sábado, 4 de febrero de 2023

63

 

Sólo sensaciones extrañas. A bocanadas respiras un aire también extraño, como si unas veces te quemara la garganta y otras te helara los pulmones.

Es aire de otro planeta, un elemento de imprecisa definición, de símbolo y peso atómicos ignotos.

¿Qué química es ésta?

No oxígeno.

No Tierra.

No agua.

Nadie ha descubierto el fuego todavía.

Cierras los ojos. Y la lava ora azul, ora verde, que se vierte desde las sombras te anega con dulzura, sin causar el menor dolor, sin que ninguna angustia anegue el pensamiento.

Y te dices que todos mienten: nada va a sobrevivirte. Ni tan siquiera aquello que has creado con tus propias manos, ni tus seres queridos (si los tienes), ni los objetos que has amontonado, tampoco los lugares que has amado… Nada puede sobrevivirte porque nunca habrán existido para ti, ni siquiera tu misma. Ante tus ojos se extiende la Gran Obra, un catálogo, tu nombre de artista en escueta pero rotunda tipografía impreso en papel cuché, las fotografías que avalan tu creación. Nada de ello habrá existido… (Pregúntale si acaso al Universo en su viaje de vuelta al big bang, de tan magnífico y vertiginoso repliegue, que fue de todo aquello.)

El invisible lastre de la Tierra.

Moribunda, pero no muerta. Todavía no quieres perder el control o, al menos, no todo el control, de aquello que te concierne: contestad el correo, regad las plantas, vigilad la correcta disposición de mis obras en la galería, airead mi estudio de cuando en cuando, atended las facturas del banco. La vida sigue su curso pujante y sin miedo, sana, incorregible. Todos tus amigos son ahora un factótum solícito y obediente que empieza a saber más de lo que debiera de hospitales y tumores. En eso les ha convertido la infección que propaga tu estado calamitoso, en un emisario gigante cada vez más sabio en la complacencia pero también en la fatalidad: disimulan la lástima con entereza.

¿Cómo no aferrarme a la vida? ¡Hasta con desesperación! Morir demasiado pronto es infinitamente más cruel que morir demasiado tarde a pesar de los estropicios.

Esa eres tú a despecho del raro apellido “Drip Art”. Pero es tu rostro: en Life. Millones de ojos han de fijarse en tus facciones. Algo ha hecho que existas para millones de personas. Aunque sea unos segundos. Y después, nada. En la cama hora tras hora.

¿Qué recuerdo tumbada en la cama del atardecer mientras el vivo universo cae lento sobre mí? Recuerdo que vi una película que he olvidado en un antiguo cine de Brooklyn decorado a la moda de los años veinte, con el techo pintado de azul oscuro y tachonado de puntos dorados que simulaban las estrellas: se apagaban las luces de la gran sala y temía no despertar nunca, quedarme encerrada en la historia que contaban las imágenes.

La cama de la habitación del hospital envuelta en sombras, bajo la luz cenicienta, bañada de sol: resumen del día rodante y portátil de enfermos, heridos, muertos o… salvados. Todos desconocidos: el paciente, ese bulto que aún late, el de la 123, la 132, la 213,  la 231, la 312, la 321…

Todos somos la obra maestra desconocida debajo de un cuerpo sucio, maloliente y corrupto (pero que aún late).

La habitación está libre. Cerradas la puerta y la ventana. La cama lista. Las sábanas limpias. Días, tardes, noches, vigilias. Lo excepcional sólo es lo diferente.

El agua que vierte el grifo del lavabo sabe a miedo, a noche, a desconocido.

Estás muerta: olvida los espejos.

Pues mi muerte todo lo precinta, a partir de ahora mi vida y mis actos serán figuraciones. Incluso mi obra será, y será más real que lo pude haber sido yo, lo cual es una absoluta insolencia habiendo desaparecido su creadora. Nada de mis cosas, aun con la huella de mis dedos, emitirá el más leve pulso de la vida que fui, pero serán, habrán adquirido una identidad atroz dueñas por fin de sí mismas, sin intermediarios.

¿Qué se esconde en esa inmovilidad, en esa expresión relajada y seria de su rostro detenido en el tiempo para siempre? ¿Qué hay más allá del velo tétrico que ahora se superpone a la piel del rostro? ¿Está viajando? ¿Cuánto tiempo dura ese viaje? ¿Miles de años? ¿Un suspiro (!)? ¿Qué clase de cósmica maravilla se oculta tras los párpados cerrados? ¿Lleva consigo los miles de millones y millones de visiones, palabras y pensamientos acaudalados durante su anterior existencia ese cuerpo yacente, quieto y muerto, viajero acaso?

“El universo, alcanzado el límite de su espacio, se contraerá en un viaje de retorno al origen donde todo hubo de empezar miles de millones de años atrás”, afirmó el no-artista.

Bien, le contestó ella en su lecho de muerte (pero todavía lejos de las flores), en ese caso nos veremos a la vuelta.

Tras el gesto. O la simple disposición objetual. La elección de un material ya es una ideología, las demás opciones desechadas no existen: el trasfondo de todo ello remite al abismo en estas circunstancias: se muere. (¡Oh!, ¿podrías suavizar la grieta de los ojos, alejar su espanto, llenarlos de alborozo?). Leo a Dickinson, la prisionera feliz, de una dulce sobriedad. El blanco. La luz. A través de la ventana el horizonte verde y plácido se fusiona con el azul de un cielo libre de dioses y profetas pleno de incógnitas.

¿Qué cociente extraigo de todo esto? El error. El cociente laborioso (contando con los dedos, ¡ja!) que sólo es una simbólica simplificación.

Voy a desmenuzarme a mí misma. Como hubiera podido hacerlo Montaigne perfectamente. Este pedacito no lo quiero; este otro te lo cambio; me quedo con estos dos, aquel te lo regalo.

El Maquinista: “¿Y después de la máquina de escribir?”

Raymond Th. Yeats, poeta, escribidor de epitafios y oficiante: “Cómprate una bandeja de comida con compartimientos. Con eso y 20 dólares y un par de sablazos a los amigos durante dos meses (c. 1968) se puede ir tirando.”

Charla en Princeton. Tras una liviana presentación: “Quiero ser yo misma, así que selecciono todos aquellos materiales tradicionales o no que contribuyen a que ese deseo sea posible en la mejor medida. Eso es todo cuanto me propongo. La objetividad en el arte no es una de mis metas.”

“Y, sin embargo…”, comienza a argüir una estudiante con el pelo afro. (Abril del 69).

De vuelta a Manhattan. Crisis de ansiedad en el interior del túnel Holland. “No será nada”, dice F., medio vuelto hacia ella desde el asiento de delante.  Hesse intenta tragar saliva, pero la garganta le duele atrozmente. “Claro”, afirma asustado S., quien conduce. A Hesse parece que se le va la cabeza de un lado a otro. Un súbito pinchazo en el pecho le obliga a inclinarse contra el asiento del copiloto. Se golpea la frente con el respaldo, y sin saber muy bien lo que está pasando, vomita sobre sus pies una especie de moco sanguinolento. Alza la cabeza, mira exhausta al cielo. Al paso raudo del automóvil las luces vertiginosas del túnel acrecientan una sensación de total desamparo, como si la condujeran a un lugar maldito, el más infernal de todos. 

Quieren que hable de su obra: “Desentráñala. Ponla patas para arriba. Miéntenos sobre ella.”

“Pero yo sólo quiero hablar de mí (contra mí).”

Todo lo demás son disfraces: arte… ¡del disimulo, solapamientos!

“Les diré algo, vivo de mi salario anual como profesora auxiliar en la universidad. Mis ingresos ascienden a poco más de 7.000$. Esa es la realidad que hace que todo lo demás parezca un juego…: ¡los ratos de ocio que una dedica a construir juguetes para alienados!”

A principios de los años cincuenta iba y venía a la Escuela de Artes Visuales de Yale montada en una Schswinn con una bolsa llena de libros sujeta a la espalda lo menos parecida a una mochila de principios del siglo XXI cuando aún creía que iba a ser escritora a despecho de sus estudios de arte. Y más de una vez, en alguna de sus correrías por el norte de la ciudad, cruzaría imprudentemente el George Washington zarandeado por el viento (podía sentir como se estremecía el pavimento bajo las ruedas) y flanqueada de automóviles que rugían y rodaban a su lado sin el menor miramiento hacia la fragilidad de ella y su inofensivo vehículo.

T.: sin un gesto de vacilación la enfoca con la cámara mirando a través del visor de la Nikon. Algo ocurre en las entrañas de ese maléfico artilugio. Pero ella nunca sabrá la extraña maquinación acaecida después del clic, como un gemido mecánico en el interior de la oscuridad.

Atrapada en las fauces de la pesadilla para siempre.

Despierta empapada en sudor: “Ya. Estás muerta.”

Desde la bimah su padre la acusa con ferocidad, públicamente, a los ojos de todos los fieles que abarrotan la sinagoga, de algo de lo que no es culpable en absoluto. (Otro sueño.)

Lo peor (que no ha de suceder): ahora ya no tienen que preocuparse demasiado en atender este tronco inmóvil que apenas late, siempre con los ojos cerrados, inerte, casi irreal a pesar de su corporeidad apabullante. Sus cuidados son mínimos, los justos para que siga sobreviviendo en la nada y su tenue aliento empañe el espejito que la auxiliar aproxima varias veces al día a la boca entreabierta de la yacente. La misión consiste en mantener agónico todo el tiempo que sea posible ese animal todavía pulsante a base de una “dieta blanda mecánica” (¿dónde he podido leer yo esta horripilante modalidad de pitanza terminal?) a fin de conseguir que la caja registradora de este cotolengo silencioso siga tragando las mensualidades y complementos por servicios extra durante unos cuantos meses más.

