martes, 16 de noviembre de 2010

Ensayos para un estilo (25)

“¿Hablar?” Me mira y asiente con la cabeza, pero permanece en un absoluto silencio. Un golpe de brisa se ha movido de repente, y más allá, sobresaliendo por encima de los setos geométricos, oscilan las copas de los arboles esbeltos, hasta aquí alcanza el susurro del aire entre las hojas verdes y brillantes. Ahora comprendo: sí que habla. A su manera.
G. Corso. “Me gusta ese tipo”, dice Yeats. “Somos inmortales.” (Raymond Yeats, arruinado, apareció muerto en The Green Train, donde solía dormir sobre montones de revistas viejas y de la que apenas salía, la mañana del 21 de diciembre de 1994; la librería, que había cerrado sus puertas tres años antes, estaba prácticamente vacía de libros y habían cortado el suministro eléctrico; unos baldes llenos de agua procuraban una mínima higiene. Gregory Corso murió en 2001, en feliz santidad literaria hacia la eternidad). “Un amigo del alma. Un poeta. Un poco menos podrido que los demás. Había intentado atracar un banco (no llegó ni a poner el pie en la entrada). Así que, a la cárcel. Y de allí, lógicamente (sic), a Shelley. Impulsos naturales, digámoslo con estilo.”
El tipo –continúa Yeats- ama los libros con desesperación, como sólo pueden hacerlo aquellos a los que se les ha puesto en las manos Rojo y negro antes de leer nada, salvo la página de deportes en los diarios y la cartelera de los cines. A partir de entonces, si logran acabar el maldito libro del maldito Stendhal, ya no tienen salvación.
Corso se dejó ver un millón de veces por la librería de Raymond. Robó todos los libros que el librero quiso que robara haciendo la vista gorda. En cierto modo, lo apadrinó. “El hecho de que le birlara (genética tenaz) la novia a Kerouac”, afirmaba Yeats con media sonrisa, “le agregaba todavía más encanto a su picardía italiana. Además, ¿qué hacía Kerouak con esa vagina medio india y medio mulata entre las manos, él, ambiguo y cobarde, temeroso de ese receptáculo al que siempre temió y definía como un “instrumento de tortura”? A diferencia de Corso y pocos más, la mayoría de la gente que he conocido se mueven entre supercherías. El gran Jack el Vagabundo era uno de estos”, prosigue Raymond Yeats inclemente, “pensativo y con un oscuro sentimiento de culpa. Náufrago entre lo católico y lo búdico, en esta temible encrucijada regaba diariamente su indecisión con litros de Tokay o Jack Daniel’s, cuando lo único que sabía hacer bien en realidad era escribir. Ese es el único puente al karma en todo inocente periplo, que sepas lo que haces bien, y sólo eso es lo que al final te libra de acabar con un taparrabos, sin lavarte durante semanas y comiendo un cuenco de arroz hervido con la biblia abierta a un lado o leyendo pasmado a cualquier otro santón. No basta la inteligencia para salvarte de las patrañas, la fe la tienes que tener en ti mismo. ¿Pero qué diablos les ocurre a todos estos jóvenes desocupados tras el misticismo y la iluminación bastarda…?”
Bien, yo te lo diré: apuran el cáliz rebosante de alcohol y drogas baratas. Cuando despiertan aterrorizados creen que se han convertido en un gusano o en el tío de las barbas.
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E.: ¿qué clase de religión has puesto en todo ello? El miedo y el absurdo. La armonía, lo rectilíneo, es para los débiles, la falsilla de la existencia. “No juego a ser Dios”, me confiesa. Ninguno de ellos (Rothko y compañía) jugaba a serlo, estaban demasiados ocupados en procurarse alimentos. Todos, hasta el más reacio, atrabiliario e intransigente de los irascibles, trabajaban para una agencia federal en el proyecto TRAP, instaurado realmente para no dejar morir de inanición a decenas de pintamonas sin un centavo.

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