miércoles, 30 de junio de 2021

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Una obra de arte puede esconderse tras la frivolidad o la sencillez de cualquier trasto plástico.

¿Qué hay sobre su mesa de trabajo? Un itinerario que alcanza las mayores sombras. Todo ha sido interrumpido. El mapa de un país inexistente. Ya no cabe ni imaginar siquiera. La ciudad en ruinas. Un alma de cascotes y hierros retorcidos, escombros de cemento, resquebrajados todos los mármoles. Apagado el sol, la tierra se muere. Fuera de la vitrina, del “marco”, el objeto artístico ahora es un trasto. Capas de polvo lo cubren. ¿Quién lo defiende? Han pasado los años. El mito ha sido creado. Se recuperan el vocabulario heterogéneo y su sintaxis acaso algo forzada: vuelven a la vitrina antiguos objetos, retornan materiales de desecho a una exposición que los enaltece, los halaga, los encumbra y termina sublimándolos.

Esas calles de Nueva York por donde andaba Jackson Pollock en las décadas de los treinta y cuarenta buscando bronca, embrutecido por el alcohol y su torpeza y tosquedad, todas esas habitaciones sucias y oscuras donde en plena Depresión poblaba junto con unos pocos trastos de pintar una desesperación que nunca encontraría consuelo. ¡Qué análogo al otro navegante del París del siglo XIX, aquel holandés tan torpe y hambriento como él, tan dependiente e inerme! Dibujan mordiendo la lengua entre los dientes, apretando el grafito contra el papel hasta casi romperlo, con la ruda mano del incapaz, del chapucero, rebullendo en la silla, con la mirada fija del enajenado en el dibujo que a duras penas brota del blanco terrible de la página, a punto de estallar en gritos o lanzarse por la ventana: esas líneas férreas y gruesas parecen los barrotes de las celdas de la locura que a los dos terminará por capturar. Y, he aquí que, ambos en su perpetua borrachera y ansias de genialidad, encuentran el camino que da rienda suelta a su magnífico desvarío. Una chapucería perfecta, incontestable: la marrullería del genio que se aleja de lo correcto y la mediocridad como de la peste y se da de bruces con el estilo inimitable de su alma atiborrada de culpas y tormentos. La moneda al aire: cruz. El éxito. Antes, el sacrificio... y la muerte.

Navegante él también, pero temeroso de acabar convertido en ese hombre de las multitudes yendo de un lugar a otro en la urbe inacabable repleta de imágenes, acobardado por restregarse en la pocilga de unos sentimientos encontrados y paralizantes, horrorizado de concluir en el ambiente más abyecto del hombre sin rostro y sin oficio, viviendo en hoteles baratos, sentado en taburetes de barra de bar mirando somnoliento la bebida en el vaso corto mientras la camarera pechugona y de maquillaje frenético te observa con infinito desprecio, viajando en el metro a última hora de la noche pisando periódicos viejos y sobras de alimentos hediondos, perdiéndome en las calles, temiendo las avenidas atestadas de viandantes, aferrándome a la nada un momento antes de precipitarme al abismo o desplomarme inconsciente en uno de los bancos de madera de la oscura estación de autobuses en las inmediaciones de la calle 50.

Ese viaje a los infiernos surgido de la mente de un dios creador de fatalidades y castigos inmerecidos traza un laberinto cuya única salida es la huida, no buscar respuestas, no esperar razones, no entender nada de nada. No-no, que decía Hesse. Huir tan sólo, sin talentos y sin nada entre las manos. Pero…

¿Esa es la obra del día que ya muere?

