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29 mayo
2011
Distinguido Señor:
A instancias de nuestro común amigo Dn.
n ----------------- nos permitimos dirigirnos a usted a fin de
hacerle llegar una propuesta de inversión financiera de gran alcance.
Le rogamos que lea con atención la siguiente propuesta de
participación.
Querido amigo, nos hallamos en pleno
proceso de crear un FONDO DE INVERSION
que garantiza una renta final del 600/750 por cien a los diez años exactos de
su fundación. Quizá más.
El asunto consiste en hacernos con un
patrimonio artístico del orden de unos 1.000/1.500 millones de dólares en un
año, a lo sumo en 18 meses. Por supuesto, nos referimos a obras de arte
contemporáneo. Los artistas elegidos han de ser aquellos de los más renombrados
en nuestros días que aún no hayan sobrepasado los 35 años de edad, y cuya
cotización actual se mueva en torno a los 100.000 dólares, ya que es en este
segmento del negocio artístico donde se activa una revalorización constante a
medio plazo (5/10 años), espacio de tiempo contemplado a su vez por nuestra
comisión de estudios financieros en el diseño de la operación a la que le
invitamos a integrarse. Como preferencia absoluta, y salvo alguna excepción, el
punto de partida es seleccionar trabajos
sobre soportes tradicionales. La práctica totalidad de los artistas que
barajamos en esta fase primera de nuestro proyecto son nombres ya consolidados
en ferias como Art Basel, Art Basel
Miami Beach, Kassel, Venecia, la Tefaf de Maastricht y en emporios culturales
de la dimensión de Nueva York, París, Londres, Berlín y Tokio. Podemos agregar
algún artista conceptual con abundante obra gráfica y, por supuesto, ya muerto,
museable y de alza contrastada, del tipo de Eva
Hesse por ejemplo. Lógicamente, hemos recabado la opinión de expertos y
profesionales del sector con la finalidad de proveernos del material adecuado,
si se nos permite la expresión. Contamos con la colaboración de un grupo
selecto de asesores en Art Market Studies
con sedes en Zurich y Boston, así como la cooperación de curators, marchantes,
museos del más alto prestigio y galeristas que avalarán nuestros proyectos de
adquisición iniciales y posteriores ofertas y subastas públicas. En este punto,
es nuestro deseo informarle que de entre los galeristas convocados se hallan
los 25 ó 30 que a nivel mundial deciden verdaderamente lo que es o no
importante en el arte global de nuestro tiempo.
Una vez constituido el FONDO DE INVERSION pondremos a la venta
cada año entre el 10 y el 15 por cien del patrimonio reunido. Al cabo de los
diez años estipulados, se repartirán los dividendos y el Fondo dejará de
existir.
En la confianza de haber suscitado su
interés, quedamos a la espera de sus prontas noticias.
Reciba el testimonio de nuestra consideración
más distinguida,
Atentamente,
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Invisible. ¿Cómo darle forma?
Sin el tóxico de lo
intercambiable. Es lo que es.
Y la incertidumbre,
una incógnita por resolver de una ecuación humana, demasiado humana: podría no ser arte. De ahí su lenta
desaparición hasta la nada, de ahí su clave.
Hesse, los materiales de tus viejas obras son ya
un puro guiñapo, se caen a pedazos, pero he aquí que, convertidas en pingajo
museable, alcanzan de promedio los dos millones de dólares.
Entretanto, genio, el
diálogo está servido entre tú y yo.
Pero, ¿es que hay algo
más importante que ello?
¿Dejaremos impunemente
que cualquier cosa, la misma obra,
por ejemplo, se interponga entre nosotros?
De ninguna manera,
artista, ahora que ya nos conocemos.
Nada por aquí, nada
por allá: la obra ha desaparecido.
¡Bonita magia,
hechicera!
¿Qué hay de mis dos millones de dólares?
1970, antes y de la inversión financiera de gran alcance y
de su revalorización subsiguiente.
En el 1275 de York Avenue.
Sloan-Ketterig.
¿Y eso?
Son especialistas… Lo mejor de lo mejor.
Soy pobre.
Convendría estudiar el género y las condiciones,
aparatos, personal.
Ya…, pero soy pobre…
Directa con el tumor a
cuestas al New York Hospital.
El Falso Periodista la
mira sin tener una sola idea clara en la cabeza, un tipo venido de fuera y que
posiblemente no tiene ningún destino de importancia por delante, que empuña la
pluma como arma de defensa, un tipo que ahora, en esta tarde gris y oscura, de
colores desfallecientes, ya en su guarida de cucarachas de Queens, con el único
combustible de dos perritos calientes en el estómago inyectando una buena dosis
de química maloliente en su metabolismo, tan listo que parecía, no sabe por
dónde empezar en el momento de sentarse ante la máquina de escribir provisto de un cartón de Lucky Strike sin
filtro, media botella de bourbon y el cuaderno escolar lleno de notas
enrevesadas y con toda probabilidad inútiles en un intento de recuperar el
latido, el aliento y la feble presencia de la enferma, los colores y olores
clínicos, la luz sin cortapisas de lo enfermo. Ni siquiera sabe explicarse lo
que hacía allí, cuando consiguió entrar en la habitación blanca, ni antes
persiguiendo cegato y titubeante un fantasma por las calles rectilíneas e
interminables que acuchillan el horizonte de una ciudad que no conoce, una región
extranjera, profana y sacrílega en la que imperan leyes que no entiende y que
obliga al desafío constante y abrumador en el mismo momento que uno se pone en
marcha.
¿Podría decirme…?,
había preguntado el pobre imbécil horas antes, balbuciente y desarmado a pesar
de la pluma en la mano y la boca abierta, con su facha de reportero impropio.
La artista le miró con
lástima, pero en seguida apartó la vista. Cerró los ojos y, en silencio, se dio
la vuelta hacia la ventana verde y blanca por donde entraba una brisa cálida y
matinal aliviada por el frescor abrileño del East River no demasiado lejos de
allí. “Y estaban aquellos colores, siempre los mismos en la agonía mañanera”,
pensó El Cronista más tarde, emboscado en el metro camino de Queens.
