miércoles, 27 de febrero de 2019

40


En ocasiones, para escribir sin gastar poco más que unos cuartos: vino dulce, la marea de los vagabundos.
Del beat tosco vividor trashumante sin un centavo al hipster autoexiliado en el mismo borde del abismo y, dando término a secuencia tan estrafalaria, al beatnik pertrechado de recursos intelectualoides y pacífica holganza. Bien, ese proceso de larva finalmente ha conducido a la desafección por los desheredados de la tierra, por lo menos a un nivel social. Al tomar Hesse conciencia de ella misma, de su propia condición de artista, todo ha sido neutralizado. Bloqueado. La libertad, entonces, se halla en el lenguaje literario o artístico, dos armas, francamente, poco letales ante la contundencia del llamado “enemigo”. Y más si ese lenguaje de la droga y la lucidez perversa persisten en escribir con una caligrafía enrevesada nada legible y faltas de ortografía. Sólo durante el 68 y 69 volverá la revuelta a iluminar como un vendaval de sol la palidez lunar de la conciencia dormida.
¿Qué hay de Jay DeFeo? Cuando vuelvas de la nave-nodriza de Kettwig-Am-Ruhr, “The rose” pesará alrededor de una tonelada. ¿Y tú? Bien. (2010: las dos habéis acabado en el almacén para gatos del Whitney Museum. Las dos muertas, interesantes cadáveres naturalmente.)
“Ahora ya sé mi camino” (Febrero de 1969), dice, y aún no ha reventado Kerouac, que lo hará siete meses más tarde en el sótano de su casa sentado sobre una caja de botellas de Johnny Walker. En realidad, se estaba suicidando desde hacía dos años oculto entre cuatro paredes, ajeno, y acaso con hostil animosidad hacia todos aquellos falsos clónicos adornados con flores que, llegados de universidades y falsos paraísos, se reunían en el parque Golden Gate de Frisco, hippies ángeles de escayola y de trapo atiborrados de zen y LSD, para conmemorar el Great Human Be-in, un mandala psicodélico y multitudinario que condujera a la gran meditación colectiva. Hijos sofisticados de aquel beat destrozado y fuera de lugar agarrado a una botella, lejos del anarquismo intrínseco de tipos como Cassady o del corrosivo desapego de Burroughs, disfrazaban las buenas intenciones, una revolución de cánticos, acuarelas y rosas, con los vistosos atuendos característicos de los conversos, todo apariencias, rompiéndose la cabeza traduciendo media docena de sutras. El vagabundo, con el cráneo característico del borracho, tallado concienzudamente por el alcohol, tenía que haber hecho caso al chino sabio, sentado en las sombras:
-Conviértase en un monje zen, coja las cosas imprescindibles, vaya a las montañas, escriba poesía y beba todo lo quiera. Está condenado, se va a morir en unos pocos meses, así que es preferible que muera de ese modo. A conciencia.
No lo hizo. Se dejó morir lentamente, inflado y borracho en la terrible domesticidad de una casa vulgar, mimética de otras mil, en el último octubre purificador: vomitaba sangre a raudales hasta perder el sentido (Florida, 21-10-1969).
Mala firma. Y, sin embargo, antes, un ser excepcional (como todos nosotros, pero éste efectivo además), educado en el camino, tan lejos de las rancias mediocridades bien vestidas y cebadas del ámbito académico: un tipo capaz de escribir 36 metros de rollo de papel de teletipo de la United Press, un solo párrafo a un espacio, sin interrupción, durante días sentado ante la vetusta máquina de escribir, una Underwood negra con la goma del rodillo dura como una piedra, a la vez que espantaba a patadas a un perro que se empeñaba en comerse parte del papel ya mecanografiado y caído en el suelo.
Debería ser al contrario; mariposa, crisálida, larva, gusano. Uno de los posibles caminos inversos. A veces, sobran los años. Ciertos karmas. Por así decirlo.
“Ha conseguido la celebridad, y dinero”, dijo.
Y qué…:
Vaga por el sendero óctuple: inerte, el deseo (¿hacia qué?) ha muerto. Vegetal, se rancia por momentos. Y muere.
Años atrás era de esa clase de tipos que bebe, escribe sin cesar y vende su sangre para conseguir algún dinero. Una biografía perfecta. (Pero ha de morir para su revelación posterior.)
