domingo, 1 de enero de 2023

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29 mayo  2011

 

Distinguido Señor:

A instancias de nuestro común amigo Dn. n  -----------------   nos permitimos dirigirnos a usted a fin de hacerle llegar una propuesta de inversión financiera de gran alcance.

Le rogamos que lea con atención la siguiente propuesta de participación.

Querido amigo, nos hallamos en pleno proceso de crear un FONDO DE INVERSION que garantiza una renta final del 600/750 por cien a los diez años exactos de su fundación. Quizá más.

El asunto consiste en hacernos con un patrimonio artístico del orden de unos 1.000/1.500 millones de dólares en un año, a lo sumo en 18 meses. Por supuesto, nos referimos a obras de arte contemporáneo. Los artistas elegidos han de ser aquellos de los más renombrados en nuestros días que aún no hayan sobrepasado los 35 años de edad, y cuya cotización actual se mueva en torno a los 100.000 dólares, ya que es en este segmento del negocio artístico donde se activa una revalorización constante a medio plazo (5/10 años), espacio de tiempo contemplado a su vez por nuestra comisión de estudios financieros en el diseño de la operación a la que le invitamos a integrarse. Como preferencia absoluta, y salvo alguna excepción, el punto  de partida es seleccionar trabajos sobre soportes tradicionales. La práctica totalidad de los artistas que barajamos en esta fase primera de nuestro proyecto son nombres ya consolidados en ferias como Art Basel,  Art Basel Miami Beach, Kassel, Venecia, la Tefaf de Maastricht y en emporios culturales de la dimensión de Nueva York, París, Londres, Berlín y Tokio. Podemos agregar algún artista conceptual con abundante obra gráfica y, por supuesto, ya muerto, museable y de alza contrastada, del tipo de Eva Hesse por ejemplo. Lógicamente, hemos recabado la opinión de expertos y profesionales del sector con la finalidad de proveernos del material adecuado, si se nos permite la expresión. Contamos con la colaboración de un grupo selecto de asesores en Art Market Studies con sedes en Zurich y Boston, así como la cooperación de curators, marchantes, museos del más alto prestigio y galeristas que avalarán nuestros proyectos de adquisición iniciales y posteriores ofertas y subastas públicas. En este punto, es nuestro deseo informarle que de entre los galeristas convocados se hallan los 25 ó 30 que a nivel mundial deciden verdaderamente lo que es o no importante en el arte global de nuestro tiempo.

Una vez constituido el FONDO DE INVERSION pondremos a la venta cada año entre el 10 y el 15 por cien del patrimonio reunido. Al cabo de los diez años estipulados, se repartirán los dividendos y el Fondo dejará de existir.

En la confianza de haber suscitado su interés, quedamos a la espera de sus prontas noticias.

Reciba el testimonio de nuestra consideración más distinguida,

                                                                                                      Atentamente,

 

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Invisible. ¿Cómo darle forma? 

Sin el tóxico de lo intercambiable. Es lo que es.

Y la incertidumbre, una incógnita por resolver de una ecuación humana, demasiado humana: podría no ser arte. De ahí su lenta desaparición hasta la nada, de ahí su clave.

Hesse, los materiales de tus viejas obras son ya un puro guiñapo, se caen a pedazos, pero he aquí que, convertidas en pingajo museable, alcanzan de promedio los dos millones de dólares.

Entretanto, genio, el diálogo está servido entre tú y yo.

Pero, ¿es que hay algo más importante que ello?

¿Dejaremos impunemente que cualquier cosa, la misma obra, por ejemplo, se interponga entre nosotros?

De ninguna manera, artista, ahora que ya nos conocemos.

Nada por aquí, nada por allá: la obra ha desaparecido.

¡Bonita magia, hechicera!

¿Qué hay de mis dos millones de dólares?

1970, antes y de la inversión financiera de gran alcance y de su revalorización subsiguiente.

En el 1275 de York Avenue.

Sloan-Ketterig.

¿Y eso?

Son especialistas… Lo mejor de lo mejor.

Soy pobre.

Convendría estudiar el género y las condiciones, aparatos, personal.

Ya…, pero soy pobre…

Directa con el tumor a cuestas al New York Hospital.

El Falso Periodista la mira sin tener una sola idea clara en la cabeza, un tipo venido de fuera y que posiblemente no tiene ningún destino de importancia por delante, que empuña la pluma como arma de defensa, un tipo que ahora, en esta tarde gris y oscura, de colores desfallecientes, ya en su guarida de cucarachas de Queens, con el único combustible de dos perritos calientes en el estómago inyectando una buena dosis de química maloliente en su metabolismo, tan listo que parecía, no sabe por dónde empezar en el momento de sentarse ante la máquina de escribir  provisto de un cartón de Lucky Strike sin filtro, media botella de bourbon y el cuaderno escolar lleno de notas enrevesadas y con toda probabilidad inútiles en un intento de recuperar el latido, el aliento y la feble presencia de la enferma, los colores y olores clínicos, la luz sin cortapisas de lo enfermo. Ni siquiera sabe explicarse lo que hacía allí, cuando consiguió entrar en la habitación blanca, ni antes persiguiendo cegato y titubeante un fantasma por las calles rectilíneas e interminables que acuchillan el horizonte de una ciudad que no conoce, una región extranjera, profana y sacrílega en la que imperan leyes que no entiende y que obliga al desafío constante y abrumador en el mismo momento que uno se pone en marcha.

¿Podría decirme…?, había preguntado el pobre imbécil horas antes, balbuciente y desarmado a pesar de la pluma en la mano y la boca abierta, con su facha de reportero impropio.

La artista le miró con lástima, pero en seguida apartó la vista. Cerró los ojos y, en silencio, se dio la vuelta hacia la ventana verde y blanca por donde entraba una brisa cálida y matinal aliviada por el frescor abrileño del East River no demasiado lejos de allí. “Y estaban aquellos colores, siempre los mismos en la agonía mañanera”, pensó El Cronista más tarde, emboscado en el metro camino de Queens.