La otredad. No hace falta mirarse en el espejo de los otros para descubrir esa inquietante identidad misteriosa e inescrutable, hasta cruel. Yo misma soy una desconocida para mí, un ser extraño muchas veces que hace cosas que yo jamás haría.

¿Qué es lo que te diferencia de un católico? Su desmesurada teología de malentendidos, y acaso la insufrible soberbia de sus facilonas explicaciones sobre el ser y la muerte, un billete de estampas demasiado barato para adueñarse de la eternidad.

Claro que tengo raíces en algún sitio. Mas esta muerte no acredita la inocencia de origen: son oscuras, retorcidas, monstruosas, incluso podridas, se agarran a lo más oscuro de la tierra profunda y negra.

(La reflexión me viene de lejos, bastantes años atrás: inmediatamente me puse a trabajar en X, una acuarela que había regalado a T., y que poco antes de nuestro divorcio la robé sin el menor remordimiento de su carpeta de grabados.)

Terrible 1970. Después de una primavera tórrida, las últimas semanas de julio azotan la ciudad con un viento desecante, un pavoroso foëhn que derrite el cerebro y hace de la sangre un fluido de lava que corroe las venas.

Los treinta y cinco grados a la sombra aplastarán a la ciudad pasado el mediodía, un hilo de hierro incandescente que atraviesa uno por uno todos los poros de la piel.

Lo residual continúa siendo un engorro:

(3 kilos de cenizas de las que no sabe uno cómo librarse.)

(Es un peso, digamos, estándar. Sin incluir la urna cerámica.)

A estas alturas K. es una versión lograda del kitsch neoyorquino: sonrisas cómplices, silencios estudiados, aprobación unánime.

A vueltas con su obra. “Entonces…”, comenzó a decir uno en voz baja y amenazadora:

“Entonces”, interrumpió la artista desafiante, “ninguna de mis obras tienen principio ni fin. Están. Son. Así de arbitrarias. Algo parecido a Zyklus de Stockhausen, o como El innombrable de Beckett, que puede empezar en la página 37 o acabar en la 16, o como…”

El circo Ringling…

Es un heredero directo de nuestra insolencia, sólo que llevado a sus últimas consecuencias: el arte como un espectáculo… americano, una jugarreta intelectual de cartón piedra, cine de efectos especiales.

¿Y no será todo ello el exponente más revelador de un arte tan rancio en el futuro que ha de sobrevivirnos que hasta será necesario sumergirlo en formol para que no se disuelva en la nada?

A. contestó aburrido: “No tiene juicio, sólo gusto.”

¿Gusto? ¿Placer (del verbo) el arte? No es una chocolatina el…

“Ella” se apuntó en seguida a las réplicas: “La sensibilidad es la perfecta coartada del irreflexivo.”

“¿Sabes lo que significa Häagen-Dazs?”

A punto en el 66, cuando Todo el Mundo que Cuenta en Nueva York bailaba al son del Blanco y Negro bajo la Batuta del Enano de New Orleans.

Un tipo con la nariz clásica que tanto abunda en la Sección de Manuscritos y Libros Raros de la Biblioteca Central de Investigación de la 42.

Ray: “Eres simplemente un mecánico. Debería bastarte con leer la biografía de Sholes.”

Jura por la paz de todos sus muertos que en una ocasión vio salir a William Faulkner algo tambaleante en compañía de Martha Graham de una vieja casona de piedra arenisca de la calle 80. Pasaron a su lado como dos fantasmas que evitaran todo contacto terrenal dejando a su paso el seco e inconfundible aroma bendito del viejo Jack Daniel’s.

 Serás una piernas toda tu vida con un montón de blandengues acuarelas debajo del brazo, y cuando seas vieja ya nada importará. Es ahora cuando necesitas los 3.000 dólares de una beca Guggenheim y una ayuda de un par de miles del Instituto Nacional de las Artes y las Letras. Es ahora cuando importan París y Roma, más tarde sólo serán un escenario para turistas moribundos de piernas curvas y un decorado de cartón piedra que enmarque tu frustración.

En el 56 nadie cree en las promesas plásticas y un artista es poco menos que un diseñador de interiores.

Habla con la boca cerrada. Hazles sufrir.

No me entiende ni a mí ni a mi obra, pero es porque me escruta desde una dimensión errónea: es como pretender cavilar sobre una esfera en un mundo de dos dimensiones… Tendría que salir de él y “descubrir” que puede conseguirlo sin necesidad de aprobar lo que hago.

Inauguración en…

Jennie con el tercer ojo a punto, dispuesta a perpetrar el crimen, suena el click...

Oído al sesgo: “Este tipo se encuentra a un paso de convertirse en un entertainer.”

¡No puedes aspirar a hacerte entender mediante la cháchara plástica!

(W.)                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                             

La confusión considerada como una de las “bellas artes”.

Estrategias Para los Nuevos Tiempos de una Estética del Derribo.

Ininteligible (¡qué gran propósito de gran artista!):

“Haceos la guerra es el fin: el proyecto es no ganarla.”

Ironía es el dibujo del boceto. Humor es la obra acabada en posición de firmes y a vuestras órdenes en la galería. 

Una estética sin canon, sin referentes, lejos del combate de la provocación y las lógicas conocidas y digeridas… ¿cómo osas enjuiciarla, cretino? ¿Qué vara de medir? ¿Qué romana con que sopesar? ¿Qué tiempo de Greenwich para datar?

Ahora estás en el verdadero camino, aquel que te precipita en el producto cultural de asimilación más grosero. Tu obra es una geometría y una física impensables contaminadas por la locura, el absurdo, el terror y la muerte.

Podría contar muchas cosas, pero todas ellas de sopetón, a trompicones, sin pausas, sin orden ni concierto. ¿No es contradictorio? En efecto, lo es. El Escritor Desordenado (que tanto parecido guarda con La Artista Desordenada) cuando se sienta a una mesa que se tambalea nunca deja pasar veinte segundos antes de calzar con sumo cuidado una de sus patas. Luego, tranquilamente, espera su consumición y despliega las páginas del Times. (Algunos desórdenes son muy meditados.)

D.: en seguida te das cuenta de que no es un verdadero artista: uno de esos tipos (y tipas) que a los cuarenta años aún se están buscando en los ojos de los otros.

Pelucas.

“Querida, ante todo no perdamos las formas.”

La quimio desnuda hasta de los pensamientos.

Frente el espejo: se prueba una docena de postizos. Y nada cambia la tristeza de sus bellos ojos. Nada.

Los puentes… Jamás los cruzo.

Como suele decirse, nunca he estado al otro lado de nada.

Escapas del “lugar”, de la ciudad enferma. Huyes a la montaña lejos de la parálisis y la obsesión. Esa noche duermes de un tirón. Al amanecer del día (¿) siguiente descubres que una densa y silenciosa niebla fría se cierne sobre el valle. Una inquietud mineral te inmoviliza. Estás aterrada. El “lugar” no sirve. Es inútil que huyas. Llevas contigo el terror.  Despiertas.

La primera luz de la mañana se filtraba a través de las cortinas corridas como una amenaza que pronto se convertiría en un hecho cruel: esa luz cenicienta y fría presagiaba todos los peligros que acechaban afuera del cálido, silencioso y aparentemente inexpugnable huevo del dormitorio.

Todo lo que importaba o tenía interés para ella carecía de significado (y puede que hasta de razón) en esos momentos: ellos,  los otros, sin ser enemigos, realizarían su propia obra a lo largo de las varias décadas que iban a sobrevivirla: ¡artistas!

Jugar al escondite con la muerte: buscaba extrañas guaridas vírgenes aún de su presencia, de sus huellas, o al menos de su hedor: próximo a los muelles del Hudson se alzaba un edificio estrecho y destartalado de ladrillos de color marrón sucio de veinte plantas dividido en un centenar de apartamentos minúsculos y oscuros donde se ocultaban decenas de espectros disfrazados aún de seres humanos recién llegados a la tristeza.

Ahora tiene los ojos abiertos, lo que es raro, pues ya vive tan hacia adentro que todo lo exterior no es sino una luz que fatiga y hasta duele, un  manchón quemante que impide la paz. Lo que ve es blanco: el techo, un vacío en lo alto que ni siquiera desmiente la materia de su concreción. Nada hay ahí. Ya no interesa ni al diablo que, aburrido, ha apartado la vista de ella, una presa fácil y desdeñable a punto para el banquete .

“El diablo sólo hace ofertas, la gracia de los engaños sublimes o la dádiva del placer tosco del cuerpo. Y en seguida se bate en retirada…  El que castiga es Dios. Ese es el que no perdona.”

Los pequeños delitos diarios (siempre contra ella).

No la absuelve del castigo el sentirse la más desheredada de la tierra: la calva se mira en el espejo terrible que nada modifica ni atempera de la imagen. Una copia crucial del viaje postrero.