Sí, decenas de miles de personas leen su libro, en sus páginas se admiran del tipo duro con la mochila andrajosa a la espalda, cruzando a dedo varias veces el país enorme y hostil por la ruta 66 o la infinita: al final de su vida, cuando vuelve a la carretera y se convierte de nuevo en autoestopista, ni uno solo de los coches que pasan raudos a su lado se detiene a recogerlo, ignorando que ese pobre tipo que anda por el arcén con los pies llenos de ampollas sangrantes es precisamente el mismo autor de On the road que envidian leyendo sentados en el sofá y emulan en sus sueños de burgueses medrosos, a refugio en sus cálidos hogares. A partir de entonces, el autoestopista abandonó definitivamente la carretera. Et tout le reste est littérature.
El escrutinio: los materiales, una enumeración fatigosa, cómo busca palabras, sólo que en lugar de arrancarlas del cerebro le salen al paso: madera, cuerda, hierro, piedra, polvo, acero, plástico…
En efecto, Jack no volverá a aparecer por Penn Station maquinando secretas actividades, no comerá un sándwich de ternera y beberá cerveza muy fría cerca del hotel New Yorker, no andará bajo la sombra del Empire State, y nunca más verá ponerse carmesí el sol sobre el horizonte del Hudson, muchacho de las copas, ¿dónde está el vino?
Cuestiones del cerebro, visiones que nacen ahí adentro, lejos de lo representativo de un mundo en dolo creciente, de aterradores disfraces.
¿Crees realmente que hubiera sido todo igual?
No importa que antecediera, el orden, el caos.
Tiempo de profetas.
Pues otro había. Había muchos, en efecto.
Este otro, por ejemplo, el guillermo tell aficionado.
¿Qué puedes decirme de él?
Ray calla las complicidades. Se entretiene en irritar: “Era casi tan alto como Ferlenghetti…”
Un tipo complicado de larga vida. “Semejante a uno de esos relojes caros que, además de las funciones básicas, añaden “las complicaciones” (el suizo Calibre 89 sumaba 33), una exhaustiva y retorcida maquinaria capaz hasta de contrarrestar los efectos de la gravedad terrestre en sus metálicas entrañas.
Lo cierto es que el librero lo conoció bien. Hesse llegó a verlo una vez. Sabía que iba a acudir a la librería, así que se presentó en el lugar de forma “casual”. Pero el hombre invisible, de la maldita estirpe de Baudelaire, un Nerval listo y casi indestructible agazapado en un alma de Lautréamont que nunca fuese Ducasse, demoró la cita con Yeats más de dos horas, y cuando apareció, a la diez de la noche, éste, agachado en la acera, estaba a punto de echar el cierre en compañía de la artista, huraña e inmóvil, invadida de profunda decepción en la calle oscura.
Entonces se oyeron unos pasos lentos, como fatigados.
“Era noche cerrada, de principios de diciembre. Apareció a nuestras espaldas, silencioso y serio y, de pronto, se oscureció todo aún más.”
Llevaba gafas negras (¡en plena noche!) y se cubría la cabeza con un sombrero de fieltro. Vestía un traje oscuro que parecía venirle ancho por todas partes. Era alto, delgado, extraño y lacónico.
Yeats le presentó como pintora. “Tenía una terrible voz nasal, como surgida de una lata de conservas vacía.” Yo también pinto algunas veces, le dijo, mirando más allá de ella, a las esquinas en tinieblas. “Intercambió unas palabras con Ray en un aparte”. Hesse fue incapaz de proferir una sola palabra. Los vio cuchichear como cómplices en algún turbio asunto. Luego, la figura alta y sigilosa se alejó de ellos en busca de alguno de sus tugurios escondidos en el Nueva York negro. Eso fue todo.
B.: crear los artefactos únicos, plásticos o literarios, inteligibles o no, necesarios, sin embargo, como para desvelar nuevas perspectivas de existencia creativa.
¿Qué has querido significar con ese mamotreto, ese desguace de páginas cada una por su lado?
Un viaje.
Al infierno.
La gran metáfora.
¡Acabáramos!
“Eso”, razona Hesse, “significa huir de un estenolenguaje comprensible en el que hasta la connotación pierde su eficacia sutil, huir del estereotipo en suma.”
(¿Lo dijo de ese modo?)
