Jennie te arrastra. De nuevo, mitologías: tira dos docenas de fotografías a la fachada del 450 Este, en la 52.
The Unvanquished.
Lote
completo: 925 dólares.
El
Coleccionista: “Estoy en disposición de pagar una cantidad importante.”
-Será
cuestión de tiempo.
-No me
importa si al final logramos hacernos con todos los números. Tengo entendido
que eran siete.
(Como una
colección de cromos: Armas de la Segunda
Guerra Mundial, Grandes del Beisbol,
Padres de la Patria, Animales de África, Grandes Actores de Hollywood… “Te cambio el 24 por el 14.” “El 14
vale siete del 24… por lo menos.” “¿Y qué me dices del 24, el 51 y el 96 por el
14?” “Me interesarían más, entonces, el 36, el 73, el 82 y el 105.”)
-Seis.
Eran seis. El último capítulo, “An Odor of Verbena”, fue un añadido. Era un
relato inédito, de modo que nunca fue publicado en revistas con anterioridad.
-Me
complace saberle tan bien informado.
-“Ambuscade”
fue el primero de la serie, y “Skirmish at Sartoris” el sexto.
-¿Hay
posibilidades de hacerse con todo ellos?
-Tiene que
haberlas. Sólo se trata de dinero.
-¿Qué
opina Ray Yeats de todo esto?
-Ese tipo
se mueve por debajo de los cinco dólares.
-Mal
asunto.
-Me
encargaré personalmente de este trabajo al margen de mi librería. Sin
intermediarios.
-Lo que
usted crea oportuno. Quizá sea mejor así.
Carl
Andre, su auténtico mentor, en sus buenos tiempos era hombre de cimas y valles:
a los veinte años anduvo por la
Inglaterra del naciente pop y la Francia sartriana; a los veintiuno, de
vuelta a USA, ingresó en el Servicio de
Inteligencia del ejército; a los veintidós se estableció en Nueva York y
durante un tiempo trabajó de editor; a los veinticinco fue guardafrenos de la
Pennsylvania Railroad en New Jersey… En fin.
Andre: “A
él le debo prácticamente todo”.
Es sólo
una frase.
Pero ¿por
qué?
(Nadie
hace tu trabajo por ti: sólo los negros que
no existen con un par de centavos en los bolsillos y con la máquina de
escribir a rastras por las calles de la Ciudad del Triunfo.)
“Bueno”,
le dijo, “yo odio escribir a mano.”
Andre, el
hombre de las frases: “Eres brillante, Evchen”.
LeWitt era
recepcionista en el MoMa cuando Hesse lo conoció, al mismo tiempo que la otra
subyugada Lippard percibía su influjo de judío inteligente y profético. Se
sintió fascinada por él y su trabajo. Luego, han pasado los años. Son artistas.
Muy callados. Todos llevan un lastre a la espalda.
Vivir no
es fácil.
Cada uno
con su crimen adentro, o su fantasía, o su miedo, o su drama... o su nada.
El hombre
misterioso Sol LeWitt conoce de sobra la enfermedad (terminal, él lo sabe desde
el principio) de Hesse. No habla inútilmente. No se compadece. Se limita a
sufrir en silencio.
Ambos son
judíos. O eran.
Europa se
los hubiera tragado enteritos y todavía tiernos, a juzgar por la pavorosa
sincronía de sus años de infantes con el supremo poder del carnicero nazi.
Una vez se
reía: “Una siempre es judía… ¡cómo se es católico! Sólo los protestantes se
libran de llevar toda su vida la culpa o el cadáver a cuestas.”
LeWitt: se
interroga constantemente.
Pasamos la
tarde en X.
Andre:
hablaremos de Carl Andre.
(Adopta
tus precauciones, amigo.)
Influida
por una antropología que certificaba toda la magia y los pasados misterios de
una raza, una etnografía actualizada que visualiza idealmente un folclore tan
válido plásticamente como perturbador.
¿Naif?
