Sólo sensaciones extrañas. A bocanadas respiras
un aire también extraño, como si unas veces te quemara la garganta y otras te
helara los pulmones.
Es aire de otro planeta, un elemento de
imprecisa definición, de símbolo y peso atómicos ignotos.
¿Qué química es ésta?
No oxígeno.
No Tierra.
No agua.
Nadie ha descubierto el fuego todavía.
Cierras los ojos. Y la lava ora azul, ora
verde, que se vierte desde las sombras te anega con dulzura, sin causar el
menor dolor, sin que ninguna angustia anegue el pensamiento.
Y te dices que todos mienten: nada va a
sobrevivirte. Ni tan siquiera aquello que has creado con tus propias manos, ni
tus seres queridos (si los tienes), ni los objetos que has amontonado, tampoco
los lugares que has amado… Nada puede sobrevivirte porque nunca habrán existido para ti, ni siquiera tu misma. Ante
tus ojos se extiende la Gran Obra, un catálogo, tu nombre de artista en escueta
pero rotunda tipografía impreso en papel cuché, las fotografías que avalan tu
creación. Nada de ello habrá existido… (Pregúntale si acaso al Universo en su
viaje de vuelta al big bang, de tan
magnífico y vertiginoso repliegue, que fue de todo aquello.)
El invisible lastre de la Tierra.
Moribunda, pero no muerta. Todavía no quieres
perder el control o, al menos, no todo el control, de aquello que te concierne:
contestad el correo, regad las plantas, vigilad la correcta disposición de mis
obras en la galería, airead mi estudio de cuando en cuando, atended las
facturas del banco. La vida sigue su curso pujante y sin miedo, sana,
incorregible. Todos tus amigos son ahora un factótum solícito y obediente que
empieza a saber más de lo que debiera de hospitales y tumores. En eso les ha
convertido la infección que propaga tu estado calamitoso, en un emisario
gigante cada vez más sabio en la complacencia pero también en la fatalidad:
disimulan la lástima con entereza.
¿Cómo no aferrarme a la vida? ¡Hasta con
desesperación! Morir demasiado pronto es infinitamente más cruel que morir
demasiado tarde a pesar de los estropicios.
Esa eres tú a despecho del raro apellido “Drip
Art”. Pero es tu rostro: en Life.
Millones de ojos han de fijarse en tus facciones. Algo ha hecho que existas
para millones de personas. Aunque sea unos segundos. Y después, nada. En la
cama hora tras hora.
¿Qué recuerdo tumbada en la cama del atardecer
mientras el vivo universo cae lento sobre mí? Recuerdo que vi una película que
he olvidado en un antiguo cine de Brooklyn decorado a la moda de los años
veinte, con el techo pintado de azul oscuro y tachonado de puntos dorados que
simulaban las estrellas: se apagaban las luces de la gran sala y temía no
despertar nunca, quedarme encerrada en la historia que contaban las imágenes.
La cama de la habitación del hospital envuelta
en sombras, bajo la luz cenicienta, bañada de sol: resumen del día rodante y
portátil de enfermos, heridos, muertos o… salvados. Todos desconocidos: el
paciente, ese bulto que aún late, el de la 123, la 132, la 213, la 231, la 312, la 321…
Todos somos la obra maestra desconocida debajo de un cuerpo sucio, maloliente y
corrupto (pero que aún late).
La habitación está libre. Cerradas la puerta y
la ventana. La cama lista. Las sábanas limpias. Días, tardes, noches, vigilias.
Lo excepcional sólo es lo diferente.
El agua que vierte el grifo del lavabo sabe a
miedo, a noche, a desconocido.
Estás muerta: olvida los espejos.
Pues mi muerte todo lo precinta, a partir de
ahora mi vida y mis actos serán figuraciones. Incluso mi obra será, y será más real que lo pude haber
sido yo, lo cual es una absoluta insolencia habiendo desaparecido su creadora.
Nada de mis cosas, aun con la huella de mis dedos, emitirá el más leve pulso de
la vida que fui, pero serán, habrán
adquirido una identidad atroz dueñas por fin de sí mismas, sin intermediarios.
¿Qué se esconde en esa inmovilidad, en esa
expresión relajada y seria de su rostro detenido en el tiempo para siempre?
¿Qué hay más allá del velo tétrico que ahora se superpone a la piel del rostro?
¿Está viajando? ¿Cuánto tiempo dura ese viaje? ¿Miles de años? ¿Un suspiro (!)?
¿Qué clase de cósmica maravilla se oculta tras los párpados cerrados? ¿Lleva
consigo los miles de millones y millones de visiones, palabras y pensamientos
acaudalados durante su anterior existencia ese cuerpo yacente, quieto y muerto,
viajero acaso?
“El universo, alcanzado el límite de su
espacio, se contraerá en un viaje de retorno al origen donde todo hubo de
empezar miles de millones de años atrás”, afirmó el no-artista.
Bien, le contestó ella en su lecho de muerte
(pero todavía lejos de las flores), en ese caso nos veremos a la vuelta.
Tras el gesto. O la simple disposición
objetual. La elección de un material ya es una ideología, las demás opciones
desechadas no existen: el trasfondo de todo ello remite al abismo en estas
circunstancias: se muere. (¡Oh!, ¿podrías suavizar la grieta de los ojos,
alejar su espanto, llenarlos de alborozo?). Leo a Dickinson, la prisionera
feliz, de una dulce sobriedad. El blanco. La luz. A través de la ventana el
horizonte verde y plácido se fusiona con el azul de un cielo libre de dioses y
profetas pleno de incógnitas.
¿Qué cociente extraigo de todo esto? El error.
El cociente laborioso (contando con los dedos, ¡ja!) que sólo es una simbólica
simplificación.
Voy a desmenuzarme a mí misma. Como hubiera
podido hacerlo Montaigne perfectamente. Este pedacito no lo quiero; este otro
te lo cambio; me quedo con estos dos, aquel te lo regalo.
El Maquinista: “¿Y después de la máquina de
escribir?”
Raymond Th. Yeats, poeta, escribidor de
epitafios y oficiante: “Cómprate una bandeja de comida con compartimientos. Con
eso y 20 dólares y un par de sablazos a los amigos durante dos meses (c. 1968) se puede ir tirando.”
Charla en Princeton. Tras una liviana
presentación: “Quiero ser yo misma, así que selecciono todos aquellos materiales
tradicionales o no que contribuyen a que ese deseo sea posible en la mejor
medida. Eso es todo cuanto me propongo. La objetividad en el arte no es una de
mis metas.”
“Y, sin embargo…”, comienza a argüir una
estudiante con el pelo afro. (Abril del 69).
De vuelta a Manhattan. Crisis de ansiedad en el
interior del túnel Holland. “No será nada”, dice F., medio vuelto hacia ella
desde el asiento de delante. Hesse
intenta tragar saliva, pero la garganta le duele atrozmente. “Claro”, afirma
asustado S., quien conduce. A Hesse parece que se le va la cabeza de un lado a
otro. Un súbito pinchazo en el pecho le obliga a inclinarse contra el asiento
del copiloto. Se golpea la frente con el respaldo, y sin saber muy bien lo que
está pasando, vomita sobre sus pies una especie de moco sanguinolento. Alza la
cabeza, mira exhausta al cielo. Al paso raudo del automóvil las luces
vertiginosas del túnel acrecientan una sensación de total desamparo, como si la
condujeran a un lugar maldito, el más infernal de todos.
Quieren que hable de su obra: “Desentráñala.
Ponla patas para arriba. Miéntenos sobre ella.”
“Pero yo sólo quiero hablar de mí (contra mí).”
Todo lo demás son disfraces: arte… ¡del
disimulo, solapamientos!
“Les diré algo, vivo de mi salario anual como
profesora auxiliar en la universidad. Mis ingresos ascienden a poco más de
7.000$. Esa es la realidad que hace que todo lo demás parezca un juego…: ¡los
ratos de ocio que una dedica a construir juguetes para alienados!”
A principios de los años cincuenta iba y venía
a la Escuela de Artes Visuales de Yale montada en una Schswinn con una bolsa
llena de libros sujeta a la espalda lo menos parecida a una mochila de
principios del siglo XXI cuando aún creía que iba a ser escritora a despecho de
sus estudios de arte. Y más de una vez, en alguna de sus correrías por el norte
de la ciudad, cruzaría imprudentemente el George Washington zarandeado por el
viento (podía sentir como se estremecía el pavimento bajo las ruedas) y
flanqueada de automóviles que rugían y rodaban a su lado sin el menor
miramiento hacia la fragilidad de ella y su inofensivo vehículo.
T.: sin un gesto de vacilación la enfoca con la
cámara mirando a través del visor de la Nikon. Algo ocurre en las entrañas de
ese maléfico artilugio. Pero ella nunca sabrá la extraña maquinación acaecida
después del clic, como un gemido mecánico en el interior de la oscuridad.
Atrapada en las fauces de la pesadilla para
siempre.
Despierta empapada en sudor: “Ya. Estás
muerta.”
Desde la bimah
su padre la acusa con ferocidad, públicamente, a los ojos de todos los fieles
que abarrotan la sinagoga, de algo de lo que no es culpable en absoluto. (Otro sueño.)
Lo peor (que no ha de suceder): ahora ya no
tienen que preocuparse demasiado en atender este tronco inmóvil que apenas
late, siempre con los ojos cerrados, inerte, casi irreal a pesar de su
corporeidad apabullante. Sus cuidados son mínimos, los justos para que siga
sobreviviendo en la nada y su tenue aliento empañe el espejito que la auxiliar
aproxima varias veces al día a la boca entreabierta de la yacente. La misión
consiste en mantener agónico todo el tiempo que sea posible ese animal todavía
pulsante a base de una “dieta blanda mecánica” (¿dónde he podido leer yo esta
horripilante modalidad de pitanza terminal?) a fin de conseguir que la caja
registradora de este cotolengo silencioso siga tragando las mensualidades y
complementos por servicios extra durante unos cuantos meses más.
