lunes, 31 de mayo de 2010

Los 5 gatos de ámbar

Dibuja el sueño el grito, el crimen y la noche, los reptiles, la daga,
la catedral y las olas de plata, y los muros de piedra, los aires de un castillo, los cinco gatos de ámbar.

Con los ojos cerrados, en silencio, construye el éxtasis.

Son ansias del presente lo que ocultó el pasado, el placer (o el dolor que en el placer culmina), son pupilas de fuego (tiene un color el sueño...) allí donde celebras el secreto (y el sexo), la cólera (y la sangre) la lágrima o la pena del amor (o la muerte del amor).

Donde pulsas el latido del mundo cautivo del tiempo, la agonía lentísima del sol entre escondidos gozos.

La vida como un río de plácida mudez anega dulcemente la entraña más recóndita del día.

En sueños te complacen sus miradas traslúcidas de rigor vigilante.
Tú, durmiente febril.

Manifiesto de B. en M.

domingo, 30 de mayo de 2010

Ensayos para un estilo (4)

A primeros de mayo el relente de la noche es frío en Montes.
Las hojas del balcón están abiertas. Permanece inmóvil mirando al final de la calleja la plaza del pueblo dormido. Sólo el chorro de los caños cayendo en la fuente rompe la quietud de un silencio casi telúrico, palpable. La luz amarilla de las farolas ilumina el espacio visible de la plaza. Es una luz tan falsa como la de los sueños. Cierra los ojos. Contiene la respiración. El agua de la fuente acentúa la magnífica soledad. No distingue otro sonido definitivo en la noche a punto de morir, pero aún tan oscura como si acabase de nacer. Por un momento abre los ojos, y ve una sombra cruzar presurosa el fragmento de la plaza que domina desde el balcón. Un perro silencioso y ligero trota tras la fugaz aparición. Le sobrecoge la escena tan rápida, casi subliminal. No experimenta una sensación de temor: es un súbito desbarajuste en la conciencia lo que depara la visión anómala en la noche quieta.
¿Adivinará cosas?
Escribí cartas que enseguida destruí (aunque es difícil que se desaliente así como así).
La sombra se le antojó un hombre en la huida.
Cerró los ojos de nuevo. Pensó: es el indicio. Pero le vino a la mente que era el seis de mayo. Qué más da. No va a andar uno de puntilloso. Esa es la epifanía que tanto espera.

El futuro. Mejor aún: el presente comprendido.
Me escribe: vi una sombra. Sería él.
..............................................................................................
Brell fijó su esperanza en lo que más desconocía. Ahora podría serlo todo, puesto que se negaba hasta el último átomo de su cuerpo corrupto y su voluntad mojigata. Partiría de cero. Regresaba, volvía a lo múltiple. Esa era finalmente su ambición.
"Yo era intrínsecamente mediocre, sólo la vida iba a proporcionarme una justificación. Estaba bien enterado. No me entretendría en cosas mentales. Yo no quería ser una cosa mental. Ya, no. Y me fui a buscar un hombre, una sombra fugaz, un perro callado. Yo era posible, concreto, cosa, hombre. Tal vez, perro."
Un hombre libre de deseos, si es de esa forma en realidad, sin engaños, se promete a sí mismo una travesía vital despojada de prevenciones, de estereotipos o sofisticado cambalache. Se lanza a cualquier ritual con tal de escapar de lo execrable, o simplemente de aquello que le aburre. Sabe de sobra que la existencia siempre es vencida. Se protege del sentido común como de la peste. Decidir mal, lo contrario de las personas normales, es uno de sus escasos triunfos.
Así lo creyó hasta conocerla [Silvia Jara] tan libre de reglados como una emoción. ¿No iba a ser nuevo?
He encontrado una cosa graciosa.
"Nuevo quería ser, desnudo al menos."
No le pondría nombre a las sombras. Quería corporeizar sólo una efigie que parecía trazarse en la oscuridad, se concretaba de bultos e inventos, de manchas imprecisas, una figura equívocamente desvelada que presagiaba luminosas galerías y corredores de sol, de aire y de cielo limpios, eminente como la roca tallada por los vientos y el tiempo de muchos siglos.
Añadía convencido: "No me creerás si te digo que ya estoy entre aquellos que disfrutan de... un alma moderada. Tendrás que aceptar mi conversión aunque concite una piedad, o la repulsa. ¿Puedes entender esto? En cualquier caso me adentraré en el bosque, o donde sea, con el corazón limpio de tinieblas." [?]
El concilio era su alma: la naturaleza y él. Formarían una junta indisoluble. Decretaba normas tan confusas como el origen que las instauraba.
El arte de la introspección, de la coartada esteparia, del designar a hurtadillas las cosas más inanes o imperiosas: sé lo que soy, pero no sé lo que quiero; busquemos, pues, el indicio. Un arte de elusión, pero al estar hecho de incógnitas y dudas plantea curiosidades inagotables y propicia ideas enriquecedoras. Abre todas las rutas a un corazón enfermo.
Un arte invisible, nuevo, obliga a serias recomendaciones: la valentía, por ejemplo.
Brell terminaría siendo un artista del sendero y los vericuetos de la roca. Supo labrarse un mapa de pueriles (pero peligrosos) laberintos de árboles y torrenteras: no dudaba en acometer caminos nuevos, o improvisaba fascinantes extravíos en un paisaje que era a la vez el espejo crucial donde se reflejaban su desprecio a la debilidad y su esperanza más secreta.
Inventó cartas de navegación bajo un cielo sin horizonte. No era fácil seguir el rastro de las sendas. Largos años de abandono y el desdén a la labor del secano, tan fatigosa y ruda, habían convertido los viejos caminos del monte en pistas casi extinguidas al borde de barrancos impenetrables. Brell (aseguraba) halló que poseía un sexto sentido para rastrear huellas de pasos antiguos entre los áridos bancales y las terrazas del monte boscoso. Se perdía entre ellos con objeto deliberado, introduciéndose en umbrías y despeñaderos alejados de toda referencia natural de orientación. Desdeñaba el paisaje tranquilo, amansado por la mano del hombre, tan monótono en su medida pulcritud.
Se entendía así. Y como nada hubo en su conducta que delatara cualquier impropiedad o inconsecuencia creyó en la bondad de lo que hacía y en el tiempo perdido de su inoperancia. Labraba su alma en lo que parecía un desafío infecundo con una fe extraña.
Esa actitud obstaculizó para siempre un último intento de concebir una entelequia que actuara de nexo entre su imaginación y la realidad. Sólo se imaginaba él. Cualquier escritura que no fuera ésa lo sepultaba sin remedio en el tedio más atroz.

sábado, 29 de mayo de 2010

Ensayos para un estilo (3)

