Camina bajo la lluvia, pero al cabo de unos minutos se da cuenta de que se están echando a perder los libros que lleva en la mano. “No importa, se dice, “sólo son de bolsillo y, además, de saldo: veinticinco centavos los dos ejemplares.”
No hay
dolor, pero tampoco esperanza.
Ninguna de
las mil cuatrocientas sectas religiosas que acechan el dinero o la conciencia
de las gentes más infantilizadas de este país tienen una entrada para el cielo.
Ni una sola de ellas. Pagues el precio que pagues, idiota. Tampoco pueden
condenarte al infierno, ni asustarte con sus prédicas tautológicas, su seriedad
impostada y sus perfomances. No
pueden hacer nada.
Tendrás
que hacerlo tú sola.
Personaje
la hace: y juega con la ventaja de más de un lustro de haberla sobrevivido,
mira, le dice, quiero que nos sentemos en este banco, frente al río, con el
puente majestuoso a la izquierda, en la calle 59, y, efectivamente, nacen de
esa neblina misteriosa del cine en blanco y negro, la bruma del tiempo. Y no
digamos una sola palabra. Es una película muda. Una mezcla muy batida entre
Lang y Vidor envuelta en vaharadas de niebla, sólo de ella, porque en Nueva
York el aire siempre (o casi siempre) es limpio, renacido por el viento
benéfico del Atlántico que nada haya que pueda evitar.
¿Cuáles son
los tiempos, su auténtica dimensión en realidad, del teatro, el cine, la
literatura, la música, el arte…?
Al
parecer, sólo el arte repugna de esa dimensión. No hay tiempo en una escultura,
en una pintura.
O sí.
(Arrastra
el del acto de sus hechuras.)
Ella no ha
despojado la dimensión del tiempo en sus obras más calculadas: su deterioro
implacable obliga a creer en una elección y utilización sutil, absolutamente
deliberada, de los materiales perecederos y corruptibles. “Estas obras del
espíritu tienen vida propia, envejecen, se degradan, mueren.”
El ciclo
completo.
Una
oxidación inevitable: las ganas, la emoción, el amor.
Como todo
lo humano.
Se
exploraba: ¿cómo semejante monstruo de afecciones…?
Fecha de
caducidad: sufre averías. Viejos modelos del año 36, del 52, del 70. A cada
segundo se producen miles y miles de sustituciones. Reemplazos.
Casa de
recambios: hasta el huesecillo más diminuto, cáncamo, sacro, escarpia,
etmoides.
“Parecen
más perfectos”, dijo en 2011. “Durarán más”, profetizó rascándose la barbilla
(de la que no brotaba ningún picor), un gesto, digamos, doctoral, estética de
bata blanca, asepsia en el alma (un poco bruta y recelosa a fin de cuentas,
típica de todo galeno que ya sabe lo que le espera hasta el día de la
jubilación y, luego de ésta, herido de muerte, aburrido, coja la caña de
pescar, embadurne lienzos de pequeño
formato o vaya de un lado a otro del mundo subido en un avión o en un
autocar en compañía de otros viejos ociosos de piernas torcidas como él).
Fecha de
caducidad: sin ir más lejos (14 de enero) Ingrid Grauber muere a los 9 años al
respirar monóxido de carbono embotellado en Birkenau: 1945.
Había
nacido el 11 de enero de 1936, en Hamburgo, calle…
Eva Hesse:
el 11 de enero de 1945 su padre, como regalo de cumpleaños le entrega un libro
de cuentos y tres días más tarde la lleva hasta el mirador del Empire State
bajo los rayos del sol matinal. Toca verdaderamente el cielo: el mundo a sus
pies: Todo esto será tuyo, todo esto te
doy.
Había
nacido el 11 de enero de 1936, en Hamburgo, calle…
Por la
noche, después del baño, en pijama sentada a la mesa de la cálida cocina (la
calefacción al máximo contrarrestando el invierno neoyorquino), rodeada de los
suyos (ha sido un día feliz, muy feliz), mira golosa las galletas y la leche embotellada
(blanca, pura, casi maternal tras el vidrio).
F., señor
de la galería.
H., señor
del museo.
Ellos
deciden… todo.
Dirigen,
encauzan magnifican. O sólo toleran. Pero esa exhibición ya es una declaración
de guerra inapelable.
F.: “Tu
obra es mucho más interesante que tú.”
