domingo, 30 de mayo de 2010

Ensayos para un estilo (4)

A primeros de mayo el relente de la noche es frío en Montes.
Las hojas del balcón están abiertas. Permanece inmóvil mirando al final de la calleja la plaza del pueblo dormido. Sólo el chorro de los caños cayendo en la fuente rompe la quietud de un silencio casi telúrico, palpable. La luz amarilla de las farolas ilumina el espacio visible de la plaza. Es una luz tan falsa como la de los sueños. Cierra los ojos. Contiene la respiración. El agua de la fuente acentúa la magnífica soledad. No distingue otro sonido definitivo en la noche a punto de morir, pero aún tan oscura como si acabase de nacer. Por un momento abre los ojos, y ve una sombra cruzar presurosa el fragmento de la plaza que domina desde el balcón. Un perro silencioso y ligero trota tras la fugaz aparición. Le sobrecoge la escena tan rápida, casi subliminal. No experimenta una sensación de temor: es un súbito desbarajuste en la conciencia lo que depara la visión anómala en la noche quieta.
¿Adivinará cosas?
Escribí cartas que enseguida destruí (aunque es difícil que se desaliente así como así).
La sombra se le antojó un hombre en la huida.
Cerró los ojos de nuevo. Pensó: es el indicio. Pero le vino a la mente que era el seis de mayo. Qué más da. No va a andar uno de puntilloso. Esa es la epifanía que tanto espera.

El futuro. Mejor aún: el presente comprendido.
Me escribe: vi una sombra. Sería él.
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Brell fijó su esperanza en lo que más desconocía. Ahora podría serlo todo, puesto que se negaba hasta el último átomo de su cuerpo corrupto y su voluntad mojigata. Partiría de cero. Regresaba, volvía a lo múltiple. Esa era finalmente su ambición.
"Yo era intrínsecamente mediocre, sólo la vida iba a proporcionarme una justificación. Estaba bien enterado. No me entretendría en cosas mentales. Yo no quería ser una cosa mental. Ya, no. Y me fui a buscar un hombre, una sombra fugaz, un perro callado. Yo era posible, concreto, cosa, hombre. Tal vez, perro."
Un hombre libre de deseos, si es de esa forma en realidad, sin engaños, se promete a sí mismo una travesía vital despojada de prevenciones, de estereotipos o sofisticado cambalache. Se lanza a cualquier ritual con tal de escapar de lo execrable, o simplemente de aquello que le aburre. Sabe de sobra que la existencia siempre es vencida. Se protege del sentido común como de la peste. Decidir mal, lo contrario de las personas normales, es uno de sus escasos triunfos.
Así lo creyó hasta conocerla [Silvia Jara] tan libre de reglados como una emoción. ¿No iba a ser nuevo?
He encontrado una cosa graciosa.
"Nuevo quería ser, desnudo al menos."
No le pondría nombre a las sombras. Quería corporeizar sólo una efigie que parecía trazarse en la oscuridad, se concretaba de bultos e inventos, de manchas imprecisas, una figura equívocamente desvelada que presagiaba luminosas galerías y corredores de sol, de aire y de cielo limpios, eminente como la roca tallada por los vientos y el tiempo de muchos siglos.
Añadía convencido: "No me creerás si te digo que ya estoy entre aquellos que disfrutan de... un alma moderada. Tendrás que aceptar mi conversión aunque concite una piedad, o la repulsa. ¿Puedes entender esto? En cualquier caso me adentraré en el bosque, o donde sea, con el corazón limpio de tinieblas." [?]
El concilio era su alma: la naturaleza y él. Formarían una junta indisoluble. Decretaba normas tan confusas como el origen que las instauraba.
El arte de la introspección, de la coartada esteparia, del designar a hurtadillas las cosas más inanes o imperiosas: sé lo que soy, pero no sé lo que quiero; busquemos, pues, el indicio. Un arte de elusión, pero al estar hecho de incógnitas y dudas plantea curiosidades inagotables y propicia ideas enriquecedoras. Abre todas las rutas a un corazón enfermo.
Un arte invisible, nuevo, obliga a serias recomendaciones: la valentía, por ejemplo.
Brell terminaría siendo un artista del sendero y los vericuetos de la roca. Supo labrarse un mapa de pueriles (pero peligrosos) laberintos de árboles y torrenteras: no dudaba en acometer caminos nuevos, o improvisaba fascinantes extravíos en un paisaje que era a la vez el espejo crucial donde se reflejaban su desprecio a la debilidad y su esperanza más secreta.
Inventó cartas de navegación bajo un cielo sin horizonte. No era fácil seguir el rastro de las sendas. Largos años de abandono y el desdén a la labor del secano, tan fatigosa y ruda, habían convertido los viejos caminos del monte en pistas casi extinguidas al borde de barrancos impenetrables. Brell (aseguraba) halló que poseía un sexto sentido para rastrear huellas de pasos antiguos entre los áridos bancales y las terrazas del monte boscoso. Se perdía entre ellos con objeto deliberado, introduciéndose en umbrías y despeñaderos alejados de toda referencia natural de orientación. Desdeñaba el paisaje tranquilo, amansado por la mano del hombre, tan monótono en su medida pulcritud.
Se entendía así. Y como nada hubo en su conducta que delatara cualquier impropiedad o inconsecuencia creyó en la bondad de lo que hacía y en el tiempo perdido de su inoperancia. Labraba su alma en lo que parecía un desafío infecundo con una fe extraña.
Esa actitud obstaculizó para siempre un último intento de concebir una entelequia que actuara de nexo entre su imaginación y la realidad. Sólo se imaginaba él. Cualquier escritura que no fuera ésa lo sepultaba sin remedio en el tedio más atroz.

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