viernes, 31 de diciembre de 2010

Una academia (23)

Otro día (antes de ahora, o después) le preguntó ella acerca de Van Gogh, ese amigo suyo, o lo que sea, de la ciudad de Abajo. Un amanecer (lejano), Brell le había facilitado ilustraciones de sus obras (todas las de Arlés, algunas de Auvers-sur, el dibujo feo y genial de cuando estuvo, desorientado y sin dinero, en Brabante...). Las cosas de ese artista parecían repugnar a la novicia. Exaltaba el mundo, pero con absoluta sencillez, lo desnudaba bajo el sol, un arte inexplicable... La turbaron el profundo sentimiento que adivinaba detrás de los colores y la violencia de la expresión. No le gustaban esos cuadros desmañados. Parece que grita al pintar, dijo. Es un artista furioso, nada imaginativo. En su obra todo es pobre, parece de verdad.
Brell disimulaba su indignación.
"Gritaba. De eso se trata. La gente a su alrededor andaba sorda de entendederas. Ese artista no tenía ninguna buena razón para estar imaginando algo que superara el propio paisaje..." Se calla. "Lo verdadero nunca es pobre", se dice por lo bajo.
Silvia Jara dice que tiene que irse. Esos discursos febriles de Brell la confundían.
"¿Has entendido lo que he dicho?", preguntaba él encorajinado "Si no hay río, no se pinta. Y ya está."
Oía Brell el cuerpo de ella, que rozaba los tallos y ramas al levantarse del suelo y abandonar el lugar, y permanecía muy quieto hasta que todo quedaba sumido en el silencio. "No verla, no verla nunca", se decía puesto en pie, mirando la noche profunda por donde ella había desaparecido.
Tosca y de malos colores esa pintura de Silvia Jara, y encima se afea de añadiduras improbables, de colofones y chafarrinones de telón. La hará dolerse de esas puerilidades.
En realidad, Brell nunca supo demasiado bien cuando empezó a pintar Silvia Jara. Probablemente lo haría desde muy niña, cuando cualquier cosa, planta o animal le pasaba de altura. Al correr del tiempo el dibujo ya era de trazas adecuadas, los colores casi obscenos de tan atrevidos. En lo alto de la sierra se imagina la pastora que pinta y pinta más lo que imagina que lo que ve.
Pronto advirtió eso el latoso maestro: "Pinta lo que veas. No lo imagines."
A veces parecía enfurecido al no hacerse comprender [comprender lo sencillo...].
Ella lo ignoraba, y harta ya de las reconvenciones en las que aquél se obstinaba, dejó de mostrarle pinturas o dibujos. Tuvieron sus más y sus menos. Así, unas semanas.
"Está bien", pensaba Brell, "tengo todo el tiempo del mundo." (Y contumaz bajaba y subía la montaña como un trabajo cualquiera, empecinadamente. Todos los días.)

jueves, 30 de diciembre de 2010

Una academia (22)

¿Está equivocado?: sin arte, más allá de la naturaleza, todo es falso. No sirve de nada. El arte debería ser la complicación, una duda manifiesta, la prueba de una emoción. Del terror a la nada. ¿Entonces...?
"Hay falta de una técnica básica", se dice sin engañarse. [Olvidarla después, o destruirla... (Beetho.)]
El sencillo fundamento (un desnudo, el cavador, la vieja, el loco, el ciprés, las estrellas, la última fiesta -14.07.90-) que sostiene la idea se resiente de la tosquedad de la línea gruesa del trazo, cuya intensidad trata de fortalecer la endeblez del dibujo. Ampara la forma mediante la cárcel del grafito. Rellena luego con claroscuro. El auxilio grosero fuerza la imagen, la define con ardides.
¿Y si...?
A Brell se le antoja una empresa llevadera, hasta ingeniosa. Comenzaría a corregir los cuadros de Silvia Jara, incluso a inventárselos (!?).
Se propuso asimilar un arte genial al pasatiempo de aquélla. Sería como una burla a la admiración universal y mojigata, y en numerosos casos fraudulenta, que de modo tan fácil se rinde ante las claves de una obra de la que nunca entiende verdaderamente su carácter genial. ¡Qué réditos devengan a veces algunos muertos y sus pinturas! Quería apropiarse de una inspiración majestuosa y simple, única y blasfema, solitaria, agreste... ¿a través de esa hembra tonta y seguramente presuntuosa? Un museo de aire y de luz que no vería nadie salvo él. En la soledad de la sierra y lejos del justiprecio crítico y avisado, a salvo del tráfico artero de los talentos indefensos.
Más modesto él en la glosa:
"Un cuadro no vale más allá de aquella jornada de sol o de coraje o de fe que entretuvo su ejecución: el agua fresca, el vino, la sal, la carne y la fruta, el andar y luego la casa en reposo, encender una pipa, una copa de anís, la paz de la luna y el sueño. Un cuadro nunca vale más allá del beneficio del día de hoy y a veces el del día de mañana. El plato de sopa, el pan y la miel, el aceite puro de oliva, el olor de la albahaca y el laurel, la ropa limpia y holgada, el corazón tranquilo, un jarrón con flores y la plena conciencia de crear cada día, a cada paso, en todo momento. Un cuadro no vale más que el espíritu de un hombre, y no vale ni mucho menos lo que un solo día, un solo minuto, de la vida de un hombre..."
"Ya que inventas", le dice un día a Silvia Jara con una doblez que le distrae íntimamente", inventa los colores y deja las cosas como están. Si no hay río, no hay río."
Está el río, responde ella.
A él le gustaría verle el rostro de mentirosa, pero no puede, ni podría tampoco. Silvia Jara está enredada en la ya casi completa oscuridad, entre zarzas y matas de romero y arbustos de aladierno y torvisco. Su voz de fluido desparpajo le embarga de inquietud pero también de rebelión, de un júbilo inocente ante los días buenos o nada más que distintos pero excitantes que se dibujan como una promesa en el futuro. Antes de que él replique, insiste ella. Dice que está el río, que puede verlo muy bien, lo ve que desciende entre curvas, al pie de los pinos antiguos, desde siglos pule esas piedras blancas tan grandes, salta las rocas, fluye y se pierde hacia el Sur.
"¡Pero no hay río!", exclama él con impaciencia. "Ese manchón brota de la tontería. Yo veo una magnífica tierra roja, y las formas negras y verdes de los matorrales y los pimpollos, y todos esos troncos de pinos y carrascas, de nogales y olivos, y las piedras, la roca. ¿Y no ves el aire, ese hilo exquisito que teje todo lo que ves, la planta, la tierra y el agua?"
Silvia Jara, desde atrás de él, no profiere palabra. Guarda silencio como un animal orgulloso y tenaz, inmóvil en su madriguera, paciente y como de la tierra. ¡Le va a decir éste lo que ella ve!

domingo, 26 de diciembre de 2010

Una academia (21)

Eran los días, uno a uno, el escenario de la trama: un fondo vertiginoso que le sumía en imágenes tan fugaces como las lenguas amarillas del fuego de los leños movidas por un aire repentino, dibujadas en silueta sobre las baldosas pulidas y rojas del hogar. El tiempo corría adelante y atrás, era el de antes y era el que sería después. Todo lo que era está siendo. Será lo que es ahora. No se sentía personaje: va y viene de trazos, y de las mañas que le sirven para renunciar a todo. Los días eran el lugar donde él y el tiempo dibujaban el sentido primero y la solución después del laberinto indescifrable para otros, para todos los otros. Ya sólo quería vivir, y ser un poco feliz, eso que nadie, al cabo, entiende.
[Y pierde... por tan poca cosa.] Durante la luz de la mañana y la tarde él era la acción; ahora, en la noche cálida del fuego, se piensa, o piensa lo de después. Imagina que desde el acto incomprensible de su nacimiento ha configurado mediante la excursión trágica o risible de sus movimientos y de sus vacíos blancos en el vasto telón de los días un dibujo, una maraña de líneas cuya disposición carece de modelo natural, a nada recuerda, algo es pero no es nada reconocible. Se tiene así: sólo líneas, y un desierto por dentro. Piensa a ratos. No hace nada. Se habla en voz baja. "Vine con la lluvia", se dice mirando el fuego, como si fuera el mar, un mar sin agua. En la lluvia fina desaparecerá entre verdes, grises, ocres, sienas. Está en un espacio extraño. Silencioso como el recuerdo: nadie oye las palabras del recuerdo. ¿Lo habrá inventado todo? ¿Un sueño? ¿Sale del fuego? ¿Es de agua, o de aire? También el futuro es un sueño.
Ahora ya cavila mucho porque aguarda felicidades.
Recuerda que maduraban los frutos en el árbol del verano. Brell iba y venía a la montaña. A cada momento el sonido del agua en el regajo, el sol, la tierra ancha, el aire silbando entre troncos de olivos añosos o pinos desgalichados. Iba y venía de ella. Eso no podía durar toda la vida.
Quiso encauzar lo que no asimilaba en aquel arte fácil. Silvia Jara lo dejó hacer: el proceso no le interesaba nada. Las cosas se hacen. Salen así, dice sencillamente.
Brell: "No veo veredas en ese valle, ni río, nada; sólo coscojas, piedras, pinos, una encina, la adelfa, lavanda y orégano, la sabina."
Son adornos, contesta muy segura ella. Debe pensar que de esa forma complementa una visión distinta, harta de la constancia diaria de lo real y su fatigosa cotidianidad. Si inventa, aleja la realidad del cuadro y lo cree más verdadero.
El no consentía réplicas, quizás porque ya está decidido a todo. (Ella le dejaba algunas obras sobre el suelo, por muy poco no hundidas en la alta hierba.) El, serio, observaba muy despacio los cuadros de pequeño tamaño, algunos casi formando cuadrados absurdos, u oblongos, de raras medidas. "La pintura", decía con voz cansada, "ya es adorno, es una falsa luz, un hechizo malo. Basta con eso. No le pongas más cosas. Deja de fantasear. Es tu mirada lo que cuenta. No hay nada que inventar..., [como no sea tu propia alma]."
Una y otra vez con esa suerte de monserga. Ella detrás, él delante. Un diálogo de trampas, como el arte o la palabra que son quimeras, se esfuma la una en el aire y el otro en la ilusión, y los días, que son mágica celada: imagen falsa, sonido hueco. El crepúsculo y la noche pronta. No la halagaba, nada de eso. Estaba, censuraba, se iba dejando atrás reniegos, mascullaba imprecaciones: turiferario... ¡de nadie! Si acaso... buen demiurgo ("Si pudiera transformarla...", se pregunta).
[¿En qué...?]

martes, 21 de diciembre de 2010

Una academia (20)

Ella le dejaba a su aire. El la creaba y descreaba cada momento, aunque sin premoniciones. Hoy era así, mañana asá. Pero la voz ya concibe una identidad no controvertida, ella es incontestable, nada puede anularla a medida que el tiempo y las palabras la concretan en una cosa sabia y natural del monte y el paisaje, como lo son el agua y las nubes, las plantas y el árbol. Ningún accidente la modifica, la hace de nuevo. Será como es ella, no como juegue a imaginársela él con premeditación.
Puede la mirada variar la imagen y el color de la naturaleza, pero no la mudará en sus líneas fundamentales, en la dureza tremenda de sus contornos de vida tenaz y mineral, hechura telúrica siempre sobreviviente antes y después del hombre. Perdurable hasta el final, pero hasta el final de todo.
Ahora que Brell ha sustituido el sol por el fuego puede entregarse al puro pensamiento, divagar a lo loco. No cesa su devoción por rondarla a ella mediante ocurrencias luminosas. Está bien dispuesto, y anticipa momentos deliciosos. Pero todavía la tiene a medio hacer, como se fragua moroso el recuerdo en la vigilia, prisionera en una fosca de líneas que son también los perfiles de la tierra.
Todos los viejos junto a él se han dormido. Se elevan las llamas, se oyen las quejumbres de los rescoldos, como el arroyo que corre a los pies y tropieza con guijos y ramas muertas. Ojalá la muerte del todo fuese el sonido de paz del agua, el crepitar del fuego, el aire entre las hojas, la nada suspendida entre el claror del cielo y la tierra.
Le sobreviene el reposo y no el horror frente al fuego, huyendo del terrible ruido de monstruo del sol. Crea recuerdos. De ellos, vivirá más adelante.
T.B.: "Fue taimado a pesar de todo."
Ocioso, o solo, pues los viejos están dormidos, o muertos, Brell vaticina desde el pasado verano (ahora en un otoño de aires de púrpura y ponientes rojos) la vida nueva.
Había sido aquél un verano dorado de suaves inquisiciones. Les rodeaba la plenitud, o le rodeaba a él, puesto que Silvia Jara era como de la tierra y sus colores, y las estaciones y los trabajos y los afanes y las esperas formaban parte de un ritmo misterioso e inexplicable pero a la vez tan sencillo y lógico como el aire o el agua, que no tienen leyes de hombres.
Las ideas fundamentales de Brell claudicaban ante la manera sencilla de la descripción del mundo de Silvia Jara.
Este [B., Brell, aquél... lo que sea] sólo urdía ya estratagemas para ocultar su inmensa turbación, la perdición de tantos años atrás. Ahora quiere salvarse. Está ella, y el lugar, falta él... Eran los días del verano, y los sonidos, como una conjura de fiestas y mitos, irrumpían en el monte transformado en un país feliz, era una existencia de tierra, de agua y de sol... El presente invencible.
Ha cambiado el sol por el fuego. Ha empequeñecido el universo: crece él, tan ínfimo y anónimo finalmente. La gloria ya sólo es una piel olorosa y tibia y una boca de agua, la calma de los días, el trabajo sencillo. Su catarsis ni es capaz de mover una pulgada de la más frágil hoja de árbol, pero a él le basta. Quiere una Silvia real, no grandiosa ni esencial para el mundo.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Una academia (19)