Piedra
simulada, modelado que aparenta la pesada labor de la talla: masilla de epoxy.
Una
química propensa a la simulación.
Él, una
vez, conoció a un tipo que fundía bronces (del bueno, libre de la escoria y el
desecho de los solares) muy orgulloso de conseguir pátinas que simulaban ser
piedras de reluciente pulido, maderas, mármoles, texturas minerales… pero sólo
era bronce, untrampantojo. Era la perversión conceptual más ridícula que
pudiera pensarse, y además, sin un propósito revolucionario: sólo era
apariencia: ¿A que parece travertino? Y, ésta, fíjate, el más precioso ébano. Y
repasaba con las yemas de los dedos la bruñida superficie del… ¡bronce
coloreado!
Talla sin
cincel ni puntero, ni esquirlas, apenas un leve ruido de la masilla engañosa:
“modelar” lo que será “piedra”, nada de desbastar como un bracero martillo o
bujarda en mano: las artimañas están a la orden del día.
Esta
piedra falsa que pesa, que está fría, que nace de materia tan blanda…
Ni tan
siquiera es marga, la piedra humilde del bancal y la montaña del secano,
ennegrecida noblemente por el sol, la lluvia y el tiempo, que levanta la
rústica pared y defiende del desplome a los sembrados.
El rostro
blando.
La mirada
blanda.
Los
tiempos blandos, mentiras dalinianas.
5 de
enero. Mi cumpleaños. Lo único que puedo esperar que caiga del cielo es lo que
se desprenda fortuitamente de las estanterías y rincones de The Green Train.
En efecto
no me los regala, pero el precio es irrisorio: media docena de Esquire del año 40 con las historias de Pat Hobby. Las revistas van envueltas en
“ese maravilloso papel verde que tanta pena te da romper”.
Una
propedéutica al absurdo: trabaja esforzadamente todas las mañanas. Y sabe que
se muere. Nadie puede engañarla. Trabaja en su obra aprendiendo para la nada,
asomada al abismo. En adelante, ninguna de sus experiencias más domésticas o
sublimes será susceptible de ser estructurada de una forma plástica.
Mira el
rojo. ¿Dónde está la forma? ¿Dónde la oculta? Todo es material, pero algunas
cosas… precisan de un catalizador que las materialice, un reactivo que actúe a
la manera de la ropa que visualiza y descubre al hombre invisible cansado ya de
“vivir en la luz”.
“Mi obra
exige comprensión.”
¿Qué clase
de comprensión? ¿No basta con verla? Si desea que le comprendan, ¿por qué
dificulta la manera de contarnos su historia? Aniñe el método. Simplifíquelo.
Frente al arte todos tenemos 6 años de edad. O menos.
“Pido
paciencia... Ese tipo de comprensión.”
Mientras,
su alma tempestuosa se ha desplazado del cerebro al pecho. Estos viajes
extremos perpetra la moribunda llevando y trayendo a su antojo esa porción de
cosas que es la conciencia, ese desván inmenso del alma que todo parece
abarcarlo, y lo aloja donde le viene en gana: hoy en los ojos, mañana en las
manos, ayer en la garganta, nunca en el cerebro maligno.
Se cuenta
cosas él:
“La leerá
pronto. Sólo tiene un capítulo.”
“Un
capítulo… ¡de mil páginas!”
“Bueno,
sigue siendo un capítulo.”
11/9/69.
11 a.m.
La espera.
Sin otra
cosa que hacer.
En el
Lower Manhattan. Pasea de un lado a otro.
Hace un día gris, de una dureza metálica. Sube un viento húmedo y pegajoso del Hudson. Merodea por Wall Street y sube hasta Liberty y Maiden Lane.
Contempla
las esculturas de Noguchi, de Nevelson y Dubuffet. Contempla extasiado los
viejos edificios ochocentistas levantados de hierro y ladrillo, eternos.
Más
arriba, entre Broadway, Barclay y Greenwich Street: las torres que levantan a
la vez (son idénticas) en el mismo centro financiero ya han alcanzado las veinte
plantas de altura. Más de una decena de grúas sobresalen por encima de las dos
construcciones que aún son un puro esqueleto, oscuro y apagado en comparación
con los luminosos edificios de muro cortina que las rodean. Las imagina
alzadas, dominando el cielo del Downtown, invencibles como dos colosos frente
el mar, vigías alerta del gran sueño americano.
