jueves, 10 de mayo de 2018

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T.: cuando el grupo de personas que rodea al artista decrece, se acerca hasta él. Hesse prefiere quedar atrás mirando las obras. Él se presenta y el pintor escucha cortésmente sus palabras, pero con algo de frialdad, de evidente desapego. Ante su petición, le firma un catálogo liviano, en blanco y negro. Veinticinco años después, en París, una mañana de abril se encuentra con él de nuevo. Almuerzan en la explanada soleada frente al Centro Pompidou... ¡un vaso de vino tinto y una rebanada de pan con sobrasada! No recordará en absoluto aquel primer encuentro de entonces en Nueva York. Ya en el siglo XXI: el viejo catalán acepta de buen grado el mito, en su fundación le rinden homenaje (silente, emocionado, muriéndose despacio y endiosado).
Vuelve en compañía de Hesse y contemplan con morosidad las pinturas.
Son cuadros de gran formato, de la década de los sesenta, muy plásticos pero muy referenciales a la vez. Por ejemplo: Caixa d’embalar, que concita la admiración de un grupo de gente reunida frente a la obra.
Las pinturas son un testimonio evidente, van más allá del mero objeto, adquieren significados ocultos, simbólicos.
¿Por qué?, se dice la neoyorquina que nunca conociera el compromiso político ni la militancia del subsuelo.
Mucho tiene que el ver el arte con la estética: una confrontación secular. Lo que cuenta es lo que se propugna: una vía hacia el nuevo conocimiento, y proporcionar a aquélla los medios para mejor allegar a éste.
¿Qué conocimiento? ¿Hasta dónde hay que hurgar?
La práctica del arte, el mismo acto de crear, ya justifica sobradamente su valiosa existencia en las cosas y sucesos del ser humano.
Hesse mira los cuadros intrigada.
-Son como enigmas, un acertijo… No entiendo por qué, no veo la necesidad de esa legibilidad que los trasciende, el símbolo que instiga. Hubiera bastado con la materia. El solo objeto: ¿por qué escribe en él?
Ya es una experta. Eso se cree. Ya sabe cómo tratar a uno de esos wasp de los sesenta convencidos de que su padre de 200 años acompañaba a George Washington  mientras éste sentado a la mesa camilla de la casa de su madre en Frederikburg urdía el movimiento de independencia.
Universos paralelos. La broma de Hesse. Pero en cierto sentido, esos estratos de la cultura americana, esos compartimentos estancos, nunca entrelazándose, siempre divergentes, o paralelos, yuxtapuestos… Y siempre sincronizados. Sin verse jamás. ¿Cómo es posible? K. se emborracha y se ensucia con sus personajes faranduleros en sus novelas-testimonio mientras S. acciona sus sofisticados e inteligentísimos adolescentes en decorados perfectos, una Nueva York a la que sólo le falta oler a colonia, aromas de primavera, y la nieve limpia bajo el sol de febrero, aunque la idea del suicidio y el abandono fermenten las idas y venidas de sus personajes aparentemente dóciles. Hesse por su lado, atenta a lo que se mueve, a lo que muere, a lo que sucederá a todo eso.
Raymond Th. Yeats: “Tienes que conocerlo”, le dice a la joven discípula.
“Era un tipo cansado, gastado, quemado: beat. Luego, jugaron con el prefijo, lo manosearon, lo reinventaron, lo…”
Kerouac, el tipo que nunca fue feliz ni siquiera en la absoluta soledad de la noche estrellada de Hozomeen, ni en la alta montaña rodeado de azules oscuros, ni en los rieles nocturnos bajo la luz de la luna, Kerouac, que no pudo encontrar la dicha del solitario, la grandeza solitaria del místico. Y esos ridículos hippies como herederos, blandos como la crema, felices en sus disfraces, en su jazz falsificado, en sus cómodas muertes en bonos a treinta años… Una perversión, como en el arte. Más o menos: expresionismo abstracto: minimalismo: arte povera… Y así. Warhol y la Factory: ahora no el arte, los artistas, altaneros, engreídos, tan frágiles. Etcétera. Hesse, aislada, su obra naciente (lleva esto por ese camino).
Después de beberse dos cervezas, comer un gran sándwich de pollo y huevos revueltos con tostadas en el bar de Grand Central Station, la generosidad  espiritual adquiere ribetes de épica.
