domingo, 21 de noviembre de 2021

50

 

Camina bajo la lluvia, pero al cabo de unos minutos se da cuenta de que se están echando a perder los libros que lleva en la mano. “No importa, se dice, “sólo son de bolsillo y, además, de saldo: veinticinco centavos los dos ejemplares.”

No hay dolor, pero tampoco esperanza.

Ninguna de las mil cuatrocientas sectas religiosas que acechan el dinero o la conciencia de las gentes más infantilizadas de este país tienen una entrada para el cielo. Ni una sola de ellas. Pagues el precio que pagues, idiota. Tampoco pueden condenarte al infierno, ni asustarte con sus prédicas tautológicas, su seriedad impostada y sus perfomances. No pueden hacer nada.

Tendrás que hacerlo tú sola.

Personaje la hace: y juega con la ventaja de más de un lustro de haberla sobrevivido, mira, le dice, quiero que nos sentemos en este banco, frente al río, con el puente majestuoso a la izquierda, en la calle 59, y, efectivamente, nacen de esa neblina misteriosa del cine en blanco y negro, la bruma del tiempo. Y no digamos una sola palabra. Es una película muda. Una mezcla muy batida entre Lang y Vidor envuelta en vaharadas de niebla, sólo de ella, porque en Nueva York el aire siempre (o casi siempre) es limpio, renacido por el viento benéfico del Atlántico que nada haya que pueda evitar.

¿Cuáles son los tiempos, su auténtica dimensión en realidad, del teatro, el cine, la literatura, la música, el arte…?

Al parecer, sólo el arte repugna de esa dimensión. No hay tiempo en una escultura, en una pintura.

O sí.

(Arrastra el del acto de sus hechuras.)

Ella no ha despojado la dimensión del tiempo en sus obras más calculadas: su deterioro implacable obliga a creer en una elección y utilización sutil, absolutamente deliberada, de los materiales perecederos y corruptibles. “Estas obras del espíritu tienen vida propia, envejecen, se degradan, mueren.”

El ciclo completo.

Una oxidación inevitable: las ganas, la emoción, el amor.

Como todo lo humano.

Se exploraba: ¿cómo semejante monstruo de afecciones…?

Fecha de caducidad: sufre averías. Viejos modelos del año 36, del 52, del 70. A cada segundo se producen miles y miles de sustituciones. Reemplazos.

Casa de recambios: hasta el huesecillo más diminuto, cáncamo, sacro, escarpia, etmoides.

“Parecen más perfectos”, dijo en 2011. “Durarán más”, profetizó rascándose la barbilla (de la que no brotaba ningún picor), un gesto, digamos, doctoral, estética de bata blanca, asepsia en el alma (un poco bruta y recelosa a fin de cuentas, típica de todo galeno que ya sabe lo que le espera hasta el día de la jubilación y, luego de ésta, herido de muerte, aburrido, coja la caña de pescar, embadurne lienzos de pequeño formato o vaya de un lado a otro del mundo subido en un avión o en un autocar en compañía de otros viejos ociosos de piernas torcidas como él).

Fecha de caducidad: sin ir más lejos (14 de enero) Ingrid Grauber muere a los 9 años al respirar monóxido de carbono embotellado en Birkenau: 1945.

Había nacido el 11 de enero de 1936, en Hamburgo, calle…

Eva Hesse: el 11 de enero de 1945 su padre, como regalo de cumpleaños le entrega un libro de cuentos y tres días más tarde la lleva hasta el mirador del Empire State bajo los rayos del sol matinal. Toca verdaderamente el cielo: el mundo a sus pies: Todo esto será tuyo, todo esto te doy.

Había nacido el 11 de enero de 1936, en Hamburgo, calle…

Por la noche, después del baño, en pijama sentada a la mesa de la cálida cocina (la calefacción al máximo contrarrestando el invierno neoyorquino), rodeada de los suyos (ha sido un día feliz, muy feliz), mira golosa las galletas y la leche embotellada (blanca, pura, casi maternal tras el vidrio).

F., señor de la galería.

H., señor del museo.

Ellos deciden… todo.

Dirigen, encauzan magnifican. O sólo toleran. Pero esa exhibición ya es una declaración de guerra inapelable.