Pero sobre todo recordaba la luz de metal, y el olor a perfume, la geometría limpia y lujosa de un espacio que desmentía realidades dramáticas, nocturnas torturas e infinitos desconsuelos, un lugar donde el encuentro regocijado con el artista incomprendido y ultrajado es imposible, es una (J.L.B.) cita frustrada: aquellos eran cuadros baratos, pobres, y él, ningún cauterio en el horizonte, la muerte... [Aquella elegancia ámbar de una madera, un destello, un reflejo de oro arrancado a un cristal límpido, la suave luminosidad de un licor que abrumaba los sentidos... Museo sin horrores, pulcrísimo, que expone a un pintor tan manchado y pedigüeño.]
Montes: recreaba lentamente la visión a solas, asiendo la fotografía luminosa, mirándola con ojos cansados y ahítos. Más allá de la imagen: hurga veladas intenciones, la oculta escritura del pentimento. Y... pensaba (?): "Este mundo se acaba, se acaba el siglo... Ya nada será igual. Pero, ¿qué hay ahí detrás...?" Me escribió sumario (he roto muchas de esas cartas innecesarias, alguna conservo, y otras he perdido, o me las han robado...):
"Sin solución de continuidad: el ánimo ensombrecido o fogoso. Los colores puros, avivados y vibrantes, resolvían una última escritura: la más real y única después de todo, tapaban el intento malo (?) de antes. Cualquier otra intención quedaba oscurecida y sepultada bajo la brutal apariencia de ahora, un deseo furioso en el lienzo como un lanzazo de fuego: lo que quedaba debajo, casi craquelado en el soporte de lino y yute, tal vez no fuera la expresión de un error, sino una nueva afirmación de su genio rudo y atrabiliario: otro cuadro, más hermoso si cabe, el mejor de todos, la obra maestra desconocida, tapada...."
Apagó la luz del flexo.
Mira a.
En el exterior la desnudez es total. Las líneas son reveladas sin piedad. Franjas de sol se estampan contra las fachadas encaladas de las casas. El cielo es de un azul profundísimo... Julio era la luz, y un sol poderoso recorría todos los caminos tintándolos de amarillo y de polvo, desvelaría cualquier sombra en la umbría, el recodo gris y azul del barranco, la flor roja, el tallo verdemar. Iban a detallarse arbustos y peñas, a perfilarse plantas y hojas, la tierra se aristaba abrupta y holgada de montes y espesas arboledas verdes. Brotaba un relieve de cosas y formas de color variopinto del gran plano indescifrable de la noche.
(Reconstruía las imágenes mientras esperaba la salida del sol blanco, todo bajo el silencio...)
El pueblo cobraba vida. Ruidos familiares, surgidos como por encanto, llegaban hasta él perceptibles a través del balcón: los golpes de un martillo contra la madera, los crujidos de un portalón, los cascos de un mulo contra el empedrado, una voz de mujer, el chorro del agua llenando un cubo de cinc, todo lo que comenzaba a herir la mañana cristalina, invadida de un olor seco, consistente, del oreo del monte cercano, del rastrojo del camino.
La trasparencia del aire era casi milagrosa, quizás hacía que el sonido fuese por ello tan nítido, tan cautivadoramente próximo al latido y el sentir de la carne viva en la piel. El aire... que zarandea el ruido de aquí para allá, y es un invisible hilado que mantiene las cosas unidas entre sí, suspensas: las presta a la pintura, clarifica cada materia y las despoja hasta alcanzar la misma esencia.... [1/. Anot., e interc. Disolución de formas: "... (V.v.G.) ya sin acariciar idea alguna, dos julios aún ha de vivir bajo el sol, entre los campos de trigo amarillo, el julio de la locura, y el otro, el de la muerte: preside el astro en los dos, y el Gran Segador..."] [2/.: Julio, que encegueza todo de rojo y de amarillo...] El viento rudo que agita el cuadro, emborrona el alma de ira: en el cielo de El sol del sur (1888, A.I., Chicago) escribe su rabia, puede leerse en esa caligrafía algo... así. (No, claro. Lo parece, lo parece... Pero, en fin: ¡qué tipo!, también puede ser un farsante divertido: adorna uno de sus óleos que copia de una xilografía japonesa con caligramas orientales de pura fantasía: ¡escritura que no significa nada!) Por lo demás, ya no plantea la composición al carboncillo: dibuja directamente a pinceladas, antes de que sobrevenga la fatiga, o la razón de la norma...: Entre los gruesos ríos de color, asoma sutilmente el pentimento..., una música desechada [... pues éste utiliza el pincel como si fuera el arco de un violín (dijo una vez, etc.)]

viernes, 28 de mayo de 2010

Ensayos para un estilo (2)

Había estado escuchándola durante horas. [J.: "No sabrías nunca describir su voz ronca."] Más que los detalles, sugería cosas. Pero, al cabo, no hubo condena ni a nadie a quien absolver. Ella era valiente entonces, sin entregas fáciles. La hacía desde la hondura de su ser una urdimbre de metal clamoroso y pugnaz que soslayaba los temores y las dudas mediocres. [A J., a otro, a cualquiera: "Sin embargo, ese aire de amenaza que parecía envolverla... y la derrota aplazada. No haber adivinado lo trágico, la mudanza, el sombrío o luminoso fatal trayecto entre la nada y la nada... Me apena confesarlo..." Solía decir ella: "El alma, de haberla, es una gema, un pedazo de cristal, o una sustancia de brillo sin color, traslúcida... Inventar eso..." (En un cuadro, claro.)]
Puse orden adentro... (Verter pensamientos sobre la obscena desnudez de las sábanas, ¡y los restos del desayuno en la cocina: verdaderamente, una tristeza suicida...! Ordena la... patética información de T.B.: palabras sobre Brell..., no, un final no malo del todo: sé tú mi brazo ejecutor, etc. Me dije: M. esta muerto. Qué trivialidad. ¿No era inmortal? Veamos. Era tan leve la mañana que la angustia obligaba a raras advocaciones, a penitencias inevitables y propósitos de enmienda... ¡de nuevo! Era el día tan liviano, tan apagado y sin peso que el espíritu transitaba en embelesos hirientes mientras la otra parte de mí, sin conciencia, trasegaba entre el vacío y el orden maniático y absurdo de las cosas. Basta.)
¿...El alma? como la luz del sol mediterráneo y quieto que espejea en el fondo de un cuenco de madera posado en la arena caliente de una orilla verde, azul. ¡Bien distinto! Estaba en un corredor de sombras, y era en una galería radiante de cristales y aire puro donde quería dejarme caer posiblemente humillado. La grandeza ajena... ¡tan insospechada!
Colocando libros en el estante, con el plumero bajo el brazo, frente al espejo: éste que veis vencido... etc.
No hay nada épico en poseer un conocimiento que anticipa los hechos... irremediables. Abro el libro: qué raro, me digo. Aunque, J. o S., quizás R.G., descubren el giro inusual, un encuentro grato con el pensamiento. Sobre todo, S.
Dirimía yo cualquier problema con insolencia, el de T.B., el de M., Brell [Haber agregado: estarán muertos con el tiempo. Pero: "No se mueren nunca..." Dicho por S., mucho antes de caer él mismo. 8/96.] Quito el polvo. Asqueado de tanto pasado inútil, falso, reinventado. Lo cierto es que no lograba corporeizar lo que era simplemente un entretenimiento mío con T.B. Yo mentía con malicia. Qué le vamos a hacer. Disfrazaba con el aspecto de un amorío algo mucho más profundo y devastador: la vana esperanza de recobrar el que hubiera podido ser de no haberse torcido las cosas... Y, si su leyenda ayudaba... O saberme distinto tan sólo, a salvo de las mendicidades más corrientes. Me valía de ella, pues.
Sabía que quería a T.B. a la manera compleja de quien oculta sus imperfecciones mediante negaciones insidiosas y onerosos rechazos, proyectando lo mejor de mí mismo, o siquiera la parte más noble que pudiera enaltecerme sin alcanzar la hipocresía. La quería porque la necesitaba, o porque era la formulación de algo valioso por hacer, y no hecho aún, o porque creía que los demás debían pensarlo de esa manera. Me convertía en espectáculo tan apropiado a la curiosidad de [...] Brindaba una distracción...
Ahuecaba la voz, aseguraba a... alguien (a punto de soltar la lágrima de cocodrilo): ¿Qué era yo para T.B.? ¿Y qué importancia podía tener eso. Acaso, en el pasado...
Pero era tal la certeza de mi equívoca posición actual que no me juzgaba a mí mismo adelantado en asuntos de amor ni objeto de encantamiento por arte de nadie. ¿Alguien podía dudarlo? Se esconde la arrogancia, aprende uno a limitarse, a empequeñecerse, y, en el curso de los años, a formar parte de un indescriptible sistema de encuentros calculados y separaciones incomprensibles. Más adelante, me sorprendía diciéndome casi en voz alta, esto será una costumbre, nada habrá de singular en esa falta de asiduidad, nos conviene a los dos.
Y los demás, tan solidarios al oír mis desvelos, tan correctos (como mi propia confidencia), asentían: "Tienes mucha razón en lo que dices…”, musitaban. La historia del otro (yo), esos amores ajenos... Acaba por fascinar, tiene atractivo tanta torpeza expuesta a las bravas.
¿Verla a medias, tenerla a deshoras?
No dejaba de verme burlado por sus otras aventuras eróticas. Tampoco me rendía a los lances y triquiñuelas del amor desairado (tan despectiva ella después, extraña luego, quizás perversa). Semejante actitud, mi pasividad, era la adecuada, imbricados ambos en una realidad que resultaba neutral para los dos, tan atractiva porque nada terminaba fraguando. En especial, su relación me permitía evocar los recuerdos de un pasado de fracasos pero al menos digno en las acciones y en las ideas, escribir sobre ellos y por encima de todo creerme que había habido otra vida capaz de justificarme ahora. En suma, labrar el presente con la mejor materia de antaño.

