(Son los
mismos perros con distintos collares.)
En
realidad, es la buena muerte, coherente, perfecta: poco a poco se pudre el
cuerpo, excreta, supura, se deshace. Pero tendría que deshacerse del todo, y de
inmediato, una montañita de polvo y al menor soplo de aire, adiós.
¿Qué
ha hecho de ti?
Carne
hecha elegía: una farsa para el teatro de los vivos.
En el
Hospital de Nueva York, una isla (donde se reprimen el infortunio y el
anonimato, el temor y la desdicha) en
medio de todo (donde se hallan la fortuna y la fama, la vida y la
risa…).
En su
lecho de enferma terminal, sueña.
Tan
delirantes sus sueños como sus obras.
¡Qué
perfecto maridaje! Ella muere físicamente, y la materia de sus obras, al paso
del tiempo, comienza a pudrirse, a disolverse en la nada. ¡Qué fiasco!
O no.
Desde mediados del siglo pasado, todo arte es efímero, una camiseta de moda, el
peinado de primavera. Eso o… un activo
financiero, un colgajo museable: ¡al cementerio!
Conversaciones
con Yeats. ¿Qué tal se da eso de convivir con el apellido del vate irlandés?
-Ha impedido de modo fulminante que publique una
sola de mis malditas poesías.
-Podías haberlas publicado en City
Lights Books.
-Sólo soy un maldito librero.
-Entonces…
-Entonces es tarde para todo.
-Nunca es tarde para publicar poesía…
-¡Menuda presunción a mi edad! Sólo creo ya en la
fábrica del lenguaje y no en las emociones del mentiroso que se vale de él para
narrar entuertos o apostillas.
-Pues transforma la poesía sólo en lenguaje.
-Por entonces ya había demasiados poetas en
cualquier parte del mundo. Ahora no me interesa nada más que la poesía oral, la
de las montañas… Tipos barbudos y desnudos al sol, mujeres libres a la
intemperie, con los senos al aire y los ojos limpios, gritando sus versos… a la
nada.
-¿Qué demonios de poesía es ésa?
-La que no precisa ser escrita. Escúchala, deja que
el aire disuelva su sonido. No la escribas. Transmítela de viva voz.
-Volvemos al Medievo analfabeto y memorión, al
sonsonete, la musiquilla juglaresca, recitadora.
-Deberías saber que hablo de una poesía sin rima,
desprovista de la artificiosa métrica, esa especie de ganchillo moderno para
viejas indignas y letradas y sonetistas varios. ¡Bonita artesanía! Dedícate al
barro y dale con los pies al torno.
-¿A qué nos enfrentamos, entonces?
-A un salmo profano y abrupto que celebra un mundo
indecible. Y es posible que, una vez escuchado, te olvides de él
inmediatamente.
-Una cultura sin tradición…
-Una sucesión sin imposiciones.
-¿Y dónde quedará la memoria de las generaciones
venideras?
-Amigo, algo sucederá, una especie de monstruo
inagotable venido del espacio, o por el espacio, que almacene la memoria de
todos nosotros. Lo más hermoso… sería partir de cero. Dejar que se enfríe otra
vez la maldita roca, que fluya el agua… A rodar.
(…)
-¿Qué hay de The
rats?
-¡Hideputa!
-¡Toda la vida de lector lo he sido, amigo!
-¡Qué diablos…! ¿Cómo te has enterado?
-Era fácil hacerlo. No conozco un solo librero que
no haya escrito una novela… O lo haya intentado al menos. Aunque, preciso es
reconocerlo, todos tenéis la magnífica decencia de destruir (despedazar,
descuartizar, exterminar, extinguir) las poesías de los veinte años, y aun de
los treinta. De eso no dejáis rastro.
-¡Quemé todos los ejemplares de esa maldita novela!
-Menos los treinta y seis que se vendieron (uno de
ellos a la Hesse) y dos docenas más de procedencia dudosa que acabaron en uno
de los puestos de libros de Broadway con la 42.
-Sólo me sirvieron para beberme un par de cientos de
litros del mejor whisky durante las bacanales de Partisan review, a finales de los cincuenta. Era un joven
prometedor al que invitaban para regodeo de las lascivas miradas de Gore Vidal
y García Capote: tenía la cara limpia y suave como la porcelana: se derretían
al mirarme. Y, de otro lado,
¿por qué no? Igual terminaba escribiendo la gran novela americana aún por
descubrir, A death in the family, The great Gatsby, The naked and the dead, The
wild palms y The sound and the fury, A
Farewell to Arms… Amigo, aquello era beber… ¡y no los biberones de
estos años confusos!