En Los Tiempos de la Ira una mañana aparece Morris frente al estudio. Artista o chatarrero, un vaquero grasiento y sin afeitar, inteligente y buen escritor. Irrumpe a lomos de un Studebaker ruidoso que ejecuta un giro a la izquierda a modo de saludo y detiene la marcha con un frenazo chirriante. El centauro alza las gafas oscuras más allá de la frente y mira a la princesa que descubre su llegada a través de la ventana: acaban comiendo un sándwich de rosbif con patatas fritas y dos coca-colas envueltos por el rompecabezas Hesse: múltiples objetos. “Ante todo, teoría”, advierte el astuto gañán sin dejar de engullir y escudriñar a su alrededor, empapándose del arte de la fatalidad.

Todo ahora es excepcional, la menor incidencia, la palabra más insulsa, el hecho más inocuo. Se han dimensionado las escalas más nimias de lo cotidiano. Hasta duelen las miradas de los otros por su insufrible ambigüedad.

Algo ha roto la normalidad de los días, las pequeñas añagazas del tiempo, los humanos pasatiempos. ¡Y de un modo tan fácil, tan cruel y silencioso!

Definitivamente se instala en el rechazo. Pero esa obstinación la ennoblece.

Era el arte… o la locura: ¡elegí la locura!

Por debajo de la calle Once. Recorre con parsimonia las calles arboladas y en calma (adonde fuera imposible que el futuro llegase), admirando la vida, creyendo en ella como jamás lo hiciera.

Nada a su alrededor se ha alterado. Algunos saben de tu condena, pero para otros eres una figura más en el tablero, puede que protagonista de un movimiento memorable… o de una clamorosa torpeza.

El tumor es verde.

Informe.

Un arte con vida propia.

Entonces, al igual que un rayo de sol en un día de tormenta oscuro y frío ilumina fugazmente el valle, así puede acaecer durante la contemplación de una de mis obras, se produce una suerte de revelación empática, un “blue-clearing” que descifra siquiera brevemente los significados y sentimientos más ocultos que me embargaban en el momento de concebirlas.

El Español… ¿cómo ha desaprovechado el honor de ser visitada por una artista cancerosa terminal? Un tesoro de sensaciones, sentimientos, sustos y hasta reflexiones se han ido por el coladero. No obstante, vuelve a pulsar el timbre, incrédula todavía de la ofensa perpetrada por un tipo que, en el fondo, no vale un ardite. ¡Desairarla de ese modo tan vulgar!

(Esa noche, ya en casa, comprende que la cita se acordó para el día siguiente.)

La Paseante termina bajo la marquesina de una esquina, sin saber que hacer. Son las siete de la tarde de un miércoles de marzo. Un cielo gris, casi terrenal, del que desciende una lluvia silenciosa que parece haberlo petrificado todo a su alrededor, se cierne bajo y amenazador, lleno de castigos. No se oye nada en la calle, hasta el impenitente claxon de los coches ha enmudecido. Se diría que un manto de silencio anega de una desmesurada melancolía todo Manhattan, como si las aguas de los ríos que la circundan vertiesen a sus pétreas y metálicas riberas la vida primitiva de otros tiempos.

¿Cuáles serían sus últimos recuerdos hasta que gradualmente se abisme en la inconsciencia?

Una gravitación que comenzase a ascender…

Pero aun en ese trastorno del arte moderno ella sigue las normas secretas, como si balbuciese plegarias; se aplica concienzuda a una labor semiorante que revela coincidencias sospechosas (tal vez inquietantes) con aquel fardo de los rituales, oficios, rezos e invocaciones a las que se entregaba el padre judío, ortodoxo cumplidor en la espesura de la sinagoga.

¿Cómo distinguir lo verdadero de lo falso?

No conocer a quien está detrás de la obra: ésa sería una buena manera de emitir un juicio a salvo de la crueldad o la inocencia de la mirada.

Un arte no analizable. Significativo. Visual.

Ahora que no hay tiempo para nada…

Pero el Tiempo, que es el mismo…

Porque aunque esto dure, ya no es igual. La conciencia de la finitud ha dado paso a su “hecho”, a su realidad imperativa. Es una lanzada al corazón categórica. Está aquí, contigo, en tu mismo aliento, fluye por el torrente de tu sangre, ensucia tu piel y pudre tu carne. Todo parece verse a través de la muerte, de sus ojos desfallecientes y fríos. Y una es testigo de la pálida imagen de la vida que la rodea desde un extrañamiento poderoso y estéril, incontenible, desde una lejanía y aspereza ruines.

Es el sueño enfermo. No es el sueño de una “enferma”. El mismo sueño está trastornado y anda en enredos con maremagnos difíciles de entender incluso conociendo el disparate de su esencia, su propia materia de confusión y fragmentariedad. Este sueño que se aposenta en mi cerebro se anuda y se desata en morbideces insufribles, en fiebres que traspasan hasta la más loca, sucia y cruel pesadilla.

Un delirio pánico se ha enseñoreado de mi vida. Ya no puedo soñar despierta. La vida se ha descarnado hasta los mismos huesos amarillos y secos, sin sustancia.

A medida que lucho contra la congoja voy reduciéndome en jirones, deshilachándome hasta que un día me sorprenda desplomada en el suelo.

La tarde pálida (biliosa), lenta, aburrida, eterna: y aun así, sabiendo que el tiempo se escapa de las manos, que diría un corriente mortal.

Él:

Entra al parque por la 66. Se detiene unos segundos ante la relamida estatua de William Shakespeare. Luego, prosigue su camino un poco con la mente en blanco.

Y ella que se dolía de agravios imaginados y las leves humillaciones pasajeras, de las pequeñas ofensas y de la indiferencia inocua de los demás hacia su trabajo, de todas aquellas menudencias irritantes que una vida normal  depara a lo largo de un solo día. He aquí que la mayor estafa y crueldad estaban por llegar, aquello que verdaderamente subraya su inesperada (por impensable) e irreductible vulnerabilidad. Era crédula, como todo ser humano. Lo era porque nadie está preparado para enfrentarse en el fragor o somnolencia de la juventud, no a la idea, sino al hecho físico e irrevocable de la muerte.

1967: el mundo ya no será como hasta ahora: ha empezado la Era Acuario.

Lo ha leído en el  “West” de Los Angeles Times.

Ella no se lo cree.

Ha descubierto a Kline borracho saliendo de una pensión de mala muerte de la Tercera Avenida, trastabillando y con los ojos inyectados en sangre, perdiéndose en seguida de su vista entre la gente. Ha visto a De Kooning con su cabello dorado en Central Park: una mujer delgada y bella lloraba suplicante con el rostro vuelto hacia él que la empujaba hacia atrás. Más de una vez ha cedido el paso en la 69 a Rothko, un miope absorto que se tambalea por las aceras sin miedo a los encontronazos con los demás viandantes. Todo está en orden, se dice. Todo va bien.

Todo va bien (acorde a los tiempos).

Una respuesta artística como secuela de una inadaptación, una neurosis, un algo que se resiste a ser definido. He ahí el origen: una actitud subjetiva que influye del todo en mi práctica artística.

Doctora P.: una psicoterapia adecuada haría distinto mi enfoque estético.

Dígame, doctora P.: ¿terminaré pintando paisajes?

Usted nos espanta con la fealdad desconcertante de sus obras porque se siente aterrorizada por la angustia.

Una velada donde ambos consumieran un par de botellas de vino blanco refrescado con sabiduría: “Cambiarías de actitud”, le dice a la artista (mientras levanta la ceja mefistofélica).

In vino veritas: habla y habla ella, y él descubre todos los miedos, las inseguridades.

(Cásate, sé complaciente, convierte tu arte en inútil.)

Otra vez despierta a la mitad de la noche. ¿Dónde estoy? ¿Qué es todo esto?

Si no abro los ojos estaré salvada. La vida no existe. Mi morada es el sueño.

Emblema de nada. Toda asociación nace de un vínculo de significación: las resinas sólo las asocio con el mal olor del veneno que esconden.

Cloacas culturales, comerciales como aceptables recipiendarios del arte falsamente moderno e integrado. ¿De veras tiene una que morirse para…?

Sólo le basta un vistazo: constata ese material, esa imagen.

(Sí, quien fuera aquella niñita en bañador de Coney Island con un bastón de caramelo en la mano dirigiendo las olas mientras la brisa marina aderezada por el salitre y el sabor dulzón que impregnaba sus labios le revolicaba el húmedo cabello en mil direcciones frente al océano verde, azul.)

Asesina a Caronte; hunde la barca en esas aguas densas como la mierda tan lejos y tan distintas del horizonte del mar azul, verde.

Ve allí, lejos de la ribera…

Desde Marte, buenos días.

En esta fecha, 1 de junio de 1970, no estoy demasiado alejada de la Tierra, a unos sesenta millones de kilómetros; el año próximo estaré algo más cerca, unos cincuenta millones, lo que aumenta las posibilidades de que podamos vernos y saludarnos con la mano.

Te veo desde Marte.

Marte es un mundo extraño. Como puede serlo cualquier lugar desconocido y desierto que aún no conozcas de la Tierra.

Marte es el lugar donde vive ese amigo/a que no entiendes del todo.

Marte es ese chico/a que no dirige su mirada al cruzarse contigo.

Marte es ese desván donde ocultas los trastos.

Marte es lo que escondes debajo de la cama.

Marte es el diccionario donde se hallan las palabras que aún no has oído.

En Marte es donde aguarda aquello que aún no has imaginado pero que algún día podrás vislumbrar.

Marte es la barraca de feria donde puedes exhibir sin el menor escrúpulo los monstruos  que fabricas.

