domingo, 2 de enero de 2022

52

 Un arte programado para su disolución.

¡Qué desánimo!

Muerte de verdad, muerte.

Y en el principio fue el verbo…No hay un arte común (o no debería haberlo) como no hay una lengua común, única y primitiva, madre-origen de todas las demás: gruñidos, si acaso.

Lenguaje:

para ser escrito y no para ser hablado.

He ahí su dibujo; he ahí su silencio.

1959: Yale. Syntactic Structures. El libro casi no se deja leer a causa de las múltiples anotaciones y glosas que los distintos lectores a lo largo del último año ha ido desparramando por sus márgenes y entrelíneas.

Indaga acomplejada.

Transcribe.

Al final: sólo lo ininteligible es auténticamente visual sin que deba nada a nada. (septiembre/59.)

Tenía todo el derecho del mundo a estamparte contra la cara su extravagancia: cada vez entendemos mejor el universo y cada vez más ignoramos su verdadero sentido. ¿Qué podría, por tanto, impedir con arrogancia un arte inextricable?

Aunque en el 64, antes de partir para Alemania, aún tuvo tiempo de acudir a la retrospectiva de Hopper (un pintor tosco muy inteligente, harto literario) en el Whitney. “Yo podría hacer lo mismo, pero con un estropajo humedecido en una mano, un cuchillo en la otra y mirándolo todo del través.” A la vuelta de Europa, años más tarde, al cruzar Washington Square camino de su taller, enseñoreado ya de resinas, siempre alzaba la vista escrutando las ventanas entreabiertas del estudio del falso pintor realista, silencioso, viejo, taciturno, orgulloso y directo a la historia del cuadro de caballete.

Gruñidos: transmite sus sentimientos mediante un sistema comunicativo que no precisa la existencia de un vocabulario o el desciframiento de un posible alfabeto:

sientes extrañeza ante lo que muestro porque esa es también mi extrañeza.

La perplejidad te invade porque es perplejidad lo que brotaba en mí cuando hacía de una Ariadna apresada en una tela de araña con la mente en blanco.

Un demiurgo generoso me inspira este lenguaje mudo y terreno: Toth o Indra, Hermes o Yahueh, uno más entre ellos.

De un dios misterioso, de una voz entre sueños, extrae el hombre primitivo las correspondencias, memoriza las alianzas entre lo fónico y el objeto.

Tanto más yo, víctima del silencio: te otorgo la imagen, que es lo más valioso que pueden construir mis manos de mujer.

Pero necesitamos entender, oír, suplicaba el aprendiz de mirón, exigía el idiota sabihondo de turno: ¿de qué oscuro hontanar surgen los materiales de esa voz callada y abrumada por la descomunal extravagancia de su disposición?

Tendrán que transcurrir un millón de años, quizás dos millones de años para esperar alguna respuesta definitiva.

A elegir: teoría del Pooh-pooh, del Bow-bow o del Yo-ho-ho.

Aunque, tal vez todo sea una simple locura… Una jugarreta babélica.

Una galaxia de sonidos con sus magias, temores y clarividencias invade la corteza del planeta. Qué estruendo.

Neurosis… debida a la capa de cemento normativo que se empeña en estrujarme desde los círculos próximos (social, cultural, académico…): “Deje en paz el cadáver de su madre”, propuso sin mirarme, aburrida de mis… mentiras.

Gramática: existe un innato sentido del orden, una relación sistemática en el caos que lejos de explorar sentimientos o emociones los confronta con un material chocante: los revela mejor sin otras explicaciones o la descripción fraudulenta mediante otros lenguajes ajenos a su sola exhibición.

Diciembre de 1958. Esquire.

Faulkner en Japón: bonito reportaje burlón, nada esclarece.

“Primero atiendo mi granja y mis caballos. Luego, si hay suerte, que suele haberla, escribo.

“Jamás pienso en quien va a leer mis libros mientras los escribo. “Estoy demasiado ocupado escribiéndolos para pensar en sus posibles lectores. Diría que me asombra bastante el hecho de  tenerlos.

“Toda historia crea su propio estilo. Pero tampoco hay que preocuparse demasiado en este asunto: si uno pasa mucho tiempo pensando qué estilo va a adoptar puede que al final sólo le importe eso, estilo, y en realidad se quede sin contar nada, aunque sea “esa misma nada”.