jueves, 27 de mayo de 2010

JOSE GRAU, dibujante - 1914-1998 (17)


En el hogar paterno del dibujante ha habido siempre varias ediciones del Quijote. En 1927 su padre, a modo de regalo para el hijo, compraría por tres pesetas una más, la de Sopena del Centenario (la editorial incrementaba las reimpresiones de manera espaciada desde 1916), casi de bolsillo por su singular e irregular tamaño (17,5X11,5). Una edición próxima a las novecientas páginas sin expurgar ni uno solo de los sonetos intercalados al principio y al final de la Primera Parte, encuadernada con tapas de cartón grueso, con el lomo de color hueso y una ilustración en cubierta no carente de interés, de autor anónimo, que idealiza las figuras de don Quijote y Sancho en sus monturas enmarcados en unas gráciles columnas de estilo renacentista, lo cual es todo un acierto, ya que Cervantes es un escritor inequívoco del Renacimiento, algo que parece olvidarse con excesiva facilidad. Los dibujos en las páginas interiores, de otro ilustrador, no son dignos de mención, a pesar de la laboriosidad con que se escenifican distintos episodios de la obra. El libro, de letrería rígida y apretada, incómoda de leer, lleva un prólogo de A. Herrero Miguel, compuesto de una sucinta, laudatoria y mentirosa biografía de Cervantes así como un recorrido crítico de la novela cervantina, una completa relación de los trabajos del escritor y una profusa bibliografía que arranca de mediados del siglo XVIII y alcanza hasta la Europas litteraturhistoria de un tal O. Sylvian och J. Bing, impresa en Helsingfors, bajo los auspicios de la Akademiska Bokhandeln, en el año 1910. El pequeño, aunque voluminoso libro, forma parte de una colección de cinco ejemplares de idéntico tamaño y características, cuya lenta publicación se alargaría hasta 1930. El conjunto recoge asimismo, La Galatea, Los Trabajos de Persiles y Segismunda y las Novelas Ejemplares en dos tomos. Estos cuatro últimos volúmenes puestos a la venta, a diferencia del primero, a dos pesetas cada uno. En la contraportada de estos ejemplares puede leerse una relación de las obras que componen la Biblioteca Sopena de esa época, de manera que los textos de Miguel de Cervantes, Quevedo, Mateo Alemán o Mariano José de Larra se entremezclan con La bestezuela del amor y La hora de la caída, de Hoyos y Vinent; ¡Muera el Señorito!, de López de Haro y Loca de amor, Incesto y Noche de Bodas de Eduardo Zamacois.
En la página de cortesía de esta la primera edición del dibujante aún niño (todavía no contaba trece años), se ha estampado el nombre del propietario y el año (José Grau, 1927) mediante un sello de tipos móviles entintado del tampón empapado de azul.
A partir de esa fecha el dibujante tardaría menos de medio año en empezar y concluir su primera lectura de El Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.
Años más tarde, en octubre de 1933, pocos meses antes de que la atrabiliaria derecha española ocupase de nuevo el poder merced a su victoria electoral del 18 de noviembre, el dibujante, que empieza a mantenerse económicamente a sí mismo, se ha regalado por su cumpleaños una nueva y lujosa edición del Quijote, acabado de imprimir el 15 de mayo de ese año. Por veinticinco pesetas ha adquirido en la editorial Iberia, con sede en Madrid, Barcelona y Valencia, esta última domiciliada en Emilio Castelar, 18, dos espléndidos tomos con conteras encuadernados en piel y guardas con aguadas, cortes entintados, de exquisita y muy legible tipografía con capitulares historiadas en rojo y más de un centenar de láminas fuera de texto grabadas por Gustave Doré.
Envueltos en un extraño papel color calabaza, el dibujante aprieta los grandes volúmenes contra su pecho y apresura el paso por san Vicente hacia casa ansioso de deleitarse en las ilustraciones y emprender por segunda vez una lectura completa de la épica enajenada del caballero de la Triste Figura.
Una España convulsa, que parece anticipar los desastres de la guerra, comienza a desintegrarse en banderías. No hará ni tres días que el artista en ciernes tuvo uno de los mayores sobresaltos de su vida hasta entonces: a poco más de dos manzanas de donde se encontraba en ese momento, una ráfaga de metralleta mató a un joven e hirió a otros cuatro cuando se dedicaban a pegar carteles de su partido sobre los desconchados de la pared de un antiguo edificio, en la parte oscura y gótica de la ciudad.

Se olvidaron el cuadro...

martes, 25 de mayo de 2010

Autorretrato (27)

Autorretrato (26)

Ensayos para un estilo (1)

"Estudia una sola brizna de hierba" (542). Verdaderamente, es suficiente con eso.
[“Me atraía ese cuadro... Novelas parisienses, pintado en 1887, antes de que... Pero resulta imposible averiguar los títulos de esa veintena de libros... Ese vaso sencillo a medias lleno de agua, con el tallo y la flor ajada de color tan desmayado, ya sugiere la liviandad inevitable de esa literatura de pasatiempo, su carácter sentimental...", le dije a T.B., un día en París. (Not., 4/03.)]
El, V.v.G., que ha visto esos campos de color furioso, todavía cree en las estampas de Millet. Y están todas esas gentes, la ruda labor, el sucio cansancio a que obliga la tierra... Hará una historia de todo ello.
Estaban los días de cielo limpio y azul, las blancas paredes de cal, los montes verdes, la época del bosque, el secreto del solitario Virgilio. Más tarde, me tiende [alguien] la cuartilla: es una escritura cursiva, de trazo menudo aunque firme, una tachadura o dos... Es hoy hoja muy amarilla. (Pues existía Montes, también lo de después...)
[Creo que el catalán hablaba de Ensor, en algún artículo de los años veinte: ¡Que sea el bárbaro más bárbaro! Inmediatamente pensé en Vincent van Gogh. (Oh, más que irritación o desprecio, sólo eran ocurrencias orsianas, fácil enojo de quien se ve desmentido una y otra vez, este hombre de estilo barroquizante que aspira a la sola claridad... ¡que celebra sin cortapisas la vidriera libre del símbolo, luz y color tan sólo! Contradictorias maneras de pensar que recobran la mejor esencia del polemista encubierto: oculto en algún pliegue de su estética halla que le fascina el desorden... Añade la "d" intrusa.) Y allí estaba ese libro. Ahora en manos de...]
Y de otra forma, ¿pues no resulta cosa de la imaginación más alocada el pensar que existen escritores de fama universal por estos lares temerosos del equívoco, y aun otros que son de oro y se olvidan de libros antiguos en desvanes polvorientos?
Beyle me ha entregado un libro de prodigio artesano en octavo, adornado de conteras y piel de cordero gofrada y teñida de rojo y tejuelo dorado, con numerosas láminas de grabados en madera de boj y grueso papel verjurado: "Las bucólicas".
Tuve que esforzarme para que soltara la lengua y, así, hallar la causa que explicara el origen de aquel oculto tesoro entre capas de polvo, los aperos mohosos, los serones y arpilleras rotas, cordeles deshilachados y piezas agujereadas de alfarería mora, cestos con simientes podridas y sillas desvencijadas y cojas de todas sus patas, telarañas, lebrillos desportillados y trampas inservibles para cazar ratones, la triste albarda vencida en el rincón, el aguamanil sucio y roto.

