A veces el Oráculo, con penoso esfuerzo que los oyentes no aciertan a descubrir, barrunta el derrotero del arte moderno y censura vacilaciones de un tiempo pretérito, aquellos artistas muertos y enterrados que, además, deberían estar en el olvido; en ocasiones, susurra medias frases, palabras al sesgo, revelan ufanía: “¿Acaso se conoce el exacto significado de las obras de los llamados grandes maestros? Al margen de su artesanía y aplicación, ¿trataban de decirnos algo más aparte de la representación del tema?” Ese disparo proyectado a las medianas inteligencias (midcult) lo había perpetrado Clement “Frankenstein” Greenberg, hacedor de monstruos en una velada especialmente alcohólica; ahora, el hijo pródigo se lo atribuía a sí mismo con el descaro habitual del que tanto haría gala en el recién iniciado 1950.
Hesse, aconsejada por el psiquiatra mira sus manos, tan llenas de riquezas pero aún vacías. El terapeuta proporciona soluciones a golpe de talonario. Y, sin embargo, hay un extraño rigor en todo ello: “Mira tus manos tan valiosas.” (3-1954).
Callan las sombras que se enseñorean de los malos sueños, el alba las engulle. Despierta un nuevo Día del Juicio Final. No disipan el café hirviendo y el primer cigarrillo la bruma lluviosa y la grisura de más allá de los cristales, la desazón paralizante en una inmovilidad que tiene mucho de suicidio lento, minucioso, deliberado. Los automóviles se deslizan en silencio bajo la llovizna; algunas siluetas oscuras caminan cabizbajas hacia no se sabe adónde ni a qué entre barrancos afilados de rascacielos aún indefinibles en la atmósfera gris y sucia, sumidos en la niebla.
1970. Ella aún está viva. Agárrala fuerte, que no se escape todavía. Aprésala entre tus brazos, transmítele tu calor y tu fuerza saludables, ese derroche inútil de células exactas en tu existencia de observante, hasta una década de tu propia y anónima vida podrías sacrificar por ella, sólo ello debería bastar para la piedad cósmica: sé médium entre el universo y su moribunda, sostén la blanca colgadura de tu araña preferida, ese mensaje en el aire, en la nada.
Pero como un animal aquejado de malos presentimientos, él la escucha y todo le parece verlo gris, sólo gris, un mundo blanco mancillado por la pátina dulce, y su voz ya casi susurro, calva sobre la almohada.
“Háblame de Pollock”, le había dicho.
“Pollock…”
La razón: “Podemos hablar de muchas cosas que han sido realmente importantes para mí y la idea que tengo de la futura escultura.”
“Lo objetual desmiente esa idea. Pero puedo materializarla mediante una disposición y estructura formales.”
“Creí en Jackson Pollock en cuanto pude contemplar uno solo de sus cuadros. Yo haría cosas completamente distintas, tan alejadas como imposible de relacionarlas con sus pinturas: pero sólo seguía en realidad el camino trazado por él. El caos, ésa era la clave. La escritura sola, sin significados, del caos:
“Grafías, ¿entiendes?”
“¿Una caligrafía?”
“Un grito ininteligible. Eso es. Eso es lo que propuso, y desde entonces se pudo abrir todas las puertas por donde todos los artistas podían colarse sin remordimientos.”
El sábado 5 de enero de 1957 se produjo una epifanía rara. En pocos días va a cumplir veintiún años la chica de Cooper Union, a punto de entrar en Yale, así que decide regalarse un desafío. Coge el metro hasta la 53 y cruza con ojos expertos los umbrales luminosos del MoMa. Se planta frente a los cuadros vivientes de un hombre reventado contra un árbol unos meses atrás y que las fotografías de Namuth ya habían convertido en mito. La leyenda acaba de empezar. Todo esto, ¿para qué?, ¿qué sentido tiene?, se pregunta en silencio. Deja pasar unos minutos delante de One: Number 31. De pronto, la pintura palpitaba, la tela del sudario…
Este cuadro es real, no miente: no representa; luego, es verdad. No imita la realidad, carece de perspectiva, no pretende crear ilusión de nada. Es. Qué maravillosa simpleza, qué fácil resolver el enigma, desvelar el secreto de otra realidad sin necesidad del truco ni de la magia potasia.
Además, sin metafísica ni poesía.
Con pobreza en las malas épocas: el lienzo sagrado es sustituido por papel endurecido con yeso.
Es lo que
hay. Adiós a la barraca de feria.
¿Cómo va a
traducirlo? Es fácil, ponlo en pie, resucítalo del plano; ahora insúflale aire,
el aire de una ciudad de Nueva York limpia, azul y de fascinante y bella
geometría. Sopla. Mira, ya anda. Qué te parece. Lo has contaminado: animas a lo
inerte con el veneno de lo real. Ha cobrado vida, movimiento, materia visible
en el derredor que ella misma crea desde su concreción dispuesta por tu
capricho plástico de artista omnisciente.
Tras esas
conformaciones no existe un pentimento. ¿Existen imágenes? Hesse (o aquél
Pollock) partía de ellas, las emborronaba, las ocultaba, las convertía en
garabatos: cualquier cosa antes que la confesión, preferible el absurdo ciego y
convulso. Pero ¿y ella? ¿Tal vez instauraba la delación sentimental de una
desprotegida, de una desahuciada?
