miércoles, 13 de octubre de 2021

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Jennie te arrastra. De nuevo, mitologías: tira dos docenas de fotografías a la fachada del 450 Este, en la 52.

The Unvanquished.

Lote completo: 925 dólares.

El Coleccionista: “Estoy en disposición de pagar una cantidad importante.”

-Será cuestión de tiempo.

-No me importa si al final logramos hacernos con todos los números. Tengo entendido que eran siete.

(Como una colección de cromos: Armas de la Segunda Guerra Mundial, Grandes del Beisbol, Padres de la Patria, Animales de África, Grandes Actores de Hollywood… “Te cambio el 24 por el 14.” “El 14 vale siete del 24… por lo menos.” “¿Y qué me dices del 24, el 51 y el 96 por el 14?” “Me interesarían más, entonces, el 36, el 73, el 82 y el 105.”)

-Seis. Eran seis. El último capítulo, “An Odor of Verbena”, fue un añadido. Era un relato inédito, de modo que nunca fue publicado en revistas con anterioridad.

-Me complace saberle tan bien informado.

-“Ambuscade” fue el primero de la serie, y “Skirmish at Sartoris” el sexto.

-¿Hay posibilidades de hacerse con todo ellos?

-Tiene que haberlas. Sólo se trata de dinero.

-¿Qué opina Ray Yeats de todo esto?

-Ese tipo se mueve por debajo de los cinco dólares.

-Mal asunto.

-Me encargaré personalmente de este trabajo al margen de mi librería. Sin intermediarios.

-Lo que usted crea oportuno. Quizá sea mejor así.

Carl Andre, su auténtico mentor, en sus buenos tiempos era hombre de cimas y valles: a los veinte años anduvo por la  Inglaterra del naciente pop y la Francia sartriana; a los veintiuno, de vuelta a USA,  ingresó en el Servicio de Inteligencia del ejército; a los veintidós se estableció en Nueva York y durante un tiempo trabajó de editor; a los veinticinco fue guardafrenos de la Pennsylvania Railroad en New Jersey… En fin.

Andre: “A él le debo prácticamente todo”.

Es sólo una frase.

Pero ¿por qué?

(Nadie hace tu trabajo por ti: sólo los negros que no existen con un par de centavos en los bolsillos y con la máquina de escribir a rastras por las calles de la Ciudad del Triunfo.)

“Bueno”, le dijo, “yo odio escribir a mano.”

Andre, el hombre de las frases: “Eres brillante, Evchen”.

LeWitt era recepcionista en el MoMa cuando Hesse lo conoció, al mismo tiempo que la otra subyugada Lippard percibía su influjo de judío inteligente y profético. Se sintió fascinada por él y su trabajo. Luego, han pasado los años. Son artistas. Muy callados. Todos llevan un lastre a la espalda.

Vivir no es fácil.

Cada uno con su crimen adentro, o su fantasía, o su miedo, o su drama... o su nada.

El hombre misterioso Sol LeWitt conoce de sobra la enfermedad (terminal, él lo sabe desde el principio) de Hesse. No habla inútilmente. No se compadece. Se limita a sufrir en silencio.

Ambos son judíos. O eran.

Europa se los hubiera tragado enteritos y todavía tiernos, a juzgar por la pavorosa sincronía de sus años de infantes con el supremo poder del carnicero nazi.

Una vez se reía: “Una siempre es judía… ¡cómo se es católico! Sólo los protestantes se libran de llevar toda su vida la culpa o el cadáver a cuestas.”

LeWitt: se interroga constantemente.

Pasamos la tarde en X.

Andre: hablaremos de Carl Andre.

(Adopta tus precauciones, amigo.)

Influida por una antropología que certificaba toda la magia y los pasados misterios de una raza, una etnografía actualizada que visualiza idealmente un folclore tan válido plásticamente como perturbador.

¿Naif?

¿Ha visto usted realmente la estética tan peculiar de los salvajes de antaño?, preguntó el tipo del salacot.