Existen otros lenguajes cuya construcción y morfología repugna cualquier orden y morfemas asumidos universalmente: eso lo sabía ella mucho antes de que la realidad la empujara a coleccionar palabras.
¿Hablas del álgebra de la necesidad? ¿Cuál es, en definitiva, la incógnita aquí? Simplemente, los factores de la ecuación. Una forma de saber vivir entre problemas. Y no existe la solución. Esa es exactamente la respuesta.
Seamos sinceros: la importancia de este arte (arts, artis) radica en la habilidad… ¡para engañar!
Artero, artería: fraude.
Artificio, artimaña, artefacto.
(¿Conoce usted un sistema mejor para suministrar información radiante y precisa, aunque sólo fuese precaria, pero información al cabo, al cerebro, ahí donde al paso de los años se sedimentan las ideas, las ocurrencias, las pasadas imágenes, los sueños, las pesadillas, los delirios, las fantasías, se imagina un lugar mejor donde enviar emociones, acontecimientos, temores, duelos? Entonces surge incontenible la absoluta necesidad de materializar lo abstracto, lo invisible, lo inexistente, lo atesorado a lo largo de los años, de dar forma concreta al revoltijo espectral que pugna por hacerse real, único, tangible, palpable. Datos, exactamente eso, un enjambre de experiencias sensoriales y mentales que traducir tridimensionalmente. El discurso: soy yo.)
¿Qué técnica precisas? Habrás de inventarla. Manéjate en sucedáneos semánticos de la realidad, como si condujeras el maldito coche del maldito Cassady a través de sus entrañas, un azogue deformante, confuso o complaciente, pero espejo al fin.
TECNICA.
Otro mundo se alinea en conjunciones tan mortales como aquélla, con el aseo correcto, lejos de los cuts ups facinerosos y del arbitrario fold-in del hombre invisible salido de las tinieblas William Burroughs: “La mejor literatura del futuro se hallará en los prospectos farmacéuticos y los informes científicos de las revistas.” Si lo hubiera previsto habría añadido asimismo los libros de instrucciones de los aparatos digitales traducidos directamente del chino por un diabólico software cuya semántica de sierpe allega a unos idiolectos insospechables.
El hombre del sombrero de ala ancha, oscuro, nos ha llenado el cesto de ectoplasmas. ¡Menuda revolución de fantasmas!
-Bendito sea -dijo uno de los desahuciados con la jeringuilla colgando del pecho, antes de caer definitivamente al suelo.
Yeats: “Ese maldito New Yorker en el que tanto te deleitas es la biblia de los tipos bien peinaditos a raya tan contenidos… ¡Qué lejos de El Viejo!”
“Tu inefable y reciclada Partisan Review, en la primavera del 63, empalideció de miedo y angustia cuando Grove Press publicó el  (sic) Naked Lunch (11-1962), del que tanto pareces saber.”
Los tiempos.
-Yo, antes, era comunista; ahora, soy budista. Entendámonos.
-Por supuesto.
“Más que al proletariado”, dijo uno de los conversos en el hediondo apartamento de la 48 con la Segunda Avenida, ”lo que hay que ayudar es a la gente, ¿entiendes? Esa es la lucha. Eso es lo realmente importante. Los auténticos problemas de la gente, el día a día y todo eso (sic). ¿Comprendes? He dejado Berkeley y me hecho carpintero, pues este trabajo me permite meditar, aprendo lo verdaderamente esencial: zen, bengalí, sánscrito, pastún, hinduismo… Estudio mucho el I Ching.” Bueno, otros andan estableciendo las diferencias (¡cómo no!) entre el Hinayana y el Mahayana. Todo esto ocurre en Nueva York, en los pétreos desfiladeros de la urbe-símbolo, calles grises y oscuras flanqueadas a ambos lados de altos edificios de apartamentos sórdidos y angostos, sin agua caliente, sin apenas calefacción, con cucarachas deslizándose por el minúsculo fregadero, resbalando por los sucios cristales de las ventanas, encima de la pequeña mesa adosada a la pared de la cocina, debajo de las camas…: excitante Nueva York años cincuenta.
(Y tipos había con el gaznate bien abierto y la botella de vino barato en la mano que tiraban para adelante a base de parentrovite (el suplemento ideal, ¡no deje de comprarlo!)
Ella huyó de todo eso. Era una artista moderna.
Buscaba otro tipo de salvación.
Yeats: “Nadie podía salvarla.”