Ella ha
aprendido tan rápido, como si temiera todavía en la adolescencia el cruento
final, la carta maldita.
El símbolo
junguiano; la atadura freudiana. También los estudios culturales propenden a la
suspensión de la pintura a favor de una teorización laberíntica a inagotable
(pues son sólo palabras tan efímeras como el humo de las pipas que cuelgan de
sus sabias bocas). “Después de todo”, dijo con voz calma el hombre profesor, de
pelo cano y mirada distante, rodeado de la solidez de la madera, los libros, el
bronce y la luz amarilla de la media tarde abrileña en su despacho con ventanas
recayentes a los grandes árboles del campus verde y dorado, “nada hay que nos
permita pensar que estos tipos llevaban su impotencia y frustración al lienzo y
la escultura. Sin embargo, amigo mío…” (Y aún se le nota el fuerte acento
alemán. Tras sus espaldas un par de serigrafías obscenamente enmarcadas en
listones metálicos cuelgan de la pared -hubiera bastado el modesto cristal-:
relatan un geometrismo frío, calculador, exacto y connotativo de un espíritu de
enérgica y medida contención).
“Son
artistas. ¡Qué más da en qué basen el soporte, el proceso, la impresión en la
retina del espectador…!”
“Orden.
Hay una regla sutil que informa del arte más reflexivo y eficaz.”
“Existen
múltiples concepciones del mundo, del arte y sus infinitas combinaciones…”
“No es el
arte lugar de campar por sus fueros a
todo aquel que así le plazca.”
Será,
pues, en esos rollos de dril de algodón blanco donde va a enmascarar su
biografía calamitosa.
Pintado y
secado: una semana.
¿Y cuál es
el lugar? ¿Quién lo habita?
Ni
antropomorfas ni zoomorfas esas vestiduras cromáticas. Toda esa espesura
embolicada rechaza las galas de cualquier biología reconocible. ¿Será sólo
composición? Después de la fiesta de la facilidad, la mecánica trivial.
¿Qué
hacer?
Manierismo.
Pero él desconoce el auténtico significado de esa palabra. Aunque teme que
acaezca lo que ya intuye: la docilidad de una repetición tramposa.
Ahora el
acrílico (40 dólares el bote) sustituye a la vulgar pintura de paredes (3,50 la
lata). Es capaz de gotear y chorrear los colores vestido con sus caros
pantalones de tweed, chapoteando con los mocasines de piel brillante.
Antes, el centro del mundo: “Son todos una mierda menos de De Kooning y yo.”
Y aun antes: aspiraba a derribar el pedestal estético donde se erigía David Smith y su escultura inaugural y revolucionaria. Ansiaba ser el mejor pintor y escultor al mismo tiempo de la USA moderna. No lo consiguió el hombre que nunca aprendió a dibujar. ¡Cómo iba a modelar entonces su papel de escultor!
Y de ahí,
a la repetición y la muerte: y esos llamativos decorados la herencia legada a
la posteridad.
Las más de
quinientas fotografías encerradas en decenas de rollos de la Rolleiflex de Namuth: la imagen negra
del dios que esconden las nubes, la inútil posteridad de un tipo calvo vestido
de oscuro que sostiene un palo en una mano, un
bote de pintura pegajosa en la otra y el sempiterno Camel entre los
labios.
¿Por qué
hablamos de estas cosas indignas? Porque hablamos de hombres: El vaquero pintor
triplica de sobra las ganancias de un año de un empleado medio: 10.000 dólares.
Y no llega a 50 dólares lo que paga al mes por la hipoteca de su casa. Gana más
que cualquier otro pintor vanguardista en su país. Pero cada vez pide más
dinero. ¿Aspira a que Borglum talle su cabezota en Mount Rushmore?
Todas las
galerías de la calle Cincuenta y siete desenrollan la alfombra roja a sus pies.
“¡Soy el
mejor pintor de la historia universal de la pintura de todos los tiempos!”,
brama sin respirar, conteniendo el aliento envenenado de alcohol, y lo suelta
de una vez, a grito pelado, sin hacer una maldita pausa, con los pantalones
meados, como un hombre. ¡Menuda frase!
“Viene el
dandy de Springs”, advertían trémulos al tiempo que desempolvaban el champaña
de las mejores bodegas.
Hasta
Clementi había creado una marcha nupcial para sus bodas de Canaam.
Por lo
demás, ¿acaso él, y sólo él, no había revigorizado el arte estadounidense de la
misma forma que Hemingway lo había hecho con la literatura? Dos colosos
bebedores cimentaban el mundo moderno de después con lo que hay que tener,
desalojaban la abstemia cobarde y los melindres maricas de la escritura y la
pintura del futuro. Dos tipos duros de verdad made in USA habían inaugurado, por fin, la nueva era del Hombre.
Pero nadie
logra saber, aparte de su esposa cancerbero, por qué desagüe se cuelan los
miles de dólares que recibe de la Parsons.
El póquer,
quizás.
O una casa
espléndida y sólida que abrigue sus temores de falta de éxito en los años de
más adelante y aleje la intemperie.