¿Ha visto
usted realmente la estética tan
peculiar de los salvajes de antaño?, preguntó el tipo del salacot.
“Haré de
mi cuerpo (de mi alma) un objeto artístico.”
De
repente, como un espejismo, surge de la trémula luz del sol del desierto, de la
llanura dormida del mediodía, de la ardiente humedad de la selva…
La belleza
es una cuestión de identidad, la que se posee, la que se crea, la que se ve con los ojos cerrados…
Admira el
rostro tatuado de un cacique Hiriti-Paevata, de un rey Tauhlao, del isleño de
las Carolinas, de un dajak del antiguo Borneo, deléitate en la espesura
cromática que cubre por entero el cuerpo del japonés de siglos atrás… (descifra
El Hombre Ilustrado de Bradbury,
anticipa el futuro en sus imágenes, lee las dieciocho fascinantes historias que
se encierran entre sus cambiantes bordes: en la mano una rosa recién cortada,
el anillo azul tatuado alrededor del cuello, cada centímetro de la piel lo
cubren cohetes y estrellas, prados y ciudades, iglesias y tabernas, calles y
plazas, gentes y galaxias, animales y bosques, tu rostro, tu destino… todo
aquello que la imaginación diabólica de la bruja hace brotar de las hirientes
agujas de la noche mientras el sueño te ha vencido).
Surge la
pareja de salvajes (porque eran de otro tiempo) del vibrante aire que induce a
la figuración y a lo inexplorado, surge de lo extraño, de lo indefinible, de un
encantamiento que mucho tiene de genial invención artística:
a tenor de
su deseo de adornarse, aquellos lejanos artistas de un bodyart del árbol y la jungla y unos cielos desconocidos sometían
el soporte del cuerpo finito a multitud de trapisondas y deformaciones:
lo pintan
de mil maneras con decenas de colores que obtienen del mineral, la planta y la
tierra, y el embadurne y el tatuaje polinésico conforma una obra de arte
andante y guerrera no exenta de desafío hacia la plástica inerte que les rodea:
todos los
orificios del cuerpo se prestan a una deformación, la carne se corta, se
mutila, se agujerea, se violenta, la piel se pervierte con los tintes y las
incisiones, los ojos se agazapan tras el laberinto de rayas y cortes que los
circundan, se empequeñecen los pies, se ulceran los miembros, y hasta el cráneo
adquiere formas espurias valiéndose de la presión de tablillas atadas alrededor
de la cabeza, se aplanan los occipucios, se saja la carne del pecho, se alargan
los brazos, se enredan los pelos:
he ahí el
indígena melanesio de las Salomón que adorna su frente con una diadema de
cipreas e incrusta en su nariz un anillo de piedra pulimentada, el sakai de
Malaca que horada el tabique nasal con una caña transversal, la joven de Hainán
que desgarra sus orejas por el peso de decenas de anillos, el nativo de la isla
Montgomery que ulcera las incisiones que se ha practicado en la piel con agua
salada y jugo de raíz de mangrove con el fin de resaltar el tatuaje por medio
de los monstruosos bulbos creados, las pinturas blancas que en profusión de
líneas recorre el cuerpo de los kaipara en sus sobrecogedoras danzas, el bagobo
malayo con los dientes ennegrecidos y limados en sierra y la piel enteramente
cubierta por tatuajes geométricos y zoomorfos; observa las deformaciones
dentales del basari y la labial de las mujeres musgu y ubangui capaces de
insertarse en los labios discos de madera de más de 12 centímetros, pues tal es
su ideal de belleza, admira tales conceptos de lo bello en las cicatrices
deliberadas en la frente y las mejillas combinadas con la diadema de cauri y
los collares de hueso de la mujer cunama; verás cabellos lanosos largamente
trabajados, trenzas cuya longitud alcanza el suelo en el tocado de la mujer
ovamba o formando elaborados bucles en la cabeza de los papúas, tan amantes de
los peinados complicados, o los suntuosos peinados repletos de trenzados y
frisados de las mujeres de Fernando Póo o los adornados con vistosas plumas
como en los algonquinos y cabelleras con marcado carácter cultural y espiritual
como en los nubios y también el rapado místico del tibetano…
“Tampoco es tan difícil que llegues aquí. Ahora no tienes que pagar un centavo por atravesar el puente.”