"Pintaba lo mismo que tú", le dice, "árboles, campos, el cielo, el monte, las plantas, el sol, flores. No inventaba nada de lo que veía. Las cosas y los objetos que llevaba a las telas vivían más allá de la imagen que representaban pues un color desusado iluminaba las formas y las líneas con una osadía que nadie había intentado antes. Sus colores eran simples, como su mirada y su vida, pero eran nuevos y ya nunca fue igual..."
Calla para sí: era un arte violento porque él buscaba el sosiego. Propiciaba demasiado la inmolación...
¿Podría ella, sobre todo ella, librarse de la leyenda y la emoción algo fantaseada y espuria del culto. ¿Sabía algo ella de las falsas piedades...? No, que pronto borre de su memoria el nombre y las cosas y los asuntos de ese pobre artista tan raro.
No preguntaría: ¿Dónde conociste a ese hombre? Se puede vivir sin saber eso. ¡Qué le importa a ella!
¿Realmente Brell lo había conocido? Mantenía un silencio absoluto, mientras la otra, sin rostro, oculta, esperaba una respuesta imposible. [B. lo conoció mejor que otros, mucho mejor: en la ciudad de Abajo, entre cosas inservibles y malos oficios. Y lo conoció como todos, maltratando su propia conciencia y la memoria de aquel infeliz desposeído.] De haberlo escuchado T.B. habría aducido razones muy de tener en cuenta (si el retiro no es inminente e inapelable para siempre): "Se embauca a sí mismo rastreando coartadas, aquellas que más le sirven de acomodo. ¡Qué asco de justificaciones!"
¿Quién sabe a cada cuál en la huida, en la paz consigo mismo?
Pasaban los días. Como ella permanecía secreta a su vista, él la veía cada vez más clara, más libre de marañas.
"No te miraré nunca. ¿Para qué verte?"
La sentía cerca, inmersa en el olor de la noche próxima, en los arbustos, en el aire, en los árboles, como crecida del matorral fragante. Inalcanzable a tan sólo unos metros. Oía sus ruidos leves. A veces, hasta oía su respiración vegetal y verde.
Nunca logró saber, ni entonces ni mucho después, quién de los dos era el animal agazapado, quién disponía las sutilezas y argucias de la mecánica laboriosa del cazador oculto.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Una academia (18)

Absorto en el fuego, en las secuencias entrevistas de una historia que está haciéndose de retazos veleidosos, no por ello menos ciertos, destino que erige de entre las llamas, como si una voz susurrante, lejana y primitiva le salmodiase al oído los actos, los cuadros y las escenas de una vida quieta lejos de la desesperación y la impotencia: le invita a la huida, a una sencillez.
Piensa que ya prefiere lo mudable, se quiere así. Lo que nunca se atrevió a hacer en su vida anterior de raros conformismos y groseras renuncias. Ya va matando el que era. Incluso crea...
Un día, cuando ya se hablaban y ella podía verle bien y él nada a ella, le dijo a Silvia Jara que pintase el paisaje real, que no lo imaginara:
"Pinta lo que ven tus ojos. Es suficiente con eso."
Sólo tenía que mirar en derredor, todo estaba allí: "... Es buena la luz que desciende del cielo en la mañana o antes del anochecer, o al filo del mediodía."
Negaba ella esa poquedad. No quiere el cuadro del paisaje: rebusca en su naturaleza. Pinta su cuadro, pinta sus ojos.
"¿Aburrido lo que ves? Está todo ahí, sin más", se indignaba Brell.
Pero eso estaba ahí todos los días. Ella lo sabe de sobra. Viene viéndolo desde que nació, o antes. Nunca cambia. Necesita verlo de otro modo.
Brell no admitía la réplica, pensaba que la invención no formaba parte de la verdad de la tierra: invéntate tú, deja en paz a la piedra azul o verde, o blanca. El registro inspirado de la naturaleza, toda la exuberante yuxtaposición de signos y señales no puede sino promover la más genuina de las expresiones en un artista, abona una técnica del alma, todo parece ir más allá del uso hábil de la mezcla de colores, del trazo artesano del dibujo o el manejo del pincel de pelo fino o grueso, del memo lapicero fantaseando, empañando la realidad de burlas.
Donde él veía una cadena de montañas bajo el cielo de acero o de tinta azul, o amarilla de fuego, ella anotaba una tormenta negra, una impresión ocasional y falsa que fingía ver cuando pintaba, o delineaba sin venir a cuento unas rayas de armonioso equilibrio (un sembrado inexsistente), unas líneas verdes escoltadas por un azul quieto arriba y unos trazos marrones ondulados abajo del lienzo. Era la de ella una estética de estímulos artificiosos, imposible de contrastar fielmente. El cuadro desmentía a rajatabla el momento de la ejecución: la tormenta había sido pintada un día plácido de sol; el árbol encumbrado y solitario en la colina no existía, y el girasol encendido bajo el cielo verde y blanco era una figuración que había pintado en el pequeño cuartucho de la masía abierta a la naturaleza a través de los sencillos ventanucos, o cuando estaba sentada a la puerta de los establos mientras una fina llovizna interminable de tarde de invierno empapaba la tierra y la hierba.
No obstante, era cierta la imagen, no engañaba su apariencia, le añadía la alegría o la pena de su espíritu solitario. El resultado final era una decoración a deshoras que sólo confundía la oportunidad de su circunstancia pero no su propiedad. Pudo haber habido ayer una tormenta: la pinta hoy, lo exige su ánimo de ahora. Al crepúsculo enmudece la luz del girasol, se encoge hacia la tierra, se humilla su color: ella lo pinta antes de la medianoche porque así se le ocurre, o porque es ahora cuando lo recuerda de fuego.
No recrea el paisaje: lo disfraza de ella misma. Siente que su mirada apropia mejor la realidad.
Brell ya lo ha comprendido, y le desconcierta que la pintura no sea en ella una afición inocente, un mero deseo de imaginar una imagen en el papel o en el lienzo mediante una técnica chapucera. Ella se deslinda de ese pasatiempo y convoca ante la visión dispar del panorama bajo la crudísima luz al mismo arte. Tiene gracia su dibujo, y el color es verdadero cuanto más rudo. Esta pintamonas ha desembarazado de buenas a primeras su estilo de la práctica habilidosa, tímida e inútil, pues eso le estorba, le coarta la imaginación, la deja desposeída y la convierte en una aplicada copista. Por encima de todo, inventa, pero... ¡demasiado! [Que deje de hacer eso..., decide B. Cuanto mejor mire las cosas normales, verdades más raras ha de encontrar.] Intenta descubrir la malicia o la duda, alguna falsedad en ella. La desafía a propósito. Habla de un pintor que conoció:
"El pino se agarra a la tierra roja de rodeno, y las encinas de cortezas grises y negras estampan el ramaje verdinegro contra el cielo azul; el campo en barbecho es de un color... baldío, motas de negro y rosa salpican la zarza, y allá el rosado del brezo salvaje y extendido, el maíz es un revuelto de verde, el sol amarillo, el río plateado. Se puede pintar el aire de cristal, o el olor del bosque luminoso de claros y sombras, o el de la mata florida de blanco, o el del peñasco ceniciento azotado en la altura por el viento cárdeno, la brisa de la colina violeta."
Casi lo ha declamado.
"Hace muchos años", refiere a continuación, hablando para sí, seduciéndola a ella adrede con el recitar de un habla obsceno y calculado, "vivía un hombre que era pintor. Había nacido en una región de brumas y cielos muy oscuros. Eso le apagaba el alma. Rezaba a dioses sordos y terribles. Se enajenaba fácilmente, incurría en desatinos, pero él creía que de ese modo fortalecía su fe cuando en realidad tan sólo ocultaba una pesarosa desconfianza y una negación continua a cualquier dios. Predicaba; se entregó a los más humildes de la tierra. Antes había intentado la falacia del comercio. No lo consiguió. Tras unos años de engaño y privaciones renunció a entender almas, sobre todo la suya. Ni eso pudo lograr. Se había quedado sin nada.
Durante algunos años leyó libros, anduvo indagando entre silencios y hombres. Viajó mucho sin sentirse de ninguna parte. No sabía valerse del amor, era marrullero y enredoso en ese arte, malograba un querer antes de alentarlo. Pobre y sin recursos, se alejó de su familia y se dedicó a la pintura. Nunca ganó nada. Era pobre antes y después de pintar. Comía mal mirando al sol, sufría el relente de noches, y alucinaba dando paseos tristísimos. Bebía mucho alcohol aderezado de endrina o anís o absenta o un brebaje de licor desconocido, y no pensaba cosas buenas. Sobre él se cernía la mala nueva del cuervo. Un día se mató. Había pintado centenares de cuadros. Al paso del tiempo sus pinturas costaban tanto dinero que ningún hombre o mujer podía comprarlas. Sólo eran capaces de hacerlo los estados y las grandes entidades financieras y las compañías mercantiles que especulan mediante valores de cambio y falsos prestigios. El pintor había sido un hombre complicado, bordeando impasible o frenético los lindes de la locura, pero era de una gran sencillez en su vida. No hubiera entendido todo lo que sucedió después de su muerte, que nada tiene que ver con el arte ni con él."

sábado, 11 de diciembre de 2010

Una academia (17)

Un día, Brell subió manzanas allá arriba. Frescas y jugosas, rojas y brillantes, recién compradas en la plaza del pueblo. A media tarde, entre la largura de las sombras, ascendió la senda con cierta emoción. Al llegar a lo alto el sol enorme y mustio aún se veía por encima de los picos de Peña Blanca y Alto Azul. Se sentó sobre la hierba. Tuvo que esperar, y se entretuvo imaginando. ¡Qué paciente era entonces!
De día... ¡Este búho invisible!
No tarda en oír el rebaño que se aproxima. Deja pasar unos minutos. Murmura unas palabras, y su voz se le antoja extraña en el silencio, precaria, sin vigor, nada hermosa, chocante del todo, una fantochada entre lo natural. Dice que... [Cualquier cosa... Eso mismo, manzanas.] Abre el morral.
"¿Quieres una?", pregunta con miedo, sin creer todavía en nada.
Casi sin darse cuenta de lo que hace, alarga un brazo hacia atrás con una manzana roja en la mano, sin mover el torso, manteniendo la cabeza rígida, sin girarla, con la vista hacia delante.
Con voz más firme, aunque trémula, asegura que no volverá la cabeza. Ni va a mirarla, este Adán trastocado…
Siente como otra mano invisible (como de aire, o de agua, o de sol, o de tierra, o no mano) coge la manzana, muy suavemente pero con decisión, y, entonces, sí, oye unos pasos alejándose hacia la espesura de los matorrales: oyó una cosa nueva en el monte.
(Tiene ella la boca llena de manzana, y Brell la entiende a duras penas. A él se le hace la boca agua.)
Ese día dejan que la noche se abalance sobre ellos: se posa el aire azul y negro en la tierra...
Brell ha abierto las puertas del corral. Mansamente entran los animales. Cierra de nuevo la entrada, la asegura con la tranca.
Ya no puede sino difuminarse por completo en algo extraño lo más lejos posible de la realidad indeseable.
Vuelve a sentarse. Silvia Jara no sale de su escondite ni un momento.
Surge el diálogo como fluye el agua fácil del manantial, como se hace el viento en la luz de la mañana, como cruzan las nubes tranquilamente el cielo: no son de una especie temible ellos dos, qué pena de futuro u otra cosa.
"Eres hermana de Vicente, el loco."
Y él, ¿de quién es hermano...?
La voz sale de atrás, más allá de los matorrales.
¿De dónde viene éste...?
"De abajo, del pueblo", contesta Brell. Y piensa: "De ningún sitio."
En realidad, no es de por aquí... [Allá en la urbe: ni una huella del corzo, ni del muflón, ni la estela de la jineta, ni el vuelo del halcón, ni la tierra verde...] Viene de Abajo, de muy abajo...
"¿Cómo se llama este sitio?"
[El Siglo.] Brell sonríe: “Tiene la voz ronca..., como T.B.”
Fuera de todo esto: quizás el diablo, el mundo que se apaga.
El verano fue una sucesión de diálogos, un entrometerse de Brell en la cosa ajena que era ella. A su vez, Silvia Jara, tan franca de inspiración, libre de todo, entendería la novedad, y le alegró ese pasar el tiempo: entre la demasiada luz, el ardor del cielo, la parsimonia de la montaña en el estío, la hora eterna de la cigarra...
Recuerda Brell el comienzo de su esperanza actual, en la quietud del otoño, sin nada ya en el pasado (recién hecho) de malas trazas, en el presente nuevo. Y el futuro, bueno, ¡para qué!
Muchas son las cosas que han cambiado. Es... otro.
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El fuego como sol. Una realidad apagada, u otra. Ahí está Brell.
En ese recinto de noche y conformidad, de aliento mortecino y muerte segura, de cansancio y de viejos, de indiferencia del mundo, deja Brell pasar las horas y se siente sazonado de venturas que han de llegar a él como los días y el aire. Esconde muy adentro su secreto de Silvia Jara que por momentos acrecienta una ansiedad, un temor de escalofrío que le brota del corazón y le entumece la garganta: perderla, no saber tenerla, o no comprender verdaderamente su raza buena y fiera; volver él al silencio gris entre la noche y el día; dejarla a ella diluirse en la transparencia del aire o disolverse en un polvo de arena amarilla, hacerse nada o más invisible de lo que ya es. Y, ahora, ella lo es todo. Es inevitable. Es precisa, y es lo único. Los pecados se forjan en el miedo, o en una soledad de roca.
"Sin ella, todo sería como una traición, terminaría convertido en un desengañado a perpetuidad", se dice, casi musitando, pues sólo le rodean sordos viejísimos junto al fuego, en la línea de la muerte. ¡Para qué levantar la voz!
Se ha callado Beyle: dormita, y las otras viejas, como un coro de sombras negras sin amenazas ni tumultos ni fatales augurios, sostienen fija la mirada en las puntas asaeteadas de las llamas (¡en algo pensarán!). Son esas esfinges vigilantes un estatismo de friso griego, o la retahíla negra de una tragedia muda, de poca cosa, o un efecto indeterminado que oscila en la pared de la caverna.
Mientras, está pensando en el sol, en Silvia Jara, en cascadas de agua verde que se precipitan a un arroyo oculto entre los pinos y las grandes piedras blancas, cubierto por los zarzales salpicados de moras rojas y negras que brillan al cielo.
Acaso ante la luz ancestral Brell no admite el cambio brutal del futuro: niega el pantano, el olvido y la colección de finales que se avecinan. Sabe, y no ve todavía, de la muerte de Beyle, del ahogo de Montes en un lago de turbiedad, de su propia y natural permanencia en la montaña alejándose definitivamente de una vida mentirosa, de los negocios más allá del hambre y de la felicidad, del frío y la sucia desdicha, de los ríos de gentes silenciosas y taciturnas, un poco hostiles, del todo sombrías, de la muerte a créditos, del cansancio disfrazado de interés. [Se sale, simplemente, del camino.]