“Haré de mi cuerpo (de mi alma) un objeto artístico.”

De repente, como un espejismo, surge de la trémula luz del sol del desierto, de la llanura dormida del mediodía, de la ardiente humedad de la selva…

La belleza es una cuestión de identidad, la que se posee, la que se crea, la que se ve con los ojos cerrados…

Admira el rostro tatuado de un cacique Hiriti-Paevata, de un rey Tauhlao, del isleño de las Carolinas, de un dajak del antiguo Borneo, deléitate en la espesura cromática que cubre por entero el cuerpo del japonés de siglos atrás… (descifra El Hombre Ilustrado de Bradbury, anticipa el futuro en sus imágenes, lee las dieciocho fascinantes historias que se encierran entre sus cambiantes bordes: en la mano una rosa recién cortada, el anillo azul tatuado alrededor del cuello, cada centímetro de la piel lo cubren cohetes y estrellas, prados y ciudades, iglesias y tabernas, calles y plazas, gentes y galaxias, animales y bosques, tu rostro, tu destino… todo aquello que la imaginación diabólica de la bruja hace brotar de las hirientes agujas de la noche mientras el sueño te ha vencido).

Surge la pareja de salvajes (porque eran de otro tiempo) del vibrante aire que induce a la figuración y a lo inexplorado, surge de lo extraño, de lo indefinible, de un encantamiento que mucho tiene de genial invención artística:

a tenor de su deseo de adornarse, aquellos lejanos artistas de un bodyart del árbol y la jungla y unos cielos desconocidos sometían el soporte del cuerpo finito a multitud de trapisondas y deformaciones:

lo pintan de mil maneras con decenas de colores que obtienen del mineral, la planta y la tierra, y el embadurne y el tatuaje polinésico conforma una obra de arte andante y guerrera no exenta de desafío hacia la plástica inerte que les rodea:

todos los orificios del cuerpo se prestan a una deformación, la carne se corta, se mutila, se agujerea, se violenta, la piel se pervierte con los tintes y las incisiones, los ojos se agazapan tras el laberinto de rayas y cortes que los circundan, se empequeñecen los pies, se ulceran los miembros, y hasta el cráneo adquiere formas espurias valiéndose de la presión de tablillas atadas alrededor de la cabeza, se aplanan los occipucios, se saja la carne del pecho, se alargan los brazos, se enredan los pelos:

he ahí el indígena melanesio de las Salomón que adorna su frente con una diadema de cipreas e incrusta en su nariz un anillo de piedra pulimentada, el sakai de Malaca que horada el tabique nasal con una caña transversal, la joven de Hainán que desgarra sus orejas por el peso de decenas de anillos, el nativo de la isla Montgomery que ulcera las incisiones que se ha practicado en la piel con agua salada y jugo de raíz de mangrove con el fin de resaltar el tatuaje por medio de los monstruosos bulbos creados, las pinturas blancas que en profusión de líneas recorre el cuerpo de los kaipara en sus sobrecogedoras danzas, el bagobo malayo con los dientes ennegrecidos y limados en sierra y la piel enteramente cubierta por tatuajes geométricos y zoomorfos; observa las deformaciones dentales del basari y la labial de las mujeres musgu y ubangui capaces de insertarse en los labios discos de madera de más de 12 centímetros, pues tal es su ideal de belleza, admira tales conceptos de lo bello en las cicatrices deliberadas en la frente y las mejillas combinadas con la diadema de cauri y los collares de hueso de la mujer cunama; verás cabellos lanosos largamente trabajados, trenzas cuya longitud alcanza el suelo en el tocado de la mujer ovamba o formando elaborados bucles en la cabeza de los papúas, tan amantes de los peinados complicados, o los suntuosos peinados repletos de trenzados y frisados de las mujeres de Fernando Póo o los adornados con vistosas plumas como en los algonquinos y cabelleras con marcado carácter cultural y espiritual como en los nubios y también el rapado místico del tibetano… 

 “Tampoco es tan difícil que llegues aquí. Ahora no tienes que pagar un centavo por atravesar el puente.”

