jueves, 20 de mayo de 2010

En el número 10 de la calle Lepsius

Entre oscuras iglesias y secretos burdeles deja correr la pluma en una habitación lejos del mar (tan cerca sin embargo de sus dones).
Lo que expresaba el poema (y era siempre el pasado) no era su angustia de ahora. Tampoco celebraba la mañana ni auguraba la tarde, no descubría el tiempo envejeciendo como él, tan lentamente (pues el tiempo envejece a la vez que las gestas de la historia y las diarias rutinas).
Escribía los versos sin cálculo ni rima, exaltando las calles y sus jóvenes dioses, la feliz peripecia de los soñados cuerpos en el áureo crepúsculo, la piel festiva fragante de brisa salada, la palpitante carne y la urgencia del abrazo.
Mas era inevitable: agonizaban al final el día y su material de aire y sus rudos metales, sus olores de fuego, la piedra viva. Languidecía el deseo en los ojos, moría el poema, las ofrendas morían como la última línea, muerto todo como el pasado en la silenciosa noche.

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