"De oro", decía Beyle. Me deja atónito. "Un escritor de oro", repite.
(...) Rosa Beyle abandona Montes. Como muchos otros, tampoco regresará jamás. El atildado escritor dannunciano [sic], muy afamado, la toma a su servicio durante dos décadas...
[Hojas 278, 279, 284 (?)].
Pregunta, y la esperanza de hacerse con él le avergüenza íntimamente:
"¿Se llevó el libro?"
¡Vamos! ¿Quién iba a leer en esa casa vieja de gruesos muros de piedra antes de Beyle, cien años atrás de él...? ¿qué ojos secos por el aire y el sol iban a leer? En esa casa nadie ha leído. ¿No será leer cosa de enfermos? Es de necios andar entre novelas mientras sacas de la tierra tu comida. Trabajos hay en la vida menos raros que distraer así las horas. Lee el cielo, mira si esta tarde la lluvia regará lo sembrado o pudrirá la fruta en el árbol, mira si asoma la nube del Sur...
Prosigue Beyle ante la insistencia de B. (fruncidos los labios; ahora, finos, finísimos: Sodemark):
"El otro se llevó el libro. Estaba en el granero, perdido desde hacía años. Ese hombre, el amo (?) de mi hermana, lo olvidó antes de dejar el pueblo... Poco hizo aquí, nada... Acordó llevarse a la chiquilla con él: comida y diez duros al mes. Mi padre cerró el trato: Cierro el trato, y el hombre sonrió al oírle. Entre los dos, la niña, que era pequeña, flaca y negra, y estaba asustada."
Lejos del mar... No iría ni una sola vez al monte. Atild..., prodigaría sonrisas muy joviales a todo el mundo, este fino y dandy cortesano ("Fumaba puros, paseaba por la plaza y dialogaba con el cura.")
Añade Beyle: "Cuando se despidió de nosotros dejó dinero encima de la mesa. No había motivo para eso, y nadie pidió nada, pero..." [Monedas, no; un terso y crujiente billete... El primero que ven los Beyle.]
No estimaron un ardite el libro aquel, ¡pche!. Aunque, ciertamente, era un objeto bonito. "Parecía un libro de iglesia, dorado, rojo", dijo uno...
Nadie con juicio, medianamente listo, valora lo que no va a utilizar. El volumen desapareció bajo los trastos.
Beyle:
"El otro nos visitaba muy a menudo. Después de cenar acudía a razonar conmigo. Encontraría el libro, ¡a saber cómo...! Se lo llevó. ¿Quién de nosotros iba a quererlo, y para qué? Le dije: haz lo que quieras."
D'...: Luego de unos años de interesada celebración pública, del apogeo de su magisterio, el íntimo ostracismo sólo aliviado por la profunda ironía; R., después de treinta años, aún no vieja, a la muerte del maestro, forma una familia junto al mar, prospera. No vuelve a Montes. (Hoja 281.) [Lugar de donde uno es... ¡Bah!].
Recuerda el viejo, aún, las veladas junto al fuego... Y al ladrón de libros. (Era callado, joven y pobre... Allí se sepultó rodeado de viejos durante un tiempo. Mano sobre mano. Invisible como las horas.)
Brell trata de imaginar al otro, que arrambla tesoros a la chita callando, que malvive entre viejos, sin hacer nada...
No puede sentir nostalgia de lo que no ha vivido. Recrea una ficción de sentimientos. Estos que hablan del otro..., como Beyle y la mujer de los libros..., libros que simplemente eran páginas escritas de un borrador de retazos deslavazados, una obra inacabada. Por su mente pasan fugaces y desordenadas secuencias de un tiempo no demasiado lejano, cuando el otro, y una divertida ocurrencia distrae su imaginación de cuando en cuando: "Bien parece que ando por la senda trazada de otro, entre experiencias ya colmadas."
"Era [D'...] un hombre manso y cordial", continúa diciendo Beyle, mezclando recuerdos de antes con los de mucho antes. Nos escribió varias cartas. Hablaban de tierras y gentes."
[Ese puñado de cartas manuscritas, de letra menuda y cursiva: en poder de R. y D.G., al menos todavía, 7/99. Verano muy fresco en C., de lluvias frecuentes y mañanas gloriosas de sol y de luz, rojísimos atardeceres de fuego, más olorosa la tierra oscura y feraz entre los pinos que nunca. Sueño recurrente entre neblinas azules: un árbol solitario, alto y esbelto, ¿un cedro?, contra un resplandor blanco de zinc; una voz ("Tarda todo en llegar, seca muy lentamente...") como un rumor de hojas. Encuentro inesperado y feliz el 24 con V.J., de M., acompañado de su mujer y sus dos hijas gemelas, ya adolescentes, de largas melenas de un color rojo, caoba. Le entrego a su mujer, pálida, alta y delgada, muy hermosa, un manojo de orégano con la flor a la vista, blanca y violeta. Sonríe tímidamente sin bajar la vista azul (!?). V.J. ha publicado por fin su breve ensayo (?) sobre la corta y trágica estancia de W.B. en Portbou. Sigue de prof. t. en V. Le miento tranquilamente sobre mi trabajo actual. Una de las niñas lleva un libro de cuentos de Andersen en la mano. Se lo pido un momento y lo ojeo con una sonrisa espontánea. (Compruebo el tex. Sin censurar. En El Encendedor de yesca: "De un tajo el soldado cortó con su espada la cabeza de la bruja..." Ese Andersen recuerdo yo siempre, crudelísimo en el fondo: perfecto escondite para una imaginación infantil.)]
Ya [El, y Beyle, que hablan, y hablan... La velada pacífica...] adivina dónde están las cartas.
Escéptico, pregunta por su paradero.
"Pues... han desaparecido", responde titubeante el viejo Beyle.
(...) "Las Bucólicas". Todo esto parece muy ingenuo… y es real.
Pero D'... no era escritor de apariencias simuladas. Cultivaba el dandismo, una imagen de sólido señoritismo catalán no demasiado convencido de la vastedad de las patrias chicas. Con toda seguridad descreía de casi todo, y en especial de toda convención acrisolada como cierta por el aburrimiento y la desgana. ¿Cómo no iba a descreer del tópico y el lugar común? Pero, ¡"Las Bucólicas"! ¿Qué esperaría encontrar aquí? ¿O sería una caprichosa y afortunadísima casualidad? ¿Sería un simple entretenimiento? ¡Su posterior olvido...! Tan lejos él del estereotipo... "Alabanza de aldea y menosprecio de corte". Y no, es vano el elogio de aldea, y es idiota figurarse una arcadia feliz. Aquí se muere de asco, y existe quien enferma de un cáncer terrible y, postrado en la cama, se ahorca con el cable de la luz valiéndose del peso del propio cuerpo. Aquí, loco o no, inventa uno la arquitectura siniestra de un ceremonial suicida de bruto, y agarra la escopeta de dos cañones, y en el interior de un cobertizo de barro y de caña, en la solana del monte, alejado de las voces y los ruidos del pueblo, anuda el extremo de un hilo al gatillo y el otro extremo al pulgar del pie, inclina el cañón del arma directo al pecho y lo sujeta firmemente con las manos, y estira el hilo, y se revienta el torso y casi derriba el muro de adobe, y se mata sin remisión y probablemente sin causa.
La vida en la aldea no merece alabanza, ni tiene misterio, ni es un eterno consuelo de nada. ¿A quién le puede encantar? Acoge a quien huye, pero... ¿de qué? ¿y adónde le conduce? Acabar aquí requiere conocer la tierra, aceptar el sacrificio que exige la penuria. Nada hay que estorbe más la vida en este lugar que la ingenuidad, el entusiasmo que todo lo adultera y le precipita a uno en el fiasco. Puede haber paz o puede no haber paz en la naturaleza y su contemplación.
Aquí se ha muerto de hambre, y de fusilamiento, y de amargura, y se ha muerto a traición o por malvado interés de aldeano pobre y sin conciencia, y se ha muerto por amores contrariados y por deudas vergonzosas, o se ha muerto uno sin darse cuenta, de golpe y a la callada, aquí se ha matado uno por el dolor del cáncer o por la falta de un destino, o por rabia desesperada o se mata porque sí, y aquí se nace, y se vive, y se trabaja, y se ama y se odia, y se mata y se muere como en todas partes y como siempre ha sido y va a ser.

