jueves, 9 de diciembre de 2010

Una academia (16)

Beyle le dice que El Siglo, adonde tanto acude ahora para nada, no tenía dueño reconocido. Mala tierra de sierra. Jara se apropió de ella. Nadie hizo preguntas, y Jara trabajó la tierra, compró ganado, tuvo hijos, dejó pasar el tiempo, los días y la muerte. Juró que mataría al primer hombre que dudara de su derecho. ¿Quién iba a hacerlo?: era tierra mala, tierra de nadie entre el cielo y la vida. Justo el mejor lugar donde podía irse dejando morir Jara, ir haciendo a otros. ¿No era como tierra vacía, algo que había que sembrar? Sería Jara, pues. Para siempre.
Un clan de la tierra. Pasaron los años. Y ahí está Brell, venido por sorpresa, un nuevo mojón de raza: todo él a punto de enhebrarse entre los pequeños ritos naturales. Yo creo con firmeza que hasta su último día.
(No se imagina en el futuro aún, cosa muy a destiempo en ese presente sin pasión, pero trata de adivinarla a ella, y en eso entretiene los días y las horas.)
[Ella] Velada está por el misterio. Tendrá la voz algo seca, grave, o ruda, un timbre de desdén, o una soberbia de persona que ve pasar los días en soledad. El tono será imperioso, dejando traslucir al mismo tiempo el nerviosismo y la firme decisión de no permitirse ninguna debilidad.
¿Cómo es...? El sabrá.
"Todavía conservo el retrato que me hiciste", sueña que le dice... veinte años más tarde, frente a la chimenea de piedra, ardiendo los leños, la lluvia afuera, la copa en la mano, la paz.
"Me gusta, aunque parezco muy poca cosa en el papel, con los ojos casi muertos, sin nada donde mirar", se dice a sí mismo en un hilo de voz, muy cansado, una tarde, adentro de la casa solitaria y fría, con el cielo de afuera teñido de intensos violetas, y verdes y platas..., oscureciéndose el cielo de tormenta.
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Una tarde, en El Siglo, oye ruido a sus espaldas, un roce, un paso vacilante. A punto está de volverse, de verla definitivamente. Pero no, resiste la tentación (en realidad, ¿ha oído algo?), le vence el temor a frustrarlo todo. Permanece inmóvil dejando que el airecillo muy fresco del atardecer en el monte, de una dulce fragancia, le alivie el rostro sofocado.
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Naturalmente, ella le ha dibujado muchas veces, casi tantas como lo ha visto. Lo divisaba a menudo por abajo de la sierra, en el sotobosque, entre los árboles. Una figura... ¡pche! Lo veía subir por el camino de El Sol y se decía: mira, ya esta ahí ése. Le resultaba raro verle escalar las pendientes, saltar de roca en roca. Un loco que a pleno sol caminaba sin rumbo fijo y desdeñaba detenerse en la sombra. Aquello no tenía objeto. ¿Qué buscaría? Pero, ¿buscaba algo? Y, así, un día y otro. Parecía que le hubieran dado cuerda. Al cabo del tiempo Silvia Jara descubriría la verdad, y empezó a ignorarlo: no busca nada, o no sabe lo que busca, o eso es todo lo que hace, andar. No lo olvidó porque un día sí y otro no, una mañana o una tarde, podía verlo merodeando entre los pinos, bajando una quebrada, mojándose el torso y la cara encendida con el agua fría de las pozas y los manantiales. Desde arriba lo veía ya como algo natural del monte, como un suceso más, inofensivo y carente de misterio y de gracia. Era como el aire, o como el pájaro que emprende el vuelo. Un motivo... otro más. Era un hombre sin interés quizás algo curioso. No rompía equilibrio alguno. Lo hizo modelo sin pasión ninguna; y, más tarde, lo desechó. "Parece como sin alma", terminó diciéndose, avizorando desde arriba su figura delgada, como una mota de color en la robustez de la naturaleza. Así que se entregó a sus pasatiempos, al mediano rigor de sus costumbres sin perder de vista el orden de las cabras. A él lo oía, abajo, haciendo un ruido tosco aquí y allá. Lo despreciaba tranquilamente.