“Me perturbaba su vigor, su fe en sí  misma, su arrojo”, dijo. Aunque, tal vez, no fuese ese sentimiento de falsa piedad lo que le embargaba, y lo piense ahora que ha pasado todo. Es probable que en realidad, debido a su absoluta pereza e inanidad, lo que le hacía sufrir a él era la actividad constante de ella, sus ganas de seguir adelante costase lo que costase. Era como una hormiga ciega, siempre yendo hacia delante.”
“Ese pathos hacia todo, pues todo lo transformaba en objeto artístico, en piezas del engranaje final de la obra que exponía en la galería... Eso era lo primero que percibías. Luego analizabas. Ese era el error. Sólo tenías que aceptar, a ciegas, como ella hacía las cosas. No querer comprenderlo todo, sólo lo necesario.”  
La chica de la fibra de vidrio: vertederos, un alfabeto genial para su uso propio.
Al final, lo que te interesa de alguien es su acento, sea artista o lo que fuere. ¿Qué es capaz de reflejar desde el espejo de sí mismo?
Una noche, de regreso al apartamento bastante irritados (se habían quedado sin entradas para la obra de teatro primeriza de un tal Manet -¿cómo el pintor?- o Mamet, Lady Variations, en el Village), estuvieron horas ante el silencio acusador de Yeats (cuya perplejidad no dejaba de ir en aumento) debatiendo, en ocasiones no sin crispación, los correctos significados o las posibles definiciones de: metáfora, alegoría, símil, analogía, símbolo… Terminaron abocados a un positivismo semántico que ineludiblemente les llevaba a Wittgenstein una y otra vez (estrictamente: un abuso del lenguaje). Bien entrada la noche: no sabemos lo que es un símbolo, una clase de signo, su improbable inmanencia al significado de lo que representa: concepto frente objeto, el símbolo es el significado y no el significante. ¿Y la cosa…? ¿La cosa de Hesse, sus cosas? “Hablemos de metáforas, del correlato, de las suplantaciones…” Algo, imagen, objeto, sonido (y, finalmente, el sentimiento, la sensación) se transforma en otra cosa, en un sistema lingüístico, y pensamos a través de él, y ejecutamos nuestras obras por ese nuevo medio hasta ahora desconocido. “¡Esto es demasiado!”, exclama Yeats levantándose del maltrecho sillón a punto de desvencijarse, con intención inequívoca de largarse de allí inmediatamente. (Hesse: “Tengo que restaurar ese maldito sillón… Etcétera. Era de su padre, el hogar perdido, el viejo sillón de papá etcétera.) 
La puerta se ha cerrado de golpe. El librero se ha largado a dormir. Hesse y él continúan en la porfía dialéctica. Ninguno de los dos se doblega ante los razonamientos del otro.
“La estoy haciendo enfadar... a propósito”, se dice. “Se está enardeciendo. La veo perfectamente capaz de coger uno de los volúmenes que colecciona de la Modern Library y arrojármelo a la cabeza.”
¿Cómo relacionarse con la realidad? ¿Cómo suplantar la palabra, la imagen vicaria para describir el mundo, la emoción o el dolor, el absurdo, la nada, el silencio? En especial cuando no deseas de ningún modo ser un maldito bhikku, un desertor vagando entre alcoholes o mano sobre mano beatífico haciendo absolutamente nada.
1966.
(Anotaciones de EH:
METAFORA, OBRA, ARTE.
EXPRESION CONNOTATIVA,
DENOTATIVA,
WITTGENSTEIN-NO DECIR. DESARROLLAR.)
Sin ella. Él: huirá pronto; en cuanto a Yeats… ¡ha asistido a tantos descalabros!
El gran Yeats defendiendo a capa y espada lo indefendible, a los perdedores, los inocentes. Mira el new yorker en mi mano. Me lo arrebata, abre sus páginas: Cheever, pronuncia en voz alta: sólo era un buen sujeto que quería escribir buenos relatos y acabar el día bebiendo más copas de ginebra de las necesarias.
Cheever: un magnífico tipo, el mejor camarada que uno podía haber deseado tener al lado mientras emborronaba los primeros mil folios de encargos pretenciosos, un viajero despreocupado y bromista que a punto de poner el pie en Roma se debate entre seducir a una duquesa guarra o a un mozo de colmado.

martes, 5 de febrero de 2019

39


TUMOR.