jueves, 9 de diciembre de 2010

Una academia (16)

Beyle le dice que El Siglo, adonde tanto acude ahora para nada, no tenía dueño reconocido. Mala tierra de sierra. Jara se apropió de ella. Nadie hizo preguntas, y Jara trabajó la tierra, compró ganado, tuvo hijos, dejó pasar el tiempo, los días y la muerte. Juró que mataría al primer hombre que dudara de su derecho. ¿Quién iba a hacerlo?: era tierra mala, tierra de nadie entre el cielo y la vida. Justo el mejor lugar donde podía irse dejando morir Jara, ir haciendo a otros. ¿No era como tierra vacía, algo que había que sembrar? Sería Jara, pues. Para siempre.
Un clan de la tierra. Pasaron los años. Y ahí está Brell, venido por sorpresa, un nuevo mojón de raza: todo él a punto de enhebrarse entre los pequeños ritos naturales. Yo creo con firmeza que hasta su último día.
(No se imagina en el futuro aún, cosa muy a destiempo en ese presente sin pasión, pero trata de adivinarla a ella, y en eso entretiene los días y las horas.)
[Ella] Velada está por el misterio. Tendrá la voz algo seca, grave, o ruda, un timbre de desdén, o una soberbia de persona que ve pasar los días en soledad. El tono será imperioso, dejando traslucir al mismo tiempo el nerviosismo y la firme decisión de no permitirse ninguna debilidad.
¿Cómo es...? El sabrá.
"Todavía conservo el retrato que me hiciste", sueña que le dice... veinte años más tarde, frente a la chimenea de piedra, ardiendo los leños, la lluvia afuera, la copa en la mano, la paz.
"Me gusta, aunque parezco muy poca cosa en el papel, con los ojos casi muertos, sin nada donde mirar", se dice a sí mismo en un hilo de voz, muy cansado, una tarde, adentro de la casa solitaria y fría, con el cielo de afuera teñido de intensos violetas, y verdes y platas..., oscureciéndose el cielo de tormenta.
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Una tarde, en El Siglo, oye ruido a sus espaldas, un roce, un paso vacilante. A punto está de volverse, de verla definitivamente. Pero no, resiste la tentación (en realidad, ¿ha oído algo?), le vence el temor a frustrarlo todo. Permanece inmóvil dejando que el airecillo muy fresco del atardecer en el monte, de una dulce fragancia, le alivie el rostro sofocado.
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Naturalmente, ella le ha dibujado muchas veces, casi tantas como lo ha visto. Lo divisaba a menudo por abajo de la sierra, en el sotobosque, entre los árboles. Una figura... ¡pche! Lo veía subir por el camino de El Sol y se decía: mira, ya esta ahí ése. Le resultaba raro verle escalar las pendientes, saltar de roca en roca. Un loco que a pleno sol caminaba sin rumbo fijo y desdeñaba detenerse en la sombra. Aquello no tenía objeto. ¿Qué buscaría? Pero, ¿buscaba algo? Y, así, un día y otro. Parecía que le hubieran dado cuerda. Al cabo del tiempo Silvia Jara descubriría la verdad, y empezó a ignorarlo: no busca nada, o no sabe lo que busca, o eso es todo lo que hace, andar. No lo olvidó porque un día sí y otro no, una mañana o una tarde, podía verlo merodeando entre los pinos, bajando una quebrada, mojándose el torso y la cara encendida con el agua fría de las pozas y los manantiales. Desde arriba lo veía ya como algo natural del monte, como un suceso más, inofensivo y carente de misterio y de gracia. Era como el aire, o como el pájaro que emprende el vuelo. Un motivo... otro más. Era un hombre sin interés quizás algo curioso. No rompía equilibrio alguno. Lo hizo modelo sin pasión ninguna; y, más tarde, lo desechó. "Parece como sin alma", terminó diciéndose, avizorando desde arriba su figura delgada, como una mota de color en la robustez de la naturaleza. Así que se entregó a sus pasatiempos, al mediano rigor de sus costumbres sin perder de vista el orden de las cabras. A él lo oía, abajo, haciendo un ruido tosco aquí y allá. Lo despreciaba tranquilamente.
Pero el día que Brell casi la sorprende al llevar el ganado a los corrales le invadió una confusa vergüenza que pronto dio paso a la ira. No lo había previsto, nunca pensó que él llegara hasta lo más alto, hasta las lomas de El Siglo. Ese trastocaba por fin el mundo, irrumpía patoso en el cerco de sus calmados y soñadores entretenimientos: es real, y ha llegado hasta ese lugar él sabrá cómo. Casi se dio de golpe contra él, pudo evitarlo por poco y ocultarse detrás de los arbustos, sin tiempo para otra cosa. Se quedó quieta mientras el otro curioseaba adentro de las cuadras. Luego, lo vio salir con un papel en la mano. Enseguida supuso que había encontrado uno de sus dibujos. Lo pensó ladrón, lo maldijo.
El ganado, con la fatiga y el hartazgo del día, se acercaba a los establos. Ella no se atrevió a moverse. Dejaba pasar el tiempo. El aire ya era de noche y empezó a preocuparse. Ese mal tipo, tan lleno de tontunas, no se iba.
Al final, con los animales ya a las puertas, lo vio descender la montaña, y, aliviada, siguió con la vista la figura que se mezclaba en el contorno tranquilo de las cosas de la tierra, envuelta por las sombras del anochecer.
"Ahora", se diría pensativa, "ése ya ha encontrado el lugar. Vendrá siempre."
No todo empezó sin saber. De pronto, ha pasado el tiempo.
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La brisa muy fresca y la luz demasiado amarilla habían anunciado el otoño pausado y nostálgico.
("Pues que presione bien la mina sobre el papel, un HB-2 blando, nítido, vigoroso: y así se apreciará mejor el roquedal, el sauce desmochado y la encina negra, el nido del pájaro, el trazo fulgurante del gavilán, la mota del grajo, tosco, refunfuñador de copa en copa, la vieja que se encorva oculta de sayas al suelo, el perfil campesino del hombre quemado por el cáncer del sol, el tronco del árbol, la choza al atardecer, la siega, el sembrador, la cigarra que canta tan débil -se ve la noche de nieve en sus ojos-, la piedra y el barro..."
NO HACE FALTA QUE TE HAGAS TRAER LOS PINCELES Y LOS LAPICES DE LA CASA SENNELIER DE PARIS.)
Medita cabizbajo, llegan los primeros helores, bajará el invierno poco a poco de las cumbres nevadas con toda crueldad: aquella muerte pobre y bruta del joven suicida Beyle, después del duro trabajo de la tierra. Le da por pensar eso frente a los dos viejos, y se dice, hurtando la mirada sin culpa del padre, de la madre impertérrita: "¿Qué explicación tiene...? Se aburría el diablo, salió a entretener su maldita eternidad..." [Sin embargo: pag. 305: ...se aburría el diablo, y bajó a la tierra..."] Está Brell constantemente alrededor del fuego de leños. Sopla Beyle por el hueco de la caña los rescoldos, y suena el estertor profundo del pecho, se aviva el revuelo de las llamas. Afuera, el aire frío del final del otoño ilumina la conciencia. El silencio en la noche augura las veladas morosas del invierno, el lento crepúsculo, el sueño hondo. Tornan a apaciguarse el sol y los colores. Todo es una postrimería. La tierra se muere.
Recuerda Brell los tiempos del verano, ya vencido, se goza en ellos a la vez que se rinde a la ilusión del futuro que empieza a tramarse burdamente a despecho de los posos de muy atrás, del pasado malo.
Los días transcurren con lentitud. ¿Qué de extraordinario iban a deparar...? Poco había de alentador hasta ahora. Silvia Jara no delataba su presencia.
PINTALA CON LA LUZ DEL NORTE... (Es más sutil, no burlará tus sentidos.)
El sabía que ella andaba detrás. Sentado junto a la piedra, fantasea una conversación. No obtenía respuesta. Hablaba al aire. Soliloquios de trastornado.
LA MIRA EN RELIEVE, A ELLA Y AL MISMO PAISAJE: LLEVA PUESTAS SUS GAFAS ANAGLIFICAS.
No oía jamás ni una palabra.
"¿Es muda?", le preguntó a Panes de una vez.

martes, 7 de diciembre de 2010

Una academia (15)