¿Qué fue el principio?
¿De qué oscuridad
nacía?
¿Por qué tuvo que
empezar todo?
Yo quería pintar como
un niño, dijo Picasso: tuve que malgastar muchos años de mi vida hasta
conseguirlo, afirmaba en La Californie,
paseando entre personajes imaginarios, padres y madres y hermanos falsos,
novias apócrifas, amigos inventados, artistas inexistentes, todos pintados en
horas de insomnio genial. Ni siquiera eran falsificaciones de personas…, eran
sólo cuadros.
Ser niño como se es
Adán en el paraíso, inocente, inventando los nombres de las cosas, puro y
genial, creador de presas y cazadores en la cueva. Ser hombre como se es niño,
severo y colérico, fantasioso e inventor, extravagante a todas horas. Ser
chapucero y genial. Como solo un niño puede serlo: con todas las de la ley.
La mujer tumbada, con
los ojos cerrados, vio el futuro: era como esa mañana cálida y luminosa, pero ella no estaba allí.
“Empecé con una venta
de poca monta”, recordaba en 1970 la artista sin despegar los labios
agrietados, atada a los dos goteros siniestros, a punto de empezar la primavera
más allá de la asepsia y estrechez de la
habitación…
Cinco centavos de
1941. No era moco de pavo.
“¿Y esto?”, preguntó
su padre a punto de salir a la calle, trajeado, con el sombrero puesto,
examinando el dibujo a la par que entrecerraba los ojos risueños. Era otra
mañana de primavera, acuática y nítida, con los mil olores de la vida de afuera
entrando por la ventana abierta.
La autora de la osadía
tuvo que explicar el mundo que había construido entre los cuatro bordes de la página,
donde se sostenía todo el universo.
Veamos.
He aquí el cielo; he
aquí la tierra. He aquí sus cuatro pobladores.
Etcétera.
A su padre le
complació la respuesta. Le compró por un precio justo el dibujo.
Los colores eran un
tanto arbitrarios: había un árbol de hojas azules y la tierra era amarilla.
También había un coche volador y una piscina vertical, según aclaró a la
pregunta de su padre, a quien le costaba aceptar una piscina vertical, y a lo
que la artista replicó sin perder un segundo que ella la veía así, y fue
entonces cuando su padre comprendió que a una niña de cinco años recién
cumplidos no le era muy fácil representar una piscina horizontal cuando a esa
edad lo que se siente por la perspectiva y la regla anatómica es algo parecido
al mayor de los desprecios, ¿no ves el agua azul?, le había reprochado la hija
ante su extrañeza, y el padre no tuvo más remedio que asentir en silencio a la
vez que miraba convencido aquella cosa oblonga coloreada de un azul profundo
que se erigía a lo alto junto a los árboles de ramas y hojas también azules,
efectivamente era una piscina, y era una piscina vertical, y era de verdad,
porque allí se alzaba y eso era algo que nadie iba a poder negar.
Los personajes eran de
mentira, pero eran, aseguró la
pintora para confundir aún más al personal.
Al fin, tuvo que
aceptar la realidad y confesar que estaba contando una historia. De hecho,
estaba deseando hacerlo: papá, mamá y Helen. Y yo, puntualizó señalando con el
dedo la cuarta figura, enorme, mayestática, y con una gran sonrisa en la cara
redonda semejante a la luna llena que flotaba en el cielo diurno junto a un sol
en forma de patata. Allí estaba ella, de pie en el centro, en un primer plano,
sosteniendo un muñecón, justo debajo del coche volador que también surcaba el
cielo. En el dibujo su hermana, casi una enana, tenía la cara roja, pero roja
como el jugo de un tomate, un rojo chillón, los ojos asimétricos blancos, sin
pupilas, y el agujero negro de la boca justo al lado de una gran nariz verde,
un apéndice descomunal. El día anterior, camino del colegio, la artista se
había enfadado mucho con ella, ¡pero que muy seriamente!, a causa del robo
nocturno de un lápiz de su plumier que su hermana no tuvo más remedio que
admitir ante la presencia acusadora del mismo en su cabás, y ahora esa ladrona
confesa estaba pagando las graves consecuencias de su acción: la veía como a un
monstruo. Eso es lo que sentía. Y así la pintaba.
Relataba lo que
sucedía, la niña de la cueva mágica. Porque ella no pintaba Kopffüslers,
nunca lo hizo, repetía hasta la saciedad: contaba historias.
Su gramática es
todopoderosa y fértil. En ningún instante puede olvidarse que ella, la artista,
es una diosa, de esa clase que no renuncia jamás a sus privilegios ni a sus
calculados desmanes. Su gramática alzada en la bruma lechal del jardín de los
gigantes y los mitos es una estrategia silenciosa que ha dado lugar a un
lenguaje lleno de significados: ha creado unas reglas que haciéndose invisibles
logran una apariencia muy sedimentada
de sueños y horrores, una amalgama unitaria donde sólo sobresalen los residuos
gráficos de lo real encallado en lo más profundo de su alma secreta, niña y
picassiana.
1946.
¿Quién es esa señora Eva Hesse que se acuesta con su padre?
Déjala, pues ya es
crecida y más poderosa que tú.
No ha venido del
infierno, pero no la han arrojado los cielos a la tierra con la gracia con que
dejan caer la lluvia, la guardan los avatares.
Es la vida, pequeña
Hesse, que te asalta al doblar una de sus esquinas y coloca frente a ti una
luna agrietada donde puedas contemplar tus presentimientos y tus derrotas: una
madrastra (la del cuento) te suplanta, te ha usurpado hasta el nombre, anticipa
tu cáncer, te roba el padre, esa perra.
Ahora ya vive en el
terror.