En los últimos estadios de la enfermedad:
trastornos psíquicos y sueño patológico…
He aquí la fantasía, humores a ciegas, la loca de la casa delira. Es la fiebre.  Animales y viajes. A saber.
“Se ha recalentado”, le dijo el tipo oscuro y bajo, sin afeitar, con el cigarrillo entre los labios, limpiándose las manos de grasa y petróleo con el trapo, el mono azul hecho un asco, lleno de costurones. “Estos coches… Muy imperfectos, sabe. Antiguallas. Un modelo fallido.” Un aprendiz con cara de chimpancé y la llave inglesa en la mano sonreía detrás del mecánico, asintiendo con la cabeza. El aire espeso olía a aceite pesado, a hierro sucio, a roña mecánica estratificada, las paredes mugrientas, resbaloso el suelo, la visión del terrible foso y la luz de la bombilla en el extremo del cordón flexible…
La joven mujer calva yacente (sedente a veces) habla. Desea explicarse. A toda hora. Ya no puede hacer otra cosa. Lo peor para un artista: explicarse. Qué desastre: una pintura palabrera.
Como los perros, sueña. Los párpados eléctricos se estremecen de fugaces sacudidas, lamentan las imágenes: ¿qué concepto…? Ay, si los árboles hablaran entre ellos…
El cerebro indisoluble de tu cuerpo, su magia, sus traiciones.
No es el motor, ni todo aquello que recubre el poder y temor  de su nombre: es la velocidad del coche, el movimiento, las imágenes que vuelan, se precipitan, los pensamientos que también vuelan, lo inefable… Y los materiales, por así decirlo, el metal, los plásticos, toda esa cacharrería de molde pintada y formateada, repetida hasta la saciedad, fabricada sin esfuerzo, rutinaria, monótono vaivén de la cadena de montaje (el fluido de la sangre, el hierro de los huesos, la carne y sus colores, el músculo fibroso, los nervios, la ventilación y el hígado depurador, la gasolina del estómago, los faros-ojos, los conductos-vertedero, la membrana-cristal, los sedimentos…)
El camino…
-Doctor…
El doctor (barba puntiaguda de diablillo) toma su mano, le sonríe sin decir palabra (de momento).
-… hay un pájaro en mi frente… azul…
-Cálmese, querida, cálmese –dice el doctor-mecánico con fastidio.
Recuerda los óxidos del hierro, el olor de la herrumbre marina, la chaqueta de cuero del escritor. Luego, en el bar de aspecto cutre bajo la luz blanca, nada fiable la cerveza tibia sin burbujas, seguía sometiéndola al interrogatorio el tipo de ultramar. Se ha presentado como periodista, de Transgresionn. La revista existe; pero él no forma parte de la plantilla de redactores, sólo publica raras veces, y como free lance, aunque le pagan.
-La elección de un material es fortuita, como azarosos son los resultados. En realidad, me importa muy poco la apariencia final de la escultura, si es que puedo llamarla de ese modo. Aunque supongo que sí, apariencia ha de haber, es la coartada, por así decirlo. ¿Por qué no había que hacerlo? Hoy la escultura nada tiene que ver con el pasado…, bueno, un poco, sí. Puedes hacer lo que quieras. De todas formas, todo tiene que ver con el arte del pasado, incluso si una hace lo más opuesto a lo que se ha hecho antes no deja de estar vinculada… ¡a él!
-Son alucinaciones. Podríamos decir que un patinazo, pero un desperfecto a fin de cuentas, querida.
TUMOR.
Con una firmeza inesperada brotan las palabras ahora; incluso se incorpora algo al hablar, como subrayando la afirmación:
-El tiempo obra el arte, lo purifica y le otorga sentido. Así lo descubren las épocas.
El escritor se hace un lío con sus notas de garabatos. Las ha diseminado por la superficie de la mesa, algunas son simplemente pedazos de papel, otras son páginas arrancadas de una libreta rayada; también hay un bloc. “No entiendo nada.” (Alza la vista y descubre el disgusto y la irritación en los ojos de la otra. Rectifica inmediatamente.)
-Hablo de mis apuntes… Me estoy haciendo un pequeño lío.
-Pero lo que se muestra es lo residual, la morralla de aquel pensamiento creador que tanto nos hizo disfrutar en el momento de la creación, durante el proceso intelectual –divaga la enferma, casi delirante.
