“Ahora sólo quiero vivir. Ya
no es como antes. Al diablo con todo. Sólo quiero respirar con la cara al sol,
el corazón tranquilo, un vaso de agua fresca…”
Después de
su primera operación, se lanzó con ganas a su obra en ciernes. La culminó con
éxito: Right After. Y, luego... hubo
una segunda operación. Y una tercera. Y, entonces: “Sólo quiero vivir, ya no
tengo necesidad del arte y sus zarandajas…” Pero murió. Y, como diría el gran Hem, estuvo muerta.
¿Qué arte
iba a sucederla? También ella lo había iniciado, atisbaría hasta las mismas
puertas del arte del siglo XXI, hasta mucho más allá probablemente: la creación
ya no necesita al arte para nada. Deja sobre la gran mesa alargada,
rectangular, multitud de pequeñas piezas que son como pequeños párrafos, un fraseo
de intenciones, unos bocetos, o un diario de formas, la desesperación, la
incógnita, la ternura, el miedo… Proyectos.
Seis meses
antes de todo esto.
Cuando su
extraño humor lo cree conveniente, Yeats permite que los jóvenes poetas lean
sus propuestas poéticas entre las viejas estanterías y columnas de hierro
forjado de su librería. La mayor parte de ellos son arrogantes y bellos,
elegidos por los dioses… durante unos meses. Suelen leer sus laboriosos plagios
(en gran medida inconscientes) con desparpajo a veces; siempre con la
solemnidad del novicio. El parto de los montes. Sólo les reconoció humildes y
cariacontecidos, hasta viejos, el día
que Anne Sexton, entre el humo de sus propios cigarrillos y la bruma del whisky
girando en su cerebro, las piernas al aire y su mirada persuasiva dio una
lectura memorable en el local atestado de curiosos, poetas aficionados y
ladrones de libros que Yeats procuraba mantener a raya. Sexton… En cierto modo,
ambas Hesse y la poetisa, que llegaron a conocerse (y él cree que bastante más
de lo que puede sospecharse), fraguaban una terapia creacional basada en un ego
malherido o, en su contrario, monumental: trasegaban, la una con objetos, y la
otra con palabras, con la metonimia intelectual de sus propias vidas. En Sexton,
aunque lógicamente la elusión alcanzaba un mayor grado de uso debido a la
legibilidad de su medio expresivo, el inteligente armazón nunca propicia que el
yo alcance a desnudarse del todo, ya que la misma crudeza
de sus versos logra desviar la referencia directa lejos de su autora; en
resumen, universaliza su biografía de tal manera que la confesión nunca delata
a quien escribe. Ahí radica su atractiva complejidad. Hesse, aun sin
deliberación, con menor complejidad por tanto, pues no precisa del encubrimiento,
puede disfrazarse mucho mejor en los símiles plásticos que erige, tan difíciles
de descifrar; sólo en los materiales de elección podía colegirse algún
sustitutivo plástico que encarnara su temores, fobias y debilidades.
Sexton, la
maravillosa: “Un poco de monóxido de carbono, bien dosificado, no le hace mal a
nadie…”
Un día, se
le fue la mano. Una copa de más del bendito gas y... a volar.
La tarde
del 28 de octubre Anne Sexton entró en la librería de Raymond Th. Yeats como un
ama de casa perdularia que viniera en busca de un libro de cuentos subidos de
tono. Parecía lanzada a chorro al interior por el aire dorado y otoñal de
afuera. El recital iba a celebrarse a la seis de la tarde, pero sólo eran poco
más de las cuatro cuando apareció en un traje blanco muy ceñido, una sonrisa
muy dulce (traicionera del todo) y un bolso de charol con todos sus pecados
dentro colgado del brazo. Cruzó la puerta equilibrando su figura en unos
zapatos negros de tacón alto al tiempo que buscaba con la mirada a Ray, que se
hallaba de pie tras el mostrador. Como de costumbre, El Coleccionista se
encontraba en el lado de las revistas ofertadas a peso; como de costumbre, en
cuclillas escarbando como un arqueólogo fetichista algún ejemplar atrasado del New Yorker o algún Saturday Evening Post con un cuento olvidado de Fitzgerald o de
cualesquiera que fuese por entonces habitante mitológico imprescindible de su
Olimpo americano (Faulkner, Salinger, Cheever, Bellow, O’Hara, la Parker...).
Yeats levantó los ojos de algún papel y los volvió a bajar como si nada al
verla entrar. Emitió un gruñido a modo de saludo y, luego, sin mirar a la
mujer, soltó a bocajarro:
-¿Aún no
estás borracha, Sexton? –Raymod Yeats, terapeuta psiquiátrico a deshoras,
conocía de sobra a esa mujer y sus estratagemas. “¿Dónde demonios esconde ésta
la petaca? ¿Debajo de las bragas?”
-No lo
bastante para volver sobre mis pasos y largarme a Boston, librero barato
–masculló la poetisa.
El
Coleccionista, desde el rincón, los miraba tenso, dudaba si debía ponerse en pie
y saludarla (no la conocía personalmente) o permanecer donde estaba, invisible.
Al final, alejándose del mostrador, fue ella la que se acercó. Sabía de su
relación con Hesse. Bastante azorado, él se aprestó a la conversación. Muy
pronto, ella le hizo reír.
Pero él se
comportó con una necedad imperdonable, hablando (balbuceando) de la literatura de vanguardia europea.
