Descorred el telón:
Cómo es ella?
Él sabrá.
(Adelante:
no es ni más ni menos que una de tantas … chick
flicks.)
Entonces
la soñó en un viejo apartamento de la calle 10 Este (sigue sin alejarse
demasiado de sí mismo, de su viaje a la desnudez). Allí, una tarde fría
iluminada apenas por una luz gris y desapacible, mientras al otro lado de la
ventana sin cortinas la nieve inocente y silenciosa descendía pacíficamente
sobre las aceras desiertas, enfermó. Su cuerpo de sierpe le estrujaba hasta
escurrir una sangre oscura y maloliente por la boca. Estaba solo, indefenso y
exánime. La fiebre y las náuseas no le abandonaron en cinco días. Pensó que
aquello era el final. “Ha sido perfecto”, se dijo. “Tardarán cien años en
descubrirme en este cuchitril vacío lleno de folios en blanco.” Se hundía en un
sueño de oro, mierda y agua verde, un delirio interminable y febril fraccionado
de dolorosas vigilias y estremecimientos sin fin, una pesadilla envolvente y
atroz, pues soñaba con muertos y descalabros que extenuaba su razón en
invenciones descabelladas. Al quinto día se arrastró al vaso de agua, a la
pastilla concentrada de caldo, al trozo de pan duro como la piedra (que lamió),
a la taza hedionda del váter donde vomitar la pesadilla de los cuatro días que
le habían torturado hasta el umbral de la derrota final…
¡Menuda chick flick!
Despertó
sin cuerpo, como sostenido por un dolor que ningún analgésico o bálsamo
milagroso podría mitigar.
No la
había soñado a ella: soñó los monstruos que antes ella soñara y que, nacida de
esa sinrazón, una pandilla oleosa de bocas monstruosas y rientes le había
empezado a anegarle a él con una marea invencible de episodios indescifrables.
Su padre
escribía el libro de la vida, de su
vida, de las dos hijas, guardaba entradas y programas de cine, cientos de
fotografías y datos, notas manuscritas, cuadernos escolares, dibujos, páginas y
recortes exhaustivos de periódicos, recreaba biografías como otros modelan
muñecos de barro o pintan miniaturas…
¿Te
acuerdas de Sión?
Miraba por
encima del hombro del agente de seguros, letrado correcaminos, que parecía
cansado, con los pies en una pura llaga, a punto de cenar, ya con ganas de
musitar sus rezos e irse a la cama en paz.
La última
obra: ¿No te retrotrae ese arte a un estadio de animalidad, de primitivismo
mudo? El arte exige que lo signifique en tanto lo contemplo. Si contemplo,
pienso, y lo hago mediante el lenguaje, en silencio o abriendo la boca. Pero
frente a esta obra… ¡carezco de palabras para hacerlo! ¿Puedo pensar sin ellas?
Puedo interpretar los elementos que la constituyen, pero soy incapaz de
dilucidar o pensar sobre lo que es si no utilizo algún tipo de lenguaje. Esa…
obra me lanza contra el mutismo. En efecto, puede parecer simple, así su
conformación, los materiales que la estructuran… Y, sin embargo, es de una complejidad
absurda, todo su sentido se ramifica desde un principio, se nutre y expande de
múltiples añadidos conceptuales, emocionales, instintivos.
Pero ¿cuál
es la realidad del arte contemporáneo?
-Supongo
que se trata de una cuestión de credulidad. Ya lo dije antes, de fe. Tienes que
creer en él… ¡y lo desconcertante es que ya no existen los dogmas! Bueno,
quizás en la mente de algunos copistas de cara cerúlea, esos que se plantan
disfrazados con un babero y lazo de terciopelo negro o azul oscuro delante de
Rembrandt o Velázquez en los museos y se dedican a juntar líneas y mezclar
colores terriblemente serios, mientras los demás visitantes compran libros
inútiles en la librería o llenan las bolsas de papel con reproducciones tamaño
postal de los cuadros… ¡colgados a menos de dos metros de ellos! Sí, tal vez
los dogmáticos sean los espectadores. En cuanto los artistas… Han aprendido a
aceptarlo todo en un mundo donde la falsedad, los intereses y la manipulación
dominan por entero cualquier iniciativa artística o mercantil. Pero esto a la
vez es lo que lo estimula.
-Te diría
que es una especie de teoría del espectáculo. La cultura popular, que no el arte popular (la cerámica, la alfarería,
los bolillos, la artesanía del hierro o la madera, el ganchillo de la viejas
damas indignas…) se basa en una manifestación, ya no en la contemplación.