1 de
abril. Martes.
En el
apartamento de E., frente la TV.: Lennon y Yoko Ono en el programa Today, de Thames. Los entrevistan
acostados en la cama, aunque vestidos. Paz, invocan: sonrientes, dueños de sí
mismos y de sus destinos. En realidad, se trata de una perfomance: Bed in: diez
horas por día ante el objetivo neutral de la cámara de Mekas defendiendo
ideologías (que mucho venían a cuento), posturas chocantes, imágenes inefables.
Se dirían
inmortales. Hablan con suficiencia. Parecen saberlo todo. Conceptualmente. Hay
algo desconcertante en su actitud, como una soterrada burla o desprecio sutil
hacia las preguntas que les formulan y hasta a sus mismas respuestas. Y, sin
embargo, tiene sentido lo que dicen, y parecen estar en contra de todo aquello
que sojuzga, engaña y manipula al ser humano. Pero, ¿no hay cierta
condescendencia en todo ello? Pontifican, muy educados, desde el altar de la
fama, el dinero y la despreocupación material: perfectos para el espíritu.
Podría pensarse que en pocos años levitarán sobre las aceras, emprenderán
vuelos magníficos por el cielo azul entre algodonosas nubes blancas:
Paz,
hermanos.
Puros
espíritus.
O sólo
apariencias.
Palotes de
niño.
Una
graciosa inmaterialidad, tenue y vacua como las creencias.
Ono ha
corrido en busca de la celebridad desde tiempo atrás: deja sus clases de
música, enlaza happening tras happening, hasta que, al final, Cut Piece la mete de lleno en Indian Gallery y, de allí, a los brazos
de Lennon.
Hesse ha
conocido a Ono en el estudio de M.
En el 68
ambas coinciden en una exposición en la John Gibson. No cabe dudar del
recíproco escrutinio por encima del hombro, el recelo cortés.
En el 69: Rape. Ambas, en el disparadero.
(El mismo
año, Right After, esa patética maraña
de cordel y fibra de vidrio, con el tumor ya dentro. Todo eso, meses después.)
Hesse hace
las presentaciones. Como siempre, él se siente invisible.
Ono es una
mujer muy pequeña, pero da una impresión de solidez, de presencia rotunda
verdaderamente extraña. No es intensidad
ni una singular energía lo que emana de sus ojos, antes al contrario, su mirada
es distante y somnolienta; es, por así decirlo, una fisicidad que traspasa
cualquier dimensión, materia en estado puro, algo nuclear, reconcentrado,
telúrico hasta el mismo hierro incandescente, como si de un momento a otro
fuese a comprimirse del todo y convertirse en una mínima bola negra.
Incurre en
una especie de adulación, de obligado ejercicio ante la diva: le presenta para
la firma autógrafa una copia algo tosca, despojada de su lujo, de Grapefruit que adquirió tiempo atrás.
Cinco segundos de gloria mientras medio le sonríe.
“Spanish drum”, le dice con los ojos
cerrados, devolviéndole el desaseado ejemplar con una firma zarrapastrosa,
ininteligible.
Casi está
a punto de palparse, de comprobar que es él mismo y no una entelequia de su
versátil imaginación.
Busca a
John Lennon con la vista, tras ella, a los lados, pero no está, ha declinado
asistir a esta exhibición “del más inteligente de los artistas fluxus del momento”.
Inmediatamente
Yoko Ono se aleja de él, con la copa en la mano cruza una o dos palabras con
todos aquellos que salen a su encuentro, pero ni por un instante se detiene
ante nadie, como si al final de todos esos cuerpos y paredes se hallase una
meta sólo percibida por ella.
“El sitio
no facilita grandes excursiones, ni espirituales ni físicas, de modo que tendrá
que salir por la puerta o empezar a andar en círculo”, se dice rencoroso, y
apura la copa de un trago.
“Sabes, Ono la Conceptual se encubre en los silencios, su misma obra induce a pensar que nos hallamos ante una experiencia que exige la fe más que su dilucidación, todo bien adobado con una pieza musical.”
Hesse le mira perpleja, hace un gesto de desaliento con la mano.
Más tarde, camino de casa, se mantiene en un silencio reflexivo.