¿Y para
qué la quería?
Quizás
tuviera razón. Para esconderse de sí mismo.
Antes lo
hizo entre los cromados y la chapa reluciente de un Cadillac descapotable del
47.
A finales
del 51 se queda sin marchante y sin galería. Y al poco tiempo sin el Cadillac
también, escacharrado en una cuneta. ¿Qué no habrá sido todo un espejismo?
¿Quién es
él (quién era)?
De modo
que El Fantasma del Village y Beodo Genial anda tambaleante por las calles
negras arrastrando una agonía alcohólica que aún duraría cinco años en busca de
la destrucción absoluta.
Se abraza
a la botella de whisky como a los quince años en el Oeste lo hubiera hecho a un
tótem indio.
Una tímida
jovencita con ínfulas artísticas, yendo o viniendo de la Cooper Union, más de
una vez echaría un vistazo temeroso a las profundidades del angosto y humeante
Cedar Tavern, ese cenáculo sórdido de ilusiones absurdas y pesadumbres en torno
a las jarras de cerveza y el whisky. Sin atreverse a cruzar el umbral –otras lo
hicieron-, a través de los cristales sucios, vería al hombre calvo y fanfarrón
interpretándose a sí mismo, en ese u otro bar tan turbador y paralizante,
moviéndose de acá para allá por el seductor decorado de Greenwich Village.
En el 54
había abandonado la pintura. Hasta el más pequeño bastidor le venía grande. A
él, un tipo que había llegado a pintar un 2,40 x 6,60 m. y a punto estuvo de
clavar un 12 x 18 m.
Ya sólo quedaba caer como una fruta… podrida.
Día tras día, mano sobre mano, el sopor, el aturdimiento. Sólo queda matarse, como el otro (no, el holandés simplemente se sacrificó).
En fin, la última Nochebuena de su vida la pasó borracho como una cuba en la cárcel de East Hampton.
Aún logra vender un cuadro pintado años atrás por 8.000 dólares de 1956. Una fortuna.
Luego, nada.
Un vistazo a las olas con la botella en la mano. Más allá, el océano.
Está solo. Detrás, la casa blanca. Vacía.
Está muerto. Y eternamente mira cómo juegan los niños.
Pero los
cuadros estaban ahí. Y todo había sido verdad.
Investida
de un rojo espectral: se aleja más y más a los confines de la nada.
¿Qué había
antes que tú? Nada. ¿Y después? Nada.
Hesse se
marcha a los confines. Muda en recuerdo. Y las cosas que deja atrás: una
fotografía, una hoja de papel, un vestido, una barra de carmín, un poema, la
mirada cálida y acogedora de sus ojos grandes, la muerte demasiado temprana…
Sentenciada, él la vio jugar en las playas de Coney Island. Sus obras le
pertenecen más que a nadie, son juguetes de una gran emoción que puede hacer y
deshacer en el cerebro una y mil veces. Coge una de ellas, enrolla la soga,
dobla el cable, reúne las bolas en una bolsa, junta las barras de hierro,
aplasta el látex en la caja; ahora, móntalas de nuevo: desenrolla la soga,
endereza el cable, separa las bolas, aísla las barras de hierro, saca el látex
de la caja, los polímeros a la luz.
Señora, ha
sido un placer conocerla. Ha hecho de mí lo inimaginable, todo le debo: me ha
hecho artista.
Y de nuevo
ocurre otra vez, la certidumbre lacerante de una desaparición definitiva, el
legado que me dejas de un mundo castrado sin remedio. Es tu silencio el que me
sume en la desesperación. Tu muerte no es ninguna respuesta, y todo lo mutila.
No aclara nada, y todo lo arroja al vacío más profundo e inenarrable.
No
entiendes el lenguaje de los muertos. Ni siquiera eres capaz de oírles. Y, sin
embargo, están ahí, entre la luz y la oscuridad, sumidos en un silencio cruel y
terrible que nos deja desolados. No apela a los milagros, y queda sin
respuesta. En el silencio.
Y, no
obstante, los cuadros hablan: lo hacen a gritos.
Ha abierto
el armario de hojas de cristal emplomado de color miel transparente, donde
preserva los libros escogidos. Busca detrás de una hilera de lomos de piel
brillante y sobrios tejuelos. Ha cogido su bloc apaisado de hojas Arcaic, el papel para acuarelas más caro
del mundo, la ancha caja de lápices de colores Harold, de una exquisita pigmentación, casi inaccesibles por su
condenado precio, las tintas indias, las plumas y los pinceles de mango pulido
y números dorados grabados con primor en la madera tintada de negro. Esas
pertenencias le han legado. Huele el papel de barbas delicadamente ahuesado,
acaricio su maravillosa textura, el blancor virgen. Toma uno de los lápices de
afilada punta (el azul ultramar), huele su exquisita madera. Imagina tantas
obras atajadas sin contemplaciones que el pesar se torna casi dolor físico. Ese
regalo fatídico, imperfecto; abortado desde un principio, es capaz de
provocarle hasta las lágrimas. Jamás han de mancillarlo manos ajenas. Lo
esconde de nuevo en el silencio. Todo lo suyo ya es silencio. Todo en esta
existencia de tránsitos y recuerdos termina oculto en la parte de atrás del
cuarto misterioso, en su olor a cochambre sagrada y polvorienta.
