domingo, 26 de diciembre de 2010

Una academia (21)

Eran los días, uno a uno, el escenario de la trama: un fondo vertiginoso que le sumía en imágenes tan fugaces como las lenguas amarillas del fuego de los leños movidas por un aire repentino, dibujadas en silueta sobre las baldosas pulidas y rojas del hogar. El tiempo corría adelante y atrás, era el de antes y era el que sería después. Todo lo que era está siendo. Será lo que es ahora. No se sentía personaje: va y viene de trazos, y de las mañas que le sirven para renunciar a todo. Los días eran el lugar donde él y el tiempo dibujaban el sentido primero y la solución después del laberinto indescifrable para otros, para todos los otros. Ya sólo quería vivir, y ser un poco feliz, eso que nadie, al cabo, entiende.
[Y pierde... por tan poca cosa.] Durante la luz de la mañana y la tarde él era la acción; ahora, en la noche cálida del fuego, se piensa, o piensa lo de después. Imagina que desde el acto incomprensible de su nacimiento ha configurado mediante la excursión trágica o risible de sus movimientos y de sus vacíos blancos en el vasto telón de los días un dibujo, una maraña de líneas cuya disposición carece de modelo natural, a nada recuerda, algo es pero no es nada reconocible. Se tiene así: sólo líneas, y un desierto por dentro. Piensa a ratos. No hace nada. Se habla en voz baja. "Vine con la lluvia", se dice mirando el fuego, como si fuera el mar, un mar sin agua. En la lluvia fina desaparecerá entre verdes, grises, ocres, sienas. Está en un espacio extraño. Silencioso como el recuerdo: nadie oye las palabras del recuerdo. ¿Lo habrá inventado todo? ¿Un sueño? ¿Sale del fuego? ¿Es de agua, o de aire? También el futuro es un sueño.
Ahora ya cavila mucho porque aguarda felicidades.
Recuerda que maduraban los frutos en el árbol del verano. Brell iba y venía a la montaña. A cada momento el sonido del agua en el regajo, el sol, la tierra ancha, el aire silbando entre troncos de olivos añosos o pinos desgalichados. Iba y venía de ella. Eso no podía durar toda la vida.
Quiso encauzar lo que no asimilaba en aquel arte fácil. Silvia Jara lo dejó hacer: el proceso no le interesaba nada. Las cosas se hacen. Salen así, dice sencillamente.
Brell: "No veo veredas en ese valle, ni río, nada; sólo coscojas, piedras, pinos, una encina, la adelfa, lavanda y orégano, la sabina."
Son adornos, contesta muy segura ella. Debe pensar que de esa forma complementa una visión distinta, harta de la constancia diaria de lo real y su fatigosa cotidianidad. Si inventa, aleja la realidad del cuadro y lo cree más verdadero.
El no consentía réplicas, quizás porque ya está decidido a todo. (Ella le dejaba algunas obras sobre el suelo, por muy poco no hundidas en la alta hierba.) El, serio, observaba muy despacio los cuadros de pequeño tamaño, algunos casi formando cuadrados absurdos, u oblongos, de raras medidas. "La pintura", decía con voz cansada, "ya es adorno, es una falsa luz, un hechizo malo. Basta con eso. No le pongas más cosas. Deja de fantasear. Es tu mirada lo que cuenta. No hay nada que inventar..., [como no sea tu propia alma]."
Una y otra vez con esa suerte de monserga. Ella detrás, él delante. Un diálogo de trampas, como el arte o la palabra que son quimeras, se esfuma la una en el aire y el otro en la ilusión, y los días, que son mágica celada: imagen falsa, sonido hueco. El crepúsculo y la noche pronta. No la halagaba, nada de eso. Estaba, censuraba, se iba dejando atrás reniegos, mascullaba imprecaciones: turiferario... ¡de nadie! Si acaso... buen demiurgo ("Si pudiera transformarla...", se pregunta).
[¿En qué...?]

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