No así. No nos olvidemos en ningún momento de este hombre culpable e incierto notario. El es el hombre de las imaginaciones. Estudia a Jackson, y a quien se le ponga por delante con un par de cientos en la mano. Se apropia de Hesse. Sufre (en la medida que le es posible; es decir, sin llegar a la devastación anímica, hasta ahí podíamos llegar). Se halla bien protegido del frío, tiene la barriga llena y nada de genio, el talento justo. En Times Square compra una revista para adultos, se la mete en el bolsillo del abrigo y se encamina silbando al pequeño hotel de la calle 42, donde en su cálida habitación de mullido lecho le aguardan, además de la negra Underwood (¿o era una Remington?) un par de botellas de vino de California, fruta fresca en el cuenco de la mesa y algo de pastel de carne del día anterior escondido en el armario. Desde la ventana casi enrejada por la escalera de incendios, divisa fantaseando las escamas del edificio Chrysler, un animal brillante y erecto al cielo violeta, inquietante sucesor de la desmesura y los misterios arquitectónicos del Medievo. Y, por la noche, estudia a Jackson, puesto que ella tantas veces lo había referenciado en sus conversaciones, puesto que la adensa a ella, la descubre mejor, ya que inicia las ilusiones…

Rituales Jackson: tambaleante por los bares oscuros de las calles Trece y Catorce, donde por un dólar podías beber hasta reventar; un condenado borracho sin lavar que a las cuatro de la mañana acaba en el suelo inconsciente y meado, como aquel Van Gogh al que jamás le habrías dado la mano al encontrártelo delante de ti en un parque a pleno sol, un andrajoso con la cabeza baja, los ojos enrojecidos, la sonrisa torcida del demente y el olor del cerdo: hoy no comprarías un solo cuadro de alguno de los dos por menos de 70 millones de dólares.

¿Y eso qué significa?

Para ellos, nada. Es… sólo un juego de activos financieros. Una cuestión simplemente mobiliaria.

Que hagan piña en el infierno. (Sin duda, con los ojos inyectados en sangre, cagados los pantalones.)

¿Pudieron ser otra cosa de lo que fueron? En busca permanente de una maldita terapia (y el arte es una de las más efectivas al igual que la literatura) que les sirva de muleta, de recambio periódico, pero nada más.

Son tipos taciturnos, con problemas emocionales más que otra cosa. Quieren que les quieran, y no quieren querer, al menos de la forma que los demás esperan que les quieran. Se refugian en el silencio, hasta en la hosquedad. Mascullan más que hablan. Miran torvos, atravesados. Creen saberlo todo los extravagantes, y necesitan andadores para salir a la calle; un par de copas bastan para que se envalentonen, pero al día siguiente tienen miedo de no reconocerse en el espejo, de no saber quiénes son en realidad.

El caso Pollock. ¿De verdad te lo parece? Sólo es un artista, y actúa.

¿Dónde está el caso, el suceso?

Está la complicación, las coartadas, un mal primario. Es bastante para una monumental biografía.

Un arte teledirigido por la impotencia expresiva que deparaban los inertes canales de la pintura convencional y la gratificante e inesperada recepción por parte de sus espectadores ocasionales en aquellos primeros momentos del genial desvarío: aireaba las vastas salas adocenadas de figuraciones y geometrías. 

Un juego psicoanalítico en su rama jungiana.

“Mister Pollock, ¿qué hay de la figura humana, de las humanas cosas?”

“Sólo es una mancha, un goterón despreciable que ensucia el lienzo”.

“¿Ha dejado de interesarle el ánima y… el animus?”

“Cuando era pequeño miraba el hondo de los pozos. Ese tipo de honduras me atraía mucho más que otra cosa, hombre o  mujer”.

En fin, en 1940 todavía le mortificaba constatar que no sabía dibujar, que no había nada que hacer. Era un chapucero. Así que descubrió la alternativa: no había por qué dibujar. Mira, pues, lo de dentro. El es el hombre de los significantes: los contenidos tan sólo propician, ¡y de qué manera!, lo aparencial, lo pictórico.