F.: “Tu obra es mucho más interesante que tú.”

Piedra simulada, modelado que aparenta la pesada labor de la talla: masilla de epoxy.

Una química propensa a la simulación.

Él, una vez, conoció a un tipo que fundía bronces (del bueno, libre de la escoria y el desecho de los solares) muy orgulloso de conseguir pátinas que simulaban ser piedras de reluciente pulido, maderas, mármoles, texturas minerales… pero sólo era bronce, untrampantojo. Era la perversión conceptual más ridícula que pudiera pensarse, y además, sin un propósito revolucionario: sólo era apariencia: ¿A que parece travertino? Y, ésta, fíjate, el más precioso ébano. Y repasaba con las yemas de los dedos la bruñida superficie del… ¡bronce coloreado!

Talla sin cincel ni puntero, ni esquirlas, apenas un leve ruido de la masilla engañosa: “modelar” lo que será “piedra”, nada de desbastar como un bracero martillo o bujarda en mano: las artimañas están a la orden del día.

Esta piedra falsa que pesa, que está fría, que nace de materia tan blanda…

Ni tan siquiera es marga, la piedra humilde del bancal y la montaña del secano, ennegrecida noblemente por el sol, la lluvia y el tiempo, que levanta la rústica pared y defiende del desplome a los sembrados.

El rostro blando.

La mirada blanda.

Los tiempos blandos, mentiras dalinianas.

5 de enero. Mi cumpleaños. Lo único que puedo esperar que caiga del cielo es lo que se desprenda fortuitamente de las estanterías y rincones de The Green Train.

En efecto no me los regala, pero el precio es irrisorio: media docena de Esquire del año 40 con las historias de Pat Hobby. Las revistas van envueltas en “ese maravilloso papel verde que tanta pena te da romper”.

Una propedéutica al absurdo: trabaja esforzadamente todas las mañanas. Y sabe que se muere. Nadie puede engañarla. Trabaja en su obra aprendiendo para la nada, asomada al abismo. En adelante, ninguna de sus experiencias más domésticas o sublimes será susceptible de ser estructurada de una forma plástica.

Mira el rojo. ¿Dónde está la forma? ¿Dónde la oculta? Todo es material, pero algunas cosas… precisan de un catalizador que las materialice, un reactivo que actúe a la manera de la ropa que visualiza y descubre al hombre invisible cansado ya de “vivir en la luz”.

“Mi obra exige comprensión.”

¿Qué clase de comprensión? ¿No basta con verla? Si desea que le comprendan, ¿por qué dificulta la manera de contarnos su historia? Aniñe el método. Simplifíquelo. Frente al arte todos tenemos 6 años de edad. O menos.

“Pido paciencia... Ese tipo de comprensión.”

Mientras, su alma tempestuosa se ha desplazado del cerebro al pecho. Estos viajes extremos perpetra la moribunda llevando y trayendo a su antojo esa porción de cosas que es la conciencia, ese desván inmenso del alma que todo parece abarcarlo, y lo aloja donde le viene en gana: hoy en los ojos, mañana en las manos, ayer en la garganta, nunca en el cerebro maligno.

Se cuenta cosas él:

“La leerá pronto. Sólo tiene un capítulo.”

“Un capítulo… ¡de mil páginas!”

“Bueno, sigue siendo un capítulo.”

11/9/69. 11 a.m.

La espera.

Sin otra cosa que hacer.

En el Lower Manhattan. Pasea de un lado a otro.

Hace un día gris, de una dureza metálica. Sube un viento húmedo y pegajoso del Hudson. Merodea por Wall Street y sube hasta Liberty y Maiden Lane.

Contempla las esculturas de Noguchi, de Nevelson y Dubuffet. Contempla extasiado los viejos edificios ochocentistas levantados de hierro y ladrillo, eternos.

Más arriba, entre Broadway, Barclay y Greenwich Street: las torres que levantan a la vez (son idénticas) en el mismo centro financiero ya han alcanzado las veinte plantas de altura. Más de una decena de grúas sobresalen por encima de las dos construcciones que aún son un puro esqueleto, oscuro y apagado en comparación con los luminosos edificios de muro cortina que las rodean. Las imagina alzadas, dominando el cielo del Downtown, invencibles como dos colosos frente el mar, vigías alerta del gran sueño americano.