-1951…
Buena cosecha: The Catcher in the Rye.
-¿Lo comprendes ahora? Ahí tienes la verdadera
explicación de que sólo se vendieran treinta ejemplares de mi libro. Y quince
de ellos a mis por entonces desdichados vecinos de Columbus Park, que no
dejaron de comprarlos, aunque a regañadientes. Siempre se termina estafando a
los que tienen más cerca…
Hasta unos pocos años antes de su muerte, el final
fue feliz: quiso escribir: finalmente, librero. El Paraíso en la Tierra. Compra
libros, vende libros, lee todos los que puede (que son mucho más de lo que uno
pueda imaginar). Y, así, día tras día, bajo la lluvia gris o en la tarde
sombría, las mañanas de sol inútil (The
Green Train abre todos los días de la semana incluidas las tardes pavorosas
de los domingos), en verano, en invierno.
Julio del 70. Sin
Hesse (sobrevolando planetas en el
cosmos, buscando tierras azules,
chocando con galaxias, alejándose de esas falaces estrellas llenas de ruido y
horror). Cerca de la medianoche, The Green
Train ha cerrado la puerta; su dueño ha apagado la luz. Sentados en el
suelo, contra la pared cerca del mostrador, la joroba animal en sombras de la
máquina registradora, el olor a papel… La botella de ron (Flor de Caña) también en el suelo (ya a medias; escancia, cobarde).
Durante el día ha hecho un calor tórrido, pero ahora la brisa que sube de los
muelles del East River ha refrescado algo la noche neoyorquina. El aullido de
las esquinas, la rodadura del asfalto, el ruido incesante de la ciudad llega hasta
aquí. Los dos hombres beben directamente por el cuello de la botella. La tenue
luz del exterior se filtra por los cristales y deja ver en las lenguas de las
sombras los lomos de los libros alineados sobre los estantes. De cuando en
cuando los faros de un automóvil que cruza la calzada proyectan bandas de luz
amarilla sobre el techo, y entonces él descubre en esa semioscuridad cálida y
acogedora la milagrosa intimidad que puede alcanzarse algunas veces con otro
ser humano. Gusta de esos raros momentos de falsa eternidad, morosos hasta la
extenuación. Sobre todo él, que su pensamiento discurre en todas direcciones,
nunca sin atenerse, acogerse y claudicar en una sola idea esencial. Siente de
tal proximidad a este vendedor de libros con toda su cultura libresca y honesta
a cuestas que su efecto es mucho más contundente en esos instantes que el licor
marino que le quema la garganta como el fuego. Luego de un par de largos tragos
Yeats está a punto para la añoranza, o quizás sólo sea una mirada retrospectiva
hacia unos años menos taimados que los actuales, lo cual no deja de ser una
simple presunción, una actitud mendicante ya, cuando el pasado intocable es mirado por ojos
complacientes, nada adversativos a lo que somos, a lo que creíamos que éramos. La oscuridad nos une. Emergemos
a la luz merced a los libros, y un poco gracias a la vida. Al lado de este
hombre culto, de modales suaves que esconden una energía interior que a pesar
de sus esfuerzos flamea en sus pupilas, él halla todos los puentes garantes a un
entretenimiento plástico e intelectual de décadas atrás o del mismo presente.
Logra entender su época… y puede entender la suya, de la que él todavía
participa, formas atenuadas de una rebelión de lo yámbico al ritmo bop. Leyendo a Yeats no pienso en Irlanda, sino
en aquel verano en Nueva York. Les rodean los libros. Miles de ellos.
Usados y acabados de salir de las insaciables prensas, un olor alborotado a
papelería que llega hasta a embriagar a quienes han hecho de los libros la
auténtica ventana abierta al vendaval de la realidad pasada y presente, una
ráfaga de aire que alivia las telarañas de un pensamiento demasiado propenso a
quedar encerrado en uno mismo. Títulos y autores se hermanan en esta fábrica de
sombras donde yacen en la misma pretensión de comunicarnos su gracia, quieren
desvelarnos con sus discursos de mono gramático, pero ahora están silenciados
por las cerraduras de sus tapas, por la falta de luz que los ahoga en una mudez
enigmática.