En efecto, se trata de una iconografía prescindible. Además, el camino correcto es la línea interior, la no representativa. Lo exterior le estorba: atisba a sus adentros, mete la zarpa y extrae de las vísceras y la sangre los grumos goteantes. La textura de ese mapa es tan real como el aire que respiras (aunque no lo veas). En el fondo, este tipo voceras, desmanotado y bastante zarrapastroso es un surrealista desde sus más tempranos dibujos y óleos que aspira a colgar media docena de sus cuadros aún sólo emborronados y pasto de analistas junguianos en la galería Pierre Matisse. Apela a la inconsciencia, pero es un simulacro, y se retrata en una deformación, en una tarea deconstructiva que  mucho tiene de máscara real; en efecto, el alcohol y la congestión han labrado minuciosamente un rostro que se repliega hacia los sesos. Ha desafiado al tiempo en una carrera prometeica: ha corrido mucho más que él y le ha pasado de largo en el camino a la autodestrucción. Hasta sus últimas obras así lo declaran a pesar de la furiosa abstracción con que las disfraza y la inconsciencia que las domina. Ahora sí es un autómata... aunque con un poso de racionalidad criminal. Esfuérzate en comprender la actitud salvaje, la deliberación a pesar de todo que subyace en el fango de chafarrinones: una contraseña para poder reunirse con él en el infierno. Cuanto antes, mejor.

Mientras tanto, suspira por arrojar uno de sus proyectiles al interior de la Art of This Century.

Él, el vaquero por antonomasia, un tipo duro desde la primera adolescencia, cuando fumaba grandes cigarros de corteza de árbol enrollados en papel de envolver.

Dos meses más tarde alcanza el estrellato: se ha instalado un  mural suyo (2,47X6,05 cm), que pronto alcanzará fama mundial, en el apartamento de Peggy Guggenheim de la calle Sesenta y uno; el hombre calvo y borracho que lo ha creado a lo largo de un día y una noche avanza entre la multitud que llena el apartamento reunida para su contemplación inaugural, cruza el salón sin mirar a los lados, se detiene, cierra los ojos y alza la cabeza como en éxtasis, se desabrocha los botones del pantalón y empieza a mear en la ostentosa chimenea de mármol. Es la consagración. La cúspide donde asienta sus posaderas de genio confirmado, hermético y meón.

Se asomaba a lo hondo de los pozos. Jugaba (pintaba) al borde del precipicio: lo que veía no parecía gustarle demasiado. Así que el juego mudaba en desesperación. Tal vez las oscuras aguas sólo reflejaran las magras esquinas de un hombre, el negro borrón de un rostro irreconocible directo al infierno de los malentendidos.

Los diez años siguientes los pasaría mirando el abismo. Qué rara prolongación del niño aquél de los espacios del gran Oeste, al que la emulación le condujo a la locura suicida.

Pero, ahora, en la gran ciudad del gran dinero.

Cavila, se da de cabezadas contras las puertas de hierro del Arts Students.

En el vacío. Lo fabrica él a conciencia. Tiene buena mano para ello. Garrapatea figuras reconocibles en el lienzo; luego, las esconde tras espatulazos, churretones y trazos al albur. “Tuve una visión”, dice cuando finaliza una de sus obras. Uno se mete dentro del cuadro y empieza a comprender, aunque, por así decirlo, sin mancharse, sin físicas torturas, fisgando lo preciso; luego, se marcha a su casa tranquilamente.

Las pesadillas, la muerte temprana, el desprecio o la locura, para el artista, que no sea ésa una condición fútil, que nada de esta feria de las vanidades sea de balde. Que pague su precio puesto que también él es un mercader de conciencias.

Tuve una visión: entonces se suspende de la obra sobre el pozo. Mira hacia abajo las negras aguas quietas en el redondel tenebroso. Un día, suelta las manos y cae en el mismo centro de las ondas que se ensanchan hasta derribar muros y paredes, nombres, las venturas o el hechizo maligno del tiempo de atrás.

Adelante está la frivolidad, lo iluso del negocio de hombres: más importante el cuadro colgado en la pared de una lóbrega galería de arte (a pesar de los vatios de luz) que arrinconado en el estudio luminoso del artista; más importante que expuesto en la sala de venta, enclaustrado en las páginas de Harper’s Bazaar.

¿Adónde ha conducido el éxito? A la angustia. Este hombre con la cabeza calva llena de selvas y de indios y sueños borrosos se preocupaba de las comisiones, de las ventas, de los marchantes, de la publicidad en Art Digest y similares, del dinero, de los rivales en el negocio (Rothko, Motherwell, Hare), y unos pocos meses atrás todavía era un mantenido, un subvencionado de un programa federal que acotaba su rebeldía disipándola en el angosto cuello de una botella de whisky.