lunes, 24 de mayo de 2010

Autorretrato (25)

Poéticas - C.G.B. (26)


El lugar introduce quizás un inesperado elemento que entra tácitamente en la misma definición del objeto artístico que se nos muestra, complica sus enunciados meramente plásticos (y de presuntas lecturas añadidas) al sumarle una reflexión adicional sobre las mediaciones e influjos de un espacio, de un entorno de adecuación que tanto puede ser una antigua sala de turbinas acondicionada para la muestra de obras de arte (Tate) como un palacio renacentista o edificios góticos (lonjas, pósitos, almudines o alhóndigas españolas) que, a su vez, se ven modificados en ciertos aspectos de su apariencia para prestarse al montaje de una exposición-instalación, que se verá de este modo potenciada a efectos plásticos, o inclusive la connotará conceptualmente con nuevos elementos de comprensión al establecer unos contrastes evidentes: instalaciones escultóricas del año 2010, erigidas desde un material heterogéneo como aparatos de vídeo y televisores, plásticos o resinas, se estructuran en un lenguaje postmoderno que se enfrenta a un ámbito arquitectónico del siglo XVI poblado de columnas jónicas o helicoidales, rancios estucos, maderas patinadas por el tiempo, sillares, los antiquísimos y pétreos lienzos de las nobles fachadas…

domingo, 23 de mayo de 2010

Autorretrato (24)

La nieve (I)

El maestro J.H.
En el tiempo de la nieve
descubría sin temor
el reflejo de su muerte
en los ojos del discípulo.

La nieve (II)

Espejo
Se agitan las llamas. Sostiene el libro abierto sobre el regazo.
El color del fuego alumbra el pensamiento. En la fiesta íntima del silencio los recuerdos huyen hasta ser sólo ascuas que apenas palpitan.
Mira a través de la ventana como se bate el viento en un mundo
de cristal. Nunca la belleza del sol fue tan pura.

sábado, 22 de mayo de 2010

Autorretrato (23)

Autorretrato (22)

En la agonía de J.D.G.B.

recuerda, cuerpo
Lo que nunca supimos de nosotros es que íbamos a ser verdaderamente únicos, sólo entonces poseedores cada día
de los mejores dones de los cuerpos, la caricia y el deseo
siempre a punto.

Herederos del sol (sus hijos más dilectos), amados por la noche
misteriosa y trivial, haraganes del amanecer diáfano eternamente azul, no supimos celebrar lo fugaz, abrasarnos del todo, abrasarnos en lo efímero de las cosas y los seres inútiles y bellos que a conciencia, ahora y siempre, como perros felices huyen de las cenizas de las evocaciones, de las melancolías, de sí mismos
cuarenta años más tarde.

viernes, 21 de mayo de 2010

Poéticas - L.A.B. (26)


Esa orografía sentimental que recorre tierras, que baja cañadas y recorre ramblas, que otea el horizonte desde lo alto está teñida de la sabia estructura del ojo del pintor, una mirada líquida que selecciona o deforma, que reinventa o simplemente colorea bajo la égida de un arbitrio soberano y prepotente: modifica la naturaleza, la muestra desde la invención, la acota porque sí, o la trocea, la reitera en diversos ángulos desmenuzándola a la luz. La desnudez del páramo o la ladera desarbolada, el otero calcinado por el sol de agosto, el collado polvoriento que fulge bajo un cielo blanco y cegador, la mancha roja del keuper, los borrones verdes, el calvero ralo y el umbroso lecho del sotobosque, geología plural que celebra la ocurrencia singular o el divertimento cromático… Todo parece responder al desmesurado entretenimiento de corregir a la naturaleza, perpetrarla de amaños a base de trucos de fullero artista y genial, domeñarla desde la batuta del vigoroso pincel, el certero espatulazo.

jueves, 20 de mayo de 2010

Autorretrato (21)

En el número 10 de la calle Lepsius

Entre oscuras iglesias y secretos burdeles deja correr la pluma en una habitación lejos del mar (tan cerca sin embargo de sus dones).
Lo que expresaba el poema (y era siempre el pasado) no era su angustia de ahora. Tampoco celebraba la mañana ni auguraba la tarde, no descubría el tiempo envejeciendo como él, tan lentamente (pues el tiempo envejece a la vez que las gestas de la historia y las diarias rutinas).
Escribía los versos sin cálculo ni rima, exaltando las calles y sus jóvenes dioses, la feliz peripecia de los soñados cuerpos en el áureo crepúsculo, la piel festiva fragante de brisa salada, la palpitante carne y la urgencia del abrazo.
Mas era inevitable: agonizaban al final el día y su material de aire y sus rudos metales, sus olores de fuego, la piedra viva. Languidecía el deseo en los ojos, moría el poema, las ofrendas morían como la última línea, muerto todo como el pasado en la silenciosa noche.

miércoles, 19 de mayo de 2010

martes, 18 de mayo de 2010

Autorretrato (19)

Pintura de género, IV (Escenas familiares, III)

La sábana blanca entre los muslos, el perfil enmarañado
de cabello y almohada, y los ocultos senos y el vientre
y el sexo sobre el lecho.

Cierra los ojos. Ve, garañón:
la galopada infinita hasta la verde montaña
donde los lagos, la nube, el viento y la prole.

lunes, 17 de mayo de 2010

Poéticas - Adrea I (24)


Alejadas ya las primeras tentativas factuales, todavía balbucientes, como si un aire de urgente provisionalidad imprimiera unas intervenciones poco plausibles en una estilística de evolución, al cabo se revela una definición capaz de promover un nuevo arte que exige nuevos procedimientos e inéditas resoluciones. Sería de una voluntad de transición de aquellos dos polos de actuación postminimalista, el propio minimalismo y el arte povera, que surge el land-art o “earhworks”, término como se le conoce también en el mundo anglosajón. Con este movimiento, cuya intencionalidad y definición artísticas todavía hoy influyen mucho más de lo que se piensa en la propuesta escultórica contemporánea, la desmaterialización del arte, si bien no se apoya en lo “ideal” estricto, en el puro concepto, desobjetualiza la obra artística al insertarla en un contexto que finalmente prevalece como elemento primordial: el espacio, el lugar, no sólo determina la obra artística. Es la intervención artística la que activa aquel espacio y le confiere su categoría plástica por encima de ésta. El hecho artístico sería, pues, el medium para aquella señalización espacial.

