viernes, 31 de diciembre de 2010

Una academia (23)

Otro día (antes de ahora, o después) le preguntó ella acerca de Van Gogh, ese amigo suyo, o lo que sea, de la ciudad de Abajo. Un amanecer (lejano), Brell le había facilitado ilustraciones de sus obras (todas las de Arlés, algunas de Auvers-sur, el dibujo feo y genial de cuando estuvo, desorientado y sin dinero, en Brabante...). Las cosas de ese artista parecían repugnar a la novicia. Exaltaba el mundo, pero con absoluta sencillez, lo desnudaba bajo el sol, un arte inexplicable... La turbaron el profundo sentimiento que adivinaba detrás de los colores y la violencia de la expresión. No le gustaban esos cuadros desmañados. Parece que grita al pintar, dijo. Es un artista furioso, nada imaginativo. En su obra todo es pobre, parece de verdad.
Brell disimulaba su indignación.
"Gritaba. De eso se trata. La gente a su alrededor andaba sorda de entendederas. Ese artista no tenía ninguna buena razón para estar imaginando algo que superara el propio paisaje..." Se calla. "Lo verdadero nunca es pobre", se dice por lo bajo.
Silvia Jara dice que tiene que irse. Esos discursos febriles de Brell la confundían.
"¿Has entendido lo que he dicho?", preguntaba él encorajinado "Si no hay río, no se pinta. Y ya está."
Oía Brell el cuerpo de ella, que rozaba los tallos y ramas al levantarse del suelo y abandonar el lugar, y permanecía muy quieto hasta que todo quedaba sumido en el silencio. "No verla, no verla nunca", se decía puesto en pie, mirando la noche profunda por donde ella había desaparecido.
Tosca y de malos colores esa pintura de Silvia Jara, y encima se afea de añadiduras improbables, de colofones y chafarrinones de telón. La hará dolerse de esas puerilidades.
En realidad, Brell nunca supo demasiado bien cuando empezó a pintar Silvia Jara. Probablemente lo haría desde muy niña, cuando cualquier cosa, planta o animal le pasaba de altura. Al correr del tiempo el dibujo ya era de trazas adecuadas, los colores casi obscenos de tan atrevidos. En lo alto de la sierra se imagina la pastora que pinta y pinta más lo que imagina que lo que ve.
Pronto advirtió eso el latoso maestro: "Pinta lo que veas. No lo imagines."
A veces parecía enfurecido al no hacerse comprender [comprender lo sencillo...].
Ella lo ignoraba, y harta ya de las reconvenciones en las que aquél se obstinaba, dejó de mostrarle pinturas o dibujos. Tuvieron sus más y sus menos. Así, unas semanas.
"Está bien", pensaba Brell, "tengo todo el tiempo del mundo." (Y contumaz bajaba y subía la montaña como un trabajo cualquiera, empecinadamente. Todos los días.)

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