Se estrechan las
paredes, el suelo y el techo de su celda, segundo a segundo, milímetro a
milímetro, comprimen el espacio, nada puede detener ese fatal desplazamiento,
se empequeñece el aire, la materia, la visión, el aliento, y cada vez más las
ranuras siniestras e invisibles por donde se deslizan los cuatro planos del
crimen aproximan a ella, inexorablemente, la losa invencible que va a
aplastarla, va descoserle el cuerpo, abrir un boquete en la charca de su
cerebro, reventarle los ojos. Todo va a ser una explosión blanca. Un final inevitable
de luz poderosa y unos fuegos de artificio bellísimos y efímeros que matan.
Porque antes del desvanecimiento último, del
que ya no podrán rescatarte, la sensación postrera debe ser la de sentir un mar
que poco a poco te anega por los cuatro costados hasta que te sumes en un
vértigo placentero, analgésico, una lengua de fuego atornasolado, cambiante y
luego, tranquilamente, la gran ansiedad
blanca, como la fuerza del sueño que tan suavemente te atrapa en la inconsciencia,
sin ruidos, sin forzamientos.
Me legitiman mi credulidad, mi servilismo, mi
humildad. Necesito estar viva. ¿Cuántos lo desean realmente? Sé (y desprecio)
de quienes quieren seguir vivos no porque amen la vida, de la que ya nada
pueden esperar más allá del aburrimiento, el sueño y las funciones y
necesidades fisiológicas, sino porque sienten un auténtico terror hacia la
muerte. Destruida la materia física, volatizada, se horrorizan ante un
hipotético sufrimiento de la mente durante todo una eternidad tan improbable
como sus castigos.
Hay que verlos (antes y después) a estos
jóvenes cachorros ahora moribundos o agostados. Los veo.
Los imagino estériles y agónicos. Muchos de
ellos se desgajaron sin norte de la diáspora maltrecha y polvorienta que se
dispersaría a lo largo y ancho del mundo desde las granjas y praderas de Bethel
y White Lake finalizando el verano de 1969. Habían comprado por 18 dólares una
entrada con derecho a permanecer en el paraíso tres días emborrachándose del
estruendo de la música. Ninguno de ellos sabía que la lluvia y el barro de
Woodstock clausuraban una época de esperanza e ilusión aunque no se supiera muy
bien de qué. Exactamente un año más tarde el maná de la pacífica saturnal que
había rugido sobre el escenario de 30 metros se pudría en los corazones apagados
de Jimmy Hendrix, Jim Morrison y Janis Joplin.
“Estuve allí” (como un muerto), dijo uno recién
salido de un mal trip de LSD. Hasta
nosotros ha viajado sin alas. Desde aquella libérrima nación sin fronteras que
sólo estaba encerrada en la cabeza de sus magníficos y andrajosos habitantes.
Las obras… como una narración interior, sin
trama y, suceda lo que suceda en el ánimo de su contemplador, verídicas. Esa es la propuesta. No una
ilusión óptica, algo en lo que nadie pueda incurrir jamás observándolas: obras
sin trucos, palpables, reales e insobornables ante cualquier juicio peyorativo
o paternalista, descalificador, puesto que se encuentran a salvo del recurso
comparativo. Libres de una preceptiva paralizante, los tinglados plásticos de
nuestros días avanzan desde la insolencia hacia el cerebro del espectador.
Darwin en el arte: la adaptación al medio, una
selección natural…
No es ironía lo suyo, es sarcasmo, una
carcajada hueca exclamada por la artista con la mayor educación.
(1995). Por vía postal le llega a El Recolector
el último regalo (y, además, como una bofetada póstuma) de Raymond Theodore
Yeats: una docena de sobados ejemplares de segunda mano (!?) de Playboy de los años sesenta y setenta
con relatos más bien alimenticios de Cheever, Capote y compañía, no obstante
todos dignos de lectura. (Curiosamente, lo que es motivo de reflexión, las
páginas más manoseadas son los textos a toda caja de esos tipos y no las que
muestran obscenas las minuciosas fotografías de las vaginas entreabiertas de
las espléndidas modelos.)
Devana la madeja:
Si fuera sirena:
abre y quita las vísceras, las espinas
inútiles, limpia las entrañas, laña la rosada carne, alimenticia, y el olor
salado del mar que le hace la boca agua. Y, finalmente, la estudia hasta llegar
al abismo de ella, a la negrura de la nada antes de ella y después de ella.
El arte
como forma de pensar.
Pero el
arte sólo son imágenes, le dijo.
Puedes
pensar a partir de ellas, le contestó.
Prefiero
pensarlas antes, le replicó.
En
realidad, puedes hacer lo que gustes (y se encogió de hombros).
De
cualquier forma, acordaron los dos, el arte es un buen lugar donde defenderse
de todos los deterioros… Imaginarios o no, todos hacen daño.
Esta idea requiere un encuadre amplio…
“Anduvimos entre angulares”, dijo.
Cociente: divide los años entre el divisor de
los logros.
Mal resultado para la colegiala lista. Al
final, se diría que una termina en lo residual, entre los restos del naufragio
propio y el de los otros.
¿Qué queda de su obra? Un pecio casi miserable,
unos despojos que los espectadores se empeñan en malinterpretar.
En los últimos días de su vida el aire de la
habitación parecía impregnado de un olor a leña quemada, fragante y limpio,
como el que emana la tierra caliente de un bosque de pinos bajo el sol de
agosto.
Un siglo antes: En el edificio del Sloan-K., en
la 64 con York.
“Dese por salvada (¡!).”
El Cronista: “Le aplicaron un programa
intensivo de quimio y radioterapia (sic)...
¿Qué pretendían? Sin duda, mantenerla viva pero moribunda, decrépita pero no
hecha pedazos todavía. Esto es un negocio, como otro cualquiera…”
La gente tiene miedo al dolor, a la muerte. Y donde hay miedo y dolor hay dinero
y tipos que terminarán haciéndose con él sin el menor miramiento una vez
fabricada La Gran Barraca De Feria De La Supervivencia. Uno paga lo que sea
(hasta lo que no tiene) por seguir vivo: la última compra, con tarjeta de
crédito o sin ella, en efectivo (se enteran los comerciantes de hombres, ellos
se enteran, y a los moribundos les anulan las tarjetas sin contemplaciones).