Por lo
demás, le jura que nunca ha paseado por Central Park subida en un coche de
caballos. Ni por la Quinta Avenida tampoco. Y no ha patinado al son de Jingle Bells en Rockefeller Center ni un
solo día de invierno en su vida. Él se lo propone en un arrebato de ingenuidad.
Ella se echa a reír: “Nunca seré ya una chica casadera.”
Ella, La
Buena Judía, se ha librado definitivamente de todos los caprichos. Es lo malo
de conocer el camino a la perfección.
Habla de
mitología. Una charla confusa, apenas informada de la materia. Sin embargo, dos
o tres temas y personajes mitológicos los domina a la perfección.
Otra
figura mitológica: Aracne.
“Desafío a
las diosas”, le dice.
“Lo sé”,
contesta.
Has
desatado la cólera divina. El castigo te acecha durante un tiempo y, al final,
te atrapa a dentelladas. No te soltará hasta la muerte.
Todo lo
mitológico es, en esencia, un desafío,
una afrenta a los poderes ocultos. Y se pierde siempre.
-¿Quién
es?
-¿Wallace?
Soy Morgan.
-¿Qué
tiene que decirme?
-Ya
tenemos el 4, “Riposti in Tertio”, aunque se tituló “The Unvanquished” en el Saturday Evening Post del 14 de
noviembre de 1936.
-¿Precio?
-100
dólares…
-¿100
dólares? ¿Así de redondo…? ¿Ni 94 ni 102?
-Bueno, la
cuestión es que…
-¡Cómprelo!
Le hablaré
de La Rama Dorada, se dijo él.
En la
Biblioteca Pública dejó pasar las tardes de lluvia, frías y hostiles del otoño
de 1969. Tomaba notas de la edición abreviada en dos tomos de Macmillan. Pronto
llenó dos cuadernos escolares. Luego, se hacía un lío irritante intentando
descifrar su letra a vuela pluma.
Lo liaba
todo.
¡Qué tipo!
Proporción
áurea (del alma).
Hablemos
de ello.
Arrima el
ascua a su sardina: desdeña la matemática, abre ventanas, deja correr la brisa
y el viento, cree en la magia antes que en la belleza racional de los números.
¿Qué
ordenación es esa?
Piensa en
el nueve: lo escribe: lo nombra: finalmente lo dibuja: 9.
Pisotea la
arena, deshace el muñeco de arena
mojada. Se queda mirando estúpidamente el sol allá en el horizonte azul del
mar. Inalcanzable.
El Negro
lejos de su máquina de escribir y demasiado cerca del abatimiento típico de los
tipos del sur: Is this Your Luckyday?,
lee una y otra vez en la centelleante palabrería de colores del pinball. Pide otra cerveza, suave y
mala.
“Necesito
un norte…”
Y miró a lo
lejos, aquella reluciente mañana, la antena plateada del Empire...
Margie K.,
una de las amigas de Jennie Q., tan joven que todo es nuevo en ella: la piel,
la ambición, la mirada, la confianza…
El
Paseante se la encuentra en el cruce de la avenida Manhattan con la calle 109,
a punto de doblar hacia Columbus Avenue. Es un día soleado, pero de mucho aire,
incómodo para un andar calmo y el disfrute del pensamiento mientras la vista va
y viene.
Podrían
contratarte, dice K.
El viento
oblicuo le da en la cara, hermosa y resplandeciente por el sol, y el cabello
liso, de un castaño claro, se enmaraña con gracia, los mechones vuelan a uno y
otro lado del rostro ovalado iluminado por el brillo de unos ojos almendrados
de un matiz meloso, y ella no cesa de peinarlos hacia arriba con los dedos
entreabiertos de la mano.