Interesa la biografía atormentada o malograda del artista: su pintura o su
escultura es la excusa, esa fastidiosa adición que el público sensato se obliga
también a admirar. ¡Qué remedio! De modo que cuando uno va al museo está haciendo cultura. Es protagonista.
Guarda cola bajo el sol terrible de julio, paga su entrada, se deja registrar
(y hasta palpar si fuera menester) y, luego, en fila india, mira de soslayo las
obras expuestas mientras busca codicioso en algún extremo la librería
comercial: ansía atesorar la prueba de su ida (al) y venida (del) museo, el
billete que atestigüe la exposición y
la presencia de él . Cuando salga a
la luz de la calle con la bolsa de papel agarrada a la mano respirará hondo,
satisfecho. Sin duda, cansado. Pero echa a andar bajo la sombras de los grandes
plátanos, la hilera de los arces que circunda el paseo, sorteando viandantes en
las aceras, camino del metro, y se recupera en seguida.
-Es esa
una imagen prescindible. No agrega nada al problema del arte contemporáneo.
-Añade una
especia picante al espectáculo, un corpúsculo sazonador.
-¿El
espectador? En el fondo a ese tipo de hechuras claras, concisas, hasta barojianas
en su desdén por las pamplinas, le trae sin cuidado el arte, sólo acepta el del
pasado porque está en los museos y en los libros de texto. Y doctores tiene la
iglesia. Le dicen: Velázquez, amigo, es un gran genio. Y el tipo se queda
mirando Las Meninas o El bufón Pablo de Valladolid e incluso Jardín de villa Médecis, y se dice
abrumado: “yo jamás podría hacer algo así”. Ese mismo tipo delante de un tápies mira a ambos lados a hurtadillas,
se dice, “hombre, esto, yo…” En cuanto al arte actual… ¡tan sólo le divierte,
le ayuda a pasar el rato! ¡Otra forma de coleccionar cromos! La complicación
del arte de nuestros días deriva del propio farisaísmo de sus propuestas, de la
doblez que esconde: ha habido interés más que complacencia estética en su
manufactura...
-Pero
¿cuál es el problema? Unos tipos que se dicen artistas imponen periódicamente
un imaginario plástico y conceptual que otros se apresuran a celebrar, pues el
mercado exige nuevos productos casi diariamente. Al cabo de cincuenta años (o
cien, da lo mismo) la criba sólo deja espacio para dos o tres artistas a lo
sumo, los demás era la escoria que finalmente se barre de las colecciones y los
museos, sin un gramo de talento que se esconda
bajo su polvo... (o de su oportunidad para figurar).
1946. Diez
años, tiene miedo. ¿Cómo lo hizo? Y desecha de inmediato los procedimientos.
“No me refiero a eso”. “Entonces ¿qué es lo que quieres?”, se pregunta veinte
años más tarde. Quiere saber el camino fatal que condujo a su madre a esa
conclusión, qué fue matándola antes, incluso mucho antes, hasta dejarla simple
y llanamente en algo semejante a un caparazón insensible a las virtudes del
existir, un pellejo vacío de sentimientos, emociones, o sólo lleno de temor,
incapaz de enfrentarse a las cuatro paredes desnudas e inofensivas de una
habitación, angustiada de estar a solas, de sentir mano sobre mano con la
cabeza gacha cómo se aproxima de nuevo la terrible noche, la noche que anuncia el día enfermo, terror
de despertar, aflicción ante la luz del sol, asco a las palabras carentes de
sentido de los demás con sus feas bocas abiertas. No es el final lo
preocupante, sino aquello que nos conduce hasta él. ¿Cuándo empezó el viraje
fatal? ¿En qué momento inesperado de un día la angustia se abre paso en un
pecho palpitante hasta alcanzar la garganta reseca? “Mamá”, lo dice en voz
alta, rodeada de sombras. “Mamá”, llama. Silencio. Aguarda largos minutos sin
cerrar los ojos (no vaya a dormirse), yacente, con el embozo hasta la barbilla,
sin mover un músculo, concentrada en el más allá, que para ella sólo es un mar
de oscuridad, impenetrable, inabarcable. Y he aquí lo preocupante: el silencio.