La otredad. No hace falta mirarse en el espejo
de los otros para descubrir esa inquietante identidad misteriosa e
inescrutable, hasta cruel. Yo misma soy una desconocida para mí, un ser extraño
muchas veces que hace cosas que yo jamás
haría.
¿Qué es lo que te diferencia de un católico? Su
desmesurada teología de malentendidos, y acaso la insufrible soberbia de sus
facilonas explicaciones sobre el ser y la muerte, un billete de estampas
demasiado barato para adueñarse de la eternidad.
Claro que tengo raíces en algún sitio. Mas esta
muerte no acredita la inocencia de origen: son oscuras, retorcidas, monstruosas,
incluso podridas, se agarran a lo más oscuro de la tierra profunda y negra.
(La reflexión me viene de lejos, bastantes años
atrás: inmediatamente me puse a trabajar en X, una acuarela que había regalado
a T., y que poco antes de nuestro divorcio la robé sin el menor remordimiento
de su carpeta de grabados.)
Terrible 1970. Después de una primavera
tórrida, las últimas semanas de julio azotan la ciudad con un viento desecante,
un pavoroso foëhn que derrite el cerebro y hace de la sangre un fluido de lava
que corroe las venas.
Los treinta y cinco grados a la sombra
aplastarán a la ciudad pasado el mediodía, un hilo de hierro incandescente que
atraviesa uno por uno todos los poros de la piel.
Lo residual continúa siendo un engorro:
(3 kilos de cenizas de las que no sabe uno cómo
librarse.)
(Es un peso, digamos, estándar. Sin incluir la
urna cerámica.)
A estas alturas K. es una versión lograda del
kitsch neoyorquino: sonrisas cómplices, silencios estudiados, aprobación
unánime.
A vueltas con su obra. “Entonces…”, comenzó a
decir uno en voz baja y amenazadora:
“Entonces”, interrumpió la artista desafiante,
“ninguna de mis obras tienen principio ni fin. Están. Son. Así de arbitrarias.
Algo parecido a Zyklus de
Stockhausen, o como El innombrable de
Beckett, que puede empezar en la página 37 o acabar en la 16, o como…”
El circo Ringling…
Es un heredero directo de nuestra insolencia,
sólo que llevado a sus últimas consecuencias: el arte como un espectáculo…
americano, una jugarreta intelectual de cartón piedra, cine de efectos
especiales.
¿Y no será todo ello el exponente más revelador
de un arte tan rancio en el futuro que ha de sobrevivirnos que hasta será
necesario sumergirlo en formol para que no se disuelva en la nada?
A. contestó aburrido: “No tiene juicio, sólo
gusto.”
¿Gusto? ¿Placer (del verbo) el arte? No es una
chocolatina el…
“Ella” se apuntó en seguida a las réplicas: “La
sensibilidad es la perfecta coartada del irreflexivo.”
“¿Sabes lo que significa Häagen-Dazs?”
A punto en el 66, cuando Todo el Mundo que
Cuenta en Nueva York bailaba al son del Blanco y Negro bajo la Batuta del Enano
de New Orleans.
Un tipo con la nariz clásica que tanto abunda
en la Sección de Manuscritos y Libros Raros de la Biblioteca Central de
Investigación de la 42.
Ray: “Eres simplemente un mecánico. Debería
bastarte con leer la biografía de Sholes.”
Jura por la paz de todos sus muertos que en una
ocasión vio salir a William Faulkner algo tambaleante en compañía de Martha
Graham de una vieja casona de piedra arenisca de la calle 80. Pasaron a su lado
como dos fantasmas que evitaran todo contacto terrenal dejando a su paso el
seco e inconfundible aroma bendito del viejo Jack Daniel’s.
Serás
una piernas toda tu vida con un montón de blandengues acuarelas debajo del
brazo, y cuando seas vieja ya nada importará. Es ahora cuando necesitas los
3.000 dólares de una beca Guggenheim y una ayuda de un par de miles del
Instituto Nacional de las Artes y las Letras. Es ahora cuando importan París y
Roma, más tarde sólo serán un escenario para turistas moribundos de piernas
curvas y un decorado de cartón piedra que enmarque tu frustración.
En el 56 nadie cree en las promesas plásticas y
un artista es poco menos que un diseñador de interiores.
Habla con la boca cerrada. Hazles sufrir.
No me entiende ni a mí ni a mi obra, pero es
porque me escruta desde una dimensión errónea: es como pretender cavilar sobre
una esfera en un mundo de dos dimensiones… Tendría que salir de él y
“descubrir” que puede conseguirlo sin necesidad de aprobar lo que hago.
Inauguración en…
Jennie con el tercer ojo a punto, dispuesta a
perpetrar el crimen, suena el click...
Oído al sesgo: “Este tipo se encuentra a un
paso de convertirse en un entertainer.”
¡No puedes aspirar a hacerte entender mediante
la cháchara plástica!
(W.)
La confusión considerada como una de las
“bellas artes”.
Estrategias Para los Nuevos Tiempos de una
Estética del Derribo.
Ininteligible (¡qué gran propósito de gran
artista!):
“Haceos la guerra es el fin: el proyecto es no ganarla.”
Ironía es el dibujo del boceto. Humor es la obra
acabada en posición de firmes y a vuestras órdenes en la galería.
Una estética sin canon, sin referentes, lejos
del combate de la provocación y las lógicas conocidas y digeridas… ¿cómo osas
enjuiciarla, cretino? ¿Qué vara de medir? ¿Qué romana con que sopesar? ¿Qué
tiempo de Greenwich para datar?
Ahora estás en el verdadero camino, aquel que
te precipita en el producto cultural de asimilación más grosero. Tu obra es una
geometría y una física impensables contaminadas por la locura, el absurdo, el
terror y la muerte.
Podría contar muchas cosas, pero todas ellas de
sopetón, a trompicones, sin pausas, sin orden ni concierto. ¿No es
contradictorio? En efecto, lo es. El Escritor Desordenado (que tanto parecido
guarda con La Artista Desordenada) cuando se sienta a una mesa que se tambalea
nunca deja pasar veinte segundos antes de calzar con sumo cuidado una de sus
patas. Luego, tranquilamente, espera su consumición y despliega las páginas del
Times. (Algunos desórdenes son muy meditados.)
D.: en seguida te das cuenta de que no es un
verdadero artista: uno de esos tipos (y tipas) que a los cuarenta años aún se
están buscando en los ojos de los otros.
Pelucas.
“Querida, ante todo no perdamos las formas.”
La quimio desnuda hasta de los pensamientos.
Frente el espejo: se prueba una docena de
postizos. Y nada cambia la tristeza de sus bellos ojos. Nada.
Los puentes… Jamás los cruzo.
Como suele decirse, nunca he estado al otro
lado de nada.
Escapas del “lugar”, de la ciudad enferma.
Huyes a la montaña lejos de la parálisis y la obsesión. Esa noche duermes de un
tirón. Al amanecer del día (¿) siguiente descubres que una densa y silenciosa
niebla fría se cierne sobre el valle. Una inquietud mineral te inmoviliza.
Estás aterrada. El “lugar” no sirve. Es inútil que huyas. Llevas contigo el
terror. Despiertas.
La primera luz de la mañana se filtraba a
través de las cortinas corridas como una amenaza que pronto se convertiría en
un hecho cruel: esa luz cenicienta y fría presagiaba todos los peligros que
acechaban afuera del cálido, silencioso y aparentemente inexpugnable huevo del
dormitorio.
Todo lo que importaba o tenía interés para ella
carecía de significado (y puede que hasta de razón) en esos momentos: ellos, los
otros, sin ser enemigos, realizarían su propia obra a lo largo de las
varias décadas que iban a sobrevivirla: ¡artistas!
Jugar al escondite con la muerte: buscaba
extrañas guaridas vírgenes aún de su presencia, de sus huellas, o al menos de
su hedor: próximo a los muelles del Hudson se alzaba un edificio estrecho y
destartalado de ladrillos de color marrón sucio de veinte plantas dividido en
un centenar de apartamentos minúsculos y oscuros donde se ocultaban decenas de
espectros disfrazados aún de seres humanos recién llegados a la tristeza.
Ahora tiene los ojos abiertos, lo que es raro,
pues ya vive tan hacia adentro que todo lo exterior no es sino una luz que
fatiga y hasta duele, un manchón
quemante que impide la paz. Lo que ve es blanco: el techo, un vacío en lo alto
que ni siquiera desmiente la materia de su concreción. Nada hay ahí. Ya no
interesa ni al diablo que, aburrido, ha apartado la vista de ella, una presa
fácil y desdeñable a punto para el banquete .
“El diablo sólo hace ofertas, la gracia de los
engaños sublimes o la dádiva del placer tosco del cuerpo. Y en seguida se bate
en retirada… El que castiga es Dios. Ese
es el que no perdona.”
Los pequeños delitos diarios (siempre contra
ella).
No la absuelve del castigo el sentirse la más
desheredada de la tierra: la calva se mira en el espejo terrible que nada
modifica ni atempera de la imagen. Una copia crucial del viaje postrero.
