Esos buzos
siniestros hollan lo virgen.
Dan
escalofrío.
Mírala
bien, examina su deliberada incongruencia sometida en el desorden: inspira el Zeitgeist de la manada. Se mueven a
golpes de ladrido entre el bosque helado y el cristal de la nieve sobre la
tierra.
Una mano anónima y grande de mujer del grupo intelectual de Hesse me tiene agarrado
por el maldito brazo. Medio borracho me dejo llevar por ella. Acabamos en un
teatro de cinco dólares la entrada, uno de los treinta y siete que se diseminan
por las calles adyacentes de Broadway que, dicho sea de paso, por estas fechas
no tiene a lo largo de sus decenas de kilómetros de avenida ni un solo teatro
en sus putas aceras. Tardé tres minutos en derrumbarme en la butaca
completamente dormido. A media mañana, todavía en la cama, la mujer anónima (que
ya ha soltado mi brazo) me informa de la representación: Futz! Un tipo, un tal O’Hagan, es el autor de la obra: un granjero
se ha enamorado locamente de uno de sus cerdos. No sabe explicarme nada más.
Noviembre
de 1969: Nobel a Beckett
“¿Por qué
te interesa Beckett?”
“Uno habla
y habla… y no deja de hacerlo. Nadie le escucha. O le escuchan y no le
entienden. Pero sigue haciéndolo. Sigue hablando. Necesita hacerlo,
¿comprendes? Es la única forma que tiene de saberse vivo. Y ese absurdo, esa
campana de irrealidad en la que todos estamos inmersos, cada uno encerrado en
la suya, es lo que me atrae de su literatura. La vida es absurda también desde
un plano de vista racional, solamente algo natural y cerril, aunque pretendamos
creer lo contrario.”
“Existe la
comunicación…”, se defiende.
“Básicamente,
se asienta sobre mentiras o autoengaños. Nadie puede comunicarse realmente con
los demás… Tal vez la única forma sería desde una constante invención del
lenguaje, sólo desde la sorpresa continua, un estallido fónico recién
inventado, un idiolecto intrigante siempre inesperado, siempre llamando la
atención.”
-¿No
estamos atados?
-No
entiendo nada.
-Pregunto
si estamos atados.
-¿Atados?
-Atados.
-¿Cómo
atados?
-De pies y
manos.
-Pero, ¿a
quién? ¿Por quién?
-A ese
tipo.
-¿A ese
tipo?
-¿A Godot?
¿Atados a Godot? ¡Qué idea! ¡Nunca en la vida! Todavía… no.
Queda el
estilo. ¿De quién?
“El estilo
es el proceso.”
“El estilo
es el montaje.”
La invita
al cine.
La semilla del diablo.
El
director convierte en uno de sus protagonistas al vetusto edificio Dakota,
frente a Central Park. Poco más de diez años después, a las puertas de ese
viejo caserón neoyorquino, moría asesinado… (etcétera). A ella le ha gustado la
crítica del New Yorker firmada por la
Kael, así que está dispuesta a verla, aunque no siente especial predilección
por el cine comercial. Viene acompañada de un tipo al que no le presenta (¿?).
Una vez sentados, descubre que no queda
una sola butaca libre a su alrededor. Se apagan las luces, el telón rojo se
parte en dos, comienza a deslizarse
despacio a los extremos.
Qué
extraño acento el de Cassavetes, un nasal machacado con trozos de ladrillo y
polvo de arenisca. Hasta en la mirada es un auténtico neoyorquino, los gestos
de Manhattan a toda hora. Un estereotipo.
Al salir
de la sala, el hombre se marcha sin despedirse. El Testigo no hace preguntas, y
ella ha aceptado su invitación de tomar una copa en Minnie’s, cerca de la 72
con Broadway.
A la
artista le gusta la película, aunque prefiere otro tipo de filmes pertenecientes
al exiguo y elitista cine independiente americano. Él inquiere noticias de
ellos, con cierta timidez. Esta chica de vanguardia en minifalda le propina
(todavía él con el pelo de la dehesa) un varapalo que no olvidará. Las
películas de Warhol en toda la frente, para empezar, y las de Frank Perry, Fred
Wiseman y Shirley Clarke como sucesivas pedradas a su ignorancia. Le habla de
un Cassavetes director de los propios filmes que escribe e interpreta. Le habla
de Shadows, la primera versión en 16
mm, que, a su juicio “supera con creces una posterior reedición en 35 mm”. Hace
escasas semanas ha visionado Faces en
unos de los antros del Village, “una locura de 16 horas finalmente reducida a
poco más de 2 en tan sólo cuatro interminables escenas”…
La escucha
embelesado. Sorbe un poco de whisky. Sonríe complaciente. Pero muy pronto
comienza a sentirse mal. Un repentino escalofrío le envara la espalda. Quizás
se haya dejado influir por el terror sutil de las imágenes de Polanski, el
negro pavoroso de la cuna envuelta en telas también negras, su invisible
habitante, su monstruo naciente y todavía inocente ahí adentro, respirando, con
el negro corazón latiendo, o que presienta algo desconocido y terrible, pero en
seguida le invade un temor que no logra dominar, como si algo fatal e
inevitable les acechara de cerca. Es una sensación de inseguridad, de
indefensión absoluta, de que el mal, lo absurdo y perverso de la existencia,
empezara a tomar cuerpo, a cristalizar en algún sitio todavía ignoto y lejano y
se aprestase a viajar hasta allí mismo sin importarle el tiempo que tardara en
hacerlo, hasta esa mesa redonda y pulida, hasta ellos cándidos y desarmados, y
se abatiese sobre sus cabezas a pesar de lo recogido, confortable y seguro del
recoleto local donde se encuentran. Reprime un escalofrío repentino. Apura la
copa y llama la atención de la camarera solicitando otra ronda. También ella
repite la bebida.