1 de abril. Martes.

En el apartamento de E., frente la TV.: Lennon y Yoko Ono en el programa Today, de Thames. Los entrevistan acostados en la cama, aunque vestidos. Paz, invocan: sonrientes, dueños de sí mismos y de sus destinos. En realidad, se trata de una perfomance: Bed in: diez horas por día ante el objetivo neutral de la cámara de Mekas defendiendo ideologías (que mucho venían a cuento), posturas chocantes, imágenes inefables.

Se dirían inmortales. Hablan con suficiencia. Parecen saberlo todo. Conceptualmente. Hay algo desconcertante en su actitud, como una soterrada burla o desprecio sutil hacia las preguntas que les formulan y hasta a sus mismas respuestas. Y, sin embargo, tiene sentido lo que dicen, y parecen estar en contra de todo aquello que sojuzga, engaña y manipula al ser humano. Pero, ¿no hay cierta condescendencia en todo ello? Pontifican, muy educados, desde el altar de la fama, el dinero y la despreocupación material: perfectos para el espíritu. Podría pensarse que en pocos años levitarán sobre las aceras, emprenderán vuelos magníficos por el cielo azul entre algodonosas nubes blancas:

Paz, hermanos.

Puros espíritus.

O sólo apariencias.

Palotes de niño.

Una graciosa inmaterialidad, tenue y vacua como las creencias.

Ono ha corrido en busca de la celebridad desde tiempo atrás: deja sus clases de música, enlaza happening tras happening, hasta que, al final, Cut Piece la mete de lleno en Indian Gallery y, de allí, a los brazos de Lennon.

Hesse ha conocido a Ono en el estudio de M.

En el 68 ambas coinciden en una exposición en la John Gibson. No cabe dudar del recíproco escrutinio por encima del hombro, el recelo cortés.

En el 69: Rape. Ambas, en el disparadero.

(El mismo año, Right After, esa patética maraña de cordel y fibra de vidrio, con el tumor ya dentro. Todo eso, meses después.)

Hesse hace las presentaciones. Como siempre, él se siente invisible.

Ono es una mujer muy pequeña, pero da una impresión de solidez, de presencia rotunda verdaderamente extraña. No es intensidad ni una singular energía lo que emana de sus ojos, antes al contrario, su mirada es distante y somnolienta; es, por así decirlo, una fisicidad que traspasa cualquier dimensión, materia en estado puro, algo nuclear, reconcentrado, telúrico hasta el mismo hierro incandescente, como si de un momento a otro fuese a comprimirse del todo y convertirse en una mínima bola negra.

Incurre en una especie de adulación, de obligado ejercicio ante la diva: le presenta para la firma autógrafa una copia algo tosca, despojada de su lujo, de Grapefruit que adquirió tiempo atrás. Cinco segundos de gloria mientras medio le sonríe.

Spanish drum”, le dice con los ojos cerrados, devolviéndole el desaseado ejemplar con una firma zarrapastrosa, ininteligible.

Casi está a punto de palparse, de comprobar que es él mismo y no una entelequia de su versátil imaginación.

Busca a John Lennon con la vista, tras ella, a los lados, pero no está, ha declinado asistir a esta exhibición “del más inteligente de los artistas fluxus del momento”.

Inmediatamente Yoko Ono se aleja de él, con la copa en la mano cruza una o dos palabras con todos aquellos que salen a su encuentro, pero ni por un instante se detiene ante nadie, como si al final de todos esos cuerpos y paredes se hallase una meta sólo percibida por ella.

“El sitio no facilita grandes excursiones, ni espirituales ni físicas, de modo que tendrá que salir por la puerta o empezar a andar en círculo”, se dice rencoroso, y apura la copa de un trago.

“Sabes, Ono la Conceptual se encubre en los silencios, su misma obra induce a pensar que nos hallamos ante una experiencia que exige la fe más que su dilucidación, todo bien adobado con una pieza musical.”

Hesse le mira perpleja, hace un gesto de desaliento con la mano.

Más tarde, camino de casa, se mantiene en un silencio reflexivo.