Ha cumplido los ritos. Se halla en calma y bien
dispuesta para el sacrificio de la moderna terapéutica: se ha bañado a
conciencia y, limpia y sin olor, ni siquiera es un cuerpo de sufrimiento. El
alma en carne viva.
Espera.
Todo va a ser una gran espera a partir de
ahora.
Tú te mueves
en el Tiempo… esa gelatina invisible, pegajosa, mortal.
Ya en bata, era incapaz de leer y de reflexionar debidamente en la sala de
espera que antecedía a las devastadoras sesiones bajo la bomba. Sentada junto a
otros pacientes, sin moverse un ápice en la silla, se limitaba a observarlos a
hurtadillas y apenas prestaba atención a la vulgar música ambiental que siseaba
desde un ángulo en la pared. Calculaba quien tenía esperanza y quien iba a
desistir; quien se aferraba a la vida con desesperación y quien simplemente se
dejaba llevar de la mano al infierno sin esperar demasiado un milagro.
Entretenía sus pensamientos lejos de allí y su tremendo destino sólo con la
vista, sin rebeldía, dibujando los perfiles de la miseria de esos seres humanos
junto a ella cuya caducidad ya les alejaba del mundo, los anclaba en la
antesala de la desaparición que resultaba ser ese rincón oculto a las grandes
aceras pobladas de gente de la vida del exterior.
Luego, condenada e inclinada bajo el peso de
una gran culpa (¿qué pecado original te castiga a una fábrica de carne y huesos
imperfectos, podridos antes de hora?), la conducían por un largo pasillo
iluminado por una extraña luz verde y azul, marina y espectral como los sueños
del amanecer, hasta que llegaban al lugar del ruido blanco y se dejaba hacer
como un animalillo indefenso.
Niños calvos en sillas de ruedas con una marca
negra; viejos que no parecen asustados, sólo molestos por estos últimos
trámites antes de la muerte. ¡Qué fastidio!
En la habitación amarilla de la gran máquina
amarilla.
Bajo la bomba de cobalto.
Fijaos: se dejaba hacer.
Tu arte enfermó, comenzó a supurar puses y
pestilencias, y ya veneno, se produjo su muerte por autointoxicación.
Partenogénesis admirable a la inversa.
¿Cuál fue su mal?
(Sin causa aparente…)
Idiopático (dijimos sin saber de etimologías).
¿Y tú?:
Tengo una personalidad esencialmente botánica,
me gusta la luz del sol y la busco incluso en los días más ardientes del
verano, me gusta estar quieto en sitios apacibles y hacer el menor ruido
posible, odio todo tipo de agresiones. Y, como me gusta recordar del otro, me
atan a la tierra misterios mucho más fuertes que las raíces.
En MacDougal Street: compra vestidos indios,
largos y vistosos. “Soy guapa”, dice a punto de echarse a llorar.
Un día mira de frente a la Máquina Amarilla:
podría hacer una obra de arte con ella, dispone de lo preciso: alambres, conos
de plástico, botones...
La antesala del infierno.
Miraba las montañas como si fuese edificios:
ruinosas y viejas unas, aplastadas bajo el peso de los siglos; nuevas y de
perfiles nítidos otras, todavía alzadas al cielo, desafiantes y jóvenes.
Comprobaba la línea irregular, los volúmenes y los planos. Miraba las montañas
como si fuesen esculturas.
Todas diferentes, vivas y pródigas de árboles y
plantas, de seres alerta, en movimiento. “Crea, artista, la gran naturaleza”,
se dice El Memorialista reprimiendo la lástima. “Y también los paisajes
interiores.”
Estamos en La Era de los Trucos. Llegaron las picardías, que dirán mil
años después respecto a una cultura cuyos muros aristocráticos, ruinosos ya de
brechas, dejaban entrar lo banal a raudales.
Si las obras de arte del pasado eran ilusiones,
ahora otra forma de ilusión y magia más perversa trasciende aquéllas y
convierte las artes en el espectáculo de lo aberrante (un monstruo amorfo e
inextinguible distante de las tecniquerías seculares).
Febrero de 1960.
Los muertos tenían un precio: ya que una vida
es imposible de evaluar antes de su exterminio, una vez consumado éste se
justiprecia el cadáver, el anillo, los dientes de oro robados.
Auschwitz: las diferentes partidas
(investigación, interrogatorio y arresto, personal especializado, transporte y
desplazamientos, infraestructuras, personal de vigilancia y selección,
suministro de gas y crematorios) constituyen una suma no despreciable que es
posible establecer si uno pone la atención debida en la tarea.
Así que, sino las cenizas en una urna de
alabastro, le ha llegado a sus manos el legado póstumo de unos desconocidos
engullidos por el abismo de la historia. La sangre que se desliza por sus venas
contiene corpúsculos de aquellos exterminados. Una compensación al menos que
mitigue la estafa criminal perpetrada sobre ellos.
Te envían el dinero desde el infierno nazi. Y,
tú, lo aceptas, vampira: la sangre de tus cuatro abuelos.
Una fortuna: Eva Hesse recibe 1.300 pavos.
Si una es artista, eso, mil novecientos sesenta
y Nueva York son la eternidad. El horizonte nítido y azul más allá de los
estuarios del Hudson y el East River es la meta, aquello que nunca se palpa
pero que hace que la carrera tenga sentido.
Un motor en el culo que propulsa al infinito:
la calma y el cálculo son los mejores consejeros para batirse en las lides de
las exposiciones, las galerías y los marchantes, y también entre la turbamulta
y locura de los otros artistas.
Pero aún habrá que librarse de la confusión: se
autodenomina pintora, como Pollock, De Kooning, Johns, pinta mujeres grises y
cetrinas, amarillas con los ojos muy abiertos al dolor de lo femenino, el
silencio de las muecas. Paciencia, pues, en esta excursión inicial de
desatinos: ya encontrará el camino correcto.