Marte es el País de las Ocurrencias Estrafalarias.

Marte es el grado cero de la evolución: nadie sabe todavía si ha habido allí un pasado o tiene un futuro.

Marte es el otro lado de tu cerebro, ese que va a lo suyo.

Te asombrarías de escuchar tu propia voz en Marte.

Te caerías de espaldas si vieras tu imagen en los espejos bermellones de Marte.

Marte puedes estar al lado de tu casa, a la vuelta de la esquina.

A lo mejor incluso al final del pasillo, en una de las habitaciones del fondo, donde duerme el menor de tus hermanos.

Marte es un mundo inexplorado; imagina, pues, su mapa. Sólo tienes que empezar a buscarlo y poner nombre a sus fronteras.

Y para andar sobre su llamativa corteza de óxido sólo tienes que aprender a dejar de respirar. Y andar un poco más de prisa: todo es más lento aquí.

Más allá del horizonte marciano se alarga la noche cósmica donde la mirada humana es incapaz de penetrar, donde la Tierra es un mínimo punto con deslizamiento al azul apenas luminoso de ínfima magnitud, roca, tierra y agua aisladas en el vasto mar oscuro, una mota pegada a la lente de un telescopio marciano, como una bola náufraga y microscópica a la que nadie pudiera oír: en esa insignificancia mayúscula azul y redonda se hallan vuestras ambiciones y soberbias, los engaños y los afanes, vuestra ridícula insolencia de seres finitos, inapreciables e invisibles a los ojos del universo: sois del todo desdeñables y minúsculos en tan grandiosa negritud.

En Marte una tiene un poco más de tiempo: 40 minutos de más al día para ponerlo todo del revés.

Y para sentirte de veras una marciana auténtica cual es mi caso (y con suerte el vuestro) debes descubrir nuevos colores, nuevas formas, sabias combinaciones, muy pocas ordenaciones:

No regirá tu vida mandamiento ninguno

No amarás por encima de ningún humano a ningún dios

Utilizarás en vano los nombres de quienes te venga en gana

No harás daño a nadie

No permitirás que nadie te haga daño a ti.

El arte de Marte requiere la ilusión óptica: verás lo que quieras ver, inventarás su nomenclatura y sancionarás la legitimidad de cualesquiera de tus antojos.

El arte tiene su tiempo, su ritmo, impone una cadencia: va a su aire. En Marte las cosas no son como deberían ser, o al menos como deberían ser en la Tierra. En Marte la exigencia menor es que seas extravagante (verde cronopio y con calcetines a rayas y el ojo derecho al tuntún).

En Marte todo es una ilusión. Y no sólo óptica alterada por la física. Hay más, mucho más, de lo que parece a simple vista.

Una cadencia intuitiva.

Y en cuanto a las formas de vida… Basta con que las imagines con los materiales que te plazcan y las configures al estilo que mejor se acomode a tus emociones, sentimientos, pensamientos, temores, alegrías, premoniciones, rarezas, engaños, ambición, esperanzas…

Y Marte es donde los sueños se cumplen: no lejos de mi gruta abierta entre los canales de Nylosirtis y Nephentes y en cuyas paredes rojas dibujo mis escenas de caza (con pigmentos rojos, naturalmente) se hallan los restos del aparato terminado de construir por el señor Robert Hutchings Goddard veinte años atrás con el que consiguió llegar hasta aquí desde lo alto de un cerezo cuando adolescente encaramado sobre sus ramas miraba hipnotizado el guiño rojizo del planeta misterioso.

Buenas noches desde Marte y atentos a la sorpresa, soñadores.

No va nada pintada: no gusta: su obra es una conspiración.

USA-1960: andan todavía en pañales: la bohemia de Baudelaire (y la fiesta negra).

La obra X.: “No sabría definir su influjo. Una suerte de hipnosis.”

Lo estrafalario en el arte–anota en su dietario 26, “el marciano”- no es sino una más de las técnicas de persuasión.

Resinas XXII: una masa líquida algo apelmazada de semen y sangre: traza la línea, las corrientes adecuadas antes que solidifiquen.

Un arte maleable desde un cerebro en blanco.

Hace su obra de esa forma porque quiere, como sabe hacerla o, mejor aún, como puede (lo que garantiza su autenticidad).

Todo pende de un hilo de la más delicada seda capaz de sostener miles de toneladas de peso. Un día, inesperado por completo, se rompe con sorprendente facilidad y todo lo que sostenía se convierte en humo.

Yo soy lo que vosotros no veis, y esas pocas obras que lego para sorpresa de algunos y escarnio de muchos son ventanas abiertas a mi alma feroz y complicada.

Inmersa en unos rituales ajenos a ella, un día deja de hacer trampas, pone manos a la obra y muestra el mundo cual es: tras la falsificación del orden se halla el caos, la esencia de los dioses.

Parece el mundo una marioneta sujeta a los dedos y al son de su vaivén. Una noche todo se deshilvana: yaces caída sobre tus piernas de títere, inerte, con los ojos abiertos y eternos capaces ya  de atravesar la materia.

El arte no son las heridas, esa topografía del dolor en que a veces se convierte un cuerpo joven. No es la amargura, ni el despecho. El arte es feliz.

¿Quién es ese embajador del infierno en la tierra? ¿Quién es este emisario que me lee la condena con el análisis en la mano? Es un pobre ser humano como yo que reprime el susto al vaticinar en mi rostro la pena y el miedo que también a él le visitarán un día.

En seguida el espanto se apodera de ti.

No te invitan a tenderte en la camilla, no se trata de un examen clínico usual, no te va a tranquilizar el frío en la piel del estetoscopio, curioso artilugio capaz de amedrentar sólo a un niño, que podría auscultar una simple bronquitis, rastrear sin amenazas serias la cavidad torácica. Los hechiceros hurgan con extrañas herramientas más allá en el terreno prohibido, donde se halla el laberinto.

Una luz brutal, mediterránea, funde las calles de una Nueva York embrutecida por el estío sucio y maloliente de julio, y los relumbres hirientes del sol la obligan a cerrar los ojos, a detener el paso, sin saber adónde escapar (y se sueña otra vez, tan lejos como puede del avatar triste e inapelable que ha caído sobre ella como un lanzazo de fuego, como ese puñal candente que le atraviesa la garganta).

La concordia entre el mundo y ella se ha roto, pues es el mundo, la vida y su caparazón de tierra, piedra y metal el que la mata al hacerla de un material corrupto y finito, desechable e imperfecto a pesar de todo.

¿Cuándo se torció la cosa? ¿Qué la hizo fácilmente condenable cuando podía haberla hecho rica, feliz y picassiana?:

La Naturaleza (que son palabras mayúsculas).

Podía haber sido esa adolescente de los primeros cincuenta que vive en una casa de madera entre dos parcelas de césped, que se deja seducir tres horas al día por la televisión con una caja de cereales en la mano y abre incontables veces la pulcra nevera donde conviven envueltos por la fría oscuridad los botellines de Coca-Cola, el bote de sopa, el jugo de tomate, el envase de leche pasteurizada y las gruesas lonchas de bacon. Afuera, (Tom) junto a la valla pintada de blanco, se yergue la caseta verde del perro color melaza, perezoso, grande y bobalicón.

Respira todavía: Danger List.

Cierra los ojos: Dying List.

Exitus.

Se le murió el hámster (Jerry).

No tenía la manía de las grandezas.

Su manía del 61 era comprar sombreros bajando a un Bargain’s Basement donde por un dólar podían hallarse  montones de ellos de todas formas y colores.

¿Quién es?

Es Eva Hesse.

Ha cumplido noventa y dos años.

Fue una niña rica.

B.A. por Radcliffe y M.A. por Bryn Mawr, según rezan las letras rojas en la tarjeta de visitas color hueso ribeteada con fina vírgula dorada.

Iba para artista malograda de célebre posteridad. Una genio de la escultura del siglo XX que asombraría al mundo del siglo XXI. Pero se lo pensó mejor. No quiso ser pobretona ni maldita ni muerta antes de hora de un tumor cerebral. Resucitó.

Acabó casándose con un senador republicano de noble estirpe y cabello plateado con raya a un lado (gran fortuna, gran abolengo, grandes mansiones, grandes mentiras).

Por las tardes ejecutaba bordados exquisitos, rodeada de otras damas de alta alcurnia y sirvientes muy prestos a la hora del té.

No deja de observarse en ella la gran señora que fue.

¡Qué porte!

El tiempo es oro (¡se lo van a decir a ella!).

Empuja la puerta de cristal de un drugstore en la calle 4. Compra  dos lápices, un cuaderno de espiral y el Life del lunes que viene. Mientras le preparan el cheeseburger y el helado de chocolate, selecciona títulos, ojea en el estante giratorio libros a 25 centavos. Al final compra el bestseller de…

“Eres una drogada… o algo peor… ¡una artista!”

Morirás entre alucinaciones, sumida en el vértigo de la ayahuasca o sacudida por la vomitona cromática del LSD.

Ha entrado en Nueva York por la Autopista Negra rodeado de camiones: MANTÉNGASE DESPIERTO.

El olor a goma quemada y petróleo le hace marear, aunque los altos edificios de la urbe resplandecen a lo lejos como una promesa dorada: ALTO. PAGUE EL PEAJE.

Los semáforos se pusieron en rojo todos a la vez.

Pero más allá de la Sexta Avenida, en la esquina de Macdougal, una librería brilla iluminada.