Una vertiente fluxus, la  norteamericana, que se concentra en lo tranquilo, lo pacífico oriental: se ausenta lánguida, suave, se desliza sobre el suelo pulido y esplendente en pos de una revolución social que termine acribillando al arte y lo haga desaparecer de una vez por todas, a fin de cuentas un entretenimiento para burgueses y mercaderes, un fiasco para las buenas gentes que a las seis y media de la mañana se ponen en marcha camino del trabajo.

Habla de definiciones, se dice. Todo hay que definirlo de nuevo. Esa es la propuesta, lo que obliga a producir sin orden ni concierto múltiples sintaxis plásticas en busca de un concepto. Inventando, pues, lenguaje y significado: una nueva actitud, un rompimiento con lo adocenado, lo falso de los ismos de atrás. Bien.

No hay ritual, pues el rito demanda ciertas reglas y ello, sin duda, es contra natura a esta secta del mero divertimento.

El apartamento de estos dos divos de portada internacional (Time, Watios of the World) es de una amplitud asustante. Más allá de las grandes ventanas, Central Park (casi) en toda su extensión: delante el lago rodeado de verde. La luz natural hiere los ojos. Hay maravillas, tesoros ocultos, en este espacio de riquezas mobiliarias y culturales: películas, libros, esculturas, cuadros, discos, diarios y revistas de medio mundo, objetos de anticuario, muebles de último diseño, aparatos electrónicos de todo tipo, lámparas maravillosas de Aladino: todo les ha sido concedido por el genio… o el azar. Cualquiera medianamente culto pagaría un tique de entrada, cinco dólares, todas las mañanas por entrar en ese lugar (estuvieran ellos dos o no) de once a doce, pongamos por caso.

El último estadio del arte: el artista sin obra, sin espectáculo, sólo el nombre y la condición. Ni hecho ni objeto tangible: pasea por las estancias vacías, por galerías desiertas donde se agolpan los pensamientos.

Era un surrealista.

Como Hesse.

¿Acaso no descendía Hesse misma de la fuga de la razón?

“Por entonces, siempre estaba esperándola en algún sitio. Yo era el que esperaba con un libro en la mano, sin nada en las manos, la mirada cenicienta, la mirada exultante, a la puerta de los edificios, en una esquina poblada de gente multicolor, en la mitad de los puentes, en los parques, junto a la taquilla de un cine, en las librerías solitarias del mediodía, o sentado a una mesa en un pequeño restaurante del East Village mirando al exterior a través del ventanal mientras anochecía, siempre con los ojos vigilantes, acechando su figura entre la gente, apeándose de un taxi, bajo un paraguas, saliendo de un drugstore, doblando una calle, avanzando de repente hacia mí como nacida del aburrimiento (o de la nada), brotada del ensueño…”

¿Podían configurarla las imágenes insólitas de su obra? En cierto modo, ambas se hermanaban en la vigilia mórbida durante su enfermedad y muerte.

Ahondaba en lo inconsciente el hombre esquinero (como una ramera a la espera del cliente), aquella misma fuerza, al alcance de todos, que exigía de la artista calva la expresión más desaforada e inescrutable de una disposición matérica. La trance inequívoca que lejos de atestiguar tus talentos algo revelase los de ella más allá de la impresión en la retina de su arte poderoso y extraño.

12 de marzo, 69.

En Broadway, esquina a Herald Square. A la derecha se eleva el Empire State, casi engullido por la niebla, una oscura y sólida silueta envuelta en jirones blanquecinos coronada por la antena gigantesca.

Hace frío. Apenas se distingue nada más allá de unos metros a causa del aire sucio.

Observa, como buen hombre de las multitudes algo chismoso, a la gente que sube por Broadway o baja por la Sexta, la esquina ajetreadísima de automóviles y peatones de las calles 34 y 35: masas solamente, pues es inútil ponderar cualquier rasgo diferenciador en esos miles y miles de andantes brumosos, manchas encogidas en sí mismas, casi ocultas en sus ropas nuevas y vistosas (con bolsas en las manos, sosteniendo siempre algún trasto, arrastrando un crío lloroso).