Hasta que un día (acabados los 1.300 dólares)
se daría de bruces contra los claroscuros y los trastos oxidados de El Gran
Almacén Destartalado, una buena provisión de vocabularios para El Futuro
Discurso de la Escultura cuya hazaña nutricia posterior se basará en la
chatarra y el trasto.
Decididamente, el ejército de sombras mujeriles
cayó en el olvido hasta que en el año 2000 ciertas operaciones financieras las
rescataron para la compraventa beneficiosa. A pesar de los precios
desmesurados, intercambiables e indiscriminados, son los espectros menores de
un imaginario mediatizado por la pesadilla adolescente, el desollamiento
intelectual de unos traumas ajenos a las leyes de la inteligencia pictórica.
Nunca más se supo que garabateara unos rasgos o una figura en un papel. Los
monstruos, aun compartiendo las alucinaciones de un doctor frankenstein, se fabrican de otro modo lejos de las hechuras
humanas: se las suplanta con otras más oscuras nacidas de lo inmensurable, de
la razón dormida que certificara Goya.
¿Cómo habla el cerebro? ¿Y las manos?
No como las tripas, la garganta, la lengua…
“He ahí mis ruidos”, dijo.
Y, luego: “Necesito espacio.”
Los materiales del desecho y el desperdicio son
los más grandilocuentes.
-¿Hablaría el psicótico con la misma jerigonza
a como se ofrece a los ojos el enunciado de tu obra? ¿Destruiría el loco lo que
ve, que no es sino un desorden sintáctico de lo representacional, una imaginación?
-Si esa destrucción fuera posible, tal vez en alguna de sus combinaciones mentales
llegase a representar algo… Sin embargo, cuesta creer que pudiera deconstruir lo que ve, puesto que más
allá de un lenguaje se halla frente a una
forma, una composición que se alimenta en su primera apariencia tan sólo de
lo visual sin que quepa descifrar
sentido alguno: el loco no puede destruir
lo que nada expresa. Para él, no es.
Él busca objetos, ideas, lenguajes abatibles. ¿Qué clase de satisfacción va a
encontrar ahí? Pasa de largo el loco, se adentra pacíficamente en sus
imaginaciones. Prefiere sus pesadillas y sus enigmas, el Gran Discurso
Ininteligible que amedranta sus días entre masturbaciones y alaridos.
Atemorizada (comprometida) por la revelación de que
sus manos han de huir de lo iterativo en el arte, de la perífrasis abundosa
aunque indecente, da comienzo a la fabricación (exactamente, ésa es la palabra) de un lenguaje hacia atrás, un lenguaje azul que
retorna a los principios donde la forma era el caos, la suprema imperfección,
el caos en estado puro, fusionable. Este arte desprovisto de historia, de
frases hechas y significados supuestos se nutre de enriquecimientos léxicos, de
giros modernos y neologismos triviales pero efectivos, de novedosas y
fascinantes conspiraciones a la inteligencia. Y al alejarse de usos aburridos y
corrompidos por la costumbre o la incuria, su nacimiento es el nacimiento de
las estrellas. Eliminado el ornato inevitable que sólo los siglos son capaces
de añadir a los primitivos dialectos, liberado de la pesada carga de su acervo, este lenguaje ha de verificar en
lo grotesco e indecible de su abecedario el auténtico pensamiento sin una
signología previa que interfiera sus voces visuales huyendo a lo rojo cada vez
más sobrecargado, al infinito y su silencio oscuro, a lo incógnito.
El azul era simple, sabíamos de dónde procedía.
Así habla el pensamiento, lo que nace de un ser
vivo sin abrir la condenada boca tan llena de resabios, mineral y muerta.
La escritura innata de la indefensión, de la
desnudez. Un viaje a los antojos del cosmos, una merendola donde nacen las
galaxias, los elementos pesados y la simplicidad se vuelve loca.
He aquí el dibujo de la extrañeza.
Nunca sabemos adónde huye el rojo.
He aquí el dibujo de la metamorfosis: la cópula
de la materia con la antimateria: las imágenes de un cerebro no-físico.
He ahí el principio sin supuestos ni
figuraciones.
Ya que dibuja pensamientos, esculpe los espacios y
construye las formas ocultas sólo secretas por hallarse encerradas en la
mazmorra craneal, pues…
Podemos empezar.
Es la noche. De cuando en cuando, una ráfaga
helada de viento le golpea la espalda. La calle es larga, ancha. Edificios de
ladrillos rojizos con puertas metálicas flanquean cada una de las dos aceras
sin árboles. La luz azul de una luna extraña (azul) guía sus pasos. “Es una
obra de arte”, se dice pensando en el gris. Pero no sabe en qué lugar de la
ciudad se encuentra. “Es una imagen perfecta”, piensa embriagada por el
desconocimiento y la ausencia de cualquier señal de vida. “Todos los peligros
acechan.”
Todo lo mira de cerca. Es la directora de la
función. Maneja a dos manos el espectáculo. La mandamás de la pista. Nada se le
escapa bajo la carpa del circo: leones y payasos, funámbulos y forzudos, todos
bailan al son de los trallazos del látigo invisible. “Queridos niños, La Gran
Obra de Arte del Mundo…”
Pegado al ojo el visor que todo lo delata. ¿Y
qué objetivo empleamos? ¿Qué tal un 50? No… un 75, va a resistir un primer
plano. Salvo las ilusiones y el truco intrínsecos del arte, nada hay de
engañifa en las piezas expuestas a vuestros ojos… ¡siempre infantiles!
Acerquémonos todo lo que podamos, palpemos sin timidez su materia.
“Al arte del siglo XXI ya no le quedará ni
siquiera el derecho al desafío, ni provocará desconcierto… Acaso el asombro
ante la conquista del desprecio y la insolencia… ¡ya etiquetados e
institucionalizados!”
Exactamente lo mismo que acaecerá a la
literatura…
¿Qué me dices de la novela negra?