Él, algo
nervioso, apaña mejor la mochila a la espalda mientras mueve la cabeza de un
lado a otro.
No quiero
dar clases de ningún tipo, contesta.
¿Qué tiene
que enseñar él? Lo que sabe, no sirve para nada.
Le mira
incrédula, se da la vuelta sonriendo y, a paso ligero, se encamina hacia el
parque con el grueso cartapacio debajo del brazo.
Él cambia
de dirección (llevaba exactamente la de ella) y se aleja decidido. No tendré
más remedio que meterme en Central Park. ¿Y qué hago yo allí a las nueve de la
mañana?, se pregunta irritado.
A ella aún
le da tiempo para anunciar su próxima exposición: “Hey, City Blank”, dice sin el menor entusiasmo.
“¡O.K.!”.
Él calcula
alternativas.
¿Quién es?
Él se pregunta eso mismo un par de veces al día.
Un
epifenómeno, una vida vicaria.
Quizás un Versteller: pervierte la realidad
cuantas veces le viene en gana: ¡pero siempre atendiendo lo esencial de ésta!
Más
importante que su obra: artistas cuya sociabilidad y afabilidad les hace
innecesarios. Basta con ellos. Pues “ellos y su obra” son como columnas Morris ambulantes.
Indiferente
a lo estéril e infecundo, aún tuvo tiempo de atisbar a la gente groovy con sus camisas de flores, las
torpes guitarras y los cantos bienintencionados. Acabando los sesenta, unos
años después de llegar de Alemania, ya sin ataduras sentimentales, más de una
vez contempló largo rato, incrédula y fascinada, la pacífica y vistosa
muchedumbre en torno a la fuente Bethesda en Central Park. Se sentía ajena, no
obstante, extraña ante los cantos y los atuendos. Los redujo a su mínima
expresión: parecen un cuadro. El Ángel Que Nos Mira. Y otro domingo bochornoso,
de calor húmedo, sin nada mejor que hacer al salir aburridas de un cine
refrigerado, antes de anochecer, merodeaba en compañía de P., R. y B. por St.
Mark’s Place, en la parte baja de la Segunda Avenida, donde se reunían los
conversos más concienciados, sin lograr adivinar en un sentido estrictamente
artístico la bondad de lo que contemplaba. A la semana siguiente, se
desentendió de toda aquella estética juvenil poco adecuada al aluvión de ideas
y presentimientos plásticos que pugnaban en su cerebro. “Son materiales lo que
necesito”, se decía una y otra vez. “Me bastará con eso.”
Al diablo
con las canciones.
Sustituye
las flores por el hierro, el óleo y el
barro por los nuevos materiales, la química del mundo que se avecina, los caprichos, los desastres.
La ha
convencido: “sólo soy un turista español con el trazado de las líneas del metro
dibujado en una mano y el mapa de Manhattan en la otra. El pasaporte entre los
dientes.”
(Pero no
mires jamás a los ojos de un neoyorquino.)
Suben a la
terraza de Rockefeller Center antes del atardecer, cuando el ocaso del sol por
encima del Hudson tiñe de rojo el cielo de Staten Island. Todo empieza a
difuminarse a esta hora, como las peripecias y sucesos del sueño al despertar,
como si fuesen irreales la catedral de St. Patrick’s, el Empire State, el
Seagram, la masa brumosa de Wall Street… Y todo lo que les es dado contemplar
desde lo alto parece que vaya a sumirse en la nada, a disiparse en el polvo de
la noche (llámalo un sueño). Pero de
pronto, como luciérnagas gigantes que surgieran del subsuelo, se encienden los
millares de luces de Times Square, los rascacielos del Downtown comienzan a
tachonar de ventanas encendidas sus todavía grises siluetas, se ilumina la
antorcha de la Estatua de la Libertad y los focos del Empire lanzan sus
destellos azules al mar abierto.
