendo a capa y espada lo indefendible, a los perdedores, los
inocentes. Mira el new yorker en mi
mano. Me lo arrebata, abre sus páginas: Cheever, pronuncia en voz alta: sólo
era un buen sujeto que quería escribir buenos relatos y acabar el día bebiendo
más copas de ginebra de las necesarias.
Cheever:
un magnífico tipo, el mejor camarada que uno podía haber deseado tener al lado
mientras emborronaba los primeros mil folios de encargos pretenciosos, un
viajero despreocupado y bromista que a punto de poner el pie en Roma se debate
entre seducir a una duquesa guarra o a un mozo de colmado.