Febrero de 1968: espero que perdamos esta guerra.

Toda esta multitud es exactamente igual, exactamente igual que las muchedumbres de los años veinte y treinta, que las muchedumbres de los años veinte y treinta, sin más propósito que ser sombrías, sin más propósito que ser sombrías.

Un coche familiar ha volcado en el cruce de la 16 con Union Square. La cabeza ensangrentada de una niña asoma por una de las ventanillas traseras. La boca y la mandíbula le tiemblan. Gotas de sangre se deslizan de las puntas de los cabellos pegados a las sienes. Pero tiene los ojos abiertos y mira fijamente a El Testigo sin llorar, sin entender en absoluto nada de lo que ha sucedido.

Recuerdo pocas cosas de aquel español, DG… Acabó borracho perdido mendigando por los muelles del East River. Cuando yo le conocí era bondadoso y tranquilo, estaba casado con una tal Karen, una camarera rubia procedente de Virginia, tenía algunos ahorros y se dedicaba a escribir en un inglés tapizado por el argot americano cuentos policíacos de bajo nivel. Conseguía vender bastantes de ellos (Bud le propinó un bofetada brutal que hizo caer a la mujer sobre la mullida alfombra y llevó el borde su falda negra a la altura de la entrepierna mostrando los bien torneados muslos cubiertos por las medias suaves y las mojadas bragas) a las revistas de quiosco, a Black Blood y Sex and Crime especialmente, unos papeluchos desmadrados capaces de incluir en sus páginas los más atroces delirios y sucios deseos inconfesos del americanomedio. Por aquella época, la mejor de su vida al parecer, vivía en un apartamento con derecho a cocina en la calle 45, la más húmeda durante la Ley Seca según se cuenta.

El tipo tenía una carpeta donde alojaba centenares de hojas con sinopsis de argumentos, listas de seudónimos y ocurrencias de una gran obscenidad a la par que símiles-de-gran-ingenio-y-agudeza.

Veamos: A. ROLCEST, SILVER KANE, KEITH LUGER

Etc.

Ella, que tan normal es.

Transita por el Soho, sin atinar a pensar nada con claridad, juguete sólo de sensaciones y una emoción turbia que la sobrecoge desde hace días. Al pasar frente a un comercio cochambroso la entrada oscura expulsa a la acera una mezcla de olor a madera quemada y hierro mojado que le da de lleno en el rostro como un ramalazo de aire repentino. A la vez que le invade un sentimiento de inmensa pena por ella misma, la impresión le hace rememorar todos aquellos olores que la fascinan y ante los que claudican los más lujosos y caros perfumes: la pintura fresca que ha embadurnado una pared, la tapicería de un coche nuevo, el interior de un libro recién comprado, la tierra empapada por la lluvia, las aceras mojadas, la tinta china, el olor a colonia infantil y el de nata de algunas gomas de borrar, la fragancia seca de las mejillas recién afeitadas de su padre, las tahonas antiguas del barrio italiano, las papelerías, la ropa secada al sol, el patio de butacas de un cine de barrio…

Huye. Mas sin correr. Sería inútil además de fatigoso. Todo no puede suceder tan aprisa. Hay que creer que, aunque testaruda, la muerte aún se halla lejos. Se tomará su tiempo. Pero… apunta hacia ella inexorable. Tiene este cáncer la lentitud diabólica, paciente y certera del reptil que ya ha elegido su presa. No la dejará escapar, y en silencio se desliza hacia su captura… ¡pobres seres humanos!

Está enferma. Se encuentra fatal. Apenas puede andar: merodea en torno a ella misma, sin salir de su cerebro, pues siempre fue una gran paseante. De afuera le llegan los ruidos de la calle en forma de un rumor constante, un zumbido que a veces se le antoja cruel y egoísta. La vida se oye. Indiferente al silencio de ella, al refugio acorazado y tibio de sus sesos.

El cáncer que, antes, a las doce de la noche, recorría los pasillos.

Ahora los sueños, lejos de ser una distracción, son un trastorno que nada más despertar le hacen creer que no podrá con el día que, ya al anunciarse por la ventana, empieza a ponérsele por delante como un animal al que hay que abatir.

No duerme nadie por el mundo.

No duerme nadie.

Lo ha repetido hasta la saciedad.

Siente en las sienes el ruido de otro mundo.

Lo que la rodea es otro mundo gemelo más liviano, decolorido.

Bajo la luz espectral de la luna mira la judía con su ojo de faisán las copas falsas, el veneno, la calavera de los teatros. Aurora que nadie recibe en la boca, que trae la mañana sin esperanza, nacimiento de este día que tiene un huracán de palomas negras que chapotean en aguas podridas.

En este instante, ahora, todo queda en suspenso. Detenido el tiempo que todo lo transforma. No en el pasado, ni en el presente que atestigua su existencia de enferma. Ha abierto una ventana al futuro. Atisba… y retrocede espantada ante lo que descubren sus ojos. Los años sumados uno tras otro, cien, doscientos, mil, no la han hecho ni más sabia, ni más paciente, ni más resignada, ni más eterna.

La certeza de la muerte (de pequeña pensaba que una cosa tan importante nunca podría sucederle a ella) no exculpa lo imprevisible de los días. Todo a nuestro alrededor es una incógnita.

“Ese momento precioso, inolvidable, irrepetible de la primavera del 68 en Nueva York…”, pensaba al verla trabajar en su estudio, a la izquierda de la ventana por donde se colaba el aire primaveral, cálido y festivo de abril. (Y sabía su destino, el golpe yonosé de la vida que a punto estaba de caer sobre ella para abatirla sin remedio, sabía de su muerte, de su fama postrera, de las desalmadas albricias financieras.)

No existen los momentos culminantes.

Sólo queremos vivir, aunque sin ganas a veces.

Ningún kairós ha iluminado un instante de tu vida.

Ahora”, se dijo, “soy yo y los otros.”

Dos bandos distintos. Una barrera invisible nos separa. Mi lucha, ahora, es contra la muerte.

¿Existe el futuro? En efecto: empieza el mismo día de mi muerte.

No se trata de algo temporal, una costosa pero triunfante empresa que logre enmendar las debilidades del cuerpo, sino de medidas estructurales que van a modificar sensiblemente su forma de vivir y de entender la existencia como lo hacía hasta hoy. Debe aprender a deletrear de nuevo el mundo, a defenderse de su torpor, a esquivar sus sutiles  y secretas asechanzas.

“Hay diferencias”, le dijo el judío de Williamsburg mirándola atentamente.

Ella sostenía la mirada y escondía su perplejidad sin osar decir nada.

Admiraba en sus solitarios recorridos por las calles transversales de la Quinta Avenida, un poco más debajo de Union Square, esas casas de ladrillo rojo o gris con las pequeñas escalinatas de piedra que conducen a las puertas sólidas y elegantes. Pero en su interior sólo imaginaba bibliotecas y ningún ser humano, espacios que serían sagrados.

Reflexionaba.

A fin de cuentas, admitía la paseante, ¿qué somos los judíos sino los descendientes errantes de una pandilla de leprosos?

“Me curaré con grasa animal y fieltro, como se curó milagrosamente Beuys en la campaña del Este en la segunda gran guerra.”

Otro paseante recorría infatigable los parques. Meditaba muy en serio: “Los días del verano, largos y tórridos… ¡hermosos!” (Había escrito aquel hombre del Sur: todos sus personajes parecían brotar de las ardientes brumas del calor de julio, de agosto…)

Y otro día deja atrás el zoo. Se aventura todavía más, hasta la 155 a la altura de Broadway que en su interminable trazado ya sólo es una calle sin gracia y como una postal inquietante de una Nueva York gris y desangelada lejos de su normalidad bulliciosa. Tal vez el edificio de hechuras neoclásicas aparezca como un insólito paquebote mineral en medio de una periferia neoyorquina sin el esplendor callejero de más al sur. Vetusto y patético por su anclaje disparatado, al contemplarlo no puede por menos de pensarse un interior lleno de polvo, maderas viejas y penumbras atosigantes. Incrédulo, avanza hasta la entrada. Unos pocos minutos después descubrirá que el rancio edificio no es el miserable candil de luz del poema, sino que, cual una inmensa caja de caudales repleta de incontables tesoros, en la solitaria decrepitud de sus salas brillan los oros más resplandecientes: Goya, Velázquez, las primeras ediciones del Lazarillo, la Celestina, el Quijote de 1605, los dorados más cegadores de las tablas medievales españolas y la reciedumbre de sus tallas… 

La caja de cartón, polvorienta, ablandada por los golpes, las largas estancias en los húmedos sótanos y los oscuros desplazamientos a lo largo de más de cincuenta años estaba abierta. El olor era el tiempo de atrás, un papel viejo, de la peor especie, cuando los hombres y las mujeres se hallaban unidos por el engrudo del crimen, la ambición y el engaño:

Decenas y decenas de ejemplares del Black Mask de Joseph T. Shaw parecían gritar con sus portadas coloreadas desde el fondo de la caja:

“Ni se te ocurra meter la mano ahí adentro”, amenazó muy en serio Ray Theodore Yeats. “Acabo de recibirla y aún tengo que hacer el inventario”, advirtió.

Me apuntaba directamente a la cabeza con la Magnum de las grandes ocasiones.   

“Sólo piensa que el tiempo juega a tu favor.”