En Los Tiempos de la Ira una mañana aparece
Morris frente al estudio. Artista o chatarrero, un vaquero grasiento y sin
afeitar, inteligente y buen escritor. Irrumpe a lomos de un Studebaker ruidoso
que ejecuta un giro a la izquierda a modo de saludo y detiene la marcha con un
frenazo chirriante. El centauro alza las gafas oscuras más allá de la frente y
mira a la princesa que descubre su llegada a través de la ventana: acaban comiendo
un sándwich de rosbif con patatas fritas y dos coca-colas envueltos por el
rompecabezas Hesse: múltiples objetos. “Ante todo, teoría”, advierte el astuto
gañán sin dejar de engullir y escudriñar a su alrededor, empapándose del arte
de la fatalidad.
Todo ahora es excepcional, la menor incidencia,
la palabra más insulsa, el hecho más inocuo. Se han dimensionado las escalas
más nimias de lo cotidiano. Hasta duelen las miradas de los otros por su
insufrible ambigüedad.
Algo ha roto la normalidad de los días, las
pequeñas añagazas del tiempo, los humanos pasatiempos. ¡Y de un modo tan fácil,
tan cruel y silencioso!
Definitivamente se instala en el rechazo. Pero
esa obstinación la ennoblece.
Era el arte… o la locura: ¡elegí la locura!
Por debajo de la calle Once. Recorre con
parsimonia las calles arboladas y en calma (adonde fuera imposible que el
futuro llegase), admirando la vida, creyendo en ella como jamás lo hiciera.
Nada a su alrededor se ha alterado. Algunos
saben de tu condena, pero para otros eres una figura más en el tablero, puede
que protagonista de un movimiento memorable… o de una clamorosa torpeza.
El tumor es verde.
Informe.
Un arte con vida propia.
Entonces, al igual que un rayo de sol en un día
de tormenta oscuro y frío ilumina fugazmente el valle, así puede acaecer
durante la contemplación de una de mis obras, se produce una suerte de
revelación empática, un “blue-clearing” que descifra siquiera brevemente los
significados y sentimientos más ocultos que me embargaban en el momento de concebirlas.
El Español… ¿cómo ha desaprovechado el honor de
ser visitada por una artista cancerosa terminal? Un tesoro de sensaciones,
sentimientos, sustos y hasta reflexiones se han ido por el coladero. No
obstante, vuelve a pulsar el timbre, incrédula todavía de la ofensa perpetrada
por un tipo que, en el fondo, no vale un ardite. ¡Desairarla de ese modo tan
vulgar!
(Esa noche, ya en casa, comprende que la cita
se acordó para el día siguiente.)
La Paseante termina bajo la marquesina de una
esquina, sin saber que hacer. Son las siete de la tarde de un miércoles de
marzo. Un cielo gris, casi terrenal, del que desciende una lluvia silenciosa
que parece haberlo petrificado todo a su alrededor, se cierne bajo y
amenazador, lleno de castigos. No se oye nada en la calle, hasta el impenitente
claxon de los coches ha enmudecido. Se diría que un manto de silencio anega de
una desmesurada melancolía todo Manhattan, como si las aguas de los ríos que la
circundan vertiesen a sus pétreas y metálicas riberas la vida primitiva de
otros tiempos.
¿Cuáles serían sus últimos recuerdos hasta que
gradualmente se abisme en la inconsciencia?
Una gravitación que comenzase a ascender…
Pero aun en ese trastorno del arte moderno ella
sigue las normas secretas, como si balbuciese plegarias; se aplica concienzuda
a una labor semiorante que revela coincidencias sospechosas (tal vez
inquietantes) con aquel fardo de los rituales, oficios, rezos e invocaciones a
las que se entregaba el padre judío, ortodoxo cumplidor en la espesura de la
sinagoga.
¿Cómo distinguir lo verdadero de lo falso?
No conocer a quien está detrás de la obra: ésa
sería una buena manera de emitir un juicio a salvo de la crueldad o la
inocencia de la mirada.
Un arte no analizable. Significativo. Visual.
Ahora que no hay tiempo para nada…
Pero el Tiempo, que es el mismo…
Porque aunque esto dure, ya no es igual. La
conciencia de la finitud ha dado paso a su “hecho”, a su realidad imperativa.
Es una lanzada al corazón categórica. Está aquí, contigo, en tu mismo aliento,
fluye por el torrente de tu sangre, ensucia tu piel y pudre tu carne. Todo
parece verse a través de la muerte, de sus ojos desfallecientes y fríos. Y una
es testigo de la pálida imagen de la vida que la rodea desde un extrañamiento
poderoso y estéril, incontenible, desde una lejanía y aspereza ruines.
Es el sueño enfermo. No es el sueño de una
“enferma”. El mismo sueño está trastornado y anda en enredos con maremagnos
difíciles de entender incluso conociendo el disparate de su esencia, su propia
materia de confusión y fragmentariedad. Este sueño que se aposenta en mi
cerebro se anuda y se desata en morbideces insufribles, en fiebres que
traspasan hasta la más loca, sucia y cruel pesadilla.
Un delirio pánico se ha enseñoreado de mi vida.
Ya no puedo soñar despierta. La vida se ha descarnado hasta los mismos huesos
amarillos y secos, sin sustancia.
A medida que lucho contra la congoja voy
reduciéndome en jirones, deshilachándome hasta que un día me sorprenda
desplomada en el suelo.
La tarde pálida (biliosa), lenta, aburrida,
eterna: y aun así, sabiendo que el tiempo se escapa de las manos, que diría un
corriente mortal.
Él:
Entra al parque por la 66. Se detiene unos
segundos ante la relamida estatua de William Shakespeare. Luego, prosigue su
camino un poco con la mente en blanco.
Y ella que se dolía de agravios imaginados y
las leves humillaciones pasajeras, de las pequeñas ofensas y de la indiferencia
inocua de los demás hacia su trabajo, de todas aquellas menudencias irritantes
que una vida normal depara a lo largo de
un solo día. He aquí que la mayor estafa y crueldad estaban por llegar, aquello
que verdaderamente subraya su inesperada (por impensable) e irreductible
vulnerabilidad. Era crédula, como todo ser humano. Lo era porque nadie está
preparado para enfrentarse en el fragor o somnolencia de la juventud, no a la
idea, sino al hecho físico e irrevocable de la muerte.
1967: el mundo ya no será como hasta ahora: ha
empezado la Era Acuario.
Lo ha leído en el “West” de Los
Angeles Times.
Ella no se lo cree.
Ha descubierto a Kline borracho saliendo de una
pensión de mala muerte de la Tercera Avenida, trastabillando y con los ojos
inyectados en sangre, perdiéndose en seguida de su vista entre la gente. Ha
visto a De Kooning con su cabello dorado en Central Park: una mujer delgada y
bella lloraba suplicante con el rostro vuelto hacia él que la empujaba hacia
atrás. Más de una vez ha cedido el paso en la 69 a Rothko, un miope absorto que
se tambalea por las aceras sin miedo a los encontronazos con los demás
viandantes. Todo está en orden, se dice. Todo va bien.
Todo
va bien (acorde a los tiempos).
Una respuesta artística como secuela de una
inadaptación, una neurosis, un algo
que se resiste a ser definido. He ahí el origen: una actitud subjetiva que
influye del todo en mi práctica artística.
Doctora P.: una psicoterapia adecuada haría
distinto mi enfoque estético.
Dígame, doctora P.: ¿terminaré pintando
paisajes?
Usted nos espanta con la fealdad desconcertante
de sus obras porque se siente aterrorizada por la angustia.
Una velada donde ambos consumieran un par de
botellas de vino blanco refrescado con sabiduría: “Cambiarías de actitud”, le
dice a la artista (mientras levanta la ceja mefistofélica).
In
vino veritas: habla y habla ella, y él descubre todos los miedos, las inseguridades.
(Cásate, sé complaciente, convierte tu arte en
inútil.)
Otra vez despierta a la mitad de la noche.
¿Dónde estoy? ¿Qué es todo esto?
Si no abro los ojos estaré salvada. La vida no
existe. Mi morada es el sueño.
Emblema de nada. Toda asociación nace de un
vínculo de significación: las resinas sólo las asocio con el mal olor del
veneno que esconden.
Cloacas culturales, comerciales como aceptables
recipiendarios del arte falsamente moderno e integrado. ¿De veras tiene una que
morirse para…?
Sólo le basta un vistazo: constata ese
material, esa imagen.
(Sí, quien fuera aquella niñita en bañador de
Coney Island con un bastón de caramelo en la mano dirigiendo las olas mientras
la brisa marina aderezada por el salitre y el sabor dulzón que impregnaba sus
labios le revolicaba el húmedo cabello en mil direcciones frente al océano
verde, azul.)
Asesina a Caronte; hunde la barca en esas aguas
densas como la mierda tan lejos y tan distintas del horizonte del mar azul,
verde.
Ve allí, lejos de la ribera…
Desde Marte, buenos días.
En esta fecha, 1 de junio de 1970, no estoy
demasiado alejada de la Tierra, a unos sesenta millones de kilómetros; el año
próximo estaré algo más cerca, unos cincuenta millones, lo que aumenta las
posibilidades de que podamos vernos y saludarnos con la mano.
Te veo desde Marte.
Marte es un mundo extraño. Como puede serlo
cualquier lugar desconocido y desierto que aún no conozcas de la Tierra.
Marte es el lugar donde vive ese amigo/a que no
entiendes del todo.
Marte es ese chico/a que no dirige su mirada al
cruzarse contigo.
Marte es ese desván donde ocultas los trastos.
Marte es lo que escondes debajo de la cama.
Marte es el diccionario donde se hallan las
palabras que aún no has oído.
En Marte es donde aguarda aquello que aún no
has imaginado pero que algún día podrás vislumbrar.
Marte es la barraca de feria donde puedes
exhibir sin el menor escrúpulo los monstruos
que fabricas.