¿Qué fue el principio?

¿De qué oscuridad nacía?

¿Por qué tuvo que empezar todo?

Yo quería pintar como un niño, dijo Picasso: tuve que malgastar muchos años de mi vida hasta conseguirlo, afirmaba en La Californie, paseando entre personajes imaginarios, padres y madres y hermanos falsos, novias apócrifas, amigos inventados, artistas inexistentes, todos pintados en horas de insomnio genial. Ni siquiera eran falsificaciones de personas…, eran sólo cuadros.

Ser niño como se es Adán en el paraíso, inocente, inventando los nombres de las cosas, puro y genial, creador de presas y cazadores en la cueva. Ser hombre como se es niño, severo y colérico, fantasioso e inventor, extravagante a todas horas. Ser chapucero y genial. Como solo un niño puede serlo: con todas las de la ley.

La mujer tumbada, con los ojos cerrados, vio el futuro: era como esa mañana cálida y luminosa,  pero ella no estaba allí.

“Empecé con una venta de poca monta”, recordaba en 1970 la artista sin despegar los labios agrietados, atada a los dos goteros siniestros, a punto de empezar la primavera más allá de la asepsia  y estrechez de la habitación…

Cinco centavos de 1941. No era moco de pavo.

“¿Y esto?”, preguntó su padre a punto de salir a la calle, trajeado, con el sombrero puesto, examinando el dibujo a la par que entrecerraba los ojos risueños. Era otra mañana de primavera, acuática y nítida, con los mil olores de la vida de afuera entrando por la ventana abierta.

La autora de la osadía tuvo que explicar el mundo que había construido entre los cuatro bordes de la página, donde se sostenía  todo el universo.

Veamos.

He aquí el cielo; he aquí la tierra. He aquí sus cuatro pobladores.

Etcétera.

A su padre le complació la respuesta. Le compró por un precio justo el dibujo.

Los colores eran un tanto arbitrarios: había un árbol de hojas azules y la tierra era amarilla. También había un coche volador y una piscina vertical, según aclaró a la pregunta de su padre, a quien le costaba aceptar una piscina vertical, y a lo que la artista replicó sin perder un segundo que ella la veía así, y fue entonces cuando su padre comprendió que a una niña de cinco años recién cumplidos no le era muy fácil representar una piscina horizontal cuando a esa edad lo que se siente por la perspectiva y la regla anatómica es algo parecido al mayor de los desprecios, ¿no ves el agua azul?, le había reprochado la hija ante su extrañeza, y el padre no tuvo más remedio que asentir en silencio a la vez que miraba convencido aquella cosa oblonga coloreada de un azul profundo que se erigía a lo alto junto a los árboles de ramas y hojas también azules, efectivamente era una piscina, y era una piscina vertical, y era de verdad, porque allí se alzaba y eso era algo que nadie iba a poder negar.

Los personajes eran de mentira, pero eran, aseguró la pintora para confundir aún más al personal.

Al fin, tuvo que aceptar la realidad y confesar que estaba contando una historia. De hecho, estaba deseando hacerlo: papá, mamá y Helen. Y yo, puntualizó señalando con el dedo la cuarta figura, enorme, mayestática, y con una gran sonrisa en la cara redonda semejante a la luna llena que flotaba en el cielo diurno junto a un sol en forma de patata. Allí estaba ella, de pie en el centro, en un primer plano, sosteniendo un muñecón, justo debajo del coche volador que también surcaba el cielo. En el dibujo su hermana, casi una enana, tenía la cara roja, pero roja como el jugo de un tomate, un rojo chillón, los ojos asimétricos blancos, sin pupilas, y el agujero negro de la boca justo al lado de una gran nariz verde, un apéndice descomunal. El día anterior, camino del colegio, la artista se había enfadado mucho con ella, ¡pero que muy seriamente!, a causa del robo nocturno de un lápiz de su plumier que su hermana no tuvo más remedio que admitir ante la presencia acusadora del mismo en su cabás, y ahora esa ladrona confesa estaba pagando las graves consecuencias de su acción: la veía como a un monstruo. Eso es lo que sentía. Y así la pintaba.

Relataba lo que sucedía, la niña de la cueva mágica. Porque ella no pintaba Kopffüslers, nunca lo hizo, repetía hasta la saciedad: contaba historias.

Su gramática es todopoderosa y fértil. En ningún instante puede olvidarse que ella, la artista, es una diosa, de esa clase que no renuncia jamás a sus privilegios ni a sus calculados desmanes. Su gramática alzada en la bruma lechal del jardín de los gigantes y los mitos es una estrategia silenciosa que ha dado lugar a un lenguaje lleno de significados: ha creado unas reglas que haciéndose invisibles logran una apariencia muy sedimentada de sueños y horrores, una amalgama unitaria donde sólo sobresalen los residuos gráficos de lo real encallado en lo más profundo de su alma secreta, niña y picassiana.

1946.

¿Quién es esa señora Eva Hesse que se acuesta con su padre?

Déjala, pues ya es crecida y más poderosa que tú.

No ha venido del infierno, pero no la han arrojado los cielos a la tierra con la gracia con que dejan caer la lluvia, la guardan los avatares.

Es la vida, pequeña Hesse, que te asalta al doblar una de sus esquinas y coloca frente a ti una luna agrietada donde puedas contemplar tus presentimientos y tus derrotas: una madrastra (la del cuento) te suplanta, te ha usurpado hasta el nombre, anticipa tu cáncer, te roba el padre, esa perra.

Ahora ya vive en el terror.