Poéticas - Adrea II (25)


Superados los patrones que condicionaban lo escultórico, el espacio apropiado extiende no sólo la geometría formal de la escultura: instala a ésta en una realidad en la que intervenir y, a su vez, hace del espacio real el escenario de sus anhelos. Las viejas suposiciones acerca de una aprehensión del espacio, de una utilización plástica del mismo, de su afortunada incorporación a la obra escultórica como un elemento más para inquirir y analizar, se ven sobrepadas por una escultura que lo que realmente pretende es la consolidación de una escritura "singular" en el espacio, pertrechada de tal vocabulario objetual que provea al artista de suficiente material como para no limitar ningún discurso estético por enfático, alegórico o presuntuoso que sea. En otras palabras, el lugar de la escultura es el espacio, pero ya no está en él, es en él.

viernes, 14 de mayo de 2010

Autorretrato (18)

Poéticas - L.A.B. (23)


La elección de un género pictórico por parte del artista figurativo revela una deliberada apuesta lingüística más allá de lo temático y la posible teoría de los contenidos. De este modo, la pintura de paisaje explica de sobra una predilección por una estética que propende tanto a la fantasía colorista como a una libertad formal de la representación que alcanza en ocasiones la alusión más sutil del modelo, y menos su constatación artística minuciosa. La fascinante combinatoria del color, la forma y la regla o no-regla de los elementos artísticos en el género del paisaje arriba a una expresión siempre atractiva y renovada del arte de lo figurativo. La diablura cromática que permite la exuberancia del muestrario telúrico (visualizado o simplemente reinventado), las connotaciones que la sintaxis terrena propicia para una constante improvisación formal y un repertorio casi inagotable en lo expresivo conduce finalmente a una exposición de lo natural que tiene tanto de pintura simbólica como de antojo expresionista. Nos hallamos, frente a las obras de los artistas más afortunados, ante una dialéctica de lo inteligible pictórico y la interpretación intimista a través de una convención plástica que, como señal de su incuestionable poder de convocatoria en el campo del discurso estético de imitación (siempre próximo no obstante a lo abstracto en los casos más reflexivos) se perpetúa a lo largo del tiempo hasta nuestros días.

3 de julio, 2003

R., en la memoria. Siempre.
Lo que evocas resignado este instante es un pensamiento que
la cronología desdeña, un color del pasado o la fragancia repentina de una flor escondida o una tarde de verano que pudo ser igual a ésta (silenciosa, de un amarillo cruel) cuando R., ahora muerta, fijó como un mensaje una extraña mirada en tus ojos de hoy.

martes, 11 de mayo de 2010

Autorretrato (17)

Poéticas - L.A.B. (22)


Una pintura inscrita en lo realista subraya su carácter informador sea cual fuere el género que practique. Nos apresuramos a señalar que utilizamos el vocablo “realista” en función de la dilucidación y comprensión más básica de una obra de arte intemporal, y nunca apelando a las obras que definen al movimiento post-romántico. Lo primordial en lo “realista” es una comunicación visual que únicamente demanda del espectador una visión plácida de los componentes que integran el cuadro. La cantidad de información convocada en términos artísticos no depende tanto de lo representado (el realismo de lo figurativo, aún sin ser inequívoco, no admite duda en cuanto su proyección semántica) como de los elementos y principios técnicos en su resolución. La instancia representacional, en virtud de su grado de legibilidad, por su pronto reconocimiento, se ve relegada por el estudio siquiera somero de la técnica (dibujo, color, proporcionalidad etc.) que ha posibilitado lo figurado en el lienzo. Su verismo, tan patente, tan privilegiado por la mirada, pierde un poco de importancia ante el conjunto de pertrechos técnicos que obran para la consecución del cuadro que, finalmente, es lo que termina pareciendo admirable al espectador medio, tan ineducado en el fondo. En resumen, lo “realista” propicia aquella certidumbre de lo “verídico pictóricamente”, ensalzado (y, por añadidura, tan degradado) por aquel espectador y su estrechez de miras.

lunes, 10 de mayo de 2010

Poéticas - L.A.B. (21)


Muchos artistas plásticos, lejos de la expresión elusiva para glosar sus obras, no escatiman esfuerzos por ser escuetos y llanos a la hora de ponderar su trabajo. Muchos artistas, y los hay memorables entre ellos, abogan por una teoría del arte, tradicional en gran parte de los casos, que no desmienta su pronunciamiento técnico, que lo representado, lo visible del iceberg del arte que practican, se ajuste en la medida de lo posible (y el pintor que nos ocupa jamás intentó explicar lo inexplicable) al dictamen de su pensamiento creador. Defienden sin fisuras el arte de la transparencia, una dialéctica tajante que repele la ambivalencia en el binomio fondo/forma en tanto termina siendo el resultado final del acto creativo. Piensan que ninguna elucubración peregrina debe interponerse entre lo que piensan, lo que pintan y lo que ofrecen al espectador de su obra.
Se trata el suyo de un ideario sin collage, sin añadidos espurios, sin la mixtura lírica de la palabra improvisada o la (supuesta) hondura exegética proyectada a los iniciados, y mínimos son los elementos heterogéneos que puedan confundir una poética donde la teoría desnuda se ofrece tan reconocible como la misma pintura que embadurna el lienzo. Tampoco soslayan la declaración rotunda respecto a preferencias personales o reconocimientos explícitos. La opinión de estos artistas se sustenta de una reflexión anticipada, de ahí la meridiana claridad de su juicio al escribirlo sobre el papel. Y, como no podía ser menos, el significado del cuadro es un perfecto correlato de aquel pensamiento. Técnicamente se representa lo que se defiende intelectualmente: en el plano de lo estético y en lo conceptual. Los referentes de esta pintura descansan, tan sólo, en lo pintado y en la intención que no ocultan. Justifican la idea, que exponen sin recato, mediante lo formal que la concreta.

domingo, 9 de mayo de 2010

viernes, 7 de mayo de 2010

(Urgencias), mayo 2001

Por ser hoy aniversario de aquella desolación (peor que el cuerpo abatido, herido o enfermo, roto, las voces como puñales, las técnicas del desprecio de los doctores dolor) apunto el cálido gris de la mañana, el bochorno previsible al mediodía, las rutinas vespertinas hasta la noche sin duelos: leer antiguos poemas, la palabra “clepsidra”, las manzanas en el plato, la sonata veintiuno.

La tristeza no es la de hoy. Tiene este día la gracia de ser no lo que es. Su huella será un engaño de aquellos moldes soberbios que aposenta la memoria, el álgebra del presente entre el recuerdo y la nada de lo que fue y está siendo.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Autorretrato (15)

El testigo (8)