-¿Qué sucede si la misma precariedad de los materiales provocan el lento deterioro de la obra, hasta su misma desaparición?
-Nada, no pasa nada. Fue una escultura… y luego, ha dejado de serlo. Hay testimonio de ello. El arte es un acto de fe, de misticismo en el fondo, y su práctica es el rito, el verdadero oficio. Queda la apariencia, pero en fin…
-Supongamos que un artista oculta sus verdaderas intenciones… Vamos, que décadas después de su muerte promueve confusión y engaños. La hermenéutica se estrella contra un malentendido y nunca se allega al esclarecimiento absoluto de su propuesta.
-Un artista es un prestidigitador. No hay nada malo en que oculte sus propósitos, si es que los tiene. Qué más da el verdadero sentido de la obra, sólo es un pretexto. Yo, por ejemplo, no albergo intención alguna cuando organizo los materiales, o los manipulo, o los enmascaro. Voy a lo que salga. Como un paseo, ¿entiendes? Lo interesante no es la esquina, es lo que puede aparecer detrás. Y el goce de ese momento único de la creación, algo vedado para el espectador posterior.
(El escritor le ha pedido al doctor el bolígrafo plateado que sobresale del bolsillo superior de la bata. Este deniega con la cabeza y dice):
-Imposible del todo. Es el bolígrafo con el que escribo las sentencias… ¡los informes diagnósticos de los enfermos, quiero decir! Antes me dejaría cortar un brazo-. (Hace una pausa mientras se rasca la barbilla de modo teatral, y luego, no sin asombro, exclama): Oiga, esta joven dice cosas interesantes. ¿De qué trabajaba en la otra vida…? –Una pausa embarazosa-. Vamos, qué hacía antes de llegar al hospital. A eso me refiero. En fin (dirigiéndose a la enferma en el lecho), aún está usted en ésta… vida. (En un aparte, susurrando, con ojos entrecerrados): Por poco tiempo…
-Deshollinaba.
-¡No me diga!
-Pues sí, era La pequeña deshollinadora.
-Bonito oficio. Dickens puro.
-Ya ve.
-¿Ha leído Hard Times? ¿Y qué me dice de Nicholas Nickleby?
-Naturalmente. ¿Qué se ha creído usted? Soy de buena familia. Mi madre nos leía miles de páginas del gran Dickens a mis dos hermanos y a mí antes de dormir, y las admoniciones del  Leviatán, ese manual de supervivencia. Cada uno en su lecho, limpitos y somnolientos, cebados por la abundante cena, bien arropados, con el embozo cerca de la nariz, a la luz de una vela, casi en penumbras, y el viento que ululaba más allá de la ventana, y la lluvia azotando los cristales, y la nieve, y…
-¡Muy bien hecho! Cuánto antes aprendan los niños a defenderse de las dentelladas de ahí afuera… ¡tanto mejor! ¡ah qué tiempos donde imperaba el viejo Hobbes!
- … a la luz de una vela.
-Oiga, parece el título de una canción…
-Pura melodía.
-¡Ah, el viejo Dickens!
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La artista encamada mira al techo. “No me sirve un ardite hacerme la víctima. Lo saben de sobra…”
Pide agua. Le llena un vaso con el agua fresca de la jarra centelleante a esa hora de la mañana temprana, sobre la mesilla de las medicinas. Los ventanales, libres de la cortina, dejan entrar la luz clara y límpida de la primavera majestuosa, azul, neoyorquina. Se incorpora con dificultad. Toma el vaso y bebe un sorbo. Hace una mueca de repugnancia. “Sabe a plástico quemado”, dice, y se deja caer sobre la almohada.
El doctor le había dicho antes de la segunda operación: “Mire, querida, déjese de cuentos. ¿Qué clase de verdad busca? Nos ha salido usted una mística de mucho cuidado. Toda la tosquedad de su obra es un disfraz para esconder su misticismo judío. Complica las cosas innecesariamente. Y no me replique. Sé de sobra de lo que estoy hablando. Soy el doctor Dolor y Muerte. Así que relájese, pequeña artista judía moribunda.”