Por lo demás, le jura que nunca ha paseado por Central Park subida en un coche de caballos. Ni por la Quinta Avenida tampoco. Y no ha patinado al son de Jingle Bells en Rockefeller Center ni un solo día de invierno en su vida. Él se lo propone en un arrebato de ingenuidad. Ella se echa a reír: “Nunca seré ya una chica casadera.”

Ella, La Buena Judía, se ha librado definitivamente de todos los caprichos. Es lo malo de conocer el camino a la perfección.

Habla de mitología. Una charla confusa, apenas informada de la materia. Sin embargo, dos o tres temas y personajes mitológicos los domina a la perfección.

Otra figura mitológica: Aracne.

“Desafío a las diosas”, le dice.

“Lo sé”, contesta.

Has desatado la cólera divina. El castigo te acecha durante un tiempo y, al final, te atrapa a dentelladas. No te soltará hasta la muerte.

Todo lo mitológico es, en esencia,  un desafío, una afrenta a los poderes ocultos. Y se pierde siempre.

-¿Quién es?

-¿Wallace? Soy Morgan.

-¿Qué tiene que decirme?

-Ya tenemos el 4, “Riposti in Tertio”, aunque se tituló “The Unvanquished” en el Saturday Evening Post del 14 de noviembre de 1936.

-¿Precio?

-100 dólares…

-¿100 dólares? ¿Así de redondo…? ¿Ni 94 ni 102?

-Bueno, la cuestión es que…

-¡Cómprelo!

Le hablaré de La Rama Dorada, se dijo él.

En la Biblioteca Pública dejó pasar las tardes de lluvia, frías y hostiles del otoño de 1969. Tomaba notas de la edición abreviada en dos tomos de Macmillan. Pronto llenó dos cuadernos escolares. Luego, se hacía un lío irritante intentando descifrar su letra a vuela pluma.

Lo liaba todo.

¡Qué tipo!

Proporción áurea (del alma).

Hablemos de ello.

Arrima el ascua a su sardina: desdeña la matemática, abre ventanas, deja correr la brisa y el viento, cree en la magia antes que en la belleza racional de los números.

¿Qué ordenación es esa?

Piensa en el nueve: lo escribe: lo nombra: finalmente lo dibuja: 9.

Pisotea la arena, deshace el  muñeco de arena mojada. Se queda mirando estúpidamente el sol allá en el horizonte azul del mar. Inalcanzable. 

El Negro lejos de su máquina de escribir y demasiado cerca del abatimiento típico de los tipos del sur: Is this Your Luckyday?, lee una y otra vez en la centelleante palabrería de colores del pinball. Pide otra cerveza, suave y mala.

“Necesito un norte…”

Y miró a lo lejos, aquella reluciente mañana, la antena plateada del Empire...

Margie K., una de las amigas de Jennie Q., tan joven que todo es nuevo en ella: la piel, la ambición, la mirada, la confianza…

El Paseante se la encuentra en el cruce de la avenida Manhattan con la calle 109, a punto de doblar hacia Columbus Avenue. Es un día soleado, pero de mucho aire, incómodo para un andar calmo y el disfrute del pensamiento mientras la vista va y viene.

Podrían contratarte, dice K.

El viento oblicuo le da en la cara, hermosa y resplandeciente por el sol, y el cabello liso, de un castaño claro, se enmaraña con gracia, los mechones vuelan a uno y otro lado del rostro ovalado iluminado por el brillo de unos ojos almendrados de un matiz meloso, y ella no cesa de peinarlos hacia arriba con los dedos entreabiertos de la mano.

Él, algo nervioso, apaña mejor la mochila a la espalda mientras mueve la cabeza de un lado a otro.

No quiero dar clases de ningún tipo, contesta.