Pero en ellos, que no en su obra, aflora únicamente esa especie de ingenio típico de los tés literarios o las largas sobremesas envueltas por el humo de los cigarrillos y la verborrea euforizante de las copas de whisky capaces de extenderse más allá de las lenguas.

Al contrario que en el arte, una ruidosa e indecente feria de las vanidades, en la literatura siempre eres tú quien paga todas las facturas.

El Negro a Ray: “Sabes, yo nunca perdería ni un solo minuto escribiendo un maldito libro si no supiera de antemano que iban a venderse decenas de miles de ejemplares.”

Observo (y descubro posteriormente al pasar sus páginas) una edición (1951) apenas manoseada de The Necessary Angel de Wallace Stevens colocada encima de una pila de revistas viejas junto al mostrador, al alcance de cualquiera por unos míseros dólares:

“Tú no quieres hacerte rico vendiendo libros…”

“Será porque no los he escrito yo.”

“Mi lema: escribir y cobrar.”

“Tal vez lo sea. Pero te esfuerzas mucho por ocultarlo. Sólo afanas unos dólares con ello.”

En efecto, negro, deberías escribir sobre niños que tienen un perro al que adiestran para convertirlo en una máquina de matar, tipos que beben un par de botellas de whisky al día y abofetean a rubias tontas del bote, jovencitas de expresión angelical entregadas al onanismo más salvaje al atardecer, amas de casa aburridas con un revólver escondido debajo de la almohada, escribir algo semejante a La Guía del Crimen o Lugares Perversos para turistas llegados a La Gran Manzana Agusanada, museos inexistentes de cadáveres varios, ¡ah Los Viejos Almacenes de Miembros Amputados!

Más te valiera.

Llueve: se mete en el vestíbulo del Daily News a ver la bola del mundo.

Pero ella también tenía algo que raramente se aprecia en una artista de su época: sentido del humor.

No perdía demasiado el tiempo (a decir verdad, ni un solo minuto) lamentándose de que su mundo fuese un mundo de hombres: su obra contenía suficiente vitriolo para aniquilar a ambos géneros a la vez.

En fin, era una artista con pretensiones. Una ambición que, en aquellos magníficos años 50, era algo sumamente fácil de pisotear.

Más expuesta, sí, pero también con muchos más recursos y un decidido sarcasmo entreverado de una buena dosis de rencor por la estupidez del macho apestando a tabaco, sudor y gasolina.

Nos recordó la anécdota de la Parker. Un cancerbero idiota y funcionarial, vestido de librea, le prohibió la entrada al casino de Montecarlo al descubrir que no llevaba medias. La escritora regresó al hotel, se quitó las bragas, se puso unas medias sucias y, al cabo de un tiempo, volvió al casino donde nadie le impidió el paso. Antes se había bebido media botella de whisky. Pero eso no se notaba. Al menos en ella.

Son parcos los medios con los que cuenta para alcanzar una celebridad basada en lo arbitrario, lo social, lo económico, lo político o lo excéntrico de las apariencias. Su misantropía le impide abrir esa caja de herramientas y reparar los desperfectos de la ignorancia universal. Ningún montaje va a urdirse en torno a ella y su obra, de modo que ha de refugiarse en el silencio y, acaso, en el malditismo, el ostracismo o una muerte temprana (extravagante, por así decirlo).

Te hallas ante el gran momento cíclico permanente, aquel que bien expresa la espiral doble: muere y vivirás. La muerte te convierte en semilla.

Mas tú has sido consciente de la muerte,  has sido  noser frente a un mundo viviente tan ajeno e indescifrable antes de ti y después de ti.

“Tengo miedo de muchas cosas (menos definitivas pero más peligrosas que morir); miedo de las percepciones reales o imaginarias que me sobrevienen: entonces inspira mi trabajo no lo percibido sino el propio temor, que acaba actuando como otra materia más de mi escultura.”

Todo lenguaje es infinito, pues más allá de su comprensión, la invención de su combinatoria traspasa cualquier límite sin que su posible significado sea una correspondencia con una idea u objeto existente.

Una gramática es una ordenación… ¡pero no necesariamente de algo aprehensible!

“Existen los universales plásticos.”

“El arte es una cuestión de crecimiento.”

“La materia del yo.”

“Una guía latente, y todas las estructuras ocultas del aprendizaje innato lingüístico u ontológico.”

“Tú eres la artista, así que me exoneras del pasatiempo enojoso de su construcción… La inteligencia y el talento son facultades de la especie no del individuo. ¿Qué importan tus manos o las mías?”

¿Cuánto tiene el arte de biológico más que de fundamentos intelectuales, emocionales y espirituales?

Todo arte, a despecho de su ilusión (antiguo) o desorden visual (moderno), es cartesiano.

No se expresa nuestra heroína con un alfabeto plástico (todavía no, quizás en el 3970), sino con fonemas de un lenguaje aún por dilucidar: hipidos, graznidos, gritos, bufidos, mugidos, zumbidos, arrullos, gruñidos, rugidos, cloqueos, silbidos, maullidos, rebuznos, berridos, ladridos, gañidos, gemidos, ronquidos, bostezos, aullidos…

Un amontonamiento discontinuo que en sí mismo carece de significado, pero que sirve para una construcción visual en tanto significante y significación: aparto la mano, me echo para atrás: descubro el código dado.

Al igual que sucede en los lenguajes hablados, en el arte idiomas distintos activan modelos distintos aun dentro de las mismas capacidades innatas e idéntica predisposición, que son universales.

[Leído en el dietario secreto del 56: anamnesia platónica.]

Detrás de todo arte (literario, plástico, musical) existe un input más allá de lo que trasluce su práctica. No quiero que mi obra exprese algo: pero esa intención ya se halla intervenida de antemano, intoxicada por cualquier vestigio de la naturaleza que fuere.

E.H.: mueres en La Era de las Primaveras.

Trabajo contra los poetas: ellos buscan imágenes: yo las construyo para buscar pensamientos.

La analogía es un ensayo.

Mi arte me compromete con el misterio.

[Leído en el dietario secreto del 56: tectónica.]

¡Ah, que chica!:

apresada en el ámbar de los museos,

carne de estudio y de mil jerigonzas.

Adán es la pieza fundamental del juego de la creación. Lo demás viene por añadidura, al igual que el primer movimiento en una partida de ajedrez compromete todos los demás: Eva, el sexo, la codicia, el crimen, la cobardía…

¿Importa que su obra sea ininteligible?

En modo alguno.

Es mucho más preferible que un arte ocioso, de mera retórica (plausible, transparente en su enunciado, inútil como el paisaje perpetrado por el aficionado un domingo por la mañana…)

¿El logos?

Discernir… ¿para qué?

¡La rebelión! Jamás miraría hacia atrás excepto para no copiar lo excelso, pues toda transgresión auténtica acepta el pasado con mayor o menor respeto hacia su magisterio.

[Leído en el dietario secreto del 56: espíritu etónico (?).]

El antiguo dinamitero deviene auctoritas que cuestiona cualquier obra revolucionaria o… demoledora. Cancerbero terrible, cierra el paso a la novedad, que es lo desconocido pero también lo inquietante… y puede que hasta peligroso para él.

La verdad, ¿es necesaria?

Basta con el deseo, el talento, incluso basta con la paz a solas.

In vino veritas.

Esa cháchara que mezcla fantasía y realidad obstaculiza la llegada a algo coherente, impide el paso a algún claro limpio de maleza en el bosque.

A esta cautiva, indefensa aunque arrogante, vamos a someterla al primer grado. Primero la expondremos al detector de mentiras; luego, le administraremos la droga de la verdad. Finalmente, la hipnotizaremos.

¿Crees en lo que haces?

¿Es tu arte religión, pasatiempo o pleitesía y aquiescencia ante la extraña virtud humana de expresar la belleza, el mundo o tu alma mediante materiales ajenos al habla o el pensamiento?

Más allá del rito y el miedo y el ansia por la recompensa eterna, ¿cree el católico, el judío, el musulmán, el taoísta, el budista, el místico, el arrebatado, el chiflado, el loco de remate…?

¿Qué induce a creer en algo que trasciende la imagen y la naturaleza humanas?

¿Creen los sacerdotes de lo oculto, brujos y hechiceros, encantadores y nigromantes, oficiantes y vicarios en la tierra en los dioses que presuntamente les han  delegado para promover su adoración y el temor entre los fieles que han logrado capturar mediante mitos, preceptos, mandamientos y castigos?

¿Cuál es la vara de medir que separa al sacerdote del embaucador, al apóstol del charlatán?

No ha de ser la mía la fe del carbonero.

Quiero respuestas.

¿Qué pretendes?

Este desorden (aparente) intelectual (ilógico) en la praxis (práctica) artística tal vez me permite allegar a un medio (?) plástico a partir del cual me es posible (lícito) descubrir (intuir) realidades nuevas, por muy estremecedoras que éstas sean en un plano estético. Existen multitud de relaciones entre lenguajes inéditos y verdades por alumbrar, todavía ajenas al conocimiento humano. Sólo el intento de alentarlas provoca formas novedosas y extrañas a cualquier correspondencia visual común a la vez que adquiere rango artístico.

¿A qué puedo referirme?

Pero antes, ¿qué debo preguntar?

[El auténtico dilema kantiano.]

Todo aquello que me permita expresarme sin valerme de un lenguaje previamente conocido, pues ésa es la llave única capaz de aclararnos las incógnitas.

Basta la experimentación.

El pensamiento es alquímico. Y toda forma de representarse es pertinente.