Esa noche,
la fiebre no le abandona. Al final, baja ella, Jennie (¡?!), al drugstore
de dos calles más allá del apartamento y compra analgésicos y un antipirético
que él toma con aprensión. Cuando al amanecer puede dormirse, ya no despierta
hasta media tarde. Y no tiene ni una décima de fiebre.
“Dios, te
has pasado el día delirando”.
“¿Y qué
decía?”
“Mascullabas,
más bien. Algo referente a viejas locomotoras de vapor, vagones cargados de
animales, leones en la noche, y sus ojos brillantes por el pálido fuego de la
luna…”
Raras
poesías inconscientes, surreales.
Acólito
fiel, muerta ella, a una semana de regresar a España, fue a uno de los
mugrientos cines del Lower East Side donde tenían en cartel Husbands.
Tal vez,
debido a que la película se articulaba por entero de diálogos, había sido como
hablar con ella.
“Oye,
Hesse…”, delira muy sano.
Una voz le
responde.
Y de camino
a casa intentó contársela. Hesse ya se había instalado en U2, uno de sus
universos de reserva (pues en U1 ya estaba muerta y no había nada que hacer), y
podía oírle con absoluta normalidad, pero fue inútil. Le prestaba atención
pero… prueba a contar un color, una música, un poema. Pero no los describas ni
los desestructures. Hay cosas que (sin peros), sencillamente, es imposible contar, no son
de esa clase de fábulas, como las mejores novelas modernas o… antiguas, que en
realidad son fábricas de palabrería muy especial (intenta contar Ulysses –un tipo, convencido de que su
mujer se la pega, pasea y divaga durante todo un día por las calles de Dublín-
o Don Quijote –de tanto leer relatos
romanceros un hijodalgo del siglo XVII pierde la chaveta, se disfraza de
caballero medieval, se camela a un rústico de escudero y perpetra disparates
sin fin hasta que recobra la razón y se muere- o Hamlet –el hijo de una madre adúltera que ha matado a su padre
maquina un plan para acabar con ella y su amante).
En Nueva York puedes tener todas las vidas que
quieras si tienes dinero para comprarlas.
(The
Destruction of Gotham).
De nuevo
Sol LeWitt, y de nuevo en Paula Cooper, en Prince Street: dibuja en la pared.
¿Por dónde
queda ella?
Lejos de
los tipos de la AWC y de los guerrilleros de la GAAG: su mente no admite
contaminaciones políticas: cada final de mes tiene que pagar el alquiler de
Bowery Street.
La
descubre de lejos, saliendo del estudio. Va escoltada por el tipo que hace
semanas les acompañó al cine sin despegar los labios y, al salir de la sala,
desapareció de improviso sin decir palabra. Los distingue mal en la distancia,
pero comprueba que sostienen una conversación animada. El tipo gesticula de
cuando en cuando, a la manera del teórico.
El
pensante.
El
cineasta.
Utiliza elementos
preexistentes. Un “assemblage”. Relaciona escenas diversas ya filmadas, planos
sacados de aquí y acullá.
Explicaba
el asunto.
Acción:
“Catherine
sonreía, pero su aspecto era el de los días en que preparaba alguna jugarreta.”
Un amor fou cuya frivolidad parecía anticipar la
locura… aunque no la muerte de los amantes.
Sin embargo, hablemos en serio…
No dejo de hacerlo en ningún momento. Truffaut lo es.
[¡Qué diabólica
analogía del destino, Hesse!]
… ¿Qué puedes decirme de Godard?
¿Otra vez?
Uno siempre vuelve a los viejos lugares.
En Vivre sa vie: el aire desolado, el clima
de almacén y la luz encapotada de las imágenes, la amenaza y la ruina,
confluyen ya al final, a la entrada del averno: Infierno&Hijos.
Antes de
los disparos de los macrós:
Siempre mancillada,
prostituida y muerta, el desdén de su hermosa boca y sus inmensos ojos
proclaman la tortura sufrida en el vertiginoso sinsentido por haber comprado
una nueva sintaxis vital, una vida encerrada al final en un marco oval
magníficamente dorado al estilo morisco, abducida de lo real: la existencia la
vacía.