Se visten
las calles, amanecen cubiertas de cientos de hojas cada día, miles de hojas,
que cambian de color a medida que nos adentramos en el otoño: la gama entera
del ocre, del rojo, del naranja y el amarillo. Luego, todo parece podrido.
Delante de
sí: Van Gogh vomita entre los árboles. Pero es un ser anónimo, nadie lo
reconoce: no ven los millones de dólares que surten de su boca en compañía del
vino barato, el pan y los esputos.
“Ser
artista”, se piensa. Y entonces empieza a andar muy lentamente, reconfortada
por clima tan apacible, y la pasión interior, incluso la violencia.
N.Y. 26 de noviembre de 1968, miércoles.
La espera
en Still’s, muy cerca de Times Square. Lleva un libro consigo (qué, si no): The Wound and the Bow, de Wilson, un
volumen en rústica, de segunda mano, gastado y sucio, anotado por un antiguo
propietario con… ¡tinta azul!
Llega
tarde, pero no se disculpa. Le agrada mucho verla, y ella lo percibe en
seguida. Sonríe.
26-11-68.
Miércoles.
Amenaza lluvia, y todo
son penumbras ya en el amanecer del día. Anoche, a última hora, llamó H.
“Cuídate”, dijo. “Estoy bien”, le dije. “¿Todo va bien?”, preguntó. “Estoy
bien”, repetí. “¿Qué haces?” “Estoy a punto de meterme en la cama.”
“Estupendo.” “Aunque creo que leeré un rato antes de dormir.” “No tardes mucho
en apagar la luz.” “Buenas noches.” “Buenas noches.” La luz encendida durante
toda la noche elimina las sombras, y el alba aterrador de la química y la
angustia. El sueño de anoche (algunos fragmentos, puesto que no recuerdo apenas
nada más): Alguien, no logro averiguar quién, me lleva en coche por una calle
muy estrecha de muros de ladrillos a ambos lados, como si fuese un corredor;
desemboca en una cueva llena de objetos indios, de una cultura primitiva en
cualquier caso; me siento feliz allí, hay una luz muy especial, una luz de
mañana de verano, fresca y limpia; cuando salgo me doy cuenta que por encima de
la cueva, entre montañas rocosas hay un lago de aguas apacibles, de un azul muy
hermoso; en el camino de vuelta nadie me acompaña, estoy sola, y otra vez por
la calle estrecha de ladrillos, pero esta vez lo hago corriendo, hasta que
alcanzo un pueblo extraño, nunca visto por mí… Despierto. Salgo de la ducha y
me tomo el café casi hirviendo, sin probar bocado. No tengo hambre. Voy al
estudio, camino irritada no sé bien por qué. Trabajo en Ocean, pero sólo reflexionando sobre ella, creando imágenes en mi
cerebro. Como manzanas poco antes del mediodía. Limpio (sólo un poco) los
cristales de la ventana. Hojeo Artforum.
Ligero dolor en el cuello. Desaparece a los pocos minutos. Cojo un alambre. Lo imagino blanco. Dibujo con él (sic). Miro unos apuntes. Se me ocurre algo, de
repente, una forma extraña, como un gemido.
Busco un título. Pienso: si sale, saldrá la obra. Materiales: utilizarlos sin decir nada, como si fuesen una
lengua extraña, con significados ocultos. Hablan por mí. Indecisión sobre la
fibra de vidrio. P. me habló ayer de la toxicidad de ciertos materiales. Me
mostré incrédula. Es absurdo pensar una cosa así. ¡No voy a comerme ni un
milímetro de fibra de vidrio! “¿Crees que es posible ver las malignas
radiaciones destrozando la salud? No se es capaz de ver la radioactividad, como
tampoco es posible ver muchas de las cosas que minan nuestra salud sin darnos
cuenta”, dijo algo enfurecido. Me dejó desconcertada. Y más tarde, en el
apartamento de F., parecía despechado. R. me llevó en su coche a mi casa (dejé
olvidados en el asiento trasero los catálogos de F.), pues P. se fue antes de
hora. Me entristecen estos días. Falta la luz. No me importa el frío, pero
necesito el sol. El puede con todo. Odio la noche, amo el día. Pasadas las once
me pongo el impermeable y acudo, sin ninguna gana, a la cita con D.G. Temo
cualquier especie de relación con este tipo. Es indefinible, huidizo. No sé lo
que quiere. Creo que miente. Y, sin embargo… Ya en la calle comienza a llover
con fuerza. Todo está oscuro y los coches encienden los faros. Sin prisas,
salgo del metro y me dirijo hacia Times Square bajo la lluvia. Pero me siento
abrigada y protegida por el impermeable. Lo descubro pegado a una pared, sin
paraguas, a cubierto bajo una marquesina. Lleva envuelto en plásticos lo que
parece un libro. Me sonríe al verme llegar. Las conversaciones con G. no
conducen a ninguna parte. Tal vez sea el idioma. Invita a unos sándwiches en Coin, ya en Chelsea. Damos un paseo. Lo
noto nervioso, indeciso, terriblemente infranqueable a veces. Me da lástima.