Se estrechan las paredes, el suelo y el techo de su celda, segundo a segundo, milímetro a milímetro, comprimen el espacio, nada puede detener ese fatal desplazamiento, se empequeñece el aire, la materia, la visión, el aliento, y cada vez más las ranuras siniestras e invisibles por donde se deslizan los cuatro planos del crimen aproximan a ella, inexorablemente, la losa invencible que va a aplastarla, va descoserle el cuerpo, abrir un boquete en la charca de su cerebro, reventarle los ojos. Todo va a ser una explosión blanca. Un final inevitable de luz poderosa y unos fuegos de artificio bellísimos y efímeros que matan.

Porque antes del desvanecimiento último, del que ya no podrán rescatarte, la sensación postrera debe ser la de sentir un mar que poco a poco te anega por los cuatro costados hasta que te sumes en un vértigo placentero, analgésico, una lengua de fuego atornasolado, cambiante y luego, tranquilamente, la gran ansiedad  blanca, como la fuerza del sueño que tan suavemente te atrapa en la inconsciencia, sin ruidos, sin forzamientos.

Me legitiman mi credulidad, mi servilismo, mi humildad. Necesito estar viva. ¿Cuántos lo desean realmente? Sé (y desprecio) de quienes quieren seguir vivos no porque amen la vida, de la que ya nada pueden esperar más allá del aburrimiento, el sueño y las funciones y necesidades fisiológicas, sino porque sienten un auténtico terror hacia la muerte. Destruida la materia física, volatizada, se horrorizan ante un hipotético sufrimiento de la mente durante todo una eternidad tan improbable como sus castigos.

Hay que verlos (antes y después) a estos jóvenes cachorros ahora moribundos o agostados. Los veo.

Los imagino estériles y agónicos. Muchos de ellos se desgajaron sin norte de la diáspora maltrecha y polvorienta que se dispersaría a lo largo y ancho del mundo desde las granjas y praderas de Bethel y White Lake finalizando el verano de 1969. Habían comprado por 18 dólares una entrada con derecho a permanecer en el paraíso tres días emborrachándose del estruendo de la música. Ninguno de ellos sabía que la lluvia y el barro de Woodstock clausuraban una época de esperanza e ilusión aunque no se supiera muy bien de qué. Exactamente un año más tarde el maná de la pacífica saturnal que había rugido sobre el escenario de 30 metros se pudría en los corazones apagados de Jimmy Hendrix, Jim Morrison y Janis Joplin.

“Estuve allí” (como un muerto), dijo uno recién salido de un mal trip de LSD. Hasta nosotros ha viajado sin alas. Desde aquella libérrima nación sin fronteras que sólo estaba encerrada en la cabeza de sus magníficos y andrajosos habitantes.

Las obras… como una narración interior, sin trama y, suceda lo que suceda en el ánimo de su contemplador, verídicas. Esa es la propuesta. No una ilusión óptica, algo en lo que nadie pueda incurrir jamás observándolas: obras sin trucos, palpables, reales e insobornables ante cualquier juicio peyorativo o paternalista, descalificador, puesto que se encuentran a salvo del recurso comparativo. Libres de una preceptiva paralizante, los tinglados plásticos de nuestros días avanzan desde la insolencia hacia el cerebro del espectador.

Darwin en el arte: la adaptación al medio, una selección natural…

No es ironía lo suyo, es sarcasmo, una carcajada hueca exclamada por la artista con la mayor educación.

(1995). Por vía postal le llega a El Recolector el último regalo (y, además, como una bofetada póstuma) de Raymond Theodore Yeats: una docena de sobados ejemplares de segunda mano (!?) de Playboy de los años sesenta y setenta con relatos más bien alimenticios de Cheever, Capote y compañía, no obstante todos dignos de lectura. (Curiosamente, lo que es motivo de reflexión, las páginas más manoseadas son los textos a toda caja de esos tipos y no las que muestran obscenas las minuciosas fotografías de las vaginas entreabiertas de las espléndidas modelos.)

Devana la madeja:

Si fuera sirena:

abre y quita las vísceras, las espinas inútiles, limpia las entrañas, laña la rosada carne, alimenticia, y el olor salado del mar que le hace la boca agua. Y, finalmente, la estudia hasta llegar al abismo de ella, a la negrura de la nada antes de ella y después de ella.

El arte como forma de pensar.

Pero el arte sólo son imágenes, le dijo.

Puedes pensar a partir de ellas, le contestó.

Prefiero pensarlas antes, le replicó.

En realidad, puedes hacer lo que gustes (y se encogió de hombros).

De cualquier forma, acordaron los dos, el arte es un buen lugar donde defenderse de todos los deterioros… Imaginarios o no, todos hacen daño.

Esta idea requiere un encuadre amplio…

“Anduvimos entre angulares”, dijo.

Cociente: divide los años entre el divisor de los logros.

Mal resultado para la colegiala lista. Al final, se diría que una termina en lo residual, entre los restos del naufragio propio y el de los otros.

¿Qué queda de su obra? Un pecio casi miserable, unos despojos que los espectadores se empeñan en malinterpretar.

En los últimos días de su vida el aire de la habitación parecía impregnado de un olor a leña quemada, fragante y limpio, como el que emana la tierra caliente de un bosque de pinos bajo el sol de agosto.

Un siglo antes: En el edificio del Sloan-K., en la 64 con York.

“Dese por salvada (¡!).”

El Cronista: “Le aplicaron un programa intensivo de quimio y radioterapia (sic)... ¿Qué pretendían? Sin duda, mantenerla viva pero moribunda, decrépita pero no hecha pedazos todavía. Esto es un negocio, como otro cualquiera…”

La gente tiene miedo al dolor, a la  muerte. Y donde hay miedo y dolor hay dinero y tipos que terminarán haciéndose con él sin el menor miramiento una vez fabricada La Gran Barraca De Feria De La Supervivencia. Uno paga lo que sea (hasta lo que no tiene) por seguir vivo: la última compra, con tarjeta de crédito o sin ella, en efectivo (se enteran los comerciantes de hombres, ellos se enteran, y a los moribundos les anulan las tarjetas sin contemplaciones).