Marte es el País de las Ocurrencias
Estrafalarias.
Marte es el grado cero de la evolución: nadie
sabe todavía si ha habido allí un pasado o tiene un futuro.
Marte es el otro lado de tu cerebro, ese que va
a lo suyo.
Te asombrarías de escuchar tu propia voz en
Marte.
Te caerías de espaldas si vieras tu imagen en
los espejos bermellones de Marte.
Marte puedes estar al lado de tu casa, a la
vuelta de la esquina.
A lo mejor incluso al final del pasillo, en una
de las habitaciones del fondo, donde duerme el menor de tus hermanos.
Marte es un mundo inexplorado; imagina, pues,
su mapa. Sólo tienes que empezar a buscarlo y poner nombre a sus fronteras.
Y para andar sobre su llamativa corteza de
óxido sólo tienes que aprender a dejar de respirar. Y andar un poco más de
prisa: todo es más lento aquí.
Más allá del horizonte marciano se alarga la
noche cósmica donde la mirada humana es incapaz de penetrar, donde la Tierra es
un mínimo punto con deslizamiento al azul apenas luminoso de ínfima magnitud,
roca, tierra y agua aisladas en el vasto mar oscuro, una mota pegada a la lente
de un telescopio marciano, como una bola náufraga y microscópica a la que nadie
pudiera oír: en esa insignificancia mayúscula
azul y redonda se hallan vuestras ambiciones y soberbias, los engaños y los
afanes, vuestra ridícula insolencia de seres finitos, inapreciables e
invisibles a los ojos del universo: sois del todo desdeñables y minúsculos en
tan grandiosa negritud.
En Marte una tiene un poco más de tiempo: 40
minutos de más al día para ponerlo todo del revés.
Y para sentirte de veras una marciana auténtica
cual es mi caso (y con suerte el vuestro) debes descubrir nuevos colores,
nuevas formas, sabias combinaciones, muy pocas ordenaciones:
No regirá tu vida mandamiento ninguno
No amarás por encima de ningún humano a ningún
dios
Utilizarás en vano los nombres de quienes te
venga en gana
No harás daño a nadie
No permitirás que nadie te haga daño a ti.
El arte de Marte requiere la ilusión óptica:
verás lo que quieras ver, inventarás su nomenclatura y sancionarás la
legitimidad de cualesquiera de tus antojos.
El arte tiene su tiempo, su ritmo, impone una cadencia:
va a su aire. En Marte las cosas no son como deberían ser, o al menos como
deberían ser en la Tierra. En Marte la exigencia menor es que seas extravagante
(verde cronopio y con calcetines a rayas y el ojo derecho al tuntún).
En
Marte todo es una ilusión. Y no sólo óptica alterada por la física. Hay más,
mucho más, de lo que parece a simple vista.
Una cadencia intuitiva.
Y en cuanto a las formas de vida… Basta con que
las imagines con los materiales que te plazcan y las configures al estilo que
mejor se acomode a tus emociones, sentimientos, pensamientos, temores,
alegrías, premoniciones, rarezas, engaños, ambición, esperanzas…
Y Marte es donde los sueños se cumplen: no
lejos de mi gruta abierta entre los canales de Nylosirtis y Nephentes y en cuyas
paredes rojas dibujo mis escenas de caza (con pigmentos rojos, naturalmente) se
hallan los restos del aparato terminado de construir por el señor Robert
Hutchings Goddard veinte años atrás con el que consiguió llegar hasta aquí
desde lo alto de un cerezo cuando adolescente encaramado sobre sus ramas miraba
hipnotizado el guiño rojizo del planeta misterioso.
Buenas noches desde Marte y atentos a la
sorpresa, soñadores.
No va
nada pintada: no gusta: su obra es una conspiración.
USA-1960: andan todavía en pañales: la bohemia
de Baudelaire (y la fiesta negra).
La obra X.: “No sabría definir su influjo. Una
suerte de hipnosis.”
Lo estrafalario en el arte–anota en su dietario
26, “el marciano”- no es sino una más de las técnicas de persuasión.
Resinas XXII: una masa líquida algo apelmazada
de semen y sangre: traza la línea, las corrientes adecuadas antes que
solidifiquen.
Un arte maleable desde un cerebro en blanco.
Hace su obra de esa forma porque quiere, como
sabe hacerla o, mejor aún, como puede (lo que garantiza su autenticidad).
Todo pende de un hilo de la más delicada seda
capaz de sostener miles de toneladas de peso. Un día, inesperado por completo,
se rompe con sorprendente facilidad y todo lo que sostenía se convierte en
humo.
Yo soy lo que vosotros no veis, y esas pocas
obras que lego para sorpresa de algunos y escarnio de muchos son ventanas
abiertas a mi alma feroz y complicada.
Inmersa en unos rituales ajenos a ella, un día
deja de hacer trampas, pone manos a la obra y muestra el mundo cual es: tras la
falsificación del orden se halla el caos, la esencia de los dioses.
Parece el mundo una marioneta sujeta a los
dedos y al son de su vaivén. Una noche todo se deshilvana: yaces caída sobre
tus piernas de títere, inerte, con los ojos abiertos y eternos capaces ya de atravesar la materia.
El arte no son las heridas, esa topografía del
dolor en que a veces se convierte un cuerpo joven. No es la amargura, ni el
despecho. El arte es feliz.
¿Quién es ese embajador del infierno en la
tierra? ¿Quién es este emisario que me lee la condena con el análisis en la
mano? Es un pobre ser humano como yo que reprime el susto al vaticinar en mi
rostro la pena y el miedo que también a él le visitarán un día.
En seguida el espanto se apodera de ti.
No te invitan a tenderte en la camilla, no se
trata de un examen clínico usual, no te va a tranquilizar el frío en la piel
del estetoscopio, curioso artilugio capaz de amedrentar sólo a un niño, que
podría auscultar una simple bronquitis, rastrear sin amenazas serias la cavidad
torácica. Los hechiceros hurgan con extrañas herramientas más allá en el
terreno prohibido, donde se halla el laberinto.
Una luz brutal, mediterránea, funde las calles
de una Nueva York embrutecida por el estío sucio y maloliente de julio, y los
relumbres hirientes del sol la obligan a cerrar los ojos, a detener el paso,
sin saber adónde escapar (y se sueña otra vez, tan lejos como puede del avatar
triste e inapelable que ha caído sobre ella como un lanzazo de fuego, como ese
puñal candente que le atraviesa la garganta).
La concordia entre el mundo y ella se ha roto,
pues es el mundo, la vida y su caparazón de tierra, piedra y metal el que la
mata al hacerla de un material corrupto y finito, desechable e imperfecto a
pesar de todo.
¿Cuándo se torció la cosa? ¿Qué la hizo
fácilmente condenable cuando podía haberla hecho rica, feliz y picassiana?:
La Naturaleza (que son palabras mayúsculas).
Podía haber sido esa adolescente de los
primeros cincuenta que vive en una casa de madera entre dos parcelas de césped,
que se deja seducir tres horas al día por la televisión con una caja de
cereales en la mano y abre incontables veces la pulcra nevera donde conviven
envueltos por la fría oscuridad los botellines de Coca-Cola, el bote de sopa,
el jugo de tomate, el envase de leche pasteurizada y las gruesas lonchas de
bacon. Afuera, (Tom) junto a la valla
pintada de blanco, se yergue la caseta verde del perro color melaza, perezoso,
grande y bobalicón.
Respira todavía: Danger List.
Cierra los ojos: Dying List.
Exitus.
Se le murió el hámster (Jerry).
No tenía la manía de las grandezas.
Su manía del 61 era comprar sombreros bajando a
un Bargain’s Basement donde por un
dólar podían hallarse montones de ellos
de todas formas y colores.
¿Quién es?
Es Eva Hesse.
Ha cumplido noventa y dos años.
Fue una niña rica.
B.A. por Radcliffe y M.A. por Bryn Mawr, según
rezan las letras rojas en la tarjeta de visitas color hueso ribeteada con fina
vírgula dorada.
Iba para artista malograda de célebre
posteridad. Una genio de la escultura del siglo XX que asombraría al mundo del
siglo XXI. Pero se lo pensó mejor. No quiso ser pobretona ni maldita ni muerta
antes de hora de un tumor cerebral. Resucitó.
Acabó casándose con un senador republicano de
noble estirpe y cabello plateado con raya a un lado (gran fortuna, gran
abolengo, grandes mansiones, grandes mentiras).
Por las tardes ejecutaba bordados exquisitos,
rodeada de otras damas de alta alcurnia y sirvientes muy prestos a la hora del
té.
No deja de observarse en ella la gran señora
que fue.
¡Qué porte!
El tiempo es oro (¡se lo van a decir a ella!).
Empuja la puerta de cristal de un drugstore en la calle 4. Compra dos lápices, un cuaderno de espiral y el Life del lunes que viene. Mientras le
preparan el cheeseburger y el helado
de chocolate, selecciona títulos, ojea en el estante giratorio libros a 25
centavos. Al final compra el bestseller de…
“Eres una drogada… o algo peor… ¡una artista!”
Morirás entre alucinaciones, sumida en el
vértigo de la ayahuasca o sacudida por la vomitona cromática del LSD.
Ha entrado en Nueva York por la Autopista Negra
rodeado de camiones: MANTÉNGASE DESPIERTO.
El olor a goma quemada y petróleo le hace
marear, aunque los altos edificios de la urbe resplandecen a lo lejos como una
promesa dorada: ALTO. PAGUE EL PEAJE.
Los semáforos se pusieron en rojo todos a la
vez.
Pero más allá de la Sexta Avenida, en la
esquina de Macdougal, una librería brilla iluminada.