El silencio que la oprime no es el de algún dios, o el de todos ellos, a fin de
cuentas una tropa de espejismos e invenciones más o menos pintorescos, sino el
de su propia madre. Muerta, no abre la boca, se diría que, en efecto, se ha
podrido hasta ser irrecuperable, se la han comido los gusanos y sus larvas
rapaces, sólo debe permanecer bajo los dos metros de tierra la quijada polvorienta
y muda incapaz de articular sonido alguno soldada al resto del esqueleto
también mudo e inmóvil. Silencio absoluto. Mayestático. Un silencio cruel,
galáctico, universal. Obsesivo para el vivo y oyente. Y ese muro
inquebrantable, ese mutismo de ultratumba confirma el todo desolado de cósmica
vaciedad que adviene tras la muerte.
Podría
pensar, puesto que sufre: ¿Seré el álter
ego de Dios? Si tuviera un rabino a mano… Es hora, pues, de hablar de un
dios con mayúsculas. ¿Cuántas veces has entrado en una sinagoga? ¿Crees
realmente en los ritos? Naturalmente que cree en los ritos, y en la liturgia,
en los oficios y cánticos religiosos, y en toda la parafernalia de sus objetos
y utensilios: son una especie de arte, de happening.
Y, además, trascienden lo meramente aparencial de los objetos, se allega a una
metafísica que, en la plástica, es muy de agradecer por aquellos que desconfían
del trasto conceptualmente inerme. Hasta los olores podría aprovechar en una de
sus obras, o en todas. Unos aprenden de los maestros de Talmud; otros, de
cualquier cáscara religiosa que se les ponga por delante. El humo penetrante
del incienso adereza verdaderamente una visión escultórica de lo inefable.
Piensa
¿habría sido todo distinto si hubiese limitado sus ambiciones? Quizás, entonces,
no se le habría infligido el castigo tan cruel. Una joven judía que contrae
matrimonio (incluso con un gentil), atiende su hogar, cría sus hijos, una balabusta tranquila y ecuánime que
prepara cuidadosamente comida kosher,
consciente de sus deberes y de saber en todo momento el terreno que pisa, que
sabe perfectamente mantenerse lejos de cualquier raya roja, que ni siquiera
pronuncia una palabra en yiddish más
allá de su círculo familiar (y sólo los sábados). Hasta sería capaz de comer
sólo pan ázimo durante los siete días de la pascua, y, desde luego, de poner a
sus hijos varones en manos del mohel.
Todo ello con gran discreción. Claro que, en esa época, los cincuenta, en un
barrio neoyorquino de clase media baja, una joven madre judía de regreso a casa
con la compra del día aún podía oír a sus espaldas: “¡Perra judía!”. Y ese
terrible epíteto hacía temblar las cuatro paredes de la bonita y arreglada sala
de estar donde la perra judía y admirable balabusta,
sentada en el sofá de piel sintética, con la bolsa de la compra todavía en el
suelo enmoquetado llena de hortalizas, fruta, verduras, frascos de salsa de
tomate y mostaza, la docena de bagels aún calientes del horno, salchichas de
pollo y libra y media de cordero, solloza en silencio y alivia su desconsuelo
limpiándose las lágrimas y los mocos antes de que regrese su maridito cartera
en ristre de la oficina. Ser una judía hacendosa no te libraba del mal de los
tiempos y sus hediondos prejuicios religiosos y sociales, de que no sólo
temblaran las cuatro paredes del bonito salón con bellas cortinas protegiendo
las ventanas, sino que se derrumbaran
literalmente sobre tu cuerpo
aplastándote sin misericordia. Si eso era factible de pasar a salvo en tu
cálida guarida, que se te viniera la casa encima con lenzuelos de ganchillo,
cortinas de cretona y alfombras, imagina la clase de afrentas y atropellos que
podías esperar al descubierto en la selva de afuera.
