lunes, 22 de noviembre de 2010

Una academia (13)

El arte de Silvia Jara es un arte cándido y muy arbitrario en sus motivos. Sin haber oído aún una sola palabra de sus labios, porque no verla ya es un acatamiento irreductible, tiene en sus manos ahora una muestra trabajada ex profeso para él. La ha encontrado en el sitio donde toma asiento habitualmente, cerca del chamizo al borde de la montaña.
Ya va para siete días que Brell sube al monte, da dos voces de saludo, mira al perro, que mueve la cola muy corta al reconocerle, se sienta y se vuelve de espaldas al camino ancho que sale de los riscos. Así la espera para nada. Es el crepúsculo, cuando la brisa refresca la piel, con el sol vencido en un horizonte de pinceladas rosas y rojas, por encima de las montañas escarpadas del Oeste.
Las cabras, cansadas, van reuniéndose en torno al aprisco y los corrales, se apelotonan en grupos junto al canalón de la fuente, beben y se rehuyen. Las puertas de los establos están cerradas. La presencia de Brell le impone a ella la tardanza. No se dejará ver. Sólo meterá el ganado dentro de la cálida y gris oscuridad del corral cuando el otro desaparezca del todo senda abajo hasta el barranco, y luego al plano, y luego doble el camino, y siga recto hasta los ejidos del pueblo... y adiós.
En ese mundo de olores, poderoso y de plenitud real de las cosas, de quieta sencillez, con la figura de niebla de ella oculta entre matorrales, cerca o lejos, Brell burla al tiempo entusiasmándose con un proyecto siempre proyecto, una empresa efímera que se desvanece con la noche cerrada y se alumbra de nuevo con las primeras luces allá abajo, muy lejos, en el pueblo que tremula al alba.
La figuración le embelesa las horas de insomnio. Cómo será. Cómo no será. El juego pueril del escondite y el pasatiempo inocuo van conformando en él un apego de monstruosa inanidad: se da cuenta que sólo espera las horas, los minutos que restan hasta que se calce las botas, agarre el palo y acuda presuroso al lugar de la cita frustrada.
Cuando asciende hacia arriba ella ya lo ha visto desde mucho antes. Lo ha descubierto saliendo malparado de un recodo o de entre los árboles, aún pequeño de forma y casi irreconocible, todavía una simple nota que se mueve muy abajo en el monte. Silvia Jara, que domina el paisaje y sus ruidos, todas sus cambiantes apariencias y el fenómeno de su vasto relieve, ya sabe de él cuando irrumpe en la fronda primera del monte. Luego, cuando poco a poco sube por trochas empinadas, salva las ramblas áridas y polvorientas de estrechos barrancos y sigue por la senda casi perdida entre la maleza y las roquedas ella sigue sabiendo de él y su ascenso fatigoso y crepuscular. Conoce palmo a palmo los pasos que ha de dar, los obstáculos que evita, el tiempo y la torpeza con que se enreda en los aliagares y los bancales aterrazados, en las paredes y los ribazos medio derruidos que parcelan el monte de abandonos. Cuando está a punto de alcanzar los altos de la montaña ella ha podido esconderse de sobra en cualquier lugar. Hace mucho que sabía de él, mucho antes del empeño de Brell por estas citas de ahora. ¿Qué pinta éste? Supo de él desde los primeros días de sus incursiones, de su ansiedad por perderse entre los árboles y las fuentes escondidas, cuando buscaba caminos cegados por un barranco o sendas a ninguna parte. Sabía ella del extraño trastorno que le hacía merodear de un lado a otro de la montaña: no parecía buscar nada, todo parecía querer tenerlo, miraba hacia arriba sin ver siquiera, rastreaba la tierra descubriendo muy poco, era torpe y poco sabio en la andadura montés. Parecían gustarle los alardes: acababa extenuado, sediento, y se perdía en parajes difíciles con la inconsciencia de un niño y la rabia del adulto desorientado. El practicante simulaba oficiar alguna especie de ritual... o de extravío. [Su gnosis machacona: errático, de la nada a la nada..., andar por andar.]

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