Febrero de 1968: espero que perdamos esta
guerra.
Toda esta multitud es exactamente igual,
exactamente igual que las muchedumbres de los años veinte y treinta, que las
muchedumbres de los años veinte y treinta, sin más propósito que ser sombrías,
sin más propósito que ser sombrías.
Un coche familiar ha volcado en el cruce de la
16 con Union Square. La cabeza ensangrentada de una niña asoma por una de las
ventanillas traseras. La boca y la mandíbula le tiemblan. Gotas de sangre se
deslizan de las puntas de los cabellos pegados a las sienes. Pero tiene los
ojos abiertos y mira fijamente a El Testigo sin llorar, sin entender en
absoluto nada de lo que ha sucedido.
Recuerdo pocas cosas de aquel español, DG…
Acabó borracho perdido mendigando por los muelles del East River. Cuando yo le
conocí era bondadoso y tranquilo, estaba casado con una tal Karen, una camarera
rubia procedente de Virginia, tenía algunos ahorros y se dedicaba a escribir en
un inglés tapizado por el argot americano cuentos policíacos de bajo nivel.
Conseguía vender bastantes de ellos (Bud le propinó un
bofetada brutal que hizo caer a la mujer sobre la mullida alfombra y llevó el
borde su falda negra a la altura de la entrepierna mostrando los bien torneados
muslos cubiertos por las medias suaves y las mojadas bragas…) a las revistas de quiosco, a Black
Blood y Sex and Crime
especialmente, unos papeluchos desmadrados capaces de incluir en sus páginas
los más atroces delirios y sucios deseos inconfesos del americanomedio. Por aquella época, la mejor de su vida al parecer,
vivía en un apartamento con derecho a cocina en la calle 45, la más húmeda
durante la Ley Seca según se cuenta.
El tipo tenía una carpeta donde alojaba
centenares de hojas con sinopsis de argumentos, listas de seudónimos y
ocurrencias de una gran obscenidad a la par que
símiles-de-gran-ingenio-y-agudeza.
Veamos:
A. ROLCEST, SILVER KANE, KEITH LUGER…
Etc.
Ella, que tan normal es.
Transita por el Soho, sin atinar a pensar nada
con claridad, juguete sólo de sensaciones y una emoción turbia que la sobrecoge
desde hace días. Al pasar frente a un comercio cochambroso la entrada oscura
expulsa a la acera una mezcla de olor a madera quemada y hierro mojado que le
da de lleno en el rostro como un ramalazo de aire repentino. A la vez que le
invade un sentimiento de inmensa pena por ella misma, la impresión le hace
rememorar todos aquellos olores que la fascinan y ante los que claudican los
más lujosos y caros perfumes: la pintura fresca que ha embadurnado una pared,
la tapicería de un coche nuevo, el interior de un libro recién comprado, la
tierra empapada por la lluvia, las aceras mojadas, la tinta china, el olor a
colonia infantil y el de nata de algunas gomas de borrar, la fragancia seca de
las mejillas recién afeitadas de su padre, las tahonas antiguas del barrio
italiano, las papelerías, la ropa secada al sol, el patio de butacas de un cine
de barrio…
Huye. Mas sin correr. Sería inútil además de
fatigoso. Todo no puede suceder tan aprisa. Hay que creer que, aunque
testaruda, la muerte aún se halla lejos. Se tomará su tiempo. Pero… apunta
hacia ella inexorable. Tiene este cáncer la lentitud diabólica, paciente y
certera del reptil que ya ha elegido su presa. No la dejará escapar, y en
silencio se desliza hacia su captura… ¡pobres seres humanos!
Está enferma. Se encuentra fatal. Apenas puede
andar: merodea en torno a ella misma, sin salir de su cerebro, pues siempre fue
una gran paseante. De afuera le llegan los ruidos de la calle en forma de un
rumor constante, un zumbido que a veces se le antoja cruel y egoísta. La vida
se oye. Indiferente al silencio de ella, al refugio acorazado y tibio de sus
sesos.
El cáncer que, antes, a las doce de la noche,
recorría los pasillos.
Ahora los sueños, lejos de ser una distracción,
son un trastorno que nada más despertar le hacen creer que no podrá con el día
que, ya al anunciarse por la ventana, empieza a ponérsele por delante como un
animal al que hay que abatir.
No
duerme nadie por el mundo.
No duerme nadie.
Lo ha repetido hasta la saciedad.
Siente en las sienes el ruido de otro mundo.
Lo que la rodea es otro mundo gemelo más liviano, decolorido.
Bajo la luz espectral de la luna mira la judía con su ojo de faisán las copas
falsas, el veneno, la calavera de los teatros. Aurora que nadie recibe en
la boca, que trae la mañana sin esperanza, nacimiento de este día que tiene un huracán de palomas negras que chapotean
en aguas podridas.
En este instante, ahora, todo queda en
suspenso. Detenido el tiempo que todo lo transforma. No en el pasado, ni en el
presente que atestigua su existencia de enferma. Ha abierto una ventana al
futuro. Atisba… y retrocede espantada ante lo que descubren sus ojos. Los años
sumados uno tras otro, cien, doscientos, mil, no la han hecho ni más sabia, ni
más paciente, ni más resignada, ni más eterna.
La certeza de la muerte (de pequeña pensaba que
una cosa tan importante nunca podría sucederle a ella) no exculpa lo
imprevisible de los días. Todo a nuestro alrededor es una incógnita.
“Ese momento precioso, inolvidable, irrepetible
de la primavera del 68 en Nueva York…”, pensaba al verla trabajar en su
estudio, a la izquierda de la ventana por donde se colaba el aire primaveral,
cálido y festivo de abril. (Y sabía
su destino, el golpe yonosé de la
vida que a punto estaba de caer sobre ella para abatirla sin remedio, sabía de su muerte, de su fama postrera,
de las desalmadas albricias financieras.)
No existen los momentos culminantes.
Sólo queremos vivir, aunque sin ganas a veces.
Ningún kairós
ha iluminado un instante de tu vida.
“Ahora”,
se dijo, “soy yo y los otros.”
Dos bandos distintos. Una barrera invisible nos
separa. Mi lucha, ahora, es contra la
muerte.
¿Existe el futuro? En efecto: empieza el mismo
día de mi muerte.
No se trata de algo temporal, una costosa pero
triunfante empresa que logre enmendar las debilidades del cuerpo, sino de
medidas estructurales que van a modificar sensiblemente su forma de vivir y de
entender la existencia como lo hacía hasta hoy. Debe aprender a deletrear de
nuevo el mundo, a defenderse de su torpor, a esquivar sus sutiles y secretas asechanzas.
“Hay diferencias”, le dijo el judío de
Williamsburg mirándola atentamente.
Ella sostenía la mirada y escondía su
perplejidad sin osar decir nada.
Admiraba en sus solitarios recorridos por las
calles transversales de la Quinta Avenida, un poco más debajo de Union Square,
esas casas de ladrillo rojo o gris con las pequeñas escalinatas de piedra que
conducen a las puertas sólidas y elegantes. Pero en su interior sólo imaginaba
bibliotecas y ningún ser humano, espacios que serían sagrados.
Reflexionaba.
A fin de cuentas, admitía la paseante, ¿qué
somos los judíos sino los descendientes errantes de una pandilla de leprosos?
“Me curaré con grasa animal y fieltro, como se
curó milagrosamente Beuys en la campaña del Este en la segunda gran guerra.”
Otro paseante recorría infatigable los parques.
Meditaba muy en serio: “Los días del verano, largos y tórridos… ¡hermosos!”
(Había escrito aquel hombre del Sur: todos sus personajes parecían brotar de
las ardientes brumas del calor de julio, de agosto…)
Y otro día deja atrás el zoo. Se aventura
todavía más, hasta la 155 a la altura de Broadway que en su interminable
trazado ya sólo es una calle sin gracia y como una postal inquietante de una
Nueva York gris y desangelada lejos de su normalidad bulliciosa. Tal vez el
edificio de hechuras neoclásicas aparezca como un insólito paquebote mineral en
medio de una periferia neoyorquina sin el esplendor callejero de más al sur.
Vetusto y patético por su anclaje disparatado, al contemplarlo no puede por
menos de pensarse un interior lleno de polvo, maderas viejas y penumbras
atosigantes. Incrédulo, avanza hasta la entrada. Unos pocos minutos después
descubrirá que el rancio edificio no es el miserable candil de luz del poema,
sino que, cual una inmensa caja de caudales repleta de incontables tesoros, en
la solitaria decrepitud de sus salas brillan los oros más resplandecientes:
Goya, Velázquez, las primeras ediciones del Lazarillo, la Celestina, el Quijote
de 1605, los dorados más cegadores de las tablas medievales españolas y la
reciedumbre de sus tallas…
La caja de cartón, polvorienta, ablandada por los
golpes, las largas estancias en los húmedos sótanos y los oscuros
desplazamientos a lo largo de más de cincuenta años estaba abierta. El olor era
el tiempo de atrás, un papel viejo, de la peor especie, cuando los hombres y
las mujeres se hallaban unidos por el engrudo del crimen, la ambición y el
engaño:
Decenas y decenas de ejemplares del Black Mask de Joseph T. Shaw parecían
gritar con sus portadas coloreadas desde el fondo de la caja:
“Ni se te ocurra meter la mano ahí adentro”,
amenazó muy en serio Ray Theodore Yeats. “Acabo de recibirla y aún tengo que
hacer el inventario”, advirtió.
Me apuntaba directamente a la cabeza con la
Magnum de las grandes ocasiones.
“Sólo piensa que el tiempo juega a tu favor.”