Ha cumplido los ritos. Se halla en calma y bien dispuesta para el sacrificio de la moderna terapéutica: se ha bañado a conciencia y, limpia y sin olor, ni siquiera es un cuerpo de sufrimiento. El alma en carne viva.

Espera.

Todo va a ser una gran espera a partir de ahora.

Tú te mueves en el Tiempo… esa gelatina invisible, pegajosa, mortal.

Ya en bata, era incapaz de leer  y de reflexionar debidamente en la sala de espera que antecedía a las devastadoras sesiones bajo la bomba. Sentada junto a otros pacientes, sin moverse un ápice en la silla, se limitaba a observarlos a hurtadillas y apenas prestaba atención a la vulgar música ambiental que siseaba desde un ángulo en la pared. Calculaba quien tenía esperanza y quien iba a desistir; quien se aferraba a la vida con desesperación y quien simplemente se dejaba llevar de la mano al infierno sin esperar demasiado un milagro. Entretenía sus pensamientos lejos de allí y su tremendo destino sólo con la vista, sin rebeldía, dibujando los perfiles de la miseria de esos seres humanos junto a ella cuya caducidad ya les alejaba del mundo, los anclaba en la antesala de la desaparición que resultaba ser ese rincón oculto a las grandes aceras pobladas de gente de la vida del exterior.

Luego, condenada e inclinada bajo el peso de una gran culpa (¿qué pecado original te castiga a una fábrica de carne y huesos imperfectos, podridos antes de hora?), la conducían por un largo pasillo iluminado por una extraña luz verde y azul, marina y espectral como los sueños del amanecer, hasta que llegaban al lugar del ruido blanco y se dejaba hacer como un animalillo indefenso.

Niños calvos en sillas de ruedas con una marca negra; viejos que no parecen asustados, sólo molestos por estos últimos trámites antes de la muerte. ¡Qué fastidio!

En la habitación amarilla de la gran máquina amarilla.

Bajo la bomba de cobalto.

Fijaos: se dejaba hacer.

Tu arte enfermó, comenzó a supurar puses y pestilencias, y ya veneno, se produjo su muerte por autointoxicación.

Partenogénesis admirable a la inversa.

¿Cuál fue su mal?

(Sin causa aparente…)

Idiopático (dijimos sin saber de etimologías).

¿Y tú?:

Tengo una personalidad esencialmente botánica, me gusta la luz del sol y la busco incluso en los días más ardientes del verano, me gusta estar quieto en sitios apacibles y hacer el menor ruido posible, odio todo tipo de agresiones. Y, como me gusta recordar del otro, me atan a la tierra misterios mucho más fuertes que las raíces.

En MacDougal Street: compra vestidos indios, largos y vistosos. “Soy guapa”, dice a punto de echarse a llorar.

Un día mira de frente a la Máquina Amarilla: podría hacer una obra de arte con ella, dispone de lo preciso: alambres, conos de plástico, botones...

La antesala del infierno.

Miraba las montañas como si fuese edificios: ruinosas y viejas unas, aplastadas bajo el peso de los siglos; nuevas y de perfiles nítidos otras, todavía alzadas al cielo, desafiantes y jóvenes. Comprobaba la línea irregular, los volúmenes y los planos. Miraba las montañas como si fuesen esculturas.

Todas diferentes, vivas y pródigas de árboles y plantas, de seres alerta, en movimiento. “Crea, artista, la gran naturaleza”, se dice El Memorialista reprimiendo la lástima. “Y también los paisajes interiores.”

Estamos en La Era de los Trucos. Llegaron las picardías, que dirán mil años después respecto a una cultura cuyos muros aristocráticos, ruinosos ya de brechas, dejaban entrar lo banal a raudales.

Si las obras de arte del pasado eran ilusiones, ahora otra forma de ilusión y magia más perversa trasciende aquéllas y convierte las artes en el espectáculo de lo aberrante (un monstruo amorfo e inextinguible distante de las tecniquerías seculares).

Febrero de 1960.

Los muertos tenían un precio: ya que una vida es imposible de evaluar antes de su exterminio, una vez consumado éste se justiprecia el cadáver, el anillo, los dientes de oro robados.

Auschwitz: las diferentes partidas (investigación, interrogatorio y arresto, personal especializado, transporte y desplazamientos, infraestructuras, personal de vigilancia y selección, suministro de gas y crematorios) constituyen una suma no despreciable que es posible establecer si uno pone la atención debida en la tarea.

Así que, sino las cenizas en una urna de alabastro, le ha llegado a sus manos el legado póstumo de unos desconocidos engullidos por el abismo de la historia. La sangre que se desliza por sus venas contiene corpúsculos de aquellos exterminados. Una compensación al menos que mitigue la estafa criminal perpetrada sobre ellos.

Te envían el dinero desde el infierno nazi. Y, tú, lo aceptas, vampira: la sangre de tus cuatro abuelos.

Una fortuna: Eva Hesse recibe 1.300 pavos.

Si una es artista, eso, mil novecientos sesenta y Nueva York son la eternidad. El horizonte nítido y azul más allá de los estuarios del Hudson y el East River es la meta, aquello que nunca se palpa pero que hace que la carrera tenga sentido.

Un motor en el culo que propulsa al infinito: la calma y el cálculo son los mejores consejeros para batirse en las lides de las exposiciones, las galerías y los marchantes, y también entre la turbamulta y locura de los otros artistas.

Pero aún habrá que librarse de la confusión: se autodenomina pintora, como Pollock, De Kooning, Johns, pinta mujeres grises y cetrinas, amarillas con los ojos muy abiertos al dolor de lo femenino, el silencio de las muecas. Paciencia, pues, en esta excursión inicial de desatinos: ya encontrará el camino correcto.