Una
vertiente fluxus, la norteamericana, que se concentra en lo
tranquilo, lo pacífico oriental: se ausenta lánguida, suave, se desliza sobre
el suelo pulido y esplendente en pos de una revolución social que termine
acribillando al arte y lo haga desaparecer de una vez por todas, a fin de
cuentas un entretenimiento para burgueses y mercaderes, un fiasco para las
buenas gentes que a las seis y media de la mañana se ponen en marcha camino del
trabajo.
Habla de
definiciones, se dice. Todo hay que definirlo de nuevo. Esa es la propuesta, lo
que obliga a producir sin orden ni concierto múltiples sintaxis plásticas en
busca de un concepto. Inventando, pues, lenguaje y significado: una nueva
actitud, un rompimiento con lo adocenado, lo falso de los ismos de atrás. Bien.
No hay
ritual, pues el rito demanda ciertas reglas y ello, sin duda, es contra natura a esta secta del mero
divertimento.
El
apartamento de estos dos divos de portada internacional (Time, Watios of the World)
es de una amplitud asustante. Más allá de las grandes ventanas, Central Park
(casi) en toda su extensión: delante el lago rodeado de verde. La luz natural
hiere los ojos. Hay maravillas, tesoros ocultos, en este espacio de riquezas
mobiliarias y culturales: películas, libros, esculturas, cuadros, discos,
diarios y revistas de medio mundo, objetos de anticuario, muebles de último
diseño, aparatos electrónicos de todo tipo, lámparas maravillosas de Aladino:
todo les ha sido concedido por el genio… o el azar. Cualquiera medianamente
culto pagaría un tique de entrada, cinco dólares, todas las mañanas por entrar
en ese lugar (estuvieran ellos dos o no) de once a doce, pongamos por caso.
El último
estadio del arte: el artista sin obra, sin espectáculo, sólo el nombre y la
condición. Ni hecho ni objeto tangible: pasea por las estancias vacías, por
galerías desiertas donde se agolpan los pensamientos.
Era un
surrealista.
Como Hesse.
¿Acaso no
descendía Hesse misma de la fuga de la razón?
“Por
entonces, siempre estaba esperándola en algún sitio. Yo era el que esperaba con
un libro en la mano, sin nada en las manos, la mirada cenicienta, la mirada
exultante, a la puerta de los edificios, en una esquina poblada de gente
multicolor, en la mitad de los puentes, en los parques, junto a la taquilla de
un cine, en las librerías solitarias del mediodía, o sentado a una mesa en un
pequeño restaurante del East Village mirando al exterior a través del ventanal
mientras anochecía, siempre con los ojos vigilantes, acechando su figura entre
la gente, apeándose de un taxi, bajo un paraguas, saliendo de un drugstore, doblando una calle, avanzando
de repente hacia mí como nacida del aburrimiento (o de la nada), brotada del
ensueño…”
¿Podían
configurarla las imágenes insólitas de su obra? En cierto modo, ambas se
hermanaban en la vigilia mórbida durante su enfermedad y muerte.
Ahondaba
en lo inconsciente el hombre esquinero (como una ramera a la espera del
cliente), aquella misma fuerza, al alcance de todos, que exigía de la artista
calva la expresión más desaforada e inescrutable de una disposición matérica.
La trance inequívoca que lejos de
atestiguar tus talentos algo revelase los de ella más allá de la impresión en
la retina de su arte poderoso y extraño.
12 de
marzo, 69.
En
Broadway, esquina a Herald Square. A la derecha se eleva el Empire State, casi
engullido por la niebla, una oscura y sólida silueta envuelta en jirones
blanquecinos coronada por la antena gigantesca.
Hace frío.
Apenas se distingue nada más allá de unos metros a causa del aire sucio.
Observa, como buen hombre de las multitudes algo chismoso, a la gente que sube por Broadway o baja por la Sexta, la esquina ajetreadísima de automóviles y peatones de las calles 34 y 35: masas solamente, pues es inútil ponderar cualquier rasgo diferenciador en esos miles y miles de andantes brumosos, manchas encogidas en sí mismas, casi ocultas en sus ropas nuevas y vistosas (con bolsas en las manos, sosteniendo siempre algún trasto, arrastrando un crío lloroso).