Ahora le interesa el dinero. “¡Qué estupidez! Como si fuera a ser inmortal”, dijo Hesse una vez, con debilísima voz (26.4.70).

Amigo, si no apareces en las páginas de Life es inútil que tengas bolsillos en los pantalones: iban a quedarse vacíos. Este honrado semanario americano es tan capaz de vender cuadros como electrodomésticos, guerras y cigarrillos como algún estreno de Hollywood, sofás e ideología, autoestima y amor a la patria.

Pues ahí está, el tipo más irascible de los 18 irascibles, casi presidiendo la foto de Nina Leen.

Octubre del 48: Catedral: el mejor cuadro que se ha pintado en este país desde hace décadas (G. dixit).

En la Cooper Union, en 1956, aún te enseñan a dibujar como en el siglo XIX. Octubre del 56: debajo de unos árboles una placa de latón sujeta a un pedrusco informe avisa de la tumba de Jackson Pollock en Green River; Hesse, aplicada estudiante con aviesas intenciones ocultas, contempla una y otra vez las reproducciones de Catedral escondidas entre libros de anatomía y diseño. La chica lo ha comprendido perfectamente todo. Desde hace tiempo lo había adivinado. Ella es la Chica Lista. Sabe de sobra quiénes son sus almas gemelas.

Respecto a Pollock el Grande: de modo que ha llegado la fama. Guarda las apariencias, tranquilízate, eres el autóctono, el artista contemporáneo que USA ha estado esperando desde la Independencia del XVIII, pero cuida las formas, sé un buen salvaje (fenobarbital y dilantín sustituyen al alcohol embrutecedor).

Esa es la cosa. Un buen salvaje de ducha diaria y pantalones y camisa limpios que no ande por ahí golpeando o vomitando encima de la gente: son los cuadros los que han de ser salvajes.

1949. La perfecta ecuación. Todo sigue el curso predecible.

Time (2-1949), aun con sorna, pero…: “La pintura más vigorosa de Estados Unidos”.

Lástima que el pie siga apretando el acelerador… hasta agosto del 56. Muerte para él; albricias para los compradores. ¡Qué suerte!

Si talento, manirroto; si dinero, una prodigalidad que hallaba su verdadero nombre en el desperdicio: amigos, conocidos, todas las viejas épocas acababan sumidas en el vertedero. Eran nuevos tiempos. Pero el dinero, iluso tú también, no bastaba. Y el éxito sólo es una repetición absurda de tu nombre (que ya conoces hasta el hastío). Además, seguía siendo (nunca dejaría de serlo) el borracho de la calle Ocho. Las pobres recetas para pastillas no serían suficientes para disfrazar la desesperación, la angustia que nace con el día y se perpetúa en la pesadilla alcohólica.

Aunque también era (y lo fue hasta el final) aquél que un día se preguntó: ¿dónde está el modelo? ¿dónde está el tema? ¿para qué necesito un modelo? ¡Y miró delante del lienzo donde no había nada! ¡Y se lanzó como un potro desbocado ad absurdum hacia el mayúsculo ultraje de la pintura! Tirada en el suelo, esa vieja zorra podía ser mancillada sin miramientos, vejada por el más perverso de los brutos. Y sin asomo de sentir el menor remordimiento una vez consumada e intitulada la violación. ¿La recompensa?: “Ahora todos sus cuadros rezuman la más bella poesía, el significado más reverberante…” (G.)

Está ávido de grandeza, así que se encierra en el silencio… significativo.

Ésta, Hesse, lee embelesada en un Artforum del 68 la recua nominal de una mitología incipiente (LeWitt, Andre, Flavin, Smithson, Judd, Morris…) y aún de choque (ella misma) en la componenda de un nuevo concepto como aquél Jack en los años treinta veía en Cahiers d’art las andanzas de Picasso, Léger, Miró y Chagall. Los mismos perros con distintos collares.

Y dice la mujer sedente, “el universo es negro y azul”. Sostiene ante sus ojos una enorme reproducción de Klee mientras asiente con la cabeza.

Por entonces, lo mejor que podía pasarte es que un crítico de renombre arremetiera contra ti: eso era la consagración: la bilis de Michael Fried fue suficiente para mantener a flote a los primeros minimalistas.

