martes, 7 de diciembre de 2010

Una academia (15)

Lo examina cuidadosamente. Quiere ver más allá de las líneas y los colores desmedidos. La cadena de montañas nevadas, el cielo poblado de trazos oscuros y nubarrones, una misteriosa claridad que inunda de definición los contornos y los volúmenes, las formas de lo reconocible, la imagen real. Y... sorprendentemente: una mancha verde sin sentido, y tres rayones amarillos que son como venablos de luz a ninguna parte, una inspiración repentina, gestual, caprichosa y magnífica.
Más que nada le divierte el absurdo del presagio: se sugiere un acto colosal. ¿Por qué una tormenta? Está claro, quiere decir más de lo que dibuja. Estimará en poca cosa el paisaje, y busca la emoción de otro discurso, el de la fantasía. No le basta la montaña, o la línea del árbol, o sólo el sol. Su realismo precisa de características adjetivales. Busca el añadido a la representación pues la apariencia sola de la realidad semeja cosa de simples; así, sin más, le endosa una circunstancia al paisaje que lo turba de inquietud. Es un efectismo gratuito y descarado. Su preocupación íntima de pastora fantasiosa desdeña la realidad y eleva sus aspiraciones, no sabe que basta y sobra con su idea solamente. Todavía no sabe que puede significarlo todo a través de lo que ve.
Podría decírselo..., podría. En fin.
Le parece ridículo gritar, levantar la voz y romper la paz de un silencio emocionante.
Y entonces, sin pensarlo apenas, comienza a hablar muy despacio, tenuemente, como si su interlocutora se encontrase a escasos centímetros. Musita, en efecto. "Si quiere oírme, que se acerque", se dice. Aún baja más el tono, ya es casi un susurro inaudible. Por un instante siente que su torpe salmodia profana un espacio sagrado.
¿De qué habla? Procura que las palabras sean sencillas, declaran su interés por su pintura, incluso hacia ella misma..., que entiende muy misteriosa.
Emboscada en algún sitio, la destinataria del vacilante mensaje prolonga su reserva. No aparecerá.
Finalmente, Brell murmura ya para sí mismo, hasta que se calla de una vez. Deja transcurrir unos minutos. ¿Qué va a hacer con el dibujo?, pregunta. ¿Se lo lleva... o no se lo lleva? ¿Puede guardárselo? No hay respuesta. Nada, no se oye nada. Dobla la hoja y la deja a su lado, de nuevo sobre la hierba. Coloca la piedra roja encima. Mira en derredor. Le envuelve un aire fresco, las sombras verdes y nocturnas.
Experimenta algo de rabia ante el silencio inconmovible. El perro pequeño le mira con los ojos muy abiertos; está sentado sobre sus cuartos traseros, indiferente al ganado y sin delatar a su dueña en ningún momento. No es una sensación de ofensa lo que solivianta a Brell. Comprende que no es miedo sino prudencia lo que siente la artista desconocida, pero le duele el recelo tenaz que lo relega al ostracismo sin remisión. Podría, ¡ya lo creo!, fastidiarla quedándose ahí todo el tiempo que quisiera, ya bien de noche. ¿Qué haría ella? Tendrá que guardar el rebaño antes de partir a la masía, lejos de allí. No puede irse sin hacer eso previamente. Hay que encerrar a la grey.
Brell se pone en pie. Ni por un segundo deja de mirar de frente. Los constantes balidos de las reses se le antojan lastimeros en la luz azul y oscura. Comienza a andar hacia la pendiente sin volver la cabeza. Una senda limpia de broza baja sinuosa entre los árboles y los matorrales hasta el camino, largo y cansado, de regreso al pueblo. Desciende con mucha calma. A la misma hora que hoy, volverá mañana.
La creación es la metáfora del creador. Qué simple: está la obra, y habla de su dueño. Es imagen, un tropo resuelto en una apariencia afortunada, un antojo plausible... ¿o nada de todo eso? Y, sin embargo, nos habla de otra cosa, de la cosa cierta, de aquello que es por encima de texturas o el dibujo de unas palabras. Brell, bajando de la montaña...
El dibujo de Silvia Jara inaugura otra reflexión en Brell: ella es real, y la quiere para sí. El dibujo la sanciona de una vez por todas. La pintura de después será la prueba fehaciente. Su existencia ya está lograda.
