Y nunca vio la ciudad mágica desde este lado.
Y eso era lo verdaderamente fascinante.
(En los ratos libres que le dejaban Los Grandes
Paseos escribía crónicas marcianas de Manhattan en un inglés ilegible y de las
que efectuaba copias al carbón en papel cebolla de tres colores: blanco, rosa y
azul pálido.)
Ha plantado (definitivamente)
sus reales en Bryant Park: tiene la naturaleza a su alcance, todos los libros
que pueda imaginar, un puesto hot-dogs
y slices cerca de la fuente y, por la
noche, le basta con disfrazarse de hombre-lobo para espantar a las flophouses o de hombre-invisible para
ocultarse de los cops.
Ray (lo cuenta sin otorgar mayor importancia al
hecho, a la fruslería que diría él):
“Encaminé al tipo a…, un mercachifle de la peor especie, pero el tipo se lo
tenía merecido por su insistencia incomprensible para mí. En esa cueva de
ladrones lo entretuvieron por espacio de tres largos meses; luego, cuando ya lo
tenían bien engrasado, le sacaron 300 pavos por el The Double Leader de junio del 22, donde aparecían en la misma
página dos trabajosos poemas escritos por sendos jovenzuelos que jamás serían
buenos poetas: Ernest Hemingway y William Faulkner.
También ella podría hacer alguna caricatura en ese
café de la calle Macdougal.
Uno de sus clientes, mientras sorbía su café,
hubiera podido ser Ginsberg.
A finales
de los cincuenta, aun ignorando que iba en busca del príncipe azul a cada paso
que daba por las calles de Manhattan, era capaz de recorrer los tres kilómetros
que le separan de Times Square hasta el Village en menos de treinta minutos.
Era capaz de hacer cola durante una hora a la puerta del Bitter End, en la
calle Bleecker, donde un tipo inteligente llamado Woody Allen encadenaba chiste
tras chiste sin el menor aspaviento y una taza de café de cincuenta centavos te
daba para un buen rato sin necesidad de pensar en nada más, y nadie te daba
prisa para que levantaras el culo de la silla.
La
política, cualquier atadura de tipo social, sólo eran un estado de ánimo.
Así eran
los tiempos.
-Dispare
–dice al tipo de la grabadora.
-¿Hablamos
de alguna especie de correlato moral?
-Depende…
Supongo que no. Bueno, lo que quiero decir es que nunca me habían preocupado
esas cosas. Quizás ahora, sí, es posible que sea de ese modo, la sociedad
actual, sus problemas. Claro, pienso en ello, naturalmente. Pero antes, no, no
creo.
-Una
suerte de compromiso.
-¿Compromiso?
Es difícil saberlo… Cuando una trabaja se ensimisma, yo al menos. Estoy
encerrada en el taller, rodeada de materiales, “concibiendo” su ordenación,
hasta su sitio exacto en la forma final de la pieza, por así llamarla… Sólo veo la obra gestándose, no puedo pensar
en otra cosa, así que no creo que eso signifique algo así como un compromiso.
No, no lo pienso de esa manera. En todo caso, sería algo muy inconsciente, muy
escondido, larvado…
-Ni
siquiera cuando regresó a Alemania.
-Estaba
confusa entonces. En 1965 no sabía que era escultora. Dibujaba más que pintaba,
algo que en el fondo no me atraía. El dibujo era lo que me interesaba, y ahora
comprendo la razón: en el futuro podría aplicar ese entretenimiento, por así
llamarlo, a cualquiera de las dos disciplinas. Luego pinté unas acuarelas,
algunos cuadros. Pero… comprendí en seguida que necesitaba el objeto más que la
línea o el trazo para significar lo que quería decir, o al menos para empezar a
crear algo que valiera realmente la pena.
-¿No
sintió nada en especial al pisar suelo alemán? ¿No recordó a su familia
extinguida por los nazis? ¿Intentó conocer el paradero de algunos de ellos
-Por
supuesto que sí. Hice algunas averiguaciones, supe más cosas de las que sabía
hasta entonces. Rastreas datos, antiguas identidades. Hablas con gente de la
época de la guerra… Pero eso fue todo. Descubrí que hay que mirar adelante.
Intentarlo, siquiera; a pesar de los recuerdos dolorosos, seguir adelante es lo
fundamental. Las huellas de mi pasado serán las que yo deje en el futuro. La
cadena se rompió.
-No
sabemos cuando llega el futuro.
-No, pero
es la única puerta que todo el mundo se atreve a abrir sin temor, todos quieren
atravesar su umbral: vivir un día más.
-Un deseo
absurdo, desde luego, porque es otro paso al final.
-Claro. Lo
que importa es el trabajo diario, lo que creas con las manos, día a día, con el
aire renovado, salido de la madrugada aún sin culpas.
-Es
suficiente con eso. Sin esperar nada.
-Sí…
Debería bastar al menos.
-Sí…, al menos eso.
Una
grisura inhóspita, fría y silenciosa anuncia el nuevo día del que no puedes
esperar cobijo o protección alguna ante las sentencias ya firmadas.