¿Qué tiene que enseñar él? Lo que sabe, no sirve para nada.

Le mira incrédula, se da la vuelta sonriendo y, a paso ligero, se encamina hacia el parque con el grueso cartapacio debajo del brazo.

Él cambia de dirección (llevaba exactamente la de ella) y se aleja decidido. No tendré más remedio que meterme en Central Park. ¿Y qué hago yo allí a las nueve de la mañana?, se pregunta irritado.

A ella aún le da tiempo para anunciar su próxima exposición: “Hey, City Blank”, dice sin el menor entusiasmo.

“¡O.K.!”.

Él calcula alternativas.

¿Quién es? Él se pregunta eso mismo un par de veces al día.

Un epifenómeno, una vida vicaria.

Quizás un Versteller: pervierte la realidad cuantas veces le viene en gana: ¡pero siempre atendiendo lo esencial de ésta!

Más importante que su obra: artistas cuya sociabilidad y afabilidad les hace innecesarios. Basta con ellos. Pues “ellos y su obra” son como columnas Morris ambulantes.

Indiferente a lo estéril e infecundo, aún tuvo tiempo de atisbar a la gente groovy con sus camisas de flores, las torpes guitarras y los cantos bienintencionados. Acabando los sesenta, unos años después de llegar de Alemania, ya sin ataduras sentimentales, más de una vez contempló largo rato, incrédula y fascinada, la pacífica y vistosa muchedumbre en torno a la fuente Bethesda en Central Park. Se sentía ajena, no obstante, extraña ante los cantos y los atuendos. Los redujo a su mínima expresión: parecen un cuadro. El Ángel Que Nos Mira. Y otro domingo bochornoso, de calor húmedo, sin nada mejor que hacer al salir aburridas de un cine refrigerado, antes de anochecer, merodeaba en compañía de P., R. y B. por St. Mark’s Place, en la parte baja de la Segunda Avenida, donde se reunían los conversos más concienciados, sin lograr adivinar en un sentido estrictamente artístico la bondad de lo que contemplaba. A la semana siguiente, se desentendió de toda aquella estética juvenil poco adecuada al aluvión de ideas y presentimientos plásticos que pugnaban en su cerebro. “Son materiales lo que necesito”, se decía una y otra vez. “Me bastará con eso.”

Al diablo con las canciones.

Sustituye las flores por el hierro,  el óleo y el barro por los nuevos materiales, la química del mundo que se avecina,  los caprichos, los desastres.

La ha convencido: “sólo soy un turista español con el trazado de las líneas del metro dibujado en una mano y el mapa de Manhattan en la otra. El pasaporte entre los dientes.”

(Pero no mires jamás a los ojos de un neoyorquino.)

Suben a la terraza de Rockefeller Center antes del atardecer, cuando el ocaso del sol por encima del Hudson tiñe de rojo el cielo de Staten Island. Todo empieza a difuminarse a esta hora, como las peripecias y sucesos del sueño al despertar, como si fuesen irreales la catedral de St. Patrick’s, el Empire State, el Seagram, la masa brumosa de Wall Street… Y todo lo que les es dado contemplar desde lo alto parece que vaya a sumirse en la nada, a disiparse en el polvo de la noche (llámalo un sueño). Pero de pronto, como luciérnagas gigantes que surgieran del subsuelo, se encienden los millares de luces de Times Square, los rascacielos del Downtown comienzan a tachonar de ventanas encendidas sus todavía grises siluetas, se ilumina la antorcha de la Estatua de la Libertad y los focos del Empire lanzan sus destellos azules al mar abierto.

En ese tiempo todavía uno se queda encandilado leyendo a la medianoche en la cinta de luz del edificio del New York Times las últimas noticias y sucesos internacionales de teletipo del último minuto mientras, en torno a sí y su ingenuidad, una muchedumbre de iniciados en lo siniestro compra y vende (todo puede comprarse y venderse, anuncia una cadena nacional de televisión) los crímenes que nunca serán noticia.

