miércoles, 5 de mayo de 2010

El testigo (8)

El 31 de julio de 1966 los contertulios hacen oídos sordos al clamor de la calle. Desde hace dos días el germen de una nación violenta y ofuscada, desposeída de sus mejores guías morales e intelectuales, abocada a la brutalidad y la infamia de los años del terror, ha brotado irremediablemente de la noche argentina, la noche de los bastones largos. A partir de entonces la revuelta es permanente, incesante y crucial, pues en aquellos meses decisivos, y de resultas de la represión torpe e innecesaria, empezaba a abrirse el abismo de años después que ni siquiera las mentes más sombrías podían prevenir.
Otras mentes preclaras, apaciguadas por la confortable penumbra que instala en cada rincón la lumbre de la chimenea, dedican sus reflexiones hirientes a la importancia del tango en la juventud argentina, atizan palmetazos de dómine a la memoria del oscuro borracho repetidor de Faulkner o dialogan sobre el Hemingway cazador (1.119).
En pleno invierno, los leños en la chimenea caldean el salón y el resplandor acariciante de las llamas atrae la mirada de invitado. Especialmente le cautiva la fugacidad elemental de los picos de fuego, los mustios fogonazos que sus ojos medio ciegos apenas entrevén. Parece hipnotizarle el calor en la piel, le embriaga la oscilante mancha de rojo y amarillo. El fuego, el oro, Thor: “En su oscura visión de un ser secreto…, declama en silencio, rememora el endecasílabo de un poema que versa sobre leyes y metales. Casi sin querer susurra algo a propósito de ello, algo perfectamente olvidable, que el otro, el anfitrión, con una expresión en el rostro de aburrimiento solemne (está leyendo una frívola biografía sobre Hemingway) no acierta a entender, como tantas otras veces sucede a causa de la meliflua, apenas perceptible voz del invitado. Hace poco más de un mes que un general y sus huestes afines, que a su tiempo será depuesto sin contemplaciones por otro general y su camarilla, ha derrocado a un presidente civil elegido democráticamente, sacándole casi a empujones y puntapiés de la Casa Rosada. En ese momento emocionante en que la voluntad popular inerme es secuestrada de nuevo por las armas de los militares, el invitado y su anciana madre alborozados exclamaron al unísono asomando las testas a la calle por la ventana abierta: “¡Viva la patria!” (1.111).
Unas semanas han transcurrido con el flamante general metido en la alcoba y la cocina del Palacio Presidencial cuando el nuevo gobierno ilegal bajo el mando de sus charreteras da orden a la policía que entre a porrazos y disparando botes de gases lacrimógenos en las aulas y dependencias de la universidad de la capital y otras ciudades del país, nidos de comunistas y antipatriotas, lugar de caos y anarquía. Estudiantes, graduados y docentes se encerraron en cinco facultades del campus como protesta. “Sáquenlos a tiros si es preciso”, fue la consigna inmediata. Todavía no era la hora, y la sangre no llegó al río. Bastaron los culatazos y los mamporros indiscriminados. Catedráticos, profesores, investigadores y estudiantes serían expulsados de la universidad a golpes y bastonazos sin importar grado o condición.
Ese día de ignominia, en que ninguno de los males que se había querido remediar a la fuerza bruta tendría solución pacífica en lo sucesivo, fue el principio de una locura violenta en unas y otras banderías que al paso de los años concluyó en el levantamiento militar de 1976 y los miles de crímenes de después, en una guerra perdida, en un país vendido a trozos.
“La universidad”, como más tarde diría un capitoste “se ha vaciado de indeseables”.
En efecto, durante los meses siguientes más de un millar de catedráticos, investigadores, intelectuales y científicos de excelencia académica abandonaron sus cátedras y laboratorios y optaron por el exilio. Muchos de ellos cambiaron de nacionalidad y, al correr del tiempo, en diferentes partes del mundo, terminarían obteniendo prestigio universal en disciplinas como la física atómica, astronomía, informática, geología o ciencias exactas.
Entretanto el invitado no cabe en sí de satisfacción. Y de ese modo se lo hace saber al anfitrión, que escucha embelesado: van a editar un disco con una de sus milongas.

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