En febrero
de 1952 se hizo amiga de un tal Holden Caulfield. Se lo había presentado una
amiga, alumna algo redicha de uno de los centros educativos de la Ivy League,
una amiga de las ricas e inteligentes
(en la nomenclatura adolescente de Hesse por aquel entonces las amigas se
dividían en: pobres y tontas; pobres y listas; ricas y tontas; ricas e inteligentes
–las ricas no necesitan ser listas-). Durante meses estuvo obsesionada con él,
intimaron hasta lo indecible. Pero poco más de 200 páginas después Holden
Caulfield desapareció misteriosamente, se desvaneció de nuevo en una existencia
de ahora a ser serios, querido amigo,
ingresaría en la universidad, dejaría de ser virgen pagando cinco pavos el
polvo (o diez si andaba cerca el proxeneta de puño directo al hígado) y
acabaría siendo un letrado bien vestido como su padre (terno oscuro, camisa
blanca impoluta y nudo windsor de la corbata perfectos). Ella, no obstante, fue
tras su pista por todas las calles de
Nueva York. “Ahora aparecerá”, se decía al llegar con el corazón palpitante a
una esquina. “En este instante”, conjuraba al volverse hacia el jovenzuelo de
rostro devastado por el acné maldito que aguardaba a su lado a que el semáforo
cambiara de color, y esperaba con ansiedad “la aparición de un caballero alto y
atractivo de unos veinte años de edad”, que diría la niña Phoebe con menos
causticidad de lo habitual. Hablaba como Holden Caulfield, pensaba como Holden
Caulfield, se sentía distinta como Holden Caulfield. ¡Ella era Holden
Caulfield! Pero aprobadora, excelente becaria y nada fugitiva. Era capaz de
engatusar a su padre decenas de veces para que la llevase de Brooklyn a
Manhattan, hasta Central Park, donde se quedaba extasiada viendo nadar los
patos sobre las aguas del lago aún sin la lámina de hielo del invierno que los
secuestraba. Compró tres libros de Isak Dinesen (entre ellos Out of Africa, que nunca terminó de leer). El asunto se demoró hasta más allá de 1953, cuando el culto se aguaría
un tanto al conocer la existencia de los primeros pintores del expresionismo
abstracto, y, en especial, cuando leyó sumarios biográficos, casi aterradores,
sobre Jackson Pollock. En 1954 los inocentes mariposeos del pobre Holden con
una coca cola en la mano y una copa en la otra a través de una Nueva York
helada y ajena se habían ahogado por completo en alguno de los barrios
residenciales que daban a las verdes y pacíficas aguas del East River, o puede
que naufragara en los vertidos y chorros diabólicos de pintura de los cuadros
de Pollock, o aplastado definitivamente años más tarde entre las páginas sucias
de semen y sangre de The Naked Lunch.
1966. El arte y su crudeza, el artista decidido y hasta salvaje, habían ganado la partida. La Gran Chica Lista y Judía Americana había descubierto que existía un lenguaje eficaz y brutal por su misma inconsistencia y trapacería, que más allá de la rebeldía se hallaba incoherente, cínica, caótica, adánica pero siempre festiva la verdadera revolución, en el arte y en la literatura.
Goodby,
mister Salinger.
Enchanté,
monsieur Duchamp.
Marcel
Duchamp, poco antes de morir:
“Qué
confusión, tíos.”
Este
ajedrecista del alma, aun distanciado de todo, y más todavía del arte de su
época, que le parece cosa de niños bien aplicaditos, recrimina la manipulación
a la que es sometida su boutade de
años atrás:
Yo era un
destructor, hice del ready made un
arma arrojadiza contra la billetera burguesa y financiera de entonces, les
lancé a la cara a toda esa turba adinerada y estúpida el orinal manchado de
meadas amarillas sólo como provocación, una forma de rebajar la estética a la
sucia calle, y, ahora, estos artistas de pacotilla de la sucia calle de hoy, admiran aquel meadero como producto
estético… ¡Pensar que el futuro era de esos bastardos y la farsa de sus circos
de ahora! ¿Cómo diablos podía imaginar una cosa así?
Todo
parece haber cambiado de color y de forma… Hasta los ruidos de las calles se
oyen distintos, y otro es el andar y los trapicheos y oficios de la gente, y
extrañas las maniobras y obediencias de los automóviles… hasta la luz es otra.
Pero, no: es ella la que ha cambiado. Ahora
sabe lo que se esconde detrás de todo. Y ya nunca será lo mismo. Antes llevaba
consigo la idea de la muerte allá donde fuese. Ahora la lleva cogida de la
mano, una compañera fétida, negra y su contacto es tibio y blando, de una
textura repugnante. Tan cruel, que nace de ella misma, no se han dado de bruces
ambas al doblar una esquina, nadie les había presentado. No tenían el gusto de
conocerse. La llevaba agazapada. El huevo oscuro y fatal ha eclosionado desde
adentro. Y pronto ha empezado a cambiar las leyes del mundo desde sus mismos
ojos. Ahora es la muerte la que manda: Hola, ¿estás sola?
Florece la
tierra bajo el sol de mayo (atrás el abril siempre cruel).