Más tarde, en las inmediaciones de Rockefeller Center, se enreda en una absurda
disertación sobre Noguchi: “Era un escultor mediocre, un pésimo artista en
Nueva York. Fue a Japón. Volvió. Ya no era el mismo. Había nacido el genio.”
Con G., increíblemente, siempre acabo dando tumbos de un lado a otro por
Rockefeller. Es un tipo rutinario.
Día
estupefaciente. La grisura narcótica del cielo la abate. Ella es una hija del
sol. ¿Cómo no amar a tu estrella? “Nos vemos a las 12 en Times Square.” El
español y su tabarra. Se abriga. Abre la puerta del estudio. Entra el aire
negro y húmedo del pasillo que conduce a la escalera, a la puerta de la calle.
Y sale. Se oyen truenos cada vez más cercanos, por la parte de Staten Island.
Anda por las aceras sin un propósito definido, haciendo tiempo hasta la hora de
la cita, pero apenas quedan diez minutos para la reunión. Todo se oscurece más
todavía. Comienza a llover: es su figura una mancha roja, un brote rojo cadmio,
un rojo caro casi uniforme (el color del impermeable, el color del gorro y de
las botas de lluvia), y llamativa se sume entre el río oscuro, ajeno y
resignado de la gente que huye y se protege del agua fría que cae del cielo. No
apresura al paso la artista pensativa. Llegará tarde a la cita. Y qué. Ha
dejado atrás Union Square. Tuerce a la calle 17. Se detiene ante un escaparate
de muebles de segunda mano. De pronto, se da cuenta de la lluvia que cae y se
refleja en las lunas grises pero resplandecientes, de plata. Permanece
estática, absorta en las líneas de agua a sus espaldas. Es uno de esos
instantes que quieres detener en el tiempo (librarlo
de él).
Le gusta
su ciudad. Es un libro de millones de páginas. Ábrela por donde te plazca.
Siempre hay algo que leer. Y no existe la palabra fin, una mera licencia de las
maquinaciones fílmicas y novelísticas.
Pasada la
treintena, poco antes de morir, se sintió adolescente, juguetona, ¿por dónde
revoloteaba?
Coge el
metro hasta Queens. Entra en el Museo de Arte: ahí está todo Nueva York, una
maqueta que reproduce fielmente sus calles, avenidas y barrios. No dejan de
recomponerla cada cierto tiempo, pues la ciudad cambia, como cambian las cosas
que no acaban. Alzan rascacielos, añaden o cortan manzanas (en el Bronx),
brotan nuevos parques.
“Yo he
vivido en esta ciudad, he formado parte de ella, en ella he sido todo lo que
soy.”
“Yo
funciono en esta ciudad. Sé como comportarme en ella.”
¿Qué
refleja esa maqueta? El punto de partida.
Y ha de
sobrevivirla a ella, ese maremagno de piedras, aceros y gentes.
Logra
verse ínfima, liliputiense, andar por algunas calles silenciosas (que las hay),
o entre la muchedumbre dinámica y el ruido perenne de las avenidas.
Como un
ratón de laboratorio, ella recorría el
laberinto hacia el abismo.
Había
quedado frente al Lyceum Theater. No vino. Pero El Ocurrente no sabía cómo
marcharse de allí. Acabó, ya muy tarde, en la estación de metro de la 50 con
Broadway. ¿Hacia dónde?
A ninguna
parte.
En O’Clock
(que es ninguna parte): tres bourbons. Ya en la calle, no hace eses, pero sí
ces. Cada vez se parece más a sí mismo, con el mimo que ponía en el disfraz…
Hasta ese momento había engañado a todo el mundo, y ahora, de golpe…
(Se le ve
el plumero.)
Ella
vuelve al Sur. Al Bowery, al 134. Tal vez allí se salve. Se esconde en
negruras. No es que sea aquel Bowery de las miserables casas de empeños,
pensiones de 50 centavos la cama y hoteles criminales de un dólar la noche, un
sombrío pasaje apenas iluminado por los neones sucios y lleno a rebosar de
vagabundos y pordioseros aderezado todo ello con el olor a vómito, orina y
excrementos, aunque a estas alturas aún se le parece bastante. Pero… necesita la luz natural para ser
artista. ¡Qué difícil conseguirlo!
Postales
desde España.
Del fin
del mundo.
Esquilo,
lo trágico: porque temía perder.
Pollock,
el drama: porque creyó que su arte era
una impostura.
Beckett,
el absurdo: porque era un tipo
terriblemente tímido, apocado, incómodo y huidizo. Y la literatura hacía
trizas esa mala impresión
Tres
ventanas por donde mirar la Tierra desde la Luna. Bonita perspectiva.
Amanece en
el lado este (se dice sin maravillarse).
En ella es
inmanente la destrucción, como en todo ser humano. Agrega el enigma: nunca
logras penetrar en el misterio del otro, o en todo su misterio. Todos nos llevamos un gran secreto a la tumba: el
de la misma muerte.
Inherente
el fin, la tregua es la reflexión sobre ello.
De todas
formas, se dice, voy a vivir eternamente, hasta que el maldito planeta
carbonizado por el sol en caída libre estalle en mil pedazos.