Lo examina cuidadosamente. Quiere ver más allá de las líneas y los colores desmedidos. La cadena de montañas nevadas, el cielo poblado de trazos oscuros y nubarrones, una misteriosa claridad que inunda de definición los contornos y los volúmenes, las formas de lo reconocible, la imagen real. Y... sorprendentemente: una mancha verde sin sentido, y tres rayones amarillos que son como venablos de luz a ninguna parte, una inspiración repentina, gestual, caprichosa y magnífica.
Más que nada le divierte el absurdo del presagio: se sugiere un acto colosal. ¿Por qué una tormenta? Está claro, quiere decir más de lo que dibuja. Estimará en poca cosa el paisaje, y busca la emoción de otro discurso, el de la fantasía. No le basta la montaña, o la línea del árbol, o sólo el sol. Su realismo precisa de características adjetivales. Busca el añadido a la representación pues la apariencia sola de la realidad semeja cosa de simples; así, sin más, le endosa una circunstancia al paisaje que lo turba de inquietud. Es un efectismo gratuito y descarado. Su preocupación íntima de pastora fantasiosa desdeña la realidad y eleva sus aspiraciones, no sabe que basta y sobra con su idea solamente. Todavía no sabe que puede significarlo todo a través de lo que ve.
Podría decírselo..., podría. En fin.
Le parece ridículo gritar, levantar la voz y romper la paz de un silencio emocionante.
Y entonces, sin pensarlo apenas, comienza a hablar muy despacio, tenuemente, como si su interlocutora se encontrase a escasos centímetros. Musita, en efecto. "Si quiere oírme, que se acerque", se dice. Aún baja más el tono, ya es casi un susurro inaudible. Por un instante siente que su torpe salmodia profana un espacio sagrado.
¿De qué habla? Procura que las palabras sean sencillas, declaran su interés por su pintura, incluso hacia ella misma..., que entiende muy misteriosa.
Emboscada en algún sitio, la destinataria del vacilante mensaje prolonga su reserva. No aparecerá.
Finalmente, Brell murmura ya para sí mismo, hasta que se calla de una vez. Deja transcurrir unos minutos. ¿Qué va a hacer con el dibujo?, pregunta. ¿Se lo lleva... o no se lo lleva? ¿Puede guardárselo? No hay respuesta. Nada, no se oye nada. Dobla la hoja y la deja a su lado, de nuevo sobre la hierba. Coloca la piedra roja encima. Mira en derredor. Le envuelve un aire fresco, las sombras verdes y nocturnas.
Experimenta algo de rabia ante el silencio inconmovible. El perro pequeño le mira con los ojos muy abiertos; está sentado sobre sus cuartos traseros, indiferente al ganado y sin delatar a su dueña en ningún momento. No es una sensación de ofensa lo que solivianta a Brell. Comprende que no es miedo sino prudencia lo que siente la artista desconocida, pero le duele el recelo tenaz que lo relega al ostracismo sin remisión. Podría, ¡ya lo creo!, fastidiarla quedándose ahí todo el tiempo que quisiera, ya bien de noche. ¿Qué haría ella? Tendrá que guardar el rebaño antes de partir a la masía, lejos de allí. No puede irse sin hacer eso previamente. Hay que encerrar a la grey.
Brell se pone en pie. Ni por un segundo deja de mirar de frente. Los constantes balidos de las reses se le antojan lastimeros en la luz azul y oscura. Comienza a andar hacia la pendiente sin volver la cabeza. Una senda limpia de broza baja sinuosa entre los árboles y los matorrales hasta el camino, largo y cansado, de regreso al pueblo. Desciende con mucha calma. A la misma hora que hoy, volverá mañana.
La creación es la metáfora del creador. Qué simple: está la obra, y habla de su dueño. Es imagen, un tropo resuelto en una apariencia afortunada, un antojo plausible... ¿o nada de todo eso? Y, sin embargo, nos habla de otra cosa, de la cosa cierta, de aquello que es por encima de texturas o el dibujo de unas palabras. Brell, bajando de la montaña...
El dibujo de Silvia Jara inaugura otra reflexión en Brell: ella es real, y la quiere para sí. El dibujo la sanciona de una vez por todas. La pintura de después será la prueba fehaciente. Su existencia ya está lograda.
Ahora se lamenta de no haber traído el dibujo. Sería, en las horas negras del insomnio, una confirmación feliz en su divagar.
Apenas cena, con prisa. Se asoma al balcón. La noche de julio es estrellada, limpia y tibia, festiva y meridional. La plaza del pueblo está invadida por niños que no cesan en sus correrías en torno a la fuente, y se oyen sus risas y gritos ininterrumpidos. De los bares próximos han sacado mesas y sillas al aire libre. La breve consumición propicia las largas partidas de naipes. Hay corrillos de veraneantes que hablan entre sí cerca de las paredes, con atuendos claros, y andan despacio de un lado a otro, cómodos y desenvueltos, sin urgencia. Otros beben del agua fresca del caño, toman asiento en la escalinata que sube hasta el portalón del templo. Todos entre automóviles que estrechan el espacio, rodeados de casas viejas, de casas nuevas sin gusto, bajo un cielo raso lleno de soles nocturnos y brisa templada.
Brell sale, camina tres pasos del callejón y entra en la casa de Beyle, junta tras él el pesado portón de cuarterones, de quicio muy quejidor. Cesa la algarabía de la plaza, que se aleja, queda como un leve fragor detrás de la gruesa madera.
Se sienta en la cocina. Frente a él Beyle, su mujer, alguna otra vieja, algún otro viejo. No hay fuego al que mirar. Deja, pues, que Beyle hable del pasado, de las épocas de bonanza del viñedo, del olivo, de la almazara de antaño y las destilerías con las mismas palabras fatigosas de siempre. Las imágenes del recuerdo, fragmentado, libre, de vuelta y revuelta en el habla, aletean entre la luz eléctrica y amarilla y espesa de la estancia, parecen levitar, posarse sin violencia sobre las cabezas inclinadas de los viejos como el humo perezoso que asciende en grises volutas del cigarro maloliente en los labios entreabiertos de Beyle. La voz quebrada evoca los días de mejores industrias y más holgada población de Montes. Entonces las antiguas fábricas de anisados y holandas del tiempo de su propio nacimiento, cuando a punto estaba de doblar el siglo, competían en ese lugar de montañas con las fábricas de hilados y tejidos que producían miles de libras de seda.
"Mi padre plantó medio centenar de almendros el día que nací. Ahora ya no sirven para nada, están todos viejos, con el tronco negro y sin savia, a punto de morirse como yo. Ese árbol tiene la vida medida del hombre."
¿Pero existe el tiempo de atrás, todo ese conjunto de circunstancias dudosas, de gentes y empresas olvidadas engullidas por los años? Escucha Brell los recuerdos del otro, la historia muerta ya, inerme, sólo viva en el relato de penosas intermitencias de un viejo sin nostalgia y terriblemente cansado, que deja que la memoria trace una crónica hilvanada de arbitrarias casualidades: cuenta lo que recuerda; lo que no recuerda, no existe.
Un día Beyle le enseñó a Brell una antiquísima fotografía, tal vez la primera que se hiciera en Montes, una instantánea de cantos mordidos, deslustrada en algunos puntos. Registraba un día de fiesta en el pueblo. Había baile en la plaza. Había unos hombres y unas mujeres, mozas y mozos, niños, todos con ligeros atavíos de domingo, las camisas blancas, blancas las blusas, las mangas de los hombres arremangadas por encima del codo, los niños con pantalón hasta la rodilla, todos muertos sin remedio ninguno, brumosos e incomprensibles en la distancia, casi tan viejos como las piedras muertas, niños imposibles e inextricables (pues la fotografía se remontaba al año 1888). Los grupos se arremolinaban en el breve espacio de la plazuela acotado por el fotógrafo. Unos se miran entre sí, otros sonríen a esquinas invisibles, pero casi todos miran al objetivo, sonrientes, cándidos ante el artilugio y felices por la sorpresa, y aun hay otros que mantienen una postura envarada, de rigidez ante la grave razón del momento: "Esto os eterniza", diría el hombre técnico y misterioso de la cámara, y rápidamente las caras expresan asombro e inocencia, la risa nerviosa se muda en ingenua solemnidad. La época moderna les roba de su sitio a todos ellos, y la ingeniosa mecánica que atrapa la luz los fija en la emulsión conmovedores y ciertos, arrebatados al tiempo real de su existencia, los transporta a un futuro indiferente. Pero no los pinta vivos, los reduce a una creación de amaño, a un montón de sombras y bultos grises, sin color, como unas luces sin alma.
Beyle señala entonces un adolescente enclenque y borroso, de cabeza rasurada casi por completo, entremedio de un cortejo de faldones inacabables de mujeronas y entre dos mozos de pelo revuelto con anchos pantalones de pana, entre hombres y mujeres oscuros, entre todos. "Este sería mi padre", le dijo a Brell con cierta incredulidad, y a él, diablo de ocurrencias insólitas, indignantes, le parece ver la imagen funeral y la amargura desesperada del nieto y del hijo suicida de mucho después.
No hay fuego donde llevar la vista. Brell escucha la voz del viejo y se figura sin palabras unas imágenes de tonalidad inaprensible (¿la luz de la muerte?), como surgidas del trémulo matiz del resplandor de unas llamas (ahora) inventadas en la pared de baldosas rojas. En su interior (pero no sabe lo que es el alma) todo parece anticipar adioses, la ausencia definitiva de sí mismo.
¿De qué le están hablando?
Escucha como un batir de olas, como un rumor de aire antiguo y frío: "Ya entonces", le decía Beyle, "se hablaba del pantano, pero como si se hablara de una de las guerras de nuestros antepasados. Hace más de cien años."
Piensa Brell en el tiempo ido y no suyo, y la mirada casi dormida se posa en la mujer de Beyle, que no murmura una sola palabra, es una comparsa de atavíos negros en el fondo silencioso, vieja de verdad y sin futuro, sin miedo pero también sin afanes, que a toda hora asiente con una media sonrisa lo que oye, que afirma complacida el relato del otro, como dándole razón una y otra vez. Los otros viejos, al igual que ella, son oyentes silenciosos y de una timidez senil, asiduos de las sencillas veladas de los Beyle. No dicen nunca ni una palabra. Ni una.
(Mucho antes de ahora, mucho antes que Brell asistiera desde las montañas al ahogo de Montes bajo las aguas del pantano, mucho antes que él llegara al pueblo, imagino a la mujer de Beyle tan atrás en el tiempo que dudo de su infancia desasistida y secreta, y de la otra mujeruca, también de negro y con una mirada tan llena de vergüenza que atribula, niñas herméticas envueltas en las remotas vicisitudes del hambre y la guerra, cuando los años del cáñamo, tejiendo y haciendo hilo ante la rueca y el huso, mercando los ovillos a los tejedores que fabricaban las prendas de lienzo en la ciudad grande y lejana, un destino tan improbable como temido...)
Y, no..., la vieja, la vieja de siempre con alcuza, está ahí en la cálida noche de julio sin fuego de leña en el hogar, frente a un aparato de televisión en blanco y negro con el volumen poco audible que lanza su desmañado resplandor de acero sobre los rostros de esos viejos, de ese Brell que puebla el Montes de hace cien años mientras urde con un anhelo inconfesable y cobarde la huida del fracaso de su presente que tanto teme. No, no huir de él, de sí mismo, sino de ese presente, de ese sueño inexplicable que lo ata a las cosas del pasado innecesario.
Entre las lenguas de agua yacerán los cientos de cahíces de trigo, los miles de cántaros de vino y los miles de arrobas de frutas. Grandes y felices tiempos sepultados por un manto difícil.
"¿Hay alguien en la foto de los Jara de antes?"
El viejo duda. ¡Qué complicado saberlo!
Sin embargo, al cabo de unos minutos señala con el dedo una mancha: "Este es un Jara."
Pensará en ella en todo instante: Jara. Brell atrapa los momentos que han pasado juntos, tan cerca el uno del otro pero sin mirarse, temiendo descubrirla bajo la luz reveladora.
Más tarde le ha contado a Beyle los encuentros, las rarezas de él, la manía persistente, la avenencia de ella al simulacro, el ocultamiento.
"Ya hace días de todo esto", confesará en voz baja, asaltado por un repentino pudor.
Beyle no entiende el pacto... tácito: ¿No verse cara a cara? ¿Ni de ninguna otra forma? ¿No es cosa de necios?
"Es una especie de juego..."
"¿Y de qué se habla...? ¿Es ésa manera de razonar?".
"Igual que si nos viéramos."
"¿Cómo es ella?"
"No lo sé."
"Su madre era una fiera callada."
Funde Brell el sueño con la realidad, y es una turbia transparencia. ¡Que mistificada pintura!

lunes, 29 de noviembre de 2010

Una academia (14)

Estaba él en esa hospitalidad natural que otros seres impensables, antiguos y olvidados han provisto de la manera sencilla con que obra la simple supervivencia. Otra gente del pasado creó los caminos que ignora Brell en su desafío y que holla Silvia Jara un día y otro día inconscientemente: fue un arte de la naturaleza erigido poco a poco que adecentaba la montaña de sendas y frutos comestibles: la vid, el almendro, el olivo... Así que todo ese avatar pequeño de la andanza de Brell está sembrado de las líneas y antojos de lo precedente, de la hilatura cabal de otra época. ¿Y Jara...? Ella estaba en el tiempo del paisaje de siempre, sin forzamientos, un dibujo virginal, con la exactitud de la piedra o la hoja de árbol, de la gota de agua o de la forma de la nube. Un dibujo sin censuras ni cortapisas, ni nada de fuera que pudiera contrariarlo.
La imaginaba a ella. Pero la cobraba del ensueño, como si ella tuviese una existencia más allá de la realidad evidente. No la veía mirándola, pero la imaginaba mejor de esa manera. La recreaba con cautela, atemorizado por alguna excesiva sutileza, sin perder de vista la tierra: nace ante él una naturaleza desprovista de parábolas, sólo de símbolos llanos y domésticos.
(Habitan entre las orillas del remedo, a trancas y barrancas de un extremo a otro de la pintura amarilla y el cielo azul y la tierra roja, unas figuras que en el soñar de Brell recorren el lugar donde los colores pueden conversar entre ellos.)
Todo el paisaje está libre de metáforas. No brota una poética crucial entre el alba de plata y el rojo crepúsculo en el cuadro inmenso que divisa Brell: las líneas y los volúmenes, el color y la forma, son convenciones elementales de un reto mayor. Un medio propio de conocimiento de proporciones inauditas para él hasta ese momento, una alarma constante.
La visión evoluciona lentamente, se modifica mediante aportes de nueva significación. La obra entera de la naturaleza va despojándose frente a Brell de todo aquello que no es esencial, y la reducción bajo el fuerte sol del mediodía o en la vaguedad del ocaso violeta y gris conforma una síntesis de expresión jamás contemplada antes, ni siquiera en las imágenes del sueño fragmentario y elíptico.
Panoramas y arboledas, trigales y girasoles, laderas y cielos, no son sino la escritura de una plástica que yacía tras el exceso y la perfección. Y ahora Brell se introduce en el espejo. Detrás de la naturaleza, siendo real y estando la apariencia de siempre, existe la tinta simpática del estilo del hombre que construye la doblez de lo que mira y de lo que siente, de lo que expresa.
"Como recién salido del cuadro", piensa entre las cosas verdaderas después de su viaje de ida y vuelta. Se ha plantado en lo terrenal, forma parte del mismo convoy de luz. Pero es otro. Puesto que mira con ojos nuevos se gesta sin esfuerzo la nueva expresión en la retina. Tan natural ha de ser lo que ve, como todo lo silvestre de la tierra.
El aire aplacado en un ocaso de julio que hace hervir de niebla y de rojo la jornada: pasa las horas bajo el sol.
Ha estado todo el día esperando, lee, no lee, hasta que...
Diariamente, con inexplicable diligencia, sube a la montaña. Acude todas las tardes a su cita. Sólo espera. No hace nada por evitar una simulación que él mismo desea que perdure: está a gusto en esa zona indefinible sin propósitos, sin objeto ninguno. Sin intercambiar, de momento, mentiras o disimulos fastidiosos. Siete días que persevera en esa paciente misión. Pasarán dos días más. Otro más... Luego, será el cuento de nunca acabar.
Un día Brell observa un dibujo con ceras de color que Silvia Jara…. ¡tiene que haber dejado a su alcance!: una secuencia montañosa bajo la amenaza de una próxima tormenta, pues eso barruntan unos cielos en torbellino, borrascosos, azules y violáceos. Todo en el papel es verdadero. ¿Cómo desmentirlo? Está el soporte de mala calidad, los colores intensos, la inocente construcción de la imagen, la referencia ideal de la representación. ¿Quiere ella que emita un juicio? ¿Para qué si no...? La hoja estaba doblada hacia adentro, ocultando el dibujo, depositada sobre la tierra con sumo cuidado, y una piedra pequeña y plana, pulida y roja, la oprimía contra la hierba para evitar que se la llevara el viento.
Brell no aparta la vista de la hoja de papel. "Esta es una manera de hablar", piensa. Sabe que desde algún punto escondido, no muy lejos de allí, unos ojos divertidos le miran a él mirar el dibujo.