Pero en ellos, que no en su obra, aflora
únicamente esa especie de ingenio típico de los tés literarios o las largas
sobremesas envueltas por el humo de los cigarrillos y la verborrea euforizante
de las copas de whisky capaces de extenderse más allá de las lenguas.
Al contrario que en el arte, una ruidosa e
indecente feria de las vanidades, en la literatura siempre eres tú quien paga
todas las facturas.
El Negro a Ray: “Sabes, yo nunca perdería ni un
solo minuto escribiendo un maldito libro si no supiera de antemano que iban a
venderse decenas de miles de ejemplares.”
Observo (y descubro posteriormente al pasar sus
páginas) una edición (1951) apenas manoseada de The Necessary Angel de Wallace Stevens colocada encima de una pila
de revistas viejas junto al mostrador, al alcance de cualquiera por unos
míseros dólares:
“Tú no quieres hacerte rico vendiendo libros…”
“Será porque no los he escrito yo.”
“Mi lema: escribir y cobrar.”
“Tal vez lo sea. Pero te esfuerzas mucho por
ocultarlo. Sólo afanas unos dólares con ello.”
En efecto, negro, deberías escribir sobre niños
que tienen un perro al que adiestran para convertirlo en una máquina de matar,
tipos que beben un par de botellas de whisky al día y abofetean a rubias tontas
del bote, jovencitas de expresión angelical entregadas al onanismo más salvaje
al atardecer, amas de casa aburridas con un revólver escondido debajo de la
almohada, escribir algo semejante a La
Guía del Crimen o Lugares Perversos
para turistas llegados a La Gran Manzana Agusanada, museos inexistentes de
cadáveres varios, ¡ah Los Viejos Almacenes de Miembros Amputados!
Más te valiera.
Llueve: se mete en el vestíbulo del Daily News
a ver la bola del mundo.
Pero ella también tenía algo que raramente se
aprecia en una artista de su época: sentido del humor.
No perdía demasiado el tiempo (a decir verdad,
ni un solo minuto) lamentándose de que su mundo fuese un mundo de hombres: su obra contenía suficiente vitriolo para
aniquilar a ambos géneros a la vez.
En fin, era una artista con pretensiones. Una
ambición que, en aquellos magníficos
años 50, era algo sumamente fácil de pisotear.
Más expuesta, sí, pero también con muchos más
recursos y un decidido sarcasmo entreverado de una buena dosis de rencor por la
estupidez del macho apestando a tabaco, sudor y gasolina.
Nos recordó la anécdota de la Parker. Un
cancerbero idiota y funcionarial, vestido de librea, le prohibió la entrada al
casino de Montecarlo al descubrir que no llevaba medias. La escritora regresó
al hotel, se quitó las bragas, se puso unas medias sucias y, al cabo de un
tiempo, volvió al casino donde nadie le impidió el paso. Antes se había bebido
media botella de whisky. Pero eso no se notaba. Al menos en ella.
Son parcos los medios con los que cuenta para
alcanzar una celebridad basada en lo arbitrario, lo social, lo económico, lo político
o lo excéntrico de las apariencias. Su misantropía le impide abrir esa caja de
herramientas y reparar los desperfectos de la ignorancia universal. Ningún
montaje va a urdirse en torno a ella y su obra, de modo que ha de refugiarse en
el silencio y, acaso, en el malditismo, el ostracismo o una muerte temprana
(extravagante, por así decirlo).
Te hallas ante el gran momento cíclico
permanente, aquel que bien expresa la espiral doble: muere y vivirás. La muerte
te convierte en semilla.
Mas tú has sido consciente de la muerte, has sido
noser frente a un mundo
viviente tan ajeno e indescifrable antes de ti y después de ti.
“Tengo miedo de muchas cosas (menos definitivas
pero más peligrosas que morir); miedo de las percepciones reales o imaginarias
que me sobrevienen: entonces inspira mi trabajo no lo percibido sino el propio
temor, que acaba actuando como otra
materia más de mi escultura.”
Todo lenguaje es infinito, pues más allá de su
comprensión, la invención de su combinatoria traspasa cualquier límite sin que
su posible significado sea una correspondencia con una idea u objeto existente.
Una gramática es una ordenación… ¡pero no
necesariamente de algo aprehensible!
“Existen los universales plásticos.”
“El arte es una cuestión de crecimiento.”
“La materia del yo.”
“Una guía latente, y todas las estructuras
ocultas del aprendizaje innato lingüístico u ontológico.”
“Tú eres la artista, así que me exoneras del
pasatiempo enojoso de su construcción… La inteligencia y el talento son
facultades de la especie no del individuo. ¿Qué importan tus manos o las mías?”
¿Cuánto tiene el arte de biológico más que de
fundamentos intelectuales, emocionales y espirituales?
Todo arte, a despecho de su ilusión (antiguo) o
desorden visual (moderno), es cartesiano.
No se expresa nuestra heroína con un alfabeto
plástico (todavía no, quizás en el 3970), sino con fonemas de un lenguaje aún
por dilucidar: hipidos, graznidos, gritos, bufidos, mugidos, zumbidos,
arrullos, gruñidos, rugidos, cloqueos, silbidos, maullidos, rebuznos, berridos,
ladridos, gañidos, gemidos, ronquidos, bostezos, aullidos…
Un amontonamiento discontinuo que en sí mismo
carece de significado, pero que sirve para una construcción visual en tanto
significante y significación: aparto la mano, me echo para atrás: descubro el
código dado.
Al igual que sucede en los lenguajes hablados, en el arte idiomas distintos activan modelos
distintos aun dentro de las mismas capacidades innatas e idéntica
predisposición, que son universales.
[Leído en el dietario secreto del 56: anamnesia platónica.]
Detrás de todo arte (literario, plástico, musical) existe
un input más allá de lo que trasluce
su práctica. No quiero que mi obra
exprese algo: pero esa intención ya se halla intervenida de antemano, intoxicada por cualquier vestigio de la
naturaleza que fuere.
E.H.: mueres en La Era de las Primaveras.
Trabajo contra los poetas: ellos buscan imágenes: yo las
construyo para buscar pensamientos.
La analogía es un ensayo.
Mi arte me compromete con el misterio.
[Leído en el dietario secreto del 56: tectónica.]
¡Ah, que chica!:
apresada en el ámbar de los museos,
carne de estudio y de mil jerigonzas.
Adán es la pieza fundamental del juego de la creación. Lo
demás viene por añadidura, al igual que el primer movimiento en una partida de
ajedrez compromete todos los demás: Eva, el sexo, la codicia, el crimen, la
cobardía…
¿Importa que su obra sea ininteligible?
En modo alguno.
Es mucho más preferible que un arte ocioso, de mera
retórica (plausible, transparente en su enunciado, inútil como el paisaje
perpetrado por el aficionado un domingo por la mañana…)
¿El logos?
Discernir… ¿para qué?
¡La rebelión! Jamás miraría hacia atrás excepto para no
copiar lo excelso, pues toda transgresión auténtica acepta el pasado con mayor
o menor respeto hacia su magisterio.
[Leído en el dietario secreto del 56: espíritu etónico
(?).]
El antiguo dinamitero deviene auctoritas que cuestiona cualquier obra revolucionaria o…
demoledora. Cancerbero terrible, cierra el paso a la novedad, que es lo
desconocido pero también lo inquietante… y puede que hasta peligroso para él.
La verdad, ¿es necesaria?
Basta con el deseo, el talento, incluso basta con la paz a
solas.
In vino veritas.
Esa cháchara que mezcla fantasía y realidad obstaculiza la
llegada a algo coherente, impide el paso a algún claro limpio de maleza en el
bosque.
A esta cautiva, indefensa aunque arrogante,
vamos a someterla al primer grado. Primero la expondremos al detector de
mentiras; luego, le administraremos la droga de la verdad. Finalmente, la
hipnotizaremos.
¿Crees en lo que haces?
¿Es tu arte religión, pasatiempo o pleitesía y
aquiescencia ante la extraña virtud humana de expresar la belleza, el mundo o
tu alma mediante materiales ajenos al habla o el pensamiento?
Más allá del rito y el miedo y el ansia por la
recompensa eterna, ¿cree el católico, el judío, el musulmán, el taoísta, el
budista, el místico, el arrebatado, el chiflado, el loco de remate…?
¿Qué induce a creer en algo que trasciende la
imagen y la naturaleza humanas?
¿Creen los sacerdotes de lo oculto, brujos y
hechiceros, encantadores y nigromantes, oficiantes y vicarios en la tierra en
los dioses que presuntamente les han
delegado para promover su adoración y el temor entre los fieles que han
logrado capturar mediante mitos, preceptos, mandamientos y castigos?
¿Cuál es la vara de medir que separa al
sacerdote del embaucador, al apóstol del charlatán?
No ha de ser la mía la fe del carbonero.
Quiero respuestas.
¿Qué pretendes?
Este desorden (aparente) intelectual (ilógico)
en la praxis (práctica) artística tal vez me permite allegar a un medio (?)
plástico a partir del cual me es posible (lícito) descubrir (intuir) realidades
nuevas, por muy estremecedoras que éstas sean en un plano estético. Existen
multitud de relaciones entre lenguajes inéditos y verdades por alumbrar,
todavía ajenas al conocimiento humano. Sólo el intento de alentarlas provoca
formas novedosas y extrañas a cualquier correspondencia visual común a la vez
que adquiere rango artístico.
¿A qué puedo referirme?
Pero antes, ¿qué debo preguntar?
[El auténtico dilema kantiano.]
Todo
aquello que me permita expresarme sin valerme de un lenguaje previamente
conocido, pues ésa es la llave única capaz de aclararnos las incógnitas.
Basta la experimentación.
El pensamiento es alquímico. Y toda forma de
representarse es pertinente.
