T.: cuando
el grupo de personas que rodea al artista decrece, se acerca hasta él. Hesse
prefiere quedar atrás mirando las obras. Él se presenta y el pintor escucha
cortésmente sus palabras, pero con algo de frialdad, de evidente desapego. Ante
su petición, le firma un catálogo liviano, en blanco y negro. Veinticinco años
después, en París, una mañana de abril se encuentra con él de nuevo. Almuerzan
en la explanada soleada frente al Centro Pompidou... ¡un vaso de vino tinto y
una rebanada de pan con sobrasada! No recordará en absoluto aquel primer
encuentro de entonces en Nueva York. Ya en el
siglo XXI: el viejo catalán acepta de buen grado el mito, en su fundación le
rinden homenaje (silente, emocionado, muriéndose despacio y endiosado).
Vuelve en
compañía de Hesse y contemplan con morosidad las pinturas.
Son
cuadros de gran formato, de la década de los sesenta, muy plásticos pero muy
referenciales a la vez. Por ejemplo: Caixa
d’embalar, que concita la admiración de un grupo de gente reunida frente a
la obra.
Las
pinturas son un testimonio evidente, van más allá del mero objeto, adquieren
significados ocultos, simbólicos.
¿Por qué?,
se dice la neoyorquina que nunca conociera el compromiso político ni la
militancia del subsuelo.
Mucho
tiene que el ver el arte con la estética: una confrontación secular. Lo que
cuenta es lo que se propugna: una vía hacia el nuevo conocimiento, y
proporcionar a aquélla los medios para mejor allegar a éste.
¿Qué
conocimiento? ¿Hasta dónde hay que hurgar?
La
práctica del arte, el mismo acto de crear, ya justifica sobradamente su valiosa
existencia en las cosas y sucesos del ser humano.
Hesse mira
los cuadros intrigada.
-Son como
enigmas, un acertijo… No entiendo por qué, no veo la necesidad de esa
legibilidad que los trasciende, el símbolo que instiga. Hubiera bastado con la
materia. El solo objeto: ¿por qué escribe en él?
Ya es una
experta. Eso se cree. Ya sabe cómo tratar a uno de esos wasp de los sesenta
convencidos de que su padre de 200 años acompañaba a George Washington mientras éste sentado a la mesa camilla de la
casa de su madre en Frederikburg urdía el movimiento de independencia.
Universos
paralelos. La broma de Hesse. Pero en cierto sentido, esos estratos de la
cultura americana, esos compartimentos estancos, nunca entrelazándose, siempre
divergentes, o paralelos, yuxtapuestos… Y siempre sincronizados. Sin verse
jamás. ¿Cómo es posible? K. se emborracha y se ensucia con sus personajes faranduleros
en sus novelas-testimonio mientras S. acciona sus sofisticados e
inteligentísimos adolescentes en decorados perfectos, una Nueva York a la que
sólo le falta oler a colonia, aromas de primavera, y la nieve limpia bajo el
sol de febrero, aunque la idea del suicidio y el abandono fermenten las idas y
venidas de sus personajes aparentemente dóciles. Hesse por su lado, atenta a lo
que se mueve, a lo que muere, a lo que sucederá a todo eso.
Raymond
Th. Yeats: “Tienes que conocerlo”, le dice a la joven discípula.
“Era un
tipo cansado, gastado, quemado: beat. Luego, jugaron con el prefijo, lo
manosearon, lo reinventaron, lo…”
Kerouac,
el tipo que nunca fue feliz ni siquiera en la absoluta soledad de la noche
estrellada de Hozomeen, ni en la alta montaña rodeado de azules oscuros, ni en
los rieles nocturnos bajo la luz de la luna, Kerouac, que no pudo encontrar la
dicha del solitario, la grandeza solitaria del místico. Y esos ridículos
hippies como herederos, blandos como la crema, felices en sus disfraces, en su
jazz falsificado, en sus cómodas muertes en bonos a treinta años… Una
perversión, como en el arte. Más o menos: expresionismo abstracto: minimalismo:
arte povera… Y así. Warhol y la Factory: ahora no el arte, los artistas,
altaneros, engreídos, tan frágiles. Etcétera. Hesse, aislada, su obra naciente
(lleva esto por ese camino).
Después de
beberse dos cervezas, comer un gran sándwich de pollo y huevos revueltos con
tostadas en el bar de Grand Central Station, la generosidad espiritual adquiere ribetes de épica.
Como creador yo no la mataría.