Hasta que un día (acabados los 1.300 dólares) se daría de bruces contra los claroscuros y los trastos oxidados de El Gran Almacén Destartalado, una buena provisión de vocabularios para El Futuro Discurso de la Escultura cuya hazaña nutricia posterior se basará en la chatarra y el trasto.

Decididamente, el ejército de sombras mujeriles cayó en el olvido hasta que en el año 2000 ciertas operaciones financieras las rescataron para la compraventa beneficiosa. A pesar de los precios desmesurados, intercambiables e indiscriminados, son los espectros menores de un imaginario mediatizado por la pesadilla adolescente, el desollamiento intelectual de unos traumas ajenos a las leyes de la inteligencia pictórica. Nunca más se supo que garabateara unos rasgos o una figura en un papel. Los monstruos, aun compartiendo las alucinaciones de un doctor frankenstein, se fabrican de otro modo lejos de las hechuras humanas: se las suplanta con otras más oscuras nacidas de lo inmensurable, de la razón dormida que certificara Goya.            

¿Cómo habla el cerebro? ¿Y las manos?

No como las tripas, la garganta, la lengua…

“He ahí mis ruidos”, dijo.  

Y, luego: “Necesito espacio.”

Los materiales del desecho y el desperdicio son los más grandilocuentes.

-¿Hablaría el psicótico con la misma jerigonza a como se ofrece a los ojos el enunciado de tu obra? ¿Destruiría el loco lo que ve, que no es sino un desorden sintáctico de lo representacional, una imaginación?

-Si esa destrucción fuera posible, tal vez en alguna de sus combinaciones mentales llegase a representar algo… Sin embargo, cuesta creer que pudiera deconstruir lo que ve, puesto que más allá de un lenguaje se halla frente a una forma, una composición que se alimenta en su primera apariencia tan sólo de lo visual sin que quepa descifrar sentido alguno: el loco no puede destruir lo que nada expresa. Para él, no es. Él busca objetos, ideas, lenguajes abatibles. ¿Qué clase de satisfacción va a encontrar ahí? Pasa de largo el loco, se adentra pacíficamente en sus imaginaciones. Prefiere sus pesadillas y sus enigmas, el Gran Discurso Ininteligible que amedranta sus días entre masturbaciones y alaridos.

Atemorizada (comprometida) por la revelación de que sus manos han de huir de lo iterativo en el arte, de la perífrasis abundosa aunque indecente, da comienzo a la fabricación (exactamente, ésa es la palabra) de un lenguaje hacia atrás, un lenguaje azul que retorna a los principios donde la forma era el caos, la suprema imperfección, el caos en estado puro, fusionable. Este arte desprovisto de historia, de frases hechas y significados supuestos se nutre de enriquecimientos léxicos, de giros modernos y neologismos triviales pero efectivos, de novedosas y fascinantes conspiraciones a la inteligencia. Y al alejarse de usos aburridos y corrompidos por la costumbre o la incuria, su nacimiento es el nacimiento de las estrellas. Eliminado el ornato inevitable que sólo los siglos son capaces de añadir a los primitivos dialectos, liberado de la pesada carga de su acervo, este lenguaje ha de verificar en lo grotesco e indecible de su abecedario el auténtico pensamiento sin una signología previa que interfiera sus voces visuales huyendo a lo rojo cada vez más sobrecargado, al infinito y su silencio oscuro, a lo incógnito.

El azul era simple, sabíamos de dónde procedía.

Así habla el pensamiento, lo que nace de un ser vivo sin abrir la condenada boca tan llena de resabios, mineral y muerta.

La escritura innata de la indefensión, de la desnudez. Un viaje a los antojos del cosmos, una merendola donde nacen las galaxias, los elementos pesados y la simplicidad se vuelve loca.

He aquí el dibujo de la extrañeza.

Nunca sabemos adónde huye el rojo.

He aquí el dibujo de la metamorfosis: la cópula de la materia con la antimateria: las imágenes de un cerebro no-físico.

He ahí el principio sin supuestos ni figuraciones.

Ya que dibuja pensamientos, esculpe los espacios y construye las formas ocultas sólo secretas por hallarse encerradas en la mazmorra craneal, pues…

Podemos empezar.

Es la noche. De cuando en cuando, una ráfaga helada de viento le golpea la espalda. La calle es larga, ancha. Edificios de ladrillos rojizos con puertas metálicas flanquean cada una de las dos aceras sin árboles. La luz azul de una luna extraña (azul) guía sus pasos. “Es una obra de arte”, se dice pensando en el gris. Pero no sabe en qué lugar de la ciudad se encuentra. “Es una imagen perfecta”, piensa embriagada por el desconocimiento y la ausencia de cualquier señal de vida. “Todos los peligros acechan.”

Todo lo mira de cerca. Es la directora de la función. Maneja a dos manos el espectáculo. La mandamás de la pista. Nada se le escapa bajo la carpa del circo: leones y payasos, funámbulos y forzudos, todos bailan al son de los trallazos del látigo invisible. “Queridos niños, La Gran Obra de Arte del Mundo…”

Pegado al ojo el visor que todo lo delata. ¿Y qué objetivo empleamos? ¿Qué tal un 50? No… un 75, va a resistir un primer plano. Salvo las ilusiones y el truco intrínsecos del arte, nada hay de engañifa en las piezas expuestas a vuestros ojos… ¡siempre infantiles! Acerquémonos todo lo que podamos, palpemos sin timidez su materia.

“Al arte del siglo XXI ya no le quedará ni siquiera el derecho al desafío, ni provocará desconcierto… Acaso el asombro ante la conquista del desprecio y la insolencia… ¡ya etiquetados e institucionalizados!”

Exactamente lo mismo que acaecerá a la literatura…

¿Qué me dices de la novela negra?