Todo símbolo genera la extrañeza de su
discurso. Crea sus formas plausibles aun dentro de la mayor oscuridad de sus
enunciados y resoluciones.
Lo bello (lo feo) en el arte no requiere la
adivinación de su sentido.
Cualquier forma de expresión no exige el
desvelo de su interpretación. Se basta a sí misma y a los meros interrogantes
sobre su naturaleza y sus inefables intenciones.
Justo en medio de todo. De lo sublime y lo
grotesco. De lo torpe y lo medido. De la verdad y la mentira. Sin inclinarme a
un lado u otro.
En el absurdo.
Ni
ángel ni bestia. Pues, ¿qué dirán?
¿Crees que somos tus perros ciegos y
obedientes?
De modo que sigues los pasos del doctor Benway:
una silenciosa victimaria que no alza la voz ni exagera el gesto, pero que
inflige crueldades sólo justificables en virtud de unos logros en realidad muy
subjetivos (digamos discutibles).
Te vemos venir.
¿Eres tú quien pretendes manipularnos mediante
sutilezas? Tu arte es bastante grosero, aparatoso. Eso le quita eficacia. No es
tan hipnótico como crees.
No nos fiamos. Podemos librarnos de tu influjo
y tus poderes espurios de hechicera. No somos sumisos a tu técnica, y nos
desentendemos de tus cantos de sirena y tus promesas ilusorias.
Descubriremos lo que piensas, querida. Hablas
con el diablo, te alimentan delirios, juegas con los materiales de la
pesadilla. Ese teatro o ingenio demanda inquisidores.
¿Mientes?
Sólo lo justo para sostener el tinglado.
¿Nos quieres vender un producto de la misma
manera como nos engañarían esos tipos listos de Madison Avenue con la catadura
moral de un mosquito, tipos como Bates, Norman, Dichter u Ogilvy?
Postrada, moribunda en la camilla, ponderamos
los cambios de tensión que registra durante tus respuestas el cuerpo desvalido.
Eres una colección de reacciones fisiológicas producidas por el desmayo, la
travesura o la perversidad: ¿mientes? He aquí alborotada la corriente
sanguínea, acelerado el ritmo cardíaco, acentuada la transpiración,
descontrolado el parpadeo y la expresión facial resulta un catálogo completo de
la doblez y el fingimiento… o de la pobre verdad tan vapuleada por la
humillación.
¿Qué método utilizas, vendedora sibilina?
¿La grosera zanahoria cultural atada al palo de
lo chocante o lo subliminal-intelectual-elitista?
¿Quieres hacernos pensar que nos ofreces algo
bueno y que nadie más puede ofrecer? ¿En qué grado significativo difiere tu
obra de la de los demás artistas?
¿Lleva grabada a fuego como las vacas de Texas
la marca de la excelencia, los hierros de “una clase especial”? ¿Exhala tu
obra, ella-sola-y-ninguna-otra-más-por-Dios, una originalidad inédita,
inclasificable, el prestigio de lo moderno, de la más inapreciable
contemporaneidad, él único (valioso, preclaro) testimonio de tu época convulsa?
Apelas a la empatía: póngase en mi lugar,
testigo, espectador, yo soy la artista, por consiguiente soy como un dios en el
que hay que tener fe. La fe. Es suficiente con eso.
La Fe: creer en aquello que no se ve ni puede
entenderse de forma racional. Virtud de los justos y mansos de corazón que, sin duda ninguna, ha
de llevarles al reino de Dios y danzar en círculos cogiditos de la mano
envueltos en una niebla azul y rosa.
Un arte de Palabras Mayores, un arte teológico
que, rebajando su condición, cotiza en La Moneda del César.
Respecto a lo subliminal, ¿habrá que reclamar
la misma autoridad de Aristóteles para calibrar tu poder de chamán? ¿Invocar
alelados por tu influjo aquellas pequeñas percepciones que mencionara Leibniz
para deshacer el entuerto de la inconsciencia? ¿Acaso todo ello se transforma
en estímulos que obligan a reverenciar tu obra?
¿Y qué hay de científico en tus cachivaches que
logre modificar nuestras mentes para alabar tus entelequias?
En El Espectáculo de lo Oscuro la ciencia ha
dado paso al hechizo.
Mientes. Eres una farsante. Todo esto es un
bluf.
Todo esto es sagrado: es el misterio.
Dice la verdad. Se engaña a sí misma sin
proponérselo.
Nos habla El Oráculo. Su Palabra es la Verdad.
Lo sabe.
No lo sabe.
No sabe. No contesta.
Esta joven freudiana, víctima ella misma de las
capas geológicas que al tiempo que ocultan los desórdenes de su mente abruman
su corazón, porfía por endosarnos con su arte una suerte de transferencia que
nos precipite a contemplar en ella, y sólo en Ella, la Autoridad, el Poder, la
Palabra. Nuestra resistencia a aceptar sus tesis (Teoría del Cacharro) es la
señal de que es en nosotros donde se
halla el conflicto: y en ella está la
curación, la potestad de librarnos de las inhibiciones y errores que nos
mantienen asidos al pasado y la inacción.
¿No será en ti en quien se ha cebado la
neurosis?
En fin… sabemos algo muy significativo acerca
de ella. Pero no pondremos el dedo en la llaga. No haremos leña del árbol
caído. No espolvearemos sobre su flaqueza nuestras pulgas.
No eres precisamente la chica que, como diría
la Parker, sólo está acostumbrada por pereza a las formas más sencillas del
entretenimiento, capaz hasta de reír las gracias de los caballeros y admirar
sus corbatas para darles coba con el único propósito de sacarles un par de
whiskys con hielo y soda (aunque cortitos). Has tenido problemas. Y más de una
vez te has tendido cual larga eres sobre el diván del doctor Freud. En el fondo (en el fondo de vuestras mentes,
querida), muchos de los artistas sois unos neuróticos cuyos jirones de una
infancia conflictiva penden de vuestros elegantes y llamativos trajes cuando a
la media noche a punto está de deshacerse el encanto.
La única excusa para declararse artista más
allá de la fama y el dinero (que algunos ingenuos persiguen) o la coartada que
mitigue su fracaso personal es, en lo que a mí respecta, la posibilidad de
conseguir un mejor conocimiento de mí misma.
“Quiero decir” no implica necesariamente que
desee significar algo. Basta con “decir”.
Si no escribo, si no hago arte (y no importa en
qué disciplina, bajo qué forma, basta con que yo crea que lo hago), ¿quién va a creerme?
¿Qué es todo esto? Stebbins, Chester Frend…
Dr. P.: Debe “huir” de los misterios. Usted ha
de vivir en el trastorno… No hay salvación.
¿Por qué?
Dr. P.: La madre es el origen de todos los
males. Esta hada que reina en el país del inconsciente…
¿De qué sirve un lenguaje que no puede
compartirse? Fuera del campo de la comunicación esa pregunta es una falacia: me
muevo en el terreno de lo filosófico, en esa ciénaga que para nada sirve.
Ninguna experiencia lingüística revela mi idioma. Ninguna filosofía resuelve
los misterios.
Ponía delante de ella, al modo de los magos,
las trampas de la memoria, urszenes
que la artista se apresuraba a desmontar con energía: ella carecía de modelos
previos, trágicos, referenciales…
“Prefiero las visiones”.
“Se mueve en el terreno de las abstracciones”.
“Es lista. ¿Quién va a ratificarlas o
refutarlas?”
“¿Lo abstracto? Eso carece de una objetividad
demostrable y universal.”
“Respecto a esta abstracción…”
“Requiere libertad de miras…”
“Tragaderas…”
¿Tan lejos nos hallamos enmascarados en ella de
aquel lenguaje humano ideal que con los medios más simples y fáciles es capaz
de expresar el pensamiento?
“Depende de su alcance: intelectual, artístico,
social, económico, ideológico…”
Ítem más:
Un lenguaje y lo que este define con exactitud
puede ser leído… pero no comprendido por todos. Sé deletrear perfectamente el
vocablo ecuación, pero puedo ser
incapaz de entender su utilidad e incluso su significado. A diferencia de otras
“ciencias” en el arte priva lo subjetivo y, en consecuencia, lo incomprensible…
¡de lo poético!
En asuntos artísticos el mandamiento principal
es mantenerse a salvo de cualquier positivismo, en especial del semántico…
¿Quién pretende como los charlatanes con sus
fáciles chácharas clarificar o descifrar la sagrada palabra de lo inexpresable por medio de un lenguaje científico,
intencionalmente estético?
¿Existe el lenguaje lógico, blindado a
cualquier tipo de ambivalencia o tautología?
Toda semántica es limitada por su mismo
carácter de invención. Más aún, es engañadora.
Un lenguaje indescifrable, a tenor de su
invención, garantiza su supervivencia, o al menos la certifica temporalmente,
por el simple hecho de exponer a la luz a través de su dibujo
lingüístico su vaguedad y su ininteligibilidad intrínsecas. Sin paradojas de
ningún tipo, se justifica por su misma
existencia, como la piedra se atestigua a nuestros ojos sin necesidad de
significar nada más que el paso del tiempo y la transformación de su materia
original.
Dijo: “Yo he dado un paso más allá de un lenguaje abierto.”
Todo aspecto de la realidad ante nuestros ojos oculta su
esencia, incluso su significado más primario.
¿Quién eres tú?
Soy… una especie de verdad, tan legítima como cualquier
otra (en los usos más pedestres), tan discutible, tan artera, tan engañosa…
El lenguaje es la relación entre el pensamiento
y la cosa.
¿Me vas a decir tú a mí de qué forma debo
relacionarlos?