No se me ocurriría. Es más, ella no se merece morir. Ni como heroína de novela
ni como encarnación de una artista cualquiera, una de tantas. Es inmortal.
Vamos a decirlo de ese modo. Pero los milagros e infortunios de la vida bien
parece que estén gobernados por un idiota con el cerebro lleno de ruido y
horror, análogo al beocio de la novela de Faulkner.
Yo sería un dios más justo,
menos ruin y más explicable.
Un creador menor, pero
sentimental.
No es
menor su desorden.
Gastronomía
versus Hambre.
En U1 se
ilumina la oficina del estómago de la siguiente guisa.
1968,
1969, 1970: “tú y yo hemos comido por dos dólares y medio, y cenado por unos
centavos más en decenas de restaurantes entre Houston y Canal, incluso más allá
de la calle 14. Un verdadero festín no alcanzaba los 6 dólares”. Hoy mismo, en
2010, si la recoge de U4 y la trae de vuelta a la tierra, les bastaría con 30
dólares. Ahora bien, el hambre es una
cosa, y además seria; el arte, otra, y además frívola.
Menú de la
casa, materias primas, de rigurosa temporada, pocos riesgos de desmesura
creativa en consecuencia: 295 dólares (vino aparte, 80; servicio de mesa, 25;
propina, 40). ¿Cómo?
Grisinis de parmesano con
lardo de Colonnata.
Sopa de ostras a las hierbas.
Flores de calabacín en
tempura.
Lascas de cecina de vaca.
Almejas al escabeche de
manzanilla
Gelatina de gallina y setas.
Timbal de calabacines tiernos
con berenjenas y salsa de almendrucos.
Cigalas sobre pasta fresca en
salsa de perejil.
Entrecó a la provenzal.
Surtido de quesos.
Sopa fría de frutas.
Café aromático.
Cóctel de champaña.
Cuatro
años después, en 1972, El Negro abandona Nueva York.
Regresa a
España de la mano de una falsa Beatriz. No tiene un céntimo en la cuenta
corriente. Han desaparecido las revistas donde solía escribir. Sólo sobrevive
(comer, dormir, cintas Kores dactylo para la Consul checa del 66, folios Galgo,
los cigarrillos Lucky Strike sin filtro, un par de cervezas a la caída de la
tarde).
Al
aterrizar en Barajas llevaba en la maleta, como un as debajo la manga, una
novela terminada sobre su estancia en Nueva York, sus idas y venidas, los
sucesos de Hesse.
Se
aferraba a esas páginas con desesperación, hasta con rabia suicida.
Y cinco años más tarde, en 1979 quemará el original y las
dos copias en papel carbón.
Los únicos fragmentos que perviven se agazapan en una
memoria, la suya, siempre voluble, circular, inagotable.
Sin pentimento.
Imperfecto.
Incorregible.
(Retomar
el hilo… ¿de qué?)
Judía:
desde pequeña siente un horror invencible ante la levita del rabino, el
sombrero negro y enhiesto como una amenaza, las barbas, esos densos pantalones
oscuros plagados de sucias y grasas manchas de semanas, las miradas ambiguas y
piadosas, sospechosas siempre, el aire espeso de la sinagoga que parece
envolverles a toda hora. Odia todo tipo de mistificaciones. En una ocasión,
siendo niña, su madre la llevó a un establecimiento de comida judía. No
recuerda muy bien la razón, pero al cabo de unos minutos su madre absolutamente
histérica (tres meses más tarde se mató) empezó a discutir con el dependiente,
un tipo de baja estatura y facciones congestivas. Un compañero de colegio vio
la escena desde la acera veraniega y soleada, aún fresca a esa hora temprana
del día, y le mandó un saludo con la mano riéndose burlón. Hesse, avergonzada,
bajó la cabeza, hundió la vista en el suelo. Jamás volvió a entrar en ningún
sitio que recordase ni por asomo todo lo judío, una religión a fin de cuentas.
Una estafa.
A la
entrada a The Green Train.
Agosto,
68. El aire encendido del Señor abate sobre las calles una pavorosa inanidad.
Un tipo
con el cabello hirsuto y entrecano peinado a raya, con el rostro sembrado de
surcos profundos, terrosos, la mirada de ceniza y la boca encogida, se hace a
un lado y deja vía libre para que entre en la librería. Siguiendo el código de
buenas maneras, él se niega y le cede el paso a la vez que hace un ademán con
la mano señalando la calle. El tipo insiste en su cortés actitud sin moverse un
centímetro, dibujando lo que parece una media sonrisa en sus labios de polvo.