Invadidas
las calles por el aroma primaveral y las renacidas copas de los árboles,
limpias y verdes por la lluvia nocturna. Piensa (tú, cómplice que ves aún y
mueves la lengua y miras a lo lejos, superviviente dicharachero y garrulo) que
todo en torno a ti parecía anunciar un acto de renacimiento pagano y magnífico,
de consagración con los mejores dones de la existencia. Y el estrépito del
tráfico, las moles de cemento, ladrillo y cristal y las aceras atestadas no
eran suficientes para oscurecer las galas, aún tan evanescentes, de una
primavera neoyorquina en plena sazón. De nuevo la fragancia de la cálida brisa,
las mañanas de clara transparencia, las tardes doradas e inacabables. E incluso
en esa escenografía mareante de ruido y bullicio, en el gran ciclo de inmutable
retorno, a despecho de su modernidad, se hermanan la festividad y la tragedia
año tras año. Así, nosotros, perseguimos inconscientes las huellas de un
porvenir siempre inasible. La perdurable rotación nada sabe de los afanes y
temores de los seres humanos, de su ingenua vanidad y deseos de una posteridad
que mitigue su drástica desaparición.
Y, de ese
modo, indefensos e inútiles, atrapados en ese vaivén colosal del planeta, nos
trasladamos por el cosmos de milagro en milagro, movidos por la fe en lo
desconocido, la inteligencia o el instinto.
Jugamos.
¿Qué
podrías decir de mí?
Hesse
vivió y luchó y perdió la batalla y después la guerra. Físicas en sentido
estricto.
Vivió sin
misterios. Como su obra, que no los tiene.
Adiós a
todos.
Pocos años
fueron.
En
realidad, era como si hubiese vivido cien años. Hizo todo lo que tenía hacer en
sus treinta y cuatro años de vida, que era exactamente igual que lo que hubiera
hecho en mil años. Era lo que creía que tenía que hacer. No fue en vano. Desde
el principio ella se atrevió a fracasar, y eso hace distintos y valiosos a
aquéllos que dejan a sus herederos tan mortales como ellos mismos una preciosa
llave con las que ir abriendo las puertas del futuro. Como sabía lo que deseaba
con todas sus fuerzas, llevó a cabo con éxito todo aquello que el tiempo le
dejó emprender. Nunca temió el fracaso. Ella hubiera aprendido perfectamente a
vivir en él.
Y ése fue
el hermoso secreto de su obra y de su existencia como artista: no tenía nada
que perder. Podía arriesgar todo cuanto quisiera.
Doble
contra sencillo.
Cara o
cruz.
Y la
moneda de reluciente oro español, antiguo como una estrella llena de luz,
desciende en el aire, cae despacio, muy despacio… hasta que llega al suelo.
Cruz.
Has
perdido.
Y qué.
A fin de
cuentas, ¿no se pierde la vida?”
¿Eso es
todo?
¿Influencias?
¿Dónde los
trucos?
Los de
Shakespeare, que ante la acusación de sus reiterados plagios no dudó en
confesar “que robaba los versos a los
poetas oscuros como quien aparta a una joven de las malas compañías”.
La chica
hace listas, quiere apropiarse de la inmortalidad. De ese modo, un listado
inacabable y superfluo de razones, intenciones, ascos, deseos, obligaciones,
odios, ocurrencias, renunciamientos, carencias, espejismos, incapacidades,
obras, materiales, objetos, instrumentos, libros, películas, artistas,
esculturas, cuadros, dibujos, fotografías, amigos, conocidos… aletarga la
conciencia del fin próximo. Todo esto es lo que tengo. Es concisa y minuciosa.
Hurga en su memoria y extrae todo aquello que considera valioso como el oro,
indigno de ser olvidado, qué ha hecho, que no hará, que ponderaba de entre la
inmensa cacharrería del mundo y su detritus. De muy pequeña coleccionaba
palabras que le fueran especialmente hermosas, raras o fascinantes, aunque no
las comprendiera del todo realmente. Le bastaba con su dibujo, qué importaba lo
que significaban. ¿Acaso las palabras no existen por sí mismas más allá de lo
que expresen? Que nos basten con su dibujo, su figura. Una palabra ya es puesta en el papel, y hasta puede que
no sea símbolo de nada. Simplemente, es. ¡Es un maldito dibujo en tinta negra
sobre el blanco del papel! Una forma que puede ser dicha en voz alta. La niña
cogía una palabra y alborotaba sus vocales y sus consonantes: creaba otra. Qué
maravilla. Y con tan poquitas cosas, unos dibujitos a los que llaman “a” o
“erre” o “uve” o “i”. Qué te parece. Su nombre: e-uve-a. Fantástico. Y, ahora:
aueve. ¿Y qué tal uevea? ¿O aeuve? Simplemente: Eva. Coleccionar sonidos,
también, o formas de las letras. “Y” es un estupendo dibujo (copa, árbol,
intersección, horquilla, un hombre con los brazos en alto). Igualmente podía
coleccionar números. Si inventas un número y te lo apropias, sin decírselo
nunca a nadie, ese número, tenlo por seguro, será tuyo para siempre; por
ejemplo: 430917354251767081098327509148005. Anótalo y guárdalo en una caja, que
nadie lo vea. O mejor aún, rompe el maldito papel, memorízalo: ya es tuyo para
siempre, ¿a quién se le va a ocurrir elegirlo si no lo ve?, ¡es impensable!,
hay una posibilidad entre 430917354251767081098327509148005 de que coincida con
el tuyo de exclusiva propiedad, secreto. ¿Y qué hay de los objetos, de los
millones de ellos que están a tu alcance? Podrías fabricar un alfabeto
inagotable, inúmero, inigualable, y, por supuesto, propio, sui géneris. Puedes repetirlos, pero no su forma; puedes
repetirlos, pero no su orden.