Ahora se lamenta de no haber traído el dibujo. Sería, en las horas negras del insomnio, una confirmación feliz en su divagar.
Apenas cena, con prisa. Se asoma al balcón. La noche de julio es estrellada, limpia y tibia, festiva y meridional. La plaza del pueblo está invadida por niños que no cesan en sus correrías en torno a la fuente, y se oyen sus risas y gritos ininterrumpidos. De los bares próximos han sacado mesas y sillas al aire libre. La breve consumición propicia las largas partidas de naipes. Hay corrillos de veraneantes que hablan entre sí cerca de las paredes, con atuendos claros, y andan despacio de un lado a otro, cómodos y desenvueltos, sin urgencia. Otros beben del agua fresca del caño, toman asiento en la escalinata que sube hasta el portalón del templo. Todos entre automóviles que estrechan el espacio, rodeados de casas viejas, de casas nuevas sin gusto, bajo un cielo raso lleno de soles nocturnos y brisa templada.
Brell sale, camina tres pasos del callejón y entra en la casa de Beyle, junta tras él el pesado portón de cuarterones, de quicio muy quejidor. Cesa la algarabía de la plaza, que se aleja, queda como un leve fragor detrás de la gruesa madera.
Se sienta en la cocina. Frente a él Beyle, su mujer, alguna otra vieja, algún otro viejo. No hay fuego al que mirar. Deja, pues, que Beyle hable del pasado, de las épocas de bonanza del viñedo, del olivo, de la almazara de antaño y las destilerías con las mismas palabras fatigosas de siempre. Las imágenes del recuerdo, fragmentado, libre, de vuelta y revuelta en el habla, aletean entre la luz eléctrica y amarilla y espesa de la estancia, parecen levitar, posarse sin violencia sobre las cabezas inclinadas de los viejos como el humo perezoso que asciende en grises volutas del cigarro maloliente en los labios entreabiertos de Beyle. La voz quebrada evoca los días de mejores industrias y más holgada población de Montes. Entonces las antiguas fábricas de anisados y holandas del tiempo de su propio nacimiento, cuando a punto estaba de doblar el siglo, competían en ese lugar de montañas con las fábricas de hilados y tejidos que producían miles de libras de seda.
"Mi padre plantó medio centenar de almendros el día que nací. Ahora ya no sirven para nada, están todos viejos, con el tronco negro y sin savia, a punto de morirse como yo. Ese árbol tiene la vida medida del hombre."
¿Pero existe el tiempo de atrás, todo ese conjunto de circunstancias dudosas, de gentes y empresas olvidadas engullidas por los años? Escucha Brell los recuerdos del otro, la historia muerta ya, inerme, sólo viva en el relato de penosas intermitencias de un viejo sin nostalgia y terriblemente cansado, que deja que la memoria trace una crónica hilvanada de arbitrarias casualidades: cuenta lo que recuerda; lo que no recuerda, no existe.
Un día Beyle le enseñó a Brell una antiquísima fotografía, tal vez la primera que se hiciera en Montes, una instantánea de cantos mordidos, deslustrada en algunos puntos. Registraba un día de fiesta en el pueblo. Había baile en la plaza. Había unos hombres y unas mujeres, mozas y mozos, niños, todos con ligeros atavíos de domingo, las camisas blancas, blancas las blusas, las mangas de los hombres arremangadas por encima del codo, los niños con pantalón hasta la rodilla, todos muertos sin remedio ninguno, brumosos e incomprensibles en la distancia, casi tan viejos como las piedras muertas, niños imposibles e inextricables (pues la fotografía se remontaba al año 1888). Los grupos se arremolinaban en el breve espacio de la plazuela acotado por el fotógrafo. Unos se miran entre sí, otros sonríen a esquinas invisibles, pero casi todos miran al objetivo, sonrientes, cándidos ante el artilugio y felices por la sorpresa, y aun hay otros que mantienen una postura envarada, de rigidez ante la grave razón del momento: "Esto os eterniza", diría el hombre técnico y misterioso de la cámara, y rápidamente las caras expresan asombro e inocencia, la risa nerviosa se muda en ingenua solemnidad. La época moderna les roba de su sitio a todos ellos, y la ingeniosa mecánica que atrapa la luz los fija en la emulsión conmovedores y ciertos, arrebatados al tiempo real de su existencia, los transporta a un futuro indiferente. Pero no los pinta vivos, los reduce a una creación de amaño, a un montón de sombras y bultos grises, sin color, como unas luces sin alma.