“Soy un hombre simple (¿?). No tengo una educación literaria. Ni científica. Sólo estudié hasta sexto grado. No me pregunte nada acerca de lo racional y los procesos lógicos en la escritura. Nada de lo poco que estudié pudo disciplinar mi mente en ese sentido. No soy un hombre literario. Ese es el tema.

“Y jamás hago ningún plan. No me interesa eso. Escribo porque me gusta hacerlo.

“Sí… es divertido hacerlo...”

Pues eso es todo.

(Naturalmente, eso no es todo.)

Diez días después de la muerte de Karen Horney me suelta en las manos un libro escrito más de diez años atrás: The Neurotic Personality of Our Time. ¿En qué lugar de las páginas de ese libro me escondo?

¿Miedo y Angustia?

“En realidad, nos observamos a nosotros mismos mucho mejor de lo que creemos…

Miedo, ¿a qué? (tú sabrás, aunque jamás lo confieses a los otros). En cuanto a la angustia… Sólo son presentimientos, y la certeza absoluta de morir (pero, ¿cuándo?, he ahí la medicina, el asidero que te permite perpetrar todas las trampas que requiere el “ir adelante”).

¿Y cuáles son tus materiales de escribir?

Hesse:

“Las manos, los ojos, la mente”, declara esta robadora del fuego.

No busquéis el cálamo untado en la mixtura del humo. No encontraréis el cuneus ni la piedra afilada que dibuja sobre la roca, y su papiro y su arcilla es el espacio donde lo visual de la materia se antepone a su símbolo.

No eleva el pictograma a la categoría de idea, ha amontonado los objetos hasta descubrir la gracia no del significado, sino de lo representado. La plástica actúa de nexo entre tu ojo y su mano.

Tales asociaciones revela la artista desde lo heteróclito. 

Un paso más y el discurso se habrá entrometido: la niña con el mejor estilo Kopffüsler no dibuja una mujer, dibuja a su mamá.

Libera los rasgos, los distintivos que la individualizan: ya no es su mamá: ahora es la mamá de todos.

Ha sido otro paso adelante.

Lo creado crea en el mismo instante de su creación su propio lenguaje que, a causa de su “inanidad” comunicativa (¿qué diablos me está diciendo ésta? ¿pretende que la entienda?) pero al mismo tiempo identificativa (veo unas barras de hierro, un cable colgado, una goma en el suelo) se constituye como un significado universal: en la obra (con su correspondiente título)  nada hay que no sea reconocible.

¿Y qué crees que es la gloria?

¿Pleitesía?, ¿reconocimiento?, ¿acatamiento?

El reconocimiento más ansiado, el más difícil de obtener, y por tanto el más hostil, era el suyo propio hacia su obra. Y eso lo ha conseguido. Sabía lo que quería, y sabía hasta dónde podía llegar.

Una obra abierta: cada una de sus piezas constituye el núcleo del que ha de alimentarse la sucesora… Y así indefinidamente.

Un día cualquiera en la vida de los jóvenes prodigios.

(Viernes, 28 de abril de 1961).

La brisa de primavera, extrañamente calurosa a estas horas de la tarde, le da quemante en plena cara a la chica de ojos risueños y expresión amistosa mientras sube hasta las proximidades de Central Park por la Quinta Avenida.