Aunque,
bien mirado, ella, colecciona hermanamientos, raras asociaciones. Lo múltiple.
Se compra
un diccionario de sinónimos. De ahí, se dice, saldrán todos los títulos
necesarios para describir la incógnita del universo, es decir, la incógnita de
mi yo.
Es una wittgensteiniana.
De pura cepa. A la inversa: no puede decir las cosas, pero encuentra el modo de
decirlas repudiando un lenguaje no ya limitado, sino embaucador, la máscara
protocolaria de lo indecible. ¿Cómo dice las cosas? Las muestra. El abecedario
de las visiones. Y ese lenguaje tiene la lógica del mundo y su basural orgánico
y su embeleco metafísico. Una mística del objeto y sus connotaciones
irrebatibles. Un arte extrínseco, sin necesidad de ahondar en lo esencial ni
dotarlo de proposiciones: óxido, vidrio, madera, acero... También siliconas,
fibras, polietileno… Conforma una química. Presenta el laboratorio de su
fabricación. La magia de la metamorfosis. La tautología de la imagen ha sido
desterrada, también sus equivalentes lingüísticos en este muestrario íntimo de
que hace gala. Inventa el verso avenido por aluviones de materia, el párrafo es
creado por la estupefacción que depara. Propone el desconcierto. Su
epistemología se basa en lo chocante: de ahí se gestan las grandes ideas: el
método del delirio, de la invención constante. Su discurso sintácticamente
inclasificable: eso ya es un habla. Luego, articula emociones escondidas, los
terrores, una gran apostasía: atisba dentro de sí en una ontología que tiene
mucho de mortificación.
Abusa del objeto, lo
muestra tal cual es. No piensa a través de él. Sólo es una consecuencia.
No es que sea un
bombón de Schraft’s… pero guapa lo soy, se dice ante el espejo todavía amigo
del alma.
Y lee novelas de
Marguerite Young, otra marginal: realidad, ilusión, conciencia, inconsciencia.
La filosofía lucha por
hallar un sentido a la existencia, el que sea. Si por el contrario en lo que
persiste es en el contrasentido no
tiene ninguna razón de ser, por cuanto niega su propia esencia como medio de
indagación profunda y sólo termina exponiendo su fracaso como instrumento de lo
intuitivo
Entre el pensamiento y
el mundo está el lenguaje, que no significa nada en realidad más allá de su
propiedad referencial y comunicativa. Ahí es donde trabaja. Labora telas de
araña, una plástica de intríngulis constante.
Todo había
empezado muy pronto.
Es una
adolescente. (¿Lo había sido alguna vez?).
Es una
mujercita entregada a sus labores, y bien pronto se da cuenta de cuál es el
camino y lanza la cestilla de la costura por la ventana con una mueca de asco.
El acné
paralizante lo envía ella al diablo en un santiamén, toda la pereza e
indolencia criminal de las espinillas y la dentadura irregular no son muros
para ésta que sabe perfectamente lo que
quiere.
No es ella
de esos adolescentes ensoñadores que hacen de la espera la llave prodigiosa del
futuro: ninguna puerta abre la espuma de los días mientras yaces en tu
dormitorio con la vista fija en el techo, imaginando para tu existencia mil
desarrollos felices, finales venturosos, la dicha y la gloria.
Nada de
eso. No es una ilusa que espera que el mundo se detenga a la puerta de su casa
y suba las escaleras hasta la cama donde sueña despierta.
