viernes, 28 de mayo de 2010

Ensayos para un estilo (2)

Había estado escuchándola durante horas. [J.: "No sabrías nunca describir su voz ronca."] Más que los detalles, sugería cosas. Pero, al cabo, no hubo condena ni a nadie a quien absolver. Ella era valiente entonces, sin entregas fáciles. La hacía desde la hondura de su ser una urdimbre de metal clamoroso y pugnaz que soslayaba los temores y las dudas mediocres. [A J., a otro, a cualquiera: "Sin embargo, ese aire de amenaza que parecía envolverla... y la derrota aplazada. No haber adivinado lo trágico, la mudanza, el sombrío o luminoso fatal trayecto entre la nada y la nada... Me apena confesarlo..." Solía decir ella: "El alma, de haberla, es una gema, un pedazo de cristal, o una sustancia de brillo sin color, traslúcida... Inventar eso..." (En un cuadro, claro.)]
Puse orden adentro... (Verter pensamientos sobre la obscena desnudez de las sábanas, ¡y los restos del desayuno en la cocina: verdaderamente, una tristeza suicida...! Ordena la... patética información de T.B.: palabras sobre Brell..., no, un final no malo del todo: sé tú mi brazo ejecutor, etc. Me dije: M. esta muerto. Qué trivialidad. ¿No era inmortal? Veamos. Era tan leve la mañana que la angustia obligaba a raras advocaciones, a penitencias inevitables y propósitos de enmienda... ¡de nuevo! Era el día tan liviano, tan apagado y sin peso que el espíritu transitaba en embelesos hirientes mientras la otra parte de mí, sin conciencia, trasegaba entre el vacío y el orden maniático y absurdo de las cosas. Basta.)
¿...El alma? como la luz del sol mediterráneo y quieto que espejea en el fondo de un cuenco de madera posado en la arena caliente de una orilla verde, azul. ¡Bien distinto! Estaba en un corredor de sombras, y era en una galería radiante de cristales y aire puro donde quería dejarme caer posiblemente humillado. La grandeza ajena... ¡tan insospechada!
Colocando libros en el estante, con el plumero bajo el brazo, frente al espejo: éste que veis vencido... etc.
No hay nada épico en poseer un conocimiento que anticipa los hechos... irremediables. Abro el libro: qué raro, me digo. Aunque, J. o S., quizás R.G., descubren el giro inusual, un encuentro grato con el pensamiento. Sobre todo, S.
Dirimía yo cualquier problema con insolencia, el de T.B., el de M., Brell [Haber agregado: estarán muertos con el tiempo. Pero: "No se mueren nunca..." Dicho por S., mucho antes de caer él mismo. 8/96.] Quito el polvo. Asqueado de tanto pasado inútil, falso, reinventado. Lo cierto es que no lograba corporeizar lo que era simplemente un entretenimiento mío con T.B. Yo mentía con malicia. Qué le vamos a hacer. Disfrazaba con el aspecto de un amorío algo mucho más profundo y devastador: la vana esperanza de recobrar el que hubiera podido ser de no haberse torcido las cosas... Y, si su leyenda ayudaba... O saberme distinto tan sólo, a salvo de las mendicidades más corrientes. Me valía de ella, pues.
Sabía que quería a T.B. a la manera compleja de quien oculta sus imperfecciones mediante negaciones insidiosas y onerosos rechazos, proyectando lo mejor de mí mismo, o siquiera la parte más noble que pudiera enaltecerme sin alcanzar la hipocresía. La quería porque la necesitaba, o porque era la formulación de algo valioso por hacer, y no hecho aún, o porque creía que los demás debían pensarlo de esa manera. Me convertía en espectáculo tan apropiado a la curiosidad de [...] Brindaba una distracción...
Ahuecaba la voz, aseguraba a... alguien (a punto de soltar la lágrima de cocodrilo): ¿Qué era yo para T.B.? ¿Y qué importancia podía tener eso. Acaso, en el pasado...
Pero era tal la certeza de mi equívoca posición actual que no me juzgaba a mí mismo adelantado en asuntos de amor ni objeto de encantamiento por arte de nadie. ¿Alguien podía dudarlo? Se esconde la arrogancia, aprende uno a limitarse, a empequeñecerse, y, en el curso de los años, a formar parte de un indescriptible sistema de encuentros calculados y separaciones incomprensibles. Más adelante, me sorprendía diciéndome casi en voz alta, esto será una costumbre, nada habrá de singular en esa falta de asiduidad, nos conviene a los dos.
Y los demás, tan solidarios al oír mis desvelos, tan correctos (como mi propia confidencia), asentían: "Tienes mucha razón en lo que dices…”, musitaban. La historia del otro (yo), esos amores ajenos... Acaba por fascinar, tiene atractivo tanta torpeza expuesta a las bravas.
¿Verla a medias, tenerla a deshoras?
No dejaba de verme burlado por sus otras aventuras eróticas. Tampoco me rendía a los lances y triquiñuelas del amor desairado (tan despectiva ella después, extraña luego, quizás perversa). Semejante actitud, mi pasividad, era la adecuada, imbricados ambos en una realidad que resultaba neutral para los dos, tan atractiva porque nada terminaba fraguando. En especial, su relación me permitía evocar los recuerdos de un pasado de fracasos pero al menos digno en las acciones y en las ideas, escribir sobre ellos y por encima de todo creerme que había habido otra vida capaz de justificarme ahora. En suma, labrar el presente con la mejor materia de antaño.

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