Un río fluyente de personas inaudito, inagotable, de una riqueza racial nunca vista por él hasta ese momento, en este lugar que es encrucijada de caminos en lo más bullicioso de la urbe. Gentes, automóviles, el sempiterno taxi amarillo dando la nota en el gris, el blanco, el rojo, el azul, el negro, el verde en una marea de flujo y reflujo constante de hombrecillos y mujercillas móviles que cruzan pasos de peatones, aguardan obedientes al lado de semáforos, que no se sabe de dónde vienen ni adónde se dirigen, dónde se esconden al final del día con la compra a plazos de sí mismos, dónde…

Deja libre el pensamiento.

Un hombre tras su sintaxis.

Lo que quieres expresar se halla en los límites de lo ejecutable, las palabras ya no te sirven. ¿No podrías darle otra forma a la ocurrencia? Tal vez de ese modo alcanzaras, aun sesgadamente, a identificar el desasosiego.

No hay puntos cardinales.

Decide meterse en Macy’s, a dos pasos de donde se encuentra, como otros deciden meterse en el Chelsea o en el Algonquin a buscar lo suyo.

Todos los grandes almacenes tienen forma de cajón a pesar de las fachadas neobarrocas, eclécticas, labauhaus, historicistas, palladianas, minimalistas, racionalistas, art decó: BUSQUE SU HUESO.

Uno puede encontrarlo hasta ya dispuesto con un lazo de seda.

Puro automatismo psíquico.

El lugar le engulle. Duda si podrá salir de allí. Podría vivir allí. Ser de allí. La posibilidad de esconderse ALLI para siempre es razonable. Aún pasarán muchos años antes de que instalen sensores térmicos u otros artilugios traicioneros que detecten el calor corporal del intruso.

Ahora ya es ese tipo esencialmente frívolo, superficial en muchos aspectos. Se ha convertido en el fantoche moderno de todas las épocas: ahora… y después (2014): en realidad, sólo se toma en serio la salud, cambiar de coche, portátil, tableta o teléfono móvil cada pocos años y deambular por los pasillos de un centro comercial con un par de tarjetas de crédito en el bolsillo de la americana o en el bolsillo trasero del pantalón pegado al culo buscando mi hueso, todas las chucherías electrónicas que añadan una prestación más a las chucherías electrónicas que ya acapara allá en su rancho grande. Fuera de eso, todo deriva en un escepticismo y una actitud cínica que acaban larvando una pose de indiferencia pretendidamente sabia y que no es sino la displicencia del hombre iletrado.

En Macy’s sube y baja escaleras mecánicas de madera, muy estrechas. Otro sabueso, uno más, con los dientes (¡qué digo, colmillos!) al aire en busca de la tibia sustanciosa, cálida, cálcica.

Escarbo en los contenedores. Busco mi hueso.

Un perfecto granuja que esconde los buenos modales a la hora de una codiciada captura en los ansiados meses de rebajas: ¡cómo te adelantes te tiro escaleras abajo, vieja del demonio!

No se deja avasallar por las dentelladas ajenas: defiende su territorio a codazos y pisotones.

Busca alambres, materiales dúctiles, maleables, apropiados para mis fines: polímeros.

Se trata de un nuevo vocabulario, un alfabeto que cuando menos sea capaz de sorprenderle a él mismo.

Por supuesto.

Una lingüística que exige la fe por encima de todo, una credulidad basada en el libre ejercicio y potestad de la plástica contemporánea.

Sin duda.

El nuevo modelo interior reclama elementos singulares: intrigar, inquietar, sacudir conciencias, causar perplejidades. Surrealismo puro.

¿Puede ayudarme? Óxidos. Metales. Plásticos. Acrílicos. Resinas. Gomas, cuerdas. Fibras artificiales. Químicas domésticas...

El tipo atildado, terno azul y corbata a juego en una gradación menor (o la tipa de labios rojos, mirada lobezna, maquillada, cuerpo de cereales y verduras al vapor, grititos ahogados en el amor), ni siquiera muestra estupor ante la petición. Sonriendo: “Tal vez en menaje… En alguna ferretería”.

¿En qué planta?

“No, tendrá que bajar mucho más, bajar, bajar, ¿entiende?”

Los pozos de Pollock, allí donde las aguas oscuras y gélidas reflejan trémulas tu rostro, el rostro, las gotas inúmeras de las estrellas: bajar hasta el agua podrida.