Un tipo que trabaja en una firma de abogados con oficinas en Central Park South ha decidido echar un vistazo a las acuarelas de Eva Hesse. Tiene tratos con una compañera de Hesse en la Stone Gallery, a quien visita en su estudio del East Village y le compra de cuando en cuando obra gráfica y de pequeño formato. El tipo, un auténtico wasp, vestido con traje a rayas, camisa blanca y corbata oscura, de unos cuarenta años, alto y esbelto, serio y atractivo, con el cabello moreno y brillante peinado hacia atrás, de labios finos y barbilla saliente, fiscalista invencible, prefiere adquirir obra a los artistas a espaldas de la galería que los promociona. Eso le permite comprar más barato y evaluar la mercancía sin estorbo, a su antojo, puesto que conoce bien las reglas del juego. “Puede que hasta se interese por tus cuadros”, le habían advertido a la chica de Yale. Algo nerviosa acude a la cita vestida de domingo (pero mostrando las piernas y los brazos al aire) cargada con una gran carpeta. La reunión era en el Oak Room del hotel Plaza, a media tarde. Al tomar asiento en el enorme sillón de piel rojo oscuro descubre con alarma que transpira más de la cuenta, y las mejillas parecen arderle. Siente la humedad tibia del cuerpo, y odia tener que lidiar con ese pequeño desbarajuste a lo largo de la conversación. Hundida en el sillón, está segura de que de un momento a otro se deslizarán regueros de sudor por sus sienes. Sólo la ampara la iluminación sosegada y muy tenue del salón. Hasta ella le llega la delicada fragancia a colonia seca que exhala el comprador de aspecto impecable, y la sobria distinción y los gestos medidos que despliega a punto están de aturdirla por completo. Elegante y desenvuelto, sentado con las piernas cruzadas y las manos de dedos largos y delgados posadas con absoluta tranquilidad en los brazos del sillón, dirige la mirada al rostro sofocado de la chica, pero sin curiosidad, sin que sus ojos fríos y azules delaten un escrutinio censurador. El hombre se halla ante un negocio, y conseguir el mejor trato es cuanto le anima en el fondo. El único objeto de hallarse frente a esa pintamonas es un sencillo cálculo de probabilidades: en unos años puede triplicar su inversión, cuadriplicarla o multiplicarla por cien. Así es el asunto del arte de nuestros días. Sabe lo que lleva entre manos, parte de cero, que es un buen punto de partida. Cuando el camarero se acerca a la mesa, ella se conforma con pedir una copa de agua mineral; sólo la contención a que la obligan el momento y la circunstancia tensa en que se halla le impedirá bebérsela de un trago más tarde: tiene la boca completamente seca. Su interlocutor ahora la mira con algo de extrañeza y pide un Martini. Al final, luego de un detenido examen de las grandes hojas que guarda el cartapacio, tras un diálogo entrecortado y penoso durante el cual el coleccionista sin escrúpulos semeja un testigo ajeno a lo que allí se dirime, ausente en realidad, o al menos en un ángulo muy distante de donde se encuentran y asistiera a la conversación entre la artista y uno de sus dobles dispuesto al efecto desde el patio de butacas, como si de una obra de teatro se tratase, Hesse consigue venderle tres dibujos coloreados con tinta india. Antes de extender el cheque el hombre, con la estilográfica dorada en la mano, emite una orden tajante con una voz clara, pautada y perfectamente audible: “Envíamelos enmarcados sin ninguna ostentación, un passe-partout sencillo y una media caña de color blanco y cristal mate. Y fírmalos de nuevo con tinta negra por la parte de atrás con la fecha completa de hoy: día, mes y año.” Un instante después de signar el talón y avanzarlo con los dedos sobre la mesa hasta el lado de ella, el hombre enrosca la estilográfica, la guarda en el bolsillo interior de la americana y posa sin pudor ni disimulo la vista sobre las piernas algo entreabiertas de la artista que tiene el borde de la falda subido hasta un poco más allá de la mitad de los muslos. Una expresión sombría, casi violenta, humaniza fugazmente su rostro.

Esa noche, la artista enumera los actos del día, celebra las gracias, obvia las desgracias.

Diario.

¡Todo fue de maravilla! He vendido tres dibujos. Me sentí muy segura y decidida. Perfectamente en mi papel, controlándolo todo. ( 28 4 1961).

-Y ese tipo de Brentano’s…

-Un listillo criminal al que le gusta jugar con fuego. Tiene un embrollo con esa siniestra bibliotecaria de...

-Confío plenamente en usted, Morgan.

-Sé lo que llevo entre manos, Wallace. He conocido muchos tipos como ese. Y en cuanto a la tipa gafuda esa…

¿Usted qué vende? Mi incapacidad como artista, y por ello solicito el espacio de su galería para exhibir mi falta de talento. ¿Cómo manifestará usted su nulidad artística? Explicándola mediante un parlamento que no ha de eludir la más absoluta franqueza. Adelante, tenemos un hueco del 15 al 25 de enero.

Tiene humor negro, la niña. A pesar de todo, se dice. Repasa todos los folios imprimidos, un par de centenares. De pronto, como si tal cosa, uno de sus antiguos amigos: “Era distinta.”. ¿Por qué?