(Not.post.)
Sobreviviré incluso después de ese pequeño cataclismo cósmico que debe haber
sucedido desde el Big-Bang millones
de veces.
Tiene que
hacerlo: sobrevivir, si no… ¡nada se explica!
Diarios de
Eva, notas de un bloc. El Gran Libro de las Imágenes del padre, corredor de
seguros, judío, minucioso, indagador, compilador.
Daddy. Toda una
patria él y sus confetis adensando un exilio que parte de cero. Dad, sentencias, frases como aforismos (vid. el libro de Lichtenberg, como una
biblia profana, pequeño quotations:
en el gran bolsillo derecho).
Daddy
aferrándose al pasado, congelando el presente…
La veo en
El Taller de los Grandes Misterios. Constantemente. Hela ahí: embutida en unos
pantalones de sarga de color indescifrable y una camisa vieja, estudia
(sobrecogida) los materiales dispersos sobre la mesa de trabajo. Al mediodía se
habrá olvidado de comer (ni siquiera una hamburguesa con patatas fritas, un
batido de fresa, alguna galleta seca). Sólo la noche la sacará a rastras de
allí, y todo (la verdadera vida) quedará en suspenso hasta la mañana siguiente.
Who’s Afraid of Virginia
Woolf?
Lectora
neoyorquina:
no es una
suerte de compradora por vía postal de las excelencias de Charing Cross Road al
otro lado del océano (más bien, escudriña en The Green Train o en el cajón de los desechos mugrientos de Barnes
& Noble), no es una Helene Hanff que comprara un Catulo en el 52 o los seis
volúmenes de las Memorias del duque de Saint-Simon en el 61:
y sigue
diciendo, para quien quiera creerle, que anda enfrascada en Le deuxième sexe.
(¿Tal vez
“cuantos infantiles y del hogar”?)
Esas
lecturas alemanas… adolecían de la falta de esa crueldad tan sabrosa de
Andersen…
Todo
cuento infantil es siempre… el mismo cuento: las variantes textuales y la
narrativa estrictamente dicha no cuentan, sólo son escritura y anécdota.
Importa todo lo otro: la emoción, el
miedo, la sugestión, lo voluptuoso, lo adivinado
a pesar de la corta edad de su lector.
¿Y ella?
En fin. A
los siete años coleccionaba postales en color de gatitos. Pero era una especie
de convención… que la niña lista debía aparentar. Seguramente. ¿A qué niñita de
fiestas de guardar no le han gustado los mininos?
¿Qué clase
de arte es el suyo?
Lo que no
se ve: todo lo otro: cualquiera sabe.
El arte
es… una extraña pócima
Tal vez
quería tratar con el espíritu del arte, y no con su forma, lo que iba a
permitirle la invención de miles de ellas.
Una amiga
de G.(¿uggenheim?):
“Quiero
comprarte unos dibujos, querida.”
La voz
algo ronca, pero agradable, acogedora.
La espera
en…
Hesse (19 años), sin saber, acude al encuentro.
Es bonita, y no va nada pintada.
El bar se
halla en la calle Tres, “Three Steps Down”.
De
inmediato adivina la naturaleza del lugar.
La conversación
es tímida por una parte, decidida e ingeniosa por otra, pero sagaz en todo
momento en lo que respecta a las dos.
Sin
embargo, a la artista le aturde el humo perfumado, las fragancias casi opiáceas
que sobrevuelan por encima de las mesas y el centelleo de las copas bajo la luz
confortable y cómplice.
Después de
un rato, la mujer adquiere una acuarela del gran portafolio que le había
ofrecido Hesse. Asiente con una sonrisa: “Me quedaré esta, querida”.
La artista
a duras penas logra ocultar la mezcla de alivio y gran satisfacción que
experimenta. Ya es la quinta vez que alguien le paga por su trabajo.
Al
entregarle los billetes la mujer, hermosa, de mediana edad, de penetrantes ojos
oscuros y boca carnosa, le acaricia lentamente el brazo desnudo fijando sin
pestañear la mirada brillante y húmeda en sus pupilas.
Más tarde,
mientras baja sin apresurar el paso hacia Houston Street apretando la carpeta
contra el costado, Hesse parece ausente, aunque en realidad piensa en el dinero
guardado en el bolso junto con la barra de labios y la Famosa Agenda de los
Nombres Interesantes.
Who’s Afraid of Virginia
Woolf?
¿Pollock?
Han dejado de ser pinturas.
Su cuadro sólo es icono.
El Negro,
sin ella, se transforma en El Paseante Solitario, como tantas otras veces. Cansado
de las calles y el número de la gente vuelve en busca de Jennie, la tristeza
del hotel. Languidece la tarde, y hasta los ruidos (se diría). ¿Qué lee con los
ojos? La nube del mundo.
Comprender
lo judío desde el otro lado: se hace
con la gavilla de reportajes que Hannah Arendt ha publicado en The New Yorker sobre el juicio en
Jerusalén a Eichman en forma de libro: el mal como resultado de lo mediocre, el
mal del millón de rostros, la disparatada elección de cualquier objetivo,
gratuito, sin deliberación… Porque sí.
Dejémosle
así: con el cerebro bullente y la copa en la mano.