Cogió su
bloc y su lápiz, se precipitó a la calle y se fue ella en busca del mundo, que es aquello que está fuera de ti,
diverso y extraño, implacable y proteico, presto a las dentelladas propias o
ajenas.
¿Crisis?
Hesse mira
al Negro Con Máquina De Escribir A Cuestas (que otra vez no sabe donde ir, sin
sitio donde dormir) y susurra:
“Mozart
para los días grises.”
Un piano a
todas horas.
Y, con el
sol, un jazz templado.
1967: The
New American Cinema, ed. Gregory Battcock. (Dutton: paperback, un dólar con setenta y
cinco.)
(Cena:
media manzana, y agua del grifo.)
Nuevas
amistades (se ha vuelto pragmática, la niña): “Ese tipo”, le confirmaron, “es
una especie de New York Observer:
cuenta los billetes “reales”, en efectivo, que esconde la billetera en los
bolsillos de los trajes de dos mil dólares que merodean por las galerías de
arte… Los coleccionistas que interesan verdaderamente…”
Infiel: se
deja caer de cuando en cuando por Ghotam Book Mart.
Acapara
algunos ejemplares. Las esconde (guarda) debajo de la cama: llenas de polvo y
pelusa, como todo lo que se acapara para ser olvidado.
1968.
Estamos en las mismas.
De lejos
comprende mejor la New Left.
Ella:
ella es…
artista. A cualquier edad.
1969.
De vueltas
del cirujano. El adoquinado Greenwich y el remozado East Village sufren el
embate de la violencia sectaria. Cadenas, látigos, cuchillos… Pero todavía no
salen a relucir.
¿Una
revolución en USA?
¡Qué
demonios!
“He de
apresurarme a acabar lo empezado…”, se dice ella con gran temor, camino del 134
del Bowery.
Cruzando el Village: coloca debajo del brazo el “Village Voice” (por 15 centavos tienes a tu alcance cada semana munición suficiente para disparar al cerebro de los biempensantes: deshazte de él a la altura de la 14).
Y en el
primer quiosco, compra el Times. Y
sigue tu camino.
14 de
Mayo. Mailer enardece, en un sentido u otro, a las masas reunidas en una
escuela del 116 West de la calle 11: no le dejan hablar, acusa a los
provocadores de haberse infiltrado entre los congregados por mandato de la CIA.
“Tú no
morirías por nosotros, Norman.”
“Sayonara”,
se despide en japonés el orador.
“Norman
Mailer es una burla”, gritan algunos.
“Amigo,
sólo es un escritor que ambiciona un cargo público.”
“¡Amor
armado!”, se oye decir con voz de trueno a uno de los hippies pacifistas en la
parte de atrás.
11 de mayo
de 1970.
Conferencia
de los radicales en el Village Gate, organizada por la Holding on Enterprise.
25 dólares
la entrada.
Hesse, a
dos semanas de su muerte en el Hospital de Nueva York.
El terror es blanco. La soledad es blanca. (CGR).
Afuera,
todo sigue igual.
La vida.
Sus cosas
(de la vida).
Y no te
fíes de tu mejor amigo: en el bolsillo trasero de sus jeans (no había otro lugar mejor) lleva estampada la imagen del
“Che” Guevara.
Su culo promete.
The Green Train.
Cualquier edición a la
venta, un puñado de centavos, tres dólares a lo sumo… menos el Howl, un volumen
sin encuadernar publicado por Ferlinghetti y alguna reliquia, que Ray considera
objeto personal, de lo editado por James
Laughlin y que sólo te deja ver, y a veces tocar, con las manos limpias.
“Antaño
hacía bastantes viajes a San Francisco, antes de enredarme con esta maldita
librería. Hacía acopio de provisiones
en City Lights y me bebía un par de botellas de buen vino en compañía del amigo
Larry mientras dábamos buena cuenta del roast
beef que preparaba su mujer. Luego, trabajábamos un poco en la oficina, que
era en realidad una mesa en un rincón que sostenía una polvorienta máquina de
escribir en un ángulo; en el suelo, montones de hojas ciclostiladas,
documentos, sobres, periódicos, cartas, libros… y sobre todo su valioso archivo que contenía la correspondencia
mantenida con los monstruos sagrados de por entonces: una maldita caja de
zapatos colmada de cartas de Ginsberg, Corso, Kerouac, Orlowsky, Clellon
Holmes, Lamantia… Al regreso traía conmigo montones de libros de aquel maldito
agujero, pero tardaba meses en deshacerme de ellos en Nueva York puerta a
puerta, aprovechándome de mis amigos ricos…”
Sale un
momento de detrás del mostrador. Vuelve al cabo de unos minutos con lo que sólo
parece unas pocas páginas a ciclostil: el número 11 de “Fuck You A Magazine of
the Arts”, la publicación fundada por Ed Sanders. La librería de Yeats es una
catedral comparada con la covachuela de 30 metros cuadrados que era la tienda y
editorial de Sanders: La Tienda de la Paz (que la policía destruyó en un
santiamén un minuto después del cierre una noche de primavera de 1966), bajo la
vigilante mirada pintada en el cristal del escaparate de El Ojo de la Divinidad
Solar Horus. ¡Qué poco protegió al heterodoxo!