martes, 23 de noviembre de 2010

Ensayos para un estilo (26)

El gran Jack el Vagabundo era uno de estos”, prosigue Raymond Th. Yeats inclemente, “pensativo y con un oscuro sentimiento de culpa. Aún lo recuerdo el día de la lectura de Howl echado en el suelo, con una jarra de vino matarratas al alcance de la mano. Náufrago entre lo católico y lo búdico, en esta temible encrucijada regaba diariamente su indecisión con litros de Tokay, la bebida de los zarrapastrosos, o Jack Daniel’s, cuando lo único que sabía hacer bien en realidad era escribir. Ese es el único puente al karma en todo inocente periplo, que sepas qué es lo que haces bien, y sólo eso es lo que al final te libra en el último eslabón de la cadena, y te aseguro que lo hay, de acabar con un taparrabos, sin lavarte durante semanas y comiendo un cuenco de arroz hervido con la Biblia budista de Goddard abierta a un lado o leyendo pasmado a cualquier otro santón. No basta la inteligencia para salvarte de las patrañas, la fe la tienes que tener en ti mismo. ¿Pero qué diablos les ocurre a todos estos jóvenes desocupados tras el misticismo y la iluminación bastarda…?”
Bien, yo te lo diré: apuran el cáliz rebosante de alcohol y drogas baratas o simplemente mortales (benzedrina, heroína, yagé, nembutal, peyote mexicano, morfina, marihuana, anfetaminas, Seconal, dexedrina, incluso se tragan los algodones empapados de porquería química de los inhaladores: yonquis del alma). Cuando despiertan aterrorizados al cabo de veinte horas creen que se han convertido en un gusano o en el tío de las barbas.
En ocasiones, para escribir sin gastar poco más que unos cuartos: vino dulce, la marea de los vagabundos.
¿Qué hay de Jay DeFeo? Cuando vuelvas de la nave-nodriza de Ketturg-Am-Ruhr, “The rose” pesará alrededor de una tonelada. ¿Y tú? Bien. (2010: las dos habéis acabado en el almacén para gatos del Whitney Museum.)
“Ahora ya sé mi camino” (Febrero de 1969), dice, y aún no ha reventado Kerouac, que lo hará siete meses más tarde en el sótano de su casa sentado sobre una caja de botellas de Johnny Walker. En realidad, se estaba suicidando desde hacía dos años oculto entre cuatro paredes, ajeno, y acaso con hostil animosidad hacia todos aquellos falsos clónicos adornados con flores que, llegados de universidades y falsos paraísos, se reunían en el parque Golden Gate de Frisco, hippies ángeles de escayola y de trapo atiborrados de zen y LSD, para conmemorar el Great Human Be-in, un mandala psicodélico y multitudinario que condujera a la gran meditación colectiva. Hijos sofisticados de aquel beat destrozado y fuera de lugar agarrado a una botella, lejos del anarquismo intrínseco de tipos como Cassady o del corrosivo desapego de Burroughs, disfrazaban las buenas intenciones, una revolución de cánticos, acuarelas y rosas, con los vistosos atuendos característicos de los conversos, todo apariencias, rompiéndose la cabeza traduciendo media docena de sutras. El vagabundo tenía que haber hecho caso al chino sabio, sentado en las sombras:
-Conviértase en un monje zen, coja las cosas imprescindibles, vaya a las montañas, escriba poesía y beba todo lo quiera. Está condenado, se va a morir en unos pocos meses, así que es preferible que muera de ese modo. A conciencia.
No lo hizo. Se dejó morir lentamente, inflado y borracho en la terrible domesticidad de una casa vulgar, mimética, en el último octubre purificador: vomitaba sangre a raudales hasta que perdió el sentido (Florida, 21-10-1969).
Mala firma. Y, sin embargo, antes, un ser excepcional, graduado en carreteras, tan lejos de las rancias mediocridades bien vestidas y cebadas del ámbito académico: un tipo capaz de escribir 36 metros de rollo de papel de teletipo de la United Press, un solo párrafo a un espacio, sin interrupción, sentado durante días ante la vetusta máquina de escribir, una Underwood negra con el rodillo más duro que una piedra, espantando a patadas a un perro que se empeñaba en comerse parte del papel ya mecanografiado y caído en el suelo.
Debería ser al contrario; mariposa, crisálida, larva, gusano. Uno de los posibles caminos inversos. A veces, sobran los años. Ciertos karmas. Por así decirlo.
“Ha conseguido la celebridad, y dinero”, dijo.
Era esa clase de tipos que bebe, escribe sin cesar y vende su sangre para conseguir algún dinero. Una biografía perfecta.
Sí, decenas de miles de personas leen su libro, en sus páginas se admiran del tipo duro con la mochila andrajosa a la espalda, cruzando varias veces a dedo el país enorme y hostil: al final de su vida, cuando vuelve a la carretera y se convierte de nuevo en autostopista, ni uno solo de los coches que pasan raudos a su lado se detiene a recogerlo, ignorando que ese pobre tipo que anda por el arcén con los pies llenos de ampollas sangrantes es precisamente el mismo autor que envidian leyendo sentados en el sofá y emulan en sus sueños de burgueses medrosos, a refugio en sus cálidos hogares. A partir de entonces, el autostopista abandonó definitivamente la carretera. Et tout le reste est littérature.
El recuento: lo materiales, una enumeración fatigosa, como busca palabras, sólo que en lugar de arrancarlas del cerebro te salen al paso: madera, cuerda, hierro, piedra, polvo…
¿Crees realmente que hubiera sido todo igual?
El orden. El caos.
Tiempo de profetas.
Yeats: “Ese maldito New Yorker en el que tanto te deleitas es la biblia de los tipos bien peinaditos a raya.”
“Tu inefable y reciclada Partisan Review, en la primavera del 63, empalideció de miedo y angustia cuando Grove Press publicó el (sic) Naked Lunch (11-1962).”
-Yo, antes, era comunista; ahora, soy budista. Entendámonos.
-Por supuesto.
“Más que al proletariado”, dijo uno de los conversos en el hediondo apartamento de la 48 con la Segunda Avenida,”lo que hay que ayudar es a la gente, ¿entiendes? Esa es la lucha. Eso es lo realmente importante. Los auténticos problemas de la gente, el día a día y todo eso (sic). ¿Comprendes? He dejado Berkeley y me hecho carpintero, pues este trabajo me permite meditar, aprendo lo verdaderamente esencial: zen, bengalí, sánscrito, pastún, hiduismo… Estudio mucho el I Ching.” Bueno, otros andan estableciendo las diferencias (¡cómo no!) entre el Hinayana y el Mahayana. Todo esto ocurre en Nueva York, en los pétreos desfiladeros de la urbe-símbolo, calles grises y oscuras flanquedas a ambos lados de altos edificios de apartamentos sórdidos y angostos, sin agua caliente, sin apenas calefacción, con cucarachas deslizándose por el minúsculo fregadero, resbalando por los sucios cristales de las ventanas, encima de la pequeña mesa adosada a la pared de la cocina, debajo de las camas…: excitante Nueva York años cincuenta.
Ella huyó de todo eso. Era una artista moderna.
Yeats: “Nadie podía salvarla.”
“Me perturbaba su vigor, su fe en sí misma, su arrojo”, dije. “Aunque, tal vez, no fuese ese sentimiento de falsa piedad lo que me embargaba, y lo piense ahora que ha pasado todo. Es probable que en realidad, debido a mi absoluta pereza e inanidad, lo que me hacía sufrir era su actividad constante, sus ganas de seguir adelante costase lo que costase. Era como una hormiga ciega, siempre mirando hacia delante.”
“Ese pathos hacia todo, pues todo lo transformaba en objeto artístico, en piezas del engranaje final de la obra que exponía en la galería... Eso era lo primero que percibías. Luego analizabas. Ese era el error. Sólo tenías que aceptar, a ciegas, como ella hacía las cosas. No querer comprenderlo todo, sólo lo necesario.”
La chica de la fibra de vidrio: vertederos, un alfabeto genial.
Al final, lo que te interesa de alguien es su acento, sea artista o lo que fuere. ¿Qué es capaz de reflejar desde el espejo de sí mismo?
Una noche, de regreso al apartamento bastante irritados (nos habíamos quedado sin entradas para la obra de teatro primeriza de un tal Manet -¿cómo el pintor?- o Mamet, Lady Variations, en el Village), estuvimos horas ante el silencio acusador de Yeats (cuya perplejidad no dejaba de ir en aumento) debatiendo, en ocasiones no sin crispación, los correctos significados o las posibles definiciones de: metáfora, alegoría, símil, analogía, símbolo… Terminamos abocados a un positivismo semántico que ineludiblemente nos llevaba a Wittgenstein (estrictamente: un abuso del lenguaje). Bien entrada la noche: no sabemos lo que es un símbolo, una clase de signo, su improbable inmanencia al significado de lo que representa: concepto frente objeto, el símbolo es el significado y no el significante. ¿Y la cosa…? ¿La cosa de E., sus cosas? “Hablemos de las metáforas, del correlato, de las suplantaciones…” “Es demasiado”, se lamenta Yeats levantándose del maltrecho sillón a punto de desvencijarse. (E.: “Tengo que restaurar ese maldito sillón… Etcétera. Era de su padre, el hogar perdido, el viejo sillón de papá etcétera.)
¿Cómo relacionarse con la realidad? ¿Cómo suplantar la palabra, la imagen vicaria para describir el mundo, la emoción o el dolor, el absurdo, la nada, el silencio? En especial cuando no deseas de ningún modo ser un maldito bhikku, un desertor vagando entre alcoholes o mano sobre mano no haciendo absolutamente nada.
Sin ella. Yo, huiré pronto; en cuanto a Yeats… ¡ha asistido a tantos descalabros!
Y, ahora, ¿qué? Libros, escondámonos en los libros. Cierra esa puerta de la vida, no dejes entrar el aire, apaga el sol, corre cortinas, junta postigos, calla.
Renglones rectilíneos. Se precisan para la catarsis, como el desorden precisa de su bullicio para fulminarse en la corrección.
Pollock y Kerouac son los basurales. El referente.
Una borrachera de misticismo.
De ellos (y la caterva de los sucedáneos) nace el geometrismo de después. La línea recta.
La bestia vuelve a comerse la cola.
El caos, de nuevo, estaba a la vuelta de la esquina. Pavor y diagonal.
Sólo hay tres formas de acabar, década de los sesenta: muerto y silenciado, como una bola de sebo brillante de alcohol o con la chequera de la cuenta corriente a cubierto en el bolsillo trasero del pantalón.
¿Qué tal esas tres formas en una (una y trina): muerto como una bola de sebo y alcohol y con billetes de banco en la faltriquera?
Vuelta a empezar. Toda mitología es un andar y desandar: dioses, hombres, dioses, hombres, dioses… ¿Quién crea a quién?
El arte, que es el mismo siempre, necesita de los antojos: eso le hace caminar inherente a la evolución del ser humano.
E.: ¿qué clase de religión has puesto en todo ello? El miedo y el absurdo. La armonía, lo rectilíneo, es para los débiles, la falsilla de la existencia. “No juego a ser Dios”, me confiesa. Ninguno de ellos (Rothko y compañía) jugaba a serlo, estaban demasiados ocupados en procurarse alimentos. Todos, hasta el más reacio, atrabiliario e intransigente de los irascibles, trabajaban para una agencia federal en el proyecto TRAP, una idea caritativa de la época de la depresión para no dejar morir de hambre a decenas de pintamonas sin un centavo. ¿Qué religión hay aquí? ¿acaso pintar se ha convertido en una liturgia, en una necesidad, en un trapicheo? ¿En una maldita limosna…?
Atento al buzón de los miércoles.
Curso por correspondencia.
Religión por correspondencia: conviértase en fraile, hable con Dios de tú a tú (de hombre a hombre, como quien dice).
Sea usted Van Gogh.
Un caballete, un maletín con los trebejos (acepción añadida: juguetes, vid. Diccionario de la Lengua Española, RAE, vigésima primera edición). Ya está usted en Arlés.
Sólo tiene que creérselo, amigo. La vida es demasiado corta para que le desenmascaren antes de tiempo, y, créame, después de muerto la cebada al rabo.
Dígase a los ojos delante del espejo: “Soy un genio.” Puede escenificar incluso. Agarre unos pinceles de pelo de marta, meta el dedo gordo de la mano en el agujero de la paleta churreteada, sostenga con los labios la fina espátula para los celajes sutiles y cosas semejantes, vuelva a mirarse en el espejo...
Mejor, mucho mejor. “Soy un genio”, dirá en voz alta.
Y, ahora, con su maravillosa estilográfica Montblanc (125 dólares de 1969), escriba muy reflexivamente esa frase 666 veces en su cuaderno de tapas de hule negro y páginas cuadriculadas amarillas. Y…
A rodar.
Hay orden y forma o no-orden y no-forma, pero lo ceremonial como norma, lo ritual solemne, es lo más ridículo que pueda pensarse del acto creativo, siempre una fiesta improvisada aunque a veces las cosa no funcionen como es debido y sobrevengan las dudas como un vendaval.
Te diré algo: cuando quise darme cuenta donde estaba, ya me hallaba muy lejos de lo que preví en un principio. Entonces analicé lo que estaba haciendo. Era bueno, eran unas buenas obras las que conseguía realizar, y me sentí bien. Trabajaba realmente bien en esa época. Me sentía a gusto con los materiales, y los procedimientos, los títulos me salían solos. Todo funcionaba. Así eran entonces las cosas. Sería a principios del 67, a poco de regresar de Europa.
E.: 1970. Reina de las teorías: “Preveo un futuro lleno de malentendidos.”
Sin embargo, hay que hablar... de arte. Pero ese parloteo es un monólogo en una larga noche. Me dispongo a escuchar. Etcétera. Ahora, antes de que amanezcan las jarcias de la nave de Delos, la conciencia escindida de ella, entre el deseo de salvación y la clausura de la muerte, entre dos sueños: el arte.