Pero el día que Brell casi la sorprende al llevar el ganado a los corrales le invadió una confusa vergüenza que pronto dio paso a la ira. No lo había previsto, nunca pensó que él llegara hasta lo más alto, hasta las lomas de El Siglo. Ese trastocaba por fin el mundo, irrumpía patoso en el cerco de sus calmados y soñadores entretenimientos: es real, y ha llegado hasta ese lugar él sabrá cómo. Casi se dio de golpe contra él, pudo evitarlo por poco y ocultarse detrás de los arbustos, sin tiempo para otra cosa. Se quedó quieta mientras el otro curioseaba adentro de las cuadras. Luego, lo vio salir con un papel en la mano. Enseguida supuso que había encontrado uno de sus dibujos. Lo pensó ladrón, lo maldijo.
El ganado, con la fatiga y el hartazgo del día, se acercaba a los establos. Ella no se atrevió a moverse. Dejaba pasar el tiempo. El aire ya era de noche y empezó a preocuparse. Ese mal tipo, tan lleno de tontunas, no se iba.
Al final, con los animales ya a las puertas, lo vio descender la montaña, y, aliviada, siguió con la vista la figura que se mezclaba en el contorno tranquilo de las cosas de la tierra, envuelta por las sombras del anochecer.
"Ahora", se diría pensativa, "ése ya ha encontrado el lugar. Vendrá siempre."
No todo empezó sin saber. De pronto, ha pasado el tiempo.
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La brisa muy fresca y la luz demasiado amarilla habían anunciado el otoño pausado y nostálgico.
("Pues que presione bien la mina sobre el papel, un HB-2 blando, nítido, vigoroso: y así se apreciará mejor el roquedal, el sauce desmochado y la encina negra, el nido del pájaro, el trazo fulgurante del gavilán, la mota del grajo, tosco, refunfuñador de copa en copa, la vieja que se encorva oculta de sayas al suelo, el perfil campesino del hombre quemado por el cáncer del sol, el tronco del árbol, la choza al atardecer, la siega, el sembrador, la cigarra que canta tan débil -se ve la noche de nieve en sus ojos-, la piedra y el barro..."
NO HACE FALTA QUE TE HAGAS TRAER LOS PINCELES Y LOS LAPICES DE LA CASA SENNELIER DE PARIS.)
Medita cabizbajo, llegan los primeros helores, bajará el invierno poco a poco de las cumbres nevadas con toda crueldad: aquella muerte pobre y bruta del joven suicida Beyle, después del duro trabajo de la tierra. Le da por pensar eso frente a los dos viejos, y se dice, hurtando la mirada sin culpa del padre, de la madre impertérrita: "¿Qué explicación tiene...? Se aburría el diablo, salió a entretener su maldita eternidad..." [Sin embargo: pag. 305: ...se aburría el diablo, y bajó a la tierra..."] Está Brell constantemente alrededor del fuego de leños. Sopla Beyle por el hueco de la caña los rescoldos, y suena el estertor profundo del pecho, se aviva el revuelo de las llamas. Afuera, el aire frío del final del otoño ilumina la conciencia. El silencio en la noche augura las veladas morosas del invierno, el lento crepúsculo, el sueño hondo. Tornan a apaciguarse el sol y los colores. Todo es una postrimería. La tierra se muere.
Recuerda Brell los tiempos del verano, ya vencido, se goza en ellos a la vez que se rinde a la ilusión del futuro que empieza a tramarse burdamente a despecho de los posos de muy atrás, del pasado malo.
Los días transcurren con lentitud. ¿Qué de extraordinario iban a deparar...? Poco había de alentador hasta ahora. Silvia Jara no delataba su presencia.
PINTALA CON LA LUZ DEL NORTE... (Es más sutil, no burlará tus sentidos.)
El sabía que ella andaba detrás. Sentado junto a la piedra, fantasea una conversación. No obtenía respuesta. Hablaba al aire. Soliloquios de trastornado.
LA MIRA EN RELIEVE, A ELLA Y AL MISMO PAISAJE: LLEVA PUESTAS SUS GAFAS ANAGLIFICAS.
No oía jamás ni una palabra.
"¿Es muda?", le preguntó a Panes de una vez.

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