(3.6.1969, 23,58)

Hoy, Nuestro Presidente, a las puertas de América, impide con la sola ayuda de Dios… etcétera.

A., un corresponsal catalán amigo de C. que conoce a B. (a quien El Negro ha hecho algunos favores de tipo literario-mercenario), vive en la 86, en un barrio residencial repleto de cervecerías, restaurantes y emigrantes alemanes. Escribe para un par de revistas de arte españolas, a las que El Embaucador no tiene acceso, y en las páginas de un periódico de tirada nacional que no haría ascos a una crónica artística pergeñada por su experimentada pluma de corresponsal-escritor. La tarjeta manuscrita de B. le abre sus puertas. Es un tipo comprensivo, de sonrisa acogedora y aspecto bondadoso, paternal, con el pelo peinado a un lado completamente blanco. Le invita a una copa (son las siete de la tarde). Se interesa por lo que hace y, lo más importante, querido, los planes que tiene para el futuro en Nueva York. Él contesta sin mentir, pero con inocentes evasivas que el otro capta de inmediato. Le expone el motivo de su visita. Accede en seguida a su petición. “Dime, ¿qué clase de escultura hacen (sic) estos chicos?” En ese instante él se queda absolutamente sin palabras. Inclina el torso hacia la mesa y coge el vaso de whisky, da un trago calculado (A. es un tipo respetable, debe apreciar la mesura). Al cabo de unos segundos, con el vaso entre las manos, él sólo acierta a decir lo más inapropiado y sucinto mientras mira los dos cubitos de hielo que sobresalen del líquido ambarino: “Abstractas.”

Estamos en 1969.  

(No están demasiado gastadas algunas definiciones.)

Algún atavismo europeo pervive en esta antigua emigrante germana. Es tan distinta como el Village al resto de Manhattan: plazas, rincones hasta recoletos, calles pequeñas y estrechas… Compra pasta en Bleecker Street (y vino toscano y panetone) en una tienda italiana junto al cine de sesión continua que pasa mañana, tarde y noche películas de los años treinta y cuarenta; pasea por St. Luke’s Place, la calle más bonita flanqueada por bellísimos y grandes árboles copudos, se demora por callejuelas.

Festival de cine en el Lincoln Center.

Tenemos que ir, dice. Más de veinte largometrajes a concurso.

Consigue las entradas para los pases de la sección oficial a través de una amiga periodista.

Godard, Cassavetes, Welles, varios filmes de detrás del telón de acero, ahora tan de moda, una retrospectiva de Gance…

En especial, desean ver la película de Martin Tolbal, Bridges, que cerrará el certamen dentro de una semana.

Por el momento, ven cine del este. En cinemascope, pero en blanco y negro.

Más tarde.

En el apartamento. Ha salido del baño, ultima los preparativos para acostarse. Huele a limón en torno a ella, y es muy agradable. Mientras la observa a hurtadillas recuerda una de las películas visionada por la tarde, una checoslovaca en blanco y negro que le produjo verdadero miedo (la palabra exacta sería desasosiego, pero no está seguro de no haber sentido miedo también) en virtud de la siniestra frialdad con que muestra en la pantalla los últimos días de un intelectual represaliado por el régimen: su despertar en la cama en el amanecer oscuro y lluvioso, el rostro sin afeitar del hombre en el espejo, aún vestido con el pijama, el parco desayuno con el inevitable cigarrillo entre los dedos, las gotas de lluvia en la ventana, los pequeños y baratos estantes llenos de libros, la vetusta máquina de escribir a un lado de la mesa, el hombre rodeado de sombras finalmente sentado y abatido en el sillón desvencijado del minúsculo apartamento suburbial donde vive. Y los raquíticos árboles, las aceras maltrechas, las hileras de los edificios blancos tipo cajón, el cielo negro, el frío glacial que dejan adivinar todas las imágenes…

Al día siguiente.