La mujer
le miraba como a un marciano, pero un marciano de otro sistema solar mucho más
lejos que el de nuestra galaxia.
Tío, yo de
literatura no entiendo. Yo sólo escribo poemas. Y únicamente cuando me entran
ganas de esconderme debajo de la cama.
Treinta
minutos después apareció por la puerta Hesse.
Las dos se
miraron mientras se les humedecían los ojos.
Se
abrazaron muy dignas sabiendo lo que ambas sabían, pues a Hesse ya la habitaba
lo funesto, y la otra lo arrastraba a cuestas desde hacía años. Aunque ni un
temblor a la vista.
Vive o muere.
Se ha
llenado la librería de gente, pero el tono general del habla es de susurro
educado, un murmullo hasta elegante y respetuoso hacia una poetisa que va a
contar con un Pulitzer también en el bolso de los pecados.
Ray inicia
el acto con una somera introducción. El tipo se ha aseado: se ha mojado el pelo
de los aladares en el lavabo, se ha peinado, se ha cambiado de camisa y
enfundado una chaqueta a cuadros de hace dos siglos. Y en seguida, algo
encogido, perpetra una burla consentida por las más protocolarias reglas
sociales (de la que él, de ahí su extraña rigidez, es absolutamente consciente):
“¿Qué puedo decir de Anne Sexton?”, se pregunta el muy taimado en voz alta
dirigiéndose a los congregados. Y se calla lo que mejor sabe, oculta un
hermanamiento raro, esencial, una connivencia sagrada con la futura suicida que
procede de una adivinación casi prodigiosa de sus hechuras y desmesuras,
disuelve su intervención en unas palabras de compromiso y graciosas
convenciones.
¿Qué
puedes decir?
Lo puedes
decir todo. Eres el hombre. Y estabas allí. Y resulta que no dices nada,
librero cobarde. Sólo palabras necias para engreídos en una velada poética.
Esta mujer
alta, de ojos intimidantes, carnosa y huesuda a la vez, con el cabello cardado
a la moda de los sesenta, de rostro devastado, ha empezado a leer, y la voz,
apenas modulada, brota de un acto desesperado que nadie es capaz de ver y, sin
embargo, todos perciben en el poema terrible.
Abruma la
andanada de versos rotos, tan reconocibles que se transforman en universales, y
cuanto más se alejan de su dueña por la complicidad que consiguen más te sientes
la diana de su flecha, versos blancos como aves negras que sólo sobrevuelan la
angustia y tristeza propias.
Con la
mirada puesta en Hesse, insistentemente puesta en Hesse, esta superviviente de
las pastillas y el alcohol, de las más letales depresiones e insomnios, ahí
sigue aún, aferrada a su terapia, sostenida por ese pequeño puñado de hojas a
las que se agarra como un náufrago a su tabla de salvación.
Sobrevivirá
unos pocos años más, funambulista siempre en la cuerda floja, vacilante y
frágil, a punto de caer. Ventrílocua de sí misma, arrastra su muñeca tras los
amaneceres desolados. Pero, también un día, se acabó… al final del sucio y
negro callejón de Nerval te aguarda el monóxido de carbono, marioneta sin
hilos.
Vive o muere.
Somebody who should have
been born
is gone.
Yes,
woman, such logic will lead
to loos without death.
Or say what you meant,
you coward...this baby
that I bleed.
La voz,
firme, aterciopelada, ronca a veces, envuelve a los asistentes que de pie,
rodeados de libros, escuchan la ristra de un vademécum de soluciones personal, intransferible y, sobre todo,
aterradoramente humano.
“¿Qué
puedo decir de Anne Sexton?”
Puedes hablar del miedo, pero de ese miedo desnudo,
todavía sin palabras y en tinieblas que enmaraña la conciencia recién despertada,
la angustia de una visión procedente del sueño que aún tiene agarrado al
cerebro en la espesa urdimbre de sus colores imposibles, densos como el agujero
horizontal de donde emerges boqueando. Puedes hablar de quien no hace del poema
una mecánica ni un sollozo claudicante y trivial, de quien no hace de la
pintura una pistola de repetición ni de la escultura la forma más amable. Habla
de lo que hablan los suicidas: oh, dios de las olas, oh, dios de la estrella
del norte, oh, dios del abismo (“Oh, Sylvia, Sylvia, con tu caja muerta de
cucharas y de piedras, con dos hijos…”), Habla de la noche, del río imaginario,
del brillo de la plata en el pecho de los muertos, de los viejos tiempos cuando
hay tantas cosas que no puedes decir en voz alta que necesitas escribirlas,
habla de los amaneceres gélidos, hostilmente neoyorquinos, habla de los ojos
envenenados de Rothko y sus colores desfallecientes (se mueren segundo a
segundo), de los ojos de cristal de Arbus que desde el pasado fotografía tu
vejado rostro del futuro, de la piedra helada, habla de todas las albas frías,
del amanecer de grisura metálica que traspasa limpiamente la esperanza de las
mujeres violadas como la Sexton, de los charcos de sangre que cubren los suelos
de los desahuciados, del aire cerrado y homicida del coche volador de Jackson
Pollock hacia los mundos estelares…
Vive y muere, ha empezado a recitar nacida de sí misma (y de nadie más), ahora
frente a la oscura niebla de los otros que han enmudecido. Con los ojos
abiertos, ni se atreven a respirar.
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