¿Es eso lo que ves a través del visor?

El mundo real nada tiene de telescópico, sus encuadres abarcan mucho más allá de los límites de tu pantalla imaginaria. En fin… todos los grandes escritores terminan sin afeitar, en pijama, con molestias gastrointestinales, perezosos de la ducha diaria, huraños y aburridos leyendo novelas policíacas, bebiendo whisky con agua y disimulando su estupor de viejos bajando la vista al suelo ante los ojos de los demás.

Los cincuenta.

Por el Village todavía era posible escuchar a un pianista en algunos bares.

En el principio una chaqueta de mezclilla con coderas, una corbata de pana y unos pantalones de sarga y las gafas con montura de concha están bien… y la pipa defiende lo suyo, en especial cuando uno asiste a cursos estrafalarios sobre técnicas narrativas y otra (cualquiera de ellas, Eva Hesse o la incipiente directora de teatro Judy Snows, por ejemplo) con suéter negro de cuello de cisne, trenca de paño escocés y silencios harto significativos, recién salida de La Escuela de Arte Dramático de Yale, vacila sobre cuál de los clásicos griegos es más susceptible de zarandear en una puesta de escena “absolutamente revolucionaria”.

El Acompañante, que se ha autonominado del mismo jaez que el grupo de artistas a su alrededor, está ardiendo de los pies a la cabeza. He bebido demasiado. El sol se abalanza sin misericordia sobre las cabezas y los cuerpos prácticamente desnudos de los conversadores: julio de 1970, media docena de Futuros Consagrados Minimalistas sentados en torno a una mesa ovalada ¡sin sombrilla! picotean fruslerías y beben cerveza tibia. Se hallan en la azotea de un edificio de apartamentos de la calle 52, casi al borde del East River. La tarde ya envuelta en los dorados y rojeces que salvan el Hudson y llegan hasta Manhattan está a punto de ser vomitada desde el estómago de El Silencioso Amigo de La Genio Recientemente Desaparecida. “Muchacho, estás a punto de empezar a volar como un globo.” “Una sola palabra más –un sorbo más de cerveza caliente- y verás lo que es bueno, artista-intelectual-recepcionista.”

“Un globo encendido con el peor de los combustibles: la divagación.”

“No la cambiaría por tus neones, maldito cabrón”, farfulla.

Al rato, escapa a la calle, lejos de las garras de Andre, LeWitt...

Y ahora, ¿cómo llega a casa?

A bandazos.

Hesse, su memoria emocionada, las traiciones charlatanas de hace unas horas, se han disuelto en el aire quemante de las aceras con olor a cuarto oscuro, a agua sucia, a piedra y gasolina. La grisura opresiva está a punto de ser vencida por la noche que no ha de traer la refrescante calma.

Es un blasfemo de Hesse.

(El peor, por ser el más honrado y el más menesteroso.)

“El secreto”, balbucea para sus adentros, en pleno vértigo, con la mayor fidelidad hacia la judía y sus teoremas, “no exige discreción o disimulo… Basta con el silencio.”

Que él ha traicionado alardeando de pasadas complicidades, desvelando miserablemente secretas confidencias.

Antes de desaparecer por la boca del metro, tropieza con una recua de perros monstruosos que arrastran de las correas a un tipo rechoncho y sudoroso ataviado con un uniforme verde con rayas rojas a los lados y una gorra de plato del mismo tenor encasquetada en la cabeza.

Cae al suelo. Y ya no cesa de reír como un payaso, entre lágrimas de asco y de miedo, rodeado de perros de dueños ricos que, sin dejar de ladrar, a punto están de levantar una pata y mear sobre él.

Escribe o crea: en el fondo se trata de forjar un molde de la nada que permita en lo sucesivo partir de unas características intrínsecas, novedosas, ignotas hasta ese momento o incluso en el de después. Cuestiona la definición de lo que haces, sé un poco burlón y wittgensteniano con los fundamentos previsibles de tu quehacer divino: sé bastante chapucero… o loco (aun dentro de un orden seriado).

Ella negaba. El otro la confundía. Una mística, y no debería importarle. Pero la artista no lo aceptaba. ¿Qué clase de obscenidad cultural era aquélla?

¿Acaso no mudaron el lenguaje a lo ininteligible los místicos españoles? En sus mudanzas y transportes metaforizaban pensamientos, sentimientos y temores, ansias y decires, secretos, la memoria… ¡Un trip de lo mejorcito!

Traducían a jerigonza artificiosa la carne y el éxtasis. Se entregaban a un oscurantismo que hacía que al final la prosa y el verso brillasen como el oro. Lanceados por el fervor arrojaban la literalidad al cubo de la basura, al rincón más ignorado de la celda monacal, y se complacían en un deliquio que celebraba todo tipo de incorrecciones gramaticales y de forzamientos lingüísticos. En el fondo, querida, muy parecidos a la heterodoxa que eres tú, aunque aquellos no apelaran a lo estrafalario. La fusión con el dios invisible, con el absoluto, o con la nada más esencial de la muerte, aquello que nos abrazaba antes del nacimiento. También eso es el arte, bucear en la nada, en lo que aún carece de palabras. Al menos el verdadero arte…

“Esta mujer inquieta y andariega…”

“Esta fémina… descalza.”

“Esta predicadora.”

Su arte es fractal, recipiendario de una obra mayor que escapa a las definiciones.

El vacío. La nada. El abismo. En 1965, antes de partir a la patria de origen, espía a los contrincantes. En Pace Gallery: el artista, serio, de mirada penetrante, parecía desmentir con su obra la frivolidad de su descendencia del Finish Fetish, una subcultura de ociosos de Los Angeles. Aquel arte aboca a lo desnudo.