Un río fluyente de personas inaudito, inagotable, de una riqueza racial nunca vista por él hasta ese momento, en este lugar que es encrucijada de caminos en lo más bullicioso de la urbe. Gentes, automóviles, el sempiterno taxi amarillo dando la nota en el gris, el blanco, el rojo, el azul, el negro, el verde en una marea de flujo y reflujo constante de hombrecillos y mujercillas móviles que cruzan pasos de peatones, aguardan obedientes al lado de semáforos, que no se sabe de dónde vienen ni adónde se dirigen, dónde se esconden al final del día con la compra a plazos de sí mismos, dónde…
Deja libre el pensamiento.
Un hombre tras su sintaxis.
Lo que
quieres expresar se halla en los límites de lo ejecutable, las palabras ya no te sirven. ¿No podrías darle otra
forma a la ocurrencia? Tal vez de ese modo alcanzaras, aun sesgadamente, a
identificar el desasosiego.
No hay
puntos cardinales.
Decide
meterse en Macy’s, a dos pasos de donde se encuentra, como otros deciden
meterse en el Chelsea o en el Algonquin a buscar lo suyo.
Todos los
grandes almacenes tienen forma de cajón a pesar de las fachadas neobarrocas,
eclécticas, labauhaus, historicistas,
palladianas, minimalistas, racionalistas, art
decó: BUSQUE SU HUESO.
Uno puede encontrarlo hasta ya dispuesto con un lazo de seda.
Puro
automatismo psíquico.
El lugar
le engulle. Duda si podrá salir de allí. Podría vivir allí. Ser de allí. La
posibilidad de esconderse ALLI para siempre es razonable. Aún pasarán muchos
años antes de que instalen sensores térmicos u otros artilugios traicioneros
que detecten el calor corporal del intruso.
Ahora ya
es ese tipo esencialmente frívolo, superficial en muchos aspectos. Se ha
convertido en el fantoche moderno de todas las épocas: ahora… y después (2014):
en realidad, sólo se toma en serio la salud, cambiar de coche, portátil,
tableta o teléfono móvil cada pocos años y deambular por los pasillos de un
centro comercial con un par de tarjetas de crédito en el bolsillo de la americana
o en el bolsillo trasero del pantalón pegado al culo buscando mi hueso, todas las chucherías
electrónicas que añadan una prestación
más a las chucherías electrónicas que ya acapara allá en su rancho grande.
Fuera de eso, todo deriva en un escepticismo y una actitud cínica que acaban
larvando una pose de indiferencia
pretendidamente sabia y que no es sino la displicencia del hombre iletrado.
En Macy’s
sube y baja escaleras mecánicas de madera, muy estrechas. Otro sabueso, uno
más, con los dientes (¡qué digo, colmillos!) al aire en busca de la tibia
sustanciosa, cálida, cálcica.
Escarbo en
los contenedores. Busco mi hueso.
Un
perfecto granuja que esconde los buenos modales a la hora de una codiciada
captura en los ansiados meses de rebajas: ¡cómo te adelantes te tiro escaleras
abajo, vieja del demonio!
No se deja
avasallar por las dentelladas ajenas: defiende su territorio a codazos y
pisotones.
Busca
alambres, materiales dúctiles, maleables, apropiados para mis fines: polímeros.
Se trata
de un nuevo vocabulario, un alfabeto que cuando menos sea capaz de sorprenderle
a él mismo.
Por
supuesto.
Una
lingüística que exige la fe por encima de todo, una credulidad basada en el
libre ejercicio y potestad de la plástica contemporánea.
Sin duda.
El nuevo
modelo interior reclama elementos singulares: intrigar, inquietar, sacudir
conciencias, causar perplejidades. Surrealismo puro.
¿Puede
ayudarme? Óxidos. Metales. Plásticos. Acrílicos. Resinas. Gomas, cuerdas.
Fibras artificiales. Químicas domésticas...
El tipo
atildado, terno azul y corbata a juego en una gradación menor (o la tipa de
labios rojos, mirada lobezna, maquillada, cuerpo de cereales y verduras al
vapor, grititos ahogados en el amor), ni siquiera muestra estupor ante la
petición. Sonriendo: “Tal vez en menaje… En alguna ferretería”.
¿En qué
planta?
“No,
tendrá que bajar mucho más, bajar, bajar, ¿entiende?”
Los pozos
de Pollock, allí donde las aguas oscuras y gélidas reflejan trémulas tu rostro,
el rostro, las gotas inúmeras de las estrellas: bajar hasta el agua podrida.
Látex.
