jueves, 4 de noviembre de 2010

Una academia (8)

Subió de nuevo a los corrales. Empezaba a improvisar una cubierta protectora de ramas y matas cuando algo le hizo volverse. Por el camino de la sierra, indefinida entre la bruma que empezaba a disiparse, muy a lo lejos, se perfilaba una tenue figura, casi irreal, casi de la misma materia de la niebla, pero cierta y tangible como el aire fresco y húmedo que respiraba. Por un instante permaneció inmóvil mirando hacia la imagen tan leve y exquisita, sin atinar a hacer nada. Una décima de segundo antes de reaccionar, aún forzaba la vista encandilado, rastreando la línea y el volumen de la silueta evanescente, una forma sin nitidez, de una presencia tan etérea y escurridiza como la de los personajes de los sueños, pero de un andar gracioso y verdadero.
Por fin, corrió tras las tapias bajas de los corrales sin preocuparse de más arreglos. En aquel sitio la ladera del monte era intrincada y abrupta. Bajó malamente, precipitado, lastimándose con las ramas y tropezando a cada momento, maldiciendo, con un sofoco casi infantil: "Ella no pudo verme", se decía en voz alta, para creerse.
Después pensaría que la huida tenía más de esperanza que de temor, que el pronto sagaz de animal acosado ya prosperaba en él como la incipiencia de un largo dialogar con ella, con todo, y consigo mismo, matando leyendas a medio hacer, viéndose y no viéndose...
Notó las punzadas del deseo, el futuro colmado de veras, todo como a través del velo acuoso de lo incierto o de lo más querido por inventar. A trompicones bajaba de lo alto sumido ya en la ilusión de aquello que es por completo verosímil porque es absolutamente ficticio, gestado mediante el fórceps de la imaginación y revelado a la luz libre de toda composición de traba racional: la realidad del paisaje se impone sobre su interpretación, vive por sí misma, está por encima de uno y de otro, de todo, por encima de Brell.
Proclama esta historia (de un corazón), la idea y los costurones de la trama y su frágil hilado de dibujos y de color (o palabras). [Recuerdo aquel corazón. ¿Tenía la forma del corazón?] La génesis tenía un origen adensado de vislumbres tan nuevos como impensables mucho antes y mucho después. Brell hace auténtica a la figura de niebla, él, que en el paisaje real del monte no es sino un adose miserable, de poquedad grotesca, inconveniente, fuera de lugar, extraño al marco y a los límites del plano, es como la pátina de cultura mala: el mal cuadro, la rancia escritura, la sosa melodía...
Recordaría, un vez más, todavía, a Van Gogh, su suerte tan distinta. Se avergüenza del íntimo alborozo que aquella biografía suscita impunemente en un tipo como él, pues ahora conoce bien que su carácter, como el de tantos otros, carece de abnegación, aún pudiendo ser trágico. No tiene nada por qué matarse.
Su ideal era ser invento. Hubiera querido ser, y no lo era [Mucho más sencillo que todo eso, era vulgar, vive, trabaja, ama, se muere...], personaje no de su historia, ni siquiera historia de sí mismo. Cualquier cosa menos eso. Alumbrado al fin como un hijo del sol. Fluye por sus venas torrenteras de color, es una mugre de óleo coloreado: "Expresar el amor de dos enamorados por la unión de dos complementarios, su mezcla y sus oposiciones, las vibraciones misteriosas de los tonos aproximados. Expresar el pensamiento de una frente por el resplandor de un tono claro sobre un fondo oscuro... Estoy seguro que no está ahí el espejismo realista, mas ¿no es algo que existe?" ... No ser él: ser dibujo, ser virtual.
Confirmaría él mismo a T.B. la alquimia postrera, la mágica inversión en materia y figurante de la otra realidad. Una quimera de desesperado. Devenir otro, un animal feliz, hasta no pensante: la planta verde y vigorosa que vive al sol.

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