Hesse ha
descubierto a una antigua amiga: anda apresurada, como todo el mundo en esta
ciudad en la que todos se creen eternos, imperecederos. O al menos como las
piedras, duros, resistentes, prolongados en el tiempo. La observa de lejos en
Cornelia Street, en el Village. Contempla sus zancadas decididas hacia delante,
la melena rubia al viento. Viste una blusa blanca y una falda ancha de color
verde, un atavío alegre y primaveral (28-4). Logra distinguir un sobre alargado
que porta en una mano. Podría llamarla. Aún la oiría. Su nombre… ¿cuál es? Se
esfuerza por recordarlo, ¿Anne? ¿Pat? Hace algunos trabajos mecanográficos para
un reconocido poeta inglés que vive en las inmediaciones. Desiste en seguida de
hacerse descubrir. Además… ella no se encuentra bien. No se gusta, la palidez,
el mínimo cabello, la astenia incontenible…
La ve desaparecer entre la gente, la engulle la calle y su ajetreo bajo
el sol abrileño, y sabe que jamás volverá a verla, que esa certidumbre, como
muchas otras que alcanza a colegir, certifica su ausencia verdadera y fatal,
que nada se detendrá al día siguiente de su muerte, y que al cabo de unos pocos
días su memoria sólo quedará albergada en la mente de unos pocos. Y entonces,
como si en ese preciso instante hubiese conseguido atisbar por una grieta del
tiempo una súbita instantánea del futuro, no puede reprimir un sollozo violento
al comprender, siquiera fugazmente, la evidencia de un mundo sin ella, un mundo
tan potente y real como ese día soleado y cálido de primavera, tan indiferente
a la propia conciencia, tan ajeno a los muertos, tan insensible e ignorante ha
de ser a su desaparición definitiva.
La
ceremonia del adiós: todas esas pequeñas cosas de tocador, las menudencias del
alma enferma, las pequeñas idas y venidas, las medias palabras, las medias
verdades, la fatalidad entera.
El metal
en la boca. Como una espada ya siempre clavada en la carne hasta que acabe por
traspasarte del todo.
Who’s Afraid of Virginia
Woolf?
Cadavre exquis.
Toda mi
vida ha sido surrealismo puro.
Salgo a la
calle. (Acepta lo que sea, todo: entonces siente unas ganas terribles de
vomitar, se da media vuelta y sube al apartamento. Descubre la página blanca
con la mano aún en la boca, con el terror en la mirada dibuja, presiente,
finiquita, y todo ello con los ojos bien abiertos, traspasando la niebla de la
realidad.)
Pero
¿quiénes me han elegido para su macabro juego? ¿Quién escribe al principio,
quién después, quién al final? He aquí el juego, el sórdido azar. ¡Qué loca
yuxtaposición de enredos, encuentros, obsesiones, ambiciones, hechos, días…!
Yahvé y
yo… ¡es la guerra! De modo que tú vas por tu lado; yo, por el mío. Dos
doblados. No veo tu ocurrencia. Tampoco tú la mía. Mas, he aquí el crimen: el
diablo iba por libre. Ni tú ni yo lo vimos llegar.
Maldita
vida… (Recuerda, muerte, hice un pacto con la vida: tú, ve por un lado; yo, iré
por el otro. Más tarde o más temprano, chocaremos, sin precipitaciones, sin
prisas melodramáticas. A su debido tiempo: 80, 90 años, por lo menos. ¡Sin
armarla, cabrona! Necesito tiempo.)
¡Es tan
estúpido morirse! ¡Para nada sirve! Mi muerte no le sirve a nadie… ¡y menos a
mí!
El
sudario: una sábana blanca: cuelga en el aire sostenida por un cordel: la pared
del fondo, amarilla.
Para qué
el maquillaje, la odiosa vestimenta de domingo tan aseadita.
Querrá
verlo todo, querrá verlos a los que se quedan…
¿Podré
verlos muerta? Lo razonable es pensar que nada puede sentirse, pensarse. La
nada.
Esa es la
condena: nada de verse nunca más.
Ha visto
pocos muertos, pero a los que ha visto les gritaba sin abrir la boca, con los
ojos flamantes de rabia, les urgía que se levantaran de una vez, que abrieran
los ojos, que dijeran lo que había que decir y se dejaran de tonterías, ¿qué es
eso de hacerse el muerto?, ahí tumbados, quietecitos y vestiditos de domingo.
¿Por qué no habláis, malditos cobardes? ¡Monigotes de cera! ¿Dónde os
escondéis, farsantes?
En el
silencio.
Decidió no
morir. Ya vimos el panorama, saltando de universo en universo, sin bajar la
guardia, con el ojo avizor sobre el pérfido tumor del tamaño de una mandarina
dentro de la cabeza, sin atraparse nunca, sin dejarse quieta, viajando al
infinito… Un desasosiego. Lo contrario: muerto el perro se acabó la rabia. Y el
festín de la vida.
