jueves, 11 de octubre de 2018

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 “Ahora sólo quiero vivir. Ya no es como antes. Al diablo con todo. Sólo quiero respirar con la cara al sol, el corazón tranquilo, un vaso de agua fresca…”
Después de su primera operación, se lanzó con ganas a su obra en ciernes. La culminó con éxito: Right After. Y, luego... hubo una segunda operación. Y una tercera. Y, entonces: “Sólo quiero vivir, ya no tengo necesidad del arte y sus zarandajas…” Pero murió. Y, como diría el gran Hem, estuvo muerta.
¿Qué arte iba a sucederla? También ella lo había iniciado, atisbaría hasta las mismas puertas del arte del siglo XXI, hasta mucho más allá probablemente: la creación ya no necesita al arte para nada. Deja sobre la gran mesa alargada, rectangular, multitud de pequeñas piezas que son como pequeños párrafos, un fraseo de intenciones, unos bocetos, o un diario de formas, la desesperación, la incógnita, la ternura, el miedo… Proyectos.
Seis meses antes de todo esto.
Cuando su extraño humor lo cree conveniente, Yeats permite que los jóvenes poetas lean sus propuestas poéticas entre las viejas estanterías y columnas de hierro forjado de su librería. La mayor parte de ellos son arrogantes y bellos, elegidos por los dioses… durante unos meses. Suelen leer sus laboriosos plagios (en gran medida inconscientes) con desparpajo a veces; siempre con la solemnidad del novicio. El parto de los montes. Sólo les reconoció humildes y cariacontecidos, hasta viejos, el día que Anne Sexton, entre el humo de sus propios cigarrillos y la bruma del whisky girando en su cerebro, las piernas al aire y su mirada persuasiva dio una lectura memorable en el local atestado de curiosos, poetas aficionados y ladrones de libros que Yeats procuraba mantener a raya. Sexton… En cierto modo, ambas Hesse y la poetisa, que llegaron a conocerse (y él cree que bastante más de lo que puede sospecharse), fraguaban una terapia creacional basada en un ego malherido o, en su contrario, monumental: trasegaban, la una con objetos, y la otra con palabras, con la metonimia intelectual de sus propias vidas. En Sexton, aunque lógicamente la elusión alcanzaba un mayor grado de uso debido a la legibilidad de su medio expresivo, el inteligente armazón nunca propicia que el yo alcance a  desnudarse del todo, ya que la misma crudeza de sus versos logra desviar la referencia directa lejos de su autora; en resumen, universaliza su biografía de tal manera que la confesión nunca delata a quien escribe. Ahí radica su atractiva complejidad. Hesse, aun sin deliberación, con menor complejidad por tanto, pues no precisa del encubrimiento, puede disfrazarse mucho mejor en los símiles plásticos que erige, tan difíciles de descifrar; sólo en los materiales de elección podía colegirse algún sustitutivo plástico que encarnara su temores, fobias y debilidades.
Sexton, la maravillosa: “Un poco de monóxido de carbono, bien dosificado, no le hace mal a nadie…”
Un día, se le fue la mano. Una copa de más del bendito gas y... a volar.
La tarde del 28 de octubre Anne Sexton entró en la librería de Raymond Th. Yeats como un ama de casa perdularia que viniera en busca de un libro de cuentos subidos de tono. Parecía lanzada a chorro al interior por el aire dorado y otoñal de afuera. El recital iba a celebrarse a la seis de la tarde, pero sólo eran poco más de las cuatro cuando apareció en un traje blanco muy ceñido, una sonrisa muy dulce (traicionera del todo) y un bolso de charol con todos sus pecados dentro colgado del brazo. Cruzó la puerta equilibrando su figura en unos zapatos negros de tacón alto al tiempo que buscaba con la mirada a Ray, que se hallaba de pie tras el mostrador. Como de costumbre, El Coleccionista se encontraba en el lado de las revistas ofertadas a peso; como de costumbre, en cuclillas escarbando como un arqueólogo fetichista algún ejemplar atrasado del New Yorker o algún Saturday Evening Post con un cuento olvidado de Fitzgerald o de cualesquiera que fuese por entonces habitante mitológico imprescindible de su Olimpo americano (Faulkner, Salinger, Cheever, Bellow, O’Hara, la Parker...). Yeats levantó los ojos de algún papel y los volvió a bajar como si nada al verla entrar. Emitió un gruñido a modo de saludo y, luego, sin mirar a la mujer, soltó a bocajarro:
-¿Aún no estás borracha, Sexton? –Raymod Yeats, terapeuta psiquiátrico a deshoras, conocía de sobra a esa mujer y sus estratagemas. “¿Dónde demonios esconde ésta la petaca? ¿Debajo de las bragas?”
-No lo bastante para volver sobre mis pasos y largarme a Boston, librero barato –masculló la poetisa.
El Coleccionista, desde el rincón, los miraba tenso, dudaba si debía ponerse en pie y saludarla (no la conocía personalmente) o permanecer donde estaba, invisible. Al final, alejándose del mostrador, fue ella la que se acercó. Sabía de su relación con Hesse. Bastante azorado, él se aprestó a la conversación. Muy pronto, ella le hizo reír.
Pero él se comportó con una necedad imperdonable, hablando (balbuceando) de la literatura de vanguardia europea.