“Hablar es de maricas”. Y el artista borracho permanece en un silencio hosco y resentido, arrugando con las manos un ejemplar del Cahiers de 1937 que muestra el Guernica a doble página pugnando por desbaratar los límites que lo contienen. A sus pies, roto en cuatro pedazos, Minotaure y sus fantasías tan débiles frente al nuevo arte que ya se germina en el cráneo del hombre calvo.

Y dice la mujer calva: “Todo es un juego”.

Y vuelve a mirar la ventana blanca y verde.

“Todo es un caos”, dictamina el triunfador antes de desplomarse en la acera en una ebriedad ya suicida.

Maneja bien ese caos. Termina poniendo el orden en el espectáculo del arte: él y su obra tienen el aura. La muerte epilogal era la debida. Un tipo así tenía que morir así.

Previas declaraciones alimentan el mito: “No habla”, dicen. Es un místico. Es poético.  Es un genio. Sobrecoge permanecer a su lado, la recia figura negra…

No se alía la metafísica con lo doméstico.

Ahora, el Gran Hombre influye en los demás sin mover un solo dedo, sin proferir una sola palabra, sin dirigir una piadosa mirada a unos admiradores y prosélitos atentos a la voz del  Maestro: absorto en sus pensamientos, elucubra magnas ideas.

Son los famosos silencios elocuentes los que agigantan al que nada tiene que decir.

Pero el Hombre del Gran Conocimiento sólo es un pintor que no sabe dibujar. Esa es toda la mayéutica de donde extrae la genialidad. Ha suplantado una técnica milenaria mediante la invención de una correspondencia a aquélla propia y original.

Ha leído tres libros en su vida, alguna novela ilustrada, revistas de arte que le enviaban sus hermanos desde el Este cuando aún soñaba ser vaquero en el Oeste (ya sin el colt al cinto pero rodeado de cuernilargas en noches al raso junto a la fogata olorosa); también se ha apropiado de informes psicologistas de tres al cuarto una terminología precaria e imprecisa: abalorios con que adornar la vestimenta provinciana de su conversación.

Habla con palabras y pensamientos prestados. Es un vaquero vacío, un cowboy hueco sin caballo ni lazo que enarbolar, muy peligroso ciertamente con un bote de pintura en las manos o enajenado por el alcohol.

A su lado la Krasner, una perra guardiana inflexible y decidida, con toda la energía de la conversa y el fiero recelo del animal herido, mira por el futuro, cuenta las monedas, vigila la raya roja con sus ojos saltones y camaleónicos.

Todas las malas chicas judías huyen de Brooklyn y acampan en Manhattan. Al igual que hizo ella, la chica de los ojos alerta y tres lienzos a la espalda. (Años después esta chica indefensa tiene que ocultarse debajo de los muebles para que el chico malo gentil no la muela a palos y amanezca por la mañana repleta de cardenales.)

Un día cruzan el puente, miran abajo las aguas del East River que huyen al Atlántico y no vuelven a mirar atrás. 

En la capital del mundo de los cincuenta las faldas de vuelo, las colas de caballo, los trajes de franela de los caballeros con sombrero de fieltro y los pantalones de mezclilla encasquetados en las piernas de los jóvenes sin causa, es fácil ser rebelde, la leche sin añadidos pordioseros empaña de forma natural los frascos de cristal, los gruesos filetes de carne rezuman sangre de la mayor pureza y los autos manipulados de los adolescentes devoran millas en un aire limpio de tal libertad que sofoca las protestas de los negros, de los Rosemberg, de los soldados locos que vuelven de Corea… En la ciudad del prodigio y el vértigo las promesas se cumplen, los sueños son fáciles y Dios está con nosotros.

Y otro día lejano, que siempre llega, las chicas malas acaban sepultadas junto a sus héroes; las más afortunadas, a la sombra de monolitos memoriales enhiestos sobre el verde césped de Green River. Otras, tienen unas muertes domésticas y anónimas, cuando el cuerpo ya ha dado la vuelta a sí mismo y muestra un pellejo caído y ruin, los forros carcomidos de adentro.