Los hechos…
La obra…
En el escenario de la gran ciudad. Ventanas como ojos, aceras como arterias, tubos como venas, puertas como los agujeros del cuerpo, pasarelas, túneles, espejos, estructuras-óseas, el pulso y la pulsión, he aquí el escaparate del hombre de las multitudes. Transmuta las formas, los rancios o vivos colores naturales del propio material, la transparencia del vidrio, la solidez del acero, la barra de hierro y el alambre, la súbita vulnerabilidad de la soga que cae, se tambalea, en nada se afirma hasta que no cae al suelo, colgada la soga es algo, una forma. La artista cuelga las cosas, la soga: sin ahorcamiento, es el vacío. Ciudad: miles de seres desconocidos: todos son el mismo, la misma, son como sombras, tan mecánicos como los automóviles a un metro de tu piel sucia del polvo y el vaho urbanos, tan ingratos y odiosos en su anonimato hostil, son sólo cuerpos. Si andas por las calles de Nueva York será difícil que tus ojos se crucen con otros ojos. Y si ello sucede, no te verán. Están como muertos, papila cancerosa. Eres lo contrario de lo que aparece en las pantallas de los televisores. Eres irreal, inexistente por desconocido, un muñeco andante, no eres ese personaje en plano americano de 625 líneas. Al final, sientes más ternura por un semáforo que por el tipo-nadie que a dos centímetros de tu lado aguarda para cruzar la calzada. En la ciudad de las muchedumbres, de los milagros y de la fortuna hay tiendas y teatros, bibliotecas donde leer, sitios donde comer y tomar una copa, luces donde deslumbrarte, música para embelesarte, parques donde morir despacio en el atardecer, hoteles donde esconderse, sueños donde inventarse de nuevo, y dormir, dormir aun en el fragor que nunca cesa en la ciudad de veinte millones de seres, y hay una carretera delante de ti por donde puedes huir siempre en círculo y hay también un aeropuerto no demasiado lejos donde te espera, si hay suerte, el viaje a ti mismo… Adiós, adiós.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Una academia (13)

El arte de Silvia Jara es un arte cándido y muy arbitrario en sus motivos. Sin haber oído aún una sola palabra de sus labios, porque no verla ya es un acatamiento irreductible, tiene en sus manos ahora una muestra trabajada ex profeso para él. La ha encontrado en el sitio donde toma asiento habitualmente, cerca del chamizo al borde de la montaña.
Ya va para siete días que Brell sube al monte, da dos voces de saludo, mira al perro, que mueve la cola muy corta al reconocerle, se sienta y se vuelve de espaldas al camino ancho que sale de los riscos. Así la espera para nada. Es el crepúsculo, cuando la brisa refresca la piel, con el sol vencido en un horizonte de pinceladas rosas y rojas, por encima de las montañas escarpadas del Oeste.
Las cabras, cansadas, van reuniéndose en torno al aprisco y los corrales, se apelotonan en grupos junto al canalón de la fuente, beben y se rehuyen. Las puertas de los establos están cerradas. La presencia de Brell le impone a ella la tardanza. No se dejará ver. Sólo meterá el ganado dentro de la cálida y gris oscuridad del corral cuando el otro desaparezca del todo senda abajo hasta el barranco, y luego al plano, y luego doble el camino, y siga recto hasta los ejidos del pueblo... y adiós.
En ese mundo de olores, poderoso y de plenitud real de las cosas, de quieta sencillez, con la figura de niebla de ella oculta entre matorrales, cerca o lejos, Brell burla al tiempo entusiasmándose con un proyecto siempre proyecto, una empresa efímera que se desvanece con la noche cerrada y se alumbra de nuevo con las primeras luces allá abajo, muy lejos, en el pueblo que tremula al alba.
La figuración le embelesa las horas de insomnio. Cómo será. Cómo no será. El juego pueril del escondite y el pasatiempo inocuo van conformando en él un apego de monstruosa inanidad: se da cuenta que sólo espera las horas, los minutos que restan hasta que se calce las botas, agarre el palo y acuda presuroso al lugar de la cita frustrada.
Cuando asciende hacia arriba ella ya lo ha visto desde mucho antes. Lo ha descubierto saliendo malparado de un recodo o de entre los árboles, aún pequeño de forma y casi irreconocible, todavía una simple nota que se mueve muy abajo en el monte. Silvia Jara, que domina el paisaje y sus ruidos, todas sus cambiantes apariencias y el fenómeno de su vasto relieve, ya sabe de él cuando irrumpe en la fronda primera del monte. Luego, cuando poco a poco sube por trochas empinadas, salva las ramblas áridas y polvorientas de estrechos barrancos y sigue por la senda casi perdida entre la maleza y las roquedas ella sigue sabiendo de él y su ascenso fatigoso y crepuscular. Conoce palmo a palmo los pasos que ha de dar, los obstáculos que evita, el tiempo y la torpeza con que se enreda en los aliagares y los bancales aterrazados, en las paredes y los ribazos medio derruidos que parcelan el monte de abandonos. Cuando está a punto de alcanzar los altos de la montaña ella ha podido esconderse de sobra en cualquier lugar. Hace mucho que sabía de él, mucho antes del empeño de Brell por estas citas de ahora. ¿Qué pinta éste? Supo de él desde los primeros días de sus incursiones, de su ansiedad por perderse entre los árboles y las fuentes escondidas, cuando buscaba caminos cegados por un barranco o sendas a ninguna parte. Sabía ella del extraño trastorno que le hacía merodear de un lado a otro de la montaña: no parecía buscar nada, todo parecía querer tenerlo, miraba hacia arriba sin ver siquiera, rastreaba la tierra descubriendo muy poco, era torpe y poco sabio en la andadura montés. Parecían gustarle los alardes: acababa extenuado, sediento, y se perdía en parajes difíciles con la inconsciencia de un niño y la rabia del adulto desorientado. El practicante simulaba oficiar alguna especie de ritual... o de extravío. [Su gnosis machacona: errático, de la nada a la nada..., andar por andar.]

sábado, 20 de noviembre de 2010

Una academia (12)

El primer día que sugirió la cita ella, naturalmente, no se dejó ver. Brell llegó arriba con el crepúsculo, con el cielo rojo, rosa, azul y blanco, sintiendo el aire fresco en el rostro. Miró a su alrededor, aunque no la buscaba a ella ni a ningún ser humano. Un perro pequeño, blanco y canela, lanudo y de aire triste le miraba esquinado y cauteloso. Las cabras, que a él siempre se le antojaban de una fragilidad misteriosa y algo desmañadas, mordisqueaban, ya con desgana, del pasto ralo de las laderas en sombras grises. A ella no se la sentía por ningún lado. Sin embargo, Brell comprendió que era objeto de asechanza: Le doy miedo..." Al cabo de diez minutos huyó del lugar con timidez. [También él, con miedo... De eso se trata, ni vernos…] Dos días más tarde, a la misma hora, lo intentó de nuevo. Ella, con el mismo sigilo que la primera vez, permaneció sin dar señales de vida. "Está por aquí, muy cerca, sumida en algún agujero de la tierra, oculta por el arbusto y la yerba... Pero ¿adónde...? Ni quiero verla… Sólo sentirla agazapada en el verdor .
[Raros encuentros. "B., que se precipita con los ojos cerrados en la dicha o en la desgracia...": escribiría T.B. en un margen de la hoja sucia, rota… (Años más tarde la ceguera criminal sería la de ella, y no como la de aquél, inocente, casi...]
No verla. Pacta de esa forma el recíproco conocimiento. Brell entendía lo falso y lo poco sensato de ese proceder pero también adivinaba el especial atractivo que deparaba la circunstancia. Proponía en voz alta que ella siguiera escondida entre matorrales o detrás de alguna roca cercana: no hacía falta verse, si ella lo quería así. "Bastará con hablar", dice hablando a la nada. No obtiene contestación de ninguna clase. El monte va silenciándose poco a poco mientras se cierne la noche. Callado y aburrido, después de un rato se marcha.
Y, al otro día, lo mismo. Habla al aire, pero...
Brell pensaba que aquello tenía cierta gracia. Le costaba creer que a ella no le acuciara también la curiosidad. Sostener ese diálogo sin rostros tiene sus ventajas: uno se miente menos a sí mismo, hace más verdadero al otro... Se miden las palabras, no anda a locas el pensamiento.
Sería como si estuvieran en cuartos contiguos y hablasen a través de la pared. Cada uno a lo suyo, sin melindres, una relación sosegada, de intuiciones y presentimientos, sin el fiasco de la realidad del otro, de la imagen siempre engañosa.
Sondea B. en la nada, añade alguna cosa entre dientes. Quiere oír milagros. Espera. Ni una palabra. Se va.
"Si el padre y los hermanos te sorprenden" (calcula más que reflexiona), "mira, alguna mala acción, un desvarío... Date maña en bajar de donde subiste, o te das por muerto [y en paz]", le advierte Panes. Echa un vistazo al cuerpo de Brell, escueto, de poca estatura, no gran cosa: "Aunque bien pensado", añade con una sonrisa despectiva, "ella misma te pondría hecho unos zorros en cuestión de poco tiempo."
Todavía no la ha visto, y no tiene ni buena ni mala intención porque todo esto es un puro entretenimiento. Lo único que le importa de veras es la afición de ella a pintar, y la mayor o menor habilidad que tiene para hacerlo.
"Te presentas en la masía. Vas de mi parte... Ya te lo dije."
"No es eso, no es cuestión de conformarse con respuestas simples. [?]"
Panes no entiende a qué clase de respuestas se refiere Brell. Empieza a estar harto de Brell, harto de todo.
"Qué ganas de complicarlo", masculla desconcertado.
Le hace ver que los Jara han sido gente de alegrías y de penas como todo el mundo, con el mismo trabajo y tras la misma ganancia. Si parecen otra cosa es porque vivir en el monte, siempre en silencio, sin casas junto a la de ellos, ni vecinos, ni zarandajas de bar y de plaza, les adosa una hosquedad, un aire de aspereza que engaña la realidad.
"Salvo una fiereza de animales acosados que tienen cuando hay que tener, y buena prueba han dado de eso tanto los padres como los hijos, son gente hasta mansa, y sobre todo buena, sólo de lo suyo."
Qué se creía este escribemierdas...: todo es, en cualquier sitio, de dramática o feliz banalidad. Principio de carpintero: no hay que pasar de la medida en nada.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Ábaco

Cuando conocí al maestro me doblaba la edad. Pasó el tiempo
y los dos sumábamos más años. Un día, el maestro murió.
El tiempo se detuvo. Para él, no para mí. Así, pues, desde entonces el maestro me llevaba cada vez menos años. Dentro de poco
el maestro habrá muerto del todo. Irremediablemente yo olvidaré su rostro que, al igual que los días, fue tan sólo de polvo.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Ultima poesía de J.L.B.