50 centavos: suficiente para el metro, el hot dog y el socorrido periódico.

Por la tarde: ella vuela hacia Chicago: otra colectiva con Serra, Nauman…

Durante la mañana, clara y limpia por el aire proveniente del Atlántico, él pasea, compra libros, se mete en cafeterías con grandes ventanales estilo Hooper a leer tranquilamente el Times.

Tiene libre todo el tiempo del mundo.

Baraja ocurrencias, obra milagros.

Le dice que irá al zoo del Bronx.

Qué valiente. Ella cuelga el teléfono; él sale de una cabina pública en Lexington. Allí mismo sube al metro.

No es una hora punta, así que al llegar a Harlem el vagón casi se vacía al apearse los afroamericanos en la 110.

No descubre, al menos en su vagón, a ningún tipo de aire anglosajón. ¿Un wasp? Inconcebible. Al zoo se va en coche y con las ventanillas cerradas. Incluso con una pistola amartillada bien escondida debajo de la americana. Para usar sólo en legítima defensa.

Un portorriqueño con una sahariana amarilla por encima del pantalón color hueso canta un bolero en español. Una jamaicana mueve las caderas al son de un ritmo inaudible. Les mira con simpatía. Siempre lo hace con estos americanos-caribeños. Desde el shakespearino musical de Bernstein (1961) siente debilidad partidista por todo lo hispano neoyorquino del West Side.

En realidad, el Bronx queda tan lejos para un tipo de Manhattan como Sudamérica o cualquier parte de Asia. Allí vive la auténtica máquina de Nueva York, más de dos millones de laboriosos braceros de todo tipo que sostienen día a día la isla y sus trapicheos cerca del cielo (sin alcanzarlo jamás).

“Al Bronx no se va nunca, nunca”, advierte el sofisticado de turno del East Village.

Pero allí vivió una vez Edgar Allan Poe.

Luego miraba a los animales tan extraños (invisibles).

Por la tarde (él): Portrait of Jason, del 67, pero la ponen de nuevo en un cine del Village.

-¿Wallace?

-El mismo.

-Hemos conseguido el Saturday Evening Post del 29 de setiembre del 34, con “Ambuscade”, y el del 3 de noviembre del mismo año, donde apareció “Raid”, el tercero.

-Eso es magnífico.

-Respecto al precio…

-¿Qué pasa con él?

Y mientras ella construye inconsciente o a sabiendas el mito pringándose malignamente con toda la sintagmática plástica que ha metido en el saco venenoso de los materiales, él podría dedicarse a no hacer nada, a preguntar en librerías del Midtown acerca de títulos de libros inencontrables, dar un largo paseo en la barcaza para turistas (¡pintada de verde!) por el East River cargado con bolsas de comida y botellines de cerveza o escribiendo poemas en prosa (?), o distrayendo la mañana y la tarde en Riverside Park lanzando vistazos mal disimulados a las jovencitas en short que desfilan delante de sus narices camino de Columbia.

A por ellos.

¿Vas a conformarte con ser parte de la tropa?

¿Qué guerra es la que libras?

Jamás de segundona, de imperceptible underdog.

Contarás uno por uno tus propios crímenes contra el arte celebrado por los millonarios del Upper Eats Side.

En el 69 ya hablaba en susurros, de una forma muy dulce. Ama el silencio. Sus esculturas lo son. Y, por favor, nada de la maldita sofisticación.

De su diario: “Conocí a un tipo de Milán que nada más llegar vestido de hippy quería meterse en Electric Circus. Nos reímos de la proposición y le invitamos a visitar el Broadway de medianoche. Pero él insistía una y otra vez, de modo que lo empujamos al interior de un taxi en dirección al East Village con la advertencia (y una buena propina) al taxista de que lo dejara justo en la puerta. No lo volví a ver hasta el día de la inauguración en X., durante la que me rehuyó en todo momento avergonzado de sí mismo. Sus pinturas me parecieron igual que su comportamiento del día después, insignificantes. Hoy es un tipo célebre que gana dinero, envejece como un cobarde y cuenta mentiras”.