A la todavía alumna, acólita y muda, algo intrigante en todo ello termina inquietándola: unos cubos de cristal vacíos, transparentes, de rara profundidad, expresan la “nada”, el no-ser que ella, unos años después, administraría sabiamente a su vuelta de la factoría germana llena de máquinas rotas, hierros retorcidos y toda clase de óxidos metálicos, aquella nave industrial abandonada que sería su camino de Damasco.

Jazz, polirritmos, travesuras, disonancias, blasfemias, roturas…

En Saint John the Divine:

¡qué diablos!, adelantemos el tiempo,

burlemos la historia,

disfracemos el arte milenario,

y he aquí que de un plumazo, un par de lustros, salvan dos siglos y de una sabiduría terrenal, pétrea y mineral, se escala al más allá de los cielos ojivales y la policromía cegadora del vitral.

Otra vez hay alguien sentado al otro lado del banco. Abrieron el parque a primera hora de la tristeza. Las sombras son aún alargadas y la dorada claridad proveniente del Este, oblicua y tenue, ilumina la arboleda y la geometría vegetal que circunda el pequeño remanso de verdor entre los altos edificios.

Huye de los parques, boy.

Sentado al otro lado del mundo, él, El Hombre de los Parques.

Pronto fluirán las horas, una a una, como relucientes monedas de oro que ruedan hasta caer, malgastadas, en la negra cloaca de la noche sin refugio.

Huye de los parques, de las calles frenéticas y las aceras atestadas… Retírate del siglo, que te abrace la fértil soledad de los 14.841 libros (a salvo del temible cancerbero Mllie. Larivière) que amueblan tu agujerito de Queens: más te vale esta muda sabiduría que aquella asentada sobre el vértigo.

Acero y magnesio: C.A. Pero no es la fórmula lo que sostiene la simplicidad. Se trata de plástica. En cuanto el discurso, de no acogerse a una inoperancia voluntaria, decidida, cada material te hace expresar de una manera distinta. Se descubre en seguida. Uno no es sino un medium en esto de la “cosa del arte”.

No son nada inocentes. El espectador infama o se mofa de lo que ve y de lo que asiste en silencio, oculta sus vicios de origen, sus malformaciones, sus ascos y malas apetencias. Es un bicho difícil de contentar, pero suele disimularlo bajo una sonrisa de complicidad y suficiencia de converso algo peligrosa: “En realidad la gente es recia a la transgresión, pero no a las perversiones”, le dice convencido El Analista.

1/. Carl Andre, 1968: dispuestas las delgadas láminas de acero y cobre sobre el suelo de la galería, ninguno de los visitantes se decidía a traspasar el umbral de la sala  y pisarlas (pues esa intención albergaba el escultor al disponerlas de tal modo), desconcertados quedaban a la puerta, estirando el cuello para atisbar más allá de la entrada, sin atreverse a dar el paso definitivo.

2/. La joven intérprete de la perfomance vestida con una simple túnica, toma asiento en mitad de la galería. La luz de los focos,  todos completamente encendidos, caen como una cascada sobre ella. Algunos cubos de pintura, botellas de agua, cajas, objetos diversos y herramientas como pinceles, tijeras, brochas, pinzas, cuerdas etcétera, se hallan a un lado. Medio centenar de personas rodean a la artista. Suena una sirena. Se hace un silencio absoluto. La voz de la artista se escucha clara y precisa: “Durante una hora cualquiera de ustedes puede hacer conmigo lo que le venga en gana, todo está permitido. Sólo soy una víctima: la suya.” Paulatinamente, los focos atenúan la potencia lumínica hasta envolver el interior de la galería en una semipenumbra. Luego de unos instantes de silencio, se oyen algunas risas. Los presentes se propinan codazos divertidos, se dirigen miradas de connivencia, comentan entre ellos… Parece que los espectadores se van a limitar a observar todo el rato a la artista sedente, que no se mueve un ápice de su asiento. Pero de improviso, una adolescente se acerca a los cubos de pintura, elige una brocha y la embadurna de color azul. Sin dejar de reír se aproxima a la “víctima” y le unta la túnica con la pintura, un un brazo y parte del rostro; luego, deja caer la brocha y se aleja corriendo hasta el corro de gente. Un hombre de mediana edad se inclina unos segundos sobre los objetos ordenados a un lado; taciturno, amenazador, parece elegir cuidadosamente… A lo largo de los cuarenta minutos siguientes la artista soportaría afrentas, humillaciones y agresiones tales como: cortes de pelo, brochazos, roturas de la túnica (una de ellas dejaba ver por entero uno de los caudalosos senos), golpes y manotazos, besos, empujones, burlas, pellizcos, tocamientos, ataduras, maquillajes, órdenes sucesivas (y a veces hasta simultáneas) de levantarse de la silla, tenderse en el suelo, poner los brazos en cruz, pintarse las piernas (una de color rojo y otra de verde), gritar, reír, bailar, llorar, andar en círculo, levantarse el borde de la túnica hasta el pubis, recitar una poesía, golpearse a sí misma… La estridencia de la sirena pone fin al espectáculo apagando la risa unánime, al tiempo que la luz de los focos torna a adquirir toda su energía. Bajo la cruel iluminación el escenario resulta ahora aterrador: caída y sucia en el suelo manchado de múltiples goterones y huellas de zapatos sobre la pintura derramada, pero con los ojos abiertos dirigidos a los rostros de sus torturadores, la artista ultrajada ha cobrado de nuevo su dimensión humana, ya no semeja la marioneta desmadejada de momentos antes ni depara el carácter objetual plástico que les dio por creer a sus ejecutantes por un día, mientras a su alrededor se esparcen en completo desorden la silla volcada, charcos de agua turbia, objetos, cajas, cubos, cuerdas y brochas, los regueros del acrílico. Con suma rapidez gran parte de los espectadores, hasta hace escasos momentos divertidos colaboradores estéticos, huyen hacia la salida en tanto que otros, aún sin moverse, desvían la vista de victimarios avergonzados por su impudicia colectiva, revelados a un tiempo por la terrible luz de la realidad y la indefensión de su víctima de carne y hueso.  