Beyle señala entonces un adolescente enclenque y borroso, de cabeza rasurada casi por completo, entremedio de un cortejo de faldones inacabables de mujeronas y entre dos mozos de pelo revuelto con anchos pantalones de pana, entre hombres y mujeres oscuros, entre todos. "Este sería mi padre", le dijo a Brell con cierta incredulidad, y a él, diablo de ocurrencias insólitas, indignantes, le parece ver la imagen funeral y la amargura desesperada del nieto y del hijo suicida de mucho después.
No hay fuego donde llevar la vista. Brell escucha la voz del viejo y se figura sin palabras unas imágenes de tonalidad inaprensible (¿la luz de la muerte?), como surgidas del trémulo matiz del resplandor de unas llamas (ahora) inventadas en la pared de baldosas rojas. En su interior (pero no sabe lo que es el alma) todo parece anticipar adioses, la ausencia definitiva de sí mismo.
¿De qué le están hablando?
Escucha como un batir de olas, como un rumor de aire antiguo y frío: "Ya entonces", le decía Beyle, "se hablaba del pantano, pero como si se hablara de una de las guerras de nuestros antepasados. Hace más de cien años."
Piensa Brell en el tiempo ido y no suyo, y la mirada casi dormida se posa en la mujer de Beyle, que no murmura una sola palabra, es una comparsa de atavíos negros en el fondo silencioso, vieja de verdad y sin futuro, sin miedo pero también sin afanes, que a toda hora asiente con una media sonrisa lo que oye, que afirma complacida el relato del otro, como dándole razón una y otra vez. Los otros viejos, al igual que ella, son oyentes silenciosos y de una timidez senil, asiduos de las sencillas veladas de los Beyle. No dicen nunca ni una palabra. Ni una.
(Mucho antes de ahora, mucho antes que Brell asistiera desde las montañas al ahogo de Montes bajo las aguas del pantano, mucho antes que él llegara al pueblo, imagino a la mujer de Beyle tan atrás en el tiempo que dudo de su infancia desasistida y secreta, y de la otra mujeruca, también de negro y con una mirada tan llena de vergüenza que atribula, niñas herméticas envueltas en las remotas vicisitudes del hambre y la guerra, cuando los años del cáñamo, tejiendo y haciendo hilo ante la rueca y el huso, mercando los ovillos a los tejedores que fabricaban las prendas de lienzo en la ciudad grande y lejana, un destino tan improbable como temido...)
Y, no..., la vieja, la vieja de siempre con alcuza, está ahí en la cálida noche de julio sin fuego de leña en el hogar, frente a un aparato de televisión en blanco y negro con el volumen poco audible que lanza su desmañado resplandor de acero sobre los rostros de esos viejos, de ese Brell que puebla el Montes de hace cien años mientras urde con un anhelo inconfesable y cobarde la huida del fracaso de su presente que tanto teme. No, no huir de él, de sí mismo, sino de ese presente, de ese sueño inexplicable que lo ata a las cosas del pasado innecesario.
Entre las lenguas de agua yacerán los cientos de cahíces de trigo, los miles de cántaros de vino y los miles de arrobas de frutas. Grandes y felices tiempos sepultados por un manto difícil.
"¿Hay alguien en la foto de los Jara de antes?"
El viejo duda. ¡Qué complicado saberlo!
Sin embargo, al cabo de unos minutos señala con el dedo una mancha: "Este es un Jara."
Pensará en ella en todo instante: Jara. Brell atrapa los momentos que han pasado juntos, tan cerca el uno del otro pero sin mirarse, temiendo descubrirla bajo la luz reveladora.
Más tarde le ha contado a Beyle los encuentros, las rarezas de él, la manía persistente, la avenencia de ella al simulacro, el ocultamiento.
"Ya hace días de todo esto", confesará en voz baja, asaltado por un repentino pudor.
Beyle no entiende el pacto... tácito: ¿No verse cara a cara? ¿Ni de ninguna otra forma? ¿No es cosa de necios?
"Es una especie de juego..."
"¿Y de qué se habla...? ¿Es ésa manera de razonar?".
"Igual que si nos viéramos."
"¿Cómo es ella?"
"No lo sé."
"Su madre era una fiera callada."
Funde Brell el sueño con la realidad, y es una turbia transparencia. ¡Que mistificada pintura!

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