Me deja
hojearla. Algo que hago con sumo cuidado, como si fuese la Hostia Consagrada.
“En el
sótano de X…”, me informa R., “un día al mes, puede que los martes, se
proyectan los documentales filmados de Sanders: Cock City, Mongolian Cluster-Fuck… (Y especialmente
recomendable Amphetamine Head, un
sabroso recorrido sobre el efecto “comprobado” de la droga en algunos
escritores del establishment).
“No era
más inocente Sanders, cuyo trabajo no lo exculpa: en el Bridge Theatre, un pequeño tugurio del
Village, solía canturrear atiborrado de benzedrina canciones que hablaban de lavativas
y las “nadas exageradas” del lunes, el martes, el miércoles, el jueves, el
viernes, el sábado, el domingo…
(Nothing.
Letra y música de E. Sanders).”
“El
lenguaje es comunicación antes que significación. Puedo comunicarme con alguien
a través de sonidos, sin extrañar por tanto los significados. Y esa es una manera interesante de hacer
arte”.
La artista
le ha pagado al Gran Escritor un sándwich de queso y pollo.
Sin dejar
de comer (casi sin masticar), él la sigue hasta Central Park cargando la mochila
y la máquina de escribir.
Ella bebe
directamente del botellín de una Coca-Cola, pero, así, como aquella que no hace
nada.
Después:
se han tumbado en medio de la llanura verde de Sheep Meadow, rodeados por la
ciudad invisible de la que sólo emergen al cielo blanco las macizas líneas
rectilíneas de los rascacielos que sobresalen por encima del cerco de los
árboles, y esas moles son como monstruos callados, hoscos, que acogen en su
interior otros monstruos pululando, maniobrando, encerrados en sí mismos.
El sueña.
Teme que ella desparezca de pronto.
Habla.
No
contesta. Parece dormir. No está.
Y otro
día:
Él le
lleva manzanas secas que le ha comprado por unos pocos centavos a una niña
Amish en Columbus.
No prueba
bocado.
Si por
ella fuera, dejaría hasta de beber agua. Pero no para matarse. Vivir del aire…
y no morir nunca. Límpida en su interior de cristal.
Sólidos,
indiscutibles, los materiales de la artista del aire, hasta podredumbre, una
sucia escombrera. La desesperación… y la calma: entonces suenan suavemente los
acordes del piano mozartiano.
Te lo diré
otra vez. Hubo un tiempo en Nueva York que el arte moderno éramos cuatro gatos.
Un pueblo de paletos. Media docena de menesterosos engreídos y pobretones cuyo
“todo el mundo” eran unos metros en la Calle Diez Este.
Y otro
día, girabas la cabeza y descubrías a un tipo con corbata de lunares entrando
en la galería con el talonario en la mano.
El Negro:
los lugares están para huir de ellos al cabo de un tiempo.
Este tipo
plagia hasta sus excentricidades:
Está
engullendo un hot-dog de un sabor a
animal podrido…¿qué le pasa?, ¿qué demonios le ocurre al maldito hot-dog? Mostaza, le pasa la
mostaza…, el cabrón ha escatimado la
mostaza, eso es, ¡estafador!, y ahora esa maldita salchicha debería subir a su
garganta por el esófago y regurgitarla hasta acabar en la palma de su mano
enterita de nuevo, entonces él se acercaría al puesto del tipo listo y la
embadurnaría como debe ser de una buena cantidad de mostaza, y luego,
como si tal cosa, se la metería otra vez en la boca y la haría bajar
definitivamente a las tripas, eso es lo que un hot-dog bien nacido debería disolverse en su estómago y no el puto
sucedáneo de antes.
¿Quién es
en verdad?, piensa de sí mismo. Mal asunto: adentrarse en la psicología de ese
tipo sería como empezar a extraer trastos y ropa vieja de un astroso saco de
vieja y maloliente arpillera.