sábado, 11 de diciembre de 2010

Una academia (17)

Un día, Brell subió manzanas allá arriba. Frescas y jugosas, rojas y brillantes, recién compradas en la plaza del pueblo. A media tarde, entre la largura de las sombras, ascendió la senda con cierta emoción. Al llegar a lo alto el sol enorme y mustio aún se veía por encima de los picos de Peña Blanca y Alto Azul. Se sentó sobre la hierba. Tuvo que esperar, y se entretuvo imaginando. ¡Qué paciente era entonces!
De día... ¡Este búho invisible!
No tarda en oír el rebaño que se aproxima. Deja pasar unos minutos. Murmura unas palabras, y su voz se le antoja extraña en el silencio, precaria, sin vigor, nada hermosa, chocante del todo, una fantochada entre lo natural. Dice que... [Cualquier cosa... Eso mismo, manzanas.] Abre el morral.
"¿Quieres una?", pregunta con miedo, sin creer todavía en nada.
Casi sin darse cuenta de lo que hace, alarga un brazo hacia atrás con una manzana roja en la mano, sin mover el torso, manteniendo la cabeza rígida, sin girarla, con la vista hacia delante.
Con voz más firme, aunque trémula, asegura que no volverá la cabeza. Ni va a mirarla, este Adán trastocado…
Siente como otra mano invisible (como de aire, o de agua, o de sol, o de tierra, o no mano) coge la manzana, muy suavemente pero con decisión, y, entonces, sí, oye unos pasos alejándose hacia la espesura de los matorrales: oyó una cosa nueva en el monte.
(Tiene ella la boca llena de manzana, y Brell la entiende a duras penas. A él se le hace la boca agua.)
Ese día dejan que la noche se abalance sobre ellos: se posa el aire azul y negro en la tierra...
Brell ha abierto las puertas del corral. Mansamente entran los animales. Cierra de nuevo la entrada, la asegura con la tranca.
Ya no puede sino difuminarse por completo en algo extraño lo más lejos posible de la realidad indeseable.
Vuelve a sentarse. Silvia Jara no sale de su escondite ni un momento.
Surge el diálogo como fluye el agua fácil del manantial, como se hace el viento en la luz de la mañana, como cruzan las nubes tranquilamente el cielo: no son de una especie temible ellos dos, qué pena de futuro u otra cosa.
"Eres hermana de Vicente, el loco."
Y él, ¿de quién es hermano...?
La voz sale de atrás, más allá de los matorrales.
¿De dónde viene éste...?
"De abajo, del pueblo", contesta Brell. Y piensa: "De ningún sitio."
En realidad, no es de por aquí... [Allá en la urbe: ni una huella del corzo, ni del muflón, ni la estela de la jineta, ni el vuelo del halcón, ni la tierra verde...] Viene de Abajo, de muy abajo...
"¿Cómo se llama este sitio?"
[El Siglo.] Brell sonríe: “Tiene la voz ronca..., como T.B.”
Fuera de todo esto: quizás el diablo, el mundo que se apaga.
El verano fue una sucesión de diálogos, un entrometerse de Brell en la cosa ajena que era ella. A su vez, Silvia Jara, tan franca de inspiración, libre de todo, entendería la novedad, y le alegró ese pasar el tiempo: entre la demasiada luz, el ardor del cielo, la parsimonia de la montaña en el estío, la hora eterna de la cigarra...
Recuerda Brell el comienzo de su esperanza actual, en la quietud del otoño, sin nada ya en el pasado (recién hecho) de malas trazas, en el presente nuevo. Y el futuro, bueno, ¡para qué!
Muchas son las cosas que han cambiado. Es... otro.
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El fuego como sol. Una realidad apagada, u otra. Ahí está Brell.
En ese recinto de noche y conformidad, de aliento mortecino y muerte segura, de cansancio y de viejos, de indiferencia del mundo, deja Brell pasar las horas y se siente sazonado de venturas que han de llegar a él como los días y el aire. Esconde muy adentro su secreto de Silvia Jara que por momentos acrecienta una ansiedad, un temor de escalofrío que le brota del corazón y le entumece la garganta: perderla, no saber tenerla, o no comprender verdaderamente su raza buena y fiera; volver él al silencio gris entre la noche y el día; dejarla a ella diluirse en la transparencia del aire o disolverse en un polvo de arena amarilla, hacerse nada o más invisible de lo que ya es. Y, ahora, ella lo es todo. Es inevitable. Es precisa, y es lo único. Los pecados se forjan en el miedo, o en una soledad de roca.
"Sin ella, todo sería como una traición, terminaría convertido en un desengañado a perpetuidad", se dice, casi musitando, pues sólo le rodean sordos viejísimos junto al fuego, en la línea de la muerte. ¡Para qué levantar la voz!
Se ha callado Beyle: dormita, y las otras viejas, como un coro de sombras negras sin amenazas ni tumultos ni fatales augurios, sostienen fija la mirada en las puntas asaeteadas de las llamas (¡en algo pensarán!). Son esas esfinges vigilantes un estatismo de friso griego, o la retahíla negra de una tragedia muda, de poca cosa, o un efecto indeterminado que oscila en la pared de la caverna.
Mientras, está pensando en el sol, en Silvia Jara, en cascadas de agua verde que se precipitan a un arroyo oculto entre los pinos y las grandes piedras blancas, cubierto por los zarzales salpicados de moras rojas y negras que brillan al cielo.
Acaso ante la luz ancestral Brell no admite el cambio brutal del futuro: niega el pantano, el olvido y la colección de finales que se avecinan. Sabe, y no ve todavía, de la muerte de Beyle, del ahogo de Montes en un lago de turbiedad, de su propia y natural permanencia en la montaña alejándose definitivamente de una vida mentirosa, de los negocios más allá del hambre y de la felicidad, del frío y la sucia desdicha, de los ríos de gentes silenciosas y taciturnas, un poco hostiles, del todo sombrías, de la muerte a créditos, del cansancio disfrazado de interés. [Se sale, simplemente, del camino.]

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