¿Hacía
falta obrar?
La teoría
es el lenguaje del cerebro, su más digno contrincante: aspira al silencio.
¿Qué ganas
con traducirla a otro lenguaje?
El
desconcierto.
Nana que
bosteza su lujuria abogando por el silencio con el filósofo Parain (¿qué sabes
tú de Los tres mosqueteros?),
pensador de cafés y mañanas parisinas entre los ruidos cotidianos (que a muchos
escribidores de bar les sirve como estímulo, indiferentes al pequeño caos de
las voces y el movimiento incesante).
Sólo el
vivir, sentirse ligada a las múltiples y demadejadas imágenes del día, ya le
proporciona a la chica valiente la condición de rata orgásmica: incansable,
todo lo disfruta, lo desea con fuerza, es inagotable. No nace de dentro de ella
el envilecimiento, tan común en los seres que a uno terminan rodeándole,
porque, efectivamente, los culpables son
los otros. Ansía de la vida no lo maravilloso y excepcional: le basta el
solo milagro y la peripecia discreta del encantamiento de saberse viva en los
sucesos diarios, naturales.
Y todo
empieza por pagar el alquiler: 2.000 francos.
La luz de
agua en la mañana gris y gélida, pero tuya, sin dependencias ni raras
devociones de pequeñoburguesa.
Y, ahora,
¿qué hacer?
Pueden los hacedores, los contadores de historias,
simplemente matarte. Aunque el cuento no vaya contigo.
Te siguen
como un travelling a fin de que no
salgas del corsé de lo moral ejemplarizante. Si pecadora, insolente y
libérrima: muerta... con el crucifijo del aseado formalismo sobre el pecho.
Clavado en el pecho.
Escribe con faltas de ortografía, y su expresión adolece
una urgencia y descuido equiparables a su letra casi incomprensible.
No
necesita el racord, ni la goma de
borrar. Y esta chica no repite nunca una disposición objetual: basta el
concepto.
Dijo él:
“También escribir es una plástica.”
Pero ella, Hesse, Catherine, no le entendió.
¿Una
ordenación estética, palpable?
Era como
si él lo explicara todo fuera de cuadro, una voz en off que se manifestara en
una lengua desconocida.
Pero,
¿existen la reglas de un juego aún por inventar?
Hesse
siempre sería inmune (y ella lo sabía)
al análisis con muletas, al recorrido con andadores sobre los escombros y
polímeros de su alma creadora y sacrílega.
Hela aquí,
su retrato en negro y oval.
Me invitan
a acompañarles.
Adelante,
respira…
(La
química del arte.)
Entramos
en el Allied Chemical Tower: otro happening.
Dos
figuras oscuras danzan en torno el fuego. Pero ese sofisticado primitivismo
lejos quedaba de una asunción a los mundos remotos del alma cuando era sólo una
multitud.
1969: se
acaba.
“La Era de
Acuario está a punto de comenzar”, dijo ella, y los ojos le resplandecían,
todavía con esperanza.
Quién iba
a saber…, se decía él con los ojos apagados.
Podrías
cambiar los irlandeses de Queens por los judíos de Brooklyn, se dice.
A los tres
días amanece en una pensión bastante limpia en las inmediaciones de la avenida
Manhattan, una calle tranquila de edificios bajos de colores grises y ocres. Se
cansa pronto. No parece que esté en Nueva York, y él necesita sentir
precisamente que está allí.
Al mes
exacto cruza de nuevo el puente y duerme en el estudio que tiene en Greenwich
un artista español especializado en tallar con absoluto esmero pequeñas
esculturas pornográficas de marfil y ébano. El resto de día, del alba hasta la
noche, que es todo, anda de un lado para otro aturdido por el cansancio
A los dos
meses se hospeda en el apartamento de otro amigo español, en Beekman Place, un
periodista que plagia las crónicas y los reportajes que escriben sus colegas
extranjeros y los envía sin inmutarse lo más mínimo a la publicación que se los
paga. Los niños del apartamento contiguo no le dejan concentrarse. Se irrita
con frecuencia. Una mujer de unos cuarenta años, neurótica y de gesto amenazador,
que babea y viste como una pin-up de
los años cincuenta, escupe a su paso siempre que se cruzan en la escalera. Al
cabo de unas semanas huye del lugar: “En vez de entretenerme en lo pintoresco,
me aniquilo en lo infernal.”
Vuelve a
Queens. Pero allí sólo duerme o simula que trabaja aporreando unas pobres
teclas blancas. Pasa el día en Manhattan, visitando librerías de segunda mano y
leyendo los periódicos de la mañana en cafeterías desiertas y bien iluminadas
por la luz exterior limpia y matinal.
¿Lee?
¿Cafetería? ¿Periódico?
No sabe
qué le pasa. Ni lo que sucede en el mundo. Y eso que está al tanto.