También eres un ser que duda. Un ser que vacila
ente las grandes cuestiones y las reglas…
Prefiero la duda de artista a la jactancia del
crítico sabelotodo: ¿qué mide con exactitud los parecidos? ¿Por qué confundir
lo cuantificable, lo parangonable o lo mimético con lo analizable o lo
simplemente receptivo visual?
Wallace Stevens: lo imperfecto es nuestro
paraíso.
En arte todo es residual: lo complejo y lo
inocente. Nada es absoluto.
En lo incomprensible, sí; pero nunca en el
acertijo o la contraseña (?).
¡Lo confundían con un street artist!
“Cualquiera que sea la naturaleza de un
lenguaje éste tiene una intención comunicativa.” (¡O no: sólo su dibujo!)
¿Quién es mi interlocutor? ¿Es preciso que
exista?
Yo busco espectadores. (Con la boca sellada.)
Aunque tal vez el precio que haya que pagar por
andar en espesuras sea el silencio universal.
¿Para qué diablos te sirve el sentido común?
A Thomas Paine de poco le sirvió del que hacía
gala: terminó tambaleándose borracho por Greenwich Village sin un centavo,
mendigando entre transeúntes a los que había ayudado a cultivar el suyo y que
ahora le volvían la cara. ¡Sentido común!
(Pues tómate una copa a su salud en el Marie’s
Crisis de la calle Grove: bien se la merecía el tipo.)
Deben de haber en esta ciudad alrededor de
800.000 edificios y un millón de agujeros para ratas (de tamaño mediano): ¡y a
él le está empapando la lluvia fría de diciembre! ¡Y las nieves están al caer!
No se dan cuenta de que cuando hablan de
lenguajes ininteligibles se están refiriendo a los que se valen de la
escritura. En las artes visuales toda presencia representativa de algo o no se
basta a sí misma para constatar su irrecusabilidad.
Odia el ingenio, esa tarea de los estériles. En
un instrumento musical de viento sería como el aire que se expulsa y se pierde,
no el sonido que es lo que finalmente prevalece.
“No me importa”, me acusaba, “que su obra sea
extravagante por los materiales que utiliza y el hermetismo de su significado,
pero lo que me es imposible de tolerar son las asociaciones ilógicas en su plasmación.”
Huyen en desbandada los malakhim.
Abril, 1970: soy demasiado joven, aun moribunda
puedo valerme de las cosas que aprendo.
New York Hospital: ella colocaría en grandes
letras doradas frontispicio a tener en cuenta: “Hay muchas cosas que se pueden decir
de Dios, todas discutibles, malas o buenas, pero hay una que no se puede negar
y que le cuadra como anillo al dedo: no es un entrometido, deja hacer, deja
vivir, deja morir, deja ser malvado o víctima, pobre o rico, sano o enfermo.”
Al
césar lo que es del césar.
Somos nosotros los que vemos drama o tragedia
en la naturaleza, incluso misterio y fuerzas ocultas, cuando sólo hay naturaleza y unas leyes tan
comprensibles que hasta un niño es capaz de entenderlas. Es lo que decreta esas leyes lo que nos mantiene
intrigantes, porque tampoco sabemos las razones de su existencia.
12, marzo, 1969: Todo a mi alrededor me
tonifica: el aire fresco y limpio de las mañanas de marzo, el sol brillante que
hace resplandecer todo lo que veo, los colores vívidos de las calles, las
gentes, y hasta el rumor incesante del tráfico, los cartelones de hierro, los
rótulos, los magníficos rascacielos que se alzan a lo lejos estrechando la
perspectiva de la gran avenida… Pero tonifica mi espíritu, no mi cuerpo
gobernado ya por el azar monstruoso.
Los incontables edificios de ladrillos rojos y
negros y grises y del color de la tierra, las escaleras de incendios, los
millares de ventanas sin cortinas que dejaban adivinar sombras y acechar
siluetas y rostros difusos, los trastos de aire acondicionado colgando de las
fachadas, todo ello constituía sin solución de continuidad los escenarios del
ensimismamiento y el viaje interior a una evocación que, sin embargo, precisaba
de aquella sesgada contemplación.
¿Cuántas y cuáles son las cosas que jamás
veremos del baúl de los magos? He aquí que todo estalla en mis manos como un
globo hinchado de aire viciado, sin dejar apenas huellas salvo los restos
desgarrados caídos en el suelo.
A pesar de la muerte, la vida vale la pena.
Muchos se preguntan si la poesía se escribe con
palabras o con ideas.
El arte, pues, ¿es imagen o es significado?
Qué poco cuesta de hacer lo que muestra.
Es obra de trabajo previo: lo que ves es lo de
menos…
Pero es lo que vale.
Se diga lo que se diga, el arte de nuestros días,
al menos el que a mí me importa, es autorreferente: veo una de mis obras y veo
mis manos manchadas, heridas, ultrajadas,
por el trabajo.
“Es un arte sin ciencia”, dijo.
(Es un arte, por consiguiente, que protege al
artista, lo ampara hasta la impunidad.)
El poeta sueña imágenes… y las traduce en
palabras. El artista despierta en ellas.
(“Con 65 centavos en el bolsillo nada puedes
hacer… Es una suma ridícula. Mejor será que los dones al Hospital Metodista de
Brooklynn.”)
Todo arte es una evocación, incluso en el mismo
momento de su nacimiento.
El milagro del existir reside en que seamos
dueños de una realidad psíquica que, impalpable e inmaterial, ambigua, termina
visualizándose y dominando aquella otra tan rotunda y pedestre e igualmente
ambigua.
“Tiéndase en el diván.”
“Pero ésta es una hora de la mañana muy rara
para dormir.”
“Entonces, sueñe.”
Charlatana estafadora, bastará con un poco de
litio.
Representar la realidad en el arte es el símil;
recrearla (o inventarla) es la metáfora.
El símbolo es una metáfora gastada por el uso,
se ha iconizado de tal modo que carece de relevancia intelectual… Aunque en su
carácter de imagen “simplifique” mucho las cosas.
¿Cuál es el coeficiente de esta obra, el precio
a pagar por la confusión que promueve?
La angustia, la incredulidad, la risa, la
burla, el desprecio…
¿Dónde
estás Atlántida? ¿Dónde se esconden las épocas cuando la justicia, la belleza y
la poesía eran cosas de los hombres y no de los dioses y sus trágicos
caprichos?
Durmamos milenios, pues, antes de despertar de nuevo… ¡en
el futuro!
Hart Crane, destrozado por las hélices del
buque nocturno, tampoco pudo yacer dormido entre guirnaldas de coral en el
fondo del océano.
O la nada o mis propios símbolos.
Y en las jornadas de mayor fatiga, la mera
alusión.
Pertenezco a los clanes más secretos.
Símbolo-concepto.
No traduce lo real (las apariencias que te rodean, que pueden no ser más que figuraciones),
tampoco precisa del símbolo para escenificar conceptos: son éstos los que
expone a la luz: enmarañados, indescifrables, reales.
¿Qué es? = ¿Cómo es?
El camino a la verdad en términos eminentemente
plásticos no ha de ser necesariamente puro.
Quizás sea escabroso…
Porque piensa en cosas y situaciones imposibles
de representar, hace posible los escenarios para su memoria.
Adelante, guadaña.
Toda verdadera creación es ruptura. Y aquel
que, en tanto creador crea, aunque sea lo incomprensible, es benéfico. Lo
contrario de crear, hacer simplemente
arte, es una terapia para desalmados, aburridos o farsantes.
Soy inocente, se dice aguardando como
recompensa la eternidad: uno de los mayores logros a los que puede allegar una
obra artística se da en mi trabajo: en él no se aprecia la menor señal de
“destreza”.
Imperfecta,
incorregible.
Enfrentada a lo desconocido (pues todo lo era
ya, hasta los objetos más familiares habían adquirido una dimensión desconocida
y morbosa, aquella tan brutal que los convertía en sobrevivientes y perdurables
a ella misma), se le hacía difícil creerlo, pero ahora empezaba a pensar que
también ella era una entendida en sombras,
ella, que amaba la luz sobre todas las cosas.
Dr…: “Está usted encerrada en una mazmorra y
aún me pide que la encadene… ¿De qué huye? Por mucho que se esconda y se
encierre en sí misma tiene usted el enemigo dentro de casa.”
Eres La Gran Neurótica, así que debemos hacerte caso. Te escuchamos y
contemplamos con místico arrobo tu obra que ahora comprendemos en su totalidad.
Hemos accedido a sus cámaras secretas, y es lo que allí descubrimos lo que nos
capacita para entender las corrupciones del alma, de todas las almas, la cloaca
humana y sus aguas negras.
Tus obras son la vía que, al igual que los
sueños, nos transportan al Gran Secreto.
Pero, qué dilema.
¿Quién eres tú, el sueño o la paciente?
A través de tu obra, herramienta capaz de
horadar la más espesa oscuridad, averiguamos quien eres… ¿o eres tú el sueño a
partir del cual adivinamos y analizamos la tragedia y el chasco sensacional que
configuran los trastos expuestos en la galería?
¿Cuándo acaeció la fractura? ¿Cuándo remedas a
cualquiera de los dioses y hurgas en los “porqués” atisbando por las grietas de
un espíritu demasiado alerta?
¿Cuál es la ganancia? El arte… cui bono?
Nada has ganado. Ni siquiera la libertad del
bosque, el sexo o el sueño bruto del saciado.
Tal vez la muerte a la par que te endosó la fama te libró de las recetas diabólicas de los inhibidores químicos: veinte pastillas diarias de antidepresivos y descargas de 80 voltios durante un par de electroshocks cada quince días, suficiente para que en unos años tu memoria acabe siendo la del simio.