Lo ha descubierto: puede recrear de nuevo las obras: es dueña de su aura.

Paisajes de desolación.

(El mejor lugar para reinventarse.)

Beckett: ella sólo asiste a las representaciones en el Off-off y, contadas veces, a las del off-Broadway en alguno de los tugurios experimentales y decididos del Village y los locales más aseados diseminados por las inmediaciones de Washington Square. Sospecha de lo oficial, de lo “bien escrito”; desde luego, del teatro, el cine o el arte de entretenimiento.

Es una peripatética a ratos infantiles: crea sus propios juegos.

En efecto, han asistido otra vez a una representación de Final de Partida. Le subyuga esa obra. A él, le inquieta.

Sobre un escenario predecible en la obra de Beckett (las ruinas bombardeadas de una ciudad se dibujan sobre los decorados del fondo), Hamm y Clov monologan, dialogan… sentados, de pie, mientras andan (en realidad, Hamm se arrastra como un animal herido sobre las tablas).

Haces de luz azul que simulan reflectores iluminan desde los extremos la escena de un acto único, sin intermedios.

¿Y ahora?

Nada.

¿No hay gaviotas?

 ¡Gaviotas!

¿Y en el horizonte? ¿No hay nada en el horizonte?

¿Pero qué quieres que haya en el horizonte?

Etcétera.

Se hace la oscuridad.

Todo acaba con el estridente sonido de una sirena.

Ahora son vertiginosos destellos rojos y azules.

¿Crees en la vida futura?

La mía siempre lo ha sido, dice, y vuelve la cara a un lado para que no descubra los ojos enrojecidos, húmedos ya.

Se encienden las luces de la sala: los actores han desaparecido, y unos hombres vestidos con monos verdes retiran los decorados. Es todo.

La gente sale en silencio, cabizbaja. Como había entrado.

Yo, una vez, queridos niños, había conocido a un pintor loco que pensaba que había llegado el fin del mundo. Le tomé mucho afecto. Así que me empeñé en hacerle ver algo de la realidad “verdadera” que le ayudara en sus cuadros. Le cogía de la mano y lo llevaba a la ventana: mira el cielo azul, y las olas de plata, y el trigo verde que crece cada día, y las velas blancas de las barcas que surcan el mar esmeralda, la brisa que perfuma la mañana…. El miraba por un instante horrorizado, se echaba para atrás y volvía renqueante a su oscuro rincón gimoteando: sólo había visto cenizas.

La espera. De nuevo.

Pasea impaciente alrededor del arco de mármol que parece defender la Quinta Avenida del bullicio algo desastrado de Washington Square y las mareas indiscriminadas de gente que suben de todos lados. Hace un tiempo húmedo, muy cálido. El cielo empieza a agrisarse.

No viene. (Sábado, 27-6-1970. 17,47 p.m.)

“Hola”, le dice al verla avanzar hacia él, todavía a unos metros. Viste una túnica de algodón ligero, blanca, talar, de mangas acampanadas. No lleva nada en las manos. “Lo mejor será que nos metamos en una cafetería. No va a tardar en llover.”

Asiente con la cabeza. Sonríe. “Tenía muchas cosas que hacer. No debería haber venido.”

“He traído unos libros.”

“No sé si me conviene leer. Debo estar alerta. A saber donde aterriza una…”

“Qué pálida estás.”

“¿Cómo quieres que esté? Ahora, este es mi color natural. Veremos más adelante…”

Se mete en una cafetería abarrotada y tiene que permanecer de pie frente a la barra. La incomodidad es violenta. Prefiere la lluvia de fuera. Renuncia a cualquier tipo de consumición y sale a la calle. Aspira el aire, ahora fresco, a bocanadas lo mete adentro de sus pulmones, hasta lo traga con rabia.