“Una
trabaja”, le diría en la entrevista de abril del 68. “Tiene delante un montón
de materiales. Y hay que empezar a seleccionar, a “borrar” aquellos que no van
a servir, como si dibujaras a lápiz y rectificaras de cuando en cuando. Los
materiales son, propiamente, las líneas del dibujo; ellos mismos, ya dicen
bastante. Sugieren cosas, sensaciones, pensamientos, hasta recuerdos,
premoniciones, toman forma, se revelan ante los ojos… Pero hay que corregirlos.
Unirlos entre sí. Y entonces se va dibujando gradualmente el contorno de la
pieza, como un boceto al principio; en realidad, es como dibujar o pintar. Sólo
que sin el lápiz ni el pincel. Es lo mismo. No sé por qué la gente no lo
entiende así. Necesita ver algo representado artísticamente con cierta
fidelidad para reconocerlo como tal, para creerlo. Yo no quiero representar
nada. Y, sin embargo, es posible expresarlo todo a través de lo que hago, decir
muchas cosas incluso no deseando decirlas. Esa es la magia, el desafío que me
he impuesto. Sólo desde esa perspectiva es posible lograr un nuevo grado de
expresión en el arte de nuestros días.”
“Me
gustaría enmarcar una de mis obras, pero… ¿cómo?”
“¿Es eso
un chiste…?”
Hace cien
años: el cabello luminoso cae sobre la espalda firme y juvenil, la mirada
risueña, la boca entreabierta y pecadora: viste como una colegiala de la que
hay que defenderse con todas las armas al alcance: falda tableada de color gris
oscuro hasta medio muslo, camisa a cuadros blancos y negros Vichy, calcetines
hasta la rodilla rojos y negros, botas negras de gruesa suela blanca, y la piel
morena que brilla al sol, tersa y apetecible a la caricia…
Ha venido del
oncólogo. Seria, cansada, con el cuerpo atravesado por mil lanzazos, sin ganas
de hablar, toma asiento en el sillón junto a la ventana. La luz pálida aunque
reconfortante de un sol desfalleciente, el lánguido color de marzo, la baña de
irrealidad. Ha cerrado los ojos, ha apoyado las manos sobre los brazos del
sillón. La cabeza echada hacia atrás. La oye suspirar. Le lleva un vaso de
agua. Se sienta a su lado. La mira. Es un ser vivo, pero cada día la hiere la
desgracia un poco más, como si fuese la presa de un animal que ya la tuviese
entre sus poderosas garras, atenazada en sus colmillos sangrantes, y no fuera a
soltarla hasta acabar con ella a dentelladas. Y él no puede librarla. Nada de
lo que haga la salvará. Es un inútil que sólo palia un dolor invisible y el
trazado rutinario de la domesticidad de esa mujer. El color desmayado,
vespertino, un color harapiento, parece nublarla, alejarla más y más de la
materia sólida. ¡Qué pocas veces ha visto algo tan bello... y tan cruel! Y en
seguida lo estropea todo, y piensa en cuadros de Hopper, en la tristísima
sonata 21... Y en poemas romanceros, en
palabrerías una y mil veces repetidas...
En el 69.
De Kooning
en el MoMa. Más de un centenar y medio de cuadros. Un bosque cromático que se
desparrama a lo largo y ancho de las inocentes paredes.
¿A qué
joven artista de los cincuenta y primeros sesenta no podía gustarle De Kooning?
Bastan tres dedos de una mano.
En efecto,
un tipo atractivo, listo y con gran sentido de la oportunidad: el niño de oro
de su tiempo. Otro más.
Doblemente
precavido y astuto que Pollock, más listo que Gorky, más calculador que Barnett
Newman el Jovial.
Alargaría
su vida hasta acabar medio idiota, riquísimo, mojando el pincel inútil en la
baba que se escurría a los lados de la boca.
Una
especie de misa negra a la que le obliga a ir la artista enamorada (en el fondo
la acompaña muy complacido, y a duras penas cogen un taxi en el SoHo que los
deja abandonados en la 79 con Lexington por no se sabe qué manifestación que
interrumpe el tráfico. Comprará el catálogo sin dudar ni un segundo: en el 2000
lo podría vender a algún coleccionista incauto a muy buen precio).
Como niños
malos: si rascamos (descascarillamos)
revelamos una mezcla de astucia, habilidad, época, mercado, estética…
Grandes
cuadros, grandes embelecos memorables.
Como niños
malos: despotricamos… o alabamos. Al 50%.
Habéis
tocado el cielo. Y en Londres, en la Tate: Morris, Ellsworth Kelly, Tony Smith;
en la Whitechapel: el show de la Frankenthaler.
Como niños
malos, nos acercamos a los “padres” resucitados en el Guggenheim: los silencios
de Klee, la ascesis de Giacometti, la matemática de Braque, la lujuria
incansable de Picasso y su desmedida y voraz correría pictórica.
¿Cómo
definir esta ciudad, acallar los cantos de sirena de la desmesura de sus
mercados, Hesse?
Ella es una niña buena,
aplicadita en su trabajo diario, lidiando con la inspiración (que sólo es
trabajo y ganas de llevarlo a cabo). Todas las mañanas, llueva o truene,
directa al estudio, calladita y reflexiva, como cuando en la escuela primaria
se prestaba a la tarea una vez había recitado el pledge of allegiance obligatorio: caldeaba los ánimos.