martes, 21 de diciembre de 2010

Una academia (20)

Ella le dejaba a su aire. El la creaba y descreaba cada momento, aunque sin premoniciones. Hoy era así, mañana asá. Pero la voz ya concibe una identidad no controvertida, ella es incontestable, nada puede anularla a medida que el tiempo y las palabras la concretan en una cosa sabia y natural del monte y el paisaje, como lo son el agua y las nubes, las plantas y el árbol. Ningún accidente la modifica, la hace de nuevo. Será como es ella, no como juegue a imaginársela él con premeditación.
Puede la mirada variar la imagen y el color de la naturaleza, pero no la mudará en sus líneas fundamentales, en la dureza tremenda de sus contornos de vida tenaz y mineral, hechura telúrica siempre sobreviviente antes y después del hombre. Perdurable hasta el final, pero hasta el final de todo.
Ahora que Brell ha sustituido el sol por el fuego puede entregarse al puro pensamiento, divagar a lo loco. No cesa su devoción por rondarla a ella mediante ocurrencias luminosas. Está bien dispuesto, y anticipa momentos deliciosos. Pero todavía la tiene a medio hacer, como se fragua moroso el recuerdo en la vigilia, prisionera en una fosca de líneas que son también los perfiles de la tierra.
Todos los viejos junto a él se han dormido. Se elevan las llamas, se oyen las quejumbres de los rescoldos, como el arroyo que corre a los pies y tropieza con guijos y ramas muertas. Ojalá la muerte del todo fuese el sonido de paz del agua, el crepitar del fuego, el aire entre las hojas, la nada suspendida entre el claror del cielo y la tierra.
Le sobreviene el reposo y no el horror frente al fuego, huyendo del terrible ruido de monstruo del sol. Crea recuerdos. De ellos, vivirá más adelante.
T.B.: "Fue taimado a pesar de todo."
Ocioso, o solo, pues los viejos están dormidos, o muertos, Brell vaticina desde el pasado verano (ahora en un otoño de aires de púrpura y ponientes rojos) la vida nueva.
Había sido aquél un verano dorado de suaves inquisiciones. Les rodeaba la plenitud, o le rodeaba a él, puesto que Silvia Jara era como de la tierra y sus colores, y las estaciones y los trabajos y los afanes y las esperas formaban parte de un ritmo misterioso e inexplicable pero a la vez tan sencillo y lógico como el aire o el agua, que no tienen leyes de hombres.
Las ideas fundamentales de Brell claudicaban ante la manera sencilla de la descripción del mundo de Silvia Jara.
Este [B., Brell, aquél... lo que sea] sólo urdía ya estratagemas para ocultar su inmensa turbación, la perdición de tantos años atrás. Ahora quiere salvarse. Está ella, y el lugar, falta él... Eran los días del verano, y los sonidos, como una conjura de fiestas y mitos, irrumpían en el monte transformado en un país feliz, era una existencia de tierra, de agua y de sol... El presente invencible.
Ha cambiado el sol por el fuego. Ha empequeñecido el universo: crece él, tan ínfimo y anónimo finalmente. La gloria ya sólo es una piel olorosa y tibia y una boca de agua, la calma de los días, el trabajo sencillo. Su catarsis ni es capaz de mover una pulgada de la más frágil hoja de árbol, pero a él le basta. Quiere una Silvia real, no grandiosa ni esencial para el mundo.

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