El 31 de julio de 1966 los contertulios hacen oídos sordos al clamor de la calle. Desde hace dos días el germen de una nación violenta y ofuscada, desposeída de sus mejores guías morales e intelectuales, abocada a la brutalidad y la infamia de los años del terror, ha brotado irremediablemente de la noche argentina, la noche de los bastones largos. A partir de entonces la revuelta es permanente, incesante y crucial, pues en aquellos meses decisivos, y de resultas de la represión torpe e innecesaria, empezaba a abrirse el abismo de años después que ni siquiera las mentes más sombrías podían prevenir.
Otras mentes preclaras, apaciguadas por la confortable penumbra que instala en cada rincón la lumbre de la chimenea, dedican sus reflexiones hirientes a la importancia del tango en la juventud argentina, atizan palmetazos de dómine a la memoria del oscuro borracho repetidor de Faulkner o dialogan sobre el Hemingway cazador (1.119).
En pleno invierno, los leños en la chimenea caldean el salón y el resplandor acariciante de las llamas atrae la mirada de invitado. Especialmente le cautiva la fugacidad elemental de los picos de fuego, los mustios fogonazos que sus ojos medio ciegos apenas entrevén. Parece hipnotizarle el calor en la piel, le embriaga la oscilante mancha de rojo y amarillo. El fuego, el oro, Thor: “En su oscura visión de un ser secreto…, declama en silencio, rememora el endecasílabo de un poema que versa sobre leyes y metales. Casi sin querer susurra algo a propósito de ello, algo perfectamente olvidable, que el otro, el anfitrión, con una expresión en el rostro de aburrimiento solemne (está leyendo una frívola biografía sobre Hemingway) no acierta a entender, como tantas otras veces sucede a causa de la meliflua, apenas perceptible voz del invitado. Hace poco más de un mes que un general y sus huestes afines, que a su tiempo será depuesto sin contemplaciones por otro general y su camarilla, ha derrocado a un presidente civil elegido democráticamente, sacándole casi a empujones y puntapiés de la Casa Rosada. En ese momento emocionante en que la voluntad popular inerme es secuestrada de nuevo por las armas de los militares, el invitado y su anciana madre alborozados exclamaron al unísono asomando las testas a la calle por la ventana abierta: “¡Viva la patria!” (1.111).
Unas semanas han transcurrido con el flamante general metido en la alcoba y la cocina del Palacio Presidencial cuando el nuevo gobierno ilegal bajo el mando de sus charreteras da orden a la policía que entre a porrazos y disparando botes de gases lacrimógenos en las aulas y dependencias de la universidad de la capital y otras ciudades del país, nidos de comunistas y antipatriotas, lugar de caos y anarquía. Estudiantes, graduados y docentes se encerraron en cinco facultades del campus como protesta. “Sáquenlos a tiros si es preciso”, fue la consigna inmediata. Todavía no era la hora, y la sangre no llegó al río. Bastaron los culatazos y los mamporros indiscriminados. Catedráticos, profesores, investigadores y estudiantes serían expulsados de la universidad a golpes y bastonazos sin importar grado o condición.
Ese día de ignominia, en que ninguno de los males que se había querido remediar a la fuerza bruta tendría solución pacífica en lo sucesivo, fue el principio de una locura violenta en unas y otras banderías que al paso de los años concluyó en el levantamiento militar de 1976 y los miles de crímenes de después, en una guerra perdida, en un país vendido a trozos.
“La universidad”, como más tarde diría un capitoste “se ha vaciado de indeseables”.
En efecto, durante los meses siguientes más de un millar de catedráticos, investigadores, intelectuales y científicos de excelencia académica abandonaron sus cátedras y laboratorios y optaron por el exilio. Muchos de ellos cambiaron de nacionalidad y, al correr del tiempo, en diferentes partes del mundo, terminarían obteniendo prestigio universal en disciplinas como la física atómica, astronomía, informática, geología o ciencias exactas.
Entretanto el invitado no cabe en sí de satisfacción. Y de ese modo se lo hace saber al anfitrión, que escucha embelesado: van a editar un disco con una de sus milongas.

martes, 4 de mayo de 2010

JOSE GRAU, dibujante - 1914-1998 (16)


Mediados los sesenta el cómic español, tipificado por el uso multitudinario infantil y el submercado cultural, con la inevitable inconsistencia que define a ambas audiencias, entra en declive. Toda una industria que había basado su sinergia productiva sobre el tebeo de acción y el diseño de unos héroes de cartón piedra tan planos como la página donde se imprimen, concluyen en los puestos de reciclaje de la “segunda mano”, el intercambio de los episodios manoseados y la venta a peso. El continuum de una aventura incesante sin pretensiones, al socaire de un ocio exclusivo indemne hasta ahora y ajeno a otras alternativas visuales más potentes (a comienzos de los años sesenta la televisión entra definitivamente en los hogares españoles) observa semana tras semana cómo las ventas de los ejemplares periódicos y las revistas mensuales inician un descenso imparable, pues no debe olvidarse que, en el fondo, el tebeo nace –como bien se ha dicho- como sucedáneo barato del cine, sin imaginar siquiera que otro sucedáneo más adictivo todavía, y en cierto modo gratuito (las series de tv.), acabaría reemplazándolo. La crisis es de tal magnitud que el género debe reinventarse de nuevo en forma de cómic para adultos específicamente o en el mal llamado cómic de autor y el álbum de precio elevado.

JOSE GRAU, dibujante - 1914-1998 (15)


Si bien gran parte de los dibujantes españoles habían simultaneado su trabajo en quehaceres extraños a su labor creadora (funcionarios y docentes en especial), el escaso conjunto de profesionales que dedicaban por entero su jornada a la producción masiva de tebeos se verían afectados seriamente por la nueva situación. Encasillados en una tarea eminentemente adocenada (el tebeo de aventuras, que permitía todo tipo de extravagancias técnicas y dibujísticas, o los “monos” tan necesitados de un lenguaje verbal cuya comicidad devastaba la traducción) muchos de ellos veían ahora cómo sus dibujos, de estruendosa imperfección cuando abandonaban su “especialidad”, interesaban muy poco más allá de nuestras fronteras.

JOSE GRAU, dibujante - 1914-1998 (14)


Tan sólo unos pocos de estos dibujantes, muy destacados del resto por su maestría y por su versatilidad en el género, lograrían penetrar en unos mercados (Francia, Italia y Gran Bretaña especialmente) de difícil acceso por su alto nivel de exigencia. Controlada por las agencias, la actividad editorial de la literatura de la imagen en el panorama internacional demandaba un dibujo realista y eficaz, con gran capacidad de diversificación temática y que contados dibujantes españoles de tebeos de aventuras podrían llevar a cabo, viéndose por tanto la mayoría de ellos abocados a una parálisis frustradora. En plena agonía del sector, esto daría lugar a bastante finales patéticos, cuando no trágicos, en la profesión.

lunes, 3 de mayo de 2010

1975 (4. Final)