En ese
tiempo todavía uno se queda encandilado leyendo a la medianoche en la cinta de
luz del edificio del New York Times
las últimas noticias y sucesos internacionales de teletipo del último minuto
mientras, en torno a sí y su ingenuidad, una muchedumbre de iniciados en lo
siniestro compra y vende (todo puede
comprarse y venderse, anuncia una cadena nacional de televisión) los
crímenes que nunca serán noticia.
(3.6.1969, 23,58)
Hoy, Nuestro Presidente, a las puertas de
América, impide con la sola ayuda de Dios…
etcétera.
A., un
corresponsal catalán amigo de C. que conoce a B. (a quien El Negro ha hecho
algunos favores de tipo literario-mercenario), vive en la 86, en un barrio
residencial repleto de cervecerías, restaurantes y emigrantes alemanes. Escribe
para un par de revistas de arte españolas, a las que El Embaucador no tiene
acceso, y en las páginas de un periódico de tirada nacional que no haría ascos
a una crónica artística pergeñada por su experimentada
pluma de corresponsal-escritor. La tarjeta manuscrita de B. le abre sus
puertas. Es un tipo comprensivo, de sonrisa acogedora y aspecto bondadoso,
paternal, con el pelo peinado a un lado completamente blanco. Le invita a una
copa (son las siete de la tarde). Se interesa por lo que hace y, lo más importante, querido, los planes
que tiene para el futuro en Nueva York. Él contesta sin mentir, pero con
inocentes evasivas que el otro capta de inmediato. Le expone el motivo de su
visita. Accede en seguida a su petición. “Dime, ¿qué clase de escultura hacen (sic) estos chicos?” En ese
instante él se queda absolutamente sin palabras. Inclina el torso hacia la mesa
y coge el vaso de whisky, da un trago calculado (A. es un tipo respetable, debe
apreciar la mesura). Al cabo de unos segundos, con el vaso entre las manos, él
sólo acierta a decir lo más inapropiado y sucinto mientras mira los dos cubitos
de hielo que sobresalen del líquido ambarino: “Abstractas.”
Estamos en
1969.
(No están
demasiado gastadas algunas definiciones.)
Algún
atavismo europeo pervive en esta antigua emigrante germana. Es tan distinta
como el Village al resto de Manhattan: plazas, rincones hasta recoletos, calles
pequeñas y estrechas… Compra pasta en Bleecker Street (y vino toscano y
panetone) en una tienda italiana junto al cine de sesión continua que pasa
mañana, tarde y noche películas de los años treinta y cuarenta; pasea por St.
Luke’s Place, la calle más bonita flanqueada por bellísimos y grandes árboles
copudos, se demora por callejuelas.
Festival
de cine en el Lincoln Center.
Tenemos
que ir, dice. Más de veinte largometrajes a concurso.
Consigue
las entradas para los pases de la sección oficial a través de una amiga
periodista.
Godard,
Cassavetes, Welles, varios filmes de detrás del telón de acero, ahora tan de moda, una retrospectiva de Gance…
En
especial, desean ver la película de Martin Tolbal, Bridges, que cerrará el certamen dentro de una semana.
Por el
momento, ven cine del este. En cinemascope, pero en blanco y negro.
Más tarde.
En el
apartamento. Ha salido del baño, ultima los preparativos para acostarse. Huele
a limón en torno a ella, y es muy agradable. Mientras la observa a hurtadillas
recuerda una de las películas visionada por la tarde, una checoslovaca en
blanco y negro que le produjo verdadero miedo (la palabra exacta sería
desasosiego, pero no está seguro de no haber sentido miedo también) en virtud de la siniestra frialdad con que muestra
en la pantalla los últimos días de un intelectual represaliado por el régimen:
su despertar en la cama en el amanecer oscuro y lluvioso, el rostro sin afeitar
del hombre en el espejo, aún vestido con el pijama, el parco desayuno con el
inevitable cigarrillo entre los dedos, las gotas de lluvia en la ventana, los
pequeños y baratos estantes llenos de libros, la vetusta máquina de escribir a
un lado de la mesa, el hombre rodeado de sombras finalmente sentado y abatido
en el sillón desvencijado del minúsculo apartamento suburbial donde vive. Y los
raquíticos árboles, las aceras maltrechas, las hileras de los edificios blancos
tipo cajón, el cielo negro, el frío glacial que dejan adivinar todas las
imágenes…
Al día
siguiente.