¿Es eso lo que ves a través del visor?
El mundo real nada tiene de telescópico, sus
encuadres abarcan mucho más allá de los límites de tu pantalla imaginaria. En
fin… todos los grandes escritores terminan sin afeitar, en pijama, con
molestias gastrointestinales, perezosos de la ducha diaria, huraños y aburridos
leyendo novelas policíacas, bebiendo whisky con agua y disimulando su estupor
de viejos bajando la vista al suelo ante los ojos de los demás.
Los cincuenta.
Por el Village todavía era posible escuchar a
un pianista en algunos bares.
En el principio una chaqueta de mezclilla con
coderas, una corbata de pana y unos pantalones de sarga y las gafas con montura
de concha están bien… y la pipa defiende lo suyo, en especial cuando uno asiste
a cursos estrafalarios sobre técnicas narrativas y otra (cualquiera de ellas,
Eva Hesse o la incipiente directora de teatro Judy Snows, por ejemplo) con
suéter negro de cuello de cisne, trenca de paño escocés y silencios harto significativos, recién salida de
La Escuela de Arte Dramático de Yale, vacila sobre cuál de los clásicos griegos
es más susceptible de zarandear en una puesta de escena “absolutamente
revolucionaria”.
El Acompañante, que se ha autonominado del
mismo jaez que el grupo de artistas a su alrededor, está ardiendo de los pies a
la cabeza. He bebido demasiado. El sol se abalanza sin misericordia sobre las
cabezas y los cuerpos prácticamente desnudos de los conversadores: julio de
1970, media docena de Futuros Consagrados Minimalistas sentados en torno a una mesa
ovalada ¡sin sombrilla! picotean fruslerías y beben cerveza tibia. Se hallan en
la azotea de un edificio de apartamentos de la calle 52, casi al borde del East
River. La tarde ya envuelta en los dorados y rojeces que salvan el Hudson y
llegan hasta Manhattan está a punto de ser vomitada desde el estómago de El
Silencioso Amigo de La Genio Recientemente Desaparecida. “Muchacho, estás a
punto de empezar a volar como un globo.” “Una sola palabra más –un sorbo más de
cerveza caliente- y verás lo que es bueno, artista-intelectual-recepcionista.”
“Un globo encendido con el peor de los
combustibles: la divagación.”
“No la cambiaría por tus neones, maldito
cabrón”, farfulla.
Al rato, escapa a la calle, lejos de las garras
de Andre, LeWitt...
Y ahora, ¿cómo llega a casa?
A bandazos.
Hesse, su memoria emocionada, las traiciones
charlatanas de hace unas horas, se han disuelto en el aire quemante de las
aceras con olor a cuarto oscuro, a agua sucia, a piedra y gasolina. La grisura
opresiva está a punto de ser vencida por la noche que no ha de traer la
refrescante calma.
Es un blasfemo de Hesse.
(El peor, por ser el más honrado y el más
menesteroso.)
“El secreto”, balbucea para sus adentros, en
pleno vértigo, con la mayor fidelidad hacia la judía y sus teoremas, “no exige discreción o disimulo… Basta con el silencio.”
Que él ha traicionado alardeando de pasadas
complicidades, desvelando miserablemente secretas confidencias.
Antes de desaparecer por la boca del metro,
tropieza con una recua de perros monstruosos que arrastran de las correas a un
tipo rechoncho y sudoroso ataviado con un uniforme verde con rayas rojas a los
lados y una gorra de plato del mismo tenor encasquetada en la cabeza.
Cae al suelo. Y ya no cesa de reír como un
payaso, entre lágrimas de asco y de miedo, rodeado de perros de dueños ricos
que, sin dejar de ladrar, a punto están de levantar una pata y mear sobre él.
Escribe
o crea: en el fondo se trata de forjar un molde de la nada que permita en lo
sucesivo partir de unas características intrínsecas, novedosas, ignotas hasta
ese momento o incluso en el de después. Cuestiona la definición de lo que
haces, sé un poco burlón y wittgensteniano con los fundamentos previsibles de
tu quehacer divino: sé bastante chapucero… o loco (aun dentro de un orden seriado).
Ella negaba. El otro la confundía. Una mística,
y no debería importarle. Pero la artista no lo aceptaba. ¿Qué clase de
obscenidad cultural era aquélla?
¿Acaso no mudaron el lenguaje a lo
ininteligible los místicos españoles? En sus mudanzas y transportes
metaforizaban pensamientos, sentimientos y temores, ansias y decires, secretos,
la memoria… ¡Un trip de lo mejorcito!
Traducían a jerigonza artificiosa la carne y el
éxtasis. Se entregaban a un oscurantismo que hacía que al final la prosa y el
verso brillasen como el oro. Lanceados por el fervor arrojaban la literalidad
al cubo de la basura, al rincón más ignorado de la celda monacal, y se
complacían en un deliquio que celebraba todo tipo de incorrecciones
gramaticales y de forzamientos lingüísticos. En el fondo, querida, muy
parecidos a la heterodoxa que eres tú, aunque aquellos no apelaran a lo
estrafalario. La fusión con el dios invisible, con el absoluto, o con la nada
más esencial de la muerte, aquello que nos abrazaba antes del nacimiento.
También eso es el arte, bucear en la nada, en lo que aún carece de palabras. Al
menos el verdadero arte…
“Esta mujer inquieta y andariega…”
“Esta fémina… descalza.”
“Esta predicadora.”
Su arte es fractal, recipiendario de una obra
mayor que escapa a las definiciones.
El vacío. La nada. El abismo. En 1965, antes de
partir a la patria de origen, espía a los contrincantes. En Pace Gallery: el artista, serio, de
mirada penetrante, parecía desmentir con su obra la frivolidad de su
descendencia del Finish Fetish, una
subcultura de ociosos de Los Angeles. Aquel arte aboca a lo desnudo.