Un mal día para Raymond Yeats: “¡Ya me cansa tu cantinela sobre el New Yorker! ¡Sólo es un… reflejo mortecino de la auténtica realidad social! ¡Y sólo les falta oler a colonia!” De hecho, este librero hoy malhumorado y puntilloso, llevaba semanas intentando colarle una colección de ejemplares de los años cincuenta de Partisan Review. Eso sí, a un increíble buen precio para él, unos pocos centavos por número. “Mira”, dice, y abre ante sus narices las sobadas y tristes páginas de una de las revistas de años atrás: un artículo de Trilling, una entrevista con Lessing, crónicas de Sontag. “Ahí tienes materia suficiente durante días…” Se da media vuelta y desaparece por la puerta de atrás  de la librería, donde está el lavabo. Él se siente culpable, y abandona por un momento el lado de las revistas y lleva su atención a un rimero de libros viejos pegados a la pared. Ediciones de tapa blanda, como dicen los libreros americanos, paperbacks. Escarba con absoluta codicia. Raymond vuelve del lavabo, le mira ceñudo. Farrell. Lewis. Sinclair. Todo ese tipo de literatura social que, en el fondo, tanto ama Yeats. Son libros muy usados, pequeños, con portadas antiguas, sucias y dobladas en los cantos, de hojas ya enmarronadas por el tiempo, a punto de descabalarse. Treinta centavos el volumen, sea de quien fuere, independientemente de su grosor y sin contemplar ni poco ni mucho su noble antigüedad. Caldwell. Dreisser. Wright. Pensamientos, conjeturas. En todo caso, alardes contra lo insolidario, una rebelión contra la fatalidad, el falso determinismo. Se desliza de sus manos otro libro, Robert Penn Warren. Caen Wolfe, Dos  Passos. Cae Steinbeck. Caen Steffens, Algren, Halper…, la columna de libros viejos que se viene al suelo. Sale de la librería, ante la sonrisa complaciente de Ray, en busca de Hesse, a media tarde. En la bolsa de papel verde: la saga de Lonigan, un libro de James Agee y tres ejemplares del Partisan de los años treinta, uno de ellos con un artículo de Greenberg. ¿Por qué esta tropa de pensadores y escribidores necesita transmitir a los demás el estilo de sus divagaciones? Cambia el mundo, el entorno etc. Fueron muriendo ellos: el mundo seguía en su pertinaz traslación. “Ahí tienes a Wilson”. “Ya veo.”
“En realidad, me gusta leer a los franceses, Sartre, Camus, quizás algún alemán. Tengo mucho de europea.”
“Eres europea.”
“Soy americana... Soy una europea de América.”
No ha leído mucho, se dice él, sabelotodo impune.
“He leído montones de libros, ¿sabes?”, replica ella.
Claro. Simone de Beauvoir, En attendant Godot, Joyce. La Recherche. Quién no. Reúnen todas las monedas sueltas en el cuenco que forma con sus manos de artista obrera. Compran unos emparedados en un puesto callejero, refrescos de cola. Diablos, cualquiera sabe la clase de porquería que se mete uno en el estómago, lo que se pudre ahí adentro entre los jugos y las vísceras, en la oficina del estómago, amigo Sancho. Entran en Central Park por Columbus Circle sin dejar de hincar el diente. Se adentran un poco hasta la extensión del césped, casi cegador por el relumbre del sol. “Hay muchas cosas de que hablar”, asegura, y siempre que lo dice permanece en silencio durante horas, algo que a él le irrita considerablemente. “Entropía”, dice. La palabra suena fatal en este oasis vegetal aunque falso, en esta zona pacífica y verde, de simétricos setos y caminitos de tierra aplastada, con la misteriosa crestería de los rascacielos grises y oscuros de la parte del Hudson sobresaliendo por encima de los árboles recortados sobre un cielo azul purísimo, de fines de invierno. Se hallan sentados sobre el césped, comiendo un salchicha grasienta embutida en un panecillo que sabe a madera, pero una madera limpia, digamos, y que despide cierto aroma a leña quemada, algo muy raro, creo; tal vez sólo sea el bocadillo de él pues Hesse lo come despacio, masticando sin prisas, sin advertir nada extraño a juzgar por su semblante reflexivo. “¿Hablar?” Le mira y asiente con la cabeza, pero permanece en un absoluto silencio. Un golpe de brisa se ha movido de repente, y más allá, sobresaliendo por encima de los setos geométricos, oscilan las copas de los arboles esbeltos, hasta aquí alcanza el susurro del aire entre las hojas verdes y brillantes, y más allá todavía la muralla de los rascacielos de piedra solemne. Ahora comprende: sí que habla. A su manera.