50
centavos: suficiente para el metro, el hot
dog y el socorrido periódico.
Por la
tarde: ella vuela hacia Chicago: otra colectiva con Serra, Nauman…
Durante la
mañana, clara y limpia por el aire proveniente del Atlántico, él pasea, compra
libros, se mete en cafeterías con grandes ventanales estilo Hooper a leer
tranquilamente el Times.
Tiene
libre todo el tiempo del mundo.
Baraja
ocurrencias, obra milagros.
Le dice
que irá al zoo del Bronx.
Qué
valiente. Ella cuelga el teléfono; él sale de una cabina pública en Lexington.
Allí mismo sube al metro.
No es una
hora punta, así que al llegar a Harlem el vagón casi se vacía al apearse los
afroamericanos en la 110.
No descubre,
al menos en su vagón, a ningún tipo de aire anglosajón. ¿Un wasp? Inconcebible. Al zoo se va en
coche y con las ventanillas cerradas. Incluso con una pistola amartillada bien
escondida debajo de la americana. Para
usar sólo en legítima defensa.
Un portorriqueño
con una sahariana amarilla por encima del pantalón color hueso canta un bolero
en español. Una jamaicana mueve las caderas al son de un ritmo inaudible. Les
mira con simpatía. Siempre lo hace con estos americanos-caribeños. Desde el
shakespearino musical de Bernstein (1961) siente debilidad partidista por todo
lo hispano neoyorquino del West Side.
En
realidad, el Bronx queda tan lejos para un tipo de Manhattan como Sudamérica o
cualquier parte de Asia. Allí vive la auténtica máquina de Nueva York, más de
dos millones de laboriosos braceros de todo tipo que sostienen día a día la
isla y sus trapicheos cerca del cielo (sin alcanzarlo jamás).
“Al Bronx
no se va nunca, nunca”, advierte el sofisticado de turno del East Village.
Pero allí
vivió una vez Edgar Allan Poe.
Luego
miraba a los animales tan extraños (invisibles).
Por la
tarde (él): Portrait of Jason, del
67, pero la ponen de nuevo en un cine del Village.
-¿Wallace?
-El mismo.
-Hemos
conseguido el Saturday Evening Post
del 29 de setiembre del 34, con “Ambuscade”, y el del 3 de noviembre del mismo
año, donde apareció “Raid”, el tercero.
-Eso es
magnífico.
-Respecto
al precio…
-¿Qué pasa
con él?
Y mientras
ella construye inconsciente o a sabiendas el mito pringándose malignamente con
toda la sintagmática plástica que ha
metido en el saco venenoso de los materiales, él podría dedicarse a no hacer
nada, a preguntar en librerías del Midtown acerca de títulos de libros
inencontrables, dar un largo paseo en la barcaza para turistas (¡pintada de
verde!) por el East River cargado con bolsas de comida y botellines de cerveza
o escribiendo poemas en prosa (?), o distrayendo la mañana y la tarde en
Riverside Park lanzando vistazos mal disimulados a las jovencitas en short que
desfilan delante de sus narices camino de Columbia.
A por
ellos.
¿Vas a
conformarte con ser parte de la tropa?
¿Qué
guerra es la que libras?
Jamás de
segundona, de imperceptible underdog.
Contarás
uno por uno tus propios crímenes contra el arte celebrado por los millonarios
del Upper Eats Side.
En el 69
ya hablaba en susurros, de una forma muy dulce. Ama el silencio. Sus esculturas
lo son. Y, por favor, nada de la maldita sofisticación.