Como creador yo no la mataría. No se me ocurriría. Es más, ella no se merece morir. Ni como heroína de novela ni como encarnación de una artista cualquiera, una de tantas. Es inmortal. Vamos a decirlo de ese modo. Pero los milagros e infortunios de la vida bien parece que estén gobernados por un idiota con el cerebro lleno de ruido y horror, análogo al beocio de la novela de Faulkner. 
Yo sería un dios más justo, menos ruin y más explicable.
Un creador menor, pero sentimental.
No es menor su desorden.
Gastronomía versus Hambre.
En U1 se ilumina la oficina del estómago de la siguiente guisa.
1968, 1969, 1970: “tú y yo hemos comido por dos dólares y medio, y cenado por unos centavos más en decenas de restaurantes entre Houston y Canal, incluso más allá de la calle 14. Un verdadero festín no alcanzaba los 6 dólares”. Hoy mismo, en 2010, si la recoge de U4 y la trae de vuelta a la tierra, les bastaría con 30 dólares.  Ahora bien, el hambre es una cosa, y además seria; el arte, otra, y además frívola.
Menú de la casa, materias primas, de rigurosa temporada, pocos riesgos de desmesura creativa en consecuencia: 295 dólares (vino aparte, 80; servicio de mesa, 25; propina, 40). ¿Cómo?
Grisinis de parmesano con lardo de Colonnata.
Sopa de ostras a las hierbas.
Flores de calabacín en tempura.
Lascas de cecina de vaca.
Almejas al escabeche de manzanilla
Gelatina de gallina y setas.
Timbal de calabacines tiernos con berenjenas y salsa de almendrucos.
Cigalas sobre pasta fresca en salsa de perejil.
Entrecó a la provenzal.
Surtido de quesos.
Sopa fría de frutas. 
Café aromático.
Cóctel de champaña.
Cuatro años después, en 1972, El Negro abandona Nueva York.
Regresa a España de la mano de una falsa Beatriz. No tiene un céntimo en la cuenta corriente. Han desaparecido las revistas donde solía escribir. Sólo sobrevive (comer, dormir, cintas Kores dactylo para la Consul checa del 66, folios Galgo, los cigarrillos Lucky Strike sin filtro, un par de cervezas a la caída de la tarde).  
Al aterrizar en Barajas llevaba en la maleta, como un as debajo la manga, una novela terminada sobre su estancia en Nueva York, sus idas y venidas, los sucesos de Hesse.
Se aferraba a esas páginas con desesperación, hasta con rabia suicida.
Y cinco años más tarde, en 1979 quemará el original y las dos copias en papel carbón.
Los únicos fragmentos que perviven se agazapan en una memoria, la suya, siempre voluble, circular, inagotable.
Sin  pentimento.
Imperfecto.
Incorregible.
(Retomar el hilo… ¿de qué?)
Judía: desde pequeña siente un horror invencible ante la levita del rabino, el sombrero negro y enhiesto como una amenaza, las barbas, esos densos pantalones oscuros plagados de sucias y grasas manchas de semanas, las miradas ambiguas y piadosas, sospechosas siempre, el aire espeso de la sinagoga que parece envolverles a toda hora. Odia todo tipo de mistificaciones. En una ocasión, siendo niña, su madre la llevó a un establecimiento de comida judía. No recuerda muy bien la razón, pero al cabo de unos minutos su madre absolutamente histérica (tres meses más tarde se mató) empezó a discutir con el dependiente, un tipo de baja estatura y facciones congestivas. Un compañero de colegio vio la escena desde la acera veraniega y soleada, aún fresca a esa hora temprana del día, y le mandó un saludo con la mano riéndose burlón. Hesse, avergonzada, bajó la cabeza, hundió la vista en el suelo. Jamás volvió a entrar en ningún sitio que recordase ni por asomo todo lo judío, una religión a fin de cuentas. Una estafa.
A la entrada a The Green Train.
Agosto, 68. El aire encendido del Señor abate sobre las calles una pavorosa inanidad.
Un tipo con el cabello hirsuto y entrecano peinado a raya, con el rostro sembrado de surcos profundos, terrosos, la mirada de ceniza y la boca encogida, se hace a un lado y deja vía libre para que entre en la librería. Siguiendo el código de buenas maneras, él se niega y le cede el paso a la vez que hace un ademán con la mano señalando la calle. El tipo insiste en su cortés actitud sin moverse un centímetro, dibujando lo que parece una media sonrisa en sus labios de polvo. Al final, El Buscador de Cuentos de Revista asiente con la cabeza y pasa al lado de El Hombre de Tierra algo avergonzado.
