domingo, 29 de marzo de 2020

45

Y nunca vio la ciudad mágica desde este lado.
Y eso era lo verdaderamente fascinante.
(En los ratos libres que le dejaban Los Grandes Paseos escribía crónicas marcianas de Manhattan en un inglés ilegible y de las que efectuaba copias al carbón en papel cebolla de tres colores: blanco, rosa y azul pálido.)
Ha plantado (definitivamente) sus reales en Bryant Park: tiene la naturaleza a su alcance, todos los libros que pueda imaginar, un puesto hot-dogs y slices cerca de la fuente y, por la noche, le basta con disfrazarse de hombre-lobo para espantar a las flophouses o de hombre-invisible para ocultarse de los cops.
Ray (lo cuenta sin otorgar mayor importancia al hecho, a la fruslería que diría él): “Encaminé al tipo a…, un mercachifle de la peor especie, pero el tipo se lo tenía merecido por su insistencia incomprensible para mí. En esa cueva de ladrones lo entretuvieron por espacio de tres largos meses; luego, cuando ya lo tenían bien engrasado, le sacaron 300 pavos por el The Double Leader de junio del 22, donde aparecían en la misma página dos trabajosos poemas escritos por sendos jovenzuelos que jamás serían buenos poetas: Ernest Hemingway y William Faulkner.
También ella podría hacer alguna caricatura en ese café de la calle Macdougal.
Uno de sus clientes, mientras sorbía su café, hubiera podido ser Ginsberg.
A finales de los cincuenta, aun ignorando que iba en busca del príncipe azul a cada paso que daba por las calles de Manhattan, era capaz de recorrer los tres kilómetros que le separan de Times Square hasta el Village en menos de treinta minutos. Era capaz de hacer cola durante una hora a la puerta del Bitter End, en la calle Bleecker, donde un tipo inteligente llamado Woody Allen encadenaba chiste tras chiste sin el menor aspaviento y una taza de café de cincuenta centavos te daba para un buen rato sin necesidad de pensar en nada más, y nadie te daba prisa para que levantaras el culo de la silla.
La política, cualquier atadura de tipo social, sólo eran un estado de ánimo.
Así eran los tiempos.
-Dispare –dice al tipo de la grabadora.
-¿Hablamos de alguna especie de correlato moral?
-Depende… Supongo que no. Bueno, lo que quiero decir es que nunca me habían preocupado esas cosas. Quizás ahora, sí, es posible que sea de ese modo, la sociedad actual, sus problemas. Claro, pienso en ello, naturalmente. Pero antes, no, no creo.
-Una suerte de compromiso.
-¿Compromiso? Es difícil saberlo… Cuando una trabaja se ensimisma, yo al menos. Estoy encerrada en el taller, rodeada de materiales, “concibiendo” su ordenación, hasta su sitio exacto en la forma final de la pieza, por así llamarla…  Sólo veo la obra gestándose, no puedo pensar en otra cosa, así que no creo que eso signifique algo así como un compromiso. No, no lo pienso de esa manera. En todo caso, sería algo muy inconsciente, muy escondido, larvado…
-Ni siquiera cuando regresó a Alemania.
-Estaba confusa entonces. En 1965 no sabía que era escultora. Dibujaba más que pintaba, algo que en el fondo no me atraía. El dibujo era lo que me interesaba, y ahora comprendo la razón: en el futuro podría aplicar ese entretenimiento, por así llamarlo, a cualquiera de las dos disciplinas. Luego pinté unas acuarelas, algunos cuadros. Pero… comprendí en seguida que necesitaba el objeto más que la línea o el trazo para significar lo que quería decir, o al menos para empezar a crear algo que valiera realmente la pena.
-¿No sintió nada en especial al pisar suelo alemán? ¿No recordó a su familia extinguida por los nazis? ¿Intentó conocer el paradero de algunos de ellos
-Por supuesto que sí. Hice algunas averiguaciones, supe más cosas de las que sabía hasta entonces. Rastreas datos, antiguas identidades. Hablas con gente de la época de la guerra… Pero eso fue todo. Descubrí que hay que mirar adelante. Intentarlo, siquiera; a pesar de los recuerdos dolorosos, seguir adelante es lo fundamental. Las huellas de mi pasado serán las que yo deje en el futuro. La cadena se rompió.
-No sabemos cuando llega el futuro.
-No, pero es la única puerta que todo el mundo se atreve a abrir sin temor, todos quieren atravesar su umbral: vivir un día más.
-Un deseo absurdo, desde luego, porque es otro paso al final.
-Claro. Lo que importa es el trabajo diario, lo que creas con las manos, día a día, con el aire renovado, salido de la madrugada aún sin culpas.
-Es suficiente con eso. Sin esperar nada.
-Sí… Debería bastar al menos.
-Sí…,  al menos eso.
Una grisura inhóspita, fría y silenciosa anuncia el nuevo día del que no puedes esperar cobijo o protección alguna ante las sentencias ya firmadas.
