sábado, 1 de mayo de 2010

1975 (3)

Por primera vez en su vida Marisa Brulard se vio dominada por una debilidad extraordinaria: se prendó de Brell.
En realidad, había sido el aburrimiento lo que le llevó hasta él y la expectativa engañosa.
Algo desorientada y exaltada por las peligrosas actividades de aquél que, no obstante, nunca alcanzarían el acto irreparable ni el interrogatorio ni la tortura en manos de la policía política, magnificó de Brell el coraje y el desprecio hacia toda norma, le admiraba de él su complicada preferencia hacia una cultura secreta o cuando menos peregrina e inusual. Todos los títulos y autores de libros adquirían en boca de Brell la entidad de lo desconocido y fascinante, el rito iniciático previo a las verdades más incontestables. Lo entendió del todo imprescindible en su vida de lujos cotidianos, un iluminado, aventurero y distinto, un maestro de ceremonias más allá del culto general a lo prosaico que a tantos degradaba día a día mientras iban envejeciendo. Ella, la más encantadora y auténtica de las burguesas, había encontrado un papel de heroína. Y, lo más excitante, descubrió entusiasmada que aquel disfraz tan novelesco, las lentejuelas de la clandestinidad, el secreto y el riesgo, más imaginado que real, se ajustaba a la idea que tenía de sí a la perfección.
Brell no tardaría en darse cuenta de que Marisa Brulard lo deseaba con la furia de una obsesión disparatada. Lo seguía a todas partes, y en todo momento lo buscaba con la ansiedad de la novicia. Brulard, orgullosa y entontecida, claudicó a la humillación y al desaire, y su arrogancia se vería maltratada y muchas veces objeto de un castigo imprevisto. Sólo el sexo terminaba ocultando a uno su indiferencia y haciendo olvidar a la otra su confusión.
El ejemplo de ellos era en cierto modo una constante. No eran sino un lugar común durante las turbulentas circunstancias de un inminente cambio político que exigía la discreción e inspiraba miedos y cuidados.
Marisa Brulard fue siempre ignorante de los peligros que hubieran podido cernirse sobre ella. Demasiado absorbida por la atracción que sentía por Brell, su rebeldía carecía de talentos y disimulos; en consecuencia, desconocía los desastres que hubieran malogrado en verdad su vida. Además, su origen familiar, su alcurnia, por así decirlo, era suficiente para mantenerla ignorante de aquéllo que sólo parecía existir lejos de su entorno social y cultural tan a menudo indemne de miserias y sevicias: la fatalidad.
Lo cierto es que la rozaría sin advertirlo. Ella y también él. Lo sé porque fui yo precisamente, tan expuesto a los mismos sucesos pero con un protagonismo activo mucho mayor, quien los devolvió a su mundo de indecisiones y paradojas pero de bellas ordalías.
El arrebato de Marisa Brulard (tan efímero, a la postre) por Brell la cegaba para cualquier otro asunto de la realidad, y el severo escrutinio a que sometía en otro tiempo todos sus antojos y procederes, hasta el más mínimo de sus sentimientos o gestos, se veía ahora suplantado por una irresponsable obcecación. Por su parte Brell, de un espíritu superior, o de una especial honestidad, creyó entonces, como terminó creyendo algunos años más adelante, que debía traspasar la barrera de todo miramiento y abrazar una causa que mereciera los mayores duelos y penalidades. El éxito o el fracaso... total: “Tengo que inmiscuirme en la acción”, debió decirse.

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