lunes, 3 de mayo de 2010

1975 (4. Final)

Entonces, yo vivía oculto en M... Algunos hechos, irrelevantes por entero, casi estúpidos, de clara afrenta política pero nimios, me condenaban a la huida y el anonimato, lo cual explicaba mucho más acerca de la ilicitud del gobierno de la dictadura que del grado real de amenaza que yo podía representar.
Un día, en el escondrijo, alguien puso encima de la mesa un instrumento de crimen, algo para matar. Miré el artefacto con una mezcla de calma e incredulidad que desmentía el inmenso desbarajuste que disparaba los latidos del corazón. Hasta ese día, yo no cargaba ninguna culpa. Comprendí lo que se avecinaba en los meses siguientes. Así, sólo pensaba ya cómo librarme de la maldad de un destino de criminal con razón o sin ella, algo tan distinto a la conspiración catecúmena e inocente. La imagen oscura y aterradora, fría y escueta, del objeto de pavor me perseguiría durante noches, incluso cerrando los ojos en aquel recinto sellado de sombras donde lo más fácil era la mixtificación y la fascinación por lo trágico. Hacer daño de manera atroz, irremediable para siempre, era destruir sin remisión posible lo mejor que había en alguna parte de mi conciencia y que preservaba, como buen idealista, para el futuro. Eso lo sabía con total certidumbre. Sé, como supe ya en aquellos años, que la contrición es la peor condena, una pesadilla que nos acompaña hasta el mismo día de la muerte. Yo no podía alcanzar la frialdad o la exaltación necesarias para perpetrar un acto aleatorio de violencia. Esperaba del porvenir, con fortuna o sin ella, al menos la recompensa de una paz lejos del remordimiento. Ni en el lugar más recóndito hubiese escapado de la pena.
A partir de aquel instante terrible ya sólo urdía estratagemas para salvarme de la condena y librarme de un pacto que, a mi juicio, bajo cualquier concepto debía afirmarse más en la piedad y el sacrificio que sobre una razón que no excluía los rigores de la muerte o la conmoción de un ciego atentado. Finalmente, logré zafarme de la maldición refugiándome en una fingida cobardía que no tardó en atraer hacia mí el desprecio inevitable. Pero mantuve mis escrúpulos intactos. Luego, me salvé en el exilio. Todas las palabras de reproche las he olvidado por completo. Los hombres y mujeres protagonistas de aquellos avatares hoy sólo devienen pálidas y muy fugaces sombras desprovistas incluso de nombre.
Todavía recuerdo un último gesto de desafío. Una noche Brell, en compañía de Marisa Brulard (a) “Matilde”, apareció lleno de ingenuidad e idealismo ante mí. Todo él era pura emoción antes que cálculo. Estaba dispuesto a ofrecerse para cualquier cosa. Es decir, no sabía nada de nada.
Enseguida traspasé su conciencia de casi adolescente. Era de cristal hasta el mismo corazón de su alma.
Lo hubieran perdido a las primeras de cambio; su entrega tan fácil abonaba la inmolación estéril. Me negué con fiereza a esa ofrenda descabellada.
Así que también lo libré a él de una acción irreflexiva y apenas justificada por los nobles impulsos que la hubieran precipitado. Nunca lo había visto hasta la desdichada oportunidad que le hizo irrumpir en la conjura de hombres y cólera en que me encontraba. “Mantiene la calma, pero su desastre es inminente”, me dije sin dejar de mirarle y saberle en otros pesares más abstractos, quizás destinado a otra suerte de más sutiles sufrimientos.
Le libré de algún hecho brutal apenas con unas pocas palabras. Su juvenil arrojo lo revelaba lleno de ignorancias y de escondidas flaquezas. La otra no despegó los labios, no tenía nada que decir, era un personaje impreciso y vagamente inútil, aun con el “alias”. Volverían al lugar de las ideas, al juego más llevadero y no menos fructífero de la protesta intelectual, donde todas las desgracias parecen, por solapadas, menos arriesgadas.
Meses después, cuando yo preparaba la escapada definitiva, Brell se haría buen amigo mío, un camarada sin armas y de mucha inteligencia. Hablábamos tanto en veladas inolvidables que al final teníamos que inventar palabras y pensamientos nuevos para sorprendernos mutuamente. Descubrí con sorpresa que él era mucho mejor que yo para encarar una vida sin mixturas. Tanto que jamás se rendiría a la renuncia de “vivir sin contemplaciones”. O todo, o nada.
A punto de partir ya para L., antes que me atrapara la tragedia anunciada que perdería a tantos en la locura e incluso a alguno frente el pelotón de fusilamiento, me confesó que la estricta decisión que yo había adoptado por él, si bien le libraba de padeceres y terrores, y hasta de la muerte, en cambio le despojaba del amor, o al menos de la admiración y una entrega sin paliativos. Marisa Brulard, al cabo de poco, lo miraba desdeñosa, o con altivez manifiesta, reservada y displicente. Espaciaba los encuentros, y con frecuencia evitaba alguna cita. Ya nunca se abandonó a la confesión dolorosamente íntima o al arrebato emocional y humillante.
“No podría vivir jamás sin ti”, le había jurado febril y descompuesta durante noches y noches, con el aliento de fuego y la piel abrasada, con el sexo todavía convulso y estremecido.
“Ahora”, me dijo Brell con divertida resignación, “sé que no se avergüenza de mí, sino de sus palabras y de ella misma, como si hubiese interpretado una mala comedia cuando era un recuerdo trágico lo que hubiese deseado para su vida de adulta.”
Sin embargo, Marisa Brulard aún tardaría mucho tiempo en desembarazarse de un pasado que tanto necesitaba para conmoverse en el presente satisfecho y aburrido de hoy (el futuro de entonces, donde todos íbamos a volver a encontrarnos).
Brell me haría llegar algún dinero cuando me supo, ya en L., escondido y solo, acobardado y muerto de hambre, casi en las últimas. Nos vimos, siempre de un modo subrepticio, en circunstancias muy penosas para mí y con verdadero peligro para él.
“Por aquí también anda ella, Teresa Brauner”, me dijo una vez.
Pensé todo esto al comprender que los diabólicos placeres del campo, -¡o rus, quando ego te adspiciam!-, y el olvido entretenido lo atraparían definitivamente, sin indulgencia, a la callada, con saña encubierta pero también sin falsedades: “¿Cómo podría un hombre no ser de su siglo?”.

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