“Una trabaja”, le diría en la entrevista de abril del 68. “Tiene delante un montón de materiales. Y hay que empezar a seleccionar, a “borrar” aquellos que no van a servir, como si dibujaras a lápiz y rectificaras de cuando en cuando. Los materiales son, propiamente, las líneas del dibujo; ellos mismos, ya dicen bastante. Sugieren cosas, sensaciones, pensamientos, hasta recuerdos, premoniciones, toman forma, se revelan ante los ojos… Pero hay que corregirlos. Unirlos entre sí. Y entonces se va dibujando gradualmente el contorno de la pieza, como un boceto al principio; en realidad, es como dibujar o pintar. Sólo que sin el lápiz ni el pincel. Es lo mismo. No sé por qué la gente no lo entiende así. Necesita ver algo representado artísticamente con cierta fidelidad para reconocerlo como tal, para creerlo. Yo no quiero representar nada. Y, sin embargo, es posible expresarlo todo a través de lo que hago, decir muchas cosas incluso no deseando decirlas. Esa es la magia, el desafío que me he impuesto. Sólo desde esa perspectiva es posible lograr un nuevo grado de expresión en el arte de nuestros días.”
“Me gustaría enmarcar una de mis obras, pero… ¿cómo?”
“¿Es eso un chiste…?”
Hace cien años: el cabello luminoso cae sobre la espalda firme y juvenil, la mirada risueña, la boca entreabierta y pecadora: viste como una colegiala de la que hay que defenderse con todas las armas al alcance: falda tableada de color gris oscuro hasta medio muslo, camisa a cuadros blancos y negros Vichy, calcetines hasta la rodilla rojos y negros, botas negras de gruesa suela blanca, y la piel morena que brilla al sol, tersa y apetecible a la caricia…
Ha venido del oncólogo. Seria, cansada, con el cuerpo atravesado por mil lanzazos, sin ganas de hablar, toma asiento en el sillón junto a la ventana. La luz pálida aunque reconfortante de un sol desfalleciente, el lánguido color de marzo, la baña de irrealidad. Ha cerrado los ojos, ha apoyado las manos sobre los brazos del sillón. La cabeza echada hacia atrás. La oye suspirar. Le lleva un vaso de agua. Se sienta a su lado. La mira. Es un ser vivo, pero cada día la hiere la desgracia un poco más, como si fuese la presa de un animal que ya la tuviese entre sus poderosas garras, atenazada en sus colmillos sangrantes, y no fuera a soltarla hasta acabar con ella a dentelladas. Y él no puede librarla. Nada de lo que haga la salvará. Es un inútil que sólo palia un dolor invisible y el trazado rutinario de la domesticidad de esa mujer. El color desmayado, vespertino, un color harapiento, parece nublarla, alejarla más y más de la materia sólida. ¡Qué pocas veces ha visto algo tan bello... y tan cruel! Y en seguida lo estropea todo, y piensa en cuadros de Hopper, en la tristísima sonata 21... Y en poemas romanceros,  en palabrerías una y mil veces repetidas...
En el 69.
De Kooning en el MoMa. Más de un centenar y medio de cuadros. Un bosque cromático que se desparrama a lo largo y ancho de las inocentes paredes.
¿A qué joven artista de los cincuenta y primeros sesenta no podía gustarle De Kooning? Bastan tres dedos de una mano.
En efecto, un tipo atractivo, listo y con gran sentido de la oportunidad: el niño de oro de su tiempo. Otro más.
Doblemente precavido y astuto que Pollock, más listo que Gorky, más calculador que Barnett Newman el Jovial.
Alargaría su vida hasta acabar medio idiota, riquísimo, mojando el pincel inútil en la baba que se escurría a los lados de la boca.
Una especie de misa negra a la que le obliga a ir la artista enamorada (en el fondo la acompaña muy complacido, y a duras penas cogen un taxi en el SoHo que los deja abandonados en la 79 con Lexington por no se sabe qué manifestación que interrumpe el tráfico. Comprará el catálogo sin dudar ni un segundo: en el 2000 lo podría vender a algún coleccionista incauto a muy buen precio).
Como niños malos: si rascamos (descascarillamos) revelamos una mezcla de astucia, habilidad, época, mercado, estética…
Grandes cuadros, grandes embelecos memorables.
Como niños malos: despotricamos… o alabamos. Al 50%.
Habéis tocado el cielo. Y en Londres, en la Tate: Morris, Ellsworth Kelly, Tony Smith; en la Whitechapel: el show de la Frankenthaler.
Como niños malos, nos acercamos a los “padres” resucitados en el Guggenheim: los silencios de Klee, la ascesis de Giacometti, la matemática de Braque, la lujuria incansable de Picasso y su desmedida y voraz correría pictórica.
¿Cómo definir esta ciudad, acallar los cantos de sirena de la desmesura de sus mercados, Hesse?
Ella es una niña buena, aplicadita en su trabajo diario, lidiando con la inspiración (que sólo es trabajo y ganas de llevarlo a cabo). Todas las mañanas, llueva o truene, directa al estudio, calladita y reflexiva, como cuando en la escuela primaria se prestaba a la tarea una vez había recitado el pledge of allegiance obligatorio: caldeaba los ánimos.