Saber qué es el azul
más allá del espejo
del aire y de la luz
que engaña nuestros ojos.

Saber alborozado
que yo no era mi nombre.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Una academia (11)

"Mi mal de pastor me ha estragado", rezonga Panes con profundo resentimiento. "Es un mal oficio, y una mala ventura es lo que se encuentra uno al fin." A ese menester de cuidar ganado, al raso y al sol, bajo la lluvia, azotado por el viento cortante, abrasado por el ardor de poniente, día a día, toda la vida y todo el tiempo, no alcanzan muchos ni muchas. Curte y hace perder la piel, desnuda el alma, afea el cuerpo en un santiamén. Cosa de pocos.
La silueta de niebla anticipa una recreación pasmosa: será lo que sea, no va a desvelarla mediante encarnaduras caprichosas, que vaya espesándose la urdimbre de su cuerpo de animal magnífico poco a poco, palabra a palabra, pincelada a pincelada. "Deja pasar el tiempo", se dice mirando a través de la ventana, mano sobre mano, con las reproducciones de los cuadros de Vincent van Gogh colgadas en la pared, detrás de su cogote.
A su alrededor el aire de julio se ha adensado de olores: del tronco del pino, de las hojas resecas de las plantas, de la tierra cálida crecida de ramas y tallos muertos, de la mata enérgica y polvorienta. Le envuelven vaharadas espesas del olor a la materia vieja del monte, y el rostro se le quema por las nubes de calor y el fuego del sol. Le aturde el relieve crepitante del paisaje.
Está como emergente de un mundo condensado de rico vocabulario. Se nota adherido a una pegajosa atmósfera, a una textura profusa modelada de gruesos manchones de pasta de colores vivos, ni siquiera atenuados por la veladura del aire de calina.
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Ese día de julio tan colosal, de clamor y encuentro minucioso con la tierra y su hedor ardiente, Brell ha bajado muy aprisa del monte, y a esa hora, con el sol en lo alto, ya se halla lejos del futuro lugar de los encuentros con Silvia Jara. Ha dejado una nota clavada en la puerta de vieja madera de uno de los corrales. Ella no debe temer nada. El es buen amigo de Panes, de Beyle, de otros. Es de fuera. Pero ahora vive en el pueblo. Eso es todo. Sabe algunas cosas [La retina poderosa, las almas, lanzazos del sol, ese grumo minúsculo de tierra vieja: los libros no sirven para nada...], y sabe que a ella le gusta pintar. Podrían hablar de eso, o podrían hablar de otra cosa.

martes, 16 de noviembre de 2010

Ensayos para un estilo (25)

“¿Hablar?” Me mira y asiente con la cabeza, pero permanece en un absoluto silencio. Un golpe de brisa se ha movido de repente, y más allá, sobresaliendo por encima de los setos geométricos, oscilan las copas de los arboles esbeltos, hasta aquí alcanza el susurro del aire entre las hojas verdes y brillantes. Ahora comprendo: sí que habla. A su manera.
G. Corso. “Me gusta ese tipo”, dice Yeats. “Somos inmortales.” (Raymond Yeats, arruinado, apareció muerto en The Green Train, donde solía dormir sobre montones de revistas viejas y de la que apenas salía, la mañana del 21 de diciembre de 1994; la librería, que había cerrado sus puertas tres años antes, estaba prácticamente vacía de libros y habían cortado el suministro eléctrico; unos baldes llenos de agua procuraban una mínima higiene. Gregory Corso murió en 2001, en feliz santidad literaria hacia la eternidad). “Un amigo del alma. Un poeta. Un poco menos podrido que los demás. Había intentado atracar un banco (no llegó ni a poner el pie en la entrada). Así que, a la cárcel. Y de allí, lógicamente (sic), a Shelley. Impulsos naturales, digámoslo con estilo.”
El tipo –continúa Yeats- ama los libros con desesperación, como sólo pueden hacerlo aquellos a los que se les ha puesto en las manos Rojo y negro antes de leer nada, salvo la página de deportes en los diarios y la cartelera de los cines. A partir de entonces, si logran acabar el maldito libro del maldito Stendhal, ya no tienen salvación.
Corso se dejó ver un millón de veces por la librería de Raymond. Robó todos los libros que el librero quiso que robara haciendo la vista gorda. En cierto modo, lo apadrinó. “El hecho de que le birlara (genética tenaz) la novia a Kerouac”, afirmaba Yeats con media sonrisa, “le agregaba todavía más encanto a su picardía italiana. Además, ¿qué hacía Kerouak con esa vagina medio india y medio mulata entre las manos, él, ambiguo y cobarde, temeroso de ese receptáculo al que siempre temió y definía como un “instrumento de tortura”? A diferencia de Corso y pocos más, la mayoría de la gente que he conocido se mueven entre supercherías. El gran Jack el Vagabundo era uno de estos”, prosigue Raymond Yeats inclemente, “pensativo y con un oscuro sentimiento de culpa. Náufrago entre lo católico y lo búdico, en esta temible encrucijada regaba diariamente su indecisión con litros de Tokay o Jack Daniel’s, cuando lo único que sabía hacer bien en realidad era escribir. Ese es el único puente al karma en todo inocente periplo, que sepas lo que haces bien, y sólo eso es lo que al final te libra de acabar con un taparrabos, sin lavarte durante semanas y comiendo un cuenco de arroz hervido con la biblia abierta a un lado o leyendo pasmado a cualquier otro santón. No basta la inteligencia para salvarte de las patrañas, la fe la tienes que tener en ti mismo. ¿Pero qué diablos les ocurre a todos estos jóvenes desocupados tras el misticismo y la iluminación bastarda…?”
Bien, yo te lo diré: apuran el cáliz rebosante de alcohol y drogas baratas. Cuando despiertan aterrorizados creen que se han convertido en un gusano o en el tío de las barbas.
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E.: ¿qué clase de religión has puesto en todo ello? El miedo y el absurdo. La armonía, lo rectilíneo, es para los débiles, la falsilla de la existencia. “No juego a ser Dios”, me confiesa. Ninguno de ellos (Rothko y compañía) jugaba a serlo, estaban demasiados ocupados en procurarse alimentos. Todos, hasta el más reacio, atrabiliario e intransigente de los irascibles, trabajaban para una agencia federal en el proyecto TRAP, instaurado realmente para no dejar morir de inanición a decenas de pintamonas sin un centavo.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Material de derribo (o como fabricar el poema perfecto)

No la toques más, que así es la rosa

Materiales los prescritos desde antiguo:
amores y sentires, la consabida infancia
que el tiempo ha mancillado,
y los duelos y el tiempo, la noche, y el sueño...

(Añadir la rosa inevitable marchita por los años, por los versos,
si pura o no, encendida, de un instante adjetivo o fulgor, y el alba,
dones, donaires...)

domingo, 14 de noviembre de 2010

Una academia (10)

No saber qué es ella. Si forma o mujer, si una música del monte y del árbol, si un musitar de palabras que apenas oye al principio, cuando ya el temor se ha disipado y a la primera inquietud sucede la manía felina de seguir agazapada.
¿Qué sabe ella de él? Su titubeo fisgón por el monte, su peregrinaje sin rigor ni de claro cometido por sendas inútiles entre los campos y los barbechos resecos y amarillos y los bancales yermos y también amarillos. Un excursionista del tiempo venido de la indolencia y los males imaginarios. Su rostro puede ser el de la multitud, un hombre de esos eternamente atosigado. No tiene identidad, es una pacífica rareza que habla con voz grave de cosas simples, como ella. "Pues esa mujer", se decía a sí mismo convencido, "es simple."
(El quería saber lo que nunca había sabido: de qué manera se vive natural, se es así, se culmina uno así. Pero sin la esperanza todavía de su conquista y mucho menos de la ganancia de un sitio en ese lugar, vivir ahí para siempre. Quiere lo simple. Se conforma con eso. De modo que...)
Nada hay de simple en ella ni en ese lugar. Ella se ha librado de la simpleza y la incuria, ontogenia meritoria al paso de los años si consideramos los caminos tan fáciles para un embrutecimiento. Por eso Brell teme los ojos, levantar los párpados ante leyendas difíciles, abrirlos a la luz y encontrarse con un paisaje de acentos y mayúsculas sin lindes bajo un sol que nunca engaña al aire ni a las formas: ver su complicación, ver que él se equivoca en lo más sencillo.
Los ojos que no quieren mirarla temen encarar el pasado otra vez, malograr el futuro reduciéndolo al presente, desvelar de palabras y conciencia un ensueño aún prodigioso por ser sin nombre y ser demasiado bello para pintarlo.
Los ojos son lanzas de un saber artificioso que proyecta un pasado malo, compuesto de deserciones y cansancio, son como heridas abiertas a la belleza natural de las cosas: lo vería todo inconcluso y falso, sesgado por la frustración de atrás. Mejor lo entrevisto y soñado, el anticipo nebuloso de toda novedad en aquella figura que sale de la bruma: la vida celebrada, la paz de la tierra, el fruto y la salud, lo que será la muerte en la negrura terrible de la eternidad: no saber la verdad nunca.
[Mejor la mentira: el cielo, azul; el sol, amarillo.]
No quiere mirar. A él ya le han visto, lo han cercado en líneas, limitado de lejos como un horizonte marino, pero mirarla a ella sería como enquistarse en un espejo bruñido y límpido y habitarlo de malicias, de resabios y ascos, llevar la ciénaga a esa luz de brisa y de agua, y apercibirse en su reflejo de lo que más desprecia...
No mirarla, ése es el sentido de la época hermosa de ahora, el juego en el que tan fácilmente se distrae. Acallar los ojos, tenerlos así, pues hablan demasiado. Enturbian sin pudor las imágenes inocentes con toda clase de presunciones. Los ojos están llenos de referencias y colores malgastados por el abuso, faltos de realidad por ser simple copia de la realidad. Por los ojos abiertos, y por eso los sella bajo maldición de eterno aburrimiento, le penetra el insolente vaivén de las cosas y su verdad mezquina, alterada de roma exactitud y grosera evidencia.
Al otro lado del espejo el lugar se puebla de mágicas carrollianas: el diálogo feliz, el encuentro sorprendente de lo fantástico al son de un arte invisible, una sonata que encanta la jornada con la clarividencia de la belleza original. (La música, sí, es más allá de todo, es como el aire, a él le debe, fugitiva, el existir, y nada hay que recuerde a ella en la naturaleza.)
Ver desde adentro, desde la imaginación blanca, que es la suprema negación del color, es el más alto desafío.
Los ojos le niegan la realidad, construyen falsas apariencias: ¿Ve él acaso con sólo los ojos la imagen y los colores puros? Los mantendrá cerrados. Como si escuchara música. Y, así, sabe que el amarillo es la mancha de la luz, y que el negro acrecienta el azul de un misterioso hechizo, que es sutil el verde.
¿Cómo es ella? ¿Del color del alba, o dura y morena de piel, de cabello negro y la carne como costra de tierra, estragada, o trigueña o grácil y de mirar de agua?

viernes, 12 de noviembre de 2010

Ensayos para un estilo (24)