-¿Sabes
que la mayoría de gente que compra libros los abre una vez, leen una línea,
suspiran, cierra sus tapas y no los leen jamás?
-Algo de
eso me figuraba al oír cómo piensan, cómo hablan, qué compran... ¡Y lo que
escriben, dios! ¡Está muerto antes de nacer! Así son de rancios…
-Se
vuelven escépticos, profesan un cinismo de vía estrecha mientras sus
apariencias proclaman suficiencia… ¡cuando en realidad ocultan una supina
ignorancia!
-Esas
inquietudes de librero comprometido con la cultura de su tiempo me divierte
mucho…
-También
tú eres un comprometido con ella, amigo. Ya sólo crees en eso. Es el único
compromiso ético. Todos los demás acaban en uno de los dos lados de un billete
de banco.
-Déjalo
que vuele.
-No hace
falta que lo haga: vuelan por ellos mismos, y siempre lejos de mí. ¡Escancia,
cobarde!
-¡Qué
diablos, la botella está vacía!
-¡Coge la
segunda! Detrás del Melville de la Modern Library.
THE
RATS, (Meadows Books, New York, 1951.)
A novel by Raymond Yeats.
218
pages. 6,50 $.
“Then, I lived in New York with a
cat as mad as a hatter and about 3,000 books, a typewriter, two shirts,
three trousers, four shorts, one
dollar...
I was a writer… Well, a ghostwriter
really.
One day…”
And
so on and so forth…
Pero el lenguaje flaquea, miente, confunde… De nuevo
Malagrida: la palabra le fue dada al hombre para ocultar su pensamiento.
Escribe especulaciones, la única gestación posible, y, respecto al lenguaje,
que sea sólo el camino, la vía por donde aquél discurre. En este mundo
caligráfico, ortográfico, morfológico y sintáctico lo que deviene al final es
la superchería y ganas de enredar.
-Las cosas
no se van a resolver por sí solas. ¿Dónde te crees que estamos? Esta es la
realidad, querida, una putrefacción bajo el sol, que saca a la luz la miseria
escondida, nos revela el cinismo milenario de una naturaleza caprichosa e
injusta. No es este un teatro donde pueda acaecer el deus ex machina. Aquí el desastre no tiene solución… A menos que
pienses que la posteridad corrige la tragedia, endereza reputaciones y castiga
la injusticia.
¿Te acuerdas? Hacía una semana que nos conocíamos.
Yo todavía me extraviaba en el metro. Y cualquiera pregunta a los neoyorquinos…
Si vas a Queens son capaces de enviarte a Jersey, ¡y cómo te hablen por el
colmillo estás listo, no les entenderás ni una palabra!…. Siempre con sus
malditas prisas a ninguna parte, porque, en el fondo, jamás salen del
laberinto. Me gustaría verlos a vista de pájaro, desde las alturas: van y
vienen, y sus trazados caprichosos o arbitrarios terminan dibujando unas
correrías desconcertantes: salen de sus apartamentos o sus casas de las
afueras, andan y desandan las calles, trabajan, compran, comen, vuelven a andar
y desandar, llevan cosas en las manos, aceleran la marcha, se detienen en los
pasos de peatones, cruzan entre automóviles, miran adelante, uf, que
hormiguero. La noche los inmoviliza, al menos a la mayor parte de ellos.
Duermen, van hermanándose con la muerte.
Una semana en Nueva York y… casi eras irreal, tan
distinta a la chica casada de Suiza. Pertenecías a todo aquello, a ese abrupto paisaje
de piedra, montañas de arenisco, kilómetros de cemento, toneladas de acero y
mármoles pretenciosos a la entrada de las cuevas.
-¿A qué piso, señor?
Mira al ascensorista. Es de baja estatura, casi un
enano, y tiene la cabeza cubierta con un gorro puntiagudo de color gris (¿o
verde?). Parece un gnomo.
-No sé. El último de todos.
-¿Qué ocurre? ¿No tiene nada que hacer y nos vamos
de excursión…?
La misma lentitud de las aguas de los dos grandes
ríos, buscando el océano.
Ha cruzado el puente de Brooklyn siete veces en ambos sentidos.