Fundido.

(En negro.)

Tiene el arte moderno un potente y diáfano claroscuro, un contraste diríamos… xilográfico. Berlinale prenazi, entre la inflación y el gran expresionismo, los misterios y la invencible embriaguez de la urbe moderna, pecadora y fascinante, en donde tamaña república alienta culturas, despropósitos, refinamientos y crueldades y el señor Hitler, el acuarelista, deambula por las calles con el estómago vacío y los frescos de Miguel Angel en su imaginación calenturienta (a quien su “genialidad” callejera y ociosa de muerto de hambre desafía con los pinceles en la mano).

Una plancha de cinc, otra de aluminio, otra de cobre y aun otra de acero. Una escultura plana, atentatoria, bidimensional por la sola oposición a la pintura informalista texturada y granulosa. Y otro deslizaba hilos de metal coloreado desde los techos de la galería de la calle 57, cercaba regiones, acotaba sutilmente espacios imaginarios, de no muy fácil traspasar a despecho de la liviandad de sus muros.

Peatón: ojo con la raya.

Como orando: el mito frente a la matemática. He ahí el reto de la posminimalista.

“Levanto la traza gótica, las religiones desnudas”, le decía el nuevo artista de la “nada”.

La pieza, su alma de material: una iconografía tan válida como cualquiera. El lastre iconológico que subyace tras ella vincula a misterios más íntimos.

Todo lenguaje es un símbolo articulado por una arbitrariedad que nace desde la ocurrencia fónica, “un gruñido visual”.

Pienso en X, mi próxima obra, como en un líquido limpio y esplendente encerrado en un recipiente de cristal azul…

¿De qué está hecha su obra?

¿De qué está hecha la vida?

¿Cuál es la sustancia del pensamiento?

¿Por qué no se almacenan todas las miradas?

¿Qué raro material de la memoria recrea una melodía que sólo es aire?

¿Sabes tú de dónde viene la palabra? Poner nombre a las cosas es una bonita tarea. Un pacto con todas aquellas fuerzas creadoras de la naturaleza.

El barniz del tropo: abrillanta sus parcelas.

Disfraces o galas.

A esta obra sólo le falta hablar: con sus células ha construido tejidos que conforman órganos que establecen los sistemas de una estructura hecha realidad plástica.

 En U154 mi disfraz es un pez dorado que surca los cielos verdes de agua dejando atrás, muy atrás, el cáncer. Me deslizo a la velocidad encantada de la luz. Cuarenta y dos años después de mi muerte, en DocumentaK13 (2012): el concepto ha desaparecido. No importa si lo que se exhibe es arte o no. En esa conjetura se cifra precisamente su intención. Desconcertar conciencias. Desbaratarlas. Así que en seguida descubres el juego. Un juego a veces inteligente. El artista ha sido secularizado, puedes replicarle perfectamente: tus manos pecadoras ya no me impresionan, ni tus falsas religiones, y nada de sagrado emana de ti. A partir de ese momento, la obra de arte (que lo es porque de esa forma se declara con la debida antelación) adquiere un sentido festivo, ritual, dionisíaco. Y entonces, al contemplar la obra maestra del siglo XXI tumbada en el suelo o colgada de la pared o parpadeando en la pantalla de un monitor, vuelves a sentir aquella maravillosa e inquietante sensación de orfandad, miedo y misterio que te embargaba al traspasar el umbral de madera con olor a ceniza salubre y, vacilante y confiada, por unas pocas monedas te adentrabas en la oscuridad iniciática de la barraca de feria en el parque de atracciones de Coney Island, entre murmullos alegres y el son de mar. Se fundía tu espíritu expectante en una experiencia que mucho tenía de magia pero también de fraude: pasabas de lo real a lo imaginario… que también era real. Ahora el precio de aquel ingenioso juego de espejos, de aquella ilusión orgiástica, solitaria y misérrima, de trapos mal pintados y trastos de formas caprichosas, genera millones de dólares.

Conocimientos prácticos en oposición a una cultura libresca que sólo busca analizar y nunca describir puesto que nada ha visto.

Has acabado.

Ella en el dinner.

(Phillies).

Antes, frente al espejo del baño: la has acicalado, la has vestido de manera correcta para evitar malos entendidos a esas horas de todos los pecados.

No sin cierta comicidad siniestra, la has amonestado: “Puesto que es imposible huir de ti y tu maldición aunque me matara, te llevaré conmigo a cuestas. Como siempre.”

Así que cerráis la puerta tras de sí las dos siamesas ocultas bajo el único maquillaje.

La luz amarilla que atraviesa la curva cristalera da a dos calles desiertas, acentúa  la fría soledad de la noche a la vez que revela en una semipenumbra los sórdidos escaparates de las tiendas cerradas.

El camarero viste uniforme blanco y encasqueta su cabeza pelona una gorra de dos puntas de estilo marinero; friega unos vasos tras el mostrador y atiende con la mirada la petición de un tipo con el sombrero ladeado sobre la frente y los brazos acodados en la barra. Otro tipo, también con el sombrero puesto, sentado asimismo en un taburete de espaldas a la calle, tiene la mirada fija en el sexto whisky, el penúltimo del día.

Resulta amenazador que los dos sombreros de fieltro que cubren las cabezas de estos dos tipos posiblemente taciturnos sean idénticos, como si ambos fuesen cofrades de la misma panda armada de los abatidos sin remedio.

Miss  Lonelyhearts, huyamos de aquí sólo con lo puesto. Ni tú ni yo somos unas zorras estúpidas.”

¿Sabes lo que significa Häagen-Dazs?

Atrapada, pero ¿en qué?

¡Mira que no saberlo todavía...!