Además, sabía ser muy divertida.

Travesuras, las hacía: Right After. Una obra terrible, una mala intención solar.

No es que fueran muchas y diferentes las interpretaciones sobre su obra, que lo eran (y lo serán durante décadas: una de sus piezas ha cruzado la barrera de los dos millones de dólares, 2011), lo inquietante es que era muchas hesse a la vez, y era consciente de ello, y se divertía ante la perplejidad de los demás, un caleidoscopio cambiante, poliédrico, múltiples variantes, aunque de sólo tres o cuatro elementos, que terminaban combinándose hasta conformar una hesse cada día e incluso de la mañana a la tarde: te recibía en su estudio del Bowery, cubiertas las paredes desde el suelo hasta el techo con componentes de futuras obras, algunas incluso colgaban desde lo alto, los morcillones, y se quedaba mirándote sin decir nada, sólo sonreía. ¿Quieres un poco de embutido? Y señalaba las bolsas negras de Ingeminate

Al día siguiente el baldón judío, una contrariedad o un presentimiento convocaban silencio o desdén, introversión o beligerancia. Hasta lo trágico. Sí, era la elegida: para lo bueno y para lo malo. He ahí lo judaico. Esencialmente. El pedrusco atado a la espalda. La conciencia culpable: mataste al dios.

La observa. La artista parece embriagada por la bondad y la aventura del futuro, por el aire cálido y diáfano de esta fiesta azul de la mañana: las horas que ya no se cuentan, los días que ya no se llaman. Una excitante ignorancia que todavía subraya más la placidez inyectada en cada una de las venas de un cuerpo en paz. Y es que, en efecto, hace una hermosa mañana. Bajo el sol benéfico, el mundo recién hecho de este instante parece colmado de buenos augurios. Ella sedente sobre la tierra, el torso erguido y la mirada felina alerta. Los malos sueños se desvanecen en el olvido en cuanto despierta, le han vendido varios dibujos en el Finch College of Art, en breve viajará a Washington donde inaugura otra exposición, sus finanzas han mejorado, y su cuaderno de notas, ahora sobre el césped, junto al estuche infantil de los lápices, echa humo de ideas y ocurrencias. Excelentes proyectos, en suma.

Todo está en orden. 14 de abril de 1969. Lunes, 11,37, 56 a.m.

He ahí ella, el ser humano, un ser humano, este ser humano:

Nada en él es definitivo por mucho que lo explores y saques a la luz la víscera de su alma, que penetres por sus ojos hasta las mismas pepitas del corazón. Sólo examinas un presente que esconde, por su misma esencia irremediablemente unida a lo fáctico, un montón de apósitos y adiciones pertenecientes a un futuro del que ignoramos todo, del que desde ninguna rendija es posible atisbar ni un átomo de sus acontecimientos por venir.

Desde el estatismo y pasmosa lentitud de nuestras propias mudanzas tendemos a creer en la inmutabilidad de nuestra época, cuando la verdad auténtica es que nada nunca permanece inalterable ni vive eternamente y, al cabo del tiempo, incluso las cosas más vulgares devendrán tan extrañas a como en el día de hoy las contemplamos que nos será imposible reconocerlas.

Otra vez mira la artista sin ver, escapando más allá de las pétreas murallas de Nueva York, pero no hay ni un ápice de tristeza en su voz magnífica, al contrario, suena como la reafirmación en una creencia fértil y benefactora en este verde mar urbano: “La vida no es eterna, el arte no perdura.”

EXPANDED EXPANSION, 1969.

DIARIOS: los acalla la voz. Todo es tan distinto... lejos del papel, de la escritura falsaria. 

En el Downtown, tan lejos de casa, en el norte. Su padre a zancadas, como si le fuera la vida en ello. Todos los olores oscuros, las tiendas y las esquinas envueltas en la bruma del río que empaña el atardecer, le retraen a una cotidianidad ritual que nunca sabrá si lo salvó de lo peor de la muerte: la nada. Su padre, judío siempre entre judíos, saliendo y entrando de los comercios baratos del Lower East, olisqueando el interior de almacenes repletos hasta los techos de mercancías indefinibles.

En cuanto la suicida, la madre: peor que la nada, el abismo. Con ésta no hay vuelta de hoja, nada de medias tintas.