Un mal día para Raymond Yeats: “¡Ya me cansa tu cantinela sobre el New Yorker! Sólo es un… reflejo mortecino de la auténtica realidad social! ¡Y sólo les falta oler a colonia!” De hecho, este librero hoy malhumorado y puntilloso, llevaba semanas intentando colarme una colección de ejemplares de los años cincuenta de Partisan Review. Eso sí, a un increíble buen precio para mí, unos pocos centavos por número. “Mira”, dice, y abre ante mí las sobadas y tristes páginas de una de las revistas de años atrás: un artículo de Trilling, una entrevista con Lessing, crónicas de Sontag. “Ahí tienes materia suficiente durante días…” Se da media vuelta y desaparece por la puerta del fondo de la librería, donde está el lavabo. Culpable, abandono por un momento el lado de las revistas y llevo mi atención a un rimero de libros viejos pegados a la pared. Ediciones de tapa blanda, como dicen los libreros americanos, paperbacks. Escarbo con absoluta codicia. Raymond vuelve del lavabo, me mira ceñudo. Farrell. Lewis. Sinclair. Todo ese tipo de literatura social que, en el fondo, tanto ama Yeats. Son libros muy usados, pequeños, con portadas antiguas, sucias y dobladas en los cantos, de hojas ya enmarronadas por el tiempo, a punto de descabalarse. Cincuenta centavos el volumen, sea de quien fuere, independientemente de su grosor y sin contemplar ni poco ni mucho su noble antigüedad. Caldwell. Dreisser. Wright. Pensamientos, conjeturas. En todo caso, alardes contra lo insolidario, una rebelión contra la fatalidad, el falso determinismo. Se desliza de mis manos otro libro, Robert Penn Warren. Caen Wolfe, Dos Passos. Cae Steinbeck. Caen Steffens, Algren, Halper…, la columna de libros viejos que se viene al suelo. Salgo de la librería, ante la sonrisa complaciente de Ray, en busca de E., en las primeras horas de la tarde. En la bolsa de papel verde: la saga de Lonigan, un libro de James Agee y tres ejemplares del Partisan de los años treinta. ¿Por qué esta tropa de pensadores y escribidores necesita transmitir a los demás el estilo de sus divagaciones. Cambia el mundo, el entorno etc.” Fueron muriendo ellos: el mundo seguía en su pertinaz traslación. “Ahí tienes a Wilson”. Ya veo. En realidad, dijo E., me gusta leer a los franceses, Sartre, Camus. Ya. Tengo mucho de europea. “Eres europea.” “Soy americana... Soy europea de América.” No ha leído mucho, me digo. “He leído montones de libros, ¿sabes?” Claro. Simone de Beauvoir, En attendant Godot, Joyce. Quien no. Reunimos todas las monedas sueltas en el cuenco que forma con sus manos de artista obrera. Compramos unos emparedados en un puesto callejero, refrescos de cola. Diablos, cualquiera sabe la clase de porquería que se mete uno en el estómago, lo que se pudre ahí adentro entre los jugos y las vísceras, en la llena oficina del estómago, amigo Sancho. Entramos en Central Park por Columbus Circle sin dejar de hincar el diente. Nos adentramos un poco hasta la extensión del césped. “Hay muchas cosas de que hablar”, asegura, y siempre que lo dice permanece en silencio durante horas, algo que me irrita considerablemente. “Entropía”, digo. La palabra suena fatal en esta zona tranquila y verde, de simétricos setos y caminitos de tierra aplastada, con la crestería de los rascacielos grises y oscuros de la parte del Hudson sobresaliendo por encima de los árboles, recortados sobre un cielo azul purísimo, de fines de invierno. Estamos sentados sobre el césped, comiendo un salchicha grasienta embutida en un panecillo que sabe a madera, pero una madera limpia, digamos, y que despide cierto aroma a leña quemada, algo muy raro, creo; tal vez sólo sea mi bocadillo, pues E. lo come despacio, masticando sin prisas, sin advertir nada extraño a juzgar por su semblante reflexivo. “¿Sabes?”, dice, y me dispongo a escuchar.

martes, 9 de noviembre de 2010

Una academia (9)

"Presentí que empezaba a creerla, o no, [surge de la niebla, o del sueño...] pero que terminaría huyendo a su lugar limitado y recogido. Deseaba fundirme en ese fuego pequeño de tristezas de después, de cotidianas tragantonas y domésticas criaturas tan naturales como la vida primaria y germinal de la semilla en la tierra. Buscaba ese amparo, ese ser elemental entretenido de holganzas sin desatada ambición, esa tregua abatida y quieta en un tiempo que fuese de una vez la eternidad o parte de ella, pero de su misma materia. Ansiaba como carcome un cáncer lento el artefacto de la carne recorrer despaciosamente el corredor tibio de su piel recién hecha, mirarme en sus ojos recién abiertos, sentir su palpitar de mujer naciente. Deseaba, puesto que hasta ahí había llegado a la postre, la destrucción incondicional del tiempo: ir delante y atrás escogiendo lo mejor que había sido o fuera a ser y era, plasmarlo en ese presente de mañanas limpias, anocheceres mansos, el aire puro, la buena tierra...
"No debía con mala inteligencia desbaratar a manotazos en la aborrecible vigilia o en el primer sueño o en la duermevela de la aurora la silueta que emana del dulce costado del dormir, no podía deshacer tal claroscuro, borrar el dibujo de ese mujer. No desdeñaría el goce secreto que resulta de vivir una figuración, alentarla con suspiros o blasfemias, precipitarse hasta la extenuación en el seno más esencial de lo imaginario, allí donde el consuelo y la fe que se halla no se debe a nadie sino a uno mismo..."
No, no debía verle, o verla él a ella. La realidad era quebradiza y mentirosa (un engaño tonto: no creer más allá de los hechos escuetos). Hacer otra realidad ahora, cuando todo estaba perdido... Ese era el verdadero reto. Ella salida de la niebla, brotada de la misma naturaleza, como si nada, entre el aire y la luz, era creada con ese objeto, un carrusel de emociones, ficciones, finales...
No, no iba a dejarla perder. Y no quería verla, ni que le viese. Después ya daría vuelta a la trama, a la urdimbre de la sustancia del sueño o a la cosa de la que está hecho el arte, su construcción y su magia...
Tuvo que creer en ella. Tuvo que crearla. Concretarla y defenderse de la abstracción y el ideal ornato de sus expresiones. Porque sólo eso se merecía ya, ni recompensa ni castigo. Soñar, sólo.
[Aquel hombre del norte en el sur, de talentos medianos, se juramentaba para la nada en noches de reflexiones sombrías, enteramente solo: soñaba cielos azules, un sol grande y amarillo entre paredes.] Mira el paisaje: no le basta.
Ahora tiene la figura.
(Algo repudia de sí mismo).
Sin cesar, reinventa.
¿Cómo es ella?
¿Cómo no es?
Ella tendría una sumisión vegetal, o una fiereza inesperada, esa quieta (o agitada) tozudez montaraz, ni pura ni bestia, una hembra sin miedos, de sexo de plenitud abierto y quemante, de pensamiento claro y escueto de nombres y definiciones, ojalá que ignorante del sinsabor del anonimato en la ciudad y el vértigo del medro colectivo, muy lejos del fracaso puesto que no sabría del éxito. Sería, o no sería, de mirar nítido y de piel morena, de una tristeza y alegría naturales, de palabra directa y curiosa. Pero sobre todo era lo que él podía inventar ahora. La reconstruía con pedazos de la realidad de ese modo, se expresaba él en ella, una representación final del más puro ensimismamiento. ¿De dónde la rescata, de qué memoria extravagante...? Silvia Jara era el corolario más preciso de sus raros entresueños. Entre el cielo y la tierra, sólo un ser entre la vida y la muerte... Le dio por pensar que ella concretaba la clave axial de su siglo abrumado de teorías y aporías, de tanto postulado. Ella sería de aire y sería de luz. Más sencillo que eso... Sus raíces lo harían a él más terrenal y creíble, menos culpable de haber nacido y no saber para qué. Va a convertirse en el rehén más consentido de las razones primitivas. Va a brotar un diálogo de esa ocurrencia. Un nuevo discurso de un Brell mono gramático, simio copión, mandarín, tutor de aprendizajes.
"Ahora ya sabe que ando tras ella", dice Brell, y Panes, renegando del terrible calor de julio que reabre los surcos sangrientos de su piel, que sume la pudridera de su cuerpo condenado en un dolor vivo, le mira, le cree, porque ya, al cabo, está por creerlo todo.
El otro moribundo, ("Es que yo sólo he conocido un hombre."), Beyle, insiste en preguntarle como es ella, si ha salido al padre matador de bestias que no cree en las guerras civiles de los hombres. Y Brell le asegura que es un diálogo de ciegos: "Nos basta con hablar."
[Y anochece: un cielo rojo y azul.]
¿Cómo es ella? El sabrá.

lunes, 8 de noviembre de 2010

El último cuadro

Entre colores acaeció un caos.
El amarillo comenzó a temblar suavemente, una tenue vibración
que reverberaba al aire.
El azul mudó de lugar. Fue planta.
El árbol fue grumo. La forma (pues la pincelada era forma)
sólo era textura derritiéndose en el vacío blanco.
Escurriéndose el verde como la lava el bosque se hizo trizas.
El cielo se deshizo, (el ave negra surcó la cascada de luz
y desapareció por el horizonte).
Resbalaba el rojo del lienzo hasta venirse abajo,
hasta mezclarse con los delicados sienas,
los lilas se hundieron en la tierra pavorosamente oscura,
la piedra ascendió a la nube, fue pintura todo.
Una pasión. Un duelo. Se anudaron los trazos
en una inmensa plegaria.
Ya nunca fue silencio el cuadro.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Escritores en Tánger

Ser de sí mismo nómada, víctima de sus idas y venidas,
fugitivo de la casa del padre.
No es otra la ciudad, es la de siempre,
aquello que traías de muy lejos: lo soñado, lo perdido.

Le desnuda el sol. Despojada el alma de toda identidad
no mira el rostro en el temido espejo, ese ser encarnado de apariencias: los amores a medias escondidos, la amistad en el alba,
el alcohol embravecido y ruin en los ocasos.
En la oscuridad brota el poema, letra herida, innecesaria.

Le he visto escribir, lento, seriamente, mudo, sin oír el mar.
Sentado como un árabe, inspirado por el desierto próximo,
su pluma, sólo a veces, sería la memoria de una virtud lejana.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Una academia (8)

Subió de nuevo a los corrales. Empezaba a improvisar una cubierta protectora de ramas y matas cuando algo le hizo volverse. Por el camino de la sierra, indefinida entre la bruma que empezaba a disiparse, muy a lo lejos, se perfilaba una tenue figura, casi irreal, casi de la misma materia de la niebla, pero cierta y tangible como el aire fresco y húmedo que respiraba. Por un instante permaneció inmóvil mirando hacia la imagen tan leve y exquisita, sin atinar a hacer nada. Una décima de segundo antes de reaccionar, aún forzaba la vista encandilado, rastreando la línea y el volumen de la silueta evanescente, una forma sin nitidez, de una presencia tan etérea y escurridiza como la de los personajes de los sueños, pero de un andar gracioso y verdadero.
Por fin, corrió tras las tapias bajas de los corrales sin preocuparse de más arreglos. En aquel sitio la ladera del monte era intrincada y abrupta. Bajó malamente, precipitado, lastimándose con las ramas y tropezando a cada momento, maldiciendo, con un sofoco casi infantil: "Ella no pudo verme", se decía en voz alta, para creerse.
Después pensaría que la huida tenía más de esperanza que de temor, que el pronto sagaz de animal acosado ya prosperaba en él como la incipiencia de un largo dialogar con ella, con todo, y consigo mismo, matando leyendas a medio hacer, viéndose y no viéndose...
Notó las punzadas del deseo, el futuro colmado de veras, todo como a través del velo acuoso de lo incierto o de lo más querido por inventar. A trompicones bajaba de lo alto sumido ya en la ilusión de aquello que es por completo verosímil porque es absolutamente ficticio, gestado mediante el fórceps de la imaginación y revelado a la luz libre de toda composición de traba racional: la realidad del paisaje se impone sobre su interpretación, vive por sí misma, está por encima de uno y de otro, de todo, por encima de Brell.
Proclama esta historia (de un corazón), la idea y los costurones de la trama y su frágil hilado de dibujos y de color (o palabras). [Recuerdo aquel corazón. ¿Tenía la forma del corazón?] La génesis tenía un origen adensado de vislumbres tan nuevos como impensables mucho antes y mucho después. Brell hace auténtica a la figura de niebla, él, que en el paisaje real del monte no es sino un adose miserable, de poquedad grotesca, inconveniente, fuera de lugar, extraño al marco y a los límites del plano, es como la pátina de cultura mala: el mal cuadro, la rancia escritura, la sosa melodía...
Recordaría, un vez más, todavía, a Van Gogh, su suerte tan distinta. Se avergüenza del íntimo alborozo que aquella biografía suscita impunemente en un tipo como él, pues ahora conoce bien que su carácter, como el de tantos otros, carece de abnegación, aún pudiendo ser trágico. No tiene nada por qué matarse.
Su ideal era ser invento. Hubiera querido ser, y no lo era [Mucho más sencillo que todo eso, era vulgar, vive, trabaja, ama, se muere...], personaje no de su historia, ni siquiera historia de sí mismo. Cualquier cosa menos eso. Alumbrado al fin como un hijo del sol. Fluye por sus venas torrenteras de color, es una mugre de óleo coloreado: "Expresar el amor de dos enamorados por la unión de dos complementarios, su mezcla y sus oposiciones, las vibraciones misteriosas de los tonos aproximados. Expresar el pensamiento de una frente por el resplandor de un tono claro sobre un fondo oscuro... Estoy seguro que no está ahí el espejismo realista, mas ¿no es algo que existe?" ... No ser él: ser dibujo, ser virtual.
Confirmaría él mismo a T.B. la alquimia postrera, la mágica inversión en materia y figurante de la otra realidad. Una quimera de desesperado. Devenir otro, un animal feliz, hasta no pensante: la planta verde y vigorosa que vive al sol.