Al final, El Buscador de Cuentos de Revista asiente con la cabeza y pasa al
lado de El Hombre de Tierra algo avergonzado.
Saluda con
la cabeza al librero y se dirige a su rincón, a husmear el polvo más espeso.
Cuando
termina su inspección rutinaria de viejas revistas de los años cincuenta, se
acerca con un par de newyorkers en la
mano adonde se encuentra Yeats, junto a
los contenedores de libros usados.
-¿Lo
viste?-, pregunta el librero sin desviar la atención del fondo de uno de los
cajones en el que deposita libros en rústica que toma de altos rimeros en el
suelo.
-¿A quién?
-A John
Cheever. Acababa de marcharse cuando tú viniste.
“¿Cheever…?”
Lástima
que el tipo, atontado por el sentimentalismo y las drogas que paliaban su
cáncer, terminara sus días en el oficio escribiendo unas páginas para el Reader’s Digest.
Se estaba
bien allí, en el interior fresco de la librería, en silencio, a salvo del
pegajoso calor de afuera. Pensó con una enorme paz que era el mejor sitio del
mundo para estar a esas horas primeras de la tarde, sólo entre libros, sin
tener que decir nada…
Su
expresión era de lo más sombría, no obstante: todo lo importante… no deja de
ser anecdótico.
(¿Qué
compró? ¿Acaso es secreto de confesión?
El tipo
era un católico bastante excéntrico, pero católico.)
Bien,
Nueva York mata.
¿Había
alguien que creía lo contrario?
Él no
puede ser como esos jovenzuelos idealistas que escriben tan sólo por hacerlo cada día mejor porque eso es
lo que les causa la mayor satisfacción (y su desgracia final), sin esperar
recompensa material alguna. El mata y
plagia por una hamburguesa mezcla de carne de vaca, cerdo y caballo ahogada
en salsa barbacoa.
Mayo.
Cuando ella murió.
En plena
primavera, la gente parece feliz, renovada.
Ve salir
de un Books and Magazines a D.G., que
baja la cabeza rápidamente y cruza la calzada. Lleva una bolsa de papel marrón
cogida de la mano. Él desvía la vista a fin de no comprometerlo. Se mete en la
Biblioteca Pública una vez el otro desaparece. Cuando se adentra en la luz
sosegada e inspiradora domina como puede el temor que semejantes recintos le
provocan.
En
realidad, como cuando era niño, mastica las páginas de los libros (antes de
olerlas).
Al salir,
elige para comer un restaurante de la cadena Tad’s Steaks, muy cerca de allí, en la 42. (2,75$: una gruesa
tajada de carne a la parrilla, patatas con piel asada, ensalada, zumo y un
pedazo de tarta.)
A ella
nunca le gustó la carne.
Repite la
ración de carne y excluye todo lo demás excepto el vaso de zumo.
En el
metro, camino del apartamento en Queens, le asaltan unas arcadas invencibles. A
pesar de sus esfuerzos por evitarlo, vomita. Los pasajeros asqueados se alejan
del rincón donde se encuentra. En la siguiente parada un vigilante le saca del
vagón a empujones. Creen que es un borracho. Sólo está enfermo. Sucio y
maloliente, desolado, le cuesta hacerlo entender de ese modo.
Lo
expulsan al aire negro de la noche.
Llega a su
casa casi de madrugada.
A salvo.
Las
tinieblas.
En la
calle 14, hacia la Octava Avenida: españoles.
Negocios y
restaurantes baratos con nombre “exóticos”: Oviedo,
Valencia, Lugo, Madrid, El Gran Catalán…
Da un poco
de lástima todo esto, esta forma de salir adelante que ni siquiera es una
farsa. Es, simplemente, un estancamiento, un viaje a ninguna parte. Un día tras
otro, amanece, riegan las aceras, emprenden el sórdido arqueo al echar el
cierre, se sumen en la noche eléctrica, y luego los shows y los informativos de la televisión (Ed Sullivan, Walter
Cronkite…), el sueño indigesto, el despertador. (1955-1970). Recuerdo que en
España, allí… Etcétera.
¡Ah,
España…! Etcétera.
Es un día
de abril perfecto, cálido, luminoso, azul. Viene de Queens, sale de la estación
de metro en Canal Street, cerca de Spring, y, sin pensar muy bien lo que hace,
aspirando bocanadas de aire limpio, camina entre hileras de gente, al mismo
ritmo que la manada, hacia el norte por Lafayette; dobla por Washington y… ¡se
da de bruces con el profesor de español!