Todo símbolo genera la extrañeza de su discurso. Crea sus formas plausibles aun dentro de la mayor oscuridad de sus enunciados y resoluciones.

Lo bello (lo feo) en el arte no requiere la adivinación de su sentido.

Cualquier forma de expresión no exige el desvelo de su interpretación. Se basta a sí misma y a los meros interrogantes sobre su naturaleza y sus inefables intenciones.

Justo en medio de todo. De lo sublime y lo grotesco. De lo torpe y lo medido. De la verdad y la mentira. Sin inclinarme a un lado u otro.

En el absurdo.

Ni ángel ni bestia. Pues, ¿qué dirán?

¿Crees que somos tus perros ciegos y obedientes?

De modo que sigues los pasos del doctor Benway: una silenciosa victimaria que no alza la voz ni exagera el gesto, pero que inflige crueldades sólo justificables en virtud de unos logros en realidad muy subjetivos (digamos discutibles).

Te vemos venir.

¿Eres tú quien pretendes manipularnos mediante sutilezas? Tu arte es bastante grosero, aparatoso. Eso le quita eficacia. No es tan hipnótico como crees.

No nos fiamos. Podemos librarnos de tu influjo y tus poderes espurios de hechicera. No somos sumisos a tu técnica, y nos desentendemos de tus cantos de sirena y tus promesas ilusorias.

Descubriremos lo que piensas, querida. Hablas con el diablo, te alimentan delirios, juegas con los materiales de la pesadilla. Ese teatro o ingenio demanda inquisidores.

¿Mientes?

Sólo lo justo para sostener el tinglado.

¿Nos quieres vender un producto de la misma manera como nos engañarían esos tipos listos de Madison Avenue con la catadura moral de un mosquito, tipos como Bates, Norman, Dichter u Ogilvy?

Postrada, moribunda en la camilla, ponderamos los cambios de tensión que registra durante tus respuestas el cuerpo desvalido. Eres una colección de reacciones fisiológicas producidas por el desmayo, la travesura o la perversidad: ¿mientes? He aquí alborotada la corriente sanguínea, acelerado el ritmo cardíaco, acentuada la transpiración, descontrolado el parpadeo y la expresión facial resulta un catálogo completo de la doblez y el fingimiento… o de la pobre verdad tan vapuleada por la humillación.

¿Qué método utilizas, vendedora sibilina?

¿La grosera zanahoria cultural atada al palo de lo chocante o lo subliminal-intelectual-elitista?

¿Quieres hacernos pensar que nos ofreces algo bueno y que nadie más puede ofrecer? ¿En qué grado significativo difiere tu obra de la de los demás artistas?

¿Lleva grabada a fuego como las vacas de Texas la marca de la excelencia, los hierros de “una clase especial”? ¿Exhala tu obra, ella-sola-y-ninguna-otra-más-por-Dios, una originalidad inédita, inclasificable, el prestigio de lo moderno, de la más inapreciable contemporaneidad, él único (valioso, preclaro) testimonio de tu época convulsa?

Apelas a la empatía: póngase en mi lugar, testigo, espectador, yo soy la artista, por consiguiente soy como un dios en el que hay que tener fe. La fe. Es suficiente con eso.

La Fe: creer en aquello que no se ve ni puede entenderse de forma racional. Virtud de los justos y  mansos de corazón que, sin duda ninguna, ha de llevarles al reino de Dios y danzar en círculos cogiditos de la mano envueltos en una niebla azul y rosa.

Un arte de Palabras Mayores, un arte teológico que, rebajando su condición, cotiza en La Moneda del César.

Respecto a lo subliminal, ¿habrá que reclamar la misma autoridad de Aristóteles para calibrar tu poder de chamán? ¿Invocar alelados por tu influjo aquellas pequeñas percepciones que mencionara Leibniz para deshacer el entuerto de la inconsciencia? ¿Acaso todo ello se transforma en estímulos que obligan a reverenciar tu obra?

¿Y qué hay de científico en tus cachivaches que logre modificar nuestras mentes para alabar tus entelequias?

En El Espectáculo de lo Oscuro la ciencia ha dado paso al hechizo.

Mientes. Eres una farsante. Todo esto es un bluf.

Todo esto es sagrado: es el misterio.

Dice la verdad. Se engaña a sí misma sin proponérselo.

Nos habla El Oráculo. Su Palabra es la Verdad.

Lo sabe.

No lo sabe.

No sabe. No contesta.

Esta joven freudiana, víctima ella misma de las capas geológicas que al tiempo que ocultan los desórdenes de su mente abruman su corazón, porfía por endosarnos con su arte una suerte de transferencia que nos precipite a contemplar en ella, y sólo en Ella, la Autoridad, el Poder, la Palabra. Nuestra resistencia a aceptar sus tesis (Teoría del Cacharro) es la señal de que es en nosotros donde se halla el conflicto: y en ella está la curación, la potestad de librarnos de las inhibiciones y errores que nos mantienen asidos al pasado y la inacción.

¿No será en ti en quien se ha cebado la neurosis?

En fin… sabemos algo muy significativo acerca de ella. Pero no pondremos el dedo en la llaga. No haremos leña del árbol caído. No espolvearemos sobre su flaqueza nuestras pulgas.

No eres precisamente la chica que, como diría la Parker, sólo está acostumbrada por pereza a las formas más sencillas del entretenimiento, capaz hasta de reír las gracias de los caballeros y admirar sus corbatas para darles coba con el único propósito de sacarles un par de whiskys con hielo y soda (aunque cortitos). Has tenido problemas. Y más de una vez te has tendido cual larga eres sobre el diván del doctor Freud.  En el fondo (en el fondo de vuestras mentes, querida), muchos de los artistas sois unos neuróticos cuyos jirones de una infancia conflictiva penden de vuestros elegantes y llamativos trajes cuando a la media noche a punto está de deshacerse el encanto.

La única excusa para declararse artista más allá de la fama y el dinero (que algunos ingenuos persiguen) o la coartada que mitigue su fracaso personal es, en lo que a mí respecta, la posibilidad de conseguir un mejor conocimiento de mí misma.

“Quiero decir” no implica necesariamente que desee significar algo. Basta con “decir”.

Si no escribo, si no hago arte (y no importa en qué disciplina, bajo qué forma, basta con que yo crea que lo hago), ¿quién va a creerme?

¿Qué es todo esto? Stebbins, Chester Frend…

Dr. P.: Debe “huir” de los misterios. Usted ha de vivir en el trastorno… No hay salvación.

¿Por qué?

Dr. P.: La madre es el origen de todos los males. Esta hada que reina en el país del inconsciente…

¿De qué sirve un lenguaje que no puede compartirse? Fuera del campo de la comunicación esa pregunta es una falacia: me muevo en el terreno de lo filosófico, en esa ciénaga que para nada sirve. Ninguna experiencia lingüística revela mi idioma. Ninguna filosofía resuelve los misterios.

Ponía delante de ella, al modo de los magos, las trampas de la memoria, urszenes que la artista se apresuraba a desmontar con energía: ella carecía de modelos previos, trágicos, referenciales…

“Prefiero las visiones”.

“Se mueve en el terreno de las abstracciones”.

“Es lista. ¿Quién va a ratificarlas o refutarlas?”

“¿Lo abstracto? Eso carece de una objetividad demostrable y universal.”

“Respecto a esta abstracción…”

“Requiere libertad de miras…”

“Tragaderas…”

¿Tan lejos nos hallamos enmascarados en ella de aquel lenguaje humano ideal que con los medios más simples y fáciles es capaz de expresar el pensamiento?

“Depende de su alcance: intelectual, artístico, social, económico, ideológico…”

Ítem más:

Un lenguaje y lo que este define con exactitud puede ser leído… pero no comprendido por todos. Sé deletrear perfectamente el vocablo ecuación, pero puedo ser incapaz de entender su utilidad e incluso su significado. A diferencia de otras “ciencias” en el arte priva lo subjetivo y, en consecuencia, lo incomprensible… ¡de lo poético!

En asuntos artísticos el mandamiento principal es mantenerse a salvo de cualquier positivismo, en especial del semántico…

¿Quién pretende como los charlatanes con sus fáciles chácharas clarificar o descifrar la sagrada palabra de lo inexpresable por medio de un lenguaje científico, intencionalmente estético?

¿Existe el lenguaje lógico, blindado a cualquier tipo de ambivalencia o tautología?

Toda semántica es limitada por su mismo carácter de invención. Más aún, es engañadora.

Un lenguaje indescifrable, a tenor de su invención, garantiza su supervivencia, o al menos la certifica temporalmente, por el simple hecho de exponer a la luz a través de su dibujo lingüístico su vaguedad y su ininteligibilidad intrínsecas. Sin paradojas de ningún  tipo, se justifica por su misma existencia, como la piedra se atestigua a nuestros ojos sin necesidad de significar nada más que el paso del tiempo y la transformación de su materia original.

Dijo: “Yo he dado un paso más allá de un lenguaje abierto.”

Todo aspecto de la realidad ante nuestros ojos oculta su esencia, incluso su significado más primario.

¿Quién eres tú?

Soy… una especie de verdad, tan legítima como cualquier otra (en los usos más pedestres), tan discutible, tan artera, tan engañosa…

El lenguaje es la relación entre el pensamiento y la cosa.

¿Me vas a decir tú a mí de qué forma debo relacionarlos?