A la todavía alumna, acólita y muda, algo
intrigante en todo ello termina inquietándola: unos cubos de cristal vacíos,
transparentes, de rara profundidad, expresan la “nada”, el no-ser que ella, unos años después, administraría sabiamente a su
vuelta de la factoría germana llena de máquinas rotas, hierros retorcidos y
toda clase de óxidos metálicos, aquella nave industrial abandonada que sería su
camino de Damasco.
Jazz, polirritmos, travesuras, disonancias,
blasfemias, roturas…
En
Saint John the Divine:
¡qué diablos!, adelantemos el tiempo,
burlemos la historia,
disfracemos el arte milenario,
y he aquí que de un plumazo, un par de lustros,
salvan dos siglos y de una sabiduría terrenal, pétrea y mineral, se escala al
más allá de los cielos ojivales y la policromía cegadora del vitral.
Otra
vez hay alguien sentado al otro lado del banco. Abrieron el parque a primera
hora de la tristeza. Las sombras son aún alargadas y la dorada claridad proveniente
del Este, oblicua y tenue, ilumina la arboleda y la geometría vegetal que
circunda el pequeño remanso de verdor entre los altos edificios.
Huye de los parques, boy.
Sentado al otro lado del mundo, él, El Hombre
de los Parques.
Pronto fluirán las horas, una a una, como
relucientes monedas de oro que ruedan hasta caer, malgastadas, en la negra
cloaca de la noche sin refugio.
Huye de los parques, de las calles frenéticas y
las aceras atestadas… Retírate del siglo, que te abrace la fértil soledad de
los 14.841 libros (a salvo del temible cancerbero Mllie. Larivière) que
amueblan tu agujerito de Queens: más te vale esta muda sabiduría que aquella
asentada sobre el vértigo.
Acero y magnesio: C.A. Pero no es la fórmula lo
que sostiene la simplicidad. Se trata de plástica. En cuanto el discurso, de no
acogerse a una inoperancia voluntaria, decidida,
cada material te hace expresar de una manera distinta. Se descubre en seguida.
Uno no es sino un medium en esto de
la “cosa del arte”.
No son nada inocentes. El espectador infama o
se mofa de lo que ve y de lo que asiste en silencio, oculta sus vicios de
origen, sus malformaciones, sus ascos y malas apetencias. Es un bicho difícil
de contentar, pero suele disimularlo bajo una sonrisa de complicidad y
suficiencia de converso algo peligrosa: “En realidad la gente es recia a la
transgresión, pero no a las perversiones”, le dice convencido El Analista.
1/. Carl Andre, 1968: dispuestas las delgadas
láminas de acero y cobre sobre el suelo de la galería, ninguno de los visitantes
se decidía a traspasar el umbral de la sala
y pisarlas (pues esa intención albergaba el escultor al disponerlas de
tal modo), desconcertados quedaban a la puerta, estirando el cuello para
atisbar más allá de la entrada, sin atreverse a dar el paso definitivo.
2/. La joven intérprete de la perfomance vestida con una simple
túnica, toma asiento en mitad de la galería. La luz de los focos, todos completamente encendidos, caen como una
cascada sobre ella. Algunos cubos de pintura, botellas de agua, cajas, objetos
diversos y herramientas como pinceles, tijeras, brochas, pinzas, cuerdas
etcétera, se hallan a un lado. Medio centenar de personas rodean a la artista.
Suena una sirena. Se hace un silencio absoluto. La voz de la artista se escucha
clara y precisa: “Durante una hora cualquiera de ustedes puede hacer conmigo lo
que le venga en gana, todo está permitido. Sólo soy una víctima: la suya.”
Paulatinamente, los focos atenúan la potencia lumínica hasta envolver el
interior de la galería en una semipenumbra. Luego de unos instantes de
silencio, se oyen algunas risas. Los presentes se propinan codazos divertidos,
se dirigen miradas de connivencia, comentan entre ellos… Parece que los
espectadores se van a limitar a observar todo el rato a la artista sedente, que
no se mueve un ápice de su asiento. Pero de improviso, una adolescente se
acerca a los cubos de pintura, elige una brocha y la embadurna de color azul.
Sin dejar de reír se aproxima a la “víctima” y le unta la túnica con la
pintura, un un brazo y parte del rostro; luego, deja caer la brocha y se aleja
corriendo hasta el corro de gente. Un hombre de mediana edad se inclina unos
segundos sobre los objetos ordenados a un lado; taciturno, amenazador, parece
elegir cuidadosamente… A lo largo de los cuarenta minutos siguientes la artista
soportaría afrentas, humillaciones y agresiones tales como: cortes de pelo,
brochazos, roturas de la túnica (una de ellas dejaba ver por entero uno de los
caudalosos senos), golpes y manotazos, besos, empujones, burlas, pellizcos,
tocamientos, ataduras, maquillajes, órdenes sucesivas (y a veces hasta
simultáneas) de levantarse de la silla, tenderse en el suelo, poner los brazos
en cruz, pintarse las piernas (una de color rojo y otra de verde), gritar,
reír, bailar, llorar, andar en círculo, levantarse el borde de la túnica hasta
el pubis, recitar una poesía, golpearse a sí misma… La estridencia de la sirena
pone fin al espectáculo apagando la risa unánime, al tiempo que la luz de los
focos torna a adquirir toda su energía. Bajo la cruel iluminación el escenario
resulta ahora aterrador: caída y sucia en el suelo manchado de múltiples
goterones y huellas de zapatos sobre la pintura derramada, pero con los ojos
abiertos dirigidos a los rostros de sus torturadores, la artista ultrajada ha
cobrado de nuevo su dimensión humana, ya no semeja la marioneta desmadejada de
momentos antes ni depara el carácter objetual plástico que les dio por creer a
sus ejecutantes por un día, mientras a su alrededor se esparcen en completo
desorden la silla volcada, charcos de agua turbia, objetos, cajas, cubos,
cuerdas y brochas, los regueros del acrílico. Con suma rapidez gran parte de
los espectadores, hasta hace escasos momentos divertidos colaboradores estéticos, huyen hacia la salida en
tanto que otros, aún sin moverse, desvían la vista de victimarios avergonzados
por su impudicia colectiva, revelados a un tiempo por la terrible luz de la
realidad y la indefensión de su víctima de carne
y hueso.