No logra desembarazarse de lo superfluo que, a despecho de su pequeñez, parece obstaculizar como un freno insidioso una trayectoria sensata y encomiable.

Evchen, cariño, estás hecha con la madera del mejor roble, del hierro ancestral mejor forjado de la culta Europa, le asegura su padre, de todo lo malo has de escapar.

Saber lo que tienes que hacer con las cosas es una virtud, aun antes de encontrarlas en la calle y llevarlas a casa. Esa es la mística de la sagrada inspiración, el previo recogimiento. Tu obra empieza en el momento que abandonas el estudio y sales afuera. La herramienta del ojo propugna mil coartadas para una materialización que ha de chocar en su exhibición por la polisemia indescriptible de su lenguaje objetual; hay un verbo ahí, incluso la negación plástica, lo asignificativo, formula un sintagma que en nada contradice su literalidad: es, por cuanto el arte se muestra, se visualiza sin necesidad de desafiar en lo lingüístico pertrechado de un sentido adicional.

En el basural, la escombrera, el solar: el verbo. En ese preciso instante se ha iniciado la obra todavía inmaterial. Ya es. Lo demás viene por añadidura. Su hechura consagra la idea, el más puro blanco, la redondez más perfecta, la forma primera. Lo demás es la caverna.

Dios: haré un entramado de humos, una tela de araña, la crueldad de las espinas, los túneles blancos. Pienso en Dios: busco en los escombros. Dios, que sólo es un puñado de tierra, de guijarros pulidos escogidos a la orilla de la playa, burbujas de agua enjabonada que siempre terminan cayendo abajo por más que floten en el aire durante unos instantes: vuelven a la tierra.

Lunes (bórralo: nada).

Martes: de nuevo la prisa, los miedos. Alguien (algo) corre tras de mí; percibo su presencia. Mi otro yo, me dejo atrás… ¡Oh, dulce martes! ¡Sólo soy una pobre mujer!

9/4/70, jueves: ahora ya lo sé. Moriré. Todo era nada. Entonces, ¿por qué la memoria, los deseos, el pasado… mi nombre?

En el estudio: imposible imaginarlo sin mí. ¿Cómo van a sobrevivirme los libros, los objetos, las herramientas, el material de mi imaginación…, los olores? ¡Sin mí no son nada, no existen! Tan sólo son algo residual, anecdótico a mi obra (que soy yo, poderosa y altiva). Todo ha de culminar en el despojo fetichista, una montaña de trastos a la que sólo acentúa la extrañeza de su origen, la incertidumbre de su uso. Todo inventario acabará en el artículo periodístico o el análisis académico de una poética de lo indecible que no dejará herederos.

Mi vida, ahora, sólo la subraya lo absurdo: la muerte a destiempo.

Mas eres afortunada: muerta, no habrás muerto del todo, sirena del Aqueronte.

Sueña.

Una mitología para la pequeña: en especial, la griega. Todas las demás, incluida la hebraica, eran viñetas desdibujadas ante la magnitud de unos dioses terriblemente humanos.

“Seré eterna”, se dijo tres años antes de la Edad del Hierro, a los siete años, pues, de lactante, había apurado la ambrosía de las tetas de su madre que pronto se convirtió en una diosa muda y distante de ojos apagados; “seré eterna”, se dijo: hasta la magnífica reunión con Hades, hermano de Zeus, dios Supremo de la luz, hijo de Crono, El Castrador, vencido por su hijo, y Rea, hija de Urano, nacido de Gea, a la que fecunda sin descanso, cósmico semental, hacedor de estrellas y galaxias.

Helen: y miraba a su hermana, bella y silenciosa: la imaginaba con un Paris al lado del largo vestido talar de color verde que la cubría, los sirvientes con la túnica corta apostados en todas las esquinas, silentes como estatuas, la antorcha de luz inagotable, la Troya de oro, de cielo azul y tierra caliente…

Piensa en los dioses hastiados de su fábula, el hartazgo de lo prodigioso y una inventiva incesante y dinámica, su larga y culpable inmortalidad.

Ella, doncella entre las sombras de los reinos de Hades el secuestrador, hija de una Deméter que escapara del gas con las manos amputadas, una madre  que nunca buscara a sus hijas y se complaciera en la desolación no sería la madre feliz que fecundara en primavera la tierra de obras.