lunes, 13 de diciembre de 2010

Una academia (18)

Absorto en el fuego, en las secuencias entrevistas de una historia que está haciéndose de retazos veleidosos, no por ello menos ciertos, destino que erige de entre las llamas, como si una voz susurrante, lejana y primitiva le salmodiase al oído los actos, los cuadros y las escenas de una vida quieta lejos de la desesperación y la impotencia: le invita a la huida, a una sencillez.
Piensa que ya prefiere lo mudable, se quiere así. Lo que nunca se atrevió a hacer en su vida anterior de raros conformismos y groseras renuncias. Ya va matando el que era. Incluso crea...
Un día, cuando ya se hablaban y ella podía verle bien y él nada a ella, le dijo a Silvia Jara que pintase el paisaje real, que no lo imaginara:
"Pinta lo que ven tus ojos. Es suficiente con eso."
Sólo tenía que mirar en derredor, todo estaba allí: "... Es buena la luz que desciende del cielo en la mañana o antes del anochecer, o al filo del mediodía."
Negaba ella esa poquedad. No quiere el cuadro del paisaje: rebusca en su naturaleza. Pinta su cuadro, pinta sus ojos.
"¿Aburrido lo que ves? Está todo ahí, sin más", se indignaba Brell.
Pero eso estaba ahí todos los días. Ella lo sabe de sobra. Viene viéndolo desde que nació, o antes. Nunca cambia. Necesita verlo de otro modo.
Brell no admitía la réplica, pensaba que la invención no formaba parte de la verdad de la tierra: invéntate tú, deja en paz a la piedra azul o verde, o blanca. El registro inspirado de la naturaleza, toda la exuberante yuxtaposición de signos y señales no puede sino promover la más genuina de las expresiones en un artista, abona una técnica del alma, todo parece ir más allá del uso hábil de la mezcla de colores, del trazo artesano del dibujo o el manejo del pincel de pelo fino o grueso, del memo lapicero fantaseando, empañando la realidad de burlas.
Donde él veía una cadena de montañas bajo el cielo de acero o de tinta azul, o amarilla de fuego, ella anotaba una tormenta negra, una impresión ocasional y falsa que fingía ver cuando pintaba, o delineaba sin venir a cuento unas rayas de armonioso equilibrio (un sembrado inexsistente), unas líneas verdes escoltadas por un azul quieto arriba y unos trazos marrones ondulados abajo del lienzo. Era la de ella una estética de estímulos artificiosos, imposible de contrastar fielmente. El cuadro desmentía a rajatabla el momento de la ejecución: la tormenta había sido pintada un día plácido de sol; el árbol encumbrado y solitario en la colina no existía, y el girasol encendido bajo el cielo verde y blanco era una figuración que había pintado en el pequeño cuartucho de la masía abierta a la naturaleza a través de los sencillos ventanucos, o cuando estaba sentada a la puerta de los establos mientras una fina llovizna interminable de tarde de invierno empapaba la tierra y la hierba.
No obstante, era cierta la imagen, no engañaba su apariencia, le añadía la alegría o la pena de su espíritu solitario. El resultado final era una decoración a deshoras que sólo confundía la oportunidad de su circunstancia pero no su propiedad. Pudo haber habido ayer una tormenta: la pinta hoy, lo exige su ánimo de ahora. Al crepúsculo enmudece la luz del girasol, se encoge hacia la tierra, se humilla su color: ella lo pinta antes de la medianoche porque así se le ocurre, o porque es ahora cuando lo recuerda de fuego.
No recrea el paisaje: lo disfraza de ella misma. Siente que su mirada apropia mejor la realidad.
Brell ya lo ha comprendido, y le desconcierta que la pintura no sea en ella una afición inocente, un mero deseo de imaginar una imagen en el papel o en el lienzo mediante una técnica chapucera. Ella se deslinda de ese pasatiempo y convoca ante la visión dispar del panorama bajo la crudísima luz al mismo arte. Tiene gracia su dibujo, y el color es verdadero cuanto más rudo. Esta pintamonas ha desembarazado de buenas a primeras su estilo de la práctica habilidosa, tímida e inútil, pues eso le estorba, le coarta la imaginación, la deja desposeída y la convierte en una aplicada copista. Por encima de todo, inventa, pero... ¡demasiado! [Que deje de hacer eso..., decide B. Cuanto mejor mire las cosas normales, verdades más raras ha de encontrar.] Intenta descubrir la malicia o la duda, alguna falsedad en ella. La desafía a propósito. Habla de un pintor que conoció:
"El pino se agarra a la tierra roja de rodeno, y las encinas de cortezas grises y negras estampan el ramaje verdinegro contra el cielo azul; el campo en barbecho es de un color... baldío, motas de negro y rosa salpican la zarza, y allá el rosado del brezo salvaje y extendido, el maíz es un revuelto de verde, el sol amarillo, el río plateado. Se puede pintar el aire de cristal, o el olor del bosque luminoso de claros y sombras, o el de la mata florida de blanco, o el del peñasco ceniciento azotado en la altura por el viento cárdeno, la brisa de la colina violeta."
Casi lo ha declamado.
"Hace muchos años", refiere a continuación, hablando para sí, seduciéndola a ella adrede con el recitar de un habla obsceno y calculado, "vivía un hombre que era pintor. Había nacido en una región de brumas y cielos muy oscuros. Eso le apagaba el alma. Rezaba a dioses sordos y terribles. Se enajenaba fácilmente, incurría en desatinos, pero él creía que de ese modo fortalecía su fe cuando en realidad tan sólo ocultaba una pesarosa desconfianza y una negación continua a cualquier dios. Predicaba; se entregó a los más humildes de la tierra. Antes había intentado la falacia del comercio. No lo consiguió. Tras unos años de engaño y privaciones renunció a entender almas, sobre todo la suya. Ni eso pudo lograr. Se había quedado sin nada.
Durante algunos años leyó libros, anduvo indagando entre silencios y hombres. Viajó mucho sin sentirse de ninguna parte. No sabía valerse del amor, era marrullero y enredoso en ese arte, malograba un querer antes de alentarlo. Pobre y sin recursos, se alejó de su familia y se dedicó a la pintura. Nunca ganó nada. Era pobre antes y después de pintar. Comía mal mirando al sol, sufría el relente de noches, y alucinaba dando paseos tristísimos. Bebía mucho alcohol aderezado de endrina o anís o absenta o un brebaje de licor desconocido, y no pensaba cosas buenas. Sobre él se cernía la mala nueva del cuervo. Un día se mató. Había pintado centenares de cuadros. Al paso del tiempo sus pinturas costaban tanto dinero que ningún hombre o mujer podía comprarlas. Sólo eran capaces de hacerlo los estados y las grandes entidades financieras y las compañías mercantiles que especulan mediante valores de cambio y falsos prestigios. El pintor había sido un hombre complicado, bordeando impasible o frenético los lindes de la locura, pero era de una gran sencillez en su vida. No hubiera entendido todo lo que sucedió después de su muerte, que nada tiene que ver con el arte ni con él."

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