jueves, 30 de diciembre de 2010

Una academia (22)

¿Está equivocado?: sin arte, más allá de la naturaleza, todo es falso. No sirve de nada. El arte debería ser la complicación, una duda manifiesta, la prueba de una emoción. Del terror a la nada. ¿Entonces...?
"Hay falta de una técnica básica", se dice sin engañarse. [Olvidarla después, o destruirla... (Beetho.)]
El sencillo fundamento (un desnudo, el cavador, la vieja, el loco, el ciprés, las estrellas, la última fiesta -14.07.90-) que sostiene la idea se resiente de la tosquedad de la línea gruesa del trazo, cuya intensidad trata de fortalecer la endeblez del dibujo. Ampara la forma mediante la cárcel del grafito. Rellena luego con claroscuro. El auxilio grosero fuerza la imagen, la define con ardides.
¿Y si...?
A Brell se le antoja una empresa llevadera, hasta ingeniosa. Comenzaría a corregir los cuadros de Silvia Jara, incluso a inventárselos (!?).
Se propuso asimilar un arte genial al pasatiempo de aquélla. Sería como una burla a la admiración universal y mojigata, y en numerosos casos fraudulenta, que de modo tan fácil se rinde ante las claves de una obra de la que nunca entiende verdaderamente su carácter genial. ¡Qué réditos devengan a veces algunos muertos y sus pinturas! Quería apropiarse de una inspiración majestuosa y simple, única y blasfema, solitaria, agreste... ¿a través de esa hembra tonta y seguramente presuntuosa? Un museo de aire y de luz que no vería nadie salvo él. En la soledad de la sierra y lejos del justiprecio crítico y avisado, a salvo del tráfico artero de los talentos indefensos.
Más modesto él en la glosa:
"Un cuadro no vale más allá de aquella jornada de sol o de coraje o de fe que entretuvo su ejecución: el agua fresca, el vino, la sal, la carne y la fruta, el andar y luego la casa en reposo, encender una pipa, una copa de anís, la paz de la luna y el sueño. Un cuadro nunca vale más allá del beneficio del día de hoy y a veces el del día de mañana. El plato de sopa, el pan y la miel, el aceite puro de oliva, el olor de la albahaca y el laurel, la ropa limpia y holgada, el corazón tranquilo, un jarrón con flores y la plena conciencia de crear cada día, a cada paso, en todo momento. Un cuadro no vale más que el espíritu de un hombre, y no vale ni mucho menos lo que un solo día, un solo minuto, de la vida de un hombre..."
"Ya que inventas", le dice un día a Silvia Jara con una doblez que le distrae íntimamente", inventa los colores y deja las cosas como están. Si no hay río, no hay río."
Está el río, responde ella.
A él le gustaría verle el rostro de mentirosa, pero no puede, ni podría tampoco. Silvia Jara está enredada en la ya casi completa oscuridad, entre zarzas y matas de romero y arbustos de aladierno y torvisco. Su voz de fluido desparpajo le embarga de inquietud pero también de rebelión, de un júbilo inocente ante los días buenos o nada más que distintos pero excitantes que se dibujan como una promesa en el futuro. Antes de que él replique, insiste ella. Dice que está el río, que puede verlo muy bien, lo ve que desciende entre curvas, al pie de los pinos antiguos, desde siglos pule esas piedras blancas tan grandes, salta las rocas, fluye y se pierde hacia el Sur.
"¡Pero no hay río!", exclama él con impaciencia. "Ese manchón brota de la tontería. Yo veo una magnífica tierra roja, y las formas negras y verdes de los matorrales y los pimpollos, y todos esos troncos de pinos y carrascas, de nogales y olivos, y las piedras, la roca. ¿Y no ves el aire, ese hilo exquisito que teje todo lo que ves, la planta, la tierra y el agua?"
Silvia Jara, desde atrás de él, no profiere palabra. Guarda silencio como un animal orgulloso y tenaz, inmóvil en su madriguera, paciente y como de la tierra. ¡Le va a decir éste lo que ella ve!

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