La mujer le miraba como a un marciano, pero un marciano de otro sistema solar mucho más lejos que el de nuestra galaxia.
Tío, yo de literatura no entiendo. Yo sólo escribo poemas. Y únicamente cuando me entran ganas de esconderme debajo de la cama. 
Treinta minutos después apareció por la puerta Hesse.
Las dos se miraron mientras se les humedecían los ojos.
Se abrazaron muy dignas sabiendo lo que ambas sabían, pues a Hesse ya la habitaba lo funesto, y la otra lo arrastraba a cuestas desde hacía años. Aunque ni un temblor a la vista.
Vive o muere
Se ha llenado la librería de gente, pero el tono general del habla es de susurro educado, un murmullo hasta elegante y respetuoso hacia una poetisa que va a contar con un Pulitzer también en el bolso de los pecados.  
Ray inicia el acto con una somera introducción. El tipo se ha aseado: se ha mojado el pelo de los aladares en el lavabo, se ha peinado, se ha cambiado de camisa y enfundado una chaqueta a cuadros de hace dos siglos. Y en seguida, algo encogido, perpetra una burla consentida por las más protocolarias reglas sociales (de la que él, de ahí su extraña rigidez, es absolutamente consciente): “¿Qué puedo decir de Anne Sexton?”, se pregunta el muy taimado en voz alta dirigiéndose a los congregados. Y se calla lo que mejor sabe, oculta un hermanamiento raro, esencial, una connivencia sagrada con la futura suicida que procede de una adivinación casi prodigiosa de sus hechuras y desmesuras, disuelve su intervención en unas palabras de compromiso y graciosas convenciones. 
¿Qué puedes decir?
Lo puedes decir todo. Eres el hombre. Y estabas allí. Y resulta que no dices nada, librero cobarde. Sólo palabras necias para engreídos en una velada poética.
Esta mujer alta, de ojos intimidantes, carnosa y huesuda a la vez, con el cabello cardado a la moda de los sesenta, de rostro devastado, ha empezado a leer, y la voz, apenas modulada, brota de un acto desesperado que nadie es capaz de ver y, sin embargo, todos perciben en el poema terrible.
Abruma la andanada de versos rotos, tan reconocibles que se transforman en universales, y cuanto más se alejan de su dueña por la complicidad que consiguen más te sientes la diana de su flecha, versos blancos como aves negras que sólo sobrevuelan la angustia y tristeza propias.
Con la mirada puesta en Hesse, insistentemente puesta en Hesse, esta superviviente de las pastillas y el alcohol, de las más letales depresiones e insomnios, ahí sigue aún, aferrada a su terapia, sostenida por ese pequeño puñado de hojas a las que se agarra como un náufrago a su tabla de salvación.
Sobrevivirá unos pocos años más, funambulista siempre en la cuerda floja, vacilante y frágil, a punto de caer. Ventrílocua de sí misma, arrastra su muñeca tras los amaneceres desolados. Pero, también un día, se acabó… al final del sucio y negro callejón de Nerval te aguarda el monóxido de carbono, marioneta sin hilos.
Vive o muere.
Somebody who should have been born
is gone.
Yes, woman, such logic will lead
to loos without death. Or say what you meant,
you coward...this baby that I bleed.
La voz, firme, aterciopelada, ronca a veces, envuelve a los asistentes que de pie, rodeados de libros, escuchan la ristra de un vademécum de soluciones personal, intransferible y, sobre todo, aterradoramente humano.
“¿Qué puedo decir de Anne Sexton?”
Puedes hablar del miedo, pero de ese miedo desnudo, todavía sin palabras y en tinieblas que enmaraña la conciencia recién despertada, la angustia de una visión procedente del sueño que aún tiene agarrado al cerebro en la espesa urdimbre de sus colores imposibles, densos como el agujero horizontal de donde emerges boqueando. Puedes hablar de quien no hace del poema una mecánica ni un sollozo claudicante y trivial, de quien no hace de la pintura una pistola de repetición ni de la escultura la forma más amable. Habla de lo que hablan los suicidas: oh, dios de las olas, oh, dios de la estrella del norte, oh, dios del abismo (“Oh, Sylvia, Sylvia, con tu caja muerta de cucharas y de piedras, con dos hijos…”), Habla de la noche, del río imaginario, del brillo de la plata en el pecho de los muertos, de los viejos tiempos cuando hay tantas cosas que no puedes decir en voz alta que necesitas escribirlas, habla de los amaneceres gélidos, hostilmente neoyorquinos, habla de los ojos envenenados de Rothko y sus colores desfallecientes (se mueren segundo a segundo), de los ojos de cristal de Arbus que desde el pasado fotografía tu vejado rostro del futuro, de la piedra helada, habla de todas las albas frías, del amanecer de grisura metálica que traspasa limpiamente la esperanza de las mujeres violadas como la Sexton, de los charcos de sangre que cubren los suelos de los desahuciados, del aire cerrado y homicida del coche volador de Jackson Pollock hacia los mundos estelares…
Vive y muere, ha empezado a recitar nacida de sí misma (y de nadie más), ahora frente a la oscura niebla de los otros que han enmudecido. Con los ojos abiertos, ni se atreven a respirar.