Fundido.
(En negro.)
Tiene el arte moderno un potente y diáfano
claroscuro, un contraste diríamos… xilográfico. Berlinale prenazi, entre la inflación y el gran expresionismo, los
misterios y la invencible embriaguez de la urbe moderna, pecadora y fascinante,
en donde tamaña república alienta culturas, despropósitos, refinamientos y
crueldades y el señor Hitler, el acuarelista, deambula por las calles con el
estómago vacío y los frescos de Miguel Angel en su imaginación calenturienta (a
quien su “genialidad” callejera y ociosa de muerto de hambre desafía con los
pinceles en la mano).
Una plancha de cinc, otra de aluminio, otra de
cobre y aun otra de acero. Una escultura plana, atentatoria, bidimensional por
la sola oposición a la pintura informalista texturada y granulosa. Y otro
deslizaba hilos de metal coloreado desde los techos de la galería de la calle
57, cercaba regiones, acotaba sutilmente espacios imaginarios, de no muy fácil
traspasar a despecho de la liviandad de sus muros.
Peatón: ojo con la raya.
Como orando: el mito frente a la matemática. He
ahí el reto de la posminimalista.
“Levanto la traza gótica, las religiones
desnudas”, le decía el nuevo artista de la “nada”.
La pieza, su alma de material: una iconografía
tan válida como cualquiera. El lastre iconológico que subyace tras ella vincula
a misterios más íntimos.
Todo lenguaje es un símbolo articulado por una
arbitrariedad que nace desde la ocurrencia fónica, “un gruñido visual”.
Pienso en X, mi próxima obra, como en un
líquido limpio y esplendente encerrado en un recipiente de cristal azul…
¿De qué está hecha su obra?
¿De qué está hecha la vida?
¿Cuál es la sustancia del pensamiento?
¿Por qué no se almacenan todas las miradas?
¿Qué raro material de la memoria recrea una
melodía que sólo es aire?
¿Sabes tú de dónde viene la palabra? Poner
nombre a las cosas es una bonita tarea. Un pacto con todas aquellas fuerzas
creadoras de la naturaleza.
El barniz del tropo: abrillanta sus parcelas.
Disfraces o galas.
A esta obra sólo le falta hablar: con sus
células ha construido tejidos que conforman órganos que establecen los sistemas
de una estructura hecha realidad plástica.
En U154
mi disfraz es un pez dorado que surca los cielos verdes de agua dejando atrás,
muy atrás, el cáncer. Me deslizo a la velocidad encantada de la luz. Cuarenta y
dos años después de mi muerte, en DocumentaK13 (2012): el concepto ha
desaparecido. No importa si lo que se exhibe es arte o no. En esa conjetura se
cifra precisamente su intención. Desconcertar conciencias. Desbaratarlas. Así
que en seguida descubres el juego. Un juego a veces inteligente. El artista ha
sido secularizado, puedes replicarle perfectamente: tus manos pecadoras ya no
me impresionan, ni tus falsas religiones, y nada de sagrado emana de ti. A
partir de ese momento, la obra de arte (que lo es porque de esa forma se
declara con la debida antelación) adquiere un sentido festivo, ritual,
dionisíaco. Y entonces, al contemplar la obra
maestra del siglo XXI tumbada en el suelo o colgada de la pared o
parpadeando en la pantalla de un monitor, vuelves a sentir aquella maravillosa
e inquietante sensación de orfandad, miedo y misterio que te embargaba al
traspasar el umbral de madera con olor a ceniza salubre y, vacilante y
confiada, por unas pocas monedas te adentrabas en la oscuridad iniciática de la
barraca de feria en el parque de atracciones de Coney Island, entre murmullos
alegres y el son de mar. Se fundía tu espíritu expectante en una experiencia
que mucho tenía de magia pero también de fraude: pasabas de lo real a lo
imaginario… que también era real. Ahora el precio de aquel ingenioso juego de
espejos, de aquella ilusión orgiástica, solitaria y misérrima, de trapos mal
pintados y trastos de formas caprichosas, genera millones de dólares.
Conocimientos prácticos en oposición a una
cultura libresca que sólo busca analizar y nunca describir puesto que nada ha visto.
Has acabado.
Ella en el dinner.
(Phillies).
Antes, frente al espejo del baño: la has
acicalado, la has vestido de manera correcta para evitar malos entendidos a
esas horas de todos los pecados.
No sin cierta comicidad siniestra, la has
amonestado: “Puesto que es imposible huir de ti y tu maldición aunque me
matara, te llevaré conmigo a cuestas. Como siempre.”
Así que cerráis la puerta tras de sí las dos
siamesas ocultas bajo el único maquillaje.
La luz amarilla que atraviesa la curva
cristalera da a dos calles desiertas, acentúa
la fría soledad de la noche a la vez que revela en una semipenumbra los
sórdidos escaparates de las tiendas cerradas.
El camarero viste uniforme blanco y encasqueta
su cabeza pelona una gorra de dos puntas de estilo marinero; friega unos vasos
tras el mostrador y atiende con la mirada la petición de un tipo con el
sombrero ladeado sobre la frente y los brazos acodados en la barra. Otro tipo,
también con el sombrero puesto, sentado asimismo en un taburete de espaldas a
la calle, tiene la mirada fija en el sexto whisky, el penúltimo del día.
Resulta amenazador que los dos sombreros de
fieltro que cubren las cabezas de estos dos tipos posiblemente taciturnos sean
idénticos, como si ambos fuesen cofrades de la misma panda armada de los
abatidos sin remedio.
“Miss Lonelyhearts,
huyamos de aquí sólo con lo puesto. Ni tú ni yo somos unas zorras estúpidas.”
¿Sabes lo que significa Häagen-Dazs?
Atrapada, pero ¿en qué?
¡Mira que no saberlo todavía...!