Saluda con la cabeza al librero y se dirige a su rincón, a husmear el polvo más espeso.
Cuando termina su inspección rutinaria de viejas revistas de los años cincuenta, se acerca con un par de newyorkers en la mano  adonde se encuentra Yeats, junto a los contenedores de libros usados.
-¿Lo viste?-, pregunta el librero sin desviar la atención del fondo de uno de los cajones en el que deposita libros en rústica que toma de altos rimeros en el suelo.
-¿A quién?
-A John Cheever. Acababa de marcharse cuando tú viniste.
“¿Cheever…?”
Lástima que el tipo, atontado por el sentimentalismo y las drogas que paliaban su cáncer, terminara sus días en el oficio escribiendo unas páginas para el Reader’s Digest.
Se estaba bien allí, en el interior fresco de la librería, en silencio, a salvo del pegajoso calor de afuera. Pensó con una enorme paz que era el mejor sitio del mundo para estar a esas horas primeras de la tarde, sólo entre libros, sin tener que decir nada…
Su expresión era de lo más sombría, no obstante: todo lo importante… no deja de ser anecdótico.
(¿Qué compró? ¿Acaso es secreto de confesión?
El tipo era un católico bastante excéntrico, pero católico.)
Bien, Nueva York mata.
¿Había alguien que creía lo contrario?
Él no puede ser como esos jovenzuelos idealistas que escriben tan sólo por hacerlo cada día mejor porque eso es lo que les causa la mayor satisfacción (y su desgracia final), sin esperar recompensa material alguna. El mata y plagia por una hamburguesa mezcla de carne de vaca, cerdo y caballo ahogada en salsa barbacoa.
Mayo. Cuando ella murió.
En plena primavera, la gente parece feliz, renovada.
Ve salir de un Books and Magazines a D.G., que baja la cabeza rápidamente y cruza la calzada. Lleva una bolsa de papel marrón cogida de la mano. Él desvía la vista a fin de no comprometerlo. Se mete en la Biblioteca Pública una vez el otro desaparece. Cuando se adentra en la luz sosegada e inspiradora domina como puede el temor que semejantes recintos le provocan.
En realidad, como cuando era niño, mastica las páginas de los libros (antes de olerlas).
Al salir, elige para comer un restaurante de la cadena Tad’s Steaks, muy cerca de allí, en la 42. (2,75$: una gruesa tajada de carne a la parrilla, patatas con piel asada, ensalada, zumo y un pedazo de tarta.)
A ella nunca le gustó la carne.
Repite la ración de carne y excluye todo lo demás excepto el vaso de zumo.
En el metro, camino del apartamento en Queens, le asaltan unas arcadas invencibles. A pesar de sus esfuerzos por evitarlo, vomita. Los pasajeros asqueados se alejan del rincón donde se encuentra. En la siguiente parada un vigilante le saca del vagón a empujones. Creen que es un borracho. Sólo está enfermo. Sucio y maloliente, desolado, le cuesta hacerlo entender de ese modo.
Lo expulsan al aire negro de la noche.
Llega a su casa casi de madrugada.
A salvo.
Las tinieblas.
En la calle 14, hacia la Octava Avenida: españoles.
Negocios y restaurantes baratos con nombre “exóticos”: Oviedo, Valencia, Lugo, Madrid, El Gran Catalán… 
Da un poco de lástima todo esto, esta forma de salir adelante que ni siquiera es una farsa. Es, simplemente, un estancamiento, un viaje a ninguna parte. Un día tras otro, amanece, riegan las aceras, emprenden el sórdido arqueo al echar el cierre, se sumen en la noche eléctrica, y luego los shows y los informativos de la televisión (Ed Sullivan, Walter Cronkite…), el sueño indigesto, el despertador. (1955-1970). Recuerdo que en España, allí… Etcétera.
¡Ah, España…! Etcétera.
Es un día de abril perfecto, cálido, luminoso, azul. Viene de Queens, sale de la estación de metro en Canal Street, cerca de Spring, y, sin pensar muy bien lo que hace, aspirando bocanadas de aire limpio, camina entre hileras de gente, al mismo ritmo que la manada, hacia el norte por Lafayette; dobla por Washington y… ¡se da de bruces con el profesor de español!