G. Corso. “Me gusta ese tipo”, dice Raymond Theodore Yeats. El poeta del silencio (ni una sola línea como legado –puesto que todo lo quemó-, buen librero, gran lector, oyente cortés y aburrido) habla del poeta delincuente y heroinómano, finalmente académico.
“Somos inmortales.” (Raymond Th. Yeats, arruinado, apareció muerto en The Green Train, donde solía dormir tumbado sobre montones de revistas viejas y de la que apenas salía desde hacía meses, la mañana lluviosa, fría y oscura del 21 de diciembre de 1994; la librería, que había cerrado sus puertas tres años antes, estaba prácticamente vacía de libros y habían cortado el suministro eléctrico y el agua corriente; unos baldes llenos del agua de la fuente cercana facilitaban una mínima higiene. Ginsberg le sobrevivió tres años. Los mismos que el arquero Burroughs. Kerouac emprendió el camino treinta años antes que los tres. Gregory Corso, donjuán y ex-atracador de bancos, poeta, huroneó hasta el 2001, en feliz santidad literaria hacia la eternidad. Ferlinghetti sigue con los ojos abiertos en el siglo XXI –y bien abiertos-).
-Corso… -sacudió la cabeza sonriendo con la vista baja- Un amigo del alma. Un poeta. Un poco menos podrido que los demás porque él era un auténtico hijo de puta por naturaleza. Había intentado atracar un banco (no llegó ni a poner el pie en el marmóreo y brillante vestíbulo). Así que, a la cárcel. Y de allí, lógicamente (sic), a Shelley y Keats, a Proust y Cèline. Impulsos naturales, digámoslo con estilo.
El tipo –continúa Yeats- ama los libros con desesperación, como sólo pueden hacerlo aquellos a los que se les ha puesto en las manos Rojo y negro antes de leer a Julio Verne, antes incluso de leer en los diarios la página de deportes y la cartelera de los cines. A partir de entonces, si logran acabar el maldito libro del maldito Stendhal, ya no tienen salvación.
Corso se dejó ver un millón de veces por la librería de Raymond. Robó todos los libros que el librero quiso que robara haciendo la vista gorda. En cierto modo, lo apadrinó. “El hecho de que le birlara (genética tenaz) la novia a Kerouac”, afirmaba Yeats con media sonrisa, “le agregaba todavía más encanto a su picardía italiana. Además, ¿qué hacía Kerouak con esa vagina medio india y medio mulata entre las manos, él, ambiguo y cobarde, temeroso de ese receptáculo al que siempre temió y definía como un instrumento de tortura? A diferencia de Corso y pocos más, la mayoría de la gente que he conocido se mueve entre supercherías. El gran Jack el Vagabundo era uno de estos”, prosigue Raymond Th. Yeats inclemente, “pensativo y con un oscuro sentimiento de culpa. Aún lo recuerdo el día de la lectura de Howl echado en el suelo, con una jarra de vino matarratas al alcance de la mano. Náufrago entre lo católico y lo búdico, en esta temible encrucijada regaba diariamente su indecisión con litros de Tokay, la bebida de los zarrapastrosos, o Jack Daniel’s (si es que le invitaban), cuando lo único que sabía hacer bien en realidad era escribir. Ese es el único puente al karma en todo inocente periplo, que sepas qué es lo que haces bien, y sólo eso es lo que al final te libra en el último eslabón de la cadena, y te aseguro que lo hay, de acabar con un taparrabos, sin lavarte durante semanas y comiendo un cuenco de arroz hervido con la Biblia budista de Goddard abierta a un lado o leyendo pasmado a cualquier otro santón. No basta la inteligencia para salvarte de las patrañas, la fe la tienes que tener en ti mismo.  ¿Pero qué diablos les ocurre a todos estos jóvenes desocupados tras el misticismo y la iluminación bastarda…?”
Bien, yo te lo diré: apuran el cáliz rebosante de alcohol y drogas baratas o simplemente mortales (benzedrina, heroína, yagé, nembutal, peyote mexicano, morfina, marihuana, anfetaminas,  Seconal, dexedrina, incluso se tragan los algodones empapados de porquería química de los inhaladores: yonquis del alma). Cuando despiertan aterrorizados al cabo de veinte horas creen que se han convertido en un gusano o en el tío de las barbas. (1969.)