Entonces, yo vivía oculto en M... Algunos hechos, irrelevantes por entero, casi estúpidos, de clara afrenta política pero nimios, me condenaban a la huida y el anonimato, lo cual explicaba mucho más acerca de la ilicitud del gobierno de la dictadura que del grado real de amenaza que yo podía representar.
Un día, en el escondrijo, alguien puso encima de la mesa un instrumento de crimen, algo para matar. Miré el artefacto con una mezcla de calma e incredulidad que desmentía el inmenso desbarajuste que disparaba los latidos del corazón. Hasta ese día, yo no cargaba ninguna culpa. Comprendí lo que se avecinaba en los meses siguientes. Así, sólo pensaba ya cómo librarme de la maldad de un destino de criminal con razón o sin ella, algo tan distinto a la conspiración catecúmena e inocente. La imagen oscura y aterradora, fría y escueta, del objeto de pavor me perseguiría durante noches, incluso cerrando los ojos en aquel recinto sellado de sombras donde lo más fácil era la mixtificación y la fascinación por lo trágico. Hacer daño de manera atroz, irremediable para siempre, era destruir sin remisión posible lo mejor que había en alguna parte de mi conciencia y que preservaba, como buen idealista, para el futuro. Eso lo sabía con total certidumbre. Sé, como supe ya en aquellos años, que la contrición es la peor condena, una pesadilla que nos acompaña hasta el mismo día de la muerte. Yo no podía alcanzar la frialdad o la exaltación necesarias para perpetrar un acto aleatorio de violencia. Esperaba del porvenir, con fortuna o sin ella, al menos la recompensa de una paz lejos del remordimiento. Ni en el lugar más recóndito hubiese escapado de la pena.
A partir de aquel instante terrible ya sólo urdía estratagemas para salvarme de la condena y librarme de un pacto que, a mi juicio, bajo cualquier concepto debía afirmarse más en la piedad y el sacrificio que sobre una razón que no excluía los rigores de la muerte o la conmoción de un ciego atentado. Finalmente, logré zafarme de la maldición refugiándome en una fingida cobardía que no tardó en atraer hacia mí el desprecio inevitable. Pero mantuve mis escrúpulos intactos. Luego, me salvé en el exilio. Todas las palabras de reproche las he olvidado por completo. Los hombres y mujeres protagonistas de aquellos avatares hoy sólo devienen pálidas y muy fugaces sombras desprovistas incluso de nombre.
Todavía recuerdo un último gesto de desafío. Una noche Brell, en compañía de Marisa Brulard (a) “Matilde”, apareció lleno de ingenuidad e idealismo ante mí. Todo él era pura emoción antes que cálculo. Estaba dispuesto a ofrecerse para cualquier cosa. Es decir, no sabía nada de nada.
Enseguida traspasé su conciencia de casi adolescente. Era de cristal hasta el mismo corazón de su alma.
Lo hubieran perdido a las primeras de cambio; su entrega tan fácil abonaba la inmolación estéril. Me negué con fiereza a esa ofrenda descabellada.
Así que también lo libré a él de una acción irreflexiva y apenas justificada por los nobles impulsos que la hubieran precipitado. Nunca lo había visto hasta la desdichada oportunidad que le hizo irrumpir en la conjura de hombres y cólera en que me encontraba. “Mantiene la calma, pero su desastre es inminente”, me dije sin dejar de mirarle y saberle en otros pesares más abstractos, quizás destinado a otra suerte de más sutiles sufrimientos.
Le libré de algún hecho brutal apenas con unas pocas palabras. Su juvenil arrojo lo revelaba lleno de ignorancias y de escondidas flaquezas. La otra no despegó los labios, no tenía nada que decir, era un personaje impreciso y vagamente inútil, aun con el “alias”. Volverían al lugar de las ideas, al juego más llevadero y no menos fructífero de la protesta intelectual, donde todas las desgracias parecen, por solapadas, menos arriesgadas.
Meses después, cuando yo preparaba la escapada definitiva, Brell se haría buen amigo mío, un camarada sin armas y de mucha inteligencia. Hablábamos tanto en veladas inolvidables que al final teníamos que inventar palabras y pensamientos nuevos para sorprendernos mutuamente. Descubrí con sorpresa que él era mucho mejor que yo para encarar una vida sin mixturas. Tanto que jamás se rendiría a la renuncia de “vivir sin contemplaciones”. O todo, o nada.
A punto de partir ya para L., antes que me atrapara la tragedia anunciada que perdería a tantos en la locura e incluso a alguno frente el pelotón de fusilamiento, me confesó que la estricta decisión que yo había adoptado por él, si bien le libraba de padeceres y terrores, y hasta de la muerte, en cambio le despojaba del amor, o al menos de la admiración y una entrega sin paliativos. Marisa Brulard, al cabo de poco, lo miraba desdeñosa, o con altivez manifiesta, reservada y displicente. Espaciaba los encuentros, y con frecuencia evitaba alguna cita. Ya nunca se abandonó a la confesión dolorosamente íntima o al arrebato emocional y humillante.
“No podría vivir jamás sin ti”, le había jurado febril y descompuesta durante noches y noches, con el aliento de fuego y la piel abrasada, con el sexo todavía convulso y estremecido.
“Ahora”, me dijo Brell con divertida resignación, “sé que no se avergüenza de mí, sino de sus palabras y de ella misma, como si hubiese interpretado una mala comedia cuando era un recuerdo trágico lo que hubiese deseado para su vida de adulta.”
Sin embargo, Marisa Brulard aún tardaría mucho tiempo en desembarazarse de un pasado que tanto necesitaba para conmoverse en el presente satisfecho y aburrido de hoy (el futuro de entonces, donde todos íbamos a volver a encontrarnos).
Brell me haría llegar algún dinero cuando me supo, ya en L., escondido y solo, acobardado y muerto de hambre, casi en las últimas. Nos vimos, siempre de un modo subrepticio, en circunstancias muy penosas para mí y con verdadero peligro para él.
“Por aquí también anda ella, Teresa Brauner”, me dijo una vez.
Pensé todo esto al comprender que los diabólicos placeres del campo, -¡o rus, quando ego te adspiciam!-, y el olvido entretenido lo atraparían definitivamente, sin indulgencia, a la callada, con saña encubierta pero también sin falsedades: “¿Cómo podría un hombre no ser de su siglo?”.

domingo, 2 de mayo de 2010

sábado, 1 de mayo de 2010

1975 (3)

Por primera vez en su vida Marisa Brulard se vio dominada por una debilidad extraordinaria: se prendó de Brell.
En realidad, había sido el aburrimiento lo que le llevó hasta él y la expectativa engañosa.
Algo desorientada y exaltada por las peligrosas actividades de aquél que, no obstante, nunca alcanzarían el acto irreparable ni el interrogatorio ni la tortura en manos de la policía política, magnificó de Brell el coraje y el desprecio hacia toda norma, le admiraba de él su complicada preferencia hacia una cultura secreta o cuando menos peregrina e inusual. Todos los títulos y autores de libros adquirían en boca de Brell la entidad de lo desconocido y fascinante, el rito iniciático previo a las verdades más incontestables. Lo entendió del todo imprescindible en su vida de lujos cotidianos, un iluminado, aventurero y distinto, un maestro de ceremonias más allá del culto general a lo prosaico que a tantos degradaba día a día mientras iban envejeciendo. Ella, la más encantadora y auténtica de las burguesas, había encontrado un papel de heroína. Y, lo más excitante, descubrió entusiasmada que aquel disfraz tan novelesco, las lentejuelas de la clandestinidad, el secreto y el riesgo, más imaginado que real, se ajustaba a la idea que tenía de sí a la perfección.
Brell no tardaría en darse cuenta de que Marisa Brulard lo deseaba con la furia de una obsesión disparatada. Lo seguía a todas partes, y en todo momento lo buscaba con la ansiedad de la novicia. Brulard, orgullosa y entontecida, claudicó a la humillación y al desaire, y su arrogancia se vería maltratada y muchas veces objeto de un castigo imprevisto. Sólo el sexo terminaba ocultando a uno su indiferencia y haciendo olvidar a la otra su confusión.
El ejemplo de ellos era en cierto modo una constante. No eran sino un lugar común durante las turbulentas circunstancias de un inminente cambio político que exigía la discreción e inspiraba miedos y cuidados.
Marisa Brulard fue siempre ignorante de los peligros que hubieran podido cernirse sobre ella. Demasiado absorbida por la atracción que sentía por Brell, su rebeldía carecía de talentos y disimulos; en consecuencia, desconocía los desastres que hubieran malogrado en verdad su vida. Además, su origen familiar, su alcurnia, por así decirlo, era suficiente para mantenerla ignorante de aquéllo que sólo parecía existir lejos de su entorno social y cultural tan a menudo indemne de miserias y sevicias: la fatalidad.
Lo cierto es que la rozaría sin advertirlo. Ella y también él. Lo sé porque fui yo precisamente, tan expuesto a los mismos sucesos pero con un protagonismo activo mucho mayor, quien los devolvió a su mundo de indecisiones y paradojas pero de bellas ordalías.
El arrebato de Marisa Brulard (tan efímero, a la postre) por Brell la cegaba para cualquier otro asunto de la realidad, y el severo escrutinio a que sometía en otro tiempo todos sus antojos y procederes, hasta el más mínimo de sus sentimientos o gestos, se veía ahora suplantado por una irresponsable obcecación. Por su parte Brell, de un espíritu superior, o de una especial honestidad, creyó entonces, como terminó creyendo algunos años más adelante, que debía traspasar la barrera de todo miramiento y abrazar una causa que mereciera los mayores duelos y penalidades. El éxito o el fracaso... total: “Tengo que inmiscuirme en la acción”, debió decirse.