De su
diario: “Conocí a un tipo de Milán que nada más llegar vestido de hippy quería
meterse en Electric Circus. Nos reímos de la proposición y le invitamos a
visitar el Broadway de medianoche. Pero él insistía una y otra vez, de modo que
lo empujamos al interior de un taxi en dirección al East Village con la
advertencia (y una buena propina) al taxista de que lo dejara justo en la
puerta. No lo volví a ver hasta el día de la inauguración en X., durante la que
me rehuyó en todo momento avergonzado de sí mismo. Sus pinturas me parecieron
igual que su comportamiento del día
después, insignificantes. Hoy es un tipo célebre que gana dinero, envejece
como un cobarde y cuenta mentiras”.
Lo ha
descubierto: puede recrear de nuevo
las obras: es dueña de su aura.
Paisajes
de desolación.
(El mejor
lugar para reinventarse.)
Beckett:
ella sólo asiste a las representaciones en el Off-off y, contadas veces, a las del off-Broadway en alguno de los tugurios experimentales y decididos
del Village y los locales más aseados diseminados por las inmediaciones de
Washington Square. Sospecha de lo oficial, de lo “bien escrito”; desde luego,
del teatro, el cine o el arte de entretenimiento.
Es una
peripatética a ratos infantiles: crea sus propios juegos.
En efecto,
han asistido otra vez a una representación de Final de Partida. Le subyuga esa obra. A él, le inquieta.
Sobre un
escenario predecible en la obra de Beckett (las ruinas bombardeadas de una
ciudad se dibujan sobre los decorados del fondo), Hamm y Clov monologan,
dialogan… sentados, de pie, mientras andan (en realidad, Hamm se arrastra como
un animal herido sobre las tablas).
Haces de
luz azul que simulan reflectores iluminan desde los extremos la escena de un
acto único, sin intermedios.
¿Y ahora?
Nada.
¿No hay
gaviotas?
¡Gaviotas!
¿Y en el
horizonte? ¿No hay nada en el horizonte?
¿Pero qué
quieres que haya en el horizonte?
Etcétera.
Se hace la
oscuridad.
Todo acaba
con el estridente sonido de una sirena.
Ahora son
vertiginosos destellos rojos y azules.
¿Crees en
la vida futura?
La mía
siempre lo ha sido, dice, y vuelve la cara a un lado para que no descubra los
ojos enrojecidos, húmedos ya.
Se
encienden las luces de la sala: los actores han desaparecido, y unos hombres
vestidos con monos verdes retiran los decorados. Es todo.
La gente
sale en silencio, cabizbaja. Como había entrado.
Yo, una
vez, queridos niños, había conocido a un pintor loco que pensaba que había
llegado el fin del mundo. Le tomé mucho afecto. Así que me empeñé en hacerle
ver algo de la realidad “verdadera” que le ayudara en sus cuadros. Le cogía de
la mano y lo llevaba a la ventana: mira el cielo azul, y las olas de plata, y
el trigo verde que crece cada día, y las velas blancas de las barcas que surcan
el mar esmeralda, la brisa que perfuma la mañana…. El miraba por un instante
horrorizado, se echaba para atrás y volvía renqueante a su oscuro rincón
gimoteando: sólo había visto cenizas.
La espera.
De nuevo.
Pasea
impaciente alrededor del arco de mármol que parece defender la Quinta Avenida
del bullicio algo desastrado de Washington Square y las mareas indiscriminadas
de gente que suben de todos lados. Hace un tiempo húmedo, muy cálido. El cielo
empieza a agrisarse.
No viene.
(Sábado, 27-6-1970. 17,47 p.m.)
“Hola”, le
dice al verla avanzar hacia él, todavía a unos metros. Viste una túnica de
algodón ligero, blanca, talar, de mangas acampanadas. No lleva nada en las
manos. “Lo mejor será que nos metamos en una cafetería. No va a tardar en
llover.”
Asiente
con la cabeza. Sonríe. “Tenía muchas cosas que hacer. No debería haber venido.”
“He traído
unos libros.”
“No sé si
me conviene leer. Debo estar alerta. A saber donde aterriza una…”
“Qué
pálida estás.”
“¿Cómo
quieres que esté? Ahora, este es mi color natural. Veremos más adelante…”