¿Cómo?
Poliuretano.
¿Cómo?
Disculpe, señor, ¿cómo ha dicho?
Fibra de
vidrio.
¿Vidrio?
Ajá. Ahora le entiendo, señor. Cristalería y afines se encuentran en la planta
sexta del lado oeste, edificio anexo. Más al sur. Encontrará de todo: cristal
de Bohemia, Swaronsky, veneciano antiguo, de Murano, Steuben…
¿Hesse?
No va a descubrirla en
Saks ni en Bloomingdales, ni tan siquiera en ninguna de las tiendas de
supercherías y ropa barata de la Tercera Avenida o en Times Square y sus
inmediaciones. Y tampoco en las que huelen a esencia francesa como Barney o
Gin’s, o en Tiffany’s, que, además, no existe: sólo fue una invención (la
excusa literaria, digamos) de Truman García Capote cuando aún no había salido
de Greenwich y emborronaba las primeras cuartillas huyendo de los botellazos de
su ambivalente madre en negligé,
borracha desde primeras horas de la mañana.
Una nueva Edad de oro: todas las blasfemias que se
perpetran contra estas obras del 68 y 69 se volverán contra los labios que las
profieren. Reaccionarios, podéis prohibir y destruir todos los Studio 28 del
mundo: la historia os condena sin remedio y absuelve a aquéllos que
experimentan con un espíritu hecho materia, palpable, exponible, fou. Conversos racionales, no obstante,
que se mofarán en los cincuenta (la misma Hesse) de la sopa de Péret que inunda
las páginas del Almanach surrèaliste du
demi-siécle, en la que, naturalmente, no meterán la cuchara: tan libre es
la imaginación que ni siquiera ha de apelar a lo figurativo del mundo. Y el
arte es, por definición, mudable, desviacionista, sectario, proteico en todo su
desarrollo milenario: sacrílego.
Una
energía volcánica le hace regurgitar de las profundidades hacia el cielo
(todavía neblinoso, glacial, inhóspito).
En South
Street Seaport, en la calle Fulton. Por esos muelles en el East River anduvo
como un fantasma con Hesse: buscaba el vocabulario en los
grandes almacenes oxidados, pronto corroídos por las sombras metálicas. También
hacía frío, ya en el crepúsculo. Empecinada, con la vista baja, con algo entre
las manos que ya era imposible definir (silenciar): es fácil –le decía ella-,
la huella surrealista se hallaba en el mismo material, en los procedimientos,
yo huía de la imagen reconocible, de ese pompier
moderno y embaucador de los sueños capaz de envejecer malignamente lo
experimental.
Buscaba desesperado y
en un silencio hosco un piano-bar, uno cualquiera por las inmediaciones de
Grove Street: ya sólo quería escuchar, cerrar los ojos, no observar nada hasta
el siglo que viene. Vestir la realidad con el inventario de un almacén de
desechos reciclados por la ocurrencia y el ingenio plásticos.
Recordar… o imaginar:
inventar el futuro, recordar el pasado, ambas cosas tan intangibles, de la
misma sustancia esquiva.
Había, pues, que apostrofar
(y hasta valerse de la navaja de Gorky) con arte inteligente las imágenes que
toda figuración termina proponiendo; a la postre, remedos técnicamente
mediocres de una plástica ya contrastada y difícil de superar mediante un
onirismo que a fuer de descabellado embromaba la realidad de más allá que pretendía sublimar, sin alcanzar nunca
la obscenidad revolucionaria del schocker
pop.
Ella le daba la
espalda al inmenso contenedor de huesos, y con el bello rostro inclinado hacia
abajo y la oscura melena a un lado, como si los ojos huyeran de lo alto, de un
cielo enemigo, buscaba por la tierra oxidada y sucia de negros grumos,
variopinta y pródiga, d’avantgarde:
era hija cabal, hipster, una cool cat a la que nada iba impedirle
crear su mundo argótico alzado sobre la duda, el absurdo y la incoherencia pero
también sobre el más absoluto convencimiento de su poder estético, tan extraño
y turbador como iniciático y alejado de la histriónica muleta de la narración
figurativa y su paráfrasis, pues sólo de la subversión de ésta podría ella
nacer.
La
logicista maneja cables de fibra de vidrio mojados en resina… Lo intuitivo guía
sus pasos: escribe el Gran Diario (el definitivo).