También eres un ser que duda. Un ser que vacila ente las grandes cuestiones y las reglas…

Prefiero la duda de artista a la jactancia del crítico sabelotodo: ¿qué mide con exactitud los parecidos? ¿Por qué confundir lo cuantificable, lo parangonable o lo mimético con lo analizable o lo simplemente receptivo visual?

Wallace Stevens: lo imperfecto es nuestro paraíso.

En arte todo es residual: lo complejo y lo inocente. Nada es absoluto.

En lo incomprensible, sí; pero nunca en el acertijo o la contraseña (?).

¡Lo confundían con un street artist!

“Cualquiera que sea la naturaleza de un lenguaje éste tiene una intención comunicativa.” (¡O no: sólo su dibujo!)

¿Quién es mi interlocutor? ¿Es preciso que exista?

Yo busco espectadores. (Con la boca sellada.)

Aunque tal vez el precio que haya que pagar por andar en espesuras sea el silencio universal.

¿Para qué diablos te sirve el sentido común?

A Thomas Paine de poco le sirvió del que hacía gala: terminó tambaleándose borracho por Greenwich Village sin un centavo, mendigando entre transeúntes a los que había ayudado a cultivar el suyo y que ahora le volvían la cara. ¡Sentido común!

(Pues tómate una copa a su salud en el Marie’s Crisis de la calle Grove: bien se la merecía el tipo.)

Deben de haber en esta ciudad alrededor de 800.000 edificios y un millón de agujeros para ratas (de tamaño mediano): ¡y a él le está empapando la lluvia fría de diciembre! ¡Y las nieves están al caer!

No se dan cuenta de que cuando hablan de lenguajes ininteligibles se están refiriendo a los que se valen de la escritura. En las artes visuales toda presencia representativa de algo o no se basta a sí misma para constatar su irrecusabilidad.

Odia el ingenio, esa tarea de los estériles. En un instrumento musical de viento sería como el aire que se expulsa y se pierde, no el sonido que es lo que finalmente prevalece.

“No me importa”, me acusaba, “que su obra sea extravagante por los materiales que utiliza y el hermetismo de su significado, pero lo que me es imposible de tolerar son las asociaciones ilógicas en su plasmación.”

Huyen en desbandada los malakhim.

Abril, 1970: soy demasiado joven, aun moribunda puedo valerme de las cosas que aprendo.

New York Hospital: ella colocaría en grandes letras doradas frontispicio a tener en cuenta: “Hay muchas cosas que se pueden decir de Dios, todas discutibles, malas o buenas, pero hay una que no se puede negar y que le cuadra como anillo al dedo: no es un entrometido, deja hacer, deja vivir, deja morir, deja ser malvado o víctima, pobre o rico, sano o enfermo.”

Al césar lo que es del césar.

Somos nosotros los que vemos drama o tragedia en la naturaleza, incluso misterio y fuerzas ocultas, cuando sólo hay naturaleza y unas leyes tan comprensibles que hasta un niño es capaz de entenderlas. Es lo que decreta esas leyes lo que nos mantiene intrigantes, porque tampoco sabemos las razones de su existencia.

12, marzo, 1969: Todo a mi alrededor me tonifica: el aire fresco y limpio de las mañanas de marzo, el sol brillante que hace resplandecer todo lo que veo, los colores vívidos de las calles, las gentes, y hasta el rumor incesante del tráfico, los cartelones de hierro, los rótulos, los magníficos rascacielos que se alzan a lo lejos estrechando la perspectiva de la gran avenida… Pero tonifica mi espíritu, no mi cuerpo gobernado ya por el azar monstruoso.

Los incontables edificios de ladrillos rojos y negros y grises y del color de la tierra, las escaleras de incendios, los millares de ventanas sin cortinas que dejaban adivinar sombras y acechar siluetas y rostros difusos, los trastos de aire acondicionado colgando de las fachadas, todo ello constituía sin solución de continuidad los escenarios del ensimismamiento y el viaje interior a una evocación que, sin embargo, precisaba de aquella sesgada contemplación.

¿Cuántas y cuáles son las cosas que jamás veremos del baúl de los magos? He aquí que todo estalla en mis manos como un globo hinchado de aire viciado, sin dejar apenas huellas salvo los restos desgarrados caídos en el suelo.

A pesar de la muerte, la vida vale la pena.

Muchos se preguntan si la poesía se escribe con palabras o con ideas.

El arte, pues, ¿es imagen o es significado?

Qué poco cuesta de hacer lo que muestra.

Es obra de trabajo previo: lo que ves es lo de menos…

Pero es lo que vale.

Se diga lo que se diga, el arte de nuestros días, al menos el que a mí me importa, es autorreferente: veo una de mis obras y veo mis manos manchadas, heridas, ultrajadas, por el trabajo.

“Es un arte sin ciencia”, dijo.

(Es un arte, por consiguiente, que protege al artista, lo ampara hasta la impunidad.)

El poeta sueña imágenes… y las traduce en palabras. El artista despierta en ellas.

(“Con 65 centavos en el bolsillo nada puedes hacer… Es una suma ridícula. Mejor será que los dones al Hospital Metodista de Brooklynn.”)

Todo arte es una evocación, incluso en el mismo momento de su nacimiento.

El milagro del existir reside en que seamos dueños de una realidad psíquica que, impalpable e inmaterial, ambigua, termina visualizándose y dominando aquella otra tan rotunda y pedestre e igualmente ambigua.

“Tiéndase en el diván.”

“Pero ésta es una hora de la mañana muy rara para dormir.”

“Entonces, sueñe.”

Charlatana estafadora, bastará con un poco de litio.

Representar la realidad en el arte es el símil; recrearla (o inventarla) es la metáfora.

El símbolo es una metáfora gastada por el uso, se ha iconizado de tal modo que carece de relevancia intelectual… Aunque en su carácter de imagen “simplifique” mucho las cosas.

¿Cuál es el coeficiente de esta obra, el precio a pagar por la confusión que promueve?

La angustia, la incredulidad, la risa, la burla, el desprecio…

¿Dónde estás Atlántida? ¿Dónde se esconden las épocas cuando la justicia, la belleza y la poesía eran cosas de los hombres y no de los dioses y sus trágicos caprichos?

Durmamos milenios, pues, antes de despertar de nuevo… ¡en el futuro!

Hart Crane, destrozado por las hélices del buque nocturno, tampoco pudo yacer dormido entre guirnaldas de coral en el fondo del océano.

O la nada o mis propios símbolos.

Y en las jornadas de mayor fatiga, la mera alusión.

Pertenezco a los clanes más secretos.

Símbolo-concepto.

No traduce lo real (las apariencias que te rodean, que pueden no ser más que figuraciones), tampoco precisa del símbolo para escenificar conceptos: son éstos los que expone a la luz: enmarañados, indescifrables, reales.

¿Qué es? = ¿Cómo es?

El camino a la verdad en términos eminentemente plásticos no ha de ser necesariamente puro.

Quizás sea escabroso…

Porque piensa en cosas y situaciones imposibles de representar, hace posible los escenarios para su memoria.

Adelante, guadaña.

Toda verdadera creación es ruptura. Y aquel que, en tanto creador crea, aunque sea lo incomprensible, es benéfico. Lo contrario de crear, hacer simplemente arte, es una terapia para desalmados, aburridos o farsantes.

Soy inocente, se dice aguardando como recompensa la eternidad: uno de los mayores logros a los que puede allegar una obra artística se da en mi trabajo: en él no se aprecia la menor señal de “destreza”.

Imperfecta, incorregible.

Enfrentada a lo desconocido (pues todo lo era ya, hasta los objetos más familiares habían adquirido una dimensión desconocida y morbosa, aquella tan brutal que los convertía en sobrevivientes y perdurables a ella misma), se le hacía difícil creerlo, pero ahora empezaba a pensar que también ella era una entendida en sombras, ella, que amaba la luz sobre todas las cosas.

Dr…: “Está usted encerrada en una mazmorra y aún me pide que la encadene… ¿De qué huye? Por mucho que se esconda y se encierre en sí misma tiene usted el enemigo dentro de casa.”

Eres La Gran Neurótica, así que debemos hacerte caso. Te escuchamos y contemplamos con místico arrobo tu obra que ahora comprendemos en su totalidad. Hemos accedido a sus cámaras secretas, y es lo que allí descubrimos lo que nos capacita para entender las corrupciones del alma, de todas las almas, la cloaca humana y sus aguas negras.

Tus obras son la vía que, al igual que los sueños, nos transportan al Gran Secreto.

Pero, qué dilema.

¿Quién eres tú, el sueño o la paciente?

A través de tu obra, herramienta capaz de horadar la más espesa oscuridad, averiguamos quien eres… ¿o eres tú el sueño a partir del cual adivinamos y analizamos la tragedia y el chasco sensacional que configuran los trastos expuestos en la galería?

¿Cuándo acaeció la fractura? ¿Cuándo remedas a cualquiera de los dioses y hurgas en los “porqués” atisbando por las grietas de un espíritu demasiado alerta?

¿Cuál es la ganancia? El arte… cui bono?

Nada has ganado. Ni siquiera la libertad del bosque, el sexo o el sueño bruto del saciado.

Tal vez la muerte a la par que te endosó la fama te libró de las recetas diabólicas de los inhibidores químicos: veinte pastillas diarias de antidepresivos y descargas de 80 voltios durante un par de electroshocks cada quince días, suficiente para que en unos años tu memoria acabe siendo la del simio.