Látex.

¿Cómo?

Poliuretano.

¿Cómo? Disculpe, señor, ¿cómo ha dicho?

Fibra de vidrio.

¿Vidrio? Ajá. Ahora le entiendo, señor. Cristalería y afines se encuentran en la planta sexta del lado oeste, edificio anexo. Más al sur. Encontrará de todo: cristal de Bohemia, Swaronsky, veneciano antiguo, de Murano, Steuben…

¿Hesse?

No va a descubrirla en Saks ni en Bloomingdales, ni tan siquiera en ninguna de las tiendas de supercherías y ropa barata de la Tercera Avenida o en Times Square y sus inmediaciones. Y tampoco en las que huelen a esencia francesa como Barney o Gin’s, o en Tiffany’s, que, además, no existe: sólo fue una invención (la excusa literaria, digamos) de Truman García Capote cuando aún no había salido de Greenwich y emborronaba las primeras cuartillas huyendo de los botellazos de su ambivalente madre en negligé, borracha desde primeras horas de la mañana.

Una nueva Edad de oro: todas las blasfemias que se perpetran contra estas obras del 68 y 69 se volverán contra los labios que las profieren. Reaccionarios, podéis prohibir y destruir todos los Studio 28 del mundo: la historia os condena sin remedio y absuelve a aquéllos que experimentan con un espíritu hecho materia, palpable, exponible, fou. Conversos racionales, no obstante, que se mofarán en los cincuenta (la misma Hesse) de la sopa de Péret que inunda las páginas del Almanach surrèaliste du demi-siécle, en la que, naturalmente, no meterán la cuchara: tan libre es la imaginación que ni siquiera ha de apelar a lo figurativo del mundo. Y el arte es, por definición, mudable, desviacionista, sectario, proteico en todo su desarrollo milenario: sacrílego.

Una energía volcánica le hace regurgitar de las profundidades hacia el cielo (todavía neblinoso, glacial, inhóspito).            

En South Street Seaport, en la calle Fulton. Por esos muelles en el East River anduvo como un fantasma con Hesse: buscaba el vocabulario en los grandes almacenes oxidados, pronto corroídos por las sombras metálicas. También hacía frío, ya en el crepúsculo. Empecinada, con la vista baja, con algo entre las manos que ya era imposible definir (silenciar): es fácil –le decía ella-, la huella surrealista se hallaba en el mismo material, en los procedimientos, yo huía de la imagen reconocible, de ese pompier moderno y embaucador de los sueños capaz de envejecer malignamente lo experimental.

Buscaba desesperado y en un silencio hosco un piano-bar, uno cualquiera por las inmediaciones de Grove Street: ya sólo quería escuchar, cerrar los ojos, no observar nada hasta el siglo que viene. Vestir la realidad con el inventario de un almacén de desechos reciclados por la ocurrencia y el ingenio plásticos.

Recordar… o imaginar: inventar el futuro, recordar el pasado, ambas cosas tan intangibles, de la misma sustancia esquiva.

Había, pues, que apostrofar (y hasta valerse de la navaja de Gorky) con arte inteligente las imágenes que toda figuración termina proponiendo; a la postre, remedos técnicamente mediocres de una plástica ya contrastada y difícil de superar mediante un onirismo que a fuer de descabellado embromaba la realidad de más allá que pretendía sublimar, sin alcanzar nunca la obscenidad revolucionaria del schocker pop.

Ella le daba la espalda al inmenso contenedor de huesos, y con el bello rostro inclinado hacia abajo y la oscura melena a un lado, como si los ojos huyeran de lo alto, de un cielo enemigo, buscaba por la tierra oxidada y sucia de negros grumos, variopinta y pródiga, d’avantgarde: era hija cabal, hipster, una cool cat a la que nada iba impedirle crear su mundo argótico alzado sobre la duda, el absurdo y la incoherencia pero también sobre el más absoluto convencimiento de su poder estético, tan extraño y turbador como iniciático y alejado de la histriónica muleta de la narración figurativa y su paráfrasis, pues sólo de la subversión de ésta podría ella nacer.

La logicista maneja cables de fibra de vidrio mojados en resina… Lo intuitivo guía sus pasos: escribe el Gran Diario (el definitivo).