“Hagamos
una cosa”, le propone. “¡Te pierdes en un mall!”,
exclama complacido, orgulloso de la ocurrencia. ¡Qué ingenio el mío! “En Los Ángeles, por ejemplo”, precisa. “Allí
existe el más grande del mundo. Es imposible que te encuentren. Puedes estar
una eternidad pateando cargada de bolsas y bolsas y más bolsas sus relucientes
baldosas sin hallar la salida. Y todo lo que puedas desear de la vida se
encuentra en ese lugar laberíntico e inagotable: restaurantes, funerarias,
clínicas ginecológicas, salas de cine, librerías, hasta hoteles y moteles…
¡Nada de lo humano echarías de menos! ¡Nadie te echaría el guante!”
Le mira
con una expresión adusta, próxima a la cólera.
“¡Vete al
infierno! ¡Prefiero un millón de veces el universo!”
(Una pausa)
“¿Quién
tendría que encontrarme?”
“Los
malos.”
“Me gusta
caminar sola.”
“Estupendo,
a mí también. Podemos hacerlo juntos.”
Se ríe. Le
habla de Borges de quien desconoce absolutamente todo, más o menos como él.
“Es
ingenioso, lo cual es raro en un ciego: huraños, sarcásticos.”
“Es el
ingenio, diseminado una y otra vez por aquí y por allá en sus páginas, lo que
hace que desconfíe de su literatura. Aunque… Su nombre ya suena para el Nobel.”
(1970).
Le pierde
la ironía pérfida, su hidalguía biempensante, la frasecita ofensiva, la
chulería porteña sin venir a cuento. Se queda sin el Nobel. A rodar, este falso
europeo de conveniencia literaria.
“Tengo
sed.”
En la
parte baja, naciendo Broadway. Nadie ha salido todavía de los enormes edificios
de oficinas y despachos, y las calles, a pesar del trajín habitual, están a
medio gas. Anchas aceras para ellos solos. Son alrededor de las 11,45. Acuden a
un restaurante típico neoyorquino de esquina (railite, metal y neón, camareras
de rosa y azul pensando en las musarañas). Prefieren una mesa en la parte
opuesta a la barra y los incómodos asientos fijos en el suelo. Eligen una
cercana a la entrada. Ella va a tomar un zumo y a mirar con perpleja beatitud
la comida que engulle él: chuleta de cerdo, coles de Bruselas y patatas, regado
con un par de vasos de vino. Todo eso antes del mediodía. “Háblame de LeWitt”,
le dice. Durante unos minutos habla en un tono de voz plausible; casi en
seguida, de forma gradual, baja el tono hasta ser casi imperceptible. Da unos
sorbos de zumo de naranja. “Apenas te oigo”, le dice distraído. En la mesa de
delante, una joven con el cabello rubio recogido en una graciosa cola de
caballo (oscila de un lado a otro cada vez que mueve la cabeza) come salchichas
ahogadas en mostaza y bebe café con leche, lo que a él le resulta del todo
incongruente; su compañero, de espaldas a El Testigo, tiene a un lado un plato
con muslos de pollo y dos montones de lo que parece mermelada y se está
llevando a la boca algo que no le es posible adivinar; quizás ingredientes de
una ensalada. Por su parte, El Testigo se dedica a la grasienta chuleta. Cuando
de nuevo alza la vista del plato, con los carrillos llenos, ve que Hesse
comienza a levantarse de la mesa. Tiene los labios entreabiertos y una palidez asustante.
“Lo siento”, logra balbucear, busca con la mirada la puerta del lavabo, que
está al fondo, al tiempo que se lleva una mano a la boca. A mitad de camino por
el estrecho pasillo entre la barra y las mesas, arquea el torso y vomita sobre
una mano. Es sólo líquido que se escurre de entre los dedos. Por un momento él
deja de comer. Salvo los instantes iniciales, nadie ha seguido observándola. Al
volver del baño, no dice una sola palabra. Toma siento otra vez y simplemente
se queda mirándole como a un extraño. Tiene dos lamparones amarillos sobre la
blusa blanca; también algunos goterones en los pantalones verdes acampanados.
Ha intentado disimular las manchas con un poco de agua. Tal vez el sol y el
aire de afuera acaben secándolas. El despacha pronto su ración al completo y
pide queso fresco de postre. Abandonan el restaurante en pleno rush enloquecido del mediodía. Al cabo
de un rato de andar sorteando transeúntes en todas direcciones, ella se detiene
en medio de la acera; en seguida las miradas a su alrededor, fugitivas pero
atentas al obstáculo, se tornan hostiles. Con suavidad él la coge de un brazo y
la aparta hasta la cristalera rotulada de un drugstore. “¿Quieres que anulemos la cita con LeWitt?”, le sugiere.
Deniega con la cabeza: “Estoy bien. Sólo quiero volver a casa y cambiarme de
ropa. Eso es todo.” Ya en el apartamento, mientras ella permanece en el
dormitorio, él se dirige al teléfono. Con el auricular en la mano pregunta a
Hesse en voz alta el número de LeWitt. Cuando descuelgan al otro lado de la
línea, informa del inevitable retraso.” “No tiene importancia”, dice el
artista. “Os espero.” Unos minutos después aparece Hesse en el pequeño salón.
Ahora la blusa es azul y los pantalones de terciopelo negros. Ha mitigado algo
su palidez dándose colorete